El amor es la energía: ni se crea ni se destruye. Simplemente es y será siempre, dando sentido a la vida y dirección a la bondad.
El amor no morirá jamás…
Bryce Courtney
Eran aquellos mareados y ya sepias tiempos… Vivíamos libres y a plenitud como el río que corre en pendiente, incansable, incesante, erosionando las piedras en su curso convirtiendo sus excrecencias en lajas que hablaban del efecto pisa pasito y paciente de los años, de vivencias alegres y amargas y de la resistencia con la que soportamos sus embates, quizá heredada de antiguos nautas fenicios de mi sangre, de recio espíritu que a vela desplegada y decididos, viajaban triunfales en medio de mares procelosos llevando el ábaco, el abecedario y la letra de cambio, el cedro libanés, espejos de metal, telas, estatuillas, peines, joyas de oro y plata, armas de bronce, objetos de cristal…; es el correr del tiempo aprovechado que templa el espíritu para la lucha, dejando en sus meandros improntas que como pátina de color amaranto, expresan la denuncias en canicie, en arrugas y en el peso de tanta mundología para compartir. Eran aquellos tiempos en que en suerte de rebaño gritón inundábamos pasillos de mi hospital, todos jojotos, todos asustados ante el reto, pero felices, aprendiendo a trompicones a abrazar con el corazón su historia…, la historia de viejos maestros devenidos en los que habían heredado sus saberes para depositarlos en nosotros, ¡Ah!, sin mucho convencimiento de que asiríamos sus maneras, las haríamos nuestras, las transformaríamos y las pasaríamos a otro clan vocinglero para que continuara la tradición ancestral. Eran tiempos de admiración por el maestro, de respeto por el mayor, de deslumbramiento por el conocimiento adquirido en largas e insomnes madrugadas comprendiendo e introyectando cómo se teje la trama que enferma al unísono el espíritu y el cuerpo, harinas de un mismo costal. Eran tiempos en que pasados terribles exámenes de rigor asíamos incrédulos y bajo las Nubes Acústicas de Calder el terco pergamino, orgullo del esfuerzo realizado, apenas el inicio de un largo camino; éramos respetados médicos cirujanos venezolanos, ¡no cabía otra designación!, muchos colegas venidos de otras latitudes se fundieron a nuestras costumbres, porque Venezuela no había sido para ellos una conquista, era, efectivamente, el regazo de una buena madre supletoria, teta nutricia pletórica de bondad que no discriminaba ni echaba de lado…
Eran tiempos de recogida admiración por los maestros, de deseos de emulación, de reverenciar a aquellos que nos hicieron saber de nuestras deficiencias y virtudes, que nos llamaron al orden cuando fue justo, que nos reprobaron cuando fue necesario, que nos descorrieron el velo de la ignorancia para ver tantas verdades cuando todo parecía tan monótono y uniforme, a llenar los ojos de certitudes, a identificar esa única y antigua gárgola del ala sur del Hospital Vargas que no se parece a ninguna de las demás, esos que llevaron nuestra mano al abultado abdomen del paciente para que palpáramos con suavidad el enorme bazo del antiguo Banti bilharziano, en aquellas épocas cuando todavía había ríos infestados de caracoles con cercarias, hoy secos o esmirriados por la tala inclemente y el basurero en que se han transformado los cauces del país; o nos colocaron el estetoscopio en el sitio exacto para que auscultáramos el frote esplénico de la periesplenitis de una leucemia, o el soplo piante, audible a la distancia de una desprevenida válvula cardíaca hecha jirones por la furia bacteriana.
Pero, son otros los tiempos… son otros estos tiempos de abyección por todos tolerada, por todos aceptada, de podredumbre maloliente expuesta al ojo ya invidente por la costumbre o al olfato de insensible pituitaria, donde el retruécano de Niccolò Ugo Fóscolo (1778-1827) adquiere extraordinaria vigencia; sabias palabras tan lejos en el tiempo pronunciadas y que parecieran escritas ayer para juzgar la realidad que nos envuelve, que nos embarga el ánimo, que nos estruja el corazón…