Elogio de la sinceridad…

 

De mi memoria surge una anécdota de cuando estudiaba sexto año de medicina, o sea, cuando falsamente creía que ya estaba cocinado y listo para salir del horno… Aunque por mi inmadurez y timidez –que me hicieron sufrir tanto- nunca fui una persona ¨echona¨, mi dedicación al estudio y los frecuentes halagos de mis profesores y de mis compañeros de curso –tantas veces exagerados- parecían indicarme erróneamente que podría intentar navegar sin astrolabio ni brújula en las aguas procelosas de la práctica médica… Y siendo que el error es humano, mi pobre ego se hinchaba y se inflaba con tanta lisonja… Un fuerte golpe a mi narcisismo que me obligaría a poner los pies en tierra entonces surgió…

Cierto día, atendí en la consulta externa de medicina del Hospital Vargas de Caracas a un viejecito flaco y desmirriado, con despoblada barba de enfermo que en su palidez pajiza le daba un aspecto de hueso con hormigas; un paciente de esos a quien podrían contársele las costillas en el pecho y las apófisis espinosas en su espalda, sin bola de Bichat y de abdomen excavado donde se apreciaba el peristaltismo intestinal, vale decir, las tripas reptando como culebras bajo el escaso panículo adiposo abdominal que su autofagia le imponía. Mi primera visión, tal como se verá, muy prejuiciada, me hizo pensar en que tenía un avanzado cáncer del estómago. Y así, con aquella preconcebida y prejuiciada idea en mente procedí a interrogarlo, a examinarlo y a hospitalizarlo en la sala 7 del Hospital Vargas de Caracas, asiento de la Cátedra de Medicina Interna y servicio de Medicina 2 donde realizaba mis estudios.

Mi amigo ¨Cabeto¨ (1934-2013) y el doloroso descubrimiento de mi prepotencia…

No pasó mucho tiempo cuando se me acercó el doctor Carlos Alberto Moros Ghersi (1934-2013), a quien me daba el lujo de llamar ¨Cabeto¨… Y no era por insolencia ni por afán de igualarme. Resulta que los tres hermanos Moros: Carlos Alberto, Eulogio y Morelia, y mi hermano Fidias Elías eran compañeros del curso que se graduó de Médicos Cirujanos en 1958 bajo el epónimo del bien recordado maestro, doctor Leopoldo Briceño Iragorry (1908-1984)…

La lista de asistencia rezaba así, monótona como todas las listas: Moros, Moros, Moros, Muci; seis años de convivencia, de hermandad, de ligazón espiritual… La atadura emocional de la amistad sincera hacia mi hermano había sido trasladada in toto y vis a tergo hacia mi persona. Me trataba y siempre me trató con extremado afecto y consideración. Luego del ingreso, él había conversado con el viejecito y también le había examinado con esmero. Nada de lo que yo había asentado en el papel acerca de sus síntomas y signos era cierto… Toda aquella reláfica escrita con letra legible, en tinta china y subrayada con tintas de color según su importancia, no era otra cosa que una invención no intencionada de mi prejuicio, una especie de alquimia de mi prepotente ego, un espejo de mi ligereza listo para fragmentarse en mil pedazos, afortunadamente…

Todo aquello pudo haberse quedado así, y él, no decirme nada… Sin embargo, como si limpiara una fina y delicada porcelana de Lladró, se acercó cauteloso y me habló con tacto y sinceridad, exponiéndome mi equivocación, el porqué de mi erróneo juicio clínico y los correctivos para evitarlo. Lejos de estrujarme en la cara mi desacierto quiso darme una lección que nunca más olvidaría: Que las primeras impresiones pueden ser opacas, resbaladizas o simplemente ¨primeras impresiones¨ y que pueden conducirnos a la ofuscación o al yerro; que el aprendiz, ante su gran carga de ignorancia, suele recurrir a clichés mentales, como aquel de, ¨pupilas isocóricas, regulares y centrales que responden bien a la luz y a la acomodación¨, siendo que el ¡20%! de las personas normales tiene una anisocoria fisiológica -también llamada central-, una pupila más dilatada que la otra no mayor de un milímetro…

En otro momento escribí acerca de mis prejuicios en el Boletín Virtual de la Academia Nacional de Medicina 5:49, enero de 2013 y al que intitulé, ¨Las enseñanzas de Misia Chucha y Misia Virginia¨. Por eso enseño a mis alumnos y siempre haciendo referencia previa a esa, la lección de Cabeto que dio en el blanco de mi narcisismo y me hizo más humano y centrado… Su sentida muerte en la flor de su práctica hizo perder a la medicina venezolana y en especial a la medicina interna, a la Sociedad Venezolana de Medicina Interna y al American College of Physicians Región Venezuela,  uno de sus más ilustres ornamentos.

Y así, luego de atender a un enfermo, no importando si se trata de un cuadro viral febril o un ¨ACV¨, una parálisis facial o una ¨hernia discal¨, me pregunto y  enseño a mis alumnos a preguntarse: ¿Cuál sería la primera pregunta que deber asomarse a sus mentes…? Solo una y es esta, ¿tiene este paciente realmente una virosis, un accidente cerebral, una parálisis facial o una hernia discal, o una condición que lo simula…? Pienso que esa pregunta puede ser un antídoto contra el yerro que nos hace pensar y dudar de una primera impresión…

«Cabeto» Moros luego sería un todo maestro de la medicina interna, especializado en la Universidad de Londres en radiología cardiovascular con el profesor Keith Jefferson, profesor titular de la UCV, master y gobernador del Capítulo Venezuela del American College of Physicians, director de la Escuela José María Vargas, Decano de la Facultad de Medicina de la UCV, senador de la República y rector magnífico de la Universidad Central de Venezuela, pero ante todo, un amante del humilde enseñar sincero y directo… Aupado por el compromiso y el amor al país, hasta allí llegó mi amigo y el recuerdo luminoso que me dejó sigue flotando a diario en mis acciones…

Otras dos personas en el pasado reciente me lo hicieron saber directamente y sin anestesia, fueron los doctores académicos de medicina Augusto León Cechini. (1921-2010) y José Miguel Avilán Rovira (1922-2014) -«la letra con sangre entra»-: el primero, en ocasión de corregirme mi primer libro y encontrar una aburrida cantidad anglicismos, horrores y términos por mi inventados en un proyecto de libro sobre Fondo del Ojo: la reprimenda considerada y afectuosa me hizo ser más atento, serio y veraz, emplear siempre el diccionario de la RAE, el diccionario de sinónimos y antónimos y otros que se despliegan frente a mi vista, algo más allá del computador; el segundo, al deshacer los yerros en los trabajos que enviaba para ser publicados en la Gaceta Médica de Caracas cuando él era su director. Mucho aprendí de ambos, siempre se los agradecí y siempre les hice saber de mi agradecimiento y del por qué…

 Y es que la sinceridad no es propia de nuestra cultura porque nuestros amigos prefieren no hablarnos claro por temor a perdernos, no sea que no nos guste la claridad y nos enoje la verdad. Es como  cuando uno tiene un moco pegado a la corbata o asomado en una narina y lo deslucimos al pasearnos orondos entre corrillos en una reunión –permítaseme lo prosaico y el mal gusto-… casi nunca hay alguien capaz de llamarnos disimuladamente a un lado para decírnoslo con franqueza y suavidad; por el contrario muchos antes bien, voltean la cara y nos dejan de lado con prisa como si fuéramos apestados…

Para ser sincero también se requiere «tacto», esto no significa encubrir la verdad o ser vagos al decir las cosas. Cuando debemos decirle a una persona algo que particularmente pueda incomodarla principalmente debemos ser conscientes que el propósito es «ayudar» o lo que es lo mismo, no hacerlo por despecho, enojo o porque «nos cae mal», eso tiene otro nombre, y no es el de sinceridad, aunque lo que digas no falte a la verdad. Hay que encontrar el momento y lugar oportunos, esto último garantiza que la persona nos escuchará y descubrirá nuestra buena intención de ayudarle a mejorar.

La sinceridad, debemos enfatizar es un valor que no debemos esperar de los demás; antes bien, es un valor que debemos ejercer con todos para tener sinceros amigos y para ser dignos de confianza. La premisa de este aserto es ir siempre con la verdad; sabemos que no es sencillo ni fácil pero basta con ejercerla con sabiduría y tacto para saber que cuesta más de lo que creemos.

La sinceridad no sólo trasluce en las palabras, sino que también se demuestra por medio de nuestras actitudes. Cuando aparentamos ser lo que no somos, sea en cuanto a edad, trabajo, inteligencia o amistad, tendemos a aparentar lo que no somos -más jóvenes, más despiertos, más inteligentes, o más educados-. Si se descubre la gran mentira que hemos hecho creer puede aplicársenos el refrán: «Dime de qué presumes… y te diré de qué careces» y entonces se produce una gran desilusión ya que se pierden las esperanzas de lo que la persona en realidad no es. También indicar que «decir» siempre la verdad con palabras es una parte de la sinceridad, porque también debemos «actuar» acorde con la verdad que propalamos.

Para ser sincero se necesita tener mucho «tacto» y ello significa que cuando debemos decirle a una persona la verdad de lo que pensamos y esa verdad podría incomodarla, debemos utilizar las palabras, las expresiones correctas ya que el primer propósito es «ayudar» y el cómo decirlas son necesarias para que la persona escuche y vea que lo que se le dice va con buenas intenciones y sin ánimo de ofenderle.

La sinceridad también requiere valor ya que, a la hora de decir la verdad a un amigo, por ejemplo, el no decirla no podría justificarse por el hecho de perder una buena amistad o por el concepto que se tiene de la persona. La persona sincera siempre dirá la verdad, en todo momento, aunque le cueste, sin temor al qué dirán. Ya que vernos sorprendidos mientras mentimos es aún más vergonzoso.

Otro que exhibía un tacto desmesurado pero no por eso dejaba de decirme lo que tenía que decirme, fue el doctor Darío Fuenmayor-Rivera, admirado médico oftalmólogo, hermano querido, compadre sin ser mi compadre, y quien en muchas ocasiones me dijo verdades dolorosas que siempre estaban imbuidas de respeto, bien acerca de mis diagnósticos oftalmológicos o de mis impresiones acerca de una  angiografía fluoresceínica, y aun en aspectos de mi vida personal.

En su homenaje acerca de él escribí el 17 de junio de 2014…

 

«Doctor Darío Fuenmayor-Rivera (1934-2014)»

Ha fallecido confortado con los mimos de su familia, el último caballero de la oftalmología venezolana…

¨Vive de modo tal que cuando tus hijos piensen

en justicia e integridad, piensen en ti…”

Jackson Brown, Jr.

«Me apresuro a escribir lo que mi alma me dicta… Mi tristeza no tiene límites, la mañana de hoy murió mi cercano hermano de afectos. Se fue con la sencillez que marcó los pasos de su fructífera vida, sin algarabías ni estridencias, sin remordimientos ni odios, sin cuentas por saldar y con el precioso haber del deber cumplido. La oftalmología venezolana está de cerrado luto.

Con él se ausenta definitivamente un maestro de la oftalmología latinoamericana, profesor insigne a pesar de no haber pertenecido –como le correspondía en propiedad- a la planta de profesores del posgrado de oftalmología de alguna prestigiosa universidad nacional. Aun así, motu proprio, con decisión y compromiso se las ingenió para enseñar y dictar cátedra, y mire que lo hizo a diario a plenitud, pedagógicamente y ameno, lo hizo muy bien, en múltiples escenarios y con la humildad y su sapiencia proverbial, esas que siempre le arroparon…

Nos graduamos juntos en 1961 en la Universidad Central de Venezuela y él, pronto se fue a la Argentina donde en Córdoba, fue acogido por el doctor Alberto Urretz-Zavalía (1920-2010) oftalmólogo de recio carácter, que supo siempre reconocer su valía y su indeclinable dedicación al trabajo sin pausa, al estudio serio y a la adopción de cada paciente como una causa.

Siendo que mi camino fue el de la medicina interna, me alejé de él por algún tiempo… En algún momento, cuando me interesé por el ojo como escenario privilegiado de la enfermedad sistémica, buscando alguien que me apoyara, cuando tantas puertas me fueron cerradas en la cara y duras recriminaciones se me hicieron por ser intruso en una especialidad de la cual no formaba parte, en ese momento preciso, nuestros caminos de nuevo se cruzaron. Me abrió su corazón y su ciencia sencilla, me acogió y me relacionó con otros oftalmólogos y más aún, a través del contacto con el profesor doctor Rafael Cordero Moreno fui catapultado a San Francisco de California para mi entrenamiento posdoctoral en neurooftalmología.

Portando 2 pantallas, dos proyectores de diapositivas, numerosos carruseles, muchos metros de cables y cientos de fotografías del fondo ocular y angiografías, viajamos como «cuoteros» en su camioneta por todo el país regalando nuestra mercancía, impartiendo cursos de angiografía fluoresceínica de la cual fue el verdadero pionero y el más comprometido en Venezuela; de todos sus oyentes, el que más provecho sacó fui yo, ya que siendo siempre de lento aprender, de mucho oírlo tantas veces terminé por aprender de su ciencia sencilla y nítida.

Fue presidente de la Sociedad Venezolana de Oftalmología y de la Asociación Panamericana de Oftalmología, organizador de congresos, colaborador permanente del Curso Básico de Oftalmología de Puerto Rico, «Dr. Guillermo Picó Santiago», charlista excelso él mismo… y además, cultor de la voz del arrabal: cantante de tangos hasta no hace poco; no se hacía de rogar para brindar su arte: una voz, un sentimiento y una pasión que hasta Carlitos, el zorzal criollo le hubiera envidiado…

Darío fue un hombre de muy rectos procederes, nunca hizo de la profesión un comercio, fue un ciudadano de bien, un médico meticuloso, respetado y compenetrado con el dolor de sus pacientes, un estudioso consuetudinario, jovial y fácil de tratar, nunca quiso ser lo que no era y sus pacientes le respetaban, le amaban y jamás le acusaron de cometer un acto contrario a la moral o a la ética. A menudo conversaba con él y le pedía su opinión y consejo en áreas de la oftalmología que no conocía con suficiencia; no me hacía sentir mal por mi profunda ignorancia y dispuesto, con el tacto de quien no quiere herir al que sabe menos, me regalaba sus saberes.

Darío nunca hubiera cohonestado la cirugía de cataratas en ojos 20/20 por la Ꞌeventualidad futuraꞋ del endurecimiento de su núcleo; no le hubiera importado perder al paciente por el recurso siempre esgrimido de que si él no lo operaba, otro lo haría. Tampoco cohonestaría realizar cirugías refractivas en ojos présbitas, especialmente cuando me decía que no conocía ningún colega suyo que hubiera permitido que se las dejaran hacer a sí mismos… Su actitud ponderada, íntegra y sabia siempre contrastaba con la del montón, recordándome a mi admirado Sherlock Holmes al advertir en ¨La banda de los lunares¨: ¨Cuando un médico obra mal, se convierte en el peor de los criminales: tiene sangre fría y posee los conocimientos necesarios¨. En una sociedad envilecida, moralmente contrahecha, encubridora a ultranza, que no controla ni protege, que no aplica la ley ni castiga al culpable de un delito, todos tenemos patente de corso para ejercer la laxitud en nuestros procederes y ejecutorias sin que los organismos societarios o gremiales practiquen la vigilancia de las formas de hacer de sus agremiados.

La lejanía nuevamente me separó de su presencia, pero conversábamos a menudo y sentía en sus palabras un dejo de saudade por sus pacientes, por la patria lejana, por sus amigos de siempre. Pero invariablemente prudente y reservado, parecía no querer expresar su honda pena. Pero así era él, y en esa ley dejó este mundo…

Con fuerza ineluctable, Átropos cortó el hilo de su vida… Y fue así como hoy,  14 de junio de 2014 imperturbable, seccionó la brizna que sujetaba su existencia, y de su cuerpo entelerido se elevó su alma a los reinos ignotos donde el dolor ya no existe y la virtud se premia… Lugar ese desconocido donde su cuerpo gozará del merecido descanso eterno, único genuino adecuado a la fatiga de una vida intachable. Con Darío se cumple la pretensión horaciana de ¨no morir del todo¨, pues los médicos y hombres grandes continúan viviendo a través del recuerdo y agradecimiento de sus amigos y de sus pacientes…

Gladys, su querida Gladys, siempre a su lado, atendiéndole y cuidándole; amor de sus amantísimos hijos y nietos también recibió a raudales; respeto, la consideración y la admiración de sus cercanos amigos y colegas también tuvo en demasía, pero nunca se vanaglorió de cumplir con ese sagrado deber de enseñar al que no sabe y aprender de quien sabe más. Para todos los que le quisimos mi muy sentida palabra de pésame y una lágrima por su recuerdo…

Para ti Darío, querido amigo y hermano, un sincero hasta luego y un espérame que en cualquier momento nos vemos…»

 Decía don Gregorio Marañón y Posadillo (1887-1960), el Hipócrates español, “Debemos declarar heroicamente que el médico no sólo puede, sino que a veces, debe mentir. Y no solo por caridad, sino con el más riguroso criterio científico”, pues con relación nuestro oficio, la ¨mentira piadosa¨ puede y debe emplearse cuando sabemos que un paciente no tolerará la verdad que en ese momento consideramos verdadera, pero ojo, es bueno aclarar que es ¨nuestra verdad¨ -que no siempre el LA verdad-, por ello, debemos siempre esperar el momento oportuno, ese cuando sintamos que ahora sí nuestro paciente puede digerir parte de ella o tal vez toda ella. El pretendido respeto a la independencia del enfermo y su derecho de conocer la verdad muchas veces solo logra destruir las defensas emocionales del paciente para entregarlo a la saña de su dolencia: la demanda médica conspira para hacernos más fríos y calculadores.

El mostrarnos «como somos en realidad», nos hace congruentes entre lo que decimos, hacemos y pensamos, esto se logra con el conocimiento y la aceptación de nuestras cualidades y limitaciones. Al ser sinceros aseguramos nuestras amistades, somos más honestos con los demás y a la vez con nosotros mismos, convirtiéndonos en personas dignas de confianza por la autenticidad que hay en nuestra forma de comportarnos y nuestras palabras.

A medida que nos vamos haciendo más mayores, la sinceridad debe ir en aumento y debe convertirse en un elemento básico para vivir nuestra vida con auténtica plenitud y sinceridad.

Cabe enfatizar que «decir» la verdad es una parte de la sinceridad, pero también «actuar» conforme a la verdad, es requisito indispensable.

Ser sincero, exige responsabilidad en lo que decimos, evitando dar rienda suelta a la imaginación o haciendo suposiciones.

 

El cielo de las hormigas… o elogio de la candidez

VIVIR …
Gregorio Marañón

Vivir, no es sólo existir,
sino existir y crear,
saber gozar y sufrir
y no dormir sin soñar.

Descansar ……
es empezar a morir.

 

La palabra ¨candidez¨ según el Diccionario de la Academia Española, significa blancura —sencillez de ánimo— y también simpleza, poca advertencia. Por su parte, la palabra ¨cándido¨ en el mismo diccionario significa — blanco— sencillo, sin malicia ni doblez, y también simple y poco advertido.

Cinco o seis años, no podría precisarlo. Mi mamá y mis hermanas decían que dentro de mis seis hermanos varones, yo, el penúltimo de mi familia de nueve hijos, era un niño muy tranquilo y que prefería jugar a solas. Me fascinaba ver la actividad febril en los agujeros de las hormigas, todas apresuradas exhibiendo una atáxica marcha de ebrio o cerebeloso; eso sí, todas muy corteses; como buenas comadres se saludaban con abrazos rapiditos y seguían su camino, bien entrando o saliendo de la cueva, algunas se devolvían como si se les hubiera olvidado algo y otras, hacían el amago de devolverse y seguían como si nada. Más adelante, en una forma desordenada –en apariencia- se esparcían cerca de su madriguera. Un grupo venía hacia la entrada, eran las geómetras, con un mercadito a cuestas, titubeantes, un trozo de hoja cortado en forma poligonal, más pesado que ellas, pero casi siempre de un tamaño que podía pasar por la estrechez del agujero.  Me preguntaba qué pasaba más allá de la entrada, si habrían cuartos como los de mi casa, donde mis hermanas tenían habitaciones individuales para cada una de las tres, o si había un alto donde los varones teníamos que aceptar una suerte de hacinamiento considerado; mi padre nos decía que debíamos orinar antes de ir a la cama y además, que teníamos que pedirnos la bendición unos a los otros antes de dormir: A la hora de apagar la luz aquello era un rosario de bendiciones y contestaciones, ¨Bendición, fulano…¨, ¨Dios te bendiga, mengano…¨ y entonces a dormir… No había ronquidos perturbadores, pues esa no es edad de angustias, ni teníamos amígdalas grandes –casi todas extirpadas-, ni apneas obstructivas del sueño; ocasionalmente, uno que otro se orinaba en la cama pero no hacíamos de ello motivo de burla, ¨un resbalón cualquiera daba en la vida…¨.

Para entonces no sabía que existían los formigarios –no recuerdo dónde oí esa palabra de la que no da cuenta el diccionario- u hormigueros caseros, suerte de caja cuadrada con paredes de vidrio donde podríamos como voyeristas, observar la intimidad de la colonia; de saberlo no hubiera querido tener uno privando a las hormiguitas de su libertad e irrumpiendo en su privacidad. Una cuestión sí que me mortificaba a tan tierna edad. Me preguntaba dónde irían las hormigas cuando morían,  pues estaba seguro y asumía que se portaban bien e imaginaba que tenían su cielo particular. Y que ese cielo estaba precisamente sobre el hormiguero y siendo tan chiquitas, digamos que se alzaba a mi estatura, a un metro veinte de altura, así que procuraba no pasar corriendo o caminando sobre el agujero para no disturbar la paz de su cielo…

Luego supe del cuento ¨La Hormiguita Viajera¨, creado por el escritor uruguayo Constancio C. Vigil (1876-1954), quien era el motor de una editorial dedicada mayoritariamente a cuentos infantiles. Y de entre ellos, el que nos ocupa, un escrito clásico de la literatura infantil que escribió en los 50 y admiración de mi infancia. En mi casa, había dos de sus libros, ¨El Erial¨ (1915) y ¨Amar es Vivir¨ (1941); habían pertenecido a mi hermano Fidias Elías, médico como yo, que sufría intensamente el sufrimiento de sus pacientes; él decía que quería educar a sus hijos bajo las normas asentadas en el primero de estos libros. Vigil, hombre sabio como ninguno, a la entrada de la edad madura falleció produciendo un inmenso vacío y sin dejar hijos a quienes educar… Relata la historia de una hormiga exploradora perdida entre los pliegues de un mantel de picnic envuelto. Al fin encuentra el camino de regreso a su hormiguero, pero antes de encontrarlo, nuestra heroína viviría toda suerte de aventuras al encontrarse con curiosos personajes, como el alguacil, el caracol, la tortuga, la abeja, el sapo huevero, la langosta, el Manchado, el doctor Lagartija y la avispa.

Abro al azar el otro libro, ¨Saber es vivir¨, y las páginas 88 y 89 me premian con un corto artículo, como todos sus compañeros intitulado, ¨Nuestra posición espiritual¨ que se inicia así, ¨Espantosa miseria moral y material; más de 10 millones de muertos, 45 millones de mutilados y heridos y más de 15 millones de huérfanos fueron los resultados de la guerra 1914-1918. A pesar de ellos, continuaron en Europa las suspicacias, los recelos, los alardes y los ruinosos preparativos bélicos…¨, ¨…nosotros no alcanzamos a comprender que los estadistas busquen la felicidad de los pueblos por los laberintos de la soberbia, de la envidia y del odio; no comprendemos tampoco, que los pueblos acepten como felicidad la ruina y la matanza¨. ¡Con cuánta verdad describe la Venezuela de hoy…!

Iniciar una carrera universitaria en plena adolescencia, cuando no tenemos idea clara de lo que realmente queremos y en qué nos metemos, es –pienso- una cándida aventura… En nuestros ensueños juveniles se perfilaba un vago panorama de la existencia futura; por ello, para muchos el fracaso fue el corolario al encallar en la arena sin habernos echado todavía a la mar. Ya decíamos en otro Editorial que la anatomía humana muchas veces infranqueable, fue el filtro donde al despertar muchos sueños encontraban una dura realidad: ¡Aplazado! Quizá algunos pocos de mi generación y particularmente yo, no éramos espíritus despiertos, no éramos por ejemplo un Bill Gates, el de Windows, que a los catorce años ya ¨volaba con todo y jaula¨. Estudiar por apuntes, folletos mimeografiados de clases grabadas –que con su venta ayudaron a más de uno a graduarse- y uno que otro libro de texto… Estudiar, estudiar mucho, trasnochos, vigilias, pacientes, más pacientes, autopsias, fracasos, fracasos y por ahí, un pequeño éxito… La experiencia es la hija del binomio estudio continuado-paciente-pensar. Ya lo decía sir William Osler (1849-1919), ¨El que estudia medicina sin libros navega en un mar desconocido, pero el que estudia medicina sin pacientes no navega en absoluto.¨

 

Ni se atisbaba entonces la sociedad digital de hoy. El que con mucho esfuerzo, a trompicones y en medio de temores y horrores cibernéticos, los viejos hayamos tenido que medio adaptarnos a esta nueva cultura nacida hace escasos decenios, que ha igualado rápidamente a la revolución industrial que tomó tantos años en gestarse, nos habla de apresurada adaptación, de aprendizaje tartamudeado del lenguaje digital al que con recelo nos hemos asomado, ese que nos ha tocado en fortuna. ¡En lo particular gracias a Dios le doy! Nuestros dedos atáxicos tiemblan al tantear en el teclado del teléfono celular cuando miramos de soslayo a un niño sumergido literalmente en un iPad nadando como pez en el agua. ¡Cochina envidia!

Para muchos, el ingreso en la Academia Nacional de Medicina ha traído, inesperadamente, aires de una nueva y bienvenida pubertad que recompone y rejuvenece la vida; es verdad con su acné –queratosis solares- y sus dolores de crecimiento –artrosis- pues desde un transcurrir por tediosos caminitos de la costumbre, ha venido el añadido de la renovación, pero no sin más pena, pues lo que nace sin ella es ineficaz y no se mantiene en pie. No llegamos a presenciar las conferencias ¨a capela¨, sin apoyo audiovisual; pero sí hemos asistido a la evolución desde las diapositivas contenidas en un carrusel, al computador y al power point, video beam, al iPhone y a la tableta o iPad. Desde aquellos que solemos y tenemos que volver a empezar siempre, una y otra vez sin desmayar, hasta otros para quienes el camino es menos enojoso; ojalá y ello nos haga más cercanos a la sabiduría que dicen que todo viejo carga consigo como premio de consolación de la chochera…

Desde el antiguo saber ¨técnico¨ o thékne iatriké, en el sentido originario helénico de la palabra (tékhne: saber algo sabiendo por qué se hace), impregnada de amor caritativo al humano enfermo, la técnica en su nueva versión cibernética, constituyó un desafío que muchos asumimos sabiendo que manteniendo nuestro cerebro vivaz a pesar de la pérdida fisiológica de unas ¡50.000 neuronas al día -así que al alcanzar los 75 años de edad habríamos perdido el 10% de las neuronas y 10% del peso de nuestro cerebro-!, podríamos tramontar una vejez miserable y hacerla una postrimería provechosa y productiva. La plasticidad a nivel de las células nerviosas presupone alargamiento compensador y producción de dendritas en las células nerviosas restantes para compensar el deterioro gradual y la pérdida de células nerviosas relacionados con la edad. Las nuevas conexiones en el árbol dendrítico pueden compensar el menor número de neuronas. Por ello, debemos luchar contra el sedentarismo intelectual, mar de sargazos, y así, de esa forma, hacemos crecer, retoñar y fortalecer el árbol dendrítico. No está pues todo perdido, el cerebro en su maravillosa plasticidad siempre tiene recursos para seguir aprendiendo, y con él, nosotros y la medicina misma.

El Maestro Félix Pifano (1912-2003), nuestro ilustre amigo y profesor de patología tropical, nunca suficientemente bien ponderado, elevando su dedo índice derecho en movimiento de predicador nos reconfortaba diciendo, ¨Nacemos, nos hacen, nos hacemos y trascendemos…¨, llegando así a comprender o a averiguar algunos misterios de la vida. La genética que nos es impuesta es implacable; sin embargo, la esperanza contenida en la epigenética que nos impele a modificar esta otra y así vamos por la existencia, aprendiendo, deshaciendo, modificando y trascendiendo. Viendo con el retrospectoscopio en lontananza de caducos tiempos y aunque no conformes con nuestro desempeño, damos gracias a la vida por todos los privilegios concedidos…

 

  • Gregorio Marañón y Posadilla (1887-1960)

  • Pocos médicos en la historia me han tocado tanto como don Gregorio Marañón y Posadilla (1887-1960), el llamado ¨Hipócrates español¨, un apasionado por la vida. Un buen amigo médico, que nada tiene que ver con los avatares de la clínica y los enfermos porque es un investigador de retorta, canales de calcio y potenciales de acción, me mencionó que tenía los libros de ¨un tal Marañón¨, pesada herencia que había heredado de alguien y me preguntó si los quería. ¨Si los quieres habrá que traerlos en una carretilla¨ -me espetó- Y así fue… Fueron los tres gruesos tomos, más de tres mil páginas, de sus ¨Obras Completas¨ (Espasa-Calpe, 1967). Ha sido uno de los mejores regalos que en vida he recibido.

    Por muchos años ha permanecido en mi biblioteca como obra de consulta su libro, ¨Manual de Diagnóstico Etiológico¨, 1940, donde están asentados 6228 temas o dudas diagnósticas; es cierto, poseo la 9ª edición de 1953, pero existe otra actualizada de 1984 en conjunción con el profesor Alonso Balcels. Dentro de la magna obra, se deja colar la candidez… Por ejemplo, hablando de herpes sintomáticos de algunas enfermedades infecciosas, donde dice que cualquier fiebre puede acompañarse de herpes simple -o ¨llaguitas¨, como las llamamos en Venezuela-, reseña una deliciosa alusión de Cervantes en Los Trabajos de Persiles y Sigismunda (1616), su obra póstuma –escrita 4 días antes de su muerte-:

    ¨Cuán, grande fue de amor tu calentura,

    pues salieron señales en tu boca¨.

  • Y al continuar hablando de candideces, se aposenta en mi memoria el recuerdo del inicio de nuestro curso de tercer año. Como párvulos fuimos llevados por uno de nuestros instructores en fila de a dos en dos para que conociéramos el Hospital Vargas de Caracas, casona donde dejaríamos atrás los cadáveres, descubriríamos al humano enfermo, atisbaríamos cuan laberíntico es y afianzaríamos nuestra vocación de servir, o lo que es lo mismo, de ser médicos. Íbamos todos alegres y bulliciosos transitando los pasillos hasta que el guía, al pasar frente a la Sala 1 de Cardiología, llevando su índice derecho alzado sobre sus labios, nos dijo en queda voz,

    -¨No griten, que aquí están hospitalizados los cardiópatas…¨ y el empático silencio, se hizo.  Nada que ver con la falta de consideración y la palabra obscena del hogaño presenciada a diario en el mismo lugar y cincuenta y pico de años después …

    Era una época en que, aunque fuera de forma velada, el vulgo y los médicos insistían en la importancia de las emociones en la génesis de un ataque cardíaco. Por eso especialmente con el cardiópata, debíamos tener mucho tacto y consideración para no perturbar su ánimo delicado y quebrantable. Se nos mencionó el paradigmático caso del famosísimo escocés John Hunter, cirujano y anatomista, médico del Rey Jorge III, y padre de la aproximación experimental a la medicina, malhumorado e intransigente como el que más, nacido en 1728 y fallecido bruscamente a los 65 años de un ataque cardíaco el 16 de octubre de 1793, cuando sostuviera una agria polémica sobre la admisión de unos estudiantes al Hospital San Jorge de Londres. Conocedor de su dolencia, solía decir que, ¨Mi vida está en las manos de cualquier patán que decida alterarme¨. El episodio de la muerte cardíaca de Hunter, se produjo durante un período de creciente comprensión de la relación entre la angina de pecho y la enfermedad arterial coronaria.  Aunque esta asociación fue reconocida por primera vez por Edward Jenner (1749-1823), sí, el mismo de la variolización, y su pupilo, quien comprendiendo en vida la enfermedad de su maestro, mostró otro cándido episodio producido cuando en consideración a su amistad y agradecimiento, mantuvo en secreto y sin publicar su observación hasta que aquel falleciera. La autopsia de Hunter mostró, efectivamente como en otros de sus casos, que sus arterias coronarias estaban calcificadas y obstruidas.

    Fue también en tiempos de mi niñez médica, cuando ante la sospecha de una angina de pecho o isquemia miocárdica, se insistía no sólo en el dolor característico, su descripción por el paciente atendiendo también al lenguaje gestual revelador durante la descripción (Figura 5) y a las variantes del dolor, tal como había sido descrito por William Heberden (Londres, 1710-1801), en su libro ¨Some account of a disorder of the breast¨ (1772), (Figura 6), sino también en el angor animi o sensación de muerte inminente que le acompañaba… Es de hacer notar que en la medida en que la medicina se ha ido haciendo cada vez más materialista e inhumana, este componente realmente humano de la vivencia dolorosa y no existente en otros tipos de dolor precordial, ya no es más interrogado.

    El verdadero legado de Heberden fue la aplicación de los ingredientes esenciales de la medicina en la práctica: el arte de la observación, el análisis agudo de lo que se observa y más importante aún, la compasión por los pacientes.

     

    Tanto que estudiamos, tantas horas que dedicamos a ser buenos historiadores de nuestros pacientes, tantas horas consagradas a hacer erudito nuestro oído interpretando el enigmático lenguaje de la enfermedad y a escuchar los rumores del descalabro que produce, a sensibilizar nuestras manos para extraer del interior del paciente aquellas verdades que la enfermedad oculta, parece que ahora carecen de sentido. Y entrado ya el otoño de nuestras vidas, como la lluvia que borra el rastro, parece que lo aprendido en décadas se volvió transparente, antigualla superflua, inadecuada, demodé… La tecnología, como fagocito ayunoso, va engullendo todo aquello que ella misma ha creado haciéndolo inoperante para vendernos otro aparato, otra versión última e inacabada que espera por ser también devorada. ¿Será que aquella pregunta fantástica que se hiciera Marañón al interrogarse y contestarse?, ¨¿Cuál ha sido el invento que más ha hecho progresar la medicina? ¨, y sin dilación, él mismo contestándosela, ¨¡La silla…!¨ (Figura 7), en alusión a ese lugar donde médico y paciente somos enseñados, donde el uno aporta para que el otro interprete en términos de diagnóstico y pueda ayudar…

    Pero alguien del lado de la técnica, siempre en pugilato con la clínica, viene en nuestro auxilio. Veamos un caso de protuberante actualidad: El ultrasonido diagnóstico (US) quiere, como la palpación y auscultación, formar parte del examen rutinario del paciente. A este punto se consagra un editorial del doctor Saurabh Jha en la prestigiosa revista New England Journal of Medicine del 10 de abril de 2014, relacionado con su empleo, una exploración seductora e inocente que puede ser peligrosamente imprecisa; desde su punto de vista el empleo indiscriminado del US de cabecera y su fabricación de equívocos, vendrá de la mano y traerá otros estudios de imagen como la resonancia magnética. Establece el terreno perfecto para crear lo que llama, víctimas de la medical imaging technology (v-o-m-i-t), que terminan sin embargo recibiendo la radiación que se intentó no utilizar. Finaliza diciéndonos, ¨Olvidémonos del ultrasonido, antes bien, realicemos una historia y examen apropiados¨.

    Acuña Herbert Fred, M.D., profesor del Departamento de Medicina Interna de la Universidad de Texas, Houston, el término ¨hyposkillia¨ en referencia a la deficiencia de habilidades y destrezas de nuestros nuevos médicos, condición mediante la cual ya no son capaces de tomar una historia médica adecuada, no pueden realizar un examen físico confiable, no pueden valuar críticamente la información que reúnen, no pueden crear un plan de trabajo racional, tienen poco poder de razonamiento y se comunican muy mal. Por otra parte, raramente pasan tiempo suficiente para conocer a sus pacientes porque son rápidos para tratar a todo el mundo y en consecuencia, aprenden nada sobre la historia natural de una enfermedad… Por ello y siguiendo nuevamente a Fred, se privilegia el ¨tenesmo tecnológico¨ o urgencia incontrolable del médico para indicar métodos sofisticados de diagnóstico saltándose la anamnesis y la aproximación compasiva al paciente, al tiempo que expresa su causa: ¨La tiranía de la tecnología es producto de una educación insuficiente…¨.

    Los médicos viejos tenemos el deber de rescatar para nuestros alumnos  el precepto de Hipócrates, ¨Observa y registra¨. El uso de los sentidos y el plasmar lo que se observa y lo que se escucha en términos claros y simples.

    Así como el astrolabio precedió al sextante, «La práctica —según las palabras de William James— puede cambiar nuestro horizonte teórico, y puede hacerlo de doble modo: puede conducir a nuevos mundos y suscitar nuevos poderes. El conocimiento que nunca lograríamos permaneciendo lo que somos, acaso sea alcanzable por consecuencia de poderes más elevados y una vida superior, esa que podamos lograr moralmente».

    La vida de un médico es siempre perseguir, proseguir, estudiar la vida y vivirla intensamente e interrogarla, disfrutar las cosas sencillas y enseñar a otros a hacerlo, estudiar, comprender el pasado, pensar en presente (hic et nunc) y quizá, atisbar el futuro, meditar y preguntar continuamente a la muerte, aprender de ella e intentar retorcer sus designios sin perder de vista el propio Memento mori: ¨recuerda que morirás¨…