Elogio de la previsión… Encarnizamiento terapéutico y testamento de vida

http://www.anm.org.ve/FTPANM/online/2015/Boletines/N76/N76.html

Sherwin B. Nuland termina su magnífico libro, «How We Die: Reflections on Life’s Final Chapter» o ¨Cómo morimos, reflexiones en el capítulo final de la vida¨ (1994), donde describe en claros detalles el proceso mediante el cual la vida sucumbe a la violencia, la enfermedad o la ancianidad concluyendo con una personal reflexión sobre la muerte que incluye una declaración de sus propias intenciones, una especie de planificación anticipada o instrucciones previas: Falleció en 2014 a los 83 años de un cáncer prostático.

 

  • «El día que yo padezca una enfermedad grave que requiera un tratamiento muy especializado, buscaré un médico experto. Pero no esperaré de él que comprenda mis valores, las esperanzas que abrigo para mí mismo y para los que amo, mi naturaleza espiritual o mi filosofía de la vida. No es para esto para lo que se ha formado y en lo que me puede ayudar. No es esto lo que anima sus cualidades intelectuales. Por estas razones no permitiré que sea el especialista el que decida cuándo abandonar. Yo elegiré mi propio camino o, por lo menos lo expondré con claridad de forma que, si yo no pudiera, se encarguen de tomar la decisión quienes mejor me conocen. Las condiciones de mi dolencia quizá no me permitan “morir bien” o con esa dignidad que buscamos con tanto optimismo, pero en lo que mí dependa, no moriré más tarde de lo necesario simplemente por la absurda razón de que un campeón de la medicina tecnológica no comprenda quién soy»

Sirva este introito de Nuland (1930-2014), cirujano, y escritor que enseñó medicina, bioética e historia de la medicina en la Escuela de medicina de la Universidad de Yale, USA, para adentrarnos en eso que a todos preocupa, pero sobre lo cual no queremos pensar ni mucho menos hablar, el cómo morir…

Antes, debo referirme al libro de Mitch Albom “Tuesday with Morrie, an old man, a young man and life’s greatest lesson”*, donde el joven periodista autor se reúne cada martes con su antiguo maestro de sociología quien agoniza sus contados días atrapado en el cerco inexorable de una esclerosis lateral amiotrófica, mostrándole el profundo significado de la vida. El Cuarto Martes, o Hablemos sobre la muerte, le dice más o menos lo siguiente: “Comencemos con esta idea: todo el mundo sabe que va a morir, pero nadie se lo cree… si lo creyéramos de veras, haríamos las cosas diferentes, por tanto, deberíamos prepararnos para el gran momento”.

En otro párrafo del capítulo le dice, -“Hagamos como los budistas hacen, tengamos cada día un pajarito posado en nuestro hombro a quien preguntemos, ¿Es hoy mi día? ¿Es hoy el día en que moriré? ¿Estoy preparado? ¿Estoy haciendo todo lo que necesito hacer? ¿Estoy siendo la persona que quiero ser? La verdad es Mitch, que una vez que aprendemos cómo morir, aprendemos cómo vivir… Pero ¿por qué es tan difícil pensar en la propia muerte?, porque vamos como sonámbulos, sin experimentar ni sentir el mundo en su totalidad, porque estamos medio adormecidos haciendo automáticamente las cosas que tenemos que hacer… Pero esas cosas en que empeñamos tanto tiempo y esfuerzo bien podrían no ser tan importantes pues estamos muy comprometidos en eso material que ya no nos satisface. Sólo el amor nos provee seguridad espiritual, sin amor somos pájaros con un ala rota…”

  • Hay momentos en nuestras vidas, especialmente cuando se va estrechando nuestro periplo vital en que necesariamente debemos pensar en la muerte y su complejidad, precisamente en estos tiempos de frialdad afectiva y tecnología desbordada.

El caso de mi paciente Cristina, fue sin lugar a dudas uno muy triste. Contaba 75 años al momento de su muerte, pero les aseguro que estaba tan bien conservada y era tan pizpireta, que nadie le calcularía más de sesenta… Un infausto día salir del ascensor del edificio donde vivía con unas bolsas de automercado, una vecina intolerante y medio trastornada le metió el pie intencionalmente; desde su altura se fue al suelo fracturándose el fémur derecho. Al cabo de unas semanas la prótesis colocada no fue tolerada y hubo de ser reemplazada por una segunda. Una infección secundaria llevó a su extracción dejando un tutor en el sitio en espera de una mejor ocasión. Muchas semanas después y llegado el momento oportuno, se llevó nuevamente a pabellón para un segundo reemplazo. Se administró un anticoagulante –heparina- para evitar una trombosis venosa profunda y fue enviada a casa.

Un aciago domingo y en extrañas circunstancias, a eso de las 7.00 am se golpeó la cabeza ¨con una puerta¨. Uno de esos infaustos ¨accidentes hogareños¨, pues no hay una prueba para detectar el maltrato infligido intencionalmente y de los cuales sólo Dios conoce. Largos minutos después la aquejó un intenso dolor de cabeza con vómitos fáciles. Fue llevada a la institución hospitalaria donde se diagnosticó un sangrado intracraneal, un ominoso hematoma epidural que clamaba por su inmediata evacuación para evitar que las estructuras intracraneales se herniaran a través de la apertura de la tienda del cerebelo comprimiendo el tallo cerebral.

* Broadway Books, 1997

Llamado por la familia se me comentó que el marido, ladino, llevaba una vida marital paralela, tenía un hijo recién nacido y la adúltera acosaba telefónicamente a mi paciente echándole en cara su disminuida condición de estéril, de infértil… Cuando la vi en la emergencia a las 12.00 m, tenía ambas pupilas ampliamente dilatadas y no se contraían a la luz intensa; al tocar la córnea -lo claro de sus ojos- estructuras muy sensibles al dolor, no hubo respuesta, como tampoco sus ojos se movieron lateralmente al movilizar suavemente su cabeza hacia los lados –maniobra de ojos de muñeca-. La postura corporal era anormal, manteniendo extendidos los brazos y las piernas, los dedos de los pies apuntando hacia abajo y la cabeza y el cuello algo arqueados hacia atrás. El pellizcamiento de su brazo, solo lograba un movimiento tónico que exageraba la rigidez indicando un grave daño cerebral: tenía un severo compromiso del tallo cerebral que prenunciaba un fracaso terapéutico pues la muerte cerebral ya existía.

Hablé con el neurocirujano comentándole con mucho respeto que la paciente estaba descerebrada y que cualquier intento por mejorarla mediante cirugía, sería inoportuno, abusivo y fútil. Me replicó que ya había hablado con el marido y que él le había dado su consentimiento. La cirugía se retrasó y se realizó siete horas más tarde, eliminando, aún más, cualquier posibilidad de remota recuperación. No reganó conciencia pues no es raro que, al descomprimir el cerebro, si hay esperanza, el paciente muestre rápidos signos de mejoría. Fue trasladada a la unidad de terapia intensiva y allí comenzó el soporte de sus parámetros vitales: ventilación asistida, tensión arterial mantenida con vasopresores, hidratación y antibióticos profilácticos.

Al día siguiente muy temprano en la mañana me fui a hablar con el director de la unidad. Me trató como si fuera un criminal casi acusándome de que estaba sugiriéndole una eutanasia activa; pero no era así, solo quería hacerle notar mis hallazgos neurológicos del día anterior. No hubo comunicación provechosa ni ese día ni los posteriores cuando hablé con otros médicos subalternos.

      El día miércoles fue llevada en ascensor al departamento de radiología con la finalidad de practicarle una tomografía computarizada cerebral y conocer el estado de su cerebro luego de la cirugía descompresiva. Mientras descendían apoyándola mediante ventilación con un ambú, hizo una parada respiratoria y el personal que la trasladaba no pudo ayudarla; así que falleció en pocos minutos.

Ella no había tomado previsiones para una situación tal; nada había dejado por escrito para ese momento de la verdad que es la muerte y que está tan cerca de nosotros como la sombra al cuerpo. Me contaron que después la ceremonia de cremación, el ladino marido, preguntó a la familia quién quería conservar las cenizas…

 

  • Mi segunda paciente Lucila de 91 años, vivía sola, era independiente, tenía una mente muy lúcida y despierta. Aunque no salía de su apartamento, sus hijos, muy pendientes de ella le prodigaban todo cuanto necesitaba.

 No se hallaba con un extraño en casa, así que el servicio doméstico iba tres veces por semana, aseaba, le dejaba la comida preparada sólo para calentar y se iba. Tarde en su vida se había graduado de abogado y con muy buenas calificaciones. Nunca ejerció. Era crítica de la política y sus juicios solían ser muy ajustados a la realidad. Su carácter era muy fuerte, le gustaba querellarse y difícilmente daba su brazo a torcer. Sus hijos muy preocupados me consultaron sobre llevarla a la Mansión del Sagrado Corazón, una institución para mujeres de edad avanzada, aunque también recibe algunas más jóvenes que trabajan. Allí obtendría compañía, seguridad y comida. Les dije que ella no se adaptaría a una situación así porque la conocía muy de cerca. Un defecto en sus pies le dificultaba calzarse y sólo vestía unas medias gruesas y se apoyaba en una andadera o bastón.

Cierto día se cayó en el baño. Por su teléfono celular llamó a una hija quien inmediatamente se trasladó a su apartamento. La encontró en el suelo rodeada de un charco de sangre. Un ominoso hilo de sangre se escapaba por su oído derecho, una otorragia, signo inconfundible de una fractura del peñasco del hueso temporal de la base craneal que al afectar al conducto auditivo externo y desgarrar la membrana timpánica permite el escape de la sangre. Una ambulancia la trasladó a la unidad de terapia intensiva de una clínica de la ciudad. Ingresó consciente y orientada quejándose de intenso dolor de cabeza. La secretaria no me permitió el paso, pero una tarjeta de presentación dirigida a los tratantes, trajo de inmediato la sonrisa de tres intensivistas que habían sido mis alumnos. Hablamos con distensión acerca de los límites que obligan a los médicos de conocer cuándo detenerse…

Los estudios de neuroimagen mostraron la fractura y una acumulación de sangre intracraneal con desplazamiento de las estructuras medianas hacia el lado izquierdo. El hematoma epidural es una emergencia de emergencias, y de común acuerdo con la familia se decidió su evacuación quirúrgica. Toleró el procedimiento y como podría esperarse a las pocas horas se presentaron complicaciones respiratorias por aspiración de contenido gástrico.

La respiración fue mantenida mediante un ventilador automático. La tensión arterial no podía ser sostenida por sus propios medios y así, se emplearon vasopresores para permitir la perfusión de sangre a órganos y tejidos. No era difícil percibir la gravedad de la situación; aunque había sido una persona saludable podía adivinarse que había consumido buena parte de su reserva orgánica y que, si no salía pronto de la gravedad inmediata, podría terminar en un estado vegetativo; algo que ella no hubiera nunca querido o aceptado. Transcurridos tres días y no viendo salida, y de nuevo en conversación con sus familiares, se decidió reducir lentamente la cantidad de vasopresores; inmediatamente la tensión arterial descendió y ello fue todo… Realmente nunca habría tenido oportunidad de sobrevivir.

Era una mujer previsiva y en un sobre abierto dejó por escrito para sus hijos lo que quería que se hiciera con sus restos en caso de fallecer; ordenó su cremación, no publicar en la prensa una nota luctuosa para evitar que los bancos congelaran sus cuentas; dejó copias de su partida de nacimiento, de su partida de divorcio, de su cédula de identidad, pero algo faltó, su testamento de vida notariado…

Varias lecciones podrían obtenerse de estos dolorosos casos…

Una de ellas se relaciona con el famoso axioma Primum Non Nocere o principio de beneficencia y no maledicencia. Una y otra vez, esta frase, incluida mi persona, había sido atribuida con irritante frecuencia a Hipócrates, y aún incluida frívolamente en su famoso juramento. En ocasiones se ha dicho también que el famoso mandamiento, es una criatura de Galeno. Según Worthington Hooker, el más distinguido moralista de la medicina americana del siglo XIX, el crédito debe ir al patólogo y médico parisino Auguste François Chomel (1788-1858), sucesor de Läennec en la Cátedra de Patología Médica de la Universidad de París y preceptor de Pierre Louis, médico francés introductor del método numérico en medicina y padre espiritual de la medicina basada en la evidencia al demostrar la inutilidad de la sangría en pacientes con neumonías. Aparentemente, el axioma era parte de la enseñanza oral de Chomel. Las circunstancias históricas que rodearon la acuñación de esta relativamente moderna expresión intemporal, fue la de una época de conflicto, cuando a la agresividad de los terapeutas tradicionales se enfrentó al de los abstencionistas, creyentes en las capacidades curativas de los procesos naturales (vis medicatrix naturae).

 

  • La nueva enfermedad del desarrollo tecnológico: El encarnizamiento o empecinamiento terapéutico.

  • l nuevo derecho: Morir con dignidad.

    El médico ha sido el heredero nato de los saberes y poderes que alguna vez emanaron del pensamiento mágico y religioso; de ello dimanó una concepción muy paternalista de su relación con el paciente; es decir, el médico sabría mejor que el mismo paciente lo que era mejor para él. El devenir del concepto ha reafirmado un sentimiento de omnipotencia de la medicina como ciencia, y como que se basa en ella, de la profesión médica como arte, que la induce a pensar que siempre tiene la respuesta para todos los problemas que afectan la salud.

    El vertiginoso e insaciable progreso del conocimiento científico en materia de ciencias básicas y su aplicación a la asistencia y tratamiento de enfermedades ha conducido al concepto erróneo de que hay una solución para cada problema, y, en consecuencia, al alejamiento de la aceptación de la muerte como lógico final de la vida.

    La introducción de una modalidad asistencial, la terapia intensiva, nació de la necesidad de rescatar la vida a aquellos que irremisiblemente la perdían cuando existían posibilidades de subsistir sin mayores limitaciones. Ello planteó como problema fundamental la discusión acerca de la llegada de la muerte. Los hechos que ha suscitado a su alrededor incluyen el advenimiento de una ¨nueva enfermedad¨ que se ha designado como distanasia, ¨encarnizamiento, ensañamiento o empecinamiento terapéutico¨[1], siendo el empleo de todos los medios posibles, sean proporcionados o no, para prolongar artificialmente la vida y por tanto retrasar el advenimiento de la muerte en pacientes en el estado final de la vida, a pesar de que no haya esperanza alguna de curación; pero a la inversa y como reacción, de la confrontación ha surgido un ¨nuevo derecho¨, que es el de ¨morir con dignidad¨.

     El encarnizamiento terapéutico viene a ser un concepto multifactorial sumamente complejo derivado de las desmesuradas expectativas de curación de las enfermedades que se ha sembrado en la población con el imperativo de preservar siempre la vida biológica como un valor sagrado; ello ha traído aparejada la aplicación excesiva de procedimientos tecnológicos en medicina, no siempre debidamente meditadas sus indicaciones y expectativas, y sopesados sus costes en sufrimiento y dinero. Por desgracia, no por raridad se asiste a un penoso proceso de exageración de la atención médica donde la muerte llega en medio de un insoportable aislamiento y soledad del paciente, monitoreo constante y muchas veces excesivo de variables biológicas (perfiles de laboratorio diarios y en forma rutinaria) y estudios radiológicos (radiografía del tórax en cama sobre base diaria), modificaciones terapéuticas y aparatos que sustituyen las funciones básicas del ser humano en medio de sufrimiento extremo, angustia prolongada e interminable y en no pocos casos la indiferencia aparente o manifiesta de los médicos y personal paramédico que lo asiste.

     

    • El testamento de vida

     

    El cuerpo muere cuando ya no puede expresar lo

    que el alma siente.

     

    ¡Haga lo que sea doctor…! Es la voz que a menudo se escucha cuando una persona en condiciones de extrema gravedad, muchas veces con avanzada edad a cuestas portador de enfermedades crónicas insolubles o terminales, visita un facultativo o es recibido en una sala de emergencias en muy mal estado… Infortunadamente, es este un mandato que recibe el médico de sus allegados que lo faculta a hacer precisamente eso:

     ¡Hacer todo lo que sea!

    Es muy frecuente que los familiares soliciten la aplicación de medidas extraordinarias para el soporte de la vida y no el propio paciente, que por su condición de enfermedad no está en condiciones de decidirlo. En tal caso, la pregunta inevitable es: ¿hay coincidencia entre la opinión de los familiares con la del paciente si estuviera en condiciones de decidir? Un individuo que ha vivido con un modelo existencial determinado y que por alguna razón no puede tomar decisiones por sí mismo, ¿aceptaría que un familiar decida que viva indefinidamente en tal condición? ¿o lo contrario? En este terreno, dado la variada casuística que se produciría, seguramente existen más preguntas que respuestas.

    [1] Encarnizamiento. Acción de encarnizarse ǁ2. Crueldad con que alguien se ceba en el daño de otra persona.

           (Doctor en derecho, abogado penalista: Alberto Arteaga Sánchez, El Diario de Caracas, miércoles 21 de noviembre de 1990). Y es que si bien la medicina y la ciencia deben orientar sus esfuerzos a mejorar nuestras condiciones de vida, no significa ello que no debamos mejorar nuestras condiciones de muerte, la cual cada vez se ha deteriorado más al convertirse en un proceso mecánico, inhumano, prolongado artificialmente, convirtiendo al hombre en su momento culminante en un aparato viviente que, entre tubos, conexiones, monitores y drogas de soporte, se extingue sin remedio, ante la desolación de familiares y amigos, golpeados física, moral y económicamente

    El lugar natural de la enfermedad es el lugar natural de la vida, la familia: la dulzura de los cuidados espontáneos, el testimonio de afecto, el deseo común de curación, todo entra en complicidad para ayudar a la naturaleza que lucha contra el mal, y dejar al mismo mal provenir a su verdad…

    Es aquí donde entra la consideración previa del término testamento de vida, testamento vital, documento de voluntades anticipadas o de instrucciones previas, referido al documento escrito por el cual un ciudadano manifiesta anticipadamente su voluntad -con objeto de que ésta se cumpla en el momento que no sea capaz de expresarse personalmente-, sobre los cuidados y el tratamiento de su salud, o, una vez llegado el fallecimiento, sobre el destino de su cuerpo o de sus órganos.

    Su aplicación se entiende en previsión de que dicha persona no estuviese consciente o con facultades suficientes para una correcta comunicación. En él, la persona que realiza el testamento define como quiere se produzca su muerte si se dieran unas determinadas circunstancias. En este sentido puede decirse que define lo que para él es una muerte digna en un contexto de final de la vida.

    ¿De qué ha muerto?: de palabras que nunca dijo.

    • Testamento biológico del doctor Augusto León Cechini (1920-2010)[1]:

    Instrucciones para mi atención médica.

    Yo, _________________________________ quiero participar en mi propia atención médica hasta donde sea posible. Pero reconozco que un accidente o una enfermedad me pueden incapacitar para ello. Si esto llegara a suceder, este documento intenta orientar a los que deberán tomar decisiones en mi nombre. Lo he preparado cuando todavía soy legalmente competente. Si estas instrucciones crean un conflicto entre mis deseos y los de mis familiares, o con la política del hospital, o con los principios de quienes me suministran cuidado, exijo que mis instrucciones prevalezcan, a menos que coliden con disposiciones legales o expongan al personal médico o al hospital a riesgos sustanciales de orden penal.

    Deseo una vida larga y completa, pero no a cualquier precio. Si mi muerte es cercana y no pude ser evitada, y si he perdido la capacidad de relacionarme con otros y no tengo posibilidades de recuperar mis capacidades, o mi sufrimiento es intenso e irreversible, no deseo que mi vida se prolongue. Pido no ser sometido a procedimientos quirúrgicos o de resucitación. No deseo medidas de soporte de la vida como servicios de terapia intensiva, ventiladores mecánicos, o cualquier otro procedimiento de prolongación de la vida incluido administración de antibióticos o de sangre. Deseo, más bien, ser sometido a medidas de confort y soporte, que faciliten mi interacción con otros hasta donde será posible y me permitan morir en paz.

    Con el fin de que estas medidas se cumplan y para su debida interpretación, autorizo a ______________________________ para aceptar, planificar y rehusar tratamiento, en cooperación los médicos y el restante personal de salud. Esta persona conoce cuánto valor le atribuyo a la experiencia de vivir y como temo a la incompetencia, sufrimiento y agonía. Si no es posible localizar a esta persona, autorizo a ____________________________ para que tome decisiones en mi nombre. He discutido con ellos mis deseos concernientes al cuido terminal y creo que su juicio interpretará el mío.

    Finalmente, he tratado con ellos las siguientes instrucciones de carácter específicos relativos a mi cuido:

     

    _________________________________________________________

    Fecha: _________________Firma (s)____________________________

    Testigos y cédula de identidad

    ______________________y __________________________________

     

    Este documento, una vez notariado, puede ser consignado en copias, al cónyuge, al médico de la familia, al abogado, a los hijos y otros familiares.

     

    • Documento de cremación: si fuera el deseo del paciente.

     

    Quien suscribe, _________________________de nacionalidad venezolana, de estado civil ______, domiciliado en la ciudad de Caracas, Distrito Capital, titular de la cédula de identidad número V- __________, en pleno uso de mis facultades físicas y mentales para la fecha de otorgamiento de este documento, declaro: «Que es mi voluntad expresa que, al momento de mi fallecimiento mis restos sean cremados.

    Dejo a mis descendientes la decisión del destino que darán a mis cenizas».

    En Caracas, a la fecha de su autenticación___________________

     

    (Requisitos: Este documento es individual y debe ser notariado. Utilizar papel oficio. Arriba debe ir firmado por un abogado con su número de inscripción en el Instituto de Previsión Social del Abogado (IMPREABOGADO)

  • [1]Profesor titular de Clínica Médica, Universidad Central de Venezuela. Padre moderno de los estudios de bioética en el país.
    • Limitación del esfuerzo terapéutico: no deseo que se prolongue mi vida por medios artificiales, tales como técnicas de soporte vital, fluidos intravenosos, fármacos (incluidos los antibióticos) o alimentación artificial (sonda nasogástrica o enterostomía).
    • Cuidados Paliativos: solicito unos cuidados adecuados al final de la vida, que se me administren los fármacos que palien mi sufrimiento, especialmente –aún en el caso de que pueda acortar mi vida- la sedación terminal, y se me permita morir en paz.
    • Si para entonces la legislación regula el derecho a morir con dignidad mediante eutanasia activa, es mi voluntad evitar todo tipo de sufrimiento y morir de forma rápida e indolora de acuerdo con la lex artis ad hoc.
    • Testamento vital en la red de la Asociación Federal Derecho a Morir Dignamente.Yo _______________________con cédula de identidad n°. _________ Mayor de edad, con domicilio en ________

      En plenitud de mis facultades, libremente y tras una adecuada reflexión, declaro: Que no deseo para mí una vida dependiente en la que necesite la ayuda de otras personas para realizar las «actividades básicas de la vida diaria», tales como bañarme, vestirme, usar el servicio, caminar y alimentarme.

      Que si llego a una situación en la que no sea capaz de expresarme personalmente sobre los cuidados y el tratamiento de mi salud a consecuencia de un padecimiento (tal como daño cerebral, demencia, tumores, enfermedades crónicas o degenerativas, estados vegetativo deparado de accidentes cerebrovasculares o cualquier otro padecimiento grave e irreversible) que me haga dependiente de los demás de forma irreversible y me impida manifestar mi voluntad clara e inequívoca de no vivir en esas circunstancias, para poder morir con dignidad, mis instrucciones previas son las siguientes:

     

    De acuerdo con la Ley designo como Representante a __ / Tres testigos (en su caso) __ Firmas de todos ellos y el signatario

     

  • Tuve una reciente experiencia (2018): una paciente de 76 años con ictus condicionado por un sangrado subaracnoideo por rotura de un aneurisma gigante de la arteria cerebral media derecha; la tomografía computarizada del cerebro mostró el aneurisma con severo edema cerebral y efecto de masa sobre estructuras cercanas con hernias intracraneales. En mi opinión estaba descerebrada. Ingresó en coma profundo y prontamente fue llevada a pabellón para colocar un clip en el cuello del aneurisma. De vuelta a su cama no se produjeron signos de mejoría. Antes bien su situación se fue agravando con el paso de los días por la presencia de una neumonía nosocomial de múltiples focos, desarrollando también una gangrena digital por efecto del vasopresor norepinefrina empleado para mantener la tensión arterial. Permaneció 35 días en la unidad… Finalmente falleció, tenía un amplio seguro de enfermedad en dólares…

     

  • Me refiero nuevamente al afamado cirujano Sherwin Nuland (1930-2014), en su clásico libro, «How We Die: Reflections on Life’s Final Chapter.» o ¨Cómo morimos, reflexiones en el capítulo final de la vida¨ (1994),  más allá de sus descripciones de embolias, aneurismas rotos, diseminación de metástasis y funciones corporales fuera de control y en declive, «Cómo morir» es una crítica a la profesión médica que ve la muerte como un enemigo a combatir, con frecuencia más allá del punto de futilidad; asienta que, Ars moriendi es ars vivendi: el arte de morir es el arte de vivir. No hay manera de adivinar cuál será mi última década o si mi vida será más larga; hay demasiadas imponderables: La buena salud es una garantía de nada. La única certitud que tengo acerca de mi propia muerte es la misma que todos tenemos en común: Quiero irme sin sufrimiento. Hay quienes quieren irse sin sufrimiento, otros que desean que sea rápido: una enfermedad libre de angustias, rodeado de las personas y cosas que ama. La dignidad que buscamos en el morir debe encontrarse en la dignidad con la que hemos vivido nuestras vidas, esa honestidad y gracia de los años vividos que a la final es la real medida del cómo morir; la muerte sólo concierne al moribundo y a aquellos que lo aman…

    Debo enfatizar que «la necesidad de la victoria final de la naturaleza era esperada y aceptada en generaciones anteriores a la nuestra. Los médicos estaban mucho más dispuesto a reconocer los signos de la derrota y a ser mucho menos arrogantes que los que ahora la niegan».

    ¡Doctor, ¿me da permiso para morir?!

Tiempo de morir: Elogio de los pacientes sin voz…

 

«El mundo es bello, pero tiene un defecto llamado hombre». Friedrich Nietzsche

         

Hace muchos años tuve la ocasión de formar parte del equipo médico que atendió a un acaudalado paciente. Una patrulla policial que venía a gran velocidad, se saltó la luz roja de un semáforo impactando su automóvil por el costado derecho, donde él venía sentado. Cursando la novena década de la vida y conservando toda su lucidez y energía, sufrió un severo traumatismo encéfalo-craneal. La cercanía a la clínica y un esmerado cuidado le hicieron sobrevivir en una unidad de terapia intensiva, hasta ese momento inexistente en el país, pero de forma rápida completamente acondicionada para él. Vinieron médicos especialistas del extranjero para monitorearle y ayudarnos con su cuidado. Estudiaban sus respuestas y exámenes complementarios, enviando sus parámetros vitales a computadoras en su hospital de procedencia en el exterior que permitía conocer día a día acerca del pronóstico que casi siempre era esperanzador.

Largo tiempo duró su agonía conectado a un respirador y con una vía central que aseguraba hidratación, alimentación y administración de fármacos y antibióticos, y un tubaje gástrico que le proporcionaba proteínas y vitaminas. Tarde en su evolución, en alguna ocasión en que se presumió un severo deterioro, se le trasladó al sótano, al servicio de radiología para realizarle una angiografía cerebral formal –no existía aún la tomografía computarizada-. El contraste a presión se negó a penetrar a través de sus grandes vasos cervicales. Este signo reaseguraba muerte cerebral. Y así, omnipotentes, le dimos permiso para que muriera…

Dadas las circunstancias del accidente, debió realizarse la autopsia de ley en la Morgue de Bello Monte de Caracas. Me empeñé en estar presente. Fue una autopsia ¨legal¨ y por presencia, descubrí que era una, grotesca y desordenada; no como las que estaba habituado a presenciar en mi Hospital Vargas de Caracas, donde el procedimiento se realizaba todavía según normas establecidas por von Rokitansky (1804-1878) en Viena, extrayendo los órganos en bloque, así que eran realizadas con profesionalismo, pulcritud y experiencia. El cerebro mostraba signos del llamado “cerebro del respirador”: avanzada autolisis[1] e inclusive, un terrible hedor a podredumbre. Mi desconcierto, frustración y dolor no pudo ser mayor. Con mi consentimiento y apoyo, habíamos estado tratando un cadáver, tal vez desde un principio… El sentimiento de culpa aún me acompaña y creo que me acompañará hasta el final de mis días.

Y es que los médicos hemos sido formados para luchar contra la enfermedad. La muerte, esa, lo único seguro que tenemos inamovible al nacer, es percibida por nosotros como la mayor de las derrotas que se nos pueda infligir. ¡Nunca se nos enseñó que en muchas ocasiones deberemos pactar con la muerte en pro de dar a nuestro paciente un digno fin…!

Los médicos siempre estamos inventando nuevas maneras de prolongar la vida, aún a costa de su sufrimiento del enfermo y el de sus allegados y aun de la hacienda del paciente. La resultante es una manera de «vivir medio muerto”» que ciertamente no quisiéramos para nosotros mismos. La posibilidad de un juicio por mala práctica nos compele a ejercer defensivamente, aun yendo en contra de los más elevados principios que deben regir el acto médico. Las unidades de terapia intensiva en mi concepto se asemejan a uno de esos bunganos [2] de mi remota infancia fabricado con una botella agujereada por el culo, un instrumento de pesca donde una vez que sardinita entraba no podía salir; particularmente cuando se trata de pacientes ancianos, aunque para el momento se vean saludables.

[1] La autolisis (del griego auto, el mismo, y lisis, pérdida, disolución) es un proceso biológico por el cual una célula se autodestruye, ya sea porque no es más necesaria o porque está dañada y debe prevenirse un daño mayor.

[2] En mi infancia lo elaboraba con una botella de vino o de champaña cuyo fondo era cónico y terminaba en un botón de vidrio. Con cuidado se rompía por debajo y se extraía el botón; el cuello se cerraba con un tapón y se llenaba de agua y se colocaba dentro, corazón de pan. Se echaba al río y quedaba así elaborada una trampa donde las sardinitas entraban pero no podían salir…

Como seres casi perfectos que somos, al momento de nacer disponemos de una gran reserva orgánica, si se quiere existe una extraordinaria y excesiva redundancia de todos nuestros órganos, aparatos y sistemas. Para dar sólo una idea, la mejor agudeza visual central se considera 20/20; ella es proporcionada por un haz de filamentos, fibras o axones de muy pequeño calibre que se originan en la mácula del ojo, llamado haz máculopapilar. Para poder identificar el optotipo de 20/20, necesitamos apenas el 44% de dicho haz. Es decir, que debemos perder un 56 % de ellos antes de que acusemos algún cambio visual; puede decirse lo mismo del riñón, del corazón, de los pulmones, del cerebro, del sistema inmunológico

 

 

Pero… tal como si fueran hojas de un calendario la edad va desprendiendo, descontando subrepticiamente y sin alharaca, reservas y energías a nuestro organismo. Está previsto además que nos iremos adaptando a esa furtiva o silenciosa pérdida de la cual ni nos damos cuenta. Así, que con una reserva mínima o sin ninguna de ella, nos sorprende la avanzada edad, que según García Márquez (¨El amor en los tiempos de cólera¨), por boca del doctor Juvenal Urbino, tiene hasta un olor: ¨la mayoría de las enfermedades mortales tienen un olor propio, pero ninguno tan específico como la vejez¨, y un tal Jeremiah de Saint-Amour, personaje también de ficción de la misma novela, definía la vejez, ¨como un estado indecente que debía impedirse a tiempo¨.

En esas circunstancias, una seria enfermedad consume lo poco que nos queda, y luego de unos dos o cuatro días en una unidad de terapia intensiva ocurre, casi indefectiblemente, un síndrome de falla multiorgánica, suerte de efecto dominó donde todo lo que nos sostiene se va viniendo abajo en sucesión. El riñón marca la pauta, y luego vendrá el sistema inmunológico, el corazón y los pulmones; las infecciones nosocomiales u hospitalarias por gérmenes de exacerbada virulencia y patogenicidad que sabemos que existen en nuestro entorno, en nuestras manos y uñas, en los brazales de los tensiómetros, en los estetoscopios y en nuestras corbatas, harán el resto…

Si a los viejos se nos concedieran algunas horas para ver lo qué ocurre a nuestro derredor, para ver si tenemos realmente una oportunidad razonable de sobrevivir, tal vez existirían menos viejos en esas calles ciegas para ancianos que son las terapias intensivas, donde quedamos varados, atrapados y sin salida, sin poder progresar hacia delante ni devolvernos hacia atrás, gastando los últimos ahorros y produciendo terrible dolor a nuestros deudos en medio de fútiles esfuerzos…

Hace algunos años leí una pieza de autor anónimo donde un paciente se dirigía a su médico en estos términos:

-«!Ya es tiempo de irme! Perdóneme doctor, ¿Puedo morirme…? Bien sé que su juramento le obliga a tratar de sostenerme vivo por tan largo tiempo como mi cuerpo esté tibio y haya un soplo de vida. Pero, escúcheme doctor. Ya enterré a mi esposa, mis hijos están crecidos y vuelan por sí mismos. Todos mis amigos se han ido y yo también deseo irme tras ellos. Ningún mortal tiene el derecho de mantenerme aquí, cuando la llamada de Él es inconfundiblemente clara. Yo merezco el derecho de dormir para siempre. He hecho mi labor y estoy cansado. Sé que sus motivos son nobles, pero ahora yo rezo. Lea en mis ojos aquello que mis labios no pueden decirle. Escuche mi corazón y verá cómo llora.

¡Perdóneme doctor!, ¿Me deja morir…?”»

La medicina tanto ha progresado… las unidades de terapia intensiva están allí y hay el mandato de usarlas no importando si tenemos o no una posibilidad de sobrevivir, y así, se han convertido en imagen de la ¨mala muerte¨, de la ¨medicina sin testigos¨, del ¨sordo lamento de los moribundos¨…

Solitarios, somos aventados tras sus puertas eléctricas rodantes para yacer conectados a mil cables que seguirán haciendo su trabajo aun cuando ya estemos muertos y autolisados. Conocemos de casos lacerantes:

Un médico octogenario, hasta ese momento productivo y centrado, sostiene una agria discusión con un colega y es fulminado como por un rayo, cayendo al suelo como pesado fardo. Una extensa hemorragia cerebelosa comprime el tallo cerebral y la inmediata inconsciencia con pérdida de las funciones autonómicas le llevan al paro respiratorio y a lo que define Isabel Allende como el estado de coma, «es como un dormir sin sueños, un misterioso paréntesis»[1].

 Dos horas transcurren con el tallo cerebral comprimido, llega al pabellón de cirugía, rápidamente es entubado y aún más rápido realizada una cirugía descompresiva de la fosa posterior; 450 mililitros de sangre le son drenados… ¡Qué bueno que había un especialista allí mismito, a la mano! No hay recuperación ninguna, las infecciones nosocomiales se suceden y son tratadas con éxito, aunque clínicamente ya está descerebrado y habrá de pasar a un estado vegetativo persistente y en días, a un estado permanente. Siendo que ya no hay razonable esperanza para un octogenario, para otros, esos que le atienden, aún dicen que “hay esperanzas”… Una dilatación del sistema ventricular le lleva a la colocación de un mecanismo de drenaje ventricular. Otro fútil intento por “hacer algo” pera terminar no haciendo nada…

La situación no ha cambiado. La muerte en vida domina la escena, se trastroca la rutina familiar y se funden en pocos días los ahorros de muchos años obtenidos mediante un trabajo comprometido y honesto. No critico la no tan rápida acción del neurocirujano, especialmente en una hemorragia cerebelosa donde los segundos cuentan, pero tal vez pueda exigir moderación en las indicaciones terapéuticas de un anciano ya descerebrado, para luego no entregar a la familia un vegetal… No es el objetivo de la medicina alargar la vida a cualquier precio…

[1] Allende I. Paula. Cuarta edición. Barcelona, Plaza & Janés Editores, S.A. p. 15.

El ejemplo relatado, constituye un ejemplo de “distanasia”, una situación en la que se proporciona un tratamiento “exagerado” o “desproporcionado”, que solo prolonga en el paciente en su aislamiento el proceso de morir. Resulta del empleo de medios terapéuticos extraordinarios que lindan con el llamado “ensañamiento terapéutico” o “furor terapéutico” donde pareciera que el médico en su afán ya no es capaz detenerse… En esta situación el galeno excede el marco de su deber, prolongando innecesariamente los padecimientos del paciente, particularmente aquel que carece de toda posibilidad de recuperación dada su avanzada edad y la irreversibilidad de su cuadro, y continúa aplicando obstinadamente terapias extraordinarias, cuando estas carecen de sentido y de justificación ética.

Este ensañamiento terapéutico merece una atención especial desde el punto de vista ético, pues a más del sometimiento encarnizante al que se encuentra compelido el paciente, se adiciona su soledad, el alejamiento de sus seres queridos, su imposibilidad de manifestarse al encontrarse sedado, entubado o sujeto de una traqueostomía, con su sueño interrumpido y su privacidad violentada, abandonado cruelmente tan sólo para terminar muriendo[1].

Cualquiera de nosotros desearía la “muerte digna” u ortotanasia, que entiende y atiende a la manera de morir como la forma de fallecer como un derecho propio del ser humano, de elegir o exigir para sí, o para terceros a su cargo,  una “muerte a su tiempo”, sin  abreviaciones tajantes (eutanasia), ni prolongaciones indebidas, irrazonables y crueles (distanasia), concretándose ante la inminencia de la muerte a la abstención, supresión, o limitación de todo tratamiento fútil, extraordinario o desproporcionado.

Cincuenta años atrás, la muerte del anciano se producía como es, como un hecho simple y natural, pues no existían las Unidades de Terapia Intensiva; no obstante, el acelerado avance científico-tecnológico y la aparición de mecanismos capaces de suplantar ciertas funciones orgánicas (respiradores, drogas para elevar la tensión, bombas de presión positiva, dializadores, etc.), han permitido prolongar innecesariamente la vida en aquellos casos en que el diagnóstico es certeramente irreversible. Sin perjuicio de ello, no debemos dejar de tener en cuenta, y que ello quede claro, el valiosísimo aporte de estas unidades, para salvar vidas, especialmente de personas más jóvenes con reserva orgánica intacta que de otro modo se hubieran perdido. Sin querer desconocer el mérito y la excelente preparación de nuestros médicos, Venezuela cuenta, o contaba -quién sabe a dónde iremos a parar con esta proliferación, sin orden ni control, de escuelas y facultades de medicina de muy baja factura mal llamadas bolivarianas-, pero sin lugar a dudas, todavía contamos con un cuerpo médico comprometido: Su capacidad científica, ética y humana, salvo pocas no honrosas excepciones, está más que comprobada.

En 1972, Jennet y Plum[2] describieron una peculiar situación en pacientes que habían sufrido lesiones cerebrales muy graves que denominaron «estado vegetativo persistente» (EVP). En su descripción original los autores daban un carácter provisional a la denominación propuesta. Sin embargo, como sucede muchas veces, el nombre, a pesar de las críticas que ha recibido, se ha mantenido hasta la actualidad, desde hace ya cuarenta y tres años. Se trata de pacientes que mantienen sus funciones cardiovasculares, respiratorias, renales, termorreguladoras y endocrinas, así como la alternancia sueño-vigilia, pero que no muestran ningún tipo de contacto con el medio externo y ninguna actividad voluntaria.

El adjetivo persistente añade una connotación temporal que lo diferencia de estados vegetativos. Debe precisarse que en la inmensa mayoría de los casos la recuperación que se obtiene es muy limitada, con grandes secuelas residuales y una ínfima calidad de vida. Se ha visto que la causa del EVP, su duración y la edad son los factores más importantes para establecer el diagnóstico de transitoriedad. En general, se acepta que un mes es el tiempo requerido para que un estado vegetativo se considere persistente.

¶ En mi artículo, «Muci-Mendoza, R. Perla de observación clínica. La bella durmiente del Hospital Vargas… Elogio al enigma del estado vegetativo permanente». Gac Méd Caracas 2014;122(4):298-303, se encuentran delineados los modernos criterios de muerte cerebral.

Debemos abogar por que en todas las escuelas de medicina se dicte una cátedra de tanatología. Desde que somos estudiantes de medicina debemos entender, comprender e introyectar que tanto nosotros como nuestros pacientes somos mortales. ¿Qué sentido podría encerrar tanta oposición a la muerte? Mi experiencia de más de cincuenta años en la docencia y en la práctica hospitalaria comprometida, me inclina, con todo el respeto que ustedes mis colegas me merecen, me autoriza para hacerles la siguiente sugerencia: no reanimen ni den tratamiento especial, costoso e inútil, a pacientes que terminan sus existencias con poca o ninguna esperanza de vida.

No impongamos nuestros pareceres, nuestro equivocado criterio de que mientras haya vida hay esperanza pensando que la mera existencia biológica constituye un valor absoluto. Es falso. Pareciera que no nos hemos percatado el peso inhumano de dolores, falsas esperanzas, costes astronómicos que supone un paciente de estos, sea que permanezca en la clínica o, peor aún, que haya sido remitido a la casa: pues desde su llegada, todos los miembros de la familia girarán en torno de él, sus vidas cambiarán radicalmente, por meses y aun años, se trastrocará el ambiente del hogar, desaparecerán el humor sano, las reuniones sociales, la música, la esperanza, la felicidad.

Desde el punto de vista ético un tratamiento médico se justifica tan solo cuando aplicándolo existe fundada expectativa de que el paciente recupere su salud y se apreste a cumplir mejor con su misión sobre la tierra. Hacer lo contrario, éticamente es obrar mal. No es cierto que el médico esté obligado a hacer todo lo que esté de su parte mientras quede un dejo de vida en el enfermo, cualquiera sea su edad, diagnóstico y la calidad de vida con que vaya a subsistir por meses y años.

Si la eutanasia no está permitida, por el mismo motivo, tampoco lo está la distanasia o prolongación absurda y arbitraria del proceso de morir; con todo, la postura ideal que sugiere la sensatez moral se sitúa en el punto medio: ni eutanasia ni distanasia, sino ortotanasia: La muerte justa y a su debido tiempo. No somos dioses ni dueños absolutos de nuestras propias vidas y menos de las de los demás; en nuestra malsana omnipotencia, los médicos no podemos ocupar el papel de Dios.

Dejemos que la muerte suceda cuando sensatamente debe acontecer. Con esta actitud reverente respetamos la acción de Dios. No debemos perder nuestra sensibilidad humana y ética profesional ¿Cuál es el objeto de reanimar a un paciente anciano que ya cumplió su misión sobre la tierra y que desea, como todos desearíamos llegado el momento, morir tranquilo en el hogar, rodeado de nuestros seres queridos? ¿Por qué no consentir que un paro cardíaco o cualquier otra grave afección les permitan morir en paz?

Si pudiéramos usurpar la voz de tantos enfermos sin voz que les asiste el derecho a una muerte digna y tranquila en su hogar, pediríamos que no se nos prolongue una vida que no es digna… ni es vida… Quiera Dios que mis familiares y mis colegas respeten mi derecho a morir con dignidad cuando arribe mi momento, que tengan en cuenta la merma de mis reservas orgánicas y que si han de recluirme en una terapia intensiva y a los tres días no muestro signos de clara, absoluta y razonable mejoría, que inicialmente limiten al mínimo la ayuda artificial o retiren toda asistencia y me dejen morir en paz… ¡dejar morir no es matar…!

 

Gracias encarecidas.

 

¡Perdóneme doctor! ¿Me deja morir…?

 

 

[1] Baudouin J L, Blondeau D.  La ética  ante la muerte  y el derecho a  morir. 1996 Editorial Herdet, Barcelona. p 33.

[2] Jennet B, Plum F. Persistent vegetative state after brain damage: A syndrome in search of a name, Lancet. 1972;1:734-737.

Elogio de la partida: Cuando se ha llegado…

Academia Nacional de Medicina: Boletín virtual. Editorial, diciembre de 2013.

  • ¿Tal vez otro título…?

 Quizá usted no leería este Editorial si yo hubiese optado por otro título, ¿Qué le parece, ¨Elogio de la muerte…¨? Tal vez me tacharía de malsano o de morboso o me espetaría, ¿¡Por qué hablar de ¨eso¨ precisamente ahora…!? ¡Nada que ver…! La esperanza de vida del venezolano común se ubica en los 74 años; ello significa que este año y por este mes ya voy sobrepasado esta cota en 18 meses; es decir… ¡He llegado…! y debo agradecerlo a Dios, a mis padres, a mi familia y a la vida que me lo han permitido; y especialmente, porque no he llegado tan deteriorado o maltrecho que digamos…

Es un privilegio haber arribado a esta cota octogenaria, aunque nos hacemos a la idea, intentamos saber que cada vez el camino será más escarpado, pedregoso, lleno de baches, abundoso en caídas y sembrado de dolorosas pérdidas: bien, aquellos que desertaron en la ruta, nuestros padres, familiares y amigos; otros, que han olvidado nuestro afecto quedando apenas sus recuerdos. Ley de vida, me dirán con acierto, lugar común. Estamos en lista de espera; desde que nacimos siempre lo hemos estado, pero lo percibimos más aún cuando envejecemos; lo que ocurre es que algunos se nos ¨colean¨, y sin que reclamemos, se van primero y nos dejan en el aguardo; es cierto que no nos preocupan para nada sus malas artes para adelantarse, ¡A las puertas del cielo, yo estoy primero que mi papá!, decía precisamente mi padre…

Es evidente que muchos, aunque no todos, anhelamos o aspiramos a ser viejos, pero luego, son muchos los molestos de haber llegado. Sin embargo, se habla de lo doloroso del proceso que toda evolución trae implícita, quedando comprendida en ella, claro está, el proceso del envejecimiento, que se cumple y ocurre coetáneamente, rodeada por o dentro del proceso involutivo. La mayoría ven pasar con angustiosa tristeza el avance cronológico, el arribo a esta normal etapa del devenir vital; otros comenzamos a valorar el carácter limitado y precioso de la vida y no queremos perdernos ni un minuto de lo que nos resta de existencia.

Razones para ello existen, a mayor vecindad de la terminación de la vida, mayor el incremento de la ansiedad ante esa superior toma de conciencia del hecho seguro: el supremo momento ignorado de la muerte, y a un menor plazo que antes, precedido en este caso de la decadencia o menoscabo funcional biopsicológico, sea normal o en el peor de los casos, patológico: el aumento de la dependencia, el retiro de las actividades habituales con frecuencia mordicante, no aceptado y depresivo, las inseguridades y malas condiciones socioeconómicas del malpasar de muchos provectos, constituyen factores que determinan o empeoran la situación mencionada; la comprensión, la ternura y la comodidad les suelen ser negadas por la sociedad a la que pertenecen y donde ya estorban…

Se va uno sintiendo sensiblero cuando oye aquellas melodías que han marcado los días y no importando que uno sea hombre, las lágrimas manan de los ojos sin autorización ni permiso, por aquello de la enseñanza grabada en piedra, de pujar, pero nunca llorar; un viejo llorando no debe llamar a lástima, seguramente tiene mucho porqué llorar, entonces, repróchenle su sensibilidad, pero nunca sus lágrimas.

¿De qué nos quejamos entonces? Cada día mueren en nuestro cerebro más de cien mil neuronas que jamás se reponen; cada día cien mil pérdidas, cien mil lutos inaparentes, cien mil llantos ¿y será que lloran las neuronas?, ¿pesada carga para las restantes…? Quizá no, hemos abonado el árbol dendrítico, ese que se nutre con las experiencias y los aprendizajes a que gozosamente vamos forzando nuestro cerebro. Desafíos que hemos tenido y vamos teniendo a lo largo y ancho de nuestras vidas. Si uno se detiene y no piensa más, si no acepta los desafíos, si no riega el árbol de nuevas y maduras experiencias, el árbol se pasma, se marchita y entramos en decadencia, literalmente en barrena, en la marcha apoptótica de las hojas amarillentas del estío…

  • Esa señora que no duerme; esa dama insomne; Azrael, el Ángel de la Muerte

Muy aleccionadora acerca de la inevitabilidad de la muerte en el Kayrós de la ocasión precisa y el momento predestinado, es la narración del médico y escritor W. Somerset Maugham (1874-1965). En su comedia Sheppey (1933) hace hablar a la muerte, no siendo más que una versión reescrita y contemporánea de una antigua historia perteneciente al Talmud de Babilonia y una de las tantas fábulas persas tan hermosas como creativas:

  • ¨Había un mercader de Bagdad que envió a su criado al mercado a comprar provisiones; a los pocos momentos regresó el siervo en aterido pánico, pálido, tembloroso, y le dijo:-¨Señor, hace un momento, cuando me encontraba en la plaza sentí que me empujaban y cuando giré la cabeza, vi que era la Muerte que me atropellaba.  Ella me miró e hizo un gesto de amenaza; ahora, por favor, présteme su caballo más veloz, me iré lejos de esta ciudad para así eludir mi destino. Iré a Samarra y allí la muerte no me encontrará¨.El mercader le prestó su caballo y el sirviente al punto montó; pronto clavó las espuelas en los ijares de la bestia y al galope, lo más rápido que el caballo pudo, marchó velozmente.  Entonces el comerciante se fue a la plaza del mercado y vio a la muerte de pie entre la multitud… Se acercó a ella y le increpó:

    -¿Por qué hiciste un gesto amenazador a mi siervo cuando le viste esta mañana?¨

    -¨No, no fue un gesto de amenaza –le contestó la muerte-, fue solo un respingo de sorpresa. Estaba asombrada de verlo en Bagdad, pues teníamos pactada una cita esta noche en Samarra…”.

    La historia antes narrada, con múltiples variantes que han sido designadas como «Cita en Luz», ¨Cuando la muerte llegó a Bagdad¨, ¨Salomón y Azrael¨, ¨El gesto de la muerte¨, etc., demuestra que un hombre no puede escurrirse a su destino y debe morir inevitablemente. El Ángel de la Muerte es la representación de alguien que simplemente realiza una tarea necesaria y la hace efectiva de cualquier forma posible.

    • Porque no todo tiene que ser formal, la picaresca criolla que también posee lo suyo, da cuenta un hecho de verídica e insólita ocurrencia sucedido en el pueblo de Achaguas en el estado Apure, por allá a inicios de los cincuenta del pasado siglo, lugar donde precisamente se venera al milagroso Nazareno de Achaguas. La historia relata el caso de un lugareño que vendióle el alma al diablo. Veamos el desarrollo de los hechos: una tarde calurosa, caminaba por las vegas del río Matiyure, Dionisio Aeropagita Laya, buenmozo, de piel morena, tupida cabellera y pequeña estatura, a quien por siempre salirse con la suya haciendo mofa de los demás le apodaban ¨el vivián¨. Su arte era el de un vividor, gustoso de la buena vida sin preocupaciones ni esfuerzos y dispuesto a sacar provecho de cualquiera en su propio beneficio valiéndose de su desvergüenza y talante abusivo… Ya el sol tendía a ocultarse tras un frondoso samán cuando se encontró de frente con el mismísimo Satanás. El sitio fue invadido por un olor sulfurado y los ojos de aquel zamarro relampagueaban al parpadear… Así pues, que no fue necesaria presentación alguna. Dionisio no se arredró ni le dejó hablar, sino que de inmediato le ofreció su alma a cambio de poder, dinero, fiestas, finos licores y por supuesto, mujeres a raudales y potencia, mucha potencia para poder montarlas. El Malo le dijo que todo le sería concedido por cinco años, tiempo en que vendría a buscarle entre gallos y medianera para llevarle a su morada. Sellado el macabro pacto, todo le fue concedido, y mire usted que despreocupado la pasó muy bien cada día con su noche. Sin embargo, acercándose el fin del plazo acordado, a Dionisio le entró un friíto de pánico; así que urdió un kikirigüiki. Visitó a un famoso cirujano plástico que le acondicionó una nueva cara de perfilada nariz, achinados ojos y le descoloró la piel, le rapó la frondosa cabellera, le hizo vestir lentes de contacto azul, y le calzó un par de zapatos con elevadores que aumentaron su estatura… No cabía duda, era otra persona… Ah, y por supuesto, se mudó de pueblo esperando engañar a Belcebú. Se residenció en un villorrio minero del estado Bolívar donde continuó sus parrandas y francachelas.La tarde en que se venció el contrato, Lucifer se presentó en Achaguas a buscar otra alma más como trofeo. Por más que le buscó no pudo encontrarlo y nadie supo decirle a dónde se había ido el ladino aquél. Satán que era ente de palabra, no podía entender la falta de dignidad y decoro del otro y montó en cólera. Raudo comenzó a visitar ciudades y pueblos en su búsqueda, en segundos cruzó el país de norte a sur y de oriente a occidente y nada, se había esfumado… Habiendo pasado ya la media noche y fatigado de tanta búsqueda, aterrizó en un pequeño pueblo de mineros donde por sus calles solitarias caminó mascullando su indignación y su rabia. Acertó a pasar frente a un baile que llamó su atención; un mabil de mala muerte donde el jolgorio dominaba, mujeres en pantaletas y hombres enchumbados de ron gritaban frenéticamente: Guardajumo se sostuvo de los barrotes de la ventana para pensar qué acción tomar al tiempo que miraba a los asistentes danzando; de entre aquella multitud se destacaba un sujeto estrafalario que bailaba un ballenato rucaneao con una saporreta de ojos claros sin sostén ni pantaletas, y que, secretamente celebraba su maña de haber engañado al Maligno. En un arranque de ira se dijo el demonio, -¨No, no me voy a ir solo; lo que soy yo, aunque sea me llevo al calvito aquel que está allá…¨. Y dicho y hecho, lo arrebató del lugar… y así fue como Dionisio Aeropagita Mendoza tampoco pudo eludir su destino y por su viveza se fue a llevar candela a los dominios del Maligno…

       

       

      ¨La figura de la muerte,

      en cualquier traje que venga es espantosa¨

      Miguel de Cervantes y Saavedra

       

      • Mi seducción por la muerte…

        El tema de la muerte siempre ha producido en mí una atracción particular, especialmente esa legión de personajes mitológicos como las Parcas, las Moiras o las Nornas; además me cautiva el dios Hermes o según otros, Thanatos (la muerte personificada), que tenía bajo su responsabilidad llevar las almas de los muertos al infierno. Caronte, canoero del río Aqueronte, uno de los cinco ríos del inframundo, ese que marcaba la entrada a los reinos de ultratumba, era el encargado de guiar aquel tropel de sombras de difuntos vagantes en las tinieblas para llevarlos de un lado a otro del río; eso sí, ¨bussines is bussines¨, sólo si tenían un óbolo para costearse el viaje, y por ello, en el Grecia antigua los familiares, ya advertidos  del ¨fee¨, prestos y presurosos, colocaban una moneda bajo la lengua o sobre los ojos del difunto para saldar el viaje y evitar que las almas de sus queridos continuaran vagabundeando sin rumbo y sin reposo.

        En la mitología romana las Parcas (en latín Parcæ) o Fata eran las diosas del destino, las personificaciones del Fatum o providencia. Las Moiras eran hijas de seres primordiales como Nix (la Noche), Caos o Ananké (la Necesidad). El mismo Zeus o Júpiter estaba sujeto a sus designios. Eran tan poderosas que era el único dios que las obedecía.  En la tradición griega, se aparecían tres noches después del alumbramiento de un niño para determinar el curso de su vida… En su origen, muy bien podrían haber sido diosas de los nacimientos, adquiriendo más tarde su papel como verdaderas señoras del destino. Ananké era la madre de las Moiras y la personificación de la inevitabilidad, la necesidad, la compulsión y la ineludibilidad. A las Moiras se las representaba comúnmente como a tres mujeres hieráticas, de aspecto severo y con túnicas como vestimenta. Cloto, portando una rueca; Láquesis, con una vara, una pluma o un globo del mundo; y Átropos, con unas tijeras o una balanza.

        Bajo su control se encontraba el metafórico hilo de la vida de cada mortal o ser inmortal, desde su nacimiento y aún hasta después de su muerte. Escribían el destino de los hombres en las paredes de un enorme muro de bronce y nadie podía borrar lo que ellas escribían. Por todo ello, y en especial por el predominante papel de Átropos, las Moiras inspiraban gran temor y reverencia. Sus equivalentes griegas eran las Parcas y en la mitología nórdica, las Nornas.

        • Cloto (Κλωθώ, ‘hilandera’) hilaba la hebra de vida con una rueca y un huso. Su equivalente romana era Nona, que originalmente se  invocaba en el noveno mes de gestación.
        • Láquesis. (Λάχεσις, ‘la que echa a suertes’) medía con su vara la longitud del hilo de la vida. Su equivalente romana era Décima, análoga a Nona.
        • Átropos (Ἄτροπος, ‘inexorable’ o ‘inevitable’, literalmente ‘que no gira’, a veces llamada Aisa), era quien cortaba el hilo de la vida. Elegía la forma en que moría cada hombre, seccionando la hebra con sus ¨detestables tijeras¨ cuando llegaba la hora. En ocasiones se la confundía con Enio, una de las Grayas. Su equivalente romana era Morta (‘Muerte’), y es a quien va referida la expresión «la Parca» en singular

          He leído dos libros, dos testimonios de vida, dos descarnados recuentos de dos existencias vapuleadas por condiciones médicas irreductibles, irredentas, dolorosas, dos profesionales universitarios que quisieron dejar por escrito y grabado en video para la posteridad, una enseñanza triste y a la vez optimista de la muerte, mientras nos inducen a pensar y preparamos para ella.
          Uno, intitulado ¨Tuesdays with Morrie. An Old Man, a Young Man, and Life’s Greatest Lesson¨ (¨Martes con mi viejo profesor¨), que trata acerca de Morrie Schwartz, profesor de sociología en la Universidad de Brandeis, hablando con su exalumno, el periodista Mitch Albom acerca del inminente deterioro de su salud y de su próxima muerte por una enfermedad llamada esclerosis lateral amiotrófica (ELA), enfermedad de Charcot o de Lou Gherig. El alumno y el viejo profesor se reúnen cada martes para discutir cada vez  un tema diferente, pero en cada ocasión las cosas se hacen más difíciles, ya que la enfermedad del profesor progresa y cada vez le cuesta más respirar, hablar o expresarse. Así que el tema principal del que terminarán hablando es de la muerte, acompañado de otros tópicos como el matrimonio, la vejez, el amor, la familia, las emociones, la cultura, el perdón…

          En resumen, pensar en la muerte es prepararse para ella, es la novia pálida, es esa presencia ausente que nos acompaña a un costado, esa que a diario nos permite ser capaces, antes de morir, de hacer las paces con todos durante nuestras vidas, una oportunidad que pocas personas tienen la suerte de tener precisamente porque no piensan en ella. No la recordamos porque en nuestra omnipotencia, a veces pensamos que el mundo no puede sobrevivir sin nuestra presencia. Muy rara vez las personas viven como si creyeran que van a morir; pero si lo hicieran, sus prioridades serían completamente diferentes y con ello compartiríamos la filosofía budista donde cada día hay que reconocer la posibilidad de que este podría ser nuestro último día en la tierra.

          Según Morrie debemos llevar como los budistas un pajarito en el hombro al que todos los días debemos preguntarle, ¨¿Pajarito, es éste mi último día?, ¿es el día en que he de morir?, ¿estoy preparado?, ¿estoy haciendo todo lo que debo hacer?, ¿estoy siendo la persona que quiero ser?¨ Hay que aprender a morir así como se aprende a vivir…

      • En la universidad de la vida se manifiesta el Eros y el Tánatos como la «tensión de los opuestos»: las fuerzas de oposición que constantemente nos tiran hacia adelante y hacia atrás, pero, inevitablemente, el amor es el único que nos salva, pues siempre gana…Nuestra cultura está tan obsesionada con la juventud y la belleza que hace de ella un lugar peligroso y confuso; el deseo de ser más joven es sólo una consecuencia de haber vivido una vida poco satisfactoria, centrándonos en los logros triviales y la riqueza material; haciendo caso omiso de los más preciosos aspectos de la vida, pasamos por alto cosas capitales como el dar lo que tenemos, no sólo dinero, sino además conocimiento, tiempo, amor y compañerismo también. La única forma de alcanzar la verdadera felicidad consiste en dar, no en recibir, de hecho, ya hemos recibido con suficiencia el don de la vida…

         

        El otro libro, una autobiografía: ¨La última lección¨ (título original The Last Lecture), escrito por Randy Pausch profesor de informática, diseño e interacción persona-computador, de la Universidad Carnegie Mellon en Pittsburgh, Pennsylvania, Estados Unidos. El libro se gesta toda vez que conociendo un mes antes el diagnóstico de un cáncer pancreático incurable y en fase terminal, pide a otros profesores universitarios profundizar en el auténtico sentido de sus vidas para dictar una supuesta ¨última conferencia¨, donde se respondería a la pregunta, ¨¿Qué mensaje impartirías al mundo si supieras que es tu última oportunidad?¨. Así, dicta su última conferencia el 18 de septiembre de 2007 intitulada, ¨Realizando de verdad tus sueños de la infancia¨ (¨Really achieving your childhood dreams¨), que tuvo un tremendo éxito cuando fuera trasmitida  por la Internet luego transformada en un libro, en un bestseller del New york Times.  Lejos de negar su enfermedad, decidió vivir plenamente sus últimos meses de vida.

         

        Uno madura el día que se ríe por primera vez de sí mismo

        Ethel Barrymore

        • Pensando en voz alta…

      • Un cercano domingo en medio de una mañana esplendorosa, más bien quiero decir casi al mediodía, venía trotando en bajada por la Cota Mil en dirección de La Castellana; el cielo muy azul y algunas nubes dispersas que más parecían de algodón deshilachado permitían ver a través de ellas… ¡un menguante lunar, tenue y desdibujado!; aquél, desafiante, resistiéndose a desaparecer ante la luz solar del hermoso día que todo bañaba. Aceleré el kilómetro que me faltaba para finalizar y un ciclista que subía me dijo ¨!Ta´s duro!¨ (quizá le faltó el ¨viejo¨), mientras sólo sentía el aire fresco sobre mi cara, el impacto de mis pisadas y mi respiración rauda, se me antojó por pensar que luego de traspasada la cota de los 75 años, nos resistíamos a no tener luz propia, o a apagar la luz, o simplemente darle una patada a la lámpara… Por analogía, era así como también la luna, renuente, se resistía a desaparecer ante la luz del sol…

         

        La vejez es la edad de emprender aquellas tareas

         que habíamos esquivado en la

        juventud porque nos hubieran llevado demasiado tiempo.

      • W. Somerset Maugham

 

Miren un árbol viejo en cualquier calle de Caracas, huérfano y desasistido, nunca acariciado; ha perdido el lustre de sus hojas, está poblado de ramas muertas y las pocas vivas, retorcidas y ateroscleróticas, invadidas por la tiña, que, aunque tiene el comportamiento de una epifita, produce muerte del tejido vegetal y se considera como parásita, y el guatepajarito, invasor que también parasita, aprovechándose para crecer de la fisiología y el metabolismo de la planta. Viejos carentes de defensa naturales impuestas por la edad y el abandono… ¿Les parece acaso parecido al viejo dejado de lado y solitario…?

Tal vez en algún momento tendremos que ser hospitalizados. En ese medio, la hora de la muerte puede ser determinada. Muy triste, pero algunas veces, la prolongación de la vida, aunque sea vegetativa, solo por prolongarla, se vuelve un fin en sí mismo, y nosotros los médicos en forma refleja y muchas veces inhumana, mantenemos medidas que pueden conservarla en forma artificial durante días o semanas. Tendría algún sentido si se tratara de un joven, todavía con una reserva orgánica conservada, un porvenir y con esperanzas de recuperación; no parece sabio hacerlo en un viejo que fue útil y fructífero en su momento y ahora cansado espera reposo, especialmente en aquél donde no haya razonable posibilidad de recuperación sin discapacidades. Debo confesar que me aterra sea mi caso, perdería lo poco que tengo, mi dignidad humana sería vulnerada y dejaría a mi esposa en una ruinosa viudez. Y es que, en este caso, la muerte deja de ser un fenómeno natural y necesario, para transformase en una pifia del sistema médico. En consecuencia, y eso constituye un cambio antipódico, la muerte ya no pertenece más al que va a morir ni a su familia: está organizada por una enmarañada burocracia que la trata como algo que le pertenece, y aunque forma parte de sus responsabilidades, las decisiones no burocráticas deben interferir con ella lo menos posible. El duelo también ha desaparecido como práctica, el crespón negro en el brazo; así, los funerales breves y la cremación se vuelven cada vez más frecuentes por razones de comprendida conveniencia.

Envejecer no es más que una costumbre que el hombre

 ocupado no tiene tiempo de adquirir.

André Maurois

 


 

 

 

  • El kayrós helénico

 

Kayrós es “el momento justo”, no es el tiempo cuantitativo sino el tiempo cualitativo de la ocasión, la experiencia del momento oportuno. Los pitagóricos lo llamaban la oportunidad. El kayrós hipocrático es el momento justo en el cual la enfermedad hace eclosión, ¿Por qué hoy? ¿Por qué no ayer? ¿Por qué no mañana?, y cuando aquella se manifiesta, no es posible rechazarla; cuando ha sucedido no es posible recrearla ni volverla a tener.

 

Habremos de enfermar porque la vida es el anverso de la medalla de la muerte y las enfermedades que nos acosarán –evidentes u ocultas- no serán otra cosa que aceleraciones en la inevitable carrera en pos del reino de las tinieblas. Entonces pensaremos en el pavoroso drama de la enfermedad que nos tocará en suerte, dependiente de nuestra genética tal vez modificada por la epigenética. La principal desgracia para un anciano será la soledad. La habitual ocurrencia será que las parejas no lleguen a viejos juntas; siempre alguien se va primero, con lo que se desequilibra todo el statu quo que sostenía a los componentes del par. En una relación estable, cuando es la mujer la que primero se va, el hombre saca la peor parte, su sistema inmunológico se autodestruirá pronto e intolerante al intenso dolor, el marido morirá prontamente. El viudo o viuda comienza a ser una carga para su familia. Por una parte, todo el mundo ciertamente está ocupado, por la otra, muchos amigos han muerto y no hay con quien compartir. Habrá también muchos sordos alrededor, pero no sordos del oído, simplemente sordos funcionales que no quieren saber de penas ni lamentos.