El complejo caso del paciente ¨AA¨

Arnobio Acaudalado Araujo estaba hecho un diablo de puro bravo. Tuve uno de esos retrasos que de tiempo en tiempo un médico no puede evitar… Los visitadores médicos me dicen que soy un ¨profesional secuestrable¨, me sorprendo creyendo que es porque suponen que tengo mucho dinero, pero no, se me adelantan para decirme que siempre llego por la misma puerta y a la misma hora tanto en el hospital como en mi consulta privada. La puntualidad atenta tantas veces contra nuestro oficio… Por otra parte, hay pacientes que necesitan más tiempo que otros, bien por la complejidad de su problema, bien por la carga de ansiedad que traen sobre sí y que es necesario buscarle un desahogo; bien, por lo enrevesado de su condición patológica que hasta podría matarlo…

Se encontraba muy irritado y como un león enjaulado copiaba sus propios pasos una y otra vez, de aquí para allá y de allá para acá mirando continuamente su Rolex de oro macizo, como si las agujas fueran a moverse al acelerado ritmo que imprimía su prisa interna, ¡Prisa para nada…! Sacó su agenda electrónica y miró las citas de la tarde. En apretada secuencia mostraba más compromisos que horas del día.

Era una tarde mansa y soleada, en la que el Cerro Ávila en todo su esplendor, paciente y sin prisas, se exponía magnificente al través del amplio ventanal de la sala de espera. El pulmón vegetal, ese colirio refrescante para la vista y la mente de quienes por milagro de la relajación podemos transportarnos hasta él y percibir el suave aroma de sus hierbas, sus eucaliptos y la pacífica brisa que desprende de la mente esas tendencias tanáticas, tan dañinas… El escape del tráfago con sus arroyos rumorosos en caída libre peñascos abajo, el canto melodioso de pájaros silvestres y la Cruz de los Palmeros brillando allá arriba para consuelo del alma apesadumbrada…

Pero él no parecía ver el espectáculo que se desplegaba a pocos metros de su pujo; para él, cual miope imaginario, todo parecía borroso, como fuera de foco, pues hacía mucho tiempo que se había desinteresado por las cosas sencillas y verdaderas, por las bellezas de su propio entorno. ¡No había tiempo para esas necedades! – ¨¿Cómo es posible que este doctor me haga esperar? ¿Quién se creerá que es? En esta necia espera he perdido cientos de miles de bolívares fuertes, euros, dólares, por eso prefiero los médicos de Miami. Van al grano de los exámenes complementarios sin hablar tanta pendejada con el paciente…¨.

No imaginaba lo que me esperaba… Traspasó lívido el umbral de mi puerta; una ira pobremente disimulada lo embargaba, no fijaba la mirada en mis ojos y parpadeaba con insólita rapidez secándose la frente perlina y tragándose su boca seca. Me reiteró con el verbo la prisa que su aspecto traslucía. En sucesión y para comenzar profirió varias pesadeces que sin éxito trató de adornar ante mi cara acostumbrada. Casi no podía creer que yo le tomara algunos datos de filiación, que, a su manera de ver, bien hubieran podido ser tomados por mi secretaria para ganar tiempo e ir al grano y de inmediato.

Olvidaba que en la consulta médica todo tiene un sentido, un significado: conocer al otro al tiempo que se activa el contrato médico-paciente que propende a la sanación, de paso descubrir cuáles son las áreas de reparo donde aquél pueda indagar y luego ir a buscar al malandrín en su madriguera. Todo lo que el médico hace o deja de hacer tiene al unísono, una connotación diagnóstica y terapéutica mostrando calma ante la prisa del otro, trasluciendo sosiego ante las más crudas revelaciones del semejante, procediendo despacio cuando la propia prisa interna parece obligarnos a ir más rápido, escuchando con paciencia la impaciencia del entrevistado. En fin, hacer las cosas como deben ser realizadas. Tú y yo solos en humana comunión, como si no hubiera otros esperando….

Colocó tres teléfonos celulares en sucesión sobre mi escritorio… ¡Mala señal! –pensé-; se echó hacia atrás en el asiento, muy bien vestido: flux azul de tenues rayitas blancas, camisa beige de listas azules verticales y cuello de blanco impoluto, corbata con pintas modernas y nudo breve, suave perfume, uñas pulidas y esmaltadas, relucientes zapatos negros de moticas. No pudo mantener por mucho tiempo esa posición, se tiró hacia adelante sentándose en el borde de la silla y se vino hacia mí para apoyar un codo sobre mi escritorio, cuando con la otra mano golpeaba rítmicamente la madera simulando una cadencia de galope a media rienda. Así era él, un caballo echado al galope de la vida con su facies tiesa, moviendo los músculos de su cara al tiempo que músculos atávicos hacía que sus orejas también se movieran cuando fruncía el ceño.

Entre otros, alto ejecutivo bancario por no decir uno de sus dueños, ¡fiel creyente del Time is Money !, querido dinero que tendría que dejar atrás o de lado ante la urgencia de una enfermedad o cuando fuera llamado a definitivo juicio. ¡Qué lástima! Nada podría llevarse, ni tampoco presenciar las peleas a cuchillo de su familia por una tajada más grande.

Continuamente competía conmigo aún en momentos en los que le ofrecía consejos sobre su salud, siempre quería ganar demostrándome que el cigarrillo a él no le hacía daño, que el sobrepeso le daba un aire de vencedor y que no tenía tiempo para esa bobada que llaman ejercicio. Interrumpía la conversación a cada rato con un ¡perdón!, para oírse él mismo sus palabras… y cuando hablaba daba la impresión de encontrarse a kilómetros de distancia, pensando tal vez más en las citas perdidas que en su propia salud.

  Por cierto, Arnobio era un muestrario de enfermedades: ateroesclerosis coronaria complicada de infarto acaecido durante una discusión entre altos ejecutivos[1], triglicéridos y colesterol malo elevados, el colesterol bueno, muy bajo, hígado graso, ácido úrico elevado e hipertensión arterial mal controlada, porque desafiante me dijo, ¨yo no siento nada¨. Sus acompañantes electrónicos, no invitados e imprudentes, símbolos del estatus, chillaban desconsiderados en diversos timbres y a la vez: ¨Llámame más tarde que estoy con el médico¨ -decía- ignorando el aviso apagar el celular a la entrada del despacho. ¡Aquel hombre, en su grandeza inventada, movía a piedad y lástima! Arriesgaba su salud, su hogar y los pequeños placeres de la vida por ganar más dinero, por ser un hombre exitoso. Al examinarle no quiso quitarse los pantalones, aún menos se dejó realizar un tacto rectal, su índice de masa corporal y su circunferencia abdominal, tan sencillos en su búsqueda como son, gritaban de un malestar corporal no sintomático; por ahora, los 9/10 de su iceberg somático estaban sumergidos, y allí precisamente se cocinaba una tragedia…

Al escribir mis notas mostró una suprema impaciencia: casi quería saltar sobre mí, ocupar mi asiento y acelerar mis dedos sobre el teclado… Cuando le cobré, sonriendo en forma sarcástica extrajo unos pocos billetes de un fajo que traía en su bolsillo y al estricote los zumbó sin ninguna cortesía sobre mi escritorio; ¨Eso es para mí una propina¨ –masculló-.

Primera, única y última consulta… No hubo feeling, no hubo química, no hubo conexión, estaba muy defendido; en fin, minutos frustrantes para ambos; él los olvidaría de inmediato; a mí me harían meditar sobre mí mismo y mi circunstancia, porque podemos y debemos aprender de los pacientes, con sus triunfos, penas y dolores…

[1] Por cierto, el eminente cirujano escocés, John Hunter (1728-1793) era sufriente de una angina de pecho y hombre de pocas pulgas y por cualquier cosa se sulfuraba. Acaecióle que durante una discusión entre colegas estalló en cólera, se desplomó y murió en brazos de uno de ellos. Por cierto, que su caso trajo a la luz la fuerte influencia de las emociones sobre el corazón…

Arnobio era un fiel ejemplo de lo que Friedman y Rosenman[1] (1959) describieron como Personalidad tipo A, caracterizada por una intensa y desmedida ambición, fuerte competitividad, preocupación constante por las fechas límites, orientación decididamente competitiva, impaciencia, urgencia de tiempo, ira y hostilidad. Aquellas otras personas que carecían de esas taras, se les llamó de Personalidad tipo B; pues bien, de acuerdo a su estudio, en el tipo A, la incidencia de enfermedad coronaria era siete veces mayor que en los del tipo B. Desde entonces han aparecido artículos conflictivos sobre esta personalidad y su relación con enfermedad coronaria.

  En 1981 un panel auspiciado por los Institutos Nacionales de Salud de USA[2] concluyeron que la personalidad tipo A constituía un factor de riesgo independiente, siendo de similar magnitud al correspondiente al tabaquismo, hipercolesterolemia o hipertensión arterial. En 1985 miembros del Multicenter Post-Infarction Research Group arguyeron que no había evidencia uniforme para sustentar la relación patógena de la personalidad tipo A o el efecto protector de la personalidad tipo B. La controversia creció en 1993 cuando Lachar[3] sugirió que el comportamiento propenso a enfermedad coronaria y el paciente tipo A, no eran sinónimos y no debían ser mirados como ¨orientados hacia el logro y considerados como trabajólicos (workaholic)¨; a la inversa, este tipo de comportamiento parecía incluir una reactividad fisiológica y emocional particular a situaciones desafiantes, especialmente aquellas que inducían a rabia, cinismo, desconfianza u hostilidad. En 1996, Denollet y cols.[4], introdujeron el tipo de personalidad tipo C como indicativo de fuerte factor de riesgo coronario y además relacionado con la eclosión de un cáncer al mostrar desesperanza, indefensión, sentimientos depresivos y respuesta al estrés con represión.

 Un nuevo tipo de personalidad denominada D, es aquella del paciente angustiado o ¨distressed¨, está marcada por las emociones negativas crónicas, el pesimismo y la inhibición social. Este perfil de personalidad se determina utilizando un cuestionario breve de 14 aspectos que mide la inhibición social y el estado global del ánimo. Los pacientes responden a frases como «soy una persona cerrada» y «me siento infeliz con frecuencia». Los investigadores descubrieron que los pacientes cardíacos Tipo D tienen tendencia a experimentar emociones negativas, a inhibir su expresión y un riesgo de muerte cuatro veces mayor  comparado con quien no la tiene y tres veces más de incidentes cardiovasculares como enfermedad arterial periférica, angioplastia o bypass, insuficiencia cardíaca, trasplante cardíaco, infarto del miocardio o muerte.

Asentaron, «Los pacientes Tipo D tienden a sufrir mayores niveles de ansiedad, irritación y estado depresivo en todas las situaciones y épocas y no comparten estas emociones con los otros por miedo a su desaprobación». Con independencia de los factores de riesgo médicos tradicionales, se halló que la personalidad Tipo D predice la mortalidad y la morbilidad en estos pacientes.

En 1999, Rozanski y cols.[5], revisaron en forma extensa el impacto de los factores psicológicos en la patogénesis de la enfermedad coronaria. Concluyeron que diversos estresores psicosociales mediaban la condición cardiovascular a través de un complejo de hiperactividad simpática que incrementaba la génesis de arritmias, actividad de procoagulantes además de favorecer una ateroesclerosis acelerada.

Por otra parte, Friedman y cols. ([6],[7]), sostuvieron que una modificación en estos rasgos de personalidad, podrían tener algún impacto en la recurrencia de un infarto. Sin embargo, en un editorial de The Lancet de 1981[8], se advierte que ¨realizar cambios sustanciales en pacientes con Personalidad tipo A, puede resultar en un descenso en su estatus personal, en el desempeño en el trabajo, en la estima de sus colegas y aún en el ingreso personal¨. Tal vez quiera todo esto decir que el tema aún necesita de alguna clarificación y que la personalidad tipo D ha desplazado al tipo A como factor dominante de riesgo para enfermedad coronaria.  

 

[1] Friedman M, Rosenman RH. Association of specific overt behavior pattern with blood and cardiovascular findings: Blood cholesterol level, blood clotting time, incidence of arcus senilis and clinical coronary artery disease. JAMA. 1959;169:1286-1296.

[2] Coronary-prone behavior and coronary heart disease: A critical review. The review panel on coronary-prone behavior and coronary heart disease. Circulation. 1981;63:1199-1215.

[3] Lachar BL. Coronary-prone behavior. Type A behavior revisited. Tex Heart Inst. 1993;20:143-151.

[4].  Denollet J, Sys SU, Stroobant N, Rombouts H, Cillebert TC, et al. Personality as independent predictor of longterm mortality in patients with coronary heart disease. Lancet. 1996;347:417-421.

[5]. Rozanski A, Blumenthal JA, Kaplan J. Impact of psychological factors on the pathogenesis of cardiovascular disease and implications for therapy. Circulation. 1999;99:2192-2217.

[6] Friedman M, Thorensen CE, Gill JJ, Powell LH, Ulmer D, Thompson L, et al. Alteration of type A behavior and reduction in cardiac recurrences in postmyocardial infarction patients. Am Heart J. 1984;108:237-248.

[7] Friedman M, Breal WS, Goodwin ML, Sparagon BJ, Ghandour G, Fleischmann N. Effect of type A behavioral counseling on frequency of episodes of silent myocardial ischemia in coronary patients. Am Hear J. 1996;132:933-937.

[8] Are we killing ourselves or not? Lancet. 1981; 2:669-670.

¿Y es que conocer toda esta gama de personalidades puede ayudar en la asistencia terapéutica de nuestros pacientes? La verdad es que como expresó el gran clínico francés Armand Trousseau (1801-1867), ¨No hay enfermedades, sólo enfermos¨, y que los modos de enfermar dependen de factores corporales, médicos, genéticos y epigenéticos, biopsicosociales y aunque a menudo se olvide o se niegue, del devenir patobiográficos de un sujeto en particular; por ello, aconsejo a mis alumnos elaborar sus historias clínicas teniendo en cuenta, además de los posibles hechos patológicos o intervenciones quirúrgicas, antecedentes familiares y personales patológicos, sus circunstancias personales. Buscar en detalles de la vida del enfermo las pistas que pudieran dar luces a la génesis de sus dolencias, premisa sin la cual no es posible conectarse con el enfermo tras la enfermedad y encontrar un tratamiento adecuado. En fin, adoptar una visión antropocéntrica de la medicina en la que todo gira en derredor del paciente y su circunstancia, una medicina personalizada que centra los diagnósticos y tratamientos en las particularidades biológicas, fisiológicas, metabólicas y patobiográficas de cada enfermo.

Ars médica y “horas nalga…”

“El mundo está lleno de cosas mágicas esperando pacientemente

 que nuestros sentidos crezcan”

― W.B. Yeats

En una sala de nuestro hospital, comenzábamos muy de mañana y a la usanza de nuestros maestros el consagrado ritual de la revista médica; no un ritual cualquiera, un ritual comprometido, trascendente y transformador, profundamente asentado en el core de la relación médico-paciente: oír, mirar y especialmente tocar “con manos perceptivas” como aconsejaba Lewis Thomas (1913-1993).

Haciendo un cerquillo alrededor de la cama del enfermo oyendo detalles de la historia de su enfermedad; luego, repreguntando más detalles nosotros mismos cuando ya desde lo lejos habíamos oteado en el lado derecho de su cuello y en la vena yugular que resaltaba distendida y lustrosa, una oleada vertical en vaivén que se extendía hasta, y elevaba el lóbulo de la oreja, indicativa de una insuficiencia de la válvula tricúspide: una onda V sistólica, positiva y gigante que contranatural cancelaba la suave depresión negativa del seno X normal.

Parecía propio de un arte de magia, mas no lo era; el examen clínico comenzaba así, con un vistazo al desgaire del enfermo total recogiendo aquí y allá pequeños datos casi inobservables pero muy significativos y en ocasiones –como en la presente-, de carácter diagnóstico.

O esa ptosis palpebral unilateral mínima, apenas perceptible en el ambiente iluminado de la sala en el paciente febricitante con un linfoma de Hodgkin y cuello proconsular y la casi invisible ausencia de sudoración ipsolateral, que invitaba a aproximarse y observar la miosis pupilar para diagnosticar una interferencia en la vía simpática preganglionar por un ganglio infiltrado, un pequeño gran signo a menudo soslayado.

 

 

O mirando, por ejemplo, la inadvertida detención de la respiración por algunos largos segundos, estando seguros de que vendrían en secuencia movimientos respiratorios de amplitud increscendo y hasta ruidosos al llegar al acmé, acompañados de algún movimiento sin objetivo alguno del paciente obnubilado y con un decrescendo hasta llegar nuevamente a la apnea. Observado en lejanía, todo este ciclo imprimía el sello de la respiración periódica descrita por John Cheyne y William Stokes en el siglo XIX y propia de la insuficiencia cardíaca, accidentes vasculares y contusiones cerebrales, en llegando al Memento postrero y aun en personas normales. Viene a mi memoria el caso de mi padre que en los últimos meses de la centena de su vida la mostraba ante mis ojos incrédulos cuando sentado el sueño le vencía… Al principio me inquietaba mucho y estuve tentado a despertarlo, luego lo interprete como el hastío de su bulbo raquídeo durante los estadios 1 y 2 del sueño no-REM cuando la ventilación se encontraba bajo control químico-metabólica. Le acompañó hasta el momento de su súbita muerte…

“El caos es simplemente orden esperando por ser descifrado”

― José Saramago, El Doble

Todos ellos eran signos recogidos desde los sentidos (Figura 1), con el aliciente de que habíamos aprendido a desplegarlos espontáneamente con inusitada precisión; eran el producto de años de intensa práctica, de intensa observación, de intenso estudio y siempre buscando la excelencia en la obtención de los hallazgos, pero además, siempre luchando contra la crítica destructiva de quienes consideraban que, como la experiencia clínica no podía mensurarse y mucho menos llevarse a un trazado o a una campana de Gauss, carecían de “rigor científico”, y debían condenarse al ostracismo y a su desaparición. El ataque venía desde la sofisticación de profesores y alumnos bien intencionados, y otros, de apostatas del arte, que no se percataban de que contribuían a la desaparición de una manera de ser y hacer, y a decretar la muerte de la clínica

Y fue así como ya nunca más los corrillos se hicieron en las salas de medicina interna alrededor de una cama con un paciente real yaciendo a lo largo y ancho de su dolor, con su objetividad y subjetividad real y lacerante, sino en algún cuartucho lejos del paciente, alrededor de una mesa donde ahora reposan orgullosos artilugios propios de la tecnología, computadores con imágenes radiológicas del paciente, iPads, tabletas electrónicas, mientras los alumnos “aprenden” mediante “seminarios” lo que sólo el íntimo contacto presta; todos conectados a la Internet, la máxima autoridad, la representación de la adoración del becerro de oro, el ícono de la nueva Diosa Tecnología ante cuya presencia todos nos inclinamos reverentes (Figura 2).

Su más reciente ejemplo proviene de los llamados Médicos Integrales Comunitarios que promueve el comunismo cubano cuando al saltarse a la torera el examen clínico y el contacto íntimo con el paciente pretenden realizar diagnósticos y aun acceder a especialidades. Pero todavía más grave y penoso es ver que sus defensores a ultranza provienen de las filas mismas de los que recibieron enseñanza tutorial a la cabecera del enfermo y traicionaron sus raíces y a su país…

Y no es que no me conmueva y maraville al mirar y admirar, al oír los sonidos y ver los colores de un ecoDoppler cardíaco, o al ver en iridiscente panoplia el colorido despliegue de las capas del ojo, básicamente de la retina, en una tomografía de coherencia óptica (OCT) que define en forma cada vez más real su histología y sus lesiones (Figura 3). O al ver el subyugante despliegue anatómico de una resonancia magnética cerebral aún atrayente sin conocer la anatomía cerebral ni dónde buscar cuando los hechos clínicos indican el locus donde se aposenta la enfermedad. Pero…, tantas veces se recurre a estos instrumentos creyendo que tienen un cerebro que diagnostica, desconociendo que carecen de él y que sin la adquisición de bases anatómicas y clínicas previas a su empleo, es muy probable que ocurran desaguisados y errores de diagnóstico y que la realidad se esconda ante los ojos impávidos de la ignorancia.

“Solo vemos aquello a lo que estamos entrenados para ver”

― Robert Anton Wilson, Las Mascaras de los Illuminati-

Muy poco sofisticada y hasta vulgar resultara tal vez para ustedes la designación de “horas nalga” (u ¨horas culo¨, como le designara el maestro Pedro Grases) que empleo ante mis alumnos para tratar de comunicar algo tan serio como el compromiso a ¨tiempo completo y a vida entera ¨al estudio y dedicación al trabajo con pacientes, sus temores y sus problemas para intentar llega a ser un buen clínico.

Ser un verdadero clínico no solamente requiere desear serlo, verdad de Perogrullo; es un camino largo e inacabable que muchos desean no transitar porque nuestros aparatos “lo han hecho innecesario”: más aún si lleno de abrojos –equívocos y confusiones-, terrones y pedregullales –tropiezos y rodillas sangrantes-, subidas escarpadas y agobiantes –aprender con dolor el arte de ser médico- y descensos abruptos –proclives al enredo, al apuro y al deseo de tomar atajos sin saber adónde conducen-.

No hay magia en el aprendizaje de la medicina aunque el nuevo aparataje tecnológico que parece simplificarlo todo así nos lo proclama, avanzando a un nivel que pretende borrar todo el bagaje aprendido a duras penas y con dolores de crecimiento y frustración desde los antiguos helenos y trasladado, ampliado y mejorado hasta nuestros días. En estos tiempos, gran compromiso y decisión hay que tener para aprenderla. En mi época no existían esos melosos impulsos representados por el instrumento de última generación, más impresionantes y cautivantes que los que mi ayer dejó atrás. Pero el médico cae en la trampa de amar lo objetivo, lo que puede medirse, lo que puede tocarse; lo subjetivo le angustia, le acongoja, le produce inusitada ansiedad, quizá porque teme encontrarse y colidir con su propio yo en el intento. Es un no quiero estrechar nuevas manos, solo quiero la frialdad del hecho impreso, visible, manoseable… y al paciente, mirarlo desde el frío de la distancia.

 

“Me he convertido en una suerte de máquina de observar hechos y sacar conclusiones”

Charles Darwin

 Todavía me causa impresión recordar como mi maestro de neurooftalmología, el doctor William F. Hoyt (1926- ), profesor emérito de la Universidad de California San Francisco, se sentaba en su humilde sala de examen con más espacio que instrumentos, en una simple silla verde de aluminio frente al paciente, no mediando un escritorio que diera la impresión de distancia o frialdad; a veces dando una suave palmadita en la rodilla de aquel, le decía con curiosidad, cortesía, y humilde y noble convencimiento,

Teach me…”. Como invitándose el mismo a meditar, a beber de la fuente de la verdad, ¿Quién más que tú puedes conocer lo que te inquieta, lo que te duele? –parecía decirle-.

 

Don Gregorio Marañón y Posadillo (1887-1960), el llamado Hipócrates español preguntaba: –“¿Cuál es el objeto que más ha hecho progresar la medicina?”, y sin dar tiempo a la respuesta, el mismo se respondía convencido: “La silla”, significando que quizá dos sillas, una para el médico y otra para el paciente, embarcados ambos en un ritual transformador ancestral, habían sido apenas necesarias. La primera para que el sanador desde su perspectiva de compromiso con la dignidad humana, se dejara enseñar por quien lleno de temores y miedos más conocía de su propia dolencia, dándole un alto al prejuicio de aquel e invitándole a mirar desprejuiciado donde nadie antes había reparado y que en la singular percepción adquirida se elevaba a un rango protagónico; y la otra, para que se sentara el enfermo e iniciara el relato del hombre como ser dolido, mostrando su totalidad: mucho más que elementos objetivos; tanto más aún de elementos subjetivos tantas veces ocultos en la hojarasca del relato; y más tarde, para que el médico permaneciera todavía sentado, asentando en su mente las enseñanzas recién aprendidas y dejando sentando en un papel sus búsquedas, rumiaciones y criterios acerca del problema en cuestión y adelantando la posible solución.

Durante esas largas horas sentado… durante esas largas y penosas “horas nalga…”, meditando frente a libros y revistas, frente a la pantalla del computador, frente a  mentiras y verdades, frente a sus propios antojos, el médico va fraguando su imaginario de enfermedades, va aumentado su muestrario de dolencias con sus síntomas y signos –algunos de esos escasos llamados patognomónicos, otros como signos rectores o cardinales, otros como signos-señales inconfundibles y más aún, otros más peligrosos como signos confundidores-, con sus señales inequívocas y aquellas otras, inusuales o frustras, aprendiendo el enrevesado y hasta inextricable lenguaje de la enfermedad, porque como hemos asentado una y otra vez, cada enfermedad tiene voz tiene un lenguaje propio que se expresa a través de las palabras del  paciente, únicas como único es él, lo que hace difícil interpretarlo porque el dolor tiene tantas voces como pacientes que las profieran; pero debe haber un sentimiento común que las traduce y aglutina y ese es el conocimiento y el deseo de ser empático para poder comprender, diagnosticar y ayudar.

En medio de un ambiente tan austero fueron descritas nuevas condiciones patológicas, nuevos signos físicos de enfermedad, nuevas maneras de observar la capa de fibras ópticas de la retina, sin más ayuda que una aguda observación y un adecuado empleo de los sentidos.

El paciente contemporáneo yace en “el aquí y el ahora”…, medio  desnudo y calado de frio, escaneado por un transductor tan frío como el que lo lleva en su mano, o por un tubo de rayos catódicos, esperando en lo íntimo de su ser, poder ser tocado por el médico, a quien en su fantasía atribuye como a los antiguos reyes, personajes sagrados, el don taumatúrgico de curar las enfermedades mediante la imposición de sus manos; para la frustración del dolido, el médico se encuentra escondido por allá, sin ninguna proximidad o intimidad con el cuerpo del paciente, interpretando los fríos tonos grises que sus máquinas le proporcionan y elaborando un informe estandarizado, muchas veces una plantilla prefabricada en ausencia de datos clínicos significativos y sin ninguna resonancia afectiva.

El superespecialista de hoy día ha sido atraído, él mismo, por un similar “canto de sirenas”… En la mitología, las sirenas se refugiaron en el estrecho de Mesina, donde atraían a los navegantes con su canto y los hacían enfrentarse a los terribles monstruos Escila y Caribdis. Las sirenas, trocadas en los artilugios tecnológicos del hogaño, atraen al médico al embelesarlo con su elaborado discurso de palabras agradables y convincentes, de imágenes extraordinarias y reales que esconden alguna seducción o engaño. ¿Para qué entonces comunicarse con el paciente; para que tocarlo, si ellas le dicen “todo”?

El “canto de sirenas” fue un atractivo irresistible que llevaba a la perdición de los marinos de antaño, y ahora en el hogaño, a la perdición de los médicos en su relación con los pacientes. Con suerte, el paciente será diagnosticado en su parte física; con bastante mala suerte, habrá sido abandonado en su parte emocional. No habrá sido curado, mucho menos sanado…

 

Elogio del bolero…

Cincuenta años no es nada…

A Graciela, de su

rendido admirador y amante

Rafael

 

  • ¨Aquí dio un gran suspiro Don Quijote, y dijo: -Yo no poder afirmar si la dulce mi enemiga gusta, o no, de que el mundo de que el mundo sepa que yo la sirvo; sólo sé decir, respondiendo a lo que con tanto comedimiento se me pide, que su nombre es Dulcinea; su patria, El Toboso, un lugar de la Mancha; su calidad, por lo menos ha de ser princesa, pues es reina y señora mía; su hermosura, sobrehumana pues en ella se vienen a ser verdaderos todos los imposibles y quiméricos atributos que los poetas dan a sus damas: que sus cabellos son de oro, su frente campos elíseos, sus cejas arcos del cielo, sus ojos soles, mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol su cuello, marfil sus manos, su blancura nieve, y las partes que a la vista humana encubrió la honestidad son tales, según yo pienso y entiendo, que solo la discreta consideración puede encarecerlas, y no compararlas¨. (Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, libro I, capítulo XIII, 1605-1615).

Hoy precisamente se cumplen 50 años de un juramento de amor, que es respeto, comprensión y cercanía. En la iglesia de San José en Valencia, la ciudad natal de ambos, el padre Joaquín Barreto, tío de Graciela nos dio la bendición y selló y nos dio visa ilimitada para que emprendiéramos la escarpada ruta de la vida. Íbamos apertrechados con brújula, astrolabio y sextante así que pudiéramos orientarnos y no perder el camino cuando los tiempos se hicieran oscuros y los vientos se convirtieran en huracán.

¨En la vida hay amores… Una tarde de boleros¨. Asistí con Graciela a este espectáculo organizado por César Miguel Rondón. Debo confesar que yo, siendo renuente a la distracción, asistí tres veces a este extraordinario show… Mientras disfrutábamos de aquella ristra de boleros interpretados por Betsaida Machado y Andrés Barrios sin desear que finalizaran, lágrimas de añoranza saltaban de mis ojos desprevenidos… Era un nuevo y renovado encuentro con el primer amor, ese que nunca se olvida; era el escarceo amoroso con la mujer que amé y que aún amo luego de cincuenta años…[1] Nos hemos sido fiel el uno al otro, compañeros, confidentes y amantes, pues fuimos hechos el uno para el otro. Recuerdo aquellos cambios de guardia de los sábados en el Hospital Vargas de Caracas para viajar a Valencia y estar junto a ella; recuerdo que siendo muy obsesivo en la preparación de las historias de mis pacientes y usaba tinta china para redactarlas y tintas de tres colores para resaltar hechos significativos de la historia o de los exámenes del paciente, el comentario de mi maestro al decir, ¨Esa novia de Muci debe estar resaltada con tres colores…¨. Nada qué reprocharle, tenía ella que ser la más vistosa, la más sobresaliente, la más celebrada, la más hermosa y la más querida…

[1] Ahora 53…

Cuando bailábamos un bolero, muy juntitos y apretados, sentíamos que el amor nos transportaba y así, bailando lentamente en una sola baldosa, nos elevábamos levitando haciendo abstracción de cuanto nos rodeaba; si bien es cierto que el tiempo aplaca esos hervores, todavía siento el mismo amor y respeto por ella que cuando la conocí; corrijo, debo decir mucho más…

Graciela, un ángel hecho mujer, me ha acompañado con decisión en cada acto de mi vida, confiadamente, activamente, sin pequeñas envidias, con admiración, ha estado a mi lado, y si alguna vez me asaltó el deseo de serle infiel, la sinceridad y entrega total de su amor hizo volar el deseo como brizna de paja en el viento, como el clavel del aire… Amorosa, discreta, orgullosa de mi compañía y yo de la de ella. Es la flor que me pongo en el ojal cuando me acompaña con el retintín alegre de su sonrisa y sus deliciosas salidas en la Academia Nacional de Medicina de Venezuela.

Hicimos un pacto de amor sin registro ni registrador que ya venía desde muy lejanos tiempos, como que ya seguramente nos conocíamos a lo largo de muchas vidas pasadas.

Hilos de plata fueron apareciendo al son de cha-cha-chás, boleros o merengues dominicanos mientras nuestros hijos crecían y nos ofrendaban sus propios hijos

Pasaron aquellos, los tiempos de la inseguridad en el amor del otro, de los celos, propios de al inmadurez pues qué más demostración de lealtad y cariño que 50 años bien vividos, de necesidad mutua, de soporte indeclinable, no hemos tenido que esconder nuestra felicidad, bien envidiado y amado.

La pasión fue tornándose en admiración, en necesidad de estar uno junto del otro y en compañía, pues hemos envejecido en el oficio de amantes… Es fina por las manos, ocurrente, emprendedora, luminosa en ideas que comparto y conspiro para que las lleve a cabo…

Era arisca como los sueños o desconfiada como las paraulatas, varios jóvenes habían tocado a su puerta y a todos, felizmente los rechazó; hasta se decía que nunca se casaría porque ningún muchacho le acomodaba y para librarse de ellos les hacía maldades, hasta azuzarle los perros de la casa y deleitarse viendo una camisa hecha jirones…

En la realidad nunca le fui infiel; en la fantasía muchas veces… Bueno, ella nunca lo ha visto así, pero sólo el pensar en el daño que le haría una traición, ha enfriado mis ímpetus. Siempre ha pensado que mi biblioteca, mis libros y mi trabajo profesional compiten por su amor, así que con la chispa y el humor que la tipifica y que siempre la ha acompañado, decidió que yo sí tenía una querida demostrable y palpable: mi biblioteca a la cual hasta con afecto llama, ¨simva¨ [sic]-¨sin vagina¨-.

«Para lograr todo el valor de una alegría has de tener

con quien repetirla».

Mark Twain (1835-1910)

Bueno, no tendremos la clásica foto en un sofá, gordos, un poco idos y muy arrugados, rodeados de hijos y nietos ausentes, pero no seremos el único caso en estos menesteres, nos unimos solos, la vida así lo quiso, y es probable que también nos vayamos solos, pero juntos para siempre…

 

Elogio del arte de recetar… Un disparo a la vez y en el blanco…

La polifarmacia, prescripción o administración de muchas drogas a la vez, es un mal milenario de la medicina, presente y creciente a lo largo de los siglos, y manifestación del cientificismo médico. Sus peligros espeluznan y como los estertores del edema agudo del pulmón –grado superlativo de la insuficiencia cardíaca-, van aumentando en marea ascendente a medida que crece la complejidad en las moléculas químicas de las drogas que utilizamos. Es parte de la llamada ¨terapéutica agresiva¨, de la ¨terapia de choque¨, estremecedor nombre por la cual uno imagina al paciente siendo atropellado por un camión cargado de plomo.

El empleo inmoderado de innumerables drogas al mismo tiempo, la disparatada exageración de las dosis empleadas o el ligero uso de los llamados remedios heroicos, la abusiva indicación y ejecución excesiva de intervenciones quirúrgicas de todo pelaje, constituyen un feo lunar en la esbelta figura de la medicina. Solón de Atenas (640 a. C.-559 a. C.),  acuñó la máxima ¨Nada en exceso, todo con medida¨, para guiar el comportamiento práctico de los hombres y en nuestra época como nunca, es aplicable a los médicos y a sus tratamientos.

Conociendo hoy más que nunca la fisiología y las bases de la terapéutica, esta última sigue siendo anti fisiológica o se apoya sobre la base de teorías pseudo terapéuticas, inaplicables a la especie humana.

Benito Jerónimo Feijóo y Montenegro, o a secas, el Padre Feijóo (1676-1764), monje benedictino que constituyó la figura más destacada de la primera ilustración española, fue un ensayista y polígrafo español y gran representante del criticismo español de la primera mitad del siglo XVIII.  En muchos pasajes de su extensa obra escrita alzó su autorizada voz, llena de secular ascendiente, para condenar la insensatez terapéutica que incontenible, ya medraba por aquellos tiempos. ¨Infame práctica¨ llamaba el cura a la polifarmacia de su tiempo, adjetivo que hoy retrata esos recargados récipes de médicos de pluma fácil, que todos los días vemos donde se combina la aspirina con las milagrosas estatinas, antihipertensivos en dos dosis diarias, betabloqueantes, analgésicos, anticoagulantes, antiagregantes plaquetarios y por supuesto, un antiinflamatorio, sin pensar mucho en los velados efectos secundarios e interacciones medicamentosas que crean nuevos síntomas, a veces alarmantes, que son ¨combatidos¨… con nuevas prescripciones. El insigne fraile añadía que, ¨en el amplísimo almagacen de los remedios médicos, apenas pasan de tres o cuatro que se pueden llamar ciertos, quedando todos los demás en la línea de probables o dudosos¨.

Suscribimos el criterio del genial Feijóo y con su permiso aumentaríamos a quince o veinte la lista de nuestros remedios ciertos para recetar de uno en uno, dejando la bazofia y los tósigos para que otros las receten.

Con sobrada razón, el sabio doctor Enrique Tejera Guevara (1889-1980), de legendaria lengua cáustica y primer titular del recién creado Ministerio de Sanidad y Asistencia Social en 1936, decía a los médicos recién graduados: ¨¡Doctor, empadrone su título…!¨, haciendo alusión comparativa al registro o empadronamiento ante la autoridad de armas como fusiles o escopetas con el poder de un flamante título de médico cirujano, dispuesto, aceitado y pulido para escribir recetas y hacer desafueros terapéuticos.

Y es que los medicamentos y la indicación de exámenes complementarios, deben ser empleados como disparar con un rifle, un solo tiro y en el blanco… y nunca como una escopeta 16 con cartuchos de cien guáimaros: la llamada ¨terapéutica de escopetazo¨.

No hace nada, en el siglo XVIII, el cuerno del mítico del unicornio, las deyecciones de palomas, la piedra de bezoar, los testículos de un mono, la soga de un ahorcado y un largo etcétera de altísimos costes, en virtud de postulados teóricos que hoy consideramos ridículos, eran el grito de la moda terapéutica. ¿Cuántos de ellos aún forman parte del ¨arsenal o armamentario terapéutico¨ del médico moderno?, ¿Y que es un arsenal? En su segunda acepción la RAE nos dice: ¨Depósito o almacén de armas y otros efectos de guerra¨. ¿Guerra? ¿Guerra contra quien…? Pues contra la desapercibida integridad del ser humano enfermo.

Y es que muchos médicos suponen todavía que curar a los enfermos es aplastar la enfermedad –y al paciente con ella- con torrentes de drogas dirigidas a cada uno de los síntomas parcelados por cada especialista que mete la mano en su caldo, que a resultas, pondrán morado… Es la medicina sintomática, una queja= una pastilla, dos quejas=dos pastillas  y así, cerca de 10 o 15 para liquidarlos a todos… Ilusiones, vanidad de vanidades, voy al paso de la actualización del conocimiento -se dirán-…

Ojalá cada una de esas drogas sirviera con eficiencia al fin que se pretende. Muchas veces el paciente lo que quiere y desea es una explicación sencilla acerca de lo que sufre, no sufre o cree sufrir, y con mucho, esa puede ser la única medicina que en forma de palabras le prescribamos, pues lo más importante es mantener la moral de los pacientes, y una buena moral es casi siempre la mejor terapéutica y a veces la única que nos es dable recetar. Algunas enfermedades no sólo no deben ser eliminadas sino que lo científico y especialmente prudente es respetarlas. Son respuestas de defensa de un organismo débil que sólo a la sombra bondadosa del samán que acoge al paciente, puede subsistir. Un cierto grado, un poquito de enfermedad es a veces, el único modo de prolongar la vida. Un error por demás pernicioso es considerar que el mejor médico es aquel que receta en demasía frente aquel otro que es prudente y parco en la prescripción. Con este falso supuesto el enfermo busca al médico recetador, que en palabras de Feijóo es ¨un homicida costoso¨.

 

¨Mujer enferma, mujer eterna¨.

 

Las personas enfermas suelen vivir muchos años; brota de mi memoria el caso de una enferma mía que llevé a cuestas por cerca de veinticinco años; cultivaba con esmero los pequeños males que la afligían sin darse cuenta que con ellos se vacunaba de los peligros de la gran enfermedad. Cuidadosamente anotadas llevaba sus quejas y aflicciones; pero no era suficientes, luego recordaba otras que habían escapado a su reláfica. Sus síntomas se sucedían uno tras del otro mientras ella los mimaba y a menudo me recriminaba lo vano de mis remedios; sin embargo, continuaba yendo a mi consulta y yo sabía que ella sabía que no quería que se los quitara… La mayoría de ellos eran de la esfera digestiva: todo le hacía daño y nada podía comer, se llenaba de gases, se le distendía el abdomen, percibía un sabor amargo en la boca, expulsaba flatos y eructos que con desparpajo me echaba en cara y diarrea o constipación que guardaba para su casa. Pesaba 45 kilos, la bola de Bichat había desaparecido de los malares de su rostro y podían contarse sus costillas y hasta los orificios del sacro. En mala hora desarrolló una demencia de Alzheimer. Olvidaba que había comido y a cada rato pedía se le alimentara, nada ahora le hacía daño y llegó a pesar 78 kilos… El sufrimiento hipocondríaco había sido aniquilado por la desmemoria y ya no se acordaba de sufrir. Pero la Parca inclemente a la final se la llevó en medio de una caritativa neumonía.  Pero en la acera del frente existe ese otro, el hombre no aprensivo, el que siempre se jacta de su buena salud, el que hace del cuido su blasón, el que muestra una patografía limpia y un cuerpo de perfil olímpico… y el día menos pensado, le asalta un mal para el cual no está aguerrido y cae desportillado por la furia de un Tánatos hasta entonces acuclillado… Cuadra en él, el famoso dicho que me repito a diario, ¨La salud es un estado transitorio que no conduce a nada bueno… ¡Por ello es que no es fácil ser médico de seres humanos…!

La máquina de propaganda de la formidable industria farmacéutica moderna induce furia agresiva en algunos sectores de las nuevas generaciones médicas a realizar alianzas con el equívoco, al presentar sus productos con la garantía de la ilustre Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA), una agencia del Departamento de Salud y Servicios Humanos de los Estados Unidos, responsable de proteger y promover la salud pública a través de la regulación, supervisión de todo lo concerniente a la salud. ¡Santa palabra si ellos le dan su aprobación…! De gravedad no siempre paralela a su sabiduría, con la aceptación de un producto la Administración ejerce sobre el público y nosotros los médicos de buena fe el mismo poder mágico que los jeroglíficos, ritos y el batir de maracas ejercían sobre las mentes primitivas. Bien sabemos que en muchos casos resultarán drogas inoperantes, fallidas, peligrosas o simples placebos costosos, cuya acción se reduce a la no despreciable influencia que puedan ejercer por la vía de la sugestión. La lección de la talidomida, nunca fue aprendida…

Dale Console (1960), anterior director médico de la enorme e influyente Corporación Laboratorios Squibb asentó:

 

¨La industria farmacéutica es la única en

la que es posible hacer que la explotación

 parezca un noble propósito¨.

Thomas S. Bodenheimer escribió, ¨Se estima que 130.000 personas mueren cada año en los EEUU por reacciones adversas a los medicamentos (Silverman y Lee, 1974:264). El 60 % de dichas medicaciones son enteramente innecesarias (Burack, 1970:49). En las naciones pobres del mundo, un millón de niños mueren cada año por desnutrición e infección causadas por el reemplazo de la lactancia materna por fórmulas infantiles comerciales (Newsweek, 1981). Los médicos de todo el mundo prescriben medicamentos con nombres comerciales que cuestan a los pacientes de 3 a 30 veces más que las drogas genéricas idénticas (Silverman y Lee, 1974:334). Ciertas drogas que no ofrecen seguridad y, prohibidas o limitadas en los EEUU son vendidas indiscriminadamente en los países subdesarrollados (Silverman et al. 1982) ¨. (Bodenheimer TS: La industria farmacéutica internacional y la salud de la población mundial. Cuadernos Médico Sociales nº 24 – junio de 1983).

 

En el pasado, se consideraba hasta normal que el médico ni viese al enfermo –equivaldría hoy día a la consulta telefónica, tantas veces suficiente-. Lo suyo era fundamentalmente saber y decidir. La percepción directa del enfermo no se tomaba en cuenta – ¿Qué piensa usted que le enfermó?-; no se consideraba que aportase nada decisivo para su curación, así que su fe no nacía de la visión del médico, sino del conocimiento de su dedicación al oficio. Pero donde se centraba finalmente toda la fe del enfermo, era en la medicina. La principal actividad del médico no era entonces visitar ni cuidar enfermos, sino «crear» para ellos las medicinas adecuadas. Era dar con la «fórmula magistral» o medicación  destinada a un paciente en específico, donde se combinaban diversos constituyentes, que debían ser elaboradas por el farmacéutico o bajo su dirección, de acuerdo a la indicación del médico, y donde se ensamblaban expresamente las sustancias medicinales que se escribían, según las normas técnicas y científicas del arte farmacéutico combinando el mortero, el pilón y la balanza. El maestro Gabriel Trómpiz Graterol (1907-1985) era convencido partidario del arte de la fórmula magistral: ¨Tome un recetario y escriba doctor -nos decía- … esto, esto y esto, tantos gramos o granos, mézclese para un sello o cápsula de… y rotúlese con fórmula…¨. El ¨patentado¨ dio una puñalada trapera a la ¨fórmula magistral¨ y solo por ocasión se encuentra una farmacia dispuesta a elaborar estos complicados experimentos; así, que los cobran a precios de oro.

Otro punto álgido es el de la receta ininteligible, esa que sólo un experimentado farmacéutico -se supone-, puede interpretar o traducir, esa que se presta al equívoco y al daño iatrogénetico,  esa que es bandera del médico prepotente, desconsiderado e irrespetuoso y del paciente que lo tolera. Con la receta computarizada, parte del desmán parece haberse solucionado, pero aún pterodáctilos trasnochados cruzan el firmamento de la receta médica sin que ellos mismos entiendan su escritura cuneiforme.

Hemos abandonado la tercera oreja que escucha, el consejo o la sugerencia en pos de la mítica receta sintomática que nos lleva menos tiempo en elaborar e ilusoriamente parece resolver problemas de comunicación y el olvido de las enseñanzas de los viejos maestros, cuya lección fue la recomendación de prudencia al ¨desenvainar¨ la pluma fuente y ahora el bolígrafo. Pero además, el efecto impactante y seductor de una farmacia o automercado de medicamentos bien dispuesta, con anaqueles llenos de promesas de salud en cajas atractivas y multicolores que nos inducen al consumismo exagerado y así, usted ve las personas leyendo las cajas policromadas y llevándoselas cuan si fueran muy preciados bienes o chocolates El Rey. Y existen además, aquellos que tienen ¨la suerte¨ de que también se las traigan del país mítico del Norte porque no creen en las elaboradas en el país; de nuevo, el magnetismo del nuevo medicamento que todos queremos recetar y que los pacientes quieren tomar…

  • Y enviándome esta reláfica, mi tía María Burelli quiere ahondar en detalles acerca de la suerte de su tío Pancho, sujeto desprevenido y pasto de la receta fácil, castrado al final de sus días por una conjura familiar:

«Mi tío Pancho se encontraba bien de salud, hasta que su mujer, mi tía Betty, a instancias de su amiga Paty, le dijo:

– ¨Pancho, vas a cumplir 68 años, es hora de que te hagas una revisión médica¨ -¨¿Y para qué? –contestó el desde ese momento desdichado- si me siento muy bien¨.
-Porque la prevención es la primera medicina y debe hacerse ahora, cuando todavía te sientes joven-, contestó mi tía.
Por eso mi tío Pancho, empujado por las circunstancias, fue a consultar al médico.
El médico, con envidiable buen criterio, le mandó hacer exámenes y análisis de todo. Un tentar al demonio…
A los quince días el doctor le dijo que estaba bastante bien, pero que había algunos valores en los estudios fuera de rango que había que mejorar. Entonces le recetó atorvastatina para el colesterol, losartán potásico para el corazón y la hipertensión, metformina para prevenir la diabetes, un polivitamínico ¨para aumentar las defensas¨, amlodipino para la tensión y desloratadina para la alergia.
Como los medicamentos eran muchos y había que proteger el estómago, le indicó omeprazol y un diurético para los edemas producidos por el amlodipino.
Mi tío Pancho, fue a la farmacia y gastó una parte importante de su jubilación. Al tiempo, como no lograba recordar si las pastillas verdes para la alergia las debía tomar antes o después de las cápsulas para el estómago, y si las amarillas para el corazón, iban durante o al terminar las comidas, volvió al médico…
Este, luego de hacerle un pequeño cronograma con las ingestas, lo notó un poco tenso y algo contracturado, por lo que le agregó  alprazolam y zolpidem para dormir.
Paradójica y sorprendentemente, mi tío, en lugar de estar mejor, se lo notaba cada día peor.
Tenía todos los remedios en un closet de la cocina destinado ad hoc y casi no salía de su casa, porque reloj en mano no pasaba momento del día en que no tuviera que tomar una pastilla.
Tan mala suerte tuvo mi tío Pancho, que a los pocos días se resfrió y mi tía como siempre, lo hizo acostar, pero esta vez, además del tilo, canela y el limón con miel, llamó al médico.
Presto, este le dijo que no era nada, pero le recetó Tapsín día y noche y Sanigrip con  efedrina. Como le dio taquicardia le agregó atenolol y un antibiótico, amoxicilina de 1 gr cada 12 horas por 10 días. Le salieron hongos en la boca y herpes en los labios por lo que con muy buen criterio indicó, fluconazol y aciclovir.
Para colmo, mi tío Pancho se puso a leer los prospectos de todos los medicamentos que tomaba y así se enteró de las contraindicaciones, las advertencias, las precauciones, las reacciones adversas, los efectos colaterales y las interacciones farmacológicas. Lo que leía eran cosas terribles.  No sólo podía morir, sino que además podía tener arritmias ventriculares, anormal sangrado, náuseas, hipertensión, insuficiencia renal, parálisis, cólicos  abdominales, alteraciones mentales y otro montón de cosas espantosas…
Asustadísimo, llamó al médico, quien al verlo le dijo que no tenía que hacer caso de esas cosas porque los laboratorios las ponían por ponerlas.
-Tranquilo, Don Pancho, -no se excite- le dijo el médico, mientras le hacía una nueva receta con clonazepam 2 mg para la ansiedad con un antidepresivo, sertralina de 100 mg. Y como le dolían las articulaciones, de pasada le prescribió diclofenaco sódico 50 mg dos veces al día.
En ese tiempo, cada vez que mi tío cobraba la jubilación, iba a la farmacia. Esto lo hacía poner muy mal, razón por la cual el médico le recetaba nuevos e ingeniosos medicamentos de su ¨armamentario¨ personal, siempre tan nutrido…
Llegó un momento en que al pobre de mi tío Pancho las horas del día no le alcanzaban para tomar todas las pastillas, por lo cual ya no dormía, pese a las cápsulas para el insomnio que le habían recetado, no hacía pupú, pipí ni pipú.
Tan mal se había puesto, que un día,  tal como habían prenunciado los efectos secundarios y cumpliéndose los vaticinios de los prospectos, se murió de muerte natural, según escribió el facultativo en su certificado de defunción…
Al entierro fueron todos, pero los que más lloraban eran los farmacéuticos y dependientes de Locatel y Farmahorro.
Aún hoy, mi tía asegura que menos mal que lo mandó al médico a tiempo, porque si no, seguro que se hubiese muerto antes…»

Este editorial electrónico está dedicado a todas mis amistades y a mis lectores, ya sean médicos, alumnos o pacientes sufrientes de la ¨infame práctica¨, como llamaba el Padre Feijóo a la polifarmacia, y a sus prescriptores, ¨homicidas costosos¨ como también los señaló el sesudo fraile…

¡Ah!, por ventura, si no hubiera tomado nada y hubiese seguido con su régimen naturista con: pollo sin piel, pavo, lechugas, aceite de oliva, frutas, verduras de todos colores, nada de sal y nada de azúcar, con una copita de vino tinto y haciendo una caminata vigorosa diaria estaría vivito y coleando…