¡Ah malhaya!, ¿por qué enferman los niños…?

Me parece oír a mi mamá y su frecuente ¡Ah malhaya…!, un resabio de su tan lejano y cercano llano a la vez, de aquel medio inhóspito para los naturales y más aún para los citadinos, donde había nacido y se había criado en medio de enfermedades de la carencia y la desnudez, de las lombrices y el frío palúdico con su castañear de dientes, matizado todo aquello de dolorosísimos duelos tempranos. Su madre, en sus frescos 28 años y su padre cursando los 36 habían fallecido en medio de quintas de tos teñidas de sangre rutilante, y por ello, el término hemoptisis no era ajeno a su vocabulario; una tuberculosis de reinfección, tan frecuente en esa Venezuela atrasada y menguada, le vio irse a su taita rodeado de sus pequeños hijos, bendiciéndolos y delegando en mi madre de apenas 12 años, su hija mayor, la responsabilidad del cuidado de sus hermanitos:

Era así como ella con ojos humedecidos por la herida otra vez abierta, repetía el cierto estribillo llanero que así rezaba, ¨¡El ajito muere cagando y el tuberculoso hablando!¨ Y era la pura verdad, sabrá Dios por qué el tísico conserva su lucidez hasta que acaece su último suspiro… Imaginaba el dolor de aquellos 5 niños, apenas iniciada su vida, atisbando ya inocentes los negros nubarrones que sobre ellos se cernían. Pero todos resistieron el embate del Minotauro moderno, como llamara el gran Razetti a aquel microbio comedor de gentes que es el bacilo tuberculoso; y así, todos crecieron y no corrieron igual suerte. Por ello, creo que desde siempre me atrajo el interés sincero por los niños desprotegidos; pero una cosa era la atracción por ellos y la otra convertirme en el médico de esas criaturitas…

Así, que muy pronto supe que yo no sería pediatra… Total, el amor de mi vida era la medicina interna, esa que unos desgraciados por allí la definen con esa desmesura de que los internistas diagnostican muy bien pero que no curan a nadie… Los niños son para acariciarlos y amarlos, para jugar con ellos y entenderlos, y ¿por qué no?, también para reprenderlos y guiarlos por buen camino, dejar su tierra arada esperando por la simiente para que la buena semilla germine y sean hombres y mujeres de provecho. Pero mi renuncia en atender niños estuvo en mi viciada percepción de que no debía haber o hacer nada que pudiera dañarlos, aún sin querer.

Hasta sexto año de medicina no había estado en contacto con sus cuerpitos enfermos. Nada de puericultura para entender y atender al niño sano… lo nuestro fue zamparnos de una vez en las salas de medicina del Hospital de Niños José Manuel de los Ríos, y mi destino, el servicio del doctor Armando Sucre, hombre sapiente, amable y humilde, todo un caballero y un padre bonachón para aquella trulla de muchachitos enfermos –y bien enfermitos que estaban-, donde su ciencia sanaba sus cuerpecitos y su trato humanitario sus almas impolutas rasgadas por la aflicción. Su sólida preparación y dedicación eran poderoso imán que me atraía. De inmediato sentí una gran admiración por él que me hacía luchar para que no se transformara en emulación que me condujera, ¿por qué no?, a ser pediatra.

Total, yo no me había comprometido con la medicina interna, no había hecho un juramento de eterno amor, ni había cruzado aros con ella, de forma tal –pensaba- que no sería una deslealtad la mía cambiar de amor. Y así fueron transcurriendo los días y yo cada vez más enamorado al ver esos niños hinchados con kwashiorkor, una forma agudísima de malnutrición proteica donde abundaba el edema o encharcamiento de agua en los tejidos, la irritabilidad expresada en llanto monótono, inacabable y penetrante, la inapetencia en medio de las ganas de comer, la piel llena de mataduras y el hígado grandote y lleno de grasa. Ver como poco a poco aquellos niños, con esmerados cuidados y comida balanceada volvían una vez más a la vida, una gratificación inenarrable… Pero por infortunio, de nuevo volver a su medio escaso donde se repetía el mismo círculo vicioso de que nos hablara el doctor Hernán Méndez Castellano (1915-2003), adalid de la nutrición infantil…

Todo iba muy bien y parecía que mi infidelidad iba ganando terreno… Como reza el tango de Alfredo Le Pera ¨Amores de estudiante flores de un día son, hoy un juramento mañana una traición…¨. ¡Humm…! como que me haría pediatra… El doctor Sucre sentía especial afecto hacia mi dedicación al estudio y hacia las respuestas que enteradas y precisas a sus preguntas. Ello estimulaba aún más mi deslealtad…

Sin embargo, no largo en el camino de mi perfidia, vino el día del descubrimiento de mi intolerancia hacia el dolor de un niño; un terrible dolor con el cual no podía menos que identificarme y con el cual no pude ni podría después transigir… Lo trajo de la mano una indiecita piaroa de apenas 5 añitos. ¡Perdón!, No recuerdo su complicado nombre pues no entendía el lenguaje monótono con que su madre solícita le sobaba con manos encallecidas pero amorosas… Sentadita en su cuna respiraba con dificultad, grandes y vehementes sus ojos, una cara redondita con expresión de lejanía que parecía escrudiñar el extraño ambiente que le envolvía sin inmutarse; su facies era trasunto de un profundo sufrimiento que no dejaba cabida para el lamento; la palabrería, las expresiones y los gestos de aquellos desconocidos ni la impresionaban tan concentrada en el dolor somático que llenaba su abdomen como estaba. No parecía caber en ella un lamento, una queja ni un jipido… Su barriga resaltaba prominente y lombricienta, pero realmente era la expresión de un hígado y su compañero, el bazo, enormemente aumentados de tamaño, que tanto habían crecido que no habían dejado espacio para el domicilio de ninguna otra víscera, y que parecían querer salirse por el maruto o protuberante ombligo. Vino al mundo con una condición congénita: La vena porta, el aliviadero que lleva la sangre al hígado había desarrollado septos o tabiques en su interior y la sangre no pasaba, se remansaba a presión.

Pero no había manera de saberlo, su condición no permitía exámenes cruentos y no existían para la fecha medios incruentos como el ecosonograma, así que se suponía que la responsable era una cavernomatosis de la porta, consecuencia de la obstrucción de pequeños vasos por coágulos o trombos, y como resultado, la presión portal se había elevado a niveles inenarrables, así que un delta de venas distendidas, caños de agua como los de su patria, tratando de sortear la obstrucción, se dibujaban en el afuera en su abdomen como una ¨cabeza de medusa¨, pero en el adentro también lo habían hecho hacia la luz del estómago y del esófago, y cual lombrices hartadas de sangre, las temibles várices esofágicas, presagiaban una rotura inminente al no resistir sus delgadas paredes el régimen de presión en ellas reinante.

Y fue así como un malhadado día ocurrió la hecatombe tantas veces anunciada… Mientras pasábamos revista, ocurrió el sangrado. Un vómito de sangre abundoso fue seguido de otro y de otro…

En aquella época de flacuchenta tecnología, el doctor Sucre nos dijo,

-¨¡Hay que pasar con urgencia una sonda de Sengstaken-Blakemore para taponar la brecha…!¨. Una sonda con tres luces, una para el lavado gástrico y, las otras dos restantes, comunicadas con dos balones, una para el estómago y otra para el esófago, que al inflarlos con la pera de un tensiómetro, escachapaban las venas distendidas y detenían el sangrado. En su caso, para evitar las náuseas y más vómitos había que introducir aquel monstruo por la nariz… Nadie sabía cómo hacerlo; nadie tenía experiencia… Cuando el Maestro Sucre preguntó si alguien había pasado una sonda de este tipo, yo me ofrecí voluntariamente diciendo que lo había hecho en tres ocasiones, pero en adultos, es más, llevaba una en mi maletín que había adquirido en la Casa Colimodio, pues cuando este accidente ocurría en el Hospital Vargas de Caracas durante las noches de guardia, la central de suministros estaba cerrada.

Ante la urgencia y con suprema humildad, él me incitó a tomar la decisión y delegó en mis manos el procedimiento, y así comenzó el martirio de la niña: Primero no podía sedarse porque su pobre función hepática y el riesgo de mucha toxicidad no lo aconsejaban, y segundo, la introducción, penosa como fue, no fue posible por la boca, y todavía más terrible a través de una narina estrecha; luego venciendo las náuseas y la sangre que salía a borbotones por la boca y la nariz, y en medio de tos defensiva por la sangre que intentaba irse a la tráquea y los pulmones. Sorteando muchos obstáculos la pasé, la inflé, la fijé y todavía siento en mi nariz el acre olor de s

u sangre inocente y en mi corazón, un sentimiento de culpa espantoso por aquella tortura que fuera inútil.

Al día siguiente muy temprano fui a verla, había fallecido durante la noche; nadie le había dado la salida, se había ido  contenta y sin despedirse, directo a la cima del Autana donde reina Wahari, señor del cielo, de las montañas y de la tierra, creador de muchos de los animales terrestres y de su tribu ancestral, los Wóthuha o piaroas; allí fue acogida con dulzura y remendado su cuerpecito con aceites y perfumes de la selva. Una enorme hematemesis –vómito de sangre- nos la arrebató a su madre y a los médicos y bachilleres. No atiné a decir nada, no pude responder las preguntas en la revista médica que continuó ese día como si nada hubiera ocurrido; seguíamos como siempre, rígidos y conchudos por la costumbre, emulando a la rueda del tiempo que tampoco se detuvo un segundo en señal de pesar…

Así murió la indiecita sin conocer más de la vida que miseria y sufrimiento. Allí finalizó mi coqueteo con la pediatría, esa que mal conocí, que en mi distorsionada percepción no se ocupaba del niño sano sino del hendido por la furia del incomprendido sino… La pediatría es una especialidad por demás gratificante y es por ello que es tan difícil como traumático ver a un niño con una enfermedad fatal. ¿Por qué Dios o el destino les juega esa mala pasada a los niños habiendo tanta gente mala por ahí…?

Asienta Laín Entralgo que ¨la enfermedad, ante todo, es un modo de vivir¨, pero no fue así para mi indiecita; la enfermedad le tenía reservado un cruel destino. Aun siendo tan pequeña pude ver en sus negros ojos la amenaza, el riesgo de morir, ese temor ancestral con el que nacemos y vivimos. No hubo para ella esa ¨muerte biográfica¨ donde nuestros proyectos de vida son amenazados o truncados por alguna enfermedad inclemente al tiempo que presenciamos nuestro derrumbe; era simplemente para ella, la ¨muerte biológica¨, pura y simple, sin pasar por esa otra de sueños y realidades, futuro y realizaciones, días malos y otros buenos…

La teología cristiana afirma que la enfermabilidad del hombre es consecuencia del castigo que el pecado original arrojó sin aviso y sin protesto contra la humanidad; esa vulneratio naturabilis que en el ser humano la falta primigenia produjo… Tenía yo que rebelarme; ya de sí, los de su raza no eran considerados humanos por otros humanos, y los invasores de sus tierras ancestrales los cazaban como animales de presa… ¿por qué pagar ella esas cuentas que a otros pertenecían…? La verdad es que no quisiera meterme en los dominios de la teología, la metafísica o de la filosofía, pues ni idea de ellas tengo … Sólo sé que aquí cargo todavía un costal de piedras adherido a mi corazón, un tarugo atascado en mi garganta, mantengo vívida su carita de dolor y mi cara reflejada en sus pupilas mientras inútilmente le violentaba sus fosas nasales con una sonda…

Todavía resuena en mis oídos el ¨Dejad que los niños se acerquen a mí, no se lo impidáis; de los que son como ellos es el Reino de Dios. Os lo aseguro, el que no acepte el reino de Dios como un niño, no entrará en él¨ -Mateo 19,13-15-

rafaelmuci@gmail.com

Elogio de los niños de la calle… archipetaquiremandefuá.

Hoy me dio por amanecer triste sin saber, o, por qué no decirlo, sabiendo por qué… Un nombre melancólico y empolvado aflora a mi consciente, ¡Mandefuá! Es propio de la condición humana que una tristeza profunda te atenace con muelas de cangrejo durante estos días frescos, de cielos azules, de villancicos y hallacas, que deberían ser de felicidad por la celebración del advenimiento del Niño Jesús, Rey de Reyes, Redentor de la Humanidad dolida, en una humilde cabaña con sus padres José y María, algunos pastores y una mula y un buey…

  Tengo tanto, ellos no tienen nada…  En 1998, Hugo Chávez, recién juramentado a la presidencia, proclamó: «Yo me prohíbo a mí mismo. Hugo Chávez se prohíbe a sí mismo que haya niños de la calle en Venezuela. ¡No puede haber niños de la calle en Venezuela! (…) Asumamos nuestra culpa. Yo de primero, seré el primer culpable si hay niños abandonados en Venezuela. No permitiré que en Venezuela haya un solo niño de la calle; y si no, dejo de llamarme Hugo Chávez«. Sus palabras, se me antoja fueron solo ruin venganza…, palabras para un público de galería… Los únicos grandes hombres que hay en el mundo ven a los niños; pero él no lo era, nunca lo fue y dejó verdugos de niños que matan en ellos la esperanza de un porvenir mejor con una baja estatura, un desequilibrio orgánico, un cerebro pequeño que les lleva a un embrutecimiento paulatino que les conducirá a ser carga para los  demás…

No se necesita singular penetración para encontrar en esas calles olvidadas de Dios a los futuros criminales, tuberculosos y holgazanes que un día no muy lejano reclamarán la atención de las autoridades y la solicitud de caridad…

   ¿Cuántos niños en «situación de calle», o niños, niñas y adolescentes en situación de riesgo o riesgo social, mal viven en las calles de Caracas y en otras ciudades de Venezuela? El entrecomillado es un eufemismo creado por el peor de los socialistas del siglo XXI, ¿dónde y cómo durmieron anoche?, ¿cómo se cobijaron sin cobija?, ¿qué se siente en la fría madrugada cuando las tripas gruñen por ausencia de algún trozo de pan de la basura…? La siembra del odio les ha tocado; hombres en ciernes ya modificados por la violencia: entecos, abusados, ignorados, ultrajados, envilecidos, mueren por decenas sin que siquiera nos demos cuenta, sin la presencia de un fiscal, sin el veredicto de un juez, cada día, cada noche una eternidad de horror en ausencia de un destino liberador… En la lotería de la vida tuvimos suerte sin que tal vez nos asistiera ningún derecho; son las deudas que dejan los privilegios; son las deudas que claman por una cancelación…

      José Rafael Pocaterra (Valencia, 1888 – Montreal, 1955). Escritor, novelista, ensayista, poeta venezolano y diplomático, considerado uno de los maestros del cuento venezolano del siglo XX; involucrado en una conspiración contra Juan Vicente Gómez, fue encarcelado en la temible cárcel La Rotunda de 1919 a 1922. Entre sus tantas obras literarias, escribió, «De cómo Panchito Mandefuá cenó con el Niño Jesús», un desgarrante documento que mueve al corazón que para que las nuevas generaciones no lo olviden pues sintetiza los rasgos del niño de la calle de hoy y de siempre, lo transcribiré en su totalidad.

    «A ti que esta noche irás a sentarte a la mesa de los tuyos, rodeado de tus hijos, sanos y gordos, al lado de tu mujer que se siente feliz de tenerte en casa para la cena de navidad; a ti que tendrás a las doce de esta noche un puesto en el banquete familiar, y un pedazo de pastel y una hallaca y una copa de excelente vino y una taza de café y un hermoso “Hoyo de Monterrey”[1], regalo especial de tu excelente vicio; a ti que eres relativamente feliz durante esta velada, bien instalado en el almacén y en la vida, te dedico este cuento de Navidad, este cuento feo e insignificante, de Panchito Mandefuá, granuja billetero, nacido de cualquiera con cualquiera en plena alcabala, chiquillo astroso a quien el Niño Dios invitó a cenar.

 Como una flor de callejón, por gracia de Dios no fue palúdico, ni zambo, ni triste; abrióse a correr un buen día calle abajo, calle arriba, con una desvergüenza fuerte de nueve años, un fajo de billetes aceitosos y paltó de casimir indefinible que le daba por las corvas y que era su magnífico macferlán de bolsillos profundos, con un bolsillito pequeño para los cigarrillos, que era su orgullo, y que le abrigaba en las noches del enero frío y en los días de lluvia hasta cerca de la madrugada, cuando los puestos de los tostaderos son como faros bienhechores en el mar de niebla, de frío y de hambre que rodea por todas partes en la soledad de las calles, al pobre hamponcillo caraqueño. Hasta cerca de media noche, después de hacer por la mañana la correría de San Jacinto y del Pasaje y el lance de doce a una en las puertas de los hoteles, frente a los teatros o por el boulevard del Capitolio, gritaba chillón, desvergonzado, optimista:

Aquí lo cargooo… El tres mil seiscientos setenta y cuatro, el que no falla nunca ni fallando, ¡archipetaquiremandefuá…!

El día bueno, de tres mil billetes y décimos, Panchito se daba una hartada de frutas; pero cuando sonaban las doce y sólo –después de soportar empellones, palabras soeces, agrios rechazos de hombres fornidos que toman ron– contaban en la mugre del bolsillo catorce o dieciséis centavos por pedacitos vendidos, Panchito metíase a socialista, le ponía letra escandalosa a “La maquinita” y aprovechaba el ruido de una carreta o el estruendo de un auto para gritar obscenidades graciosísimas contra los transeúntes o el carruaje del General Matos o de cualquiera de esos potentados que invaden la calle con un automóvil enorme entre una alarido de cornetas y una hediondez de gasolina…; y terminaba desahogándose con un tremendo “Mandefuá” donde el muy granuja encerraba como en una fórmula anarquista todas sus protestas al ver, como él decía, las caraotas en aeroplano.

Quiso vender periódicos, pero no resultaba; los encargados le quitaron la venta: le ponía el «mandefuá» a las más graves noticias de la guerra, a las necrologías, a los pesares públicos:

-«Mira hijito le dijeron mejor es que no saques el periódico, tú eres muy Mandefuá».

[1] Se refiere a la marca de un famoso habano cubano.

Tuvo, pues, Panchito su hermoso apellido Mandefuá, obra de él mismo, cosa esta última que desdichadamente no todos son capaces de obtener, y él llevaba aquel Mandefuá con tanto orgullo como Felipe, Duque de Orleans, usaba el apelativo de Igualdad en los días un poco turbios de la Convención, cuando el exceso de apellidos podía traer consecuencias desagradables.

Pero Panchito era menos ambicioso que el Duque y bastábale su «medio real podrido»–como gritaba desdeñosamente tirándoles a los demás de la blusa o pellizcándoles los fondillos en las gazaperas del Metropolitano.

Una grada para muchacho, bien ¡Mandefuá!

De sus placeres más refinados era el irse a la una del día, rasero con la estrecha sombra de las fachadas, y situarse perfectamente bajo la oreja de un transeúnte gordo, acompasado, pacífico; uno de esos directores de ministerio que llevan muchos paqueticos, un aguacate y que bajan a almorzar en el sopor bovino del aperitivo:

El mil setecientos cuarenta y siete ¡mandefuá!

Granuja ¡atrevido!

Y Panchito, escapando por la próxima bocacalle, impertérrito:

Ese es premiado, ¡no se caliente mayoral!

El título de Mayoral lo empleaba ora en estilo epigramático, ora en estilo Elevado, ora como honrosa designación para los doctores y generales del interior a quienes les metía su numeroso archipetaquiremandefuá.

Y con su vocablo favorito, que era panegírico, ironía, apelativo –todo a su tiempo–, una locha de frito y un centavo de cigarros de a puño comprado en los kioscos del mercado, Panchito iba a terminar la velada en el Metro con «Los misterios de Nueva York», chillando como un condenado cuando la banda apresaba a Gamesson advirtiéndole a un descuidado personaje que por detrás le estaba apuntando un apache con una pistola o que el leal perro del comandante Patouche tenía el documento escondido en el collar. Indudablemente era una autoridad en materia de cinematógrafo y tenía orgullo de expresarlo entre sus compañeros, los otros granujas:

-«Mira, vale, para que a mí me guste una película tiene que ser muy crema».

Panchito iba una tarde calle arriba pregonando un número «premiado» como si lo estuviese viendo en la bolita… Detúvose en una rueda de chicos después de haber tirado de la pata a un oso de dril que estaba en una tienda del pasaje y contemplando una vidriera donde se exhibían aeroplanos, barcos, una caja de soldados, algunos diávolos, un automóvil y un velocípedo de «ir parado» … Y, de paso rayó con el dedo y se lo chupó, un cristal de la India a través del cual se exhibían pirámides de bombones, pastelillos y unos higos abrillantados como unas estrellas.

En medio del corro malvado, vio una muchachita sucia que lloraba mientras contemplaba regada por la acera una bandeja de dulces; y como moscas, cinco o seis granujas, se habían lanzado a la provocación de los ponqués y de los fragmentos de quesillo llenos de polvo. La niña lloraba desesperada, temiendo el castigo.

Panchito estaba de humor; cinco números enteros y seis décimos ¡ochenta y seis centavos! La sola tarde después de haber comido y «chuchado” … Poderoso. Iría al Circo que daba un estreno, comería hallacas y podría fumarse hasta una cajetilla. Todavía le quedaban dos bolívares con que irse por ahí, del Maderero abajo para él sabía qué… ¡Una noche buena crema!

Seguía llorando la chiquilla y seguían los granujas mojando en el suelo y chupándose los dedos…

Llegó un agente. Todos corrieron, menos ellos dos.

¿Qué fue? ¿Qué pasó?

Y ella sollozando:

Que yo llevaba para la casa donde sirvo esta bandeja, que hay cena para esta noche y me tropecé y se me cayó y me van a echar látigo…

Todo esto rompiendo a sollozar.

Algunos transeúntes detenidos encogiéronse de hombros y continuaron.

–Sigan, pues –les ordenó el gendarme.

Panchito siguió detrás de la llorosa.

Oye, ¿cómo te llamas tú?

La niña se detuvo a su vez, secándose el llanto.

  ¿Yo? Margarita

¿Y ese dulce era de tu mamá?

Yo no tengo mamá.

¿Y papá?

Tampoco

¿Con quién vives tú?

Vivía con una tía que me “concertó” en la casa en que estoy.

¿Te pagan?

¿Me pagan qué?

Panchito sonrío con ironía, con superioridad:

Guá, tu trabajo: al que trabaja se le paga, ¿no lo sabías?

Margarita entonces protestó vivamente:

Me dan la comida, la ropa y una de las niñas me enseña, pero es muy brava.

¿Qué te enseña?

A leer… Yo sé leer, ¿tú no sabes?

Y Panchito, embustero y grave:

¡Puah! Como un clavo… Y sé vender billetes, y gano para ir al cine y comer frutas y fumar de a caja…

Dicho y hecho, encendió un cigarrillo… Luego, sosegado:

¿Y ahora qué dices allá?

Diga lo que diga, me pegan… –repuso con tristeza, bajando la cabecita enmarañada.

¿Y cuánto botaste?

Seis y cuartillo, aquí está lista –y le alargó un papelito sucio.

¡Espérate, espérate! –le quitó la bandeja y echó a correr.

Un cuarto de hora después volvió:

–Mira, eso era lo que se te cayó, ¿nojerdá?

Feliz, sus ojillos brillaron y una sonrisa le iluminó la carita sucia.

Sí… eso.

Fue a tomarla, pero él la detuvo:

¡No, yo tengo más fuerza, yo te la llevo!

Es que es lejos expuso tímida.

¡No importa!

Por el camino él le contó, también que no tenía familia, que las mejores películas eran en las que trabajaba Gamesson y que podían comerse un gofio…

Yo tengo plata, ¿sabes? –y sacudió el bolsillo de su chaquetón tintineante de centavos.

Y los dos granujas echaron a andar.

Los hociquillos llenos de borona, seguían charlando de todo. Apenas si se dieron que llegaban.

Aquí es… dame.

Y le entregó la bandeja.

Quedáronse viendo ambos los ojos:

¿Cómo te pago yo? –le preguntó con tristeza tímida.

Panchito se puso colorado y balbuceó:

Si me das un beso.

¡No, no! ¡Es malo!

¿Por qué…?

Guá, porque sí…

Pero no era Panchito Mandefuá a quien se convencía con razones como ésta; y la sujetó por los hombros y le pegó un par de besos llenos de gofio y de travesura.

Grito…, que grito…

Estaba como una amapola y por poco, tira otra vez la dichosa dulcera.

Ya está, pues, ya está.

De repente se abrió en ante portón. Un rostro de garduña, de solterona fea y vieja apareció:

¡Muy bonito el par de vagabunditos estos! gritó.

El chico echó a correr. Le pareció escuchar a la vieja mientras metía dentro a la chica de un empellón.

–Pero, Dios mío, ¡qué criaturas tan corrompidas éstas desde que no tienen edad! ¡Qué horror!

¡Era un botarate! No le quedaban sino veintiséis centavos, día de Noche Buena… Quien lo mandaba a estar protegiendo a nadie…

Y sentía en su desconsuelo de chiquillo una especie de loca alegría interior… No olvidaba en medio de su desastre financiero, los dos ojos, mansos y tristes de Margarita. ¡Qué diablos! El día de gastar se gasta «archipetaquiremandefuá»…

A las once salió del circo. Iba pensando en el menú: hallacas de «a medio», un guarapo, café con leche, tostadas de chicharrón y dos «pavos rellenos» de postre. ¡Su cena famosa! Cuando cruzaba hacia San Pablo, un cornetazo brusco, un soplo poderoso y Panchito Mandefuá apenas quedó, contra la acera de la calzada, entre los rieles del eléctrico, un harapo sangriento, un cuerpecito destrozado, cubierto con un paltó de hombre, arrollado, desgarrado, lleno de tierra y de sangre…

Se arremolinó la gente, los gendarmes abriéndose paso…

¿Qué es? ¿Qué sucede allí?

¡Nada hombre! Que un auto mató a un «muchacho de la calle»

¿Quién…? ¿Cómo se llama…?

¡No sé sabe! Un muchacho billetero, un granuja de esos que están bailándole a uno delante de los parafangos… –informó, indignado, el dueño del auto que guiaba un «trueno».

     Así fue a cenar al cielo invitado por El Niño Jesús esa Noche Buena Panchito Mandefuá…»

 

 

El humor sana… Burlándonos de la enfermedad…

Su único pecado fue el de llamarse Claudemor… Bueno, realmente la falta no fue de él, fue esclarecida idea de la tarúpida[1] de su mamá, que se enamoró del nombrecito cuando lo leyera en la caja de un producto contra las hemorroides, a veces en crema, a veces en supositorios, dotado de propiedades hemostáticas, analgésicas, antipruriginosas, antisépticas, desinfectantes y cicatrizantes… Abrigaba el ingente deseo de que su pimpollo fuera médico y por tanto, en su cerril intelecto, todas esas propiedades curativas, emolientes y suavizantes, serían adquiridas por la gracia de Dios en la pila bautismal no más al echarle el agua bendita.

Siempre que pasaban lista en el colegio, al nombrarlo, todos pensaban que era una niña y un quedo murmullo que parecía decir, ¡no me digas más nada!, se esparcía por toda la estancia cuando levantaba la mano en señal de presencia. Porque cuando niños, solíamos ser muy crueles, y ahora, de adultos, a muchos no sólo no se nos ha quitado, sino que se nos ha exacerbado la sevicia. En los recreos sus compañeros intentaban tocarlo por detrás y él, se defendía como podía con patadas, escupitajos, mordiscos e imprecaciones referidas a la madre de sus ofensores, hasta que un día cansado de repetir la función de cada día, se dejó de eso, lo que fue imitado también por sus fastidiosos compañeros…

Habiendo tantos nombres para los dos géneros, sucede también que a las madres se les ocurren nombres unisex o de doble uso como Carmen, Carol, Andrea, Cristian o Josmar, que a uno lo confunden hasta que el portador del apelativo se coloca en nuestro campo de visión. O aquellos otros como Azuceno, Narciso, Margarito, Floripondio, Gardenio o Magnolio que sugieren que detrás del perfume de una flor algún veneno se esconde…

Si a ver vamos, las hemorroides o varices, son engrosamientos de las venas en el recto y el ano, una despreciable condición sin rango ni nobleza de enfermedad, particularmente cuando se las llama «almorranas», pues se llevan indignamente como las enfermedades ocultas de antaño, de las cuales eran paradigmas la gonorrea, el bubón y la sífilis, pronunciadas a sotto voce, con vergüenza y con no menos sonrojo por el sufriente, por lo que era preferible designarlas con edulcorados nombres como blenorragia, lúes o «efectos colaterales del amor» como preconizaba Siboulei.  Dígame el abominable nombre de chancro, que no empleábamos cuando tomábamos nuestra anamnesis en la historia clínica y que no usábamos por ser un nombre técnico, pero en su lugar, sí el otro, conocido por el vulgo como ¨llaguitas puercas¨, tan despreciables como su llagoso aspecto y si la persona osara tener relaciones sexuales orales, la úlcera hasta podría contagiársele en la lengua, pudiendo afectar también los labios, paladar o la garganta profunda.

En una ocasión, cursando el quinto año de medicina, en una guardia en la Cruz Roja Venezolana, me consultó casi una niña, una hermosa adolescente por presentar una úlcera indolora a un costado de la lengua. ¿¡Cómo no iba yo a saber lo que era!?, ¿Acaso en las junticas de mi adolescencia no habían facultos en las artes del amor impuro y sus efectos colaterales…? Lo que no atinaba era a cómo interrogarle al respecto; preguntarle eso relativo a lo qué había metido en su boca y sólo se me ocurrió preguntarle si había estado cerca de un micrófono… En mi pecaminosa mente pubescente también victoriana y cochambrosa, ¨tenía que ser¨ un chancro sifilítico pues no tenía otro diagnóstico alternativo, así, que muy orondo preferí llevarla como un trofeo diagnóstico a la consulta de dermatología.

Déjenme contarles que me hicieron sentir muy mal. Aquel bochornoso ulcus motivó miradas y más miradas, con y sin lupa, sin las disimuladas risitas que esperaba y diferentes diagnósticos diferenciales volaron de los labios de aquellos sabios que en mi ignorancia desconocía y que aún desconozco…

[1] Tarúpida: Tarada y estúpida.

Luego de varios días supe que le habían hecho un hisopado de la lesión y practicada a la muestra una microscopia de ¨campo oscuro¨, observándose en la penumbra instrumental una parranda de treponemas pálidos en movimiento browniano, de esos descritos por el zoólogo alemán Fritz Schaudinn en 1905, y comprobación de que nada debe meterse en la boca antes de ser atentamente escrudiñado. ¡Suerte de principiante! –tuve que aceptar-.

Retornando a las inefables hemorroides, trasunto de molestia, picazón, sangrado, ardor insoportable y pellizcos en los fondillos; esas, percibidas como una pudrición íntima, como una miseria moral, que aflora en el cuerpo para hacerse incordio y manar sangre rutilante que se transparenta en la pantaleta o el pantalón haciéndonos sudar y tragar grueso cuando nos advierten acerca de ¨esa mancha en el trasero tuyo…¨; esas que no permiten mantener la dignidad en unos niveles aceptables…

Una de las preguntas que el doctor Carlos Hernández H. (†),¨@sacote¨, nuestro bien recordado académico y amigo, me hiciera en mi examen final de Clínica Quirúrgica II, se refirió a la clasificación de las almorranas; por cierto, juro que no las llamó así… Para un internista en ciernes aquello no podía ser otra cosa que una pregunta malintencionada, rastrera y referida a los llamados ¨países más bajos¨, indigna de ser contestada, pero que de no responder podía dejarme a la final como Panchito Mandefuá, el niño de la calle de Pocaterra, aquel que cenó con el Niño Jesús después que un carro lo atropellara…  mi respuesta no salía de los linderos de ¨internas, externas y mixtas¨, y ¨@sacote¨ me miraba fijamente, creo que abrigando seriamente la idea de aplazarme por patiquín ignorante.

Menos mal que mi admirado Maestro Francisco Montbrun (†), también parte y presidente del jurado, vino en mi salvación evitándome a mí mismo una trombosis hemorroidaria, al interrumpir mi balbuceo que no iba a ningún lado, sacarme de aquel berenjenal y preguntarme acerca del bocio tóxico y la hipertensión portal, entidades archiconocidas por mí, que por supuesto, ¨siendo mi comida¨ me llevó a los 19 puntos sobre 20 que saqué y dejó a ¨@ sacote¨ con los crespos hechos…

El tratamiento de la recalcitrante condición incluía toda clase de remedios populares, algunos grotescos y patéticos, en adición a una cuidadosa higiene, hielo entre las posaderas, baños de asiento con fruta de uva de playa, tiras frías de la penca de la sábila o aloe vera –ojo, sin piel ni espinas-, todos los días polvo de linaza en el desayuno, alimentos que tuvieran fibra, salvado de trigo, ingestión de cuatro vasos de agua por la mañana, una bolsita de té húmeda entre las nalgas o una rodaja de pepino en el ojo ciego u ojo sin pestañas y hasta mentol, que acrecienta el ardor por pocas horas y luego mejora…

Para no dejar de lado a los sufrientes de tan tenebrosa condición, también me enteré que tienen un santo patrón, que igualmente lo es de los jardineros que cuidan de las flores ¿?, un monje irlandés llamado San Fiacre que vivió en el condado de Kilkenny, provincia de Leinster, a principios del siglo VI, al sur oriente del país. Pasó sus primeros años en una ermita donde se sentaba sobre una dura piedra, costumbre tal vez inductora de un bajo desasosiego y de una vaga mirada que cual el ¨El diente roto¨ del Juan Peña de Pedro Emilio Coll, en ¨actitud hierática, como en éxtasis¨, le daba aspecto de profundo meditador, llegando por ello a ser reconocido como un hombre santo, un herbolario y curador, y fue debido a estas cualidades santas que la gente fielmente lo siguió.

  Se advierte que no existen estampitas con su figura que adversen la triste dolencia y para colocar in situ… que, aunque ustedes no lo crean, suelen ser efectivas en otras pertinaces molestias, como la de una tía de Graciela, mi esposa, que ante una cistitis de alto coturno con dolor en el bajo vientre, pujos ardientosos y urgencias miccionales, resistente a todos los antibióticos y aguas refrescantes, decidió poner el asunto en manos del doctor José Gregorio Hernández; pero, al parecer, sus rezos y plegarias no eran escuchadas por aquél, tan ocupado que estaría con tantos rogativos de pidienteros desesperados. Recurrió entonces a un recurso extremo de la exasperación, a una escabrosa estratagema, a un impelable y repugnante ardid: con mucha vergüenza, colocó una estampita del venerable entre la pantaleta y la parte ofendida… En menos de 24 horas estaba virtualmente curada… ¡Ahora sí que le había hecho caso…! Lástima que esta clase de milagros, de los cuales está urgido nuestro santo colega, pudieran no ser aceptados por la Vicepostulación de su Causa.

Pero volviendo a otros tratamientos más inverosímiles, recuerdo que desde pequeño oía a mis mayores decir que una de las armas más efectivas para el tratamiento de las hemorroides era colocarse en el dedo anular de la mano derecha un anillo elaborado con el casco de un burro negro. En lo futuro, bastaba que viera una persona vistiendo el adminículo circular en su dedo anular o cuarto dedo para interrogarle acerca de si sufría de hemorroides. Reiteradamente, la respuesta fue y ha sido siempre afirmativa. No obstante, con el progreso de la farmacopea y de los tratamientos para el alivio de esta indisposición en los países más bajos, sin contar con la dificultad para conseguir un burro negro que se deje quitar el casco, ahora sólo los veo ocasionalmente, de tiempo en tiempo…

Ocurrióme pues que un día, como es mi costumbre, le pedí a una señora sesentona que se desvistiera y se pusiera su bata clínica para examinarla. Sentada en la camilla le palpé el cráneo, le observé los tímpanos, le miré con una paleta dientes, lengua y faringe, y tocó el turno al fondo ocular, el cual exploré con detenimiento. Concluida la observación y retirándome hacia atrás, de entre la abertura de la bata salió a relucir o más bien brotó una cadena con la medalla de oro de una Virgen del Carmen. Pero lo más llamativo e inusual fue que engarzada a la cadena, se encontraba acompañándola una sortija de casco de burro negro. Siendo fiel a mi costumbre y en la certeza de un diagnóstico positivo le pregunté:

-“¿Tiene usted hemorroides señora María…?”

A lo que ella sorprendida y con los ojos desmesuradamente abiertos, a su vez repreguntó,

-“¿Es que esa lucecita es  tan potente que pudo vérmelas…?

Bueno, la respuesta fue obviamente confirmatoria y muy ocurrente, y de paso derrumbó la teoría de que sólo surtía efectos al colocarla en el dedo anular de la mano derecha… Además, en su bondad,… la señora María me autorizó fotografiar su cuello…

 

 

  Vivimos en Venezuela tiempos muy duros en los que vemos disolverse a grandes trancos la estructura de un país que otrora fuera envidiado por el concierto de las naciones, esfumarse su esencia ética y moral, y reemplazarse las buenas costumbres por la vulgaridad de una dirigencia inculta, rapaz, perversa y marginal. Es muy difícil tolerar tantas pérdidas y hacer luto por lo ido; debemos mirar esperanzados hacia un futuro donde con las reservas morales que todavía tenemos, recuperemos lo perdido y volvamos a ser un país, una patria…

Entre tanto, toca trabajar con ahínco y también, de tanto en tanto, recurrir al humor como bálsamo tranquilo para aliviar el prurito y la desazón en nuestras almas…

Elogio de una vocación… Doctor Herman Wuani Ettedgui, FACP (1929-2014)

El pasado mes de octubre de 2014 fue para mí uno de sentidas pérdidas afectivas, y el día 30, marcó la definitiva despedida de un ser muy especial, muy querido y en extremo admirado… Durante el fin de semana, un pálpito de tristeza se ahoga en cada tarea que intento emprender y siento que algo me falta, que algo muy importante me ha abandonado…

85 años no era una buena edad para morir sobre todo cuando a pesar de haber dado tanto de tanto en la vida, todavía le quedaba mucho más por dar. Y es que bondadosos maestros como Wuani son moldeadores de hombres y mujeres que de modo eficaz aportan o afianzan en el comportamiento del alumno buena parte de todo lo recibido en el hogar, y aún, aquello que faltó; sus figuras señeras suelen ser un faro en la niebla que previene del naufragio al navegante desprevenido que boga costeando en mares procelosos; pero además, maestro no es sólo aquel que enseña, sino el que nos da herramientas para formarnos, despertando en nosotros inquietudes y conminándonos a ser cada vez mejores, a saber pensar y cómo hacer, sin intentar modificar nuestra integridad, única e irrepetible, saltando obstáculos para alumbrar nuestro camino toda vez que sea necesario, y de hecho ser capaz de extraer, lo mejor de nosotros para ayudarnos a ser exitosos y triunfar en la vida aportándonos lecciones para transitar con responsabilidad y paso seguro por nuestras existencias… Para mi fortunio, un día soleado encontré a Wuani de frente en la senda de mi vida…

¿Qué es pues un maestro?, ¿Qué es pues un mentor?, ¿Quién fue en realidad el doctor Herman Wuani Ettedgui? El término proviene del latín, mens: mente, alma, mente divina. El mentor es aquel que la Biblia define como ¨un dador feliz¨, aquel que en su bondad, todo y todo lo da, sin esperar nada a cambio; un maestro es aquel que no regurgita el conocimiento porque lo ha vivido y ha sido parte de él, que muestra con su praxis un modelo con el cual el pupilo pueda identificarse; pero además, también proporciona a su protegido la facultad para que piense, para que aprenda por sí mismo, modifique el modelo presentado y por ende, crezca en lo personal, en lo humano, en lo espiritual y en lo científico.

Durante este proceso, tantas veces tan doloroso, el mentor acompaña y protege a su pupilo. Una vez completada su misión, lo deja solo para que eche raíces, se desarrolle, florezca y dé hermosos y nutritivos frutos. A su partida y desde lo lejos, el mentor mirará a sus alumnos con ojos atentos, solícitos y afectuosos, y estará siempre dispuesto a prestarles ayuda, sea espontánea o solicitada. La sabiduría del mentor permeará la vida de su pupilo, quien más tarde, él mismo también podrá, si así lo quiere, devenir en mentor.

Los principios básicos de educación, honestidad ciudadana y científica, moral, ética, disciplina y respeto, propenderán al crecimiento, y mediante su repetición, se perpetuarán al través de las generaciones. Los buenos maestros, los irremplazables mentores como Wuani son, por tanto, como los padres: irrepetibles e inmortales…

Pero, por un instante pasemos a conocer el fascinante y cautivador origen de la figura del mentor, algo así como el sinónimo del personaje que nos enluta…

 François de Salignac de la Mothe-Fénelon, arzobispo de Cambrai, escribió en 1699 sus ¨Aventuras de Telémaco¨. Siendo el tutor de Luis, quien fue duque de Burgundy, nieto de Luis XIV y sucesor al trono de Francia, el arzobispo creó una secuencia particular a La Odisea en la cual el joven Telémaco sale en la búsqueda de su padre, Ulises, quien había estado impedido de retornar al reino de Ítaca después de la Guerra de Troya. El joven Telémaco no estaba solo en sus peligros; viajaba con Mentor, un venerable sabio que en realidad era la transfiguración de la diosa Minerva (Palas Atenea), hija de Zeus, a quien igualaba en sabiduría, como también a Métis, personificación de la astucia y a quien se atribuía la invención de la ciencia, el arte y la agricultura. Mentor le garantizaría protección sobrenatural y sabios consejos. Bajo su guía, Telémaco creció y alcanzó la madurez hasta que se transformó en un rey justo y poderoso. Poco después que Telémaco encontrara a su padre, Mentor sintió que su trabajo había terminado. Antes de despedirse, Minerva se reveló a sí misma y le dijo, ¨Te dejo, hijo de Ulises, pero mi sabiduría estará contigo por tanto tiempo como la necesites. Ha llegado el momento en que continúes solo y por ti mismo¨.

El Maestro suele y debe tener una personalidad magnética que brinde identidad; debe haber dejado en pos de sí una obra trascendente; debe poseer una elevada carga de pasión que impregne todo lo que dice o hace para concurrir al logro de su objetivo: enseñar con el ejemplo, al tiempo que contagia y aporta directrices e ideas; debe suscitar respeto y admiración e incitar a la emulación de los valores y modelos que su ejemplo brinda; debe transmitir conocimientos y experiencias a las nuevas generaciones de manera que forme seguidores animados a reconocerlo como Maestro y continúen su obra; debe constituirse en un abridor o señalador de caminos que propendan a la mejor realización del alumno-hombre, de su comunidad, de su universidad, del área de su experiencia en la disciplina que haya sido su quehacer… vale decir, el calco de Herman Wuani.

A lo largo de esta esquela mortuoria intercalaré un fragmento de las ¨Coplas por la muerte de un padre¨, una elegía escrita por el poeta castellano Jorge Manrique (1440-1479), que reflexiona sobre la vida, la fama, la fortuna y la muerte con resignación cristiana. El poeta, sin romper la unidad de tono, filosofa sobre la inestabilidad de la fortuna, la fugacidad del tiempo, las ilusiones humanas y el poder igualatorio de la muerte a lo largo de cuarenta estrofas llamadas sextillas manriqueñas.

 

                                                                                                   Recuerde el alma dormida

 

Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando,
cuán presto se va el placer,
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parecer,
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.

 

Lo que el Maestro Wuani nos mostró –con mayúscula y con veneración igual que a aquel otro Maestro que enseñaba la verdad a sus discípulos con santas y doctas palabras-, fue el término consciente de una entrega sin plazos asfixiantes ni réditos regordidos donde su generosidad no podría cuantificarse o medirse. A poco de nuestra entrada como estudiantes de medicina en el Hospital Vargas de Caracas, era imposible que escapáramos de su benéfica influencia. Eran tres servicios y tres cátedras de Clínica Médica repartidos en seis salas. Tres de hombres y tres de mujeres. Aunque en lo particular no perteneciéramos a su servicio y cátedra, debíamos hospitalizar en sus salas algunos de los pacientes que admitíamos y rendir cuenta de nuestra labor como hacedores de historias clínicas, sobre nuestras bases para el pronunciamiento de una impresión diagnóstica y sobre el esbozo de una indicación terapéutica razonada; no eran tiempos de fríos ¨manejos¨  ni de flujogramas o algoritmos para alcanzar la solución del problema,  sino de aprendizaje y cuidados a la cabecera del enfermo, principio y fin del acto médico. Si estábamos dispuestos a seguirle, estaba él en disposición de enseñarnos el tortuoso, áspero e inacabable camino del arte de la medicina. Con rigidez afectuosa nos hacía ver nuestras faltas, aplaudía nuestros aciertos y corregía con justicia nuestros yerros y omisiones.

 

                                                                                               Pues si vemos lo presente

Pues si vemos lo presente
cómo en un punto se es ido
y acabado,
si juzgamos sabiamente,
daremos lo no venido
por pasado.
No se engañe nadie, no,
pensando que ha de durar
lo que espera,
más que duró lo que vio
porque todo ha de pasar
por tal manera.

 

Mientras pasaba la revista médica podía oír de boca de un estudiante o residente el relato de la historia clínica del paciente que le era presentado, con palabra rápida y a veces atropellada, hacer comentarios sesudos, preguntar por efectos colaterales de las drogas y al mismo tiempo estar pendiente de todo cuanto ocurría en el perímetro de su sala. Como buen maestro que era, nada pedía a cambio de lo que daba como no fuera responsabilidad, constancia y esfuerzo. Cuanto había aprendido en las largas noches de vigilia forzada que signaron su entrega a la vida médica, todo lo daba en un segundo a quien lo pidiera, sin preguntar quién era, aun sin conocerle y sin reclamarle nada a cambio de compartir su don.

                                                                                                             Nuestras vidas son los ríos

Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
y consumir;
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
y más chicos,
y llegados, son iguales
los que viven por sus manos
y los ricos.

Fue el verdadero maestro que amó tanto a sus discípulos como a sus propios hijos biológicos; pero estos discípulos predilectos e íntimos no fueron los que definieron su verdadero rol de maestro. No lo serían nunca si hubiera contado solo con aquellos que pudieran pagar su enseñanza con el amor de un hijo. Su catadura de verdadero maestro tendría que verse desde lejos, en el espacio y en el tiempo y extenderse hasta esos a los que él nunca pudo conocer ni amar, y aún hasta aquéllos que acaso no supieran siquiera que existió. Solo por ser él, quien fuera su discípulo tenía que amar al maestro que eligió, pues sin el amor como catalizador, es imposible aprender. Es menester pues, que ante todo pueda conocerle, aunque lejos viva, aunque haga siglos que murió. Y es así como todos podemos elegir nuestros maestros, y los elegimos entre los más insignes que viven o vivieron. Tuve la suerte de ser su alumno, su colega, su amigo y aún su padrino cuando le nombraran Profesor Emérito de nuestra Universidad Central de Venezuela. Con ánimo festivo me recriminaba a cada encuentro que no cumplía mi rol de padrino pues nunca le había regalado siquiera un realito

 

Invocación:
Dejo las invocaciones

Dejo las invocaciones
de los famosos poetas
y oradores;
no curo de sus ficciones,
que traen yerbas secretas
sus sabores;
A aquél sólo me encomiendo,
aquél sólo invoco yo
de verdad,
que en este mundo viviendo
el mundo no conoció
su deidad.

 

Tolerando la frustración, acompañó en el duro camino a muchos pacientes con hemopatías malignas cuando la terapéutica de esas condiciones era exigua y menguada. Recuerdo que un paciente suyo me expresó alguna vez, ¨El doctor Wuani es un médico muy bueno y compasivo, pero se le mueren todos sus pacientes…¨: ese era el sino de enfermedades irredentas… El Maestro Wuani fallece luego de semanas de sufrimientos e incertidumbres, con facies segura e inmutable, sin quejarse de su suerte y sonriendo ante los pasajes jocosos que de nuestra vida en común le recordara, pues quizá siéndole costumbre, había acompañado a muchos en el mismo trance, entregándoles sus almas a Caronte, el barquero de Hades y encargado de guiar de un lado a otro del río Aqueronte a las sombras errantes de los recientes difuntos.

                                                                        

                                                                        Este mundo es el camino

Este mundo es el camino
para el otro, que es morada
sin pesar;
mas cumple tener buen tino
para andar esta jornada
sin errar.
Partimos cuando nacemos,
andamos mientras vivimos,
y llegamos al tiempo.

 

En el crisol que fue el Hospital Vargas de Carcas se mezcló en concordia y fidelidad su vida como estudiante, médico, residente, profesor universitario y maestro, internista, hematólogo, fellow del American College of Physicians, puntal de la Escuela de Medicina doctor José María Vargas, presidente de la Sociedad de Médicos y Cirujanos, miembro de la Comisión Técnica, jefe del Laboratorio, jefe de posgrados de medicina interna, autor de libros, capítulos de libros y trabajos científicos sobre muchos temas, algunos de condiciones patológicas inéditas; intelectualmente inquieto, capaz de balancear armoniosamente varias cargas por vez sin que le pesaran ni le abrumaran; hombre sencillo y humorado, sin costuras ni dobleces, honesto, sincero y mejor colega y amigo; siempre discreto no amó ni amasó riqueza, antes bien capitalizó el bien máximo: el cariño y el reconocimiento de sus innumerables alumnos.

Ya jubilado y cansado, hasta no más hace escasos meses, con su paso estrecho y a veces titubeante, continuaba sintiendo el llamado de su vocación docente, iba los martes de cada semana a impartir consejos sobre arte médico a los estudiantes de quinto año de medicina que hoy sienten y lloran su partida, y a revisar su libro en dos tomos que ya entraba en prensa, no un rimbombante tratado, sino simplemente humildes ¨Lecciones de medicina interna¨… En sus días postreros y ya en su casa, para no dejarlos a la intemperie, recibió a sus queridos pacientes hasta pocos días antes de su muerte brindándoles sin estridencias, apoyo, consejos y solidaridad, pues para curar no necesitaba más que su benéfica presencia…

¨Pero esa red que hilan los buenos maestros se ramifica, se extiende mucho más allá de ellos mismos. El eco de las palabras se repite, y se multiplica hasta el infinito… Quizás no lo sepan, pero son los hacedores del mañana¨ (Louis Guglielmi, ¨El mar persistente N° 2¨). Creo que Wuani lo supo, asumió con decisión y gallardía su rol de exigente maestro y ductor de generaciones…

Sea este un reconocimiento al paradigma del médico humilde, sabio y justo, al formador de juventudes médicas, al abridor de caminos para la mejor realización del hombre en su comunidad y de la medicina interna que fue su pasión, que fue su quehacer y donde dejó obra trascendente… Su integridad moral, sus convicciones democráticas, su rectitud, su firmeza en los principios, sin consideraciones oportunistas fueron su blasón. Hoy 14 de enero de 2015 con la sencillez y la verdad que había vivido, la que acompaña a los justos en el Señor, entregó sus cuentas en orden.

Le sobreviven sus hijos Mónica y Eli Harari, sus nietos Moisés y Marc, y su hijastro Jacques, a quienes acompaño en su pena y me identifico con su dolor…