Elogio de mis estudios de medicina… mis crisis, mi crecimiento y mi triunfo

Dedicado con gran admiración y afecto a las promociones de médicos-cirujanos del país, 2020

Debo confesar que en algún momento de mis estudios de pregrado, sentí que mi vocación fallaba y se resquebrajaba… ¡Yo como que no había nacido para ser médico! ¿Sería que tal vez una vis a tergo [1] que me llevaba abandonado, lentamente, como el paso de la miel a través de un delgado tubo, un, ¨uno va porque lo empujan…¨? Aunque había comenzado mi contacto con pacientes desde mi primer año de medicina cuando asistía una vez por semana al Puesto de Socorro en la Esquina de Salas a ¨coger puntos de sutura¨ a borrachitos llenos de mala vida, olvido y cicatrices, prostitutas golpeadas con el cabello empegostado de sangre coagulada, o valientes maricones también abusados –los llamo valientes porque habían de serlo para luchar contra la intolerancia exacerbada de aquellos tiempos-;  o la ocasional herida en cruz para clavipunturas en el centro del pie ocasionado por un clavo herrumbroso y el miedo consiguiente al desarrollo de un tétanos.

Observaba admirado y boquiabierto a aquellos cirujanos de guerra, pues aquello era un frente de batalla donde se conjugaban las grandes crisis histéricas [2] en mujeres del pueblo-pueblo, que chillaban y se sacudían en aparatosas pseudoconvulsiones rodeadas de un público de galería que eran sus allegados y otros curiosos. Se oía entonces una voz a lo lejos que tronaba,¨¡PTT!, ¡oxígeno en palito!¨ –no otra cosa que cuerno de ciervo [3]– La punta de un aplicador con un algodón empapado en amoníaco que se colocaba frente a las fosas nasales y cuando el penetrante olor ascendía, impregnaba e irritaba la mucosa pituitaria, la paciente se sacudía, se retorcía, pero entraba en contacto con la realidad; otro procedimiento no menos cruel pero efectivo, era una inyección subcutánea en la cara interna del muslo empleando una jeringa con una aguja calibre # 20, de unos 10 cm longitud cargada con 10 centímetros cúbicos de agua destilada que  hacía el efecto irritante del ácido muriático, sin necrosis de los tejidos, por supuesto, pero era dolorosísimo y la paciente, finalmente entraba en razón… Pienso que todos sentíamos, más que compasión, animadversión por las histéricas; sin embargo, las pobres no tenían la culpa, no tenían otra forma de expresar sus conflictos internos, y por supuesto, los más jóvenes aprendíamos las malas mañas y conductas agresivas de nuestros mayores… Afortunadamente de aquel comportamiento, solamente quedó el agrio recuerdo y un mea culpa…

Y fue así como llegué a cuarto año de medicina. Me angustiaba sobremanera no saber cómo diagnosticar, por ejemplo, un cólico nefrítico o una neumonía, aunque conocía al dedillo la teoría. En ese ingente deseo matizado de gran temor de enfrentar pacientes me hablaron del Instituto Traumatológico de los Seguros Sociales en San José y del cual no conseguí tan siquiera una fotografía… Una edificación de unos 12 metros de fachada y cinco pisos llenos de ayes, gritos, indiferencia, falta de empatía y dolores no atendidos… Una sucursal del Averno, todavía pienso... ¡Qué sitio horrible e inhumano…! El estrecho pasillo que daba a la Consulta Externa estaba atiborrado de pacientes y hedores inenarrables. Entre empujones y acres sudores contagiosos, se trasponía una puerta batiente de vidrio esmerilado mientras todos palmeándome o empujándome buscaban llamar mi atención. Traspuesta aquella gavilla de condenados, se pasaba a un pequeño recinto donde se encontraba un escritorio, un negatoscopio fijo a la pared, un especialista traumatólogo y su enfermera. Nunca vi tanto desprecio e irrespeto por el ser humano como allí. Mi primer día me encontró ignorante a más no poder pero con gran deseo de aprender. El traumatólogo especialista me ignoró, y sin pronunciar siquiera unas buenas tardes, malhumorado se sentó y le pasaron al primer paciente, un viejecito encorvado con un rictus de dolor que traía un brazo en improvisado cabestrillo y en el otro, una radiografía enrollada y terca. Se acercó al médico y le dijo,

 -¨Buenos días doctor, tengo una fractura del húmero…¨. El otro, mal encarado y cruel no elevó su mirada del escritorio, no le dejó terminar y con voz de trueno le dijo,

-¨¿Así es la cosa…? Si ya usted se hizo el diagnóstico, póngase usted mismo el tratamiento; ¡El siguiente…! ¨ y lo echó afuera sin dolor de su alma.

Yo me sentí indignado y rabioso, pero confieso avergonzado que mi miedo me impidió enfrentar al energúmeno aquél… Más tarde llegó otro paciente y me animé a atenderlo. Comenzó a exponerme su caso y sus síntomas pero el tipo vociferó,

-¨¡Mire bachiller, aquí se viene a trabajar y no a hablar con los enfermos…!¨

-¨¿Cómo así? -me pregunté para mis adentros- ¿Si no hablo con el paciente cómo puedo saber de qué se trata su problema y cómo puedo ayudarlo…?¨

Y siguieron mis decepciones y la edificación de mi vocación se estremeció fuertemente. Una vez por semana tenía guardia nocturna y había que atender las pocas emergencias que llegaban y las consultas de los hospitalizados. Era terrible ver aquellos enyesados que no podían moverse, hacinados en pequeños cuartos poco ventilados, quejándose y nombrando a sus madres santas y a un Dios Mío que no parecía escucharles… Al revisar la historia podía observarse que el cirujano no había dejado siquiera un analgésico indicado ¨SOS¨ –para cuando lo requiriera el enfermo-, o una triste Novalcina®; así que la ayuda les era negada ¨porque no estaba escrito en las indicaciones¨. ¡Dígame, cuando había que abrir una Cura de Orr [4]!; aquello era como destapar una tumba de donde emanaba un horrible hedor que dominaba el éter de todo el edificio y producía irrefrenables nauseas… El Manual Merck®, una sucinta enciclopedia de males, me hacía compañía en los momentos libres…

Llegaban accidentes laborales, heridas, dedos amputados o medio amputados, no había médico y sólo los ignaros bachilleres atendíamos estos casos. Si se suturaban en el cuarto de emergencias, el cirujano ausente y en su casa percibía un honorario; si nos ordenaba subirlo al pabellón de cirugía sin su presencia ni supervisión de lo que hacíamos, ganaba un estipendio muy superior… Llamábamos al especialista y en casi todos las ocasiones nos decía que lo subiéramos y él engordaba su bolsillo en casa sin hacer nada, sin siquiera enseñar. Es cierto que no todos eran así, pero es verdad también que había algunos cuantos de esta estirpe…

El siguiente año ascendería y ganaría buen dinero de entonces, Bs. 200 al mes. Yo no podía más y le dije a mi compañero el Dr. José Gallardo  -luego eminente cirujano cardiovascular-, que yo me iba. -¡Qué desperdicio –me dijo-, ahora cuando ibas a ganar plata…! Mi vocación como dije, tambaleaba.

-¨Yo no sirvo para esto, a menudo me reprochaba-. En el hospital me han enseñado a respetar al enfermo, aquí se le irrespeta y se le humilla… ¿Será que existen dos medicinas, la que nos enseñan en el hospital y el mundo real?¨ –me preguntaba-. Traía en mi corazón la impronta de mis maestros y sabía que otra cosa debía existir; aún no había tocado la humanidad, la ciencia humilde, las maneras respetuosas y la semiótica refinada de mis maestros el doctor y académico, Otto Lima Gómez Ortega y Herman Wuani Ettedgui.

Había introducido mis credenciales para realizar un ¨Internado Permanente¨ por concurso en el Hospital Carlos J. Bello de la Cruz Roja Venezolana, entonces escuela de gran prestigio; con base a mis excelentes notas, mis escasas credenciales y por supuesto, una carta de recomendación nada menos que del doctor Joel Valencia Parparcén que alguien me ayudó a conseguir, fui aceptado y para mi fortuna, mi vida de profesional en ciernes dio un giro antipódico al ser aceptado…

Grandes médicos, internistas, cirujanos, obstetras y especialistas que no cobraban por sus servicios, se daban cita en la Institución. En las noches acudían desde sus casas al hospital cuando eran requeridos, y estaban siempre prestos a enseñar, a comprender nuestra inmadurez y a darnos una mano para superarla. Era una casa acogedora, una hermosa hermandad, un semillero de buenos médicos y mejores cirujanos. Institución forjadora de mística, responsabilidad y sensibilidad ante el desvalido.

Siempre me sentí y me he sentido muy cercano y agradecido a esa Institución… Escogido por mis pares, fui Jefe de la Guardia 5 hasta mi graduación, percibí el respeto y aprecio de mis pares… Bueno, no tanto respeto… Cuando fui designado democráticamente jefe por mis compañeros de guardia se me sometió al consabido bautizo. Bastante asquerosito…, si se quiere. Me excuso antes de contarlo: con la tapa cerrada, me sentaron en la poceta del baño del Cuarto de Internos. Se me dijo que cerrara los ojos. Entre risas contenidas de mis ¨padrinos¨, sentí algo gelatinoso, húmedo y tibio en el tope de mi cabeza y cuando los abrí, me habían colocado una placenta recién expulsada con la sangre tibia que chorreaba por  mi cara y sus membranas colgantes a modo de boina.

El mensaje implícito era: Si podía tolerar aquello, podría tolerarlo todo, ya era jefe… Durante las noches, como otros Jefes de Guardia, fungía como director del Hospital. ¡Vaya compromiso… ! Aquellas experiencias, algunas alegres, otras agrias, muchas dolorosas, iban tejiendo la urdimbre de nuestro carácter con trenzas de acero en el duro camino de la medicina y del compromiso, con el enfermo, con la sociedad… Mi agradecimiento para mis compañeros: Los ¨Jefes¨ del año superior, de quienes fuimos sus ¨esclavos¨ –de ellos recibimos grandes enseñanzas-: Greta Corrales, Jorge Luis Blanco León, Manuel Silva Córdova y Henry Olavarría. Nosotros, los nuevos ¨Jefes¨: Rafael Lara García, Julia Halasz, Carlos Augusto González, Aniello Longobardi Paz -por poco tiempo- y mi persona. Nuestros ¨esclavos¨: Rómulo Lander Hernández,  Honorio Sisirucá Quintero, el ¨turco¨ Alfredo Halabí y Jaime Pinto Cohen (†).

Allí absorbimos mucho de la intensa praxis diaria que complementábamos con nuestras lecturas y se amalgamaba ciertamente con nuestras manos y nuestro corazón. Cierta vez me sentí preocupado porque nunca había visto ni tratado un edema agudo pulmonar (EAP), una forma gravísima, aguda y a menudo fatal de insuficiencia cardíaca izquierda: severa congestión pulmonar o encharcamiento que se produce como consecuencia de la incapacidad del corazón izquierdo de bombear la sangre de forma adecuada. Un interno de sexto año me advirtió,

-¨ ¡No te preocupes Muci, en cuanto traspongas el dintel de la puerta sabrás de qué se trata…!

Efectivamente, cuando llegó la ocasión, la paciente estaba sentada con las piernas fuera de la cama, su cuello elevado, su  boca abierta como de pescado,  buscando aire, buscando vida, los ojos desorbitados sin parpadeo por la sensación de muerte inminente, las venas yugulares distendidas y pletóricas como dos cordones inmóviles y la estancia inundada de los ruidos de los estertores alveolares audibles a lo lejos, taquicardia de latidos incontables, tos y esputo asalmonado y al apoyar mi estetoscopio en su pecho pude percibir un ritmo de cadencia de galope y como cada vez y como suerte de olla herviente, aquellos ruidos ascendían más y más:

¨¡Estertores en marea ascendente…!¨ –me dije.

La sangre se empozaba en los pulmones y debido a la gran presión dentro de las venas, líquido aereado teñido de sangre se escapaba hacia los alvéolos pulmonares y el paso del aíre a través de esas secreciones producía un ruido llamado estertor; en la medida que la acumulación de líquido era mayor, iban ascendiendo más y más y haciendo más ruido, un gorgoteo sonoro que amenazaba de veras con llevarse al paciente del mundo injusto que le había tocado en suerte…

Empleábamos en esa época figuras pnemotécnicas para no olvidar cuestiones inherentes a anatomía, signos físicos y aún conductas terapéuticas. En el tratamiento del EAP era ¨MODAS¨: morfina, oxígeno, digital, aminofilina y sangría. Y en lo inmediato, había que represar o sacar de circulación parte aquella rémora de sangre aislando brazos y piernas en forma alterna. Era la llamada ¨sangría blanca¨, la que servía a ese efecto, consistía en poner ligaduras en la base de las cuatro extremidades que se iban rotando para producir una barrera al retorno de sangre venosa al corazón; si fallaba, había que proceder a una flebotomía, una ¨sangría roja¨, es decir, cortar una vena en el pliegue del codo y dejar manar la sangre… o introducir una aguja de grueso calibre en una vena del pliegue antecubital en la cara anterior del antebrazo o pliegue del codo, a una de esas bolsas para recolectar la sangre en las donaciones. Permanecíamos expectantes a la cabecera del moribundo y cuando el tratamiento ¨mordía¨, aquella tormenta iba lentamente amainando y el enfermo recuperando la vida y la esperanza…

Era una experiencia tremendamente impactante, pero por sobre todo una sensación de orgullo omnipotente por acción valiente y heroica, por haber vencido a la muerte aunque hubiera sido por una vez y por un ratico…

Mientras libraba mis primeras batallas en solitario con verdaderos pacientes, recuerdo un periodiquillo casi clandestino y apócrifo que periódicamente circulaba en el Hospital. Le llamaban “Bilis Filtrada”, en alusión a lo corrosivo de la bilis cuando la vesícula biliar se rompe y su contenido hace contacto con el peritoneo; allí, en una ocasión se me definió como “El Inocente”. Veamos el porqué: Las alumnas de la Escuela de Enfermeras Francisco Antonio Rísquez – de quienes fui su profesor, adolescentes como nosotros, pululaban doquier como mariposas posándose de flor en flor al tiempo que esparcían estimulantes feromonas que enchumbaban nuestros cuerpos de testosterona… Una de ellas -llamémosla Katy-, hermosa y muy bien formada y con unas piernas insinuantes y bien torneadas, era la novia inaccesible de todos los internos, escurridiza, ansiada y deseada. En una fiesta familiar en Los Flores de Catia donde fuimos todos convidados, abundaban internos y alumnas. En medio del ron y un bolero bailado en el cuadrito de una baldosa, cuando ni yo ni nadie se lo imaginaban, con mi cara de niño bueno… al cabo de unos minutos nos besábamos… le había quitado la novia al más veterano de las lides amorosas. Como reza la letra de aquel tango de Alfredo Le Pera cantado por Carlos Gardel: ¨Amores de estudiante flores de un día son, hoy una promesa, mañana una traición¨. Nunca más la vi…,

 La ¨Bilis Filtrada ¨, periodiquillo de una sola página que circulaba en el Hospital Carlos J. Bello de la Cruz Roja Venezolana, apócrifo, pero todos sabíamos quienes lo escribían.  Puede leerse mi nombre como ¨Br. Muzzi, el inocente¨…

Claro en mi recuerdo el haber visto a mi compañero muchos años después en una fiesta de médicos en una ciudad interiorana donde había ido a dictar unas charlas. Alguien lo trajo a mi mesa para que nos saludáramos. Venía totalmente borracho y me recriminó a gritos en medio de recuerdos ingratos hacia mi madre, cómo le había quitado a la novia de su juventud… ¨¡Del agua mansa, líbreme Dios!¨, repetía y repetía enfurecido bladiendo a la diestra un vaso de güisqui y a la siniestra un pesado bastón con el que me amenazaba… Lamento que mi amigo y compañero hubiera fallecido hace pocos años pues era poeta, luchador social, escritor, además de buen profesor universitario y hasta llegué a ser su médico y consejero. A lo mejor ella, que no era para mí, hubiera sido una buena esposa para él…

  • Mis estudios de medicina

El segundo año de medicina constituyó para mi uno de gran éxito estudiantil. En las tres materias cursadas ¨saqué diploma¨, pues las calificaciones obtenidas fueron de 19 puntos en fisiología normal, parasitología y microbiología. En esta última materia y llegado el examen final, el jefe de la cátedra y presidente del jurado fue el Dr. Leopoldo Briceño-Iragorry (1908-1984), caballero de cano bigote grueso, sonriente y circunspecto. Como siempre, entré al recinto muy asustado, sudoroso y pálido con todos mis conocimientos agolpados en un pequeño recinto de mis lóbulos temporales. Con sonrisa mal disimulada él me dijo,

-¨Usted ha sido muy buen estudiante, un estudiante muy especial bachiller y por ello, le voy a hacer una sola pregunta, si me la responde se irá con veinte puntos.¨ Mi angustia remontó al infinito ante la inesperada proposición y mil posibles preguntas volaron a mi cerebro a gran velocidad… ¿Cuál de ellas sería pues la materia era muy extensa…?

¨¿Es acaso usted familia de Cristóbal Mendoza y de no serlo, podría decirme quien fue…?¨

 No esperando una pregunta tal, quedé inicialmente desconcertado, fuera de sitio, pero luego de segundos de espesa latencia mis hipocampos se activaron y con mucha firmeza le respondí…

-¨Cristóbal Hurtado de Mendoza fue un político venezolano y que yo sepa, no era familia mía. En 1811 fue el primer presidente de Venezuela y conocido por su lealtad al Libertador Simón Bolívar y a sus ideales, especialmente porque se opuso a los esfuerzos separatistas de José Antonio Páez…¨

No me dejó terminar; con una amplia sonrisa y ante el asombro de los otros miembros del jurado me dijo…

-¨Suficiente bachiller, puede irse, tiene veinte puntos…¨ -que luego resultaron 19…, alguien me birló uno-

Otro gran Maestro mío, fue el doctor y académico José Antonio O´Daly Sierraille (1908-1992), maestro y oráculo de la anatomía patológica en Venezuela, y hombre sencillo y sin aspavientos,  polifaculto, gran lector, coleccionista de antiguos libros, orquideólogo, hombre justo y ecuánime. En cuarto año de medicina pasé por sus manos y mi nota en el examen final fue de 19 puntos. Fue decano de la Facultad de Medicina al tiempo que mi hermano doctor y académico posteriormente, José Muci Abraham, hijo, lo era de Ciencias Políticas y Sociales con solo 28 años. En una reunión del Consejo Universitario, le llevó mi examen de fin de curso. Le dijo que iba hacerle un regalo muy especial, que yo era el mejor alumno que había tenido… Siempre le he agradeciendo su exagerada desmesura.

 Ya muy entrado en el ocaso de su vida, cuando esa agriedad del existir toma el comando y vence la alegría de vivir, le tuve como paciente… Su cuerpo cansado ya no aguantaba más; siendo de complexión muy delgada, había perdido además mucho peso. Cuando se despedía en la que sería la última vez, me abrazó en mi consultorio y derramó sobre mi hombro lágrimas de amargura presintiendo la cercanía de su muerte. Me ofreció regalarme su biblioteca, regalo en el que nunca insistí por considerar que no era el recipiendario idóneo… Su hijo José Antonio O´Daly Carbonell en algún momento me escribió, ¨ Él te quería como a un hijo, y te admiraba mucho también..¨.

Una anécdota. Ya graduado de Médico Cirujano en 1961, cuando concursamos en 1966 para un cargo de Instructor por Concurso de la Facultad de Medicina de la UCV, Escuela Vargas, primer escaño del escalafón universitario, se constituyó un jurado con los doctores Henrique Benaím Pinto, Félix Eduardo Castillo Taberoa y nuestro querido y siempre bien recordado Maestro Herman Wuani Ettedgui. Concursamos 3 jóvenes para escoger dos.  Se realizó en el Hospital Vargas durante las mañanas de tres días agotadores con prueba escrita (en suerte me tocó tuberculosis ganglionar-, lección oral -fiebre reumática- y por supuesto, la presentación y discusión de un caso clínico, todo escogido al azar. Con relación a la lección oral, al doctor Benaím le pareció ¨excelente¨, pero…, no para estudiantes de tercer año…

Entre los tres candidatos para dos cargos se sortearon las salas y las camas de los pacientes. A mí me tocó en suerte el paciente 6 de la Sala 6. A todas luces el pobre hombre tenía un cáncer del estómago, estaba muy emaciado y su fin se antojaba próximo. El Doctor Benaím me preguntó que cómo se designaba al nódulo supraclavicular izquierdo que en ocasiones se veía en el caso de un cáncer del estómago. Yo le contesté rápidamente, ¨ganglio de Troisier¨; él me refutó, ¨ganglio de Virchow¨; yo le volví a insistir ¨Troisier¨, y él, muy molesto, me remachó, ¨¡Virchow!¨. Era esa una pelea de tigre con burro amarrado que no estaba yo dispuesto a asumir… Y así quedó… el doctor Castillo, conocedor de mis veleidades oftalmoscópicas, me hizo varias preguntas sobre el tema que contesté con solvencia. No obstante, pensé que había dañado mi limpio desempeño de días anteriores. El doctor Wuani, en medio de su angustia porque el doctor Benaím le decía que creía que ninguno era capaz para obtener el cargo, reincidió en su vicio de fumar que más tarde dejó…

 

Al finalizar el concurso, lívido y frío, por la estimulación simpática de momentos antes, le vi a lo lejos en el pasillo encamino a su automóvil, al verme me hizo señas para que me acercara, me felicitó de forma muy afectuosa y además, me invitó a visitarle en su cátedra de medicina del Hospital Universitario de Caracas: cosa que hice algunos días más tarde… Me acogió con simpatía, me regaló un ejemplar mimeografiado de su ¨Doctrina de la Medicina Interna¨ y otro del ¨Guía el Instructor¨ -que yo luego empasté-, con una hermosa dedicatoria; y, además, para mi sorpresa y satisfacción me dijo

-¨¿No quiere venirse conmigo a mi Cátedra, yo lo cambiaría por tres de mis adjuntos…¨. A no dudar había sido una exageración de su parte.

Dedicatoria del doctor Henrique Benaím Pinto de su libro “Doctrina de la Medicina Interna” (29.08.1966).

Regalos del Maestro Benaím para mí: ¨Guía del Instructor¨ y ¨Doctrina de la Medicina Interna¨, flanqueado por el hombre máquina al cual le tenía terror,

y la figura de Don Quijote de la Mancha, una sátira de diversos defectos de la sociedad y del ser humano que trató en enmendar…

 

En honor a la verdad ambos teníamos razón: el ganglio fue inicialmente descrito por Virchow en 1848 y 41 años después lo hizo Troisier en 1889. Al enviarle esta anécdota a mi dilecto amigo, el doctor José Félix Oletta López, me contestó con su proverbial solvencia y minuciosidad,

Querido Rafael.

Gracias por compartir esta anécdota, que le da más sentido a lo que aprendimos a hacer en el trabajo cotidiano, la «observatio» y la correlación anatomoclínica, adquiridas con el ejemplo de los maestros como tu.

En honor a la verdad, fue Virchow en 1848 el primero que lo describió (1), 41 años después lo hizo Troisier. (2)

Hoy reconocemos con Troisier, que puede sugerir no solo metástasis de un tumor de estómago, de riñón, de cualquier órgano abdominal o pélvico, además de linfomas, que se drenan vía linfática al conducto torácico. También es posible identificarlo en  los tumores torácicos del lado izquierdo que usan esta misma vía, a diferencia de los tumores torácicos derechos que drenan al la región supraclavicular derecha.

JF

  1. Virchow R, « Zur Diagnose der Krebse in Unterleibe»,  Reform., vol. 45, 1848, p. 248
  2. Troisier CE, « L’adénopathie sus-claviculaire dans les cancers de l’abdomen »,  Gen. de Med., vol. 1, 1889, p. 129–138 et 297–309

Con mucho respeto y cariño, quiero ¨robarme¨ este hermoso afiche de la Sociedad de Estudiantes de Medicina de nuestra casa de estudios, la Universidad Central de Venezuela, (Escuelas de Medicina José María Vargas y  Luis Razetti), promoción 2020, quienes conjuntamente con sus autoridades, profesores y a fuerza de coraje y determinación, sobremontando limitaciones y persecución, lograron graduarse y ahor,a desde lo alto mirando en lontananza, cara al futuro, pueden ver las necesidades de nuestra gente, de nuestro pueblo. Qué Dios los bendiga.  ¡Enhorabuena!

 

 

[1] Vis a tergo: Es el residuo de la fuerza propulsora del ventrículo izquierdo transmitida a las venas a través de los capilares y anastomosis arterio-venosas.

[2] Aunque en principio Joseph Babinski (1857-1932)  había aceptado los planteamientos de su maestro Charcot sobre la histeria, a la luz de sus propias observaciones señaló que ésta se debía fundamentalmente a “autosugestión”, y que se podía curar mediante “heterosugestión”, por lo que propuso que esta enfermedad se designara con el término ¨pitiatismo¨ (PTT) (curable por sugestión o persuasión) y demostró que los signos y cuadros descritos por Charcot en la histeria, se debían a la sugestión que éste ejercía sobre las enfermas, sin haberse percatado de ello. Esto último fue una de las causas de lo que se llamó “El escándalo de la Sâlpetrière”, donde maestro y alumno se distanciaron.

[4] El principio dominante del método de Orr era favorecer mediante la inmovilización rigurosa la defensa tisular contra la infección. Durante la Guerra Civil Española era utilizado en fracturas abiertas, se realizaba limpieza quirúrgica, se aplicaba vaselina sobre la herida y se cubría con bota de yeso por 2 o 3 semanas, a menos que el paciente presentara fiebre.

Publicado en El Unipersonal.

Un comentario

  1. Disfruté mucho leyendo este post, me reí mucho con la anécdota de El Inocente. Sorprende los detalles con los que recuerda usted sus vivencias de aquellos años.

    Llegué a este blog por recomendación de mi profesor de semiología (estudio 3ero de medicina en la UC), nos lo recomendó para estudiar el fondo de ojo y la información que tiene aquí es una joya. Muchas gracias, Dr. Mucci, por compartir sus conocimientos.

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