Elogio de la esperanza (redivivo y redivivo)…

 

A Fabi, el primer amor de abuelo, de su Abu… Perdóname, luego te he sido cinco veces infiel, tengo cinco amores más,

como tú, dones maravillosos de Dios…

16.06.2020

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Elogio de las rosas rojas: Todas para una, y de cada uno de ellos, todas para ella…

Elogio de las rosas rojas: Todas para una, y de cada uno de ellos, todas para ella…

El simbolismo de las rosas rojas es la alegoría de la pasión; una flor roja no se ofrece a cualquier mujer sino a la dama de nuestros sueños, aquella que amamos y queremos conquistar. Aunque existen diversas versiones míticas, luce grandiosa la del sacerdote romano Valentín. Se asegura que el emperador Claudio II, había prohibido casarse a los jóvenes guerreros, convencido de que al no tener vínculos familiares, se alistarían en su ejército con mayor facilidad y no teniendo un amor que perder, se aprestarían fieros a la lucha.

Sin embargo, San Valentín, ferviente devoto del amor y el matrimonio, celebraba en secreto matrimonios para las jóvenes parejas que acudían a él. Cuando el emperador se enteró del desacato, como san Valentín gozaba de gran prestigio en Roma, lo llamo a palacio y lo puso entre rejas; el ejército y el gobernador lo persuadieron de condenarlo a muerte. El oficial Asterius, encargado de hacer efectiva la orden quiso ridiculizarle pidiéndole que devolviese la visión a Julia, una hija suya ciega de nacimiento.

Guiado por la mano de Dios y en nombre del Señor, la vista le fue devuelta. El milagro conmovió sobremanera a Asterius quien con su familia se convirtió al cristianismo. No obstante, Valentín continuó preso y el emperador ordenó su martirio y ejecución el 14 de febrero del año 270. Julia plantó un almendro de flores rosadas junto a su tumba, y desde entonces el almendro se constituyó en símbolo de amor y amistad duraderos. Otra versión reza que mientras esperaba se hiciera efectiva su sentencia, Valentín se enamoró de la hija del carcelero a la que antes de morir declaró su amor con una nota y una rosa roja.

En 1382, el escritor inglés, Geoffrey Chaucer (1368-1426), escribió un poema titulado, ¨El parlamento de los pájaros¨ en el que menciona por primera vez al Día de San Valentín como un día de festejo para los enamorados. Desde entonces el amor verdadero está encarnado en su nombre y en esta bella flor.

Graciela mi esposa ha sido el amor de mi vida. A decir verdad, no sé cómo la encontré, o mejor dicho, no sé cómo nos encontramos el uno al otro… No es fácil encontrar reunidos en una mujer tantas virtudes y escasos vicios –el afán por la limpieza-. Tiene extraordinario sentido del humor, es amorosa, complaciente, amigable, muy bondadosa, diligente e ilumina los ambientes donde llega inundándolos con su esplendente aura. Cocina delicioso y tiene oído musical para el baile, así que hacemos una compenetrada pareja. Tengo la firme sospecha de que nos habíamos conocido en otra vida…

Había picoteado en muchas flores pero su néctar no me había agradado del todo y a poco de la degustación, me había aburrido. Fui a un Congreso Nacional de Urología en Valencia en 1964 –¿urología  conmigo?-. Pues bien, llamémoslo un accidente feliz… Había ido a presentar un trabajo sobre un nuevo procedimiento para la evaluación de muestras de orina, ¨El recuento minutado¨ o cálculo del débito-minuto, donde se hace un recuento de los elementos celulares contenidos en una muestra de orina centrifugada. No me pertenecía, me lo había encomendado el doctor Gastón Vargas quien estaba impedido de asistir, y quien a su vez, lo había aprendido en París en la escuela nefrológica del Profesor Jean Hamburger (1909-1992). Fue mi primera presentación ante un público médico, para más, desconocido y acerca de una materia aún más ignorada pero que para la presentación había puesto especial empeño; estaba muy nervioso y una frialdad ártica me arropaba. Como siempre me ha ocurrido, la calidad de mi presentación superó a la ansiedad premonitoria… Por fortuna, no hubo preguntas de la audiencia…

El presidente del Congreso, el doctor Luís Fernando Wadskier (1921-1973) respetado y afamado urólogo de la región–por cierto muy amigo de la familia de Graciela-, invitó a un grupo de los asistentes a una reunión en su casa de habitación. Estaba yo acompañado del doctor Oswaldo Pérez Arvelo, entonces urólogo en ciernes, hoy afamado y muy competente especialista. Inmediatamente que hicimos acto de presencia fuimos prácticamente secuestrados por un par de viejorras de conversación muy aburrida y que versaba sobre hechizos, exorcismos y trabajos de magia negra y no sabíamos cómo salir del tercio de muerte, ese lugar donde se da la faena de muleta del torero…

Graciela Wadskier, esposa del presidente, mujer muy linda, simpática y extraordinaria anfitriona se movía de mesa en mesa procurando que todos los invitados se sintieran agradados, y viéndonos en tan ingrata compañía y en tan calamitosa situación, ejecutivamente, nos levantó de la mesa para presentarnos a unas jóvenes asistentes; entre ellas estaba Graciela Facchin Barreto. Bailamos y conversamos un rato y no pasó nada más.

Algunos días más tarde, en un viaje a Valencia indagué su dirección y teléfono a través de mi hermana Josefina; la llamé y un fin de semana fui a visitarla. Mis visitas semanales se hicieron continuadas y siempre le llevaba un ramo de rosas rojas. Recuerda ella que una vez llegó su abuelita materna, ¨Misia Magala¨ -por Magdalena Arocha de Barreto– y vio las flores dispuestas en el suelo del porche -había llegado muy temprano de Caracas y antes de ir a mi casa las había dejado allí como sorpresa-, le dijo:

 -¡Ay mija… esas flores significan amor ardiente!

Luego en un baile en el Círculo Militar de Maracay le declaré mi amor y 53 años después permanecemos juntos… Y así ha sido… Le llevaba una vez por semana, los días viernes, 36 rosas rojas. Una docena por cada hermoso hijo que me dio: Todas para una, y de cada uno de ellos, todas para ella, era el lema…

Dios nos dio tres buenos hijos a quienes educamos bajo normas estrictas, aunque nunca tan severas como en el hogar de mis padres. Estamos muy orgullosos de ellos; todos han sido honestos, estudiosos, responsables y excelentes ciudadanos y profesionales, y a su vez nos han dado 6 hermosos nietos…

Pero los tiempos han cambiado, ¡y cómo han cambiado! Cada semana el florista portugués curiosamente llamado José, comenzó a subir el precio hasta que se me hizo imposible hacerle a Graciela mi homenaje semanal…

Ella dice que no le importa, que el «portu» José me estaba vendiendo flores refrigeradas y viejas que duraban muy poco, así que el martes 14 de febrero pasado a las 5.00 am le subí su cafecito habitual de la mañana adornada con sendas azáleas como tributo de admiración y amor…

 

 

 

Elogio de la ingratitud… (redivivo)

Mientras escribo, me deleito una y otra vez con la «Ballade pour Adeline» de Richard Clayderman y lágrimas brotan de mis desapercibidos ojos; es la belleza del compromiso,

del hacer sin esperar nada a cambio…

 

La ingratitud es la esencia de la vileza…

Inmanuel Kant, 1724-1804

 

Mi cercano amigo, un profesor de medicina, jefe de un importante servicio, nunca casó ni tuvo descendencia, vivía solo…; bueno, un decir, le acompañaba un gato de angora al que mentaba Robespierre el cual se le acercaba zalamero, interesado y ronroneando siempre en la búsqueda de un algo, de una caricia, de una comida… Nunca nadie se atrevió a preguntarle el porqué de aquel tenebroso nombrecillo de quien ejecutara a Luis XVI y quien fuera hombre fuerte del Comité de Salvación Pública y además, quien impusiera el ¨Terror¨: una sangrienta represión para impedir el fracaso de la Revolución Francesa que sumó cerca de 42.000 penas de muerte en un año; quien tal y como sucederá con los desprevenidos capitostes del Chavismo, fue  juzgado con sus propios métodos y guillotinado junto con veinte de sus partidarios en la plaza de la Revolución, poniendo fin al Terror y dando paso a un periodo de reacción hacia posiciones moderadas… ¡Que Dios se apiade de nosotros y nos conceda el bien anhelado…!

De vez en cuando se aparecía como el cometa Halley algún sobrino de los muchos que tenía, inmancablemente para pedirle alguna ayuda económica y perderse sin dejar la cola atrás hasta una nueva necesidad… Era puntual y veraz, de vestir sencillo, nada opulento ni llamativo, no olía mal ni empleaba palabrotas aun cuando estuviera disgustado. No soportaba la liviandad, era muy estudioso y la combinación de estudio, meditación y atención seria a sus pacientes, le había hecho un gran conocedor de materia médica, literatura, artes y acerca de la condición humana.

Tal vez para compensar el no tener un afecto cercano, fue que con el olor de la experiencia se dedicó en alma, vida y corazón a atender a sus pacientes de un hospital público y muy especialmente a instruir a sus residentes dándoles todo cuanto tenía, todo cuanto sabía y lo más importante, muy especialmente, mostrándoles con sinceridad cuánto NO sabía; les involucraba en sus trabajos de investigación científica y todavía más, les recomendaba para que obtuvieran un trabajo… Y así, una tras otra fueron cayendo las hojas de su calendario vital hasta que cierto día… le alcanzó la senectud, esa que sabemos que vendrá pero que paradójicamente siempre nos toma por sorpresa…

En su caso vino con saña y le asediaron molestias menores y mayores por lo que ya no pudo cumplir sus metas diarias y de repente en mitad de la ruta, se volvió a ver el camino recorrido, se miró, se observó de cuerpo entero y por primera vez se sintió solo… Sus alumnos lo perdieron de sus memorias y solo por ocasión lo mencionaban, sus sobrinos visto que su hacienda se había secado por virtud de su improductividad, de sus enfermedades, del repertorio medicinal que consumía y de sus hospitalizaciones, no volvieron nunca más… y para colmo, Robespierre, el altivo gato de angora, un día oscuro y frío se marchó por un ventanuco entreabierto y nunca más se le vio aparecer…

Yo le visitaba ocasionalmente robando algún tiempo a mis ocupaciones; debía tocar el timbre repetidas veces, su dureza de oído le condenaba a solo escuchar en la quietud de su sordera los latidos de su corazón arrítmico, los crujidos de sus articulaciones sin aceite, y los gruñidos de sus tripas vacías; con esfuerzo me abría la puerta y me hacía sentir bienvenido, nada material que ofrecerme, ni siquiera un café… Sin embargo, siempre le llevaba galletas dulces, granjería nacional y jugo de naranja natural que sabía le gustaban; hablábamos de todo un poco, le oía con recogimiento pues siempre me enseñaba con acritud mostrándome sin ambages las anfractuosas cicatrices de su vida, de su alma; volvía a abrirme la puerta con tiesura y más pena, y para despedirme, siempre me decía con amargura,

¨¡Mi querido tocayo: sobrino, residente y gato, qué trío más ingrato…!

Algo similar ocurrió con mi maestro y amigo, hematólogo y profesor de clínica médica, el doctor Herman Wuani (1929-2014), desinteresado ductor e inspirador de miles de estudiantes y residentes; cuando en congresos u ocasionalmente me encontraba con alumnos comunes y me preguntaban por él, mi respuesta era, -¨Allá está en el Vargas, como siempre, ¿por qué no te acercas a saludarle y decirle todas estas cosas hermosas acerca de su persona que me estás diciendo a mí…?¨

A todos nos pasará en mayor o menor grado, pero no importará pues después de todo lo consideramos un gaje del oficio…

Mi maestro de la Universidad de California San Francisco, profesor William F Hoyt, aquel pozo de sabiduría y experiencias forjadas en el día a día, hábil observador, que tenía en su haber el haber formado numerosos fellows –hoy prominentes personalidades del campo de la neurología, oftalmología y neurooftalmología-,y numerosas descripciones primigenias de signos, síntomas y dolencias, antes temido y adulado, no más le alcanzó la postrimería y su memoria de elefante comenzó a fallarle para que nadie se le acercara en los congresos de los cuales siempre había sido tan visible como farol de parranda, siempre rodeado de quienes se sentían importantes simplemente rodeándole, entablando con él alguna conversación banal… Con razón don Miguel, don Miguel de Cervantes y Saavedra (1547-1616) escribió,

«El hacer bien a villanos es echar agua en la mar. La ingratitud es hija de la soberbia».

Y es que el ingrato no valora lo que se da o se le ha brindado, y al despreciar a su benefactor, lo hace con una actitud altiva y egoísta. René Descartes (1596-1650), consideraba la ingratitud como un vicio propio de los arrogantes y los brutos, y también de los ignorantes y los necios. Si bien hay que tratar de ser como el dador feliz de la Sagrada Biblia que da y da sin esperar nada a cambio, es injusto que aquel que recibe no retribuya en la medida de sus posibilidades con sincera gratitud, un ¨muchas gracias¨, una palabra de afecto, un ¨querido amigo¨, un gesto cariñoso, un estar cerca en los momentos difíciles, un recuerdo afectuoso sin egoísmo, una sonrisa de festejo… En fin, seguir dando a quien desprecia lo recibido, es incentivar su egoísmo.

La ingratitud no solo puede provenir de alguna persona en particular; se da también entre padres e hijos, hermanos, tíos y sobrinos o amigos, se da no solo en muchos otros casos, sino que también puede provenir de la sociedad en su conjunto o del Estado mismo, hoy día mezclado con el régimen de oprobio, maula y ladrón como solo él, bandidaje que  no paga salarios o jubilaciones dignas a quienes han aportado al sistema a través de muchos años de trabajo meritorio sin reconocimiento, y a quienes condenan a subsistir con sumas miserables por concepto de jubilación debiendo hasta humillarse para obtener lo que es suyo u ocurrir a marchas vestidos de rojo o realizar vigilias frente a las mismas plantas de producción que les sojuzgan para recibir planazos o ¨gas del bueno¨…

 

Solo se premian ellos mismos… Dígame los militares, se engordan por gula, se suben los sueldos, se regalan automóviles, adquieren quintas que sus sueldos les negarían, viajan al denigrado pero ansiado Imperio con sus familias con jugosos viáticos y envían a sus hijos a estudiar de contrabando a lugares que odian de la boca hacia afuera, se despojan de sus uniformes al salir a la calle pues bien saben que los han mancillado hasta el hartazgo, que están desprestigiados, que son impopulares y mal vistos; los demás, el pueblo que paga sus salarios, son ignorados, mirados como perraje y dejados de lado… Se llenan de las condecoraciones –¨chapitas de coca-cola¨ sin valor- que premian sus lisonjas y entrega en sus paltosotes hasta la rodilla colmados de botones, placas y estrellas de hasta siete picos, muestrario de ridiculeces de quienes, cobardes, no han querido ni sabido defender su patria, antes bien, la han manchado al hacer dueña de ella a una pinche y malvada nación extranjera, a la muy indigna dictadura cubana de quienes reciben órdenes, desplantes, humillaciones y reprimendas…

Saluda a la ingratitud como una experiencia que enriquecerá tu alma.

Augusto Rodin, 1840-1917

Y es verdad, quien vive pensando en los desagradecidos con quienes se ha topado en la vida, que suelen ser abundosos, deja de solazarse en el bien que ha esparcido. Quien nada ha dado, quien ha quitado a otros y ha usufructuado bienes ajenos no merecidos, algún castigo en tierra recibirá. La traición de sus camaradas, la indiferencia de su familia, la inquina de sus hijos y el menoscabo de su salud por tanta maldad acumulada, bombas de profundidad que sacudirán los cimientos de sus sistemas de vigilancia inmunológica y protección y allí sobrevendrá la enfermedad tenebrosa. Los males que le acogotarán serán males muy malos y dolorosos, así que sufrirá y pagará en tierra con la misma moneda con la que pagó a otros, y quién sabe de la deuda que tendrá que pagar después…

Mientras escribo, me deleito una y otra vez con la «Ballade pour Adeline» de Richard Clayderman y lágrimas brotan de mis desprevenidos ojos; es la belleza del hacer sin esperar nada a cambio…

Dormir en un hospital: ¡El interno que cuide de la paciente…!

He vivido, he disfrutado y he padecido mi Hospital Vargas de Caracas por más de medio siglo y parece que fue no más fue ayer cuando le conocí, hallándolo ya maduro, más bien achacoso pero experimentado… De él, de sus pacientes y de mis maestros he extraído y sigo extrayendo experiencias para mi crecimiento emocional, intelectual y profesional.

   Pero antaño no era como es ahora: ha ocurrido en él una mutación similar al Retrato de Dorian Gray de Wilde (1890), esa novela gótica de terror donde el retrato de la hermosa figura del joven Dorian va envejeciendo por él. La búsqueda del placer mundano le conduce a una vida de libertinaje y perversión, al tiempo que su imagen en el cuadro se va desfigurando, mostrando los pecados y miasmas acumuladas en su alma: Al infligírsele la puñalada en el corazón que le quita la vida, todo aquél horror acumulado en el cuadro se transparenta en su propia faz como un repulsivo rostro lleno de arrugas y granujos, porque en el humano la eterna juventud no existe, en tanto que en los hospitales la mano amiga y orgullosa les da vida eterna. Con nuestros procederes, quizá a lo Fuenteovejuna, unos con más culpa que otros, hemos matado lentamente y con extrema crueldad al que ha sido oráculo de la medicina nacional por 123 años:

¨ ¿Quién mató al Comendador? / Fuenteovejuna, Señor / ¿Quién es Fuenteovejuna? / Todo el pueblo, Señor¨.

El hospital público venezolano, en su carencia, puede identificarse como la antesala del camposanto donde según la creencia cristiana, los cuerpos duermen hasta el Día de la Resurrección: allí esperan, vegetan, desesperan y se carcomen enfermos y familiares mientras sus males avanzan ante una indiferencia que ya es condena colectiva, y así… mueren. ¨Afortunadamente¨ ya no se realizan autopsias ni biopsias en su seno, porque en ellas seguramente no se apreciarían los efectos orgánicos de la muerte por indiferencia, por injusticia, por iatrogenesis o por falta de voluntad y piedad, en fin, por maldad. No obstante, como yerba mala, las enfermedades de la miseria las ve uno germinar con toda fuerza en ese viejo recinto que no es otra cosa que un espejo del afuera: el SIDA, la tuberculosis, la gangrena diabética, neumonías de toda laya, cánceres avanzados y pare usted de contar… ¡Siéntese usted a ver y a presenciar infamias en un país petrolero cuya riqueza sigue siendo entregada diariamente a países como Cuba o toda estirpe de carroñeros que asaltan los fondos públicos dejando desguarnecidos a los propios, a los más pobres e indefensos!

No hay asepsia ni antisepsia, no hay lavamanos ni geles antisépticos, pero también, existimos médicos, estudiantes y enfermeras colonizados con bacterias de un potencial patogenético terrible, pero… seguimos tan campantes, y tocando aquí y allá, las pasamos de unos pacientes a otros; las camareras sólo coletean y limpian el piso, no así las divisiones entre los cubículos pues ¨no les corresponde hacerlo¨ y el polvo que albergan las uniones entre vidrios y plafones quién sabe qué clase bichos, nada santos, contendrá… Más trabajo, ¿habráse visto?: En este tiempo mal llamado eufemísticamente del Socialismo del Siglo XXI –para no decir comunismo-, la devaluación y degradación hospitalaria nacional ha alcanzado y sobrepasado a la del también eufemístico bolívar fuerte.

 

Ha sido el deterioro intencionalmente infligido tan festivo y cruel, que todo respingo de modernidad ha desaparecido; el odio ha permeado su ancianidad y como furiosas termitas ha cavado tortuosos túneles por donde se ha escapado esa mística de trabajo y ese orgullo de pertenencia que fuera su blasón y el nuestro. Otro tanto ha ocurrido puertas afuera donde no solo se acumula basura propia y extraña en las aceras circundantes a la institución, sino que han crecido villorrios infestados de alimañas humanas que asaltan, roban y que con sus armas son Átropos inclementes que cortan hilos de vidas útiles o tullen con sus heridas de bala, que, de tanta permanencia ociosa en cama, donde ninguna acción se aprecia, terminan por ser una carga para ellos mismos, sus familiares y la sociedad.

Dormir en un hospital público es una de las más oscuras experiencias jamás deseadas: Pareciera que espectros de pacientes rencorosos por el inhumano maltrato que en su momento recibieran, inundan el éter vibratorio de salas y pasillos, produciendo el roce de solo imaginarlos, escalofríos que ascienden por el espinazo,  sudor frío, piel anserina y opresión torácica; pero además los vivos, o medio vivos, elevan sus ayes de dolor protestón por penas no redimidas, llaman a una de las escasas enfermeras que no aparece e invocan entonces el nombre del Dios de los Ejércitos, de sus madres, de la Virgen Santísima y de nuestro aliado, y colega, el doctor José Gregorio Hernández…

Mi experiencia, más bien, digamos mis experiencias de pernoctar en un hospital público, casi todas fueron en los años de mi mocedad médica: Puesto de Socorro de Salas –primer año de medicina, 1955-1956-; Traumatológico del IVSS en San José – tercero y cuarto años-; Hospital Carlos J Bello de la Cruz Roja Venezolana -1960 y 1961-; y Hospital Vargas de Caracas -1961-1963-. La mayoría de ellas muy tristes y a la vez, muy penosas de contar; otras, tal vez jocosas –si cabe el término-, y aún tragicómicas, y para no quedarme en la queja triste, les narraré tan sólo una de ellas, una tragicomedia marcada a hierro incandescente en las entretelas de mis recuerdos:

Ya graduado de médico, finalizaba mi año de Internado Rotatorio en Cirugía en el Hospital Vargas de Caracas (1962), cuando el doctor Fernando Rubén Coronil, cirujano de conocimiento, corazón y garra, intervino quirúrgicamente a una paciente en el fondo de la Sala 15, a la sazón convertida en improvisado pabellón pues los de verdad-verdad estaban siendo, una de tantas veces, remodelados. Poco tiempo atrás había regresado de Rusia donde había aprendido técnicas de cirugía cardiovascular de avanzada y se le veía ansioso por aplicarlas. A su vez, los cardiólogos esperaban con impaciencia alguien que resolviera las escasas cardiopatías congénitas que alcanzaban la adultez y otras adquiridas como estenosis mitrales[1], el caso que nos ocupará.

Mi paciente, una mulata más bien obesa cursando la cuarta década de la vida, con una severa estenosis mitral reumática con repercusión sobre su corazón derecho y múltiples ingresos al Hospital por hemoptisis e insuficiencia cardíaca. Era ella un dechado de semiología cardiovascular; destacaba un soplo intenso de regurgitación en el área de la punta cardíaca, unas venas del cuello ingurgitadas como ahítas lombrices mal ubicadas, y severo edema pretibial propio del encharcamiento circulatorio. Su intervención había sido aplazada varias veces por diferentes razones. La cirugía hacía necesaria una toracotomía, es decir, incidir con sierra el esternón para un abrir el caparazón torácico, rechazar sus dos puertas a los lados y tener acceso al corazón, así que pudiera realizarse una comisurotomía mitral, que entonces se lograba introduciendo el dedo índice del cirujano a través de una brecha abierta en la orejuela izquierda y de allí, avanzando hacia la válvula calcificada, estrecha y rígida, se fracturaba introduciendo el dedo mismo para darle más espacio, para obtener una mayor área valvular. Luego solía quedar todo lo contrario, una puerta muy abierta, una insuficiencia de variable severidad que hacía devolver la sangre desde el ventrículo hacia la aurícula izquierda… Pero después de la cirugía, vendría un posoperatorio… Y allí es cuando entro yo, para entonces el noveno hijo vivo de Panchita Mendoza

[1] Es un trastorno de las válvulas cardíacas que compromete la válvula mitral, la cual separa las cámaras inferiores y superiores del lado izquierdo del corazón. Estenosis se refiere a una condición en la cual la válvula no se abre completamente, restringiendo el flujo de sangre.

No se les ocurrió mejor idea que entre adjuntazos, adjuntos y residentes, me escogieran precisamente a mí para cuidarla durante la primera noche de su posoperatorio… Cuando fui señalado con el índice, volteé hacia atrás esperando ver a alguien más, pero no, era así, nadie más había… Por supuesto, entonces no existían ambientes para recuperación y las terapias intensivas todavía no se habían ideado en hospitales ni el término aparecido en el léxico médico. Total, no había nadie más abajo en el escalafón a quien yo pudiera endosarle tamaña responsabilidad. Gran adquisición tecnológica del momento: le colocaron un dedil, un monitor de pulso a baterías en el dedo índice de la mano derecha, que pitaba con cada pulsación: un capuchón conectado mediante un cable a una cajita metálica con sus baterías, asentado en su mesa de noche. Así dispuesto, me alcanzaron una silla, la colocaron a la siniestra de la cama y en la misma mesa dispusieron un equipo de cirugía menor con dos pares de guantes estériles para que en caso de paro cardíaco, de un certero golpe de bisturí, ¡yo! “le abriera el tórax y le diera un masaje cardíaco…” ¿Quién…? ¿Yooo…?, ¿Habríase visto tanta desconsideración para un interno cagaleche a quien, por cierto, ni la cirugía le gustaba? Pero, no había nada que hacer, era una orden, el sino me había señalado a mí… solo a mí con mis miedos e insuficiencias…

Menos mal que la noche envuelta en sus temores y tufillo a muerte no había arropado aún los pasillos y salas del Hospital, tiempo de aterrorizantes ruidos y espectros de fallecidos, ya porque les había tocado en su miseria, ya por la iatrogenesis que suele acompañar al médico como la sombra al cuerpo, con tanta o más frecuencia que la enfermedad misma. Las enfermeras pasaban a mi lado y me miraban de reojo al igual que gatos indiferentes en procura de caza, no queriendo ser parte de aquel, mi exclusivo accidente biográfico…

Pero la oscuridad hubo de llegar y una pequeña lámpara de mesa era la única acompañante que hacía comparsa a mi falta de luces quirúrgicas y la mulata de marras. Ronquidos, quejidos, imploraciones al Dios creador y desesperados ¡madre mía!, invadían la penumbra del recinto. Yo, sentado a la siniestra de la Cama 17 de la Sala 16 mirando hacia la pared, rogando a una tarjetita de la Virgen de Coromoto asentada en la mesa de noche que acelerara la espantosa nocturnidad y pendiente de la cadencia de aquel horripilante pí-pí… En algún momento, de súbito el ruido cesó, y casi entro yo mismo en pánico y paro cardíaco. Pronto me di cuenta que el artilugio de última generación de aquella época que se le había enchufado a la paciente, no era del todo confiable, pues cualquier movimiento de la mano lo hacía callar. Así que cada vez que se detenía, tenía yo que ajustarlo mientras nerviosísimo, palpaba su pulso y auscultaba el corazón de la paciente a ver si en verdad su víscera vital se había detenido, mirando de reojo, como gallina que mira grano de sal, aquella bandeja envuelta por un paño blanco. Pasé toda la noche sudando frío, con las bolas en la garganta y en aquel inmerecido e interminable tejemaneje.

Sobrevino el alba con sus arreboles, un friíto agradable procedente de El Ávila se dejó colar en la sala, cantaron pájaros en el jardín central y renació una esperanza para mi conturbado espíritu llevándose la palidez de mi rostro. Y ya entrado el día, hacia las 7.30 A.M. comenzaron a presentarse los responsables de mi aterrador insomnio, todos muy frescos, orondos y con sus caras muy lavadas; todos por supuesto, preguntaron por el estado de la paciente, nadie, por supuesto, por su improvisado cuidador…

Todavía no puedo comprender aquella actitud de mis maestros hacia la paciente y hacia mí mismo. La pobre, conmigo al lado y en su imaginación, considerándome como su soporte de vida; y así, pasamos el Rubicón de la primera noche, y así las siguientes tres, llegando mi paciente a recuperarse malamente de la agresión quirúrgica; no obstante, y como corolario, quedó con una gravísima regurgitación mitral. Su continuado padecer, sólo finalizó con la muerte algunos meses después, y siempre, en mi ignara pero solidaria compañía a la vera de su cama.

Todavía me produce espeluzno y retumba desconsiderada en mis oídos la inolvidable frase,

-¨El interno que cuide de la paciente…¨.

Estoy seguro de que aún en medio de la tanta brejetería y frivolidad del ahora de nuestros días, entre tanta carencia inmerecida, todavía ocurre ese matrimonio, esa alianza entre un joven médico y el hospital que en sus inicios le brinda la cuna y seguridad de un vientre materno. A pesar de todos sus defectos, insuficiencias, chocherías y limitaciones, aprenderemos a quererlo y respetarlo, y con él, a toda su triste y desfavorecida clientela; en él dejamos parte de nuestras vidas y las peripecias allí ocurridas se acunarán por siempre en nuestros recuerdos con indeleble resplandor; así que cuando las rememoremos, renacerá en nuestros rostros una sonrisa agradecida y desfilarán nítidamente ante nuestros ojos las imágenes de profesores, compañeros, enfermeras y personajes adoloridos que se grabaron a perpetuidad en nuestra biografía. Épocas de gran insuficiencia y temor, de pureza y candidez, de garra y decisión, de grandes derrotas y muy pequeños triunfos que nunca más han de volver… y menos hoy día donde la destrucción campea y el lenguaje del mandón es acerado filo que avienta hacia el exilio a médicos jóvenes soñadores… como aquel que fui yo…

   Y como en el enamorado, recurre con desesperación, celos, tristeza y angustia el lejano recuerdo del amor ya perdido, Gustavo Adolfo [1] y sus ¨volverán las oscuras golondrinas¨, se hará presente esta vez en las dos estrofas finales de su poema, para recordar el amor puro, el amor agradecido, el amor desinteresado, el amor vivificante de un simple interno cagaleche por su paciente y su querido hospital…

 

Volverán del amor en tus oídos

Las palabras ardientes a sonar,

Tu corazón de tu profundo sueño

Tal vez despertará.

 

Pero mudo y absorto y de rodillas

Como se adora a Dios ante su altar,

Como yo te he querido…, desengáñate…,

¡así… no te querrán!

 

[1] Bécquer , Gustavo Adolfo (1836, Sevilla-1870, Madrid)