No hay nada más gratificante para un médico que servir y dedicar su arte al más desasistido, al enfermo incógnito, a ese paciente anónimo del hospital público, una vez tras otra relegado y engañado que pulula en el inmenso burgo de los pobres; ese que cuenta su historia con pena resignada, que sabe que tal vez no vamos a resolverle nada, pero que abriga una esperanza y clama por un tranquilo escucha.
¨Vive mejor el pobre dotado de esperanza que el rico sin ella»
Ramón Llull
No vendría a ser ella la excepción en aquella improvisada sala de espera con pocas sillas desvencijadas y muchos otros anhelantes de acres olores compartidos. Iba los martes sin cita a la consulta de medicina interna, siempre cargando el olor de su mal sudor y el hedor del tugurio hermético donde se enconchaba, mostrando las manchas… más que manchas, costras hidrosolubles, vástagos de la ausencia de un baño de cuerpo presente, de cuerpo entero… Era un lujo inalcanzable en aquel cerro infesto de basura, excretas de gentes y animales e impertinente vocinglería.
Eran tiempos en que la consulta era el reino de la enfermera jefe; una que no permitía pacientes sin cita, pues sin piedad ni atenuante, lo consideraba un desafío a su autoridad. Con su cofia y uniforme de impoluto blanco portaba sobre su brazo izquierdo una pila de historias que distribuía en forma aleatoria entre adjuntos, residentes y estudiantes; poquitas para los adjuntos, muchas para los residentes e inexplicablemente y hasta este tiempo, para los alumnos, los más inexpertos y carentes, eran nada menos que las historias de primera; eran ellos y son los encargados de realizarlas para presentarlas a los adjuntos con sus inseguros hallazgos, siempre con la soterrada ayuda de nosotros, los residentes .
Y allí, campante se presentaba ella, Caridad Mendieta, edad indeterminada -aunque decía tener cuarenta pero tal vez con una larga sesentena encima, cuajada de arrugas y aparentando mucha más edad, con ni siquiera un primer grado de instrucción, pero con título de sirvienta de adentro, y en su plenitud, diestra en el almidonado y aplanchado de camisas blancas, por aquello de que la vida magra y sus privaciones acumuladas trata muy mal a los pobres. Sus redondeces fofas eran denuncia de su mala nutrición donde las harinas predominaban y las proteínas no existían. No tenía familia, vivía en un rancho de paredes y techo de láminas de zinc, un ventanuco y un candado que podría abrirse con un gancho de pelo. Se asomaba a mi puerta cuando salía un paciente y burlando la veladora de blanco se introducía subrepticiamente en la estancia…
Sus únicas pertenencias eran una cocinilla de kerosene, una olla sancochera, un perro famélico, noble compañero de desgracias con quien compartía el escaso alimento que algunos vecinos le aproximaban. Ah, pero además un foco de 20 bujías pendiente de un cable en el techo donde sesteaban las moscas, que esparcía una luz espesa y mortecina, y una pequeña radio que le distraía de la permanente vulgar algarabía del vecindario; todo ello conectado a una maraña de cables en un poste a la diestra del rancho de donde todos se robaban la energía eléctrica. Como protección me contaba que había tenido un viejo revólver, al que llamó un ¨mitigüirson¨ –Smith & Wesson– que no recuerda de dónde lo sacó y que por guardarlo en un hueco en la tierra se había oxidado totalmente y ahora era sólo desperdicio y herrumbre; además, un machete de esos antaño llamados ¨cola e ‘gallo¨ o ¨tres canales¨ que de tanto usarlo su filo parecía más bien una mueca desdentada… En una intrusión desconsiderada se lo robaron. Así que sólo dependía de la olla sancochera… Tuvo varios hombres, hombres para poco, espectros en su memoria, que la tomaron como pasatiempo de sus borracheras. No tuvo hijos, quizá la responsable fue una posible infección pelviana por Neisseria gonorrhoeae que taponó sus trompas de Falopio impidiendo el beso del óvulo y el espermatozoide. Cuando sus carnes se hicieron más fofas y sus mamas se estiraron, ya ningún hombre volteó mirada hacia ella…
Conocí a una persona tan pobre que lo único que tenía era dinero.
Entre crujidos audibles y dolores de sus rodillas picadas por la artrosis, bajaba desde el cerro infesto por la serpenteante escalera de mil y un peldaños que le separaba de la tierra plana, y así luego de largas cuadras cargando su cruz sin un Simón Cirineo compasivo, se me aparecía sin cita, por supuesto, pidiéndome que la atendiera. La enfermera jefa en tono de reclamo vociferaba,
-¨¡Mire doctor Muci, dígale a su paciente que se bañe…!¨
¿Cómo decírselo si de donde venía el agua era opulencia…? De todos mis pacientes era ella la del hedor más penetrante; pero, ¿cómo no examinarle? ¿cómo no posar mis manos en su cuerpo hastiado de sucio antiguo? ¿cómo no ejercer la pericia del internista empleando mis manos perceptivas? Y entonces le examinaba las carencias de su cuerpo y sus rodillas hipertróficas rellenas de vidrio molido; se me estremecía el corazón al ver sus dedos como garabatos, doblados por la inclemente artrosis, infame aliada del paso de los días, con sus nódulos de Heberden y Bouchard, los dos ligaditos con la rizartrosis del pulgar, tarjeta de presentación de la coyuntura dolorosa más frecuente…
Recuerdo la tarde del día en que no más horas antes me había visitado Caridad; una elegante paciente de mi consulta privada enfutracada en un Christian Dior ajustado y perfumada con Chanel N° 5, se excusó con rubor porque no había podido bañarse ese día… Sonreí para mis adentros… de haber sabido ella la historia recién ocurrida esa misma mañana y que les relato, se hubiera negado a dejarse tocar por mis manos… Me provocó decirle una irreverencia, comentarle de mi otra paciente,
-¨Señora, no se preocupe usted, ¿le cuento de la paciente que atendí esta mañana en mi hospital…? ¨
Pero me abstuve, cada quien pues, vive su vida, en ausencia de los demás… la pobreza es según dicen los idólatras del liberalismo, el castigo de los vagos. Pero debemos aceptarlo, somos náufragos de una sociedad narcotizada, insensible ante el sufrimiento de los demás y las excusas abundan. ¿Cómo entender y sacar a Caridad del anonimato en el que le había hundido la indiferencia social?
El infierno está en este mundo y consiste en ser viejo, pobre y enfermo.
Y así, resistiendo aquella vida invivible, llegó a contarme que dormía con la bombilla prendida y la olla sancochera con agua hirviendo, su única protección en aquellas noches de calor, sudor y susto. En más de una ocasión había echado agua hirviente a más de un malparido por el ventanuco al tiempo que ella misma se había quemado con el agua que rebotaba… No podía llorar yo con ella cuando me lanzó la desgarradora confesión; el médico necesariamente tiene que establecer una distancia razonable entre las desdichas del paciente y su propio yo, un recurso para evitar ser agredido por verdades dolorosas y poder realizar su misión con la mayor objetividad y eficiencia posibles.
Un postrero martes repitió su visita; con la cara amoratada me contó que la noche anterior unos zagaletones entraron a lo juro en su rancho; la maltrataron, la violaron y le robaron su radio y se llevaron la cocinilla y la bombilla. Ella bañó de agua hirviente a uno de ellos. Corrieron sin dejar de proferirle amenazas, al parecer, un ultimátum al portador. Para no variar, la policía no la tomó en serio. Yo no sabía qué decirle, o si darle dinero para que comprara una nueva radio o regalársela yo… Solo quiso hacerme solidario de su soledad y dolor… Fue la consulta más corta… Nunca más volvió… Quizá intuyendo el destino que le aguardaba allá en el rancho… una definitiva despedida…
“No se ve bien sino con el corazón, lo esencial es invisible a los ojos”
El Principito, Antoine de Saint-Exupéry
¿Qué quiso decirme, que quiso de la vida enseñarme Caridad, la desahuciada, la de las magras pertenencias y la cara cuajada de arrugas de desolación? Ahora sé lo que tal vez quería decirme… Mirad a los ojos de la pobreza; esa que yo no había conocido porque venía de cama blanda pero que ella, con su vida, me mostraba…
La vida del médico está tejida de lecciones edificantes, la más de las veces dictadas por los pobres, no ¨interesantes¨ porque tuvieran una hemopatía maligna, un lupus sistémico o un revesado síndrome febril prolongado, desafíos del intelecto, si no por la álgida soledad que llevan implícitas.
En el ¨Sermón de la Montaña¨, que en cierta forma tipifica la cartilla del cristianismo, se coloca al frente de todas las Bienaventuranzas el elogio de la pobreza: ¨Bienaventurados los pobres en espíritu, pues de ellos es el Reino de los cielos¨ (Mateo., 5, 3).