Elogio de las funciones automáticas… El síndrome e de la maldición de Ondina

  • El silencio constituye el fenómeno más singular de la salud. Esa cualidad en un muy amplio sentido no admite queja, ruido o protesta. Los movimientos de cualesquier orden como la respiración, el roce de las articulaciones, la circulación sanguínea en la que se mueve por minuto una enorme masa líquida, la función renal que filtra y regula una gran cantidad de volumen de fluidos por minuto, los procesos de combustión interna, las mil batallas que nuestro sistema inmunológico despliega minuto a minuto, el sistema visual en su exquisita complejidad trabajando en búsqueda de patrones y diseños con orden, hermosura y discreción, miríadas de fotones impresionando los fotorreceptores retinianos, todo, todo ello se desarrolla en medio de un profundo silencio donde la pedantería no cabe… como en todas las cosas de Dios.

Esta característica del silencio, de especial relieve es sin duda, uno de los hechos más misteriosos y sugestivos: no en balde los griegos elevaron el silencio a la categoría de divinidad y Harpócratas el de las pisadas sin huellas fue su dios, pero también simbolizaba el sol del amanecer o del invierno y la renovación constante, y fue quizá por ello que el gran cirujano francés, René Leriche (1879-1955), definió la salud en poética sentencia:

«La salud es la vida vivida en el silencio de los órganos».

La respiración de un individuo saludable es un proceso fundamentalmente automático e inconsciente, controlado por el denominado «centro respiratorio». El bulbo raquídeo es el responsable de su control, demostrado porque la sección del tronco por debajo de él, bloquea la respiración, pero si la sección se produce por debajo de la protuberancia, únicamente se acaecen alteraciones del patrón respiratorio.

Al igual que las ninfas, náyades, nereidas y sirenas de la mitología griegas, en las mitologías germánica y escandinava, han existido desde antiguo seres habitantes de las profundidades de las aguas dulces llamadas nixos, espíritus femeninos carentes de alma que podían adquirirla si casaban con un mortal. Ondina era una ninfa del agua muy hermosa y, como todas las ninfas, inmortal. La única amenaza para su felicidad eterna era enamorarse de un mortal y dar a luz un hijo fruto de la relación. Ello se pagaba caro, significaba la pérdida inmediata de la inmortalidad.

El alemán Friedrich Heinrich Karl, barón de la Motte-Fouqué (1777-1843), se inspiró en el Libro de las ninfas, sílfides, pigmeos, salamandras y de otros espíritus, de Paracelso (1493-1541), para publicar en 1811 un cuento intitulado Undine con un estilo literario algo arcaico; se trata de un relato verdaderamente mágico, con ciertos toques siniestros brindados por los escenarios, los misterios que encierran, y que en cierto modo, los personajes no parecen dueños de su propio destino a tenor de lo ocurrido una vez finalizada su lectura. Basado en leyendas germánicas medievales alcanzó resonado éxito; se dice que fue el libro que leía el compositor y ensayista Richard Wagner (1813-1883) el día en que murió.

La trama de esta novela corta reúne elementos característicos del romanticismo alemán. Ondina (Undina) fue criada desde los 3 años por un matrimonio de pescadores que había perdido una niña de la misma edad. A los 18 años se enamora del conde Hulbrand von Ringstetten y se casa con él. Cierto día mientras navegan por el Danubio en compañía Bertalda, antigua prometida del conde, Ondina se sumerge en el río para recuperar el collar que los espíritus del agua han robado a Bertalda.

Cuando emerge con un hermoso collar de coral en la mano, Huldbrand la maldice furioso; por esto, debe regresar al palacio subacuático de su malvado tío Kühleborn quien condena al conde a morir si vuelve a casarse. Tras la supuesta muerte de Ondina, Huldbrand se casa con Bertalda en segundas nupcias. Tras la ceremonia nupcial, Bertalda abre el pozo del castillo, de cuyas aguas emerge Ondina para recordar a Huldbrand el triste destino de un marido infiel; el conde acepta su sino y solicita que, si va a morir le gustaría al menos que fuera por un beso de Ondina; de esa forma ella que nunca ha dejado de amarlo, posa sus labios sobre los de él y le abraza con fuerza hasta asfixiarlo. Se cumple así el sino de Huldbrand quien le relata a la joven el suplicio en que se ha convertido su vida desde que ella le abandonara, seis meses antes: ¨Un momento de descuido y me olvidaría de oír, respirar… Ha muerto, dirán, porque se cansó de respirar…¨.

Desde ese momento Ondina presta su nombre a la medicina para designar un trastorno del automatismo respiratorio por el que los pacientes se olvidan de respirar en cuanto se duermen, pero conservando intacto el control voluntario de la respiración. Este síndrome de hipoventilación alveolar primario comparte características parecidas al síndrome de Pickwick, uno relacionado con la obesidad morbosa (1), pero en este caso se explica por una disfunción en la regulación neurovegetativa de la respiración. Corresponde su descripción a Severinghaus y Mitchel en 1962 (2) quienes describieron tres pacientes sometidos a una intervención neuroquirúrgica en un área cercana a la región medular alta, que presentaban períodos prolongados de apnea por pérdida del control automático de la respiración, pero en los que el control voluntario se mantenía intacto, vale decir, que podían respirar normalmente si se les ordenaba, no obstante, mientras dormían precisaban ser conectados a un respirador para no morir por apnea. Sin embargo, existen registros previos, en 1951 Sarnof y cols. (3) describen dos pacientes con poliomielitis bulbar, de los cuales el primero corresponde a un caso de pérdida del automatismo respiratorio. En 1950, Ratto y cols. (4) comunica otro caso en un paciente con policitemia donde por exclusión se realizó un diagnóstico de depresión específica del centro respiratorio medular. En 1997, Navarro (5), realiza una extensa y completa revisión de la condición, de su personaje literario, del síndrome clínico y de la polémica suscitada en torno a objeciones de carácter científico y literario.

  • La Diosa Fortuna me acompañó ese día… Presencié uno esos problemas clínicos que los médicos llamamos «fascinomas». Una de esas extrañas ofrendas que nos hace la naturaleza desviada, que por sus características tan particulares son a la vez fascinantes y excepcionales:

Coincidimos al llegar a la Unidad de Cuidados Intensivos. Ella, en una camilla, y yo, por mis propios pasos a mirar un paciente mío allí recluido. La traían directamente desde el pabellón de cirugía: Cursando la tarde de la vida, blanca, delgada, perfilada… inconsciente. Recién le habían practicado una traqueostomía. Una antigua parálisis de las cuerdas vocales que había pasado desapercibida por más de veinte años, le hacía casi imposible respirar. Cada vez que inspiraba, emitía un sonido agudo semejante al de un silbido, que expresaba la dificultad del aire al pasar.

¿Cómo había pasado por alto aquel «estridor laríngeo» tantos años sin ser reconocido? Debido a su condición, había sido necesario abrir una ventana en su tráquea —el gran tubo aire por donde entra y sale el aire de los pulmones— inmediatamente por debajo de la nuez de Adán-, para permitirle respirar mejor… Por encontrarme allí, escuché el diálogo entre el anestesiólogo y el intensivista: -«¡Creí que se me moría en pabellón, -dijo el primero— se me puso cianótica, morada como una uva…!». El otro preguntó: «¿Utilizaron alguna medicación preanestésica, algún opiáceo, alguna benzodiacepina?» -«No, no, que va… todo fue realizado con anestesia local, sólo se usó lidocaína local…!» .

-«¿Cómo se llama la doñita?», preguntó el intensivista -«Su nombre es Esperanza… -respondió el otro-. Allí comenzaron a cachetearla, al tiempo que en voz alta repetían, «¡Esperanza…!, ¡Esperanza… despierta, despierta…!». Con algún trabajo, abría los párpados y entonces respiraba. Rápidamente, aquel tinte ceniciento desaparecía de su cara y las uñas amoratadas reasumían su color rosado normal. Luego volvía de nuevo a dormirse. Era como si sus párpados conectados con el bulbo raquídeo, al caer por efecto del sueño, bajaran un interruptor que desconectaba totalmente la respiración. Otra vez comenzaba el ciclo alterno aquel, de colores, del azul al violeta, del ceniciento casi al negro, el cacheteo y de nuevo al rosado «¡Esperanza…!, ¡Esperanza… no puedes dormirte…!”

¿Qué podría haber ocurrido entonces para que se produjera todo este caos respiratorio? Esta señora, a lo largo de los años, se había habituado a vivir en una atmósfera pobre en oxígeno como si la acompañara un aura, como si estuviera metida en una burbuja con el aire de La Paz, que por sus tres mil y pico de metros de altitud, le regatea el oxígeno a los bolivianos. Sus alvéolos pulmonares tampoco se ventilaban bien, no siendo capaces de eliminar el excesivo anhídrido carbónico que se acumulaba en su sangre y que era responsable de su narcosis, el hecho de dormirse en cualquier sitio…

Sus centros de comando respiratorio ubicados en el bulbo raquídeo habían aprendido a funcionar, a ponerse en marcha, cuando la concentración de anhídrido carbónico se elevara mucho. El mecanismo pues, había sido graduado en una nueva forma, diferente a la de todo el mundo. Así, que la traqueostomía practicada para mejorarla, de repente, había trastrocado todo un mecanismo de compensación fraguado trabajosamente en años… ¡La concentración de oxígeno que nos da la vida podía matarla a ella! Cuando le extrajeron la sangre de una arteria, en vez de roja rutilante y fluida, era espesa y oscura, tirando al violeta. Como expresión de su hambre de oxígeno, su hemoglobina y su hematocrito se habían elevado una barbaridad 19.2 gr/ dL y 66 %, respectivamente. El contenido de anhídrido carbónico en su sangre alcanzaba 92% y la concentración de oxígeno apenas 58%, todos parámetros muy anormales, pero al mismo tiempo, normales para ella… En su cuello se percibía un rítmico tremolar de ondas y depresiones, que traducían un gran aumento de presión en su corazón derecho… -«¡Esperanza…! ¡Esperanza… respira, respira vale por favor!, le decía una enfermera cacheteándola…».

Tal vez en una forma muy simple, llámela usted primitiva sí lo quiere, he pensado que las enfermedades se parecen a los animales. En mi primer libro sobre Ciencias Naturales de cuarto grado, allá en el Colegio de La Salle de Valencia, recuerdo una fotografía del ornitorrinco, un mamífero australiano cuyo hocico prolongado y córneo lo hacía parecerse al pico de un pato. ¡Para mí, otro «fascinoma» que nunca más olvidé! Aseguraba para mis adentros que si alguna vez le veía lejos de Tasmania y de cuerpo presente, por seguro que lo reconocería de inmediato. Años más tarde vino la Facultad de Medicina de la Universidad Central de Venezuela, y por ende, el inicio en mi memoria de una larga colección de enfermedades. ¿Cómo recordar tantas? Mi retentiva nunca fue muy buena; tenía que ingeniármelas. Y así, no me aprendía las enfermedades, me imaginaba a los pacientes que las sufrirían, los síntomas, su forma de caminar, su aspecto, cómo vendrían a mí, en qué sitio me toparía con ellos, qué encontraría al examinarlos, alguna pista que me iluminara el diagnóstico…

Todo eso, porque enfermedad es expresión, en su más variados aspectos. El enfermo, con su ser inigualable, moldea, matiza del todo esa expresión, transformándola en algo que le es muy propio, algo que le es único e irrepetible. Los médicos, confundidos, llamamos a eso «atipicidad». ¿Cómo no ser atípicos si los seres humanos en nuestra inmensa variedad no somos típicos? La enfermedad es entonces un revoltillo de biografía, gestos, facies, color y ruido, olor y dolor, síntoma y signo clínico, ristra de jeroglíficos a ser interpretados adecuadamente, piezas para organizar, eslabones para integrar, fragmentos que unidos tengan un sentido…

Es por ello que el diagnóstico puede ser tan difícil, pues a menudo las partes nos confunden y su reconocimiento escapa a nuestras manos.

¡Qué frustración! ¡Qué dolor!, ver que un paciente se nos va de las manos sin un diagnóstico, sin un enemigo reconocible cuyo flanco débil conozcamos para doblegarle y acabarle, o definitivamente porque es más fuerte que el cuerpo donde se aposenta y las armas con las que le combatimos… ¡No me cabía dudas! No la había visto nunca, pero como el ornitorrinco de mi libro infantil, vaya si le conocía… Esperanza era presa de la maldición de Ondina, una condición que le roba la respiración al cuerpo, donde existe un anatema del control automático de la ventilación con integridad de su control voluntario… Sencillo, si uno no respira voluntariamente, si uno se olvida de respirar o se duerme, deja de respirar  y muere…

¿Ondina?, y ¿quién es Ondina? me preguntaron mis colegas y se preguntará usted. Les mencioné una versión diferente a la narrada anteriormente: «Ondina, la Ninfa de las Aguas», fue la escrita por el novelista francés Jean Giraudoux (1882-1944), quien escribió su comedia Ondina basado en la siguiente leyenda, en la cual, por cierto, no se menciona maldición alguna: Cuando sólo contaba tres años, Ondina fue encontrada en un lago por un pescador y su esposa quienes la criaron. Cuando cumplió 18, se enamoró de un viajero llamado Hans o según otra versión, Hulbrand, quien iba en una diligencia impuesta por su compañera Bertha. Ondina se ganó el afecto de Hans y este la desposó. Después que ambos casaron, ella le enteró de su origen. Era hija del poderoso «Príncipe de las Aguas del Mediterráneo», pero siendo una reina, carecería de alma hasta no casarse con un mortal. Ello le conferiría humildad, benevolencia y previsión. De vuelta al castillo de Hans donde le esperaba su compañera Bertha tuvo lugar un «ménage a trois« en el cual Bertha, continuó siendo la favorita.

En una ocasión en que los tres viajaban en barco por el Danubio, un espíritu del agua emergió y le arrebató un collar a Bertha. Hans se enfureció con ellos y los maldijo incluyendo sin percatarse a su esposa. Había olvidado la admonición que aquella le hiciera de nunca expresarse de mala manera al encontrarse cerca del agua en su compañía. En castigo, Ondina tuvo que morir, volviendo al agua de donde había salido.

Después de la muerte de Ondina, Hans y Bertha deciden casarse olvidando el destino que estaba reservado a un marido infiel. Después del matrimonio, el «Príncipe de las Ondinas» demanda la muerte de Hans por haber roto el pacto de amor. En vano Ondina intercede ante su padre. El Príncipe le permite hablar con Hans por última vez, luego de lo cual, todo se borraría de su memoria.  El infiel de Hans ya sentenciado conversa con ella por última vez y le dice lamentándose: «Todas las cosas que mi cuerpo debe hacer, tengo que ordenarle que las haga. Sólo puedo ver, si ordeno a mis ojos que vean… Un momento de inatención y me olvido de oír… Un simple olvido, y dejo de respirar…».

Todo el control automático de las funciones orgánicas le había sido eliminado. A la final, Hans se queda dormido y muere… Más la historia de Esperanza no tuvo el trágico epílogo de Hans. Unas pocas horas en un respirador automático, un período de adaptación progresiva a su nuevo estado, permitieron que ocurriera un nuevo y maravilloso reajuste.

¡Un melodioso canto a las tendencias de vida!

¡Una callada alabanza al orgullo de la Creación, el ser humano…!

Aunque existe gran controversia en torno al síndrome de la maldición de Ondina y su relación con la hipoventilación alveolar primaria asociada a un fallo en la regulación neurovegetativa de la respiración, la poesía en él involucrada permite recordar su presencia como entidad clínica.

Referencias

  1. Muci-Mendoza R. La neurología en un personaje de Dickens… Síndrome Pickwickiano, apneas, hipopneas del sueño e hipertensión intracraneal. Gac Méd Caracas 2009;117(2):154-162
  2. Seveinghaus JW, Mitchell RA. Ondine’ curse- Failure of respiratory center automaticity while awake. Clin Res. 1962;10:122.
  3. Sarnof SJ, Whitenberger JL, Affeldt JE. Hypoventilation syndrome: JAMA 1951;147:30-34.
  4. Ratto O, Briscoe WA, Morton JW, Comroe JH. Anoxemia secondary to polycythemia and polycythemia secondary to anoxemia. Am J Med. 1955;19:958-965.
  5. Giraudoux J. Ondine. Pièce en trois actes d´après le conte de Frèdèric de la Motte-Fouqué. Paris. Grasset, 1939
  6. Navarro FA. Dos personajes literarios en el lenguaje de la neurología: Ondina (II). Rev Neurol 1997;25 (146):1629-1635.