- Eran tiempos de mi mocedad; durante mi internado y por razones que todavía desconozco, permanecí todo un año en un servicio de cirugía; no era la cirugía lo mío. Más admiraba a los internistas, que con simples datos recogidos a la vera del enfermo y a lo Sherlock Holmes, hacían un despliegue de deducción, inducción y análisis para arribar al buen puerto del diagnóstico, única premisa para instaurar un tratamiento efectivo…
¿Por qué yo? El internado debía prepararme en las clínicas madres, pero sólo por seis meses, que, en mi caso se transformaron en un año; así que no tenía otro remedio que integrarme y aprender; de esa forma entendí mi permanencia en las salas 15 y 16 del Hospital Vargas de Caracas, servicio del doctor Fernando Rubén Coronil (1911-2004), profesor universitario, académico, maestro de generaciones y uno de los forjadores de la moderna escuela quirúrgica venezolana. Su postura ética, moral y de cirujano de férrea formación, también fue para mí un atractivo y un acicate. Traté pues de hacerlo lo mejor posible, cumpliendo más allá de mis deberes. Pero ahora sólo quiero referirme a la cirugía de entonces que yo conocí y a la pléyade de nobles cirujanos que le acompañaban; entre otros, Eduardo Carbonell, gran cirujano de vías biliares, sencillo, justo, atento y caballeroso, un alma buena; Armando Álvarez de Lugo discreto y muy diestro; José María Cartaya, recién entrenado en Houston, hábil y comprometido cirujano cardiovascular, Robinson Gómez, J. López Ulloa y tantos otros, unos brillantes, otros más bien oscuros… Un grupo de residentes en formación de gran calidad humana y dispuestos a ayudarnos, Armando Parra Calderón, Gustavo Villalba, Adolfo Koelzow...
Mi interés no era operar, solamente deseaba aprender conductas ante un paciente presumiblemente quirúrgico. Ayudé muchas cirugías como tercer ayudante –claro está- y en más de una ocasión recibí un ¨pinzazo¨ del maestro Coronil en la mano, que descuidada, se insinuaba en el campo operatorio obstruyendo su visión con la consabida frase, ¨¡Niño, niño, niño…!¨ seguido del golpe seco con la pinza de Crile más grande y pesada a la mano. La cirugía biliar era el ¨coco¨ de aquellos tiempos. Si se hacía mal o con festinación, significaba un calvario y aún la muerte para el paciente. De una certera incisión con un bisturí, se iba desde el epigastrio hasta el hipocondrio derecho costeando la arcada costal y con gala de tino se llegaba casi al peritoneo parietal mientras se iban colocando pinzas hemostáticas; luego el cirujano introducía la mano en el abdomen y palpaba los órganos de cercanía; identificaba ganglios recrecidos, estructuras arteriales y conductos biliares y extirpaba la vesícula.
Luego vendría el posoperatorio, que podía ser festivo y sin quejas, o malicioso, pues de repente hacía su entrada el decúbito forzoso prolongado, el molesto íleo llamado paralítico o adinámico, la distensión abdominal, quizá vómitos, y bipedestación dolorosa, según el caso a las 24 o 48 horas y el ayuno seguido de líquidos cuando se restableciera el peristaltismo intestinal o ¨movida de mata de las tripas¨ con la bienvenida parranda de flatos ofensivos o inofensivos. Luego a caminar por el pasillo y la consabida espera para retirar el dren de látex y luego el ¨Portovac®¨, un contenedor que absorbía el remanente de sangre que manaba en el lecho operatorio para que no irritara el peritoneo. Rogábamos porque no se infectara la herida ni porque algún tiempo más tarde se produjera una eventración…
¡Qué diferencia con el hoy de la cirugía laparoscópica mínimamente invasiva! El aparato utilizado se llama torre laparoscópica contentiva de una fibra óptica que ilumina la cavidad peritoneal permitiendo verla toda en imagen real al favor de una cámara conectada a la lente. Dos o tres pequeñas incisiones en el abdomen (habitualmente entre 0,5 y 1,5 centímetros) permiten su entrada en el cuerpo, revisión, identificación de estructuras anatómicas, extirpación de la vesícula bajo control visual; todo listo, a la cama y en pocos momentos a caminar y a comer y a las 24 o 48 horas en casa… Es la bendición de la tecnología, producto de la inspiración divina en la obra del hombre.
Y es que la medicina de las tres últimas décadas del siglo XX y ahora del siglo XXI que ya ha alcanzado la segunda década de una centuria que transcurre rauda, nos deja boquiabiertos por tantos descubrimientos en el área de las ciencias básicas y su aplicación en el enfermo real, así como en las diferentes tecnologías concernientes a instrumentos y medicación inteligente. No nos cabe duda que el perfil que adoptará en los años por venir será el de la biología molecular, cuando habremos de asistir a cómo se realizarán cambios en alguna de las ínfimas diferencias en la configuración genética, incluso de una sola base de los 3000 millones que configuran cada hélice de ADN, lo que será determinante en el funcionamiento adecuado de un medicamento o en la aparición de efectos secundarios, y desde ella, evolucionarán nuevas clasificaciones y tratamientos de las enfermedades cuando todavía no hayan traspasado el horizonte clínico para hacerse evidentes a los ojos del clínico.
En el área de la comunicación electrónica se replanteará y modificará la relación entre el médico y su paciente, acentuándose tal vez la crisis surgida desde la sociedad y de sus gobiernos con sus campañas de desprestigio al maltratado arte, que transforma pacientes en potenciales enemigos en busca de litigio y compensación, y que deviene en una merma de ese, su renombre ancestral, conducente a la caída del pedestal donde se mantuvo por centurias. Se pondrá a prueba la vocación del médico en momentos en que se presagia el nacimiento de una nueva era donde la salud será más creíble e individualizada, pero también con riesgo de deshumanizarse aún más. La presencia de la poderosísima industria farmacéutica y de los seguros de salud hacen de los médicos títeres de un guiñol, sus esclavos, destruyendo la relación médico paciente y creando una nueva forma de hacer con poco tiempo para la comunicación y mucho para la tecnología tantas veces sin razonamiento. Ya ocurre en el país del norte; ya ocurría aquí entre nosotros –fieles e incondicionales seguidores de sus desaciertos-. La crisis –si es que corremos con suerte- tendrá que ser resuelta por el médico mismo y probará su consabida vocación de servicio.
De acuerdo a Michael Balint (1896-1970), ¨la presencia del médico y su propia persona, es la primera medicina que se prescribe a un paciente¨; pero en medio de todo este progreso tecnológico, aunque el médico deshumanizado no lo quiera saber, aún el paciente anhela un doctor que le sepa escuchar, y siendo que el escuchador sincero es determinante para ganar la confianza del enferm o, deberá también responder a sus preguntas y aclarar sus dudas mientras, en el decurso de la consulta, se propicia su sanación. Pero, la sociedad de consumo produce instrumentos y más instrumentos que inducen a su uso dejando a la medicina clásica y su cultor, el médico, como una inservible antigualla…
Los tratamientos biológicos continuarán generalizándose pues han iniciado un cambio favorable en la historia natural de algunas enfermedades inmunológicas, p. ej., la artritis reumatoidea, previniendo las deformidades y el daño orgánico, y en otras diversas variedades de cáncer como el mamario y los linfomas. En estas circunstancias, hay que atajar un enemigo oculto: la tuberculosis, el «Minotauro moderno «, como la llamara Razetti, que puede ganar vida desde un foco olvidado en algún lugar del cuerpo. Condiciones dolorosas y tristes como la demencia tipo Alzheimer, enfermedades desmielinizantes como la esclerosis múltiple y patologías degenerativas neurocerebrales, también podrán beneficiarse de tratamientos que incluyan tal vez vacunas y trasplante de células madre. Se desarrollará el novísimo campo de las prótesis electrónicas intraoculares para mejorar la visión de pacientes con distrofias retinianas, y particularmente con retinitis pigmentosa, implacable condición cegadora ¨pisapasito¨ y hasta el momento, fracaso de la terapéutica. Se vislumbra, además, un amanecer prometedor para las patologías neurológicas, pues existe febril investigación acerca de en qué forma, el tejido nervioso podría protegerse o regenerarse efectivamente, así que, por ejemplo, en un futuro tal vez no muy lejano, puedan tratarse pacientes con secciones medulares y cuadriplejía.
Todos estos descubrimientos no deben hacernos perder de vista acerca de la acentuada crisis humanitaria actual que lleva intrínseca un reto a superar para aquellos que queramos afrontarlo. A decir verdad, no es una crisis de la medicina en sí misma, sino de sus cultores, nosotros, los propios médicos, con nuestras trastocadas maneras de hacer, con nuestra humanidad reemplazada por materialismo y ausencia de profesionalismo. La Medicina de la Totalidad se revela pues, como el antídoto a esta crisis; como la bala mágica con la que soñara Paul Ehrlich (1854-1915), que iría solamente a remediar torceduras y entuertos dejando intacta la divina esencia del enfermo… Pero nosotros los médicos, como niños ensimismados en nuestros nuevos juguetes tecnológicos, hemos exhibido y exhibiremos fiera resistencia ante ella. Necesariamente, tiene que ser enseñada en las facultades de medicina, y luego hacerla vivir y crecer en el diario ejercicio profesional. Se trata en definitiva de una vuelta a la ¨humanización¨ de la medicina, al aprendizaje del arte, a un nuevo humanismo que conviva con el tecnicismo, pero no se supedite a él y a sus intereses, a una necesidad de volver a las bases hipocráticas de la medicina, al contacto, no al alejamiento afectivo interpuesto por la tecnología.
Ya Hipócrates sentó las bases de la medicina personal cuando a la cabecera del enfermo, confeccionaba la historia clínica. La enfermedad era considerada no solamente como un disturbio de la máquina orgánica, sino como un episodio, un accidente en la biografía del enfermo con todas las implicaciones fisiológicas, psíquicas, familiares y sociales que esta concepción lleva aparejada. El gran error fue el olvidar que el hombre es sujeto de su propia enfermedad. El motivo de esta desviación ha residido en una concepción maquinal del ser, que ha ignorado el componente espiritual del hombre. Desde el siglo XIX recomenzó a gestarse esa medicina de la persona que considera al hombre enfermo como un todo indisoluble que actúa y reacciona ante la enfermedad con todo su ser, sin que ninguna parcela de su anatomía, fisiología, sicología o mundo externo, sea ajena a esta reacción.
Sirvan de ejemplo estas dos citas de connotados internistas alemanes: Ernst Viktor von Leyden 1832-1910, Profesor de medicina y director de medicina interna en Königsberg, enseñaba a sus alumnos que el primer acto del tratamiento médico es el momento de dar la mano al paciente…, de dar la mano con simbolismo de compromiso y pacto moral[1].
Ludolf Krehl (1861-1937) escribió, “Si con nuestras débiles fuerzas no colaboráramos en la ulterior evolución de la medicina, la cual consiste en el ingreso de la personalidad del enfermo en el quehacer del médico, como objeto de investigación y de estimación, es decir, en la reinstauración de las ciencias del espíritu y de las relaciones de la vida entera como el otro de los fundamentos de la medicina, y en igualdad de derechos con la ciencia natural…”.
[1] Desde mis tiempos de estudiante existía una dicotomía en el saludo de bienvenida: Los pacientes del hospital nunca eran saludados con un apretón de manos (¿el por qué?); aquellos de la consulta privada sí recibían el apretón de manos. Siempre insistí e insisto en la imperiosa necesidad de acabar con este injusto comportamiento.
La Medicina de la Persona es en cierto modo la condena de la excesiva especialización, de la indiferencia con la que el especialista demasiado técnico contempla todo lo que no se halle confinado a su reducida parcela de acción. Una corriente de humanismo se está infiltrando entre los médicos jóvenes y debemos apoyarla y facilitarla.
Don José de Letamendi i de Manjarrés (1828-1897), Catedrático de Patología General de la Universidad de Madrid, siempre pidió que el médico, si quería comprender al hombre y en especial al hombre enfermo, tuviera una formación humanística y filosófica al lado de la técnica. Su famosa frase: «El médico que sólo de medicina sabe, ni de medicina sabe», resume toda su filosofía. La medicina antropológica de Viktor von Weizsäcker (1886-1957), demostró que los síntomas patológicos pueden ser símbolos de conflictos anímicos y que, hasta los pensamientos, pueden ser causa de enfermedad. La angustia existencial produce neurosis, las neurosis son traducidas por el organismo en trastornos funcionales, y éstos por un mecanismo de fijación, se transforman en enfermedades orgánicas. No hay que olvidar que cuando el médico llega a ver al paciente por esos síntomas, las raíces de la enfermedad están profundamente introducidas no sólo en la personalidad del paciente, sino en el cuerpo social donde éste se encuentra integrado, o mejor dicho en muchos casos no integrado.
De la medicina de la persona se pasa a la Medicina de la Totalidad, aquella que considera las raíces existenciales-espirituales del ser humano; una medicina integral, una medicina holística, de la que la propia medicina biológica con sus bases naturalistas forma parte, donde la actividad científica se da la mano con los problemas éticos y metafísicos traídos a la escena de un mundo de intereses comerciales, militares y religiosos que tratan de poner con éxito, a los médicos a su servicio, destruyendo de paso, la sanadora relación médico-paciente.
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