La polifarmacia, prescripción o administración de muchas drogas a la vez, es un mal milenario de la medicina, presente y creciente a lo largo de los siglos, y manifestación del cientificismo médico. Sus peligros espeluznan y como los estertores del edema agudo del pulmón –grado superlativo de la insuficiencia cardíaca-, van aumentando en marea ascendente a medida que crece la complejidad en las moléculas químicas de las drogas que utilizamos. Es parte de la llamada ¨terapéutica agresiva¨, de la ¨terapia de choque¨, estremecedor nombre por la cual uno imagina al paciente siendo atropellado por un camión cargado de plomo.
El empleo inmoderado de innumerables drogas al mismo tiempo, la disparatada exageración de las dosis empleadas o el ligero uso de los llamados remedios heroicos, la abusiva indicación y ejecución excesiva de intervenciones quirúrgicas de todo pelaje, constituyen un feo lunar en la esbelta figura de la medicina. Solón de Atenas (640 a. C.-559 a. C.), acuñó la máxima ¨Nada en exceso, todo con medida¨, para guiar el comportamiento práctico de los hombres y en nuestra época como nunca, es aplicable a los médicos y a sus tratamientos.
Conociendo hoy más que nunca la fisiología y las bases de la terapéutica, esta última sigue siendo anti fisiológica o se apoya sobre la base de teorías pseudo terapéuticas, inaplicables a la especie humana.
Benito Jerónimo Feijóo y Montenegro, o a secas, el Padre Feijóo (1676-1764), monje benedictino que constituyó la figura más destacada de la primera ilustración española, fue un ensayista y polígrafo español y gran representante del criticismo español de la primera mitad del siglo XVIII. En muchos pasajes de su extensa obra escrita alzó su autorizada voz, llena de secular ascendiente, para condenar la insensatez terapéutica que incontenible, ya medraba por aquellos tiempos. ¨Infame práctica¨ llamaba el cura a la polifarmacia de su tiempo, adjetivo que hoy retrata esos recargados récipes de médicos de pluma fácil, que todos los días vemos donde se combina la aspirina con las milagrosas estatinas, antihipertensivos en dos dosis diarias, betabloqueantes, analgésicos, anticoagulantes, antiagregantes plaquetarios y por supuesto, un antiinflamatorio, sin pensar mucho en los velados efectos secundarios e interacciones medicamentosas que crean nuevos síntomas, a veces alarmantes, que son ¨combatidos¨… con nuevas prescripciones. El insigne fraile añadía que, ¨en el amplísimo almagacen de los remedios médicos, apenas pasan de tres o cuatro que se pueden llamar ciertos, quedando todos los demás en la línea de probables o dudosos¨.
Suscribimos el criterio del genial Feijóo y con su permiso aumentaríamos a quince o veinte la lista de nuestros remedios ciertos para recetar de uno en uno, dejando la bazofia y los tósigos para que otros las receten.
Con sobrada razón, el sabio doctor Enrique Tejera Guevara (1889-1980), de legendaria lengua cáustica y primer titular del recién creado Ministerio de Sanidad y Asistencia Social en 1936, decía a los médicos recién graduados: ¨¡Doctor, empadrone su título…!¨, haciendo alusión comparativa al registro o empadronamiento ante la autoridad de armas como fusiles o escopetas con el poder de un flamante título de médico cirujano, dispuesto, aceitado y pulido para escribir recetas y hacer desafueros terapéuticos.
Y es que los medicamentos y la indicación de exámenes complementarios, deben ser empleados como disparar con un rifle, un solo tiro y en el blanco… y nunca como una escopeta 16 con cartuchos de cien guáimaros: la llamada ¨terapéutica de escopetazo¨.
No hace nada, en el siglo XVIII, el cuerno del mítico del unicornio, las deyecciones de palomas, la piedra de bezoar, los testículos de un mono, la soga de un ahorcado y un largo etcétera de altísimos costes, en virtud de postulados teóricos que hoy consideramos ridículos, eran el grito de la moda terapéutica. ¿Cuántos de ellos aún forman parte del ¨arsenal o armamentario terapéutico¨ del médico moderno?, ¿Y que es un arsenal? En su segunda acepción la RAE nos dice: ¨Depósito o almacén de armas y otros efectos de guerra¨. ¿Guerra? ¿Guerra contra quien…? Pues contra la desapercibida integridad del ser humano enfermo.
Y es que muchos médicos suponen todavía que curar a los enfermos es aplastar la enfermedad –y al paciente con ella- con torrentes de drogas dirigidas a cada uno de los síntomas parcelados por cada especialista que mete la mano en su caldo, que a resultas, pondrán morado… Es la medicina sintomática, una queja= una pastilla, dos quejas=dos pastillas y así, cerca de 10 o 15 para liquidarlos a todos… Ilusiones, vanidad de vanidades, voy al paso de la actualización del conocimiento -se dirán-…
Ojalá cada una de esas drogas sirviera con eficiencia al fin que se pretende. Muchas veces el paciente lo que quiere y desea es una explicación sencilla acerca de lo que sufre, no sufre o cree sufrir, y con mucho, esa puede ser la única medicina que en forma de palabras le prescribamos, pues lo más importante es mantener la moral de los pacientes, y una buena moral es casi siempre la mejor terapéutica y a veces la única que nos es dable recetar. Algunas enfermedades no sólo no deben ser eliminadas sino que lo científico y especialmente prudente es respetarlas. Son respuestas de defensa de un organismo débil que sólo a la sombra bondadosa del samán que acoge al paciente, puede subsistir. Un cierto grado, un poquito de enfermedad es a veces, el único modo de prolongar la vida. Un error por demás pernicioso es considerar que el mejor médico es aquel que receta en demasía frente aquel otro que es prudente y parco en la prescripción. Con este falso supuesto el enfermo busca al médico recetador, que en palabras de Feijóo es ¨un homicida costoso¨.
¨Mujer enferma, mujer eterna¨.
Las personas enfermas suelen vivir muchos años; brota de mi memoria el caso de una enferma mía que llevé a cuestas por cerca de veinticinco años; cultivaba con esmero los pequeños males que la afligían sin darse cuenta que con ellos se vacunaba de los peligros de la gran enfermedad. Cuidadosamente anotadas llevaba sus quejas y aflicciones; pero no era suficientes, luego recordaba otras que habían escapado a su reláfica. Sus síntomas se sucedían uno tras del otro mientras ella los mimaba y a menudo me recriminaba lo vano de mis remedios; sin embargo, continuaba yendo a mi consulta y yo sabía que ella sabía que no quería que se los quitara… La mayoría de ellos eran de la esfera digestiva: todo le hacía daño y nada podía comer, se llenaba de gases, se le distendía el abdomen, percibía un sabor amargo en la boca, expulsaba flatos y eructos que con desparpajo me echaba en cara y diarrea o constipación que guardaba para su casa. Pesaba 45 kilos, la bola de Bichat había desaparecido de los malares de su rostro y podían contarse sus costillas y hasta los orificios del sacro. En mala hora desarrolló una demencia de Alzheimer. Olvidaba que había comido y a cada rato pedía se le alimentara, nada ahora le hacía daño y llegó a pesar 78 kilos… El sufrimiento hipocondríaco había sido aniquilado por la desmemoria y ya no se acordaba de sufrir. Pero la Parca inclemente a la final se la llevó en medio de una caritativa neumonía. Pero en la acera del frente existe ese otro, el hombre no aprensivo, el que siempre se jacta de su buena salud, el que hace del cuido su blasón, el que muestra una patografía limpia y un cuerpo de perfil olímpico… y el día menos pensado, le asalta un mal para el cual no está aguerrido y cae desportillado por la furia de un Tánatos hasta entonces acuclillado… Cuadra en él, el famoso dicho que me repito a diario, ¨La salud es un estado transitorio que no conduce a nada bueno… ¡Por ello es que no es fácil ser médico de seres humanos…!
La máquina de propaganda de la formidable industria farmacéutica moderna induce furia agresiva en algunos sectores de las nuevas generaciones médicas a realizar alianzas con el equívoco, al presentar sus productos con la garantía de la ilustre Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA), una agencia del Departamento de Salud y Servicios Humanos de los Estados Unidos, responsable de proteger y promover la salud pública a través de la regulación, supervisión de todo lo concerniente a la salud. ¡Santa palabra si ellos le dan su aprobación…! De gravedad no siempre paralela a su sabiduría, con la aceptación de un producto la Administración ejerce sobre el público y nosotros los médicos de buena fe el mismo poder mágico que los jeroglíficos, ritos y el batir de maracas ejercían sobre las mentes primitivas. Bien sabemos que en muchos casos resultarán drogas inoperantes, fallidas, peligrosas o simples placebos costosos, cuya acción se reduce a la no despreciable influencia que puedan ejercer por la vía de la sugestión. La lección de la talidomida, nunca fue aprendida…
Dale Console (1960), anterior director médico de la enorme e influyente Corporación Laboratorios Squibb asentó:
¨La industria farmacéutica es la única en
la que es posible hacer que la explotación
parezca un noble propósito¨.
Thomas S. Bodenheimer escribió, ¨Se estima que 130.000 personas mueren cada año en los EEUU por reacciones adversas a los medicamentos (Silverman y Lee, 1974:264). El 60 % de dichas medicaciones son enteramente innecesarias (Burack, 1970:49). En las naciones pobres del mundo, un millón de niños mueren cada año por desnutrición e infección causadas por el reemplazo de la lactancia materna por fórmulas infantiles comerciales (Newsweek, 1981). Los médicos de todo el mundo prescriben medicamentos con nombres comerciales que cuestan a los pacientes de 3 a 30 veces más que las drogas genéricas idénticas (Silverman y Lee, 1974:334). Ciertas drogas que no ofrecen seguridad y, prohibidas o limitadas en los EEUU son vendidas indiscriminadamente en los países subdesarrollados (Silverman et al. 1982) ¨. (Bodenheimer TS: La industria farmacéutica internacional y la salud de la población mundial. Cuadernos Médico Sociales nº 24 – junio de 1983).
En el pasado, se consideraba hasta normal que el médico ni viese al enfermo –equivaldría hoy día a la consulta telefónica, tantas veces suficiente-. Lo suyo era fundamentalmente saber y decidir. La percepción directa del enfermo no se tomaba en cuenta – ¿Qué piensa usted que le enfermó?-; no se consideraba que aportase nada decisivo para su curación, así que su fe no nacía de la visión del médico, sino del conocimiento de su dedicación al oficio. Pero donde se centraba finalmente toda la fe del enfermo, era en la medicina. La principal actividad del médico no era entonces visitar ni cuidar enfermos, sino «crear» para ellos las medicinas adecuadas. Era dar con la «fórmula magistral» o medicación destinada a un paciente en específico, donde se combinaban diversos constituyentes, que debían ser elaboradas por el farmacéutico o bajo su dirección, de acuerdo a la indicación del médico, y donde se ensamblaban expresamente las sustancias medicinales que se escribían, según las normas técnicas y científicas del arte farmacéutico combinando el mortero, el pilón y la balanza. El maestro Gabriel Trómpiz Graterol (1907-1985) era convencido partidario del arte de la fórmula magistral: ¨Tome un recetario y escriba doctor -nos decía- … esto, esto y esto, tantos gramos o granos, mézclese para un sello o cápsula de… y rotúlese con fórmula…¨. El ¨patentado¨ dio una puñalada trapera a la ¨fórmula magistral¨ y solo por ocasión se encuentra una farmacia dispuesta a elaborar estos complicados experimentos; así, que los cobran a precios de oro.
Otro punto álgido es el de la receta ininteligible, esa que sólo un experimentado farmacéutico -se supone-, puede interpretar o traducir, esa que se presta al equívoco y al daño iatrogénetico, esa que es bandera del médico prepotente, desconsiderado e irrespetuoso y del paciente que lo tolera. Con la receta computarizada, parte del desmán parece haberse solucionado, pero aún pterodáctilos trasnochados cruzan el firmamento de la receta médica sin que ellos mismos entiendan su escritura cuneiforme.
Hemos abandonado la tercera oreja que escucha, el consejo o la sugerencia en pos de la mítica receta sintomática que nos lleva menos tiempo en elaborar e ilusoriamente parece resolver problemas de comunicación y el olvido de las enseñanzas de los viejos maestros, cuya lección fue la recomendación de prudencia al ¨desenvainar¨ la pluma fuente y ahora el bolígrafo. Pero además, el efecto impactante y seductor de una farmacia o automercado de medicamentos bien dispuesta, con anaqueles llenos de promesas de salud en cajas atractivas y multicolores que nos inducen al consumismo exagerado y así, usted ve las personas leyendo las cajas policromadas y llevándoselas cuan si fueran muy preciados bienes o chocolates El Rey. Y existen además, aquellos que tienen ¨la suerte¨ de que también se las traigan del país mítico del Norte porque no creen en las elaboradas en el país; de nuevo, el magnetismo del nuevo medicamento que todos queremos recetar y que los pacientes quieren tomar…
- Y enviándome esta reláfica, mi tía María Burelli quiere ahondar en detalles acerca de la suerte de su tío Pancho, sujeto desprevenido y pasto de la receta fácil, castrado al final de sus días por una conjura familiar:
«Mi tío Pancho se encontraba bien de salud, hasta que su mujer, mi tía Betty, a instancias de su amiga Paty, le dijo:
– ¨Pancho, vas a cumplir 68 años, es hora de que te hagas una revisión médica¨ -¨¿Y para qué? –contestó el desde ese momento desdichado- si me siento muy bien¨.
-Porque la prevención es la primera medicina y debe hacerse ahora, cuando todavía te sientes joven-, contestó mi tía.
Por eso mi tío Pancho, empujado por las circunstancias, fue a consultar al médico.
El médico, con envidiable buen criterio, le mandó hacer exámenes y análisis de todo. Un tentar al demonio…
A los quince días el doctor le dijo que estaba bastante bien, pero que había algunos valores en los estudios fuera de rango que había que mejorar. Entonces le recetó atorvastatina para el colesterol, losartán potásico para el corazón y la hipertensión, metformina para prevenir la diabetes, un polivitamínico ¨para aumentar las defensas¨, amlodipino para la tensión y desloratadina para la alergia.
Como los medicamentos eran muchos y había que proteger el estómago, le indicó omeprazol y un diurético para los edemas producidos por el amlodipino.
Mi tío Pancho, fue a la farmacia y gastó una parte importante de su jubilación. Al tiempo, como no lograba recordar si las pastillas verdes para la alergia las debía tomar antes o después de las cápsulas para el estómago, y si las amarillas para el corazón, iban durante o al terminar las comidas, volvió al médico…
Este, luego de hacerle un pequeño cronograma con las ingestas, lo notó un poco tenso y algo contracturado, por lo que le agregó alprazolam y zolpidem para dormir.
Paradójica y sorprendentemente, mi tío, en lugar de estar mejor, se lo notaba cada día peor.
Tenía todos los remedios en un closet de la cocina destinado ad hoc y casi no salía de su casa, porque reloj en mano no pasaba momento del día en que no tuviera que tomar una pastilla.
Tan mala suerte tuvo mi tío Pancho, que a los pocos días se resfrió y mi tía como siempre, lo hizo acostar, pero esta vez, además del tilo, canela y el limón con miel, llamó al médico.
Presto, este le dijo que no era nada, pero le recetó Tapsín día y noche y Sanigrip con efedrina. Como le dio taquicardia le agregó atenolol y un antibiótico, amoxicilina de 1 gr cada 12 horas por 10 días. Le salieron hongos en la boca y herpes en los labios por lo que con muy buen criterio indicó, fluconazol y aciclovir.
Para colmo, mi tío Pancho se puso a leer los prospectos de todos los medicamentos que tomaba y así se enteró de las contraindicaciones, las advertencias, las precauciones, las reacciones adversas, los efectos colaterales y las interacciones farmacológicas. Lo que leía eran cosas terribles. No sólo podía morir, sino que además podía tener arritmias ventriculares, anormal sangrado, náuseas, hipertensión, insuficiencia renal, parálisis, cólicos abdominales, alteraciones mentales y otro montón de cosas espantosas…
Asustadísimo, llamó al médico, quien al verlo le dijo que no tenía que hacer caso de esas cosas porque los laboratorios las ponían por ponerlas.
-Tranquilo, Don Pancho, -no se excite- le dijo el médico, mientras le hacía una nueva receta con clonazepam 2 mg para la ansiedad con un antidepresivo, sertralina de 100 mg. Y como le dolían las articulaciones, de pasada le prescribió diclofenaco sódico 50 mg dos veces al día.
En ese tiempo, cada vez que mi tío cobraba la jubilación, iba a la farmacia. Esto lo hacía poner muy mal, razón por la cual el médico le recetaba nuevos e ingeniosos medicamentos de su ¨armamentario¨ personal, siempre tan nutrido…
Llegó un momento en que al pobre de mi tío Pancho las horas del día no le alcanzaban para tomar todas las pastillas, por lo cual ya no dormía, pese a las cápsulas para el insomnio que le habían recetado, no hacía pupú, pipí ni pipú.
Tan mal se había puesto, que un día, tal como habían prenunciado los efectos secundarios y cumpliéndose los vaticinios de los prospectos, se murió de muerte natural, según escribió el facultativo en su certificado de defunción…
Al entierro fueron todos, pero los que más lloraban eran los farmacéuticos y dependientes de Locatel y Farmahorro.
Aún hoy, mi tía asegura que menos mal que lo mandó al médico a tiempo, porque si no, seguro que se hubiese muerto antes…»
Este editorial electrónico está dedicado a todas mis amistades y a mis lectores, ya sean médicos, alumnos o pacientes sufrientes de la ¨infame práctica¨, como llamaba el Padre Feijóo a la polifarmacia, y a sus prescriptores, ¨homicidas costosos¨ como también los señaló el sesudo fraile…
¡Ah!, por ventura, si no hubiera tomado nada y hubiese seguido con su régimen naturista con: pollo sin piel, pavo, lechugas, aceite de oliva, frutas, verduras de todos colores, nada de sal y nada de azúcar, con una copita de vino tinto y haciendo una caminata vigorosa diaria estaría vivito y coleando…
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