Yanomamos, ¨gente nuestra¨: No olvidemos la lección de Minamata…

Homenaje al Padre Luis Cocco, S.D.B. y su libro ¨Iyëwei-Teri¨,

quince años entre los yanomamos¨ (1972), cuya lectura me desveló una

extraordinaria cultura nostra que debe ser protegida

so pena de decretarse su desaparición…

 

El aroma plácido del cilantro de un hervido de gallina se cuela subrepticiamente en mi estudio cuando me dispongo a escribir acerca de admirados compatriotas y amigos, rechazados, olvidados, diezmados y poco menos que ciudadanos de tercera… Es de los yanomamos, esa etnia prodigiosa del confín de la amazonia venezolana a quien voy a referirme.

Ejercer la docencia a plenitud, con desprendimiento y real deseo de enseñar, comunicar y educar, tiene sus frustraciones, pero también sus muchas recompensas. En este momento rememoro a un alumno mío del postgrado de medicina interna del Hospital Vargas de Caracas en la década 70, el doctor Wilmer Pérez, inteligente, atento con los pacientes, estudioso y brillante, amante de los deportes extremos y del turismo de aventura. Nada de lo que para aquella época se practicaba le era extraño: Alpinismo, paracaidismo, espeleología… Siempre nos sorprendía con alguna hazaña o con algún desaguisado, como aquel de llegar a la Consulta Externa febricitante y desencajado con un paludismo a falcíparum adquirido en un viaje al Amazonas con miembros de la Comisión de Fronteras, o como ese otro, cuando navegando en un bongo a través de una tupida vegetación, se desprendió desde lo alto un rollo de boa no invitada…

 

Muchas veces nos había invitado a acompañarle en uno de sus tentadoras travesías. Al doctor Herman Wuani, nuestro querido mentor, Jefe de Servicio y Cátedra y mi a persona nos había entusiasmado la idea, pero desde el día de la boa, nuestro maestro cambió de opinión, ¡Míquiti, por aquí! –nos dijo…

Todavía me pregunto cómo me decidí a acompañarlo, siendo más bien receloso con la pérdida de mis comodidades y el emprendimiento de nuevas aventuras no médicas, pero en un arranque de adolescencia que no me quedó nada bien, me olvidé de Graciela y mis menores hijos Rafael Guillermo, Gustavo Adolfo y Graciela Cristina, no medí los riesgos que podría afrontar y acepté. Y así fue, en dos rústicos, un Toyota donde íbamos Wilmer y yo, y una Land Rover donde viajaban un joven alpinista y aventurero escocés y un indiecito yanomamo como intérprete, salimos de madrugada de Caracas.

Para poder gozar de un puesto en un bongo, debíamos llevar al menos el aceite para los motores fuera de borda. Quince cajas en total, lo que dejaba poco espacio en los vehículos inclusive para la comida. Tomamos el camino hacia el llano cuando el invierno ya se había ido, pero era muy reciente y las trochas y caminos estaban todavía fangosos. Pasamos por varias ciudades llaneras, San Juan de los Morros y San Fernando de Apure… Dado el mal estado de las vías, a menudo nos pegábamos en el fango y teníamos que bajar aquella cantidad de latas de aceite para luego subirlas y más adelante pegarnos de nuevo y repetir ad infinitum aquel Suplicio de Sísifo con su piedra…

Y así, atravesando potreros, durmiendo a la intemperie y apreciando la bóveda celeste preñada de luceros y estrellas fugaces, con nuestro guía Wilmer orientándose impecablemente por las estrellas. Al fin y en medio de un gran calorón, llegamos al río Arauca, río de arrastre de color amarillo turbio. Estacionamos al lado de una casa sombreada por un árbol bondadoso… Varios llaneros estaban sentados sesteando en el suelo y nos miraron con supina indiferencia. Mis jóvenes compañeros inmediatamente se quitaron la ropa, y corriendo desnudos en pelota con sendos chapuzones se lanzaron al agua.

Yo no me pregunté qué hacer, aunque más viejo no podía quedarme atrás, así que también en pelotas pero con temor, hice lo mismo; por supuesto, llegué tras ellos. El agua estaba fresca y deliciosa y el fondo de las orillas era fangoso y pegajoso. Todos atravesamos el río sintiendo pequeños mordisquitos en las piernas sin ninguna consecuencia, y de vuelta llegamos al improvisado muelle a esperar secarnos. Yo me dirigí a uno de los llaneros y le dije,

-¨¡Caramba amigo! ¿Cómo es posible que con este calorón ustedes no se estén bañando en el río…?¨

Sin inmutarse ni cambiar la indiferente expresión de su rostro me respondió,

¨Mire señor, lo que pasa es que ese río está cundío de caribes…¨

Me quedé de una pieza, mudo y pensativo; Wilmer que siempre tenía una respuesta me sacó de mi abstracción diciéndome,

-¨No se preocupe doctor Muci que si no hay sangre, ellos no muerden…¨

Pensando en Graciela y mis hijos no atiné sino a decir, ¨¿Cóoomo…?¨

Seguimos nuestro camino atravesando riachuelos cristalinos donde podían verse rayas mimetizadas en la arena con sus arpones dispuestos. Ya me habían advertido de que debía caminar arrastrando los pies, pues si pisaba una, si me picaba una raya el accidente sería dolorosísimo y… no había mujeres con la regla por allí que aportaran la milagrosa ¨agua de turraja¨, de cuyas propiedades analgésicas y curativas en accidentes tales, nadie dudaba… En chalanas atravesamos otros ríos, en sucesión el Capanaparo y el Cinaruco; en este último, majestuoso, no había chalanero así que entre los cuatro halando un mecate pudimos atravesar el río dos veces en dos sentidos para pasar los dos rústicos, uno cada vez. En el centro el caudal y la fuerza del río arrastraban al máximo la barcaza tensando aquel mecate que parecía que se iba a romper.

Al fin llegamos al Puerto Páez venezolano, frente al Puerto Carreño colombiano, ambos sobre el Río Orinoco y cercano a la confluencia con el Río Meta. Con hambre atrasada y pareja, tuvimos un desayuno con huevos, arroz, tajadas de plátano y carne de danto que se me antojó deliciosa… Desde allí en bongo, Orinoco arriba para llegar a Puerto Ayacucho y después pasando frente a San Fernando de Atabapo.

Conocí a los integrantes de la Comisión de Fronteras, todos jóvenes, tipos simpáticos y acogedores, muy conocedores, pero a mi manera de ver, algo estrafalarios. Recuerdo un día de mucho calor en que viajábamos con el sol sobre el lomo y nos detuvimos en una playa del río a refrescarnos. Uno me preguntó si sabía y quería esquiar. Yo no era buen esquiador, pero lo había practicado varias veces en  Boca de Aroa,  así que acepté el reto y me ofrecí…

Vestí un chaleco salvavidas, me calcé los esquís, me sujeté de la cuerda y un veloz bote de goma de esos que llaman ¨voladoras¨, me tiró desde la orilla y salí literalmente volado en contra de la corriente mientras la rauda brisa chocaba en mi cara. La sensación fue extraordinaria: ¡Nada menos que yo esquiando en medio del río Orinoco! ¡Quién podría creérselo! Un privilegio que nunca pensé obtener. Su superficie plana y sin olas parecía un plato salpicado de visos plateados y tornasoles. Al cabo de unos minutos, imagino que se me cansó una pierna, perdí un esquí o qué se yo, me caí dando varias volteretas sobre la superficie, aunque sin hacerme ningún daño. Impresionante la fuerza con que el río me arrastraba donde parecía sentirme envuelto por una fuerza elástica y potente.  Volteé hacia los lados y no vi la voladora… Me entró un friíto pero conservé la calma. En eso vi a lo lejos a mis amigos quienes se acercaban raudamente hasta llegar a mí, me tiraron un mecate con un salvavidas y me subieron a la lancha… Allí acabó mi odisea con la pérdida de los esquís, pero aprendí que yo no era tan cobarde como creía, y además muy de cerca conocí sobre la imbatible fuerza del río. Increíble que eso me haya pasado a mí, un citadino impenitente, pero así fue, como lo cuento… Increíble la velocidad del río aquel, más increíble que eso me haya pasado a mí, pero así fue…

En medio de un desespero controlado recordé la descripción que del Orinoco hizo el Almirante Colón,

¨No creo que se sepa en el mundo de río tan grande y tan fondo¨.

Cristóbal Colón

 

Y llegamos a la Nación o Guayana Yanomama –como la hubo inglesa y la hay venezolana, holandesa y francesa- con sus 175.750 kilómetros cuadrados y 5 habitantes por cada uno de ellos, y la Misión Salesiana en Platanal nos acogió. Gran obra evangelizadora de estos sacrificados sacerdotes salesianos y monjas de María Auxiliadora, hacedores de patria; aunque, a decir verdad, no estaba yo muy de acuerdo en cambiarle sus creencias y costumbres ancestrales a los indios, arraigadas por siglos.

Cercana a esa fecha, el 20 de julio de 1969 los astronautas norteamericanos Neil Armstrong, Michael Collins y Edwin «Buzz» Aldrin de la Misión Apolo XI, habían pisado por vez primera suelo lunar, una heroicidad de la humanidad y del desarrollo tecnológico.  Casualmente, cerraba la noche y había una luna llena tan grande y blanca que parecía una torta de casabe… Sumido en mí estupidez citadina, por intermedio de uno de nuestros amigos conocedor del idioma, se me antojó preguntarle a un indio,

-¨¿Qué piensas que un hombre ha llegado a la luna…?

 

El indio no mostró sorpresa ni se alteró y me contestó que el xapori o chamán de la tribu iba allí cada rato, cuando se le antojaba… Y así era, bajo el efecto del ¨enyopamiento¨, aspirando el yopo, un alucinógeno nativo que produce la evasión psíquica del yanomamo, realizaba la proeza. Aprendí entonces algo más de la rica vida espiritual de estos seres… con sus explicaciones del nacimiento del mundo, con sus mitos e increíbles leyendas por cierto en sus raíces, bastante cercanas a las creencias de nosotros, ¨los racionales¨, como se dan en llamar los blancos invasores y destructores de la zona.

Aprendí a querer y admirar a los indios por miles de años pobladores de estas ignotas tierras, donde nunca vi un niño desnutrido –como no fuera ya transculturizado-; que conocían todo acerca de su entorno y cómo protegerlo; cómo cuidar a sus hijos y quererlos; cómo construir sus enormes xaponos para vivir en una comunidad donde todo es de todos; cómo hacer sus arcos y flechas y cómo envenenar sus puntas; cómo construir sus curiaras con la corteza del tomoro-kosi; cómo tejer sus guaturas y sus chinchorros; cómo cazar, pescar y recoger el fruto de pijiguao; con qué alimentarse en forma balanceada y de paso, presenciar las propiedades nutritivas del plátano: ¨el maná del yanomamo¨… Por cierto mi hija menor, Graciela Cristina por muchos años sólo consumía tajadas de plátano y mire que fue y es linda y saludable como su madre… Fue para mí una gran lección de vida mi contacto con esta etnia que agradecido, nunca olvidaré y de la cual quiero dejar constancia…

 

Desplacémonos hasta las antípodas a la ciudad de Minamata, en la bahía japonesa del mismo nombre, centro de atención mundial al ocurrir en la década 50 un brote de envenenamiento por metilmercurio cuando una empresa petroquímica vertió en el tiempo, cerca de 81 toneladas del tóxico contaminando pescados y mariscos y por ende a los humanos que los consumían. Los terribles e irreversibles síntomas de envenenamiento mercurial recibió el nombre de enfermedad de Minamata y sus signos incluían ataxia  o trastornos de la coordinación motora, cambios en la sensibilidad de manos y pies, deterioro de visual y auditivo, debilidad y en casos extremos, parálisis, deformidades y muerte. En 1956 , año en que se detectó el brote, murieron 46 personas. Para el año 2001 se habían diagnosticado 2.955 casos. La dramática documentación del fotógrafo W. Eugene Smith dio la vuelta al mundo denunciando el desastre ecológico producido por el deterioro ambiental y de paso mostrando como la ambición del hombre no conoce límites…

Los «garimpeiros» brasileros, mineros artesanales, invasores no invitados de nuestra selva amazónica, usan el mercurio para amalgamar y recoger partículas de oro dispersas en la tierra. Posteriormente lo calientan a elevadas temperaturas para que el mercurio se evapore y deje el oro, lo que contamina no sólo a las personas cercanas, sino al ambiente en general.

Cuando el metal se mantiene en los suelos en su forma inorgánica, menos tóxica, es llevado a los ríos, por aire y por agua de la lluvia o inundaciones transformándose en metilmercurio y de esta forma entra a la cadena alimentaria de los peces; su exceso en el ser humano, tanto en los mineros como en los indios, provoca principalmente los referidos problemas neurológicos. No creo que este problema de salud pública local haya sido aún seriamente estudiado, pero horripila el pensar que se repita entre nuestros hermanos, aunque sea en pequeño, el drama de los japoneses…

Los gobernantes a lo largo de décadas han olvidado a estos conciudadanos del país y del mundo, siendo que se sabe que en la frontera entre Venezuela y Brasil operan cinco grupos criminales. En este presente nebuloso que parece una pesadilla inacabable, cuando los llamados socialistas dejan de lado sus obligaciones, regalan la patria y sus recursos, y traicionan el juramento pronunciado con la mano sobre la Constitución, conocemos que garimpeiros brasileros han asesinado a los 80 constituyentes de un xabono de la comunidad Irotatheri del Alto Orinoco sin que a nuestro gobierno le importe sino negar… La denuncia ha sido respaldada 14 organizaciones indigenistas, pero quizá por razones políticas de cercanía al Itamaratí brasileño, al gobierno de Chávez nada le importa. ¡Qué pecado de lesa humanidad!

Sea este artículo mi sentido homenaje a los habitantes del mundo con la pureza espiritual y la mejor salud cardiovascular de que se tenga noticias: no sufren de hipertensión arterial, dislipidemia, arteriosclerosis o malnutrición y mueren flechados cuando irrumpen en otras comunidades para raptar mujeres como siempre lo hicieron…

 

Caracas, septiembre de 2012