La anciana de los anteojos percudidos… o el valor de la empatía.

El doctor William Fletcher Hoyt, M.D. (1926-2019), profesor emérito de neurooftalmología, oftalmología, neurología y neurocirugía de la Universidad de California, San Francisco y director de la Neuro-Ophthalmology Unit adscrita al Neurosurgical Department, ha sido mi mentor y queridísimo amigo desde fines de la década sesenta del siglo pasado.

Siendo un internista –que no un neurólogo, oftalmólogo o neurocirujano- me acogió como Fellow en su Unidad de Neurooftalmología ignorando mi bastardo pedigree. Reveló su mente amplia y dispuesta al decirme, ¨no veo por qué un internista no pueda aprender lo que he enseñado a tantos otros de mis alumnos neurólogos, oftalmólogos y neurocirujanos¨.  Así, que me estrené y me entrené como el primero y único internista que hubiera pasado por sus manos. Autor principal de 266 artículos en reputadas revistas, descriptor de numerosos signos, síntomas y síndromes,  y coautor de la bíblica tercera edición en tres tomos para un total de 2800 páginas del Walsh and Hoyt´s, Clinical Neuro-Ophthalmology; entrenó 71 Fellows, la mitad de los cuales provenían de países lejanos; 48 se convirtieron en profesores de neurooftalmología, 8 fueron jefes de departamentos de neurología y 6 lo han sido de departamentos de oftalmología en reputadas universidades norteamericanas.

Un posgrado con él era un anhelado sueño y una preciada credencial que le abría a cualquiera de sus alumnos una posición en una reputada universidad norteamericana. Bill Hoyt ha sido considerado como uno de los gigantes de la neurooftalmología mundial del siglo XX y en 1983 recibió el título de Doctor Honorario en Medicina del Instituto Karolinska, Estocolmo, Suecia. En mis tiempos, su oficina era La Meca mundial de la neurooftalmología donde llegaban a verle, rendirle pleitesía y beber de sus saberes profesores locales y extranjeros de países diversos, Inglaterra, Australia, Nueva Zelanda, Japón y Suecia, por mencionar algunos. 

¨Toughy Bill¨ era llamado por su carácter severo o dureza de espíritu, mote que le acuñó el doctor J. Lawton Smith, M.D. (1929-2011), otro de los grandes de la neurooftalmología norteamericana, y bastaba con sufrirlo en las reuniones clínicas de cada día a las 7.00 a.m. para entender el porqué del apodo. Con razón cuando le pregunté al doctor Rafael Cordero Moreno (1917-2010) profesor venezolano que me abrió las puertas de su Unidad, cómo era el doctor Hoyt, él me respondió secamente, -¨Ya usted verá…¨

Y seguro que lo vi… El nivel de estrés en esos encuentros memorables era tan grande, que el ambiente se llenaba de olor de carne asada a la parrilla; claro está, la carne de nosotros, los asistentes. Sentados, Fellows y residentes en torno a una larga mesa, cada uno presentaba el caso del paciente hospitalizado que había visto la tarde del día anterior. Allí comenzaba el estropicio colectivo. Nada le complacía pues era muy intemperante, impaciente e intolerante con la ignorancia; la degollina entonces, no tardaba en iniciarse no quedando títere con cabeza; ¨la letra –el conocimiento- con sangre entra¨ era tal vez su motto, ese mismo que empleaban nuestros maestros de escuela de tiempos de añil. Conocía de memoria y en detalle las entidades patológicas, las referencias bibliográficas que las apoyaban y a sus descriptores, y raramente se equivocaba, así que pronto, en el término de la distancia y como muerto que el diablo lleva, había que ir a la biblioteca a revisarlas y aprenderlas, y prepararnos sin esperanzas para la zafra del próximo día…

             Su presencia infundía respeto y temor cuando no tremor. Mi barba, muy negra a mi llegada, comenzó prontamente a florecer como el guamo, es decir, se llenó de las impertinentes canas del estrés que no de la vejez, especialmente porque no podía seguir su paso; ignoraba demasiado, aprendía lentamente, por lo que no perdía la oportunidad de decirme algo muy pesado que ya yo sabía y sufría:¨You are a slow lerner, Rafee!¨, y además, lo que había acumulado en mi trayectoria de veinte años de internista, no parecía servirme de nada, en meses no había visto a un paciente desnudo y dispuesto a ser examinado por mí; peor aún, tenía cuarenta años de edad, mi estela vital se acortaba y no podía perder tiempo alguno…

Horas de horas, maravillado, pasé aprendiendo nuevas cosas, nuevas patologías, nuevas formas de mirar, de observar a lo Sherlock minucias clínicas de gran relevancia, y dos años no fueron suficientes; esperaba con ansias volver a Caracas para enseñar todo cuando había acumulado en mi costal de experiencias fraguadas en el dolor del ignorante… A mi regreso, el Hospital Vargas de Caracas me dio oportunidad de continuar aprendiendo, lentamente, según mi propio paso, sin apuros, pero con muchos trompicones, llenándome de pericias y teniendo la oportunidad de enderezar mis propios entuertos, aunque no del todo… Siempre me mantuve en contacto epistolar con él, refiriéndole mis experiencias, enviándole fotografías de mis pacientes y siempre obteniendo un punto de vista en el que no había pensado. Con los años mis preciados alumnos y sus preguntas, hicieron el resto…

Casi a diario acompañaba a Bill –como quiso que le llamara- a ver los outpatients; una manera de aprender sus métodos, de ver la ¨maestría de un maestro en acción¨, momentos memoriosos que no estaba dispuesto a perderme a pesar de sus reclamos, repugnancias y miradas fulgurantes. Severo ingresaba al Eye Room, la habitación dispuesta para la consulta externa, se sentaba en una simple silla de aluminio de asiento y respaldo verdes y frente a él, no mediando un escritorio, lo enfrentaba el paciente en otra silla similar. Allí, inmediatamente, se daba una transmutación: la profunda omega melancólica de su entrecejo se relajaba, la tensión de las líneas de expresión de su cara cedía y una facies risueña entonces le poseía. Así pues, se dirigía al paciente con un humilde y suave voz,

¨OK, Ms. Morgan, teach me…¨.

 Nunca había escuchado que un profesor mío le dijera a un paciente que le enseñara…; suponía que era todo lo contrario, que los médicos estábamos allí para con nuestra sabiduría, a lo mejor hasta inventada, enseñarlo a él… Pero no era así, quien sufre sabe dónde y cómo le aprieta la queja y va en busca del porqué y su resolución. Y así, el otro comenzaba a echarle su cuento, y él a pedirle aclarar puntos para armar un rompecabezas virtual e ir directamente a buscar lo que la guía de la anamnesis indicaba: La guarida del enemigo emboscado en la selva cerebro-visual. ¡Cuán afortunado fui, cuánto aprendí en dos años de caras duras y comentarios destemplados hacia mi persona…! Era el precio que había que pagar, pero él contaba con mi admiración, y para aprender es necesario amar y admirar a quien nos enseña…

Porque, ¨El profesor –dijo Gregorio Marañón en un acto de homenaje jubilar a don Agustín del Cañizo- sabe y enseña. El maestro, sabe, enseña y ama. Y sabe que el amor está por encima del saber, y que sólo se aprende de verdad lo que se enseña con amor¨. Por esto el maestro –había escrito en 1931- ¨no puede hacer nada que tenga más eficacia que el gesto de abrir la puerta de la escuela de par en par, con ademán de cordial efusión¨.

Una de esas mañanas franciscanas esplendentes de cielo muy azul, 12º C de temperatura, brisa suave y vivificante, cuando desde el ventanal de la Unidad de Neurooftalmología podían verse con nitidez las dos torres carmesí del ícono citadino, el Golden Gate Bridge, y el día invitaba a salir al Golden Gate Park a dar gracias a la vida, llegó ante nuestra presencia una señora viuda muy añosa y solitaria, una LOL (por little old lady) como supe que las llamaban no sé si con sorna o con respeto, con exceso de carmín en sus mejillas colmadas de arrugas, vistiendo un destartalado sombrerito de flores mustias y un sobretodo negro mareado por el tiempo -¨jovero¨, hubiera dicho mi madre-, con el enrarecido y áspero olor del uso continuado y la falta de un tintorero bondadoso…

                                              

                                                          

Una paciente suya a quien le habían resecado exitosamente un meningioma del tubérculo de la silla turca meses atrás que comprimía la vía visual y salvaguardada su visión. Temía ella que estaba ocurriendo una recidiva tumoral pues desde hacía ¨a couple of days¨ estaba viendo muy mal, muy borroso, muy distorsionado.  Esa fue la queja conmovida que envolvía su urgente pedido de ayuda. Soledosa en sus últimos días por fallecimiento de su amado marido, ¿qué haría ella sin su visión…? Bill, se quedó viéndola fijamente; suavemente le pidió su autorización para retirar sus anteojos, cosa que al tiempo hizo; –¨I´ll be back in a minute¨, le dijo palpándole en el hombro para reconfortarla, y me invitó a acompañarle. Salimos de la estancia hacia el pasillo y de allí entramos al baño. Confundido y expectante con todo ese ritual sin aparente sentido, le vi depositar jabón en sus manos, frotar los vidrios repetidas veces al tiempo que los enjuagaba con fruición; luego los secó cuidadosamente con una toallita de papel, y con una sonrisa de infantil satisfacción volvió al Eye Room y se los calzó de nuevo a la añosa, quien, ante el milagro de la recuperación de su visón, le devolvió una sonrisa de agradecimiento por haberle curado…

Insólita aquella gloriosa mañana de humanas lecciones, presenciar a un profesor de su estatura sacando enorme satisfacción de un hecho en apariencia nimio e intrascendente como el de Jesús lavando los pies a un pobre, y yo, radiante de emoción, protagonista de una situación teñida de empatía y gran humanitarismo. Desde entonces y en personas ancianas, varias veces yo mismo, he repetido similar ritual, ese que vi hacer a mi maestro y cada vez he sacado igualmente enormes satisfacciones ante la reacción del desvalido.

Y es que la vida del médico está repleta de momentos empáticos y de cercanía al lado del necesitado. Hemos sido afortunados, la vida nos colma en exceso si somos conformes; hemos tenido oportunidades y privilegios, y es tiempo de devolver todos esos favores recibidos. Como médicos tenemos innúmeras ocasiones para extender nuestra mano solidaria y cálida a aquellos a quienes nos debemos. Recordemos que el término empatía designa con vigor el acto psicoemocional por el cual el médico se pone en el lugar de su enfermo, calza sus zapatos y en consecuencia se esfuerza por sentir en carne propia lo que a aquel está ocurriéndole; y para que un tal acto sea eficaz, no sólo basta un buen deseo, ha de estar teñido de sensibilidad, tacto e imaginación para lograr que el acto médico se rija desde el mundo del enfermo, es decir, asumiendo la subjetividad de esa persona, y no desde el mundo prepotente del médico y la medicina.

  Pero además, convencidos de que el paciente, al decir de Ludolf von Krehl (1861-1937) de la Escuela de Viena, es una ¨unidad existencial¨, con unicidad y espiritualidad propias, que no es él propiamente ¨una enfermedad¨, una etiqueta, sino un ser humano regido desde su interior y dotado de raciocinio, libertad, intimidad y responsabilidad, por lo que debemos evitar transformarle en una cosa: cosificarle; con ello y en forma consciente lo libraremos de toda posible iatrogenia o daño infligido por la acción del médico.

Nunca es más importante en nuestros días, que un médico intente conocerse a sí mismo mediante autoanálisis y aun, echando mano del doloroso psicoanálisis personal. Como exigencia personal y de moral personal y médica, asumí ese compromiso hace ya muchos años y conozco muy de cerca las penas y dolores de crecimiento que se dan cita y se desarrollan en el diván del psicoanalista… De esas largas horas de tantos días, meses y años aprendí a ser hombre…

Los pacientes pobres del Hospital Vargas de Caracas me han enseñado a lo largo de muchos años no sólo a despojarme de mi timidez y muchos de mis complejos, sino también acerca de la geografía nacional que en mi mocedad desconocía: pueblos como Humocaro Alto y Humocaro Bajo, Pámpano y Pampanito, Michelena y Guardatinjas, El Furrial, a través de sus bocas sonaron en mis oídos por vez primera y me indujeron a ir al mapa. Además, su lenguaje tan particular arrastrado del castellano antiguo, como ¨ancina¨ por así; estar ¨opado¨ para designar los párpados hinchados; ¨causón¨ por conjuntivitis; tener la ¨demostración¨ por tener la menstruación; estar ¨suspensa¨ por encontrarse en amenorrea; ¨ensuciar¨ por evacuar, y tener una ¨continuación¨ por diarrea…

No suficiente, en su dolor me enseñaron su conformidad aprendida y enfermiza, su incapacidad para comprender que tienen derechos y que la atención que les proporcionamos no es un mero acto de beneficencia; su tolerancia infinita ante el dolor mordicante, somático o psíquico… Con ellos como protagonistas, enuncié y publiqué lo que designé como ¨el síndrome de paciente devuelto¨, una forma de iatrogenesis por omisión, suerte de mal endémico y trasunto de deshumanización que en forma endémica y a lo largo de los años, se ha aposentado a sus anchas en la gran mayoría de nuestros hospitales públicos, sin que le reconozcamos o prestemos la importancia que se merece por el incomprensible acostumbramiento ante ¨el dolor que no nos duele¨: el dolor del semejante, y por ir asido de nuestra mano en el diario trajinar como la sombra al cuerpo. El paciente es devuelto una y otra vez de una consulta, de un procedimiento complementario sometiéndolo repetidas veces al ayuno o a enemas evacuadores, y aún, del mismo pabellón quirúrgico, una y otra vez por causa de la irresponsabilidad e indiferencia compartidas de quienes tenemos a nuestro cargo solucionar sus problemas.

No más ayer vi una joven paciente operada de las mamas en 4 ocasiones, una, mamoplastia de reducción que dejó una intolerable asimetría; otra, para colocación de prótesis; otra más, para subsanar el entuerto de colocar la prótesis más grande donde debía ir la más pequeña –algo similar a amputar la pierna sana y no la enferma u operar una hernia en el lado sano-, y por último una cuarta para retirar una de las prótesis que se había encapsulado…

En estos tiempos de socialcomunismo interesado en sumisiones y esclavitud, la empatía parece ser una virtud en extinción o totalmente ahogada. Como si fuera una peste contagiosa, nos desprendemos, nos alejamos del que sufre, la costumbre nos hace invulnerables y simplemente, asumiendo que siendo culpa de otros, podemos ser absueltos…

 

En aquel día hermoso y luminoso pudo él hacer gala de su mote de ¨toughy¨, mostrándome una vez más su dureza; acosarme a preguntas buscando que no tuvieran respuestas; denigrarme por mi lento aprender, pero… no, no lo hizo; hubiera podido preguntarme sobre meningiomas, acerca de su biología, clasificación y clínica visual, sobre Harvey Cushing el neurocirujano de postín y hasta hacerme pasar por ignorante frente a su paciente; pero tampoco fue así; pudo más su empatía con la viejecita desguarnecida e inerme, y en esa ocasión, decidió darme una lección de piedad, humildad y cercanía al paciente…

La empatía, del griego μπαθής («emocionado»), es la capacidad cognitiva de percibir como si fuera propio en un contexto común, lo que otro individuo podría estar sintiendo. También se le describe como un sentimiento de participación afectiva de una persona en la realidad que afecta a otra. Para muchos, es la base de la conciencia moral; para otros, tiene una base neurobiológica. Las mismas regiones del cerebro que procesan nuestras primeras experiencias con el dolor son también activadas cuando observamos a nuestros pares en pena. La empatía y el interés empático no son solo ideas. Están enraizadas en fenómenos físicos concretos y mensurables y son parte de nuestra naturaleza. Ello no significa que no estemos influenciados por ideas, pero parece indicarnos que los humanos no dependemos únicamente de un entrenamiento cultural para desarrollar el sentido empático.

                                                                          

Estudios con resonancia magnética funcional (fMRI)[1] realizados por Zhixian Gao y cols. (Mount Sinai School of Medicine, New York; Brain 2012:135;2726–2735), revelaron que pequeñas lesiones de la corteza insular anterior, pero no en la corteza cingulada anterior, resultaban en déficits en la percepción del dolor explícito e implícito, apoyando el papel crítico de la corteza insular anterior en el procesamiento del dolor empático.

Igualmente, análisis en animales de experimentación nos llevan a preguntarnos si el sentir empático es un proceso puramente automático. Tal vez no…, la empatía es realmente un conjunto de habilidades y existe abrumadora evidencia de que ella y la preocupación empática pueden ser inducidas y robustecidas por la experiencia y la cultura.  En el lado negativo, los experimentos sugieren que la exposición a un medio violento puede desensibilizarnos; vale decir, mitigar la respuesta de nuestro cerebro ante el dolor que no es nuestro.

También parece estar claro que la gente puede sentir menos dolor cuando las víctimas le son extrañas, miembros de otra raza o individuos marcados por un estigma social. Quizá la violencia represora y el goce con la humillación y el dolor ajeno que hemos visto durante tres lustros de militarismo socialista comunista en Venezuela y acrecentado in extremis en los últimos meses de protestas cívicas, pueda ser producto de la continuada prédica del odio y la aniquilación hacia quien piensa distinto. Esta situación puede parecer desoladora, pero también sugiere que puede haber formas, técnicas de reeducación para que ellos y nosotros mejoremos el sentimiento empático.

Adicionalmente a la prédica por alcanzar la excelencia profesional, es seguro –como fue en mi caso-, que podamos fomentar la empatía mediante la prédica con la palabra y muy especialmente con el ejemplo ante nuestros jóvenes estudiantes de medicina, mostrándoles que, a pesar de las profundas e injustificadas carencias de nuestro sistema de salud, el disfrute de servir y cómo de él, obtenemos preciosísimos goces espirituales…

 

rafaelmuci@gmail.com

 

 

 

 

[1] La resonancia magnética funcional (IRMf) es un procedimiento clínico y de investigación que permite mostrar en imágenes las regiones  cerebrales mientras ejecutan una tarea determinada. En inglés suele abreviarse fMRI (por functional magnetic resonance imaging).

Elogio de las perlas clínicas: La importancia del relato simple en medicina…

  • Cuando la enfermedad tiene un lenguaje…

¿Qué cómo conocí a Purísima Doncellil?

Alianzas de amistad fraterna me liaban a sus padres desde que eran solteros. Hasta algún ¨arruchadito¨ le cambié alguna vez cuando no me quedó otra opción. Le vi hacer gorgoritos, presencié su errático gatear y sus primeros pinitos, la observé también hacerse una señorita y vestir sus primeros sostenes, asistí a la transmutación en adolescente de figura esbelta y grácil, sonrisa espontánea de perfecta y alineada dentadura, cutis de melocotón, mirada vivaz tras largas y negras pestañas… Era, la “niña-de-mis-ojos” de sus orgullosos padres. Muchas veces me lamenté ante ellos por la sobreprotección que le conferían. “Es la única hembra entre seis varones”, se justificaban jubilosos. Sin ser pediatra, en ocasiones le examiné por naderías. Por esas naderías que expresan más la inseguridad parental que una real enfermedad de los hijos. Siempre muy sana, delgada; pero sana… Y así fue como el tiempo pasó y Doncel Exinanido, su vecino y noviecito desde los catorce años se transformó en su esposo. Beneplácito de las dos familias. La abrazamos contentos como si se tratara de una hija y brindamos por su felicidad. Al regreso de la corta luna de miel, de inmediato s marcharían a Norteamérica. Él haría un posgrado en administración de empresas; ella, en educación preescolar. Acongojado, presencié el duelo de sus padres, por no tenerla más en el hogar y por saberla lejos…

A poco de su partida, enfermó… Una dispepsia no ulcerosa le fue diagnosticada: No hacía sino vomitar todo cuanto comía, perdió peso en forma considerable, su tez palideció, estaba insomne e inapetente, un dolor de cabeza pesado y persistente se entronizó en sus días y sus noches, sentía intensa fatiga y abulia, ¿comprende usted…?, como a quien se le ha drenado la sangre y con ella el espíritu vital. Se entretuvo también un diagnóstico de síndrome de fatiga crónica ¡usted sabe, una enfermedad como los zapatos de platabanda, horribles, pero ‘inn, para tipificar lo que no entendemos o no conocemos! Se le asociaron ataques de pánico: una sensación de muerte cierta, o la convicción de locura, con su corazón yéndose al galope en desordenados latidos y su respiración que no le alcanzaba, sus piernas que no le sostenían y un insoportable y ominoso hormiguillo que le llenaba manos y pies.

 

La examiné remirado, pues esta vez sí que parecía estar enferma. No quería encontrarle nada malo. ¡La veía muy mal; pero no había pista alguna que denunciara la enfermedad enramada! Como parte de ese examen clínico integral a que todo paciente tiene derecho, le miré el fondo del ojo. Dirigí el intenso rayo de luz blanca a través de su pupila y me acerqué tanto como pude, tratando que el círculo de luz llenara ese espacio también circular, a través del cual miramos el mundo: la pupila. ¡No existe un examen en medicina que requiera de más cercanía entre un médico y su paciente que la oftalmoscopia! Podía oír sus respiraciones contenidas y atáxicas, y seguramente, ella las mías. Se resistía al examen, no me dejaba observar, giraba bruscamente su cabeza como por fuerza de un resorte que la disparaba al lado opuesto. ¡Fue cuando lo comprendí todo!:

Quedamente, tratando de colmar mis palabras de respeto y comprensión, le pregunté, -“¿Se ha consumado tu matrimonio, Purísima…? Fue entonces, cuando Purísima me lo dijo todo sin decirme nada: gemidos entrecortados y borbotones de lágrimas, desesperados, me dieron la razón. Una infinita pena por seis meses represada buscó su desahogo natural: Lágrimas de amargura. Un decir sin decir nada, un inculpar sin inculpar a nadie, un inmenso tormento sin un confidente a quien tender los brazos anhelantes… ¡Purísima era todavía virgen! Se habían casado creyendo que el matrimonio era jugar a mamá y papá. Ambos habían escogido, irreflexivamente, la pareja ‘ideal’, la que la trampa de sus inconscientes les ofreció. Doncel, a despecho de su juventud, era impotente; ella, tímida sexual. Una relación platónica para un fracaso mil veces presagiado…

En “La aventura de la Finca de Cooper Beeches”, Sherlock nos dice, “Es frecuente que el hombre que ama su profesión por ella misma, saque sus más vivos deleites de las manifestaciones menos importantes y más humildes de la misma”.

            Tal vez no de un moderno ecógrafo, menos de una tomografía por emisión de positrones, quizá sí, de un humilde oftalmoscopio para mirar, más que ver, para ejercer a plenitud el arte de la fina observación, de «pequeños-grandes detalles» que no necesariamente tienen que ver con el ver… Para quien mira a través de un oftalmoscopio —el instrumento idóneo para asomarse al interior del ojo— verdades directas y objetivas le allí serán desveladas pues de acuerdo al genial Jean-Baptiste Charcot (1825-1893), es la anatomía patológica realizada en el ser viviente. Hasta allí, todos estamos de acuerdo. Sin embargo, cuando se dejan flotar al máximo los sentidos, emergerán otras piezas de diagnóstico que yo llamo “secundarias”, verdades accidentales, si se quiere no relacionadas directamente con el ver. Secundarias, no porque sean de menor importancia, sino porque están mimetizadas o escondidas y sólo son identificables, cuando nuestro cerebro está programado para percibirlas. Nacen del cultivo de la capacidad ‘observadora’ de otros sentidos. Son imponderables advertidos sólo por el que está concentrado en lo que hace, por ello, Holmes solía decir que “el arte de observar es impersonal, pues está más allá del que observa”.

 Al mirar el fondo del ojo podemos percibir el hálito alcohólico, el aliento dulzón del diabético muy grave o el urinoso del urémico, o algún hedor nauseabundo nacido de senos paranasales enfermos; podemos escuchar el silbido del bronquio herido del fumador abusivo o del asmático oprimido; o ruidos traqueales o bronquiales que expresan secreciones represadas; o movimientos anormales y espontáneos de los ojos, vedados a la mirada desnuda por su escasa amplitud; o los ansiosos y profundos suspiros del hiperventilador; o la detención periódica de la respiración de Cheyne-Stokes del enfermo con daño cerebral o insuficiencia cardíaca, con su crescendo subsiguiente; o ruidos metálicos de las antiguas prótesis que han suplido la función de válvulas cardíacas enfermas y disfuncionales; o el aumento del tono simpático del angustiado o hipertiroideo, que desorbitan sus ojos al pedírseles fijar su atención en un objeto distante; o el movimiento de la cabeza y la danza de la arteria central de la retina sincrónicos con el latir del corazón del insuficiente de la válvula aórtica, donde la sangre se devuelve contra natura…

Purísima no podía cooperar al momento de la oftalmoscopia: Nunca pudo hacerlo desde niña. ¡Era extraño que, de casada, todavía no pudiera tolerar la pe-ne-tra-ción de la luz! Abrigamos la sospecha y en ciertos casos como el presente hemos logrado comprobar que en algunas mujeres, por lo general jóvenes, la imposibilidad para colaborar al momento de mirarles el fondo del ojo, puede representar un fenómeno vicario o sustitutivo de la llamada angustia de penetración: Echada boca arriba, la habitación en penumbra, el estrecho acercamiento a que obliga el procedimiento, la percepción de la respiración del médico muy cercana al oído, completan el ambiente para evocar, la fantasía inconsciente de la desfloración, y de allí, los fuertes cabeceos de rechazo y ese lagrimero… Al regreso de la luna de miel, cuando se ha vivido la realidad con el objeto amado, la fantasía de destrucción se disipa, y la joven ya no retirará nunca más la cabeza…

¡Lo reconozco, es pura imaginación! pero, -“¿Cuántas veces la imaginación es la madre de la verdad?”, decía Sherlock en “La tragedia de Birlstone”…

 

Elementary, my dear Watson!

 

  • A la zaga del signo revelador…

 

“Dios está en los detalles”.  A. Warburg

El objeto del diagnóstico es la acción; el del diagnóstico precoz el adoptar lo más pronto posible todas las medidas que puedan estar indicadas para curar, aliviar, prevenir o limitar las complicaciones de la enfermedad. Se entiende por signo, ¨El fenómeno, carácter o síntoma objetivo de una enfermedad o estado que el médico reconoce o provoca¨; si el signo evoca de inmediato un diagnóstico o domina en importancia a otros que simultáneamente concurren en un paciente dado y focalizan la atención hacia un determinado aparato, órgano o sistema, se designa como ¨signo rector¨ o ¨signo-señal¨.

En la Viena del Siglo XIX, el internista Josef Skoda (1805-1881) trabajando en simbiosis con el patólogo Karl von Rokitansky (1804-1878), puede aceptarse que desarrollaron y pulimentaron el diagnóstico anatomoclínico; uno diagnosticaba y el otro comprobaba: vale decir, uno diagnosticaba mediante el exclusivo uso de los sentidos y el otro ¨viendo por sí mismo¨ en la mesa de autopsias, comprobaba o rechazaba la presunción diagnóstica. De esa forma contribuyeron al fortalecimiento de la observación del hecho clínico mediante signos privilegiados, indicios que a la mayoría le resultan imperceptibles, objetivamente evidenciables e inequívocamente patológicos relacionados con la enfermedad dominante en un paciente dado, que obedecían a un número muy limitado y concreto de causas…  Quizá un medio de comunicación entre el hombre y la maravilla de su Creador: el cuerpo humano, un privilegio divino, una vía de comunicación que debería continuar cultivándose hoy día, en tiempos alejados de la candidez y más cercanos al pragmatismo maquinal del ¨time is money¨…

 Siempre me encantaron y me esforcé por conocerlos, buscarlos y aún más, enseñarlos a mis alumnos, adelantándome y ganándole al dictado de la máquina diagnóstica, tan distante de la mirada médica en este ahora, tan gobernado por la tecnocracia como está, y que no es otra cosa que esa mirada médica tan particular e inquisidora que tiene un sentido y una trascendencia, una mirada que transforma el síntoma en signo, espontáneo diferencial consagrado a la totalidad y a la memoria; mirada calculadora también, acto que reúne en un solo movimiento, el elemento y el vínculo de los hechos clínicos entre sí, una mirada sensible a las diferencias, a la simultaneidad, a la sucesión y a la frecuencia; ¿acaso se me permitiría llamarlo ¨ojo clínico¨…?

No es que yo quiera considerarme el último romántico de la semiótica… hay tantos otros como yo que lloramos ante la pérdida de un bienhadado bien; parece que ya nadie siente pasión por poseerla; parece que el conocimiento ¨pret-a-porter¨, se impondrá por sobre la fina orfebrería cerebral del diagnóstico; parece que esta vez las máquinas nos ganaron la partida y debo retirarme siempre enseñando mi arte adonde todavía la observación y el contacto cercano son vitales; tal es en el ejercicio de las relaciones entre la visión y las funciones cerebrales, la neurooftalmología, donde no reconocer o confundir el minúsculo signo señero, equivale a no acertar el diagnóstico y a condenar al errabundo paciente a buscar otro médico, otra ¨última esperanza¨…

Y sólo saben siempre enseñar, los que nunca dejaron de aprender…

La soberanía del signo clínico…

¨La teoría calla, o se desvanece casi siempre en el lecho de los enfermos para ceder el puesto a la observación y la experiencia¨, ¡eh! ¿Sobre qué se funda la experiencia y la observación, si no es sobre la relación de nuestros sentidos? ¿Y que serían la una y la otra sin estas fieles guías?¨ [1]

El paradigma indiciario o adivinatorio de Carlo Ginzburg en su saber cinegético, nos muestra la enfermedad como presa y el médico como cazador… Por miles de años el hombre fue cazador… En el curso de incontables lances aprendió a reconstruir la forma y los movimientos de su invisible presa mediante huellas en la tierra, ramas rotas, excrementos, mechones de pelo, plumas desprendidas, pesos, colores, rumbos y olores estancados, más de las veces irrelevantes a los ojos del profano… Aprendió a oler, registrar, clasificar e interpretar trazos infinitesimales como rastros de baba… Aprendió cómo ejecutar complejas operaciones mentales a la velocidad del rayo en la profundidad de los bosques o en las llanuras de escondidos peligros… Desde esos rústicos cazadores, un rico contingente de conocimientos ha pasado con la tradición oral a través de generaciones. Este conocimiento se ha caracterizado por la habilidad de construir a partir de datos experimentales una compleja realidad que no fue experimentada o visualizada directamente. ¨El cazador habría sido el primero en ‘contar una historia’ porque era el único que se hallaba en condiciones de leer, en los rastros mudos (cuando no imperceptibles) dejados por la presa, una serie coherente de acontecimientos¨. En ausencia de documentación verbal para suplementar las pinturas en la piedra, podemos depender del folclore que trasmite un eco para aprender del conocimiento acumulado desde esos remotos cazadores, que elaborados por el observador producen una secuencia narrativa: “alguien pasó por aquí…”

[1] Corvisart, Nicolás (1755-1821), médico del Emperador Napoleón Bonaparte, fundador de la cardiología científica. Prefacio a la introducción del libro de Auenbrugger –sobre la percusión-: Nouvelle méthode pour reconnaltre les maladies internes de la poitrine (París, 1908). p-VII.

En el año 2000 y en la Academia Nacional de Medicina de Venezuela definimos el sentido de Perla de Observación Clínica, cuando escribimos, ¨Se entiende por perla de observación clínica un hecho, caso clínico o hallazgo observacional, que, por mérito propio y consolidado por el tamiz del tiempo, en razón de su presencia permite un diagnóstico positivo, un constructo excepcional o constituye una pista que conduce a él¨.

¿No tiene esta definición de «perla» el aroma de Sherlock Holmes, su sagacidad y su ciencia dispuesta a reconocer minúsculas pistas y descifrar su enigmático lenguaje? De pequeño leía con fascinación sus aventuras sin poder atisbar, claro está, la influencia que tendrían en los años por venir en mi transitar como médico sobre cuerpos machucados por la saña de la enfermedad. ¿Qué iba yo a saber que su figura compendiaba a los grandes observadores de nimios pero reveladores detalles del entorno, desplegados y contenidos desde no se sabe cuándo, en cándidas observaciones orientales envueltas en la tradición oral y en textos impresos en pergaminos y folios amarillentos de épocas remotas:

Desde el Talmud de Babilonia: Tratado del Sanhedrín (cerca de 200-500 años a.C.); el Nigaristán: Muin-al-din-Juvani (1335) y Thomas‐Simon Gueullett (1683–1766) con sus ¨Soirees bretonnes¨; los Tres Príncipes de Serendip del Peregrinaggio de Michel Tramezzino (1557), reconocido por Horacio Walpole y cuya carta a Horace Mann contiene la primera referencia a la serendipia, castellanización de la palabra inglesa serendipity, para designar la sagacidad accidental; el Zadig, lector de pistas, de François Marie Arouet (Voltaire) (1694-1778); el clínico de filigranas Joseph Bell de Edimburgo (1837-1911), su pupilo, Sir Arthur Conan Doyle (1859-1930) y el propio Sherlock Holmes, su creación literaria, y… por último, el mismísimo Sir William Osler (1849-1919) de quien se dice fue influenciado por la lectura del Zadig de Voltaire…

En estos textos de kirghiz, turcos, tártaros, judíos y persas en el Peregrinaggio, se relatan siempre bajo el mismo ritornello: las historias de tres hermanos que encontraron un hombre que había perdido un camello o en otras versiones un caballo, y hasta una vaca. Ellos lo describieron sin titubeo: blanco, ciego de un ojo, sin un diente, con dos alforjas de cuero de cabra, una llena de vino y otra de aceite, o una llena de trigo y otra de miel ¿Le habían visto? ¡No! Les acusaron de robarlo y fueron a juicio: por medio de miríadas de inaparentes detalles habían reconstruido la apariencia de un animal que nunca habían visto, sus virtudes, sus defectos y su carga… Accidentes felices, un prodigio de observación fina e intencionada, pues en medicina todo o casi todo, depende un vistazo inteligente, de un instinto feliz, de un chispazo revelador. ¡Bienaventurada sea la observación!

En este orden de ideas, tal vez sea el momento de recordar el pasaje de Voltaire, ¨Zadig o el destino. Historia oriental¨[1] donde encontramos una extraordinaria pieza de observación cuyo protagonista es Zadig -del árabe saadig, el veraz-, un joven rico y poderoso, quien debido a las ingratitudes de los hombres se retiró a una casa de campo a los bancos del Eúfrates y allí buscó la felicidad en el estudio de la Naturaleza, ese gran libro abierto por Dios ante los ojos de los hombres.  Allí estudió las propiedades de los animales y las plantas, y en muy poco tiempo, adquirió una sagacidad que le hacía observar millares de diferencias, allí, donde otros sólo uniformidades veían. “Mi trabajo es conocer cosas. Me he entrenado a mí mismo para ver lo que otros pasan por alto”, -Sherlock Holmes, en Un caso de identidad-.

 Leamos un prodigio de observación, el Zadig de Voltaire en su cuento filosófico, ¨El perro y el caballo¨:  

¨Cierto día paseándose junto a un bosquecillo, vio venir corriendo un eunuco de la reina, seguido de muchos oficiales de palacio: todos parecían poseídos de la mayor inquietud, y corrían a todas partes como hombres extraviados que andan buscando lo más precioso que han perdido. -¨Mancebo -inquirió el principal eunuco-, ¿visteis al perro de la reina?¨. Respondióle Zadig con modestia: Es perra que no perro. Tenéis razón, replicó el primer eunuco. Es una perra fina muy chiquita, continuó Zadig, que ha parido ha poco, cojea del pie delantero izquierdo y tiene las orejas muy largas. -¨¿Con que la habéis visto?¨ -dijo el eunuco fuera de sí-. -¨No por cierto -respondió Zadig-; ni la he visto, ni sabía que la reina tuviese perra ninguna¨.

Aconteció también por aquel mismo tiempo que por un capricho del acaso se hubiese escapado esa misma mañana de manos de un palafrenero del rey, el caballo más hermoso de las caballerizas reales, y andaba corriendo por las vegas de Babilonia. Iban tras de él, el montero mayor y todos sus subalternos con no menos premura que el primer eunuco tras de la perra. Dirigióse el caballerizo a Zadig, preguntándole si había visto el caballo del rey. -¨Ese es el caballo -dijo Zadig- que tiene el mejor galope, cinco pies de alto, la pezuña muy pequeña, la cola de tres pies y medio de largo, las cabezas del bocado son de oro de veinte y tres quilates y las herraduras de plata de once dineros¨. -¨¿Y qué camino ha seguido, donde ha ido? – ¿Dónde está…?¨, preguntó el caballerizo mayor. -¨Ni le he visto, repuso Zadig, ni he oído hablar nunca de él¨.

Ni al caballerizo mayor ni al primer eunuco les quedó duda de que Zadig había robado el caballo del rey y la perra de la reina; condujéronle pues a la asamblea del gran Desterham, que le condenó a doscientos azotes y seis años de presidio en la fría Siberia. No bien hubieron dado la sentencia, cuando aparecieron el caballo y la perra, de suerte que se vieron los jueces en la dolorosa precisión de anular su sentencia; condenaron empero a Zadig a una multa de cuatrocientas onzas de oro, por haber dicho que no había visto aquello que en realidad sí había visto. Primero pagó la inevitable multa, y luego se le permitió defender su causa ante el consejo del gran Desterham, donde dijo así:

¨Astros de justicia, pozos de ciencia, espejos de la verdad, que con la gravedad del plomo unís la dureza del hierro, el brillo del diamante y no poca afinidad con el oro, siéndome permitido hablar ante esta augusta asamblea, juro por Oromazes, que nunca vi ni la respetable perra de la reina, ni el sagrado caballo del rey de reyes. El suceso ha sido como os voy a contar. Andaba paseando por el bosquecillo donde luego encontré al venerable eunuco y al ilustrísimo caballerizo mayor. Observé en la arena las huellas de un animal y fácilmente conocí que era un perro chico. Unos surcos largos y ligeros, impresos en montoncillos de arena entre las huellas de las patas, me dieron a conocer que era una perra, y que le colgaban las tetas, de donde colegí que había parido hacía pocos días. Otros vestigios en otra dirección, que se dejaban ver siempre al ras de la arena al lado de los pies delanteros, me demostraron que tenía las orejas largas; y como las pisadas de un pie eran menos hondas en la arena que las de los otros tres, saqué por consecuencia que era, si soy osado a decirlo, algo coja la perra de nuestra augusta reina. En cuanto al caballo del rey de reyes, la verdad es que, paseándome por las veredas de dicho bosque, noté las señales de las herraduras de un caballo, que estaban todas a igual distancia.  He aquí, me he dicho para mí, este caballo tiene un galope perfecto. En una senda del camino que no tiene más de tres pies y medio del centro del camino, estaba a izquierda y a derecha barrido el polvo en algunos parajes. El caballo, conjeturé yo, tiene una cola de tres pies y medio, que con sus movimientos de derecha a izquierda ha barrido este polvo. Debajo de los árboles que formaban una bóveda de cinco pies de altura, estaban recién caídas las hojas de sus ramas, y conocí que las había dejado caer el caballo, que por tanto tenía cinco pies de alzada. Su freno debía de ser de oro de veinte y tres quilates, porque habiendo estregado la cabeza del bocado contra una piedra que he visto que era de toque, hice un ensayo. Por fin, las marcas que han dejado las herraduras en piedras de otra especie me han probado que eran de plata de once dineros¨.

Quedáronse pasmados todos los jueces con el profundo y sagaz tino de Zadig, y llegó la noticia al rey y la reina. En antesalas, salas y gabinetes no se hablaba más que de Zadig, y el rey mandó que se le restituyese la multa de cuatrocientas onzas de oro a que había sido sentenciado, puesto que no pocos magos eran del dictamen de quemarle como hechicero. Fueron con mucho aparato a su casa el escribano de la causa, los alguaciles y los procuradores, a llevarle sus cuatrocientas onzas, sin guardar por las costas más que trescientas noventa y ocho; verdad es que los escribientes pidieron una gratificación.

Viendo Zadig que era cosa muy peligrosa el saber en demasía, hizo propósito firme de no decir en otra ocasión lo que hubiese visto, y la ocasión no tardó en presentarse. Un reo de estado se escapó, y pasó por debajo de los balcones de Zadig. Tomáronle declaración a este, no declaró nada; y habiéndole probado que se había asomado al balcón, por tamaño delito fue condenado a pagar quinientas onzas de oro, y dio las gracias a los jueces por su mucha benignidad, que así era costumbre en Babilonia, -¨¡Gran Dios, decía Zadig entre sí, qué desgraciado es quien se pasea en un bosque por donde haya pasado el caballo del rey, o la perra de la reina! ¡Qué de peligros corre quien a su balcón se asoma! ¡Qué cosa tan difícil es ser dichoso en esta vida!¨

La semiótica y Sir William Osler.

La semiología o semiótica es la disciplina que aborda la interpretación y producción de los síntomas. La semiología médica, el estudio de los signos y síntomas de las enfermedades, muchos de ellos extraídos sobrepasando la opacidad de la piel para traerlos al claror de la interpretación pues no hay enfermedad sino en el elemento de lo visible, y por consiguiente de lo enunciable: La inspección, percusión, auscultación y palpación sirven a estos propósitos y dan la bienvenida al estudiante de medicina después de que sus años básicos o preclínicos le preparan para este cometido; es cierto, es el inicio de un camino no siempre liso, que nunca habrá de terminar porque la medicina es conocimiento incierto opuesto al conocimiento de las cosas inertes, y su objeto el hombre enfermo, según Dumas, es demasiado complicado, abarca una multitud de hechos harto variados, opera sobre elementos demasiado sutiles y en exceso numerosos, para dar siempre a las inmensas combinaciones de las cuales es susceptible; la uniformidad, la evidencia, la certeza caracterizan las ciencias físicas y matemáticas.

[1] http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/fran/voltaire/zadig_o_el_destino.htm

Un permanente “mareo de tierra”, en el que su cuerpo parecía vacilar como si estuviera en un bote a merced de las olas. ¡La desestabilización total! En seis meses estaba de vuelta en Caracas, con una extraña dolencia que había resistido el embate de la tecnología gringa, que rechazaba toda taxonomía y rehuía su desvelación… Muy a mi pesar, la tuve esta vez como mi real paciente, y la visión que de ella tuve, me llenó de profunda tristeza y compasión: La magrura de su porte, sus ojos sin brillo, los feos barros que empedraban sus mejillas, sus labios mustios, pálidos y agrietados, su dentadura opaca y su cabello sin brillo, círculos oscuros alrededor de sus ojos simulando un antifaz de carnaval triste, la cara enjuta y amarilla que recordaba aquella facies miasmática de los palúdicos crónicos… peor aún, la alegría de campanita, que era su contraseña, había huido de su ser…

Como a cualquier otro internista, la figura de Sir William Osler (1849-1919) impregnó el pensar y hacer de mi generación y podría decirse que él, aún pervive en el mundo de la medicina académica. Mis profesores y mis lecturas así me lo pregonaron y me lo siguen proclamando. Fue la persona que más influenció el mundo médico de habla inglesa y sus enseñanzas permearon a todas las escuelas de medicina del mundo occidental. Sus publicaciones totalizaron más de 1.500 producto de su curiosidad innata, observación cuidadosa, paciencia y asiduidad, así como un ojo observador y una mano presta para registrar sus experiencias. A menudo solía decir que el éxito del que había disfrutado no era debido a su genialidad, antes bien a su capacidad en poner manos a la obra. 

Dedicado a sus maestros canadienses, él sólo completó un texto de medicina de 1079 páginas, corrigió las pruebas e hizo el índice en sólo 16 meses, para transformarlo en el más popular y conocido de su tiempo por más de treinta años, ¨The principles and practice of medicine¨, publicado en Nueva York por D. Appleton and Company en 1892; realizó personalmente y registró en detalle más de mil autopsias naciendo en su mente la correlación de la medicina de cabecera al lado del enfermo con los hallazgos patológicos o medicina anatomoclínica, jugando un rol preminente en la creación de la Escuela de Medicina Johns Hopkins conjuntamente con William H. Welch, William Halsted y Howard Kelly formando un brillante equipo algunas veces llamado como el de ¨los cuatro grandes¨, que se constituyó en el estándar de oro de la educación en la América de su tiempo. Quién podría dudar de su habilidad como maestro de ese alguien en quien la educación y el ideal puro eran las fuerzas movilizadoras de la pedagogía.

Por cierto, en los tempranos días de la oftalmoscopia, el procedimiento era considerado por casi todos los médicos como provincia de la oftalmología; de acuerdo a de Schweinitz, fue Charles Norris conjuntamente con los esfuerzos de William Thompson, S. Weir Mitchell y el propio William Osler quienes en conjunto convencieron a los médicos de Filadelfia acerca de la necesidad de realizar un examen ocular sistemático en todos los pacientes…

Sus enseñanzas alcanzaron el pináculo a fines del siglo XIX e inicios del XX, épocas en que la medicina científica moderna se estableció en contra del misticismo y verdades parciales que habían evolucionado por cerca de dos milenios desde tiempos de egipcios, griegos, y romanos. Quizá su mayor legado y aquella acción por la cual quiso ser recordado, fue la de llevar a sus alumnos a aprender a la cabecera del enfermo como nunca antes se había insistido, haciendo énfasis en el paciente como ¨texto de estudio¨, cuando hoy día, en tiempos de sofisticadas herramientas tecnológicas el paciente está presente solamente bajo la forma de unos pocos mililitros de sangre o líquido, varios gramos de tejido o una lámina radiográfica donde se inscribe en tonos de grises el drama del enfermo en ausencia de su persona y aún una simple e insulsa receta para complacer.

«No deseo más epitafio que la mera inscripción en mi tumba, que enseñé a mis alumnos medicina en las salas del hospital».

La perla médica y su oriente magnífico…

Cuenta una leyenda que cuando los ángeles lloran, sus lágrimas caen al fondo del mar y se convierten en perlas. Dentro de las grandes civilizaciones y religiones antiguas las perlas personificaban la virtud, la sabiduría y el poder. En el relato clínico que nos ocupó al inicio, a no dudar, en la construcción intelectual del diagnóstico, un sutil hallazgo oftalmoscópico no relacionado directamente con la oftalmoscopia, un cambio en el orden de los factores, reluce como una perla, con ese ¨oriente¨ al cual se refería mi padre barajando entre sus dedos esa joya por la que sentía especial atracción y que regalaba a mi madre en demasía y vistiendo él mismo, una negra en su corbata: En las perlas de color claro no otra cosa que su brillo nacarado, un inimitable y sutil juego de colores presente en su superficie, y en las perlas de color oscuro, el sobre-tono y su atractiva iridiscencia; y por analogía, en las perlas clínicas, no otra cosa que verdades contundentes escondidas dentro de la hojarasca del discurso o en un área milimétrica del cuerpo apenas perceptible y soslayada con el mensaje no leído a ella implícito. La perla simboliza pues una preciada y afortunada pertenencia, un algo muy valioso que llevada a las más elevadas posesiones del espíritu alcanza su más legítimo esplendor.

En 1997, elegido Miembro Correspondiente Nacional de la Academia Nacional de Medicina de Venezuela, organismo donde concurren médicos de las más diversas tendencias y especialidades, en algún momento pensé que las asambleas se harían menos monótonas, menos tediosas y más atractivas si se pudiese incluir un segmento corto, de unos 10 minutos de duración, donde se presentara algún hecho médico significativo, ¨un fascinoma¨, cierto síntoma clínico determinante, un signo-señal o alguna condición clínica, donde no se aceptaran preguntas, y al que sugerí designar, ¨Perlas de Observación Clínica¨. Contendrían uno o más casos donde se demostrara la importancia del relato simple, del hallazgo revelador que, además, culminara con un mensaje, una moraleja o colofón.

 

Elaboré y envié las reglas para normarlas. Fue aceptado de inmediato por la Junta Directiva y así se me informó mediante oficio N° 2000/17, del 20 de enero de 2000. Desde el inicio tuvo y ha continuado teniendo la entusiasta acogida de toda la asamblea. Ahora, bajo nuevo reglamento se ha extendido a 15 minutos y hay lugar para 15 minutos de preguntas. Estas cortas sesiones suelen transformarse en artículos para nutrir la Gaceta Médica de Caracas, órgano de la corporación. Más adelante, se amplió el concepto surgiendo también Perlas de Observación Humanística, Perlas Históricas y Perlas de Observación Científica. Hasta el presente he presentado y publicado en la Gaceta Médica de Caracas, órgano de la Academia Nacional de Medicina, un total de 43 de ellas; dos adicionales fueron presentadas, pero esperan para ser escritas y publicadas: (1). ¨La momificación en el tiempo, y las momias del Doctor Gottfried Knoche¨; y (2). ¨Vitrubio, Fibonacci y Paccioli: El Jorobado de Notredam y neurofibromatosis de von Recklinghausen, El Hombre Elefante y síndrome de Proteus¨.

    En homenaje a mi perseverancia en la presentación de estas Perlas de Observación Clínica a lo largo de las sesiones de la Academia, en mayo de 2012, mi dilecto amigo y académico, individuo de número Sillón IX, el doctor Otto Rodríguez Armas, bondadosamente me regaló una perla de las llamadas hanamadas o perfectas, proveniente de Mikimoto, el imperio del cultivo de perlas más grande del mundo en la bahía de Ago, al sur de Tokio, fundado en 1898 por Kokichi Mikimoto, el rey de las perlas, y que a su vez le fuera obsequiada en Japón por el profesor Shouichi Sakamoto en un congreso mundial de ginecología. En su honroso concepto, más la merecía yo que él…

                                          


 Ya todo está dicho… Inclinémonos en señal de veneración, respeto y estima ante la Madre Clínica y su hija favorita, la escrupulosa observación; la más fina, sencilla y económica de cuantas herramientas dispone el clínico en su quehacer; empresa para una vida entera pues se construye en el día a día comprometido, y por su detalle y multiplicidad, es la más difícil de asir. Trasmitámosla sin regateos a las nuevas generaciones…

Su adquisición y pulimentación crítica debe constituirse en el Santo Grial de la formación del médico, desde sus inicios hasta su culminación vital…

Elogio del bojote … de exámenes

Era una de esas tardes de viernes que parecen tan cortas quizá olfateando la llegada del sábado o domingo, para luego volver al lunes, el día más largo de la semana. Serían cerca de las 4.00 de la tarde en la Neuro-Ophthalmology Unit de la Universidad de California en San Francisco, la semana había estado muy movida, muchos pacientes de cuadros clínicos complejos pero motivantes; la cabeza tensa de tanta nueva información, sin embargo todo parecía haberse detenido aquella tarde y el ambiente era seco y desagradable; la calefacción le daba un carácter artificial, un aire áspero y seco, y solo esperaba algunos minutos para irme a casa; ya todos mis compañeros se habían ido desde temprano, tenían programas para hacer turismo. Yo, ni pensarlo… yo no había ido a hacer turismo, tenía una misión muy mía, autoimpuesta, en la madurez de mis cuarenta años, había ido a estudiar y aprender para cosechar y traer al terruño, y cada día me maravillaba con algún nuevo conocimiento para mi acervo e ideaba cómo lo compartiría a mi regreso. La lectura se me hacía pesada; estaba tapado del cerebro…

William Hoyt, mi maestro daba vueltas alrededor de su maletín abierto como solía mantenerlo, casi que sin nada adentro, como esperando que yo me fuera para irse él tras de mí rumbo al Golden Gate Bridge y a su hermosa casa en Sausalito donde vivía… ¿Por donde me iría yo?, ¿tomaría la autopista 101 o la 280? ¿Cuál sería más hermosa a esa hora del atardecer con el sol poniente tras mis hombros…? Graciela y mis tres hijos me estarían esperando…

Fui despertado de mis cavilaciones cuando un trío muy elegante tocó a la puerta abierta de la oficina excusándose por venir sin cita. Habían volado desde Las Vegas en su jet particular y el piloto que hacía también de cicerone traía a la diestra gruesos sobres portadores de numerosas radiografías.

Él de unos sesenta, con canas en las sienes, alto y fornido, muy bien plantado y vestido y ella, quizá de la misma edad, pero, su facies traslucía enorme sufrimiento, rubia, muy linda, con apenas marcas del bisturí del cirujano plástico y un largo abrigo plateado muy fino –yo no sabía si era de visón, zorro o nutria, lo que sí pude apreciar era que no se trataba de astracán nonato-. Mi hija Chelita años más tarde estaría coqueteando con PETA, People for the Ethical Treatment of Animals (o Personas por la Ética en el Trato de los Animales), una asociación que condena el empleo de pieles de animales por lo que ya todas estas gentes famosas no las usan más, sino imitaciones o pieles sintéticas extremadamente caras y muy finas.

Ante aquél rostro suplicante, a Hoyt no le quedó otra opción que tomarla como paciente. Se sentó frente a ella y le pidió le contara su problema que no era sino una neuralgia atípica del trigémino de las dos ramas superiores del lado derecho cuyo carácter describía como quemante, pero además y más significativo, como si minúsculos insectos caminaran bajo su piel especialmente durante la noche, llevándola por la calle de la amargura pues era resistente a los analgésicos entonces conocidos incluyendo opioides. Había sido vista por luminarias de la medicina interna, neurología y neurocirugía de las costas atlántica y pacífica de Norteamérica y no tenía un diagnóstico a pesar de numerosas pruebas y estudios radiológicos. Ocurría pues al oráculo de la ciencia difícil, a la Meca de la neurooftalmología norteamericana: Bill Hoyt, el de San Francisco.

Luego de un rápido examen que incluyó aquello necesario, la sensibilidad corneal y de la cara y el examen de algunos nervios craneales, le dijo que él sabía la razón de su dolor pero que era necesario realizarle una tomografía computarizada cerebral con un nuevo tomógrafo prototipo General Electric de alta resolución que recién estrenaba el hospital. Ella reclamó el por qué no revisaba los estudios ya practicados y que traía. Él le replicó displicente, pero con suavidad, que la información que necesitaba no estaba allí, en ese ¨x-ray´ bunch¨, o vulgar bojote… 

Llamó a radiología y siendo muy temido y respetado le dijeron que la enviara de inmediato. Fui comisionado para que me asegurara que se realizaran secciones de 0.5 mm del área adyacente a la silla turca en proyecciones axiales y coronales, y para que una vez en la mesa radiológica, garantizara de que su cabeza estuviera bien posicionada porque la perfecta simetría suele ser capital en este tipo de exámenes… Por cierto técnicos y fellows del área solían vernos a mis compañeros y a mí como entrometidos y debíamos soportar su trato indiferente y disgustado…

Saliendo hacia el ascensor con la señora y su marido, me dijo en voz baja, ¨Remember me Raffe, Geoffrey Jefferson, The Bowman Lecture, 1953¨. Cumplí mi misión. Una vez concluido el estudio le llamé para que bajara a evaluar las imágenes en la consola adyacente al tomógrafo. Allí estuvo moviendo botones, pasando imágenes y rotando una bola que cambiaba los tonos de gris y haciendo aparente al criminal aquel que agazapado y burlón había confundido a anteriores tratantes. Y allí estaba el culpable, donde él había anticipado: una pequeña asimetría, un pequeño bulto, un tumor en el seno cavernoso derecho. Necesitaría de una biopsia para conocer su índole y muy probablemente radioterapia. Se despidió amablemente del trío deseándole la mejor suerte y pidiéndole que le mantuviesen informado. Cuando le pregunté por Jefferson, solo me contestó secamente,

-¨Baje al basement y allí encontrará la información…¨.

Como es lo usual en centros desarrollados la fabulosa biblioteca estaba abierta hasta avanzada la noche, encontré el ansiado trabajo: Jefferson G. The Bowman Lecture. Concercinig injuries, aneurysms and tumors involving the cavernous sinus. Tr Ophthalmol Soc 1953;73:117. Allí pude leer en diáfano lenguaje…, 

  • ¨La presencia de dolor continuo, de carácter disestésico en una de las tres divisiones del trigémino es contundente evidencia de una infiltración de los nervios por células neoplásicas… quemante, con punzadas intermitentes, irredento, a veces asociado con disestesias que evocan la sensación de insectos reptando bajo la piel… Sólo mejora cuando se ha perdido toda sensibilidad en el área¨. En sus palabras, Jefferson lo definía como ¨clamoroso¨ y decía que ¨suplicaba por su urgente alivio¨…, y tal era el caso.

No otra cosa que la queja de la paciente. De vuelta a su lugar de origen, una biopsia mostró un tumor maligno de terrible talante, un carcinoma adenoideo quístico, que ama los nervios para diseminarse, entonces y ahora con muy pobre respuesta al tratamiento y muerte segura en pocos meses.

  A Hoyt le bastó ¨escuchar al artero tumor hablar por boca de la paciente…¨; pudo reconocer y recordar en el momento preciso cada palabra de la lúcida descripción de Jefferson para ir directamente y sin cortapisas adonde emanaba la queja.  Bien asentaba Sherlock Holmes en el ¨Misterio del Valle de Boscombe¨, que ¨la singularidad es casi invariablemente una pista¨. Por su parte, Wilfred Trotter (1872-1939), cirujano y demostrador anatómico hasta el año 1906, cuando ingresó en la plantilla del University College Hospital de Londres, nos recuerda tal como en nuestra anécdota, que, ¨La enfermedad a menudo revela sus secretos en un paréntesis casual¨, ese que precisamente me deslumbró en aquella tarde tediosa y pacífica del Moffitt Hospital…

Llegué a casa cerca de las 9.00 pm sintiéndome culpable por mi tardanza para recibir la acre queja de Graciela y de mis hijos sin encontrar una excusa que les satisficiera, pero una vez más impresionado por la erudición de Hoyt y aquel manejo maestro del diálogo exploratorio con sentido, del diálogo diagnóstico que aclara dudas, el de la disección de la queja en acción…

Salvando las insondables distancias que separaban y aun separan su ciencia de la mía, teníamos mucho en común: la pasión por la búsqueda de la verdad del paciente que no del médico como paso principalísimo de esa hermosa relación entre un médico y su paciente: compromiso, compañía y empatía…

Ya de vuelta a Caracas, también he tenido yo una paciente mía de 33 años que ocurrió a mi consultorio con similar queja de dolor disestésico trigeminal; usada y abusada durante cuatro meses, distraída y confundida por médicos alópatas, homeópatas, y el ying y el yang, entre infundadas sospechas de migraña, miastenia ocular, disfunción temporomaxilar, ojo seco, mal oclusión dentaria, aneurisma, y que llevaba un fardo de exámenes con peso de 1.900 kg donde ella había colectado cuidadosamente sus exámenes que atestiguaban ignorancia y falta de empatía, pero a través de ellos, pude recomponer su historia clínica y el prontuario del agresor…

 

Ninguno de los tratantes había reconocido en su dolor disestésico ¨el síntoma señal¨, es decir, aquel que sin dudas evoca una pista hacia el diagnóstico positivo, ese mismo indicado por la disestesia distintiva de ¨insectos reptando y comiendo bajo la piel de su cara…¨, tal como el arador de la sarna…  

Son anécdotas vividas con intensidad que espero motiven a mis alumnos y a aquellos que no lo son enseñándoles lecciones de medicina y humanismo…

 

 

 

 

 

 

 

Se ha dicho que los hombres somos hacedores de palabras y usadores de palabras; usa palabras para comunicarse y hacerse entender, usa símbolos cuyo común denominador debe ser comunicar con claridad y precisión sus observaciones en derredor del enfermo. La comunicación clara, detallada y rápida es parte vital de la solución del problema médico debiendo hacerse con consistencia, modestia y pasión, como aconsejara el sin par Iván Petrovich Pávlov (1849-1936).

Quien es capaz de todo esto, debe hablar siempre con el claro, sencillo y amable lenguaje de los grandes hombres de ciencia mediante el diálogo exploratorio –llámelo anamnesis si quiere-, brújula con la que el clínico navega en los mares misteriosos y procelosos de la enfermedad.

Elogio de las viejas enfermedades: ¨El mal de amores¨ y la ¨Clorosis¨…

¡Cuántas historias que los médicos presenciamos en el escenario de la vida profesional: comedias, tragedias y tragicomedias! ¿Qué otra profesión permite ese privilegio y ese compromiso? Los médicos somos espectadores de la vida; la arista dramática del existir no nos es para nada extraña; hasta podría decirse que nos persigue, pero a veces invidentes, pasamos de un costado, ignorándola. A lo largo nuestro ejercicio profesional, muchos médicos hemos observado tal vez con gran interés, con malicia o con desdén, hechos inusuales, extraños, curiosos, risibles e inclusive grotescos o extravagantes, que, por carecer del rigor científico que se nos exige al publicarlos, por su contenido o su crudeza, pocas veces son compartidos con otros colegas y el público general. A veces porque el lenguaje utilizado no es el socialmente aceptado, o porque los hechos tocan tabúes sociales, o simplemente porque pensamos que no interese a nadie lo que hemos vivido… Cuántas gracias damos a la vida por permitirnos haber estado allí, viviendo entre esa multitud de aporreados, vapuleados y machucados por la crueldad de la enfermedad y el desafecto de los gobernantes que el sino les ha procurado, y al mismo tiempo accediendo a tesoros que a otros están vedados.

Así pues, que escribo con profunda nostalgia… De tiempos que se han ido y ya nunca más volverán… De cuando ciertas enfermedades tenían glamour a pesar del sufrimiento que imaginamos producían sin que los médicos aventuráramos un bálsamo redentor o al menos una pizca de esperanza… De cuando como estudiantes de medicina y nos poseía la ingenuidad y la pureza, podíamos acaso intuir cómo las emociones podían jugar un papel preminente en el curso evolutivo de algunas enfermedades, por no decir de todas… La gente común, más ingenua y pura, no tenían ambages para atribuir una enfermedad a una pena del alma, esa que no hacía clic con nuestra fría concepción anatómica y fisiopatológica del ser humano. ¡Pobrecitos nosotros…! ¡Como que el ser humano es un compendio divino y amalgamado de carne, alma y emociones interactuando con el medio externo donde acumulamos calendarios! El tuberculoso o tísico de ayer o de sus sinonimias, consunción, enteque seco, tisis, tabes, peste blanca o adenitis cervical, era el pan nuestro de cada día a fines del siglo XIX y durante la primera parte del siglo XX, y sabido era que el diagnóstico era tomado como sentencia de muerte porque nada existía para efectivamente combatirla, y que el acerado filo de la guadaña podía cercenar de un tajo la existencia del afectado, especialmente si se abandonaba a la desesperanza, y muchos relatos de profanos y médicos atestiguaban como las pérdidas afectivas y aun materiales, espoleaban ese tránsito inmisericorde hacia la tierra de nunca jamás donde intuimos, volveremos a la eterna infancia…

Inspirado en la vida de la cortesana Marie Duplessis quien falleciera víctima de la consunción a los 23 años, Alejando Dumas II, escribió su inmortal novela, ¨La dama de las camelias¨, donde Marguerite Gautier, una joven actriz de vida hasta entonces disoluta, cambia radicalmente de comportamiento en favor del amor de Armand Duval. El padre de éste, temiendo el desprestigio social de su hijo se opone a toda relación. Marguerite, tratando de preservar el buen nombre de su amado le finge deslealtad para precipitar su abandono. Armand la recrimina y el shock resultante, combinado con la tisis pulmonar que la poseía toda, destruye su estima y sus fuerzas, así que sucumbe prontamente ante el desatado poder del invisible enemigo que la socavaba…

Las jóvenes tuberculosas adelgazadas, de mirada lánguida y cutis alabastrino parecían ejercer un gran magnetismo entre los estudiantes de medicina que éramos entonces, muy arregladitos, bien peinados, con menudo bigote y vistiendo corbatas tal vez para parecer más serios, más viejos o más sapientes en tiempos en que todavía manteníamos el romanticismo innato de las almas castas… Enamorarse de una de estas jóvenes, era como un flirteo con ¨la novia pálida¨ de Martí Ibáñez, es decir, con la muerte misma… El parecido de estas enfermas con aquellas otras que sufrían de ¨mal de amores¨ era cercana y a menudo se confundían, aunque estas  exhibían una polimorfa sintomatología que incluía, desgana de hacer nada excepto pasarse el tiempo tendida en un diván, un lecho o una butaca con almohadas, en posiciones que variaban desde recostar la cabeza a cambiar de postura continuamente, tristeza, inapetencia, ganas frecuentes de llorar, languidez, palidez del semblante y de los labios, dolores de cabeza, falta de la alegría de vivir, de cantar, de trajinar en la casa, de hacer o emprender cualquier tarea por pequeña que fuese, y así, se dejaban morir lentamente…

Con relación a la mujer, es obvia la discriminación de sexos que ha mostrado la medicina y los médicos a lo largo de los tiempos, y la descripción de enfermedades en razón de la secular envidia por todo lo que ella tiene, y por todo de lo que nosotros, los hombres, carecernos.  Se la ha considerado frágil, desprotegida, débil y de genitalidad limitada porque carece de un falo. ¿Qué más apropiado que inventar la histeria cuyo nombre viene precisamente de útero si la mujer es la enfermedad misma? Aún persiste este estado de cosas y aunque la enfermedad emocional existe en los hombres, nos cuidamos de decirles que sus molestias obedecen a los nervios o a causas psicosomáticas.

Echemos entonces una ojeada al pasado: Existe una muy curiosa obra intitulada, «Le médecin de l’amour au temps de Marivaux» (Etudes sur Boissier de Sauvages, d’après des documents inédits», Paris, Masson, 1896), escrita por un tal doctor Grasset y que es la biografía de François Boissier de Sauvages, un famoso médico de Montpellier, que vivió en el siglo XVIII, quien era llamado «médico del amor». Fue un gran botánico, clínico eminente y gran profesor, amigo de Herman Boeerhave de la Universidad de Leiden y de Carlos Linneo, naturalista sueco y padre de la taxonomía. En 1724, presentó su tesis doctoral titulada: «Disertatio medica ataque ludrica de amore, etc.» en la que alterna las opiniones sobre el amor de los antiguos poetas con notables consideraciones científicas.

Henry Meige (1866–1940), el neurólogo de los tics mandibulares y periorales, le ha considerado como precursor de los psicólogos modernos con su concepto de «mal de amor» que identificaba como una serie de trastornos psicofisiológicos que, hilados entre sí, constituían un verdadero síndrome, una afección mórbida de la que estudia su etiología, sintomatología, complicaciones, patogenia, diagnóstico y terapéutica. Desde un punto de vista patológico equiparaba su definición del amor con una «enfermedad que se presenta entre los jóvenes de ambos sexos, con delirio en relación con el objeto amado y un vivo deseo de unión íntima honesta». Ese «delirio» sería una forma psicopática especial, en la que existen una serie de síntomas psíquicos y otros físicos. En escritos antiguos ya se hablaba de una febris amatoria o icterus amantium como enfermedad producida usualmente por amores contrariados. A veces las enfermedades son las mismas pero los nombres y su sintomatología varían con los tiempos, por ello, la clorosis fue otro nombre acuñado para esta condición, y así más tarde Sauvages hablaría de una «clorosis por amor», que era definida como, «anemia de la pubertad, espontánea, favorecida por una tara hereditaria de alteraciones de la nutrición, bien latente o expresada por hipoplasias orgánicas, anemia con pérdida de hemoglobina de tal intensidad que los glóbulos rojos neoformados son incapaces de adquirir la resistencia y talla de los glóbulos rojos normales». En muchas de mis pacientes adolescentes, este color pálido-verdoso también fue denunciante de sobreprotección parental y la mayoría de las veces con hematologías normales, por lo que la llamé ¨anemia sine anemia¨. Pero el tiempo ha pasado, este tipo de enfermedad se ha esfumado desde que la mujer se ha liberado de tabúes, entrado en la Internet y aún en páginas de pornografía…

Hipócrates y Galeno ya hablaban de la críptica condición. Ambrosio Paré la aceptaba a pie juntillas. Avicena ya había mencionado la obstructio virginum, y Arquigenes, médico griego natural de Apamea (Siria), a la «febris alba«, «tristeza amorosa» o «pasión contrariada». El citado Meige cita a autores como Varandeus de Montpellier en 1620 que le dio el nombre de clorosis, Lafare Rivière, Sennert y otros que atribuían la patogenia de esta clorosis a trastornos menstruales. Durante los siglos XVII y XVIII otros nombres aparecen para definir la clorosis: «color pálido», «enfermedad virginal». La febris amatoria de los antiguos atribuye los síntomas en su mayor parte a trastornos del aparato genital: La retención de sangre en la matriz, los trastornos menstruales, la coloración verdosa de los tegumentos y los demás síntomas serían parte de la misma enfermedad.

Otros autores se contentan con llamar a la enfermedad «melancolía», caracterizada por «ensueños acompañados de tristeza» y que se atribuían a «perversión de los espíritus animales», a vapores que se desprendían de todo el cuerpo, del corazón, de los hipocondrios o de la matriz. La melancolía hipocondríaca y la «melancolía de amor» tenían como fundamento una pasión desmedida por el objeto amado, a menudo no correspondida. Se hablaba también de una «melancolía uterina» que se atribuía a la obstrucción de los vasos sanguíneos periuterinos, lo que provocaba la suspensión de la regla. Su grado máximo era la «sofocación uterina», que se achacaba a la corrupción de la sangre menstrual causa de vapores malignos que invadían todo el cuerpo.

Posteriormente hubo una época el siglo XIX en que la palidez de la cara era considerada entre las mujeres como un signo de distinción. Tanto era así que se utilizaban los procedimientos más originales con el fin de lograr que su piel adquiriera el céreo matiz de la azucena: se tomaba vinagre, se introducía la cara en el orificio del inodoro en la creencia que los vapores que allí se desprendían descolorarían la tez, se privaban de comer y alguna de ellas después de hacerlo se provocaban el vómito para evitar que los alimentos ingeridos sirvieran para fabricar sangre nueva; era pues una variante de lo que hoy día llamamos anorexia nervosa, bulimia o bulimarexia. Fue precisamente ésa, la época romántica de la Dama de las Camelias, en que desmayarse delante del pretendiente era una hazaña de muy buen gusto y tener una tosecita imperceptible pero constante daba espiritualidad y femineidad. Si en aquel tiempo una de las jovencitas se veía atacada por la enfermedad llamada clorosis, consideraba el mal como un bien del cielo que venía a resolver sus problemas, pues la clorosis confería a la piel el tinte céreo tan deseado como en otros tiempos.

Fue así como la clorosis subproducto de la Moral Victoriana, se definió como una forma de anemia que se presentaba únicamente en las personas del sexo femenino y que escogía sus víctimas entre las jóvenes cuya edad oscilaba entre los 15 y 25 años. Fue conocida desde la antigüedad e Hipócrates observó que tenía predilección por las muchachas jóvenes y vírgenes. Se llegó a decir que «la mujer es una flor que se marchita con pasmosa rapidez, cuando de ella se apodera la clorosis¨. Enfermedad desaparecida al son del cine, la televisión y la Internet, demoledora de mitos y creadora de otros peores…

Pero todavía vemos en nuestras consultas, fantasmas que parecen venidos del pasado, y una de ellas, una clorótica, una paciente mía que en pleno siglo XX me llevó a relatar la siguiente historia:

«A decir verdad no aparentaba más de veinticinco aun cuando ya había rebasado en algo la cota del cuarto decenio. “¡Vaca chiquita siempre es novilla!” —dijera mi padre, libanés de nacimiento y llanero por adopción—. Crisálida Inmaculada Blanco me dijo llamarse. Figura desaborida y menuda, aplanchada por delante y por detrás, como si el estradiol — por excelencia la hormona de la femineidad que induce y mantiene los caracteres sexuales— no hubiera sido capaz de producirle redondeces y prominencias, y modelar con gracia y suavidad el contorno de su figura… Su cabello amarillo como la espiga del trigo, caía lacio sin gracia alguna o pizca de coquetería hasta la altura de sus hombros; diría mi madre, como ‘lambido de vaca’. La vestimenta le sobraba aquí y allá aparentando no ser suya, un afán —tal vez—, de ocultar cualquiera incipiente curva que atrajera las lascivas e indiscretas miradas masculinas.

Su cara de adolescente, pálida como el apio y salpicada de pecas como una cerámica de Lladró, siempre había sido la consternación de sus padres. Montones de análisis hematológicos atestiguaban que no había deficiencia de glóbulos rojos… ¡el laboratorio debía estar equivocado…!, ¡Es la “anemia sine anemia” que yo llamo, la que suele ir asida de la mano con la sobreprotección parental y es casi que un marcador de íntimo desamparo, a pesar de que las circunstancias externas parecieran contradecirlo… Y efectivamente, hija casi única, pues su hermanito mayor había nacido muerto, estrangulado por dos vueltas que alrededor de su cuello el cordón umbilical, la vía de asegurar su vida “in utero”, paradójicamente le había privado de ella… Así pues ¡que a esta no habrían de perderla! Mimos en su infancia le fueron dispensados en demasía. Las piedras del camino de su incipiente vida, esas que causan el dolor y las frustraciones que templan el carácter, le fueron retiradas, una a una, así que no supo de tropiezos o deseos no satisfechos en el término de la distancia.

 

Sus nombres de pila parecían haberle sido puestos —a lo mejor, en forma inconsciente— con el soterraño propósito de que no creciera más allá de la etapa de ninfa, de que no alzara el vuelo caprichoso y coqueto de la mariposa adulta, para que la vida “no le hiciera sufrir” las penas de los desaciertos e insatisfacciones del paso hacia la adultez independiente. De hecho, los abundosos halagos le habían atrofiado también su esencia de mujer, castrándole sus deseos sexuales, transformándola en un ser frígido y asexuado. Sufría, y sufría mucho… pero no sabía dónde. No más al vistazo ello podía apreciarse. Su frente, surcada de prematuras arrugas, mostraba un repliegue de piel en el entrecejo semejante a una omega, la letra griega, y considerada por los antiguos —expertos en eso del decir de la expresión— como la señal facial del desconsuelo: “la omega melancólica…”.  Y es que el amor y las caricias, alimentos indispensables para el ser humano, son también armas de doble filo. Una planta puede morir si no se le riega; ¡Ah…! pero igualmente, puede fenecer por exceso de agua. A Crisálida le habían aguachinado las raíces de tanto regarla y regarla… Un morro inexpugnable había sustituido a las piedritas que otrora molestaran su camino ¡Qué contradicción!

La conocí como paciente luego que su embrionario matrimonio abortó en divorcio… Un niño tan sólo había quedado de una relación íntima, única, incompleta y ‘horrible’, que le produjo profunda rabia y asco hacia quien había escogido, a lo peor, como compañerito de juegos. El timbre de su voz, su afectación al hablar y las expresiones que a menudo empleaba, parecían haberse quedado ancladas a sus días de adolescente. Sus amigas de entonces, hoy señoras con hijos, seguían siendo “la niña aquella…” pues los años, simplemente, no habían pasado. -“Desde hace un año vienen dándome unos «yeyos» que me hacen hasta perder el sentido… ¡Qué pena venir a molestarlo Doctor… me muero…! El primero me ocurrió de casada, cuando las relaciones andaban muy mal. Sucedió en un restaurante. Había mucha gente, calor, bulla y humo de cigarrillo. Mi ‘ex’ insistió en que tomara algún aperitivo. Apenas si probé un vermú preparado. Comenzó como algo indescriptible: Me sentía mal, como mareada, el corazón me latía con fuerza y las manos y la boca comenzaron a adormecerse y llenárseme de hormiguillos, me faltaba el aire, la vista se me nubló y se me fue el mundo… Dicen que me fui de rollito al suelo, pálida, muy fría y sudando a mares. Un joven, vecino de nuestra mesa y según él entendido en medicina, saltó sobre mí dándome respiración artificial y masaje cardíaco, pues ‘no tenía pulso y debía ser un paro cardíaco…’ .

Todo aquel zaperoco duró algunos minutos, pero ¡muérase doctor!, a mí me parecieron siglos. Yo podía ver a las personas a mí alrededor como al través de un vidrio empañado y las voces las percibía lejanas y apagadas. Trataba de hablar y no podía. Finalmente me llevaron a una clínica donde el dictamen final fue un episodio de ‘baja de tensión y… tres costillas fracturadas’, producto de los cuidados del buen samaritano y su caótico masaje. Luego, he seguido presentando las morideras con mucha frecuencia. Me han visto numerosos doctores y me han hecho toda esta cantidad de exámenes y radiografías que quiero revise, pues me han dicho que están normales y si así fuera, ¿por qué me siento tan mal…? Me dicen que son mis nervios alterados… ¡Usted es mi última carta doctor, estoy segura de que usted podrá ayudarme! ¿Estaré tuberculosa o será el producto de alferecía? Así, más o menos se expresó la Crisálida, aún encerrada en su capullo…

Procedimos a examinarla: Su cuerpo era tan delgado que podían contarse las costillas sin mucho esfuerzo, producto de su sempiterna inapetencia -¡aún por la vida!— Aunque muy pálida en su conjunto, las conjuntivas de sus párpados  y la mucosa oral estaban bien coloreadas, evidenciando la ausencia de anemia. Noté un agnusdéi pendiendo de su cuello. Al abrirlo, pude ver una pequeña foto sepia de cuando era tan sólo una bebé…

La frialdad de su cuerpo, particularmente de sus pies y manos, era impresionante y contagiosa poniéndole a uno la carne de gallina. Su piel era suave, delgada, casi transparente, surcada por un veteado rojo-azulado, lo que llamamos los médicos lívedo reticularis o cutis marmorata, traducción de toda aquella íntima frialdad. La luz brillante de mi oftalmoscopio dirigida directamente a una de las pupilas de sus ojos para mirar el estado del fondo del ojo —¡venero de verdades!— era intolerable. El simple contacto de la luz con su retina le hacía sacudir la cabeza hacia un lado como tratando de quitarse aquello de encima, encabritándose, imposibilitando el realizarlo y trayendo a la escena abundantes lágrimas… La luz, al atravesar el orificio pupilar, parecía tener el simbolismo de la penetración del miembro viril, aquel que no había podido aceptar en su regazo. Sus extremidades brincaban en mil saltos al seco golpe del martillo de reflejos sobre sus tendones semitensos y encogidos. Todo ello le hacía turbarse hasta el sonrojo, llevándose las manos a la cara para cubrir su boca, en un mohín de timidez. Suspiraba profundo y con frecuencia. Le hice respirar profundo para auscultar el murmullo de sus pulmones. Cada vez lo hacía en forma más superficial. Tuvo que detenerse en seco, como mula que ventea tigre, porque creyó que “ya le iba a dar el yeyo ese…” Se sintió con la cabeza ida y vacía y se tornó más pálida de lo que estaba en un principio. La hice respirar dentro de una bolsa plástica y el mareo cesó progresivamente, como por arte de sugestión o magia.

Volvimos a conversar con ella luego del examen clínico. Un examen que en realidad no demostró evidencias de enfermedad física, pero sí mucho de terebrante dolor psíquico. El dualismo cartesiano nos obligó a dividir las enfermedades en somáticas o del cuerpo, y en emocionales o del alma, ¡craso error! pues las dos están acrisoladas en forma indisoluble, así que las penas del uno, indefectiblemente afectan a su siamés. Los síntomas somáticos que ella padecía, eran una mimética alegoría de la tristeza y ansiedad medulares que la devoraban…: ¡Trampas de la mente para que el individuo no mire hacia donde debería volver su mirada! Sus ojos, azulitos, no parecían tener acceso a la realidad que tan clara, se dibujaba en su alrededor. Era como si funcionalmente, se le hubieran extirpado de mentiras las pupilas, quedando vacías, a lo Anita la Huerfanita de las comiquitas de antaño… ¡tan huerfanita de adulto afecto como estaba…!»

Por el deseo profundo que experimenta la persona que anhela ser amada y es rechazada, un amor no correspondido llega a ser tóxico, y puede trocarse en idea obsesiva; la ruta hacia la enfermedad psicosomática está expedita y la depresión, la ansiedad y cambios bruscos de humor o episodios de euforia y aún el comportamiento destructivo subyacen a flor de piel. Son muchos los cantantes y trovadores que componen canciones sobre experiencias vívidas y vividas de amores no correspondidos donde sobresale la obsesión destructiva relacionada con este tipo de amor… Si no, mire usted como reza la canción ¨El Puñal¨ de Andrés Cepeda, ¨Toma este puñal, ábreme las venas, quiero desangrarme hasta que me muera,no quiero la vida si es de verte ajena, pues sin tu cariño, no vale la pena…”.

Es por ello, los amores no correspondidos también son causales de enfermedad y hasta de decisiones extremas… En su célebre poema ¨Nocturno a Rosario¨, el poeta mexicano Manuel Acuña en dramáticos versos, describe sus propias esperanzas rotas por un amor no correspondido. La tragedia narrada concluyó con el suicidio del poeta…

IV

Comprendo que tus besos

jamás han de ser míos;

comprendo que en tus ojos

no me he de ver jamás;

y te amo, y en mis locos

y ardientes desvaríos

bendigo tus desdenes,

adoro tus desvíos,

y en vez de amarte menos

                              te quiero mucho más.

Otra verdad incontrovertible es que los médicos solemos tener remedios para todos los dolores, pero… menos para el terebrante dolor del mal de amores y que llevó al poeta Zanotti, asaltado por Cupido a decir:

Sólo quería saber si contra amor

algún remedio tenéis en vuestros libros,

contra el amor, que parte a parte me destruye

Hasta antier, la historia de la medicina está repleta de folclóricos cuando no dañinos tratamientos; el melancólico ¨mal de amores¨ no fue la excepción, y fue así como píldoras de hierro, sangrías, baños de pies llamados pediluvios, cambios en la alimentación y… especialmente el matrimonio y sobre todo el embarazo, que por cierto no le funcionó a nuestra paciente Crisálida Inmaculada Blanco, u optar por la antigua resignación, eran la indicación: «Si los obstáculos insuperables se oponen a una unión vivamente deseada, las consoladoras ayudas de la amistad, los viajes de larga travesía y todo tipo de distracciones se convierten en necesarios a las cloróticas para superar una pasión que no puede ser satisfecha».

Pero hubo más descabellados tratamientos como descargas eléctricas en el útero recomendándose perseverancia si con las primeras andanadas no se obtenían resultados. Para ello, un cirujano experto en mecánica desarrolló en el siglo XIX un instrumento ad hoc para hacer el tratamiento más accesible. Pero la terapéutica podía ser repugnante y aún más descocada, como sangrías en la vulva y vagina, y aún, la aplicación de sanguijuelas en el mero introito vaginal. Otros tratamientos rayaban en la agresión y el sadismo, como el empleo de fuertes irritantes en las paredes vaginales, [¨diez gotas de líquido volátil [amoníaco] mezcladas con dos cucharadas de leche caliente. Aplicar tres o cuatro veces al día… Esta mezcla volátil, es altamente estimulante… Si se inyecta en cantidad apropiada en la matriz o solamente en el canal de la vagina se apresta para la producción de orgasmo…]¨. La verdad verdadera era otra, las pobres mujeres así mal-tratadas, no sentían ningún placer, antes bien un gran dolor en su intimidad y huida del tratamiento y su feliz dador, pues generalmente… no volvían a la siguiente consulta… Juan L. Carrillo escribió, «Es evidente que el ´soberano´ remedio para la clorosis fue una asexualidad medicalizada que dotaba al pene y a la esperma de un alto valor terapéutico y que ponía la curación de las mujeres en el territorio de los hombres, con lo que la idea de la dependencia quedaba enormemente reforzada«.

 Y para finalizar, el insigne médico español, Don Gregorio Marañón y Posadillo (1887-1960), llamado el Hipócrates español, en nada sospechoso de feminista y del cual he sido un ferviente admirador desde mis felices días de estudiante, escribía en 1936: «[…] esta enfermedad, que ha figurado en millones de diagnósticos de médicos clásicos; que ha influido tanto en la vida de la mujer -y por tanto del hombre- durante varios siglos; que ha enriquecido a tantos farmacéuticos y propietarios de aguas minerales; que ha hecho exhalar tantos suspiros de jóvenes enamoradas y movido la inspiración de tantos poetas; sí, la clorosis, en fin, no ha existido jamás».

¡Mea culpa!