Discurso en el Acto de Recepción del Dr. Rafael Muci-Mendoza a la Academia Nacional de Medicina

Señores Presidente y demás Miembros de la Junta Directiva de la Academia Nacional de Medicina

Señores Individuos de Número

Señores Miembros Correspondientes e Invitados de Cortesía

Mis queridos y respetados Maestros

Honorables miembros de la familia del doctor José Ochoa Rodríguez

Señoras

Señores

Con el espíritu conturbado me incorporo a esta augusta Academia en un período triste para la Patria donde se ha entronizado la barbarie y el poder omnímodo con la implicita destrucción de valores éticos, morales e intelectuales. Ha florecido la corrupción obscena, la violencia irracional y doctores y académicos muestran vergonzoso servilismo. En tiempos de paz somos objeto de una invasión médica foránea ilegal que atenta contra las leyes de la República, nuestra idiosicrasia, nuestra medicina, nuestros médicos y  nuestros pacientes, donde se niega trabajo a los más jóvenes para favorecer extraños designios.

Debemos oponernos, alzar nuestra enérgica voz de protesta y convocar a la resistencia ante tanto desvarío. ¿Qué anticipar para esta Venezuela ahora marginal y disminuída del Siglo XXI? ¿Qué decir de las instituciones que constituyen su entramado social y político, vendidas al mejor postor y a la mentira? ¿Qué decir de sus ciudadanos resignados, timoratos y castrados? ¿Dónde hallar hombres y mujeres que nos conduzcan a paso firme al rescate de nuestra identidad vulnerada y perdida? Cuestiones básicas para ser respondidas por cada quién en la intimidad de sus conciencias…

En la Odisea, Homero santificó al guía. Guía, definido como aquel que siendo un buen observador, un buen escucha y un desatador de entuertos, permanece a nuestro lado y nos conduce con empatía, fe, paciencia y respeto. Odiseo, antes de abandonar Ítaca y partir a Troya, le confía a su sabio consejero Mentor, el cuidado de su hijo Telémaco. Mentor era el artificio que había adoptado la deidad de los claros ojos, Palas Atenea, diosa de la sabiduría, para conducirle y cuidarle.

Un preceptor es entonces esa persona indispensable cuando asomamos a la vida y consolidamos nuestra personalidad, y luego, a lo largo de toda ella, de nuestra carrera y desarrollo profesional. ¿Cómo entonces no comenzar refiriéndome a mis queridos padres, José Muci Abraham y Panchita Mendoza de Muci, ya desaparecidos? Nací en el modesto pero sobrio hogar de una pareja honorable y comprometida, José, un inmigrante libanés y Panchita, una flor del llano venezolano, que vertieron sobre nueve hijos, caudales de rectitud, superación, coraje, honestidad, justicia y trabajo sin pausas, valores que hemos tratado de conservar, promover y transmitir a quienes nos rodean.

Donde quiera que ellos se encuentren puedo anticipar su contento, orgullo y satisfacción. En el prolongado desfilar de la humanidad, cada hombre es un aprendiz de los que fueron y un maestro de los que serán. Me considero un hombre privilegiado por haber tenido y continuar teniendo bondadosos maestros, “dadores felices” al decir de la Biblia, que han constituído para mi paradigmas de crecimiento, superación y maduración; permítaseme nombrar algunos pocos; los que así no lo sean, tengan por seguro que en mi corazón les reservo un lugar agradecido: El primero de todos, mi hermano Fidias Elías, prematuramente fallecido, dermatólogo y tropicalista de excepción quien siempre creyó en mi y me transmitió al través de la alegría pero también del dolor, enseñanzas sobre la vida, las artes y el valor de la inconformidad; los doctores Francisco Montbrun, Félix Pifano, José Antonio O’Daly (†), Fernando Rubén Coronil, Eduardo Carbonell (†), Otto Lima Gómez, Augusto León, Gilberto Morales Rojas (†), Rafael Cordero Moreno, Estela Hernández (†) y Herman Wuani, quienes mostrándome sus recias personalidades, con sapiencia, convencimiento y humildad, me ofrecieron benévolos, pautas para  modelar mi hacer ciudadano y clínico, y el Doctor William Fletcher Hoyt MD, Profesor Emérito de neuro-oftalmología en la Universidad de California San Francisco, USA, por privilegiarme con su amistad, compañía y consejo. En este hermoso día, pletórico de honores inmerecidos, vaya a hasta ellos mi reconocimiento cariñoso y mi impagable deuda de gratitud por haberme proporcionado las herramientas del crecer.

Debo agradecer a mis padrinos, los Doctores Otto Lima Gómez Ortega y José Antonio O’Daly Carbonell, y al Doctor Oscar Beaujon Rubín quienes quizá guiados por deferencia personal que les sé corresponder, y seguramente creyendo en méritos que no poseo, propusieron mi nombre para ocupar este sitial de honor; igualmente, a todos aquellos individuos de número que en su oportunidad votaron unánimemente en favor de mi elección.

Un reconocimiento emocionado a mi querida familia, mi bien más preciado, remanso de paz, arbotante y asidero en momentos felices y en difíciles circunstancias. Graciela, mi dulce compañera, mi angel guardián, venero de toda bondad, tolerancia y comprensión, siempre a mi lado. Mis queridos hijos, Rafael Guillermo y Gabriela, Gustavo Adolfo, Claudia y mi nietecita Fabiana, y Graciela Cristina, la “niña de mis ojos”, muy a su pesar hoy ausente, pero presente en mi corazón como yo en el de ella. De amor ellos nacieron, y ese mismo amor que en ellos sembramos, se ha centuplicado colmándonos de más amor, comprensión y satisfacciones. Mis queridos hermanos me han amado, me han brindado soporte y me han respetado tanto como yo he profesado y retribuído esos mismos sentimientos hacia ellos. En fin, gracias a mi extensa familia, siempre llenándome de su bondadoso afecto, confianza y cariño.

Me preceden en la posesión del Sillón IV los Doctores Emilio Ochoa médico generalista, Julio García Álvarez otorrinolaringólogo, Ricardo Archila insigne sanitarista e investigador histórico y bibliográfico, Enrique Pimentel Malaussena eximio endocrinólogo y geneticista, y José Ochoa Rodríguez, a quien hoy sucedo y me honro en recordar y exaltar. Nacido en Caracas el 3 de octubre de 1928, se gradúa de médico cirujano en la Universidad Central de Venezuela en 1953. Un año más tarde se doctora en la misma Universidad con su trabajo intitulado “Contribución  al estudio de los trastornos de la circulación de retorno”. Es profesor en la Universidad Central de Venezuela desde 1961 cuando es declarado Instructor por Concurso hasta llegar a detentar el escalafón de Profesor Titular en 1976.

Funda la Cátedra de Cirugía Plástica en la UCV y dedica sus desvelos a esta rama de la medicina, particularmente, al tratamiento de las várices y úlceras de las piernas, siendo pionero en cirugía de la mano e incursionando con ímpetu y excelencia en el sobrecogedor, difícil y para aquel entonces desconocido drama del paciente quemado. Miembro Correspondiente Nacional de la Academia Nacional de Medicina desde el 6 de febrero de 1992 hasta el 13 de noviembre de 1995 cuando como  Indivíduo de Número, ocupa el Sillón IV. Su trabajo de incorporación versó sobre “Cirugía de la Órbita”, tierra de nadie en nuestro medio, donde describe una técnica personal para la reconstrucción del piso orbitario.

Hombre de buenas letras, escribía con estilo y sobriedad. Académico recto, responsable y prudente. Una de sus hijas hace de él, el siguiente comentario, “para mí fue un papá, un amigo y compañero de caminatas, para otros, un inseparable compañero de juegos y bromas, un golfista, un serio y respetable profesor, un escritor, un político, un médico indispensable, un consejero irremplazable, un apoyo incondicional y para mi mamá una parte de sí”. La enfermedad sigilosa y artera le mortifica y le vence en pocos meses sin lograr reducir su viril entereza.

La noticia de su desaparición nos cubrió a todos el corazón, pues constituyó pérdida valiosa para la Patria, para la Ciencia y para ésta, su Academia que lo contó en su seno como elemento verdaderamente representativo: Le recordaremos como un hombre de corazón, de convicciones, magnánimo, valiente y generoso. Le sobreviven su amorosa esposa, Doctora Cristina Solís de Ochoa y sus seis queridos hijos: Ana Cristina, María Helena, José Francisco, Isabel Cecilia, Andreína y Ricardo, todos ellos profesionales exitosos, a quienes expresamos nuestras condolencias por su desaparición y les extendemos nuestro solidario afecto.

Me cabe el grande honor de ser el primer Académico hijo de un inmigrante libanés, “musiú José”, y además, el primero en ser recibido en esta majestuosa Casa en un nuevo año, un nuevo siglo y un nuevo milenio. Al ocupar la tribuna de Tomás de Aquino, me siento comprometido siquiera a esbozar los cambios que se han operado en el largo deambular de la medicina y aún, aquellos que habrán de operarse.

Debemos contemplar el pasado para loar los avances obtenidos y aprender de los errores cometidos, pero además, mirar hacia el futuro con la certitud de que el cambio es el signo de los tiempos y de que en pocas décadas el presente estado del arte será tenido como primitivo, dando valor a las sabias admoniciones que rezan, “Las verdades de hoy, son las mentiras del mañana”, o “¡De prisa, de prisa, usen las nuevas drogas antes de que dejen de curar…!”.

El progreso alcanzado por la medicina en los últimos 70 años, casi de ficción, ha producido más adelantos en el conocimiento de la urdimbre física del ser humano que todo cuanto fuera logrado en los siglos precedentes, y no es difícil imaginar un futuro en el cual la tecnología mejore la calidad de vida. Si en este momento pudiéramos caminar entre las tumbas de un cementerio del Siglo XIX calculando la duración de las vidas allí sepultadas, nos sorprendería encontrar un promedio de 48 años.

En países llamados del primer mundo, este promedio se ha extendido hoy día por 30 y más años. La gente entonces moría de enfermedades infecciosas, las mujeres durante el trabajo del parto o en el puperperio inmediato o tardío, y muchos más, en edades muy tiernas de la vida. En contraposición, hoy día morimos de sufrimiento expresado en cáncer, enfermedad cardiovascular y diabetes, pero también por accidentes de toda laya, homicidios y suicidios, asombrando la rata de crecimiento del suicido infantil.

En un gran porcentaje de las causas de enfermedad y muerte que lideran nuestro tiempo, la desnutrición y su antípoda, la hiperalimentación malsana, la obesidad, el estrés, el sedentarismo, la ignorancia del uso del cinturón de seguridad, el porte de armas de fuego, la violencia doméstica y callejera, el abuso del cigarrillo, del alcohol y de las drogas ilícitas, son factores patogenéticos principalísimos. Pero además, conspiran contra el indivíduo la miseria, el vacío existencial, la desesperación, la desigualdad e injusticia, los regímenes opresores, los trastornos del comportamiento y del estilo de vida. La dura realidad que ciertamente no ha cambiado en centurias, es que las enfermedades marchan un paso adelante de los descubrimientos y que nuevas formas de vivir, ganeran nuevas enfermedades, maneras de enfermarse y formas de morir.

El avance médico promete una vida más saludable al través del reciente develamiento del genoma humano y ojalá, que de su manipulación racional sustentada en la ética; es posible que en unos 10 años, cuando un sujeto alcance la mayoría de edad, porte una tarjeta en la cual estén inscritos el riesgo individual para enfermedad futura sobre la base de los genes heredados, pudiendo entonces predecirse en forma temprana, por ejemplo, la posibilidad de cáncer, enfermedad cardiovascular o condición neurodegenerativa, lo cual traerá aparejado tratamientos cada vez más tempranos, efectivos y exitosos.

En la medida en que aprendamos más acerca de cómo los genes regulan las funciones corporales, condiciones tales como la espina bífida, la corea de Huntington, la hemofilia, la anemia drepanocítica, la anencefalia, las distrofias musculares, entre tantas otras aflicciones, podrán desaparecer mediante manipulación genética, y su sabio empleo, constituirá una obligación moral para los médicos. Pero en el equilibrio entre el microcosmos del ser humano y el macrocosmos universal, nada existe en silencio de lo demás, todo influye en lo demás y es influído por todo.

En los países africanos, paradójicamente, la anemia drepanocítica con sus eritrocitos trocados en aceradas guadañas y su carga de dolores, es una defensa contra el paludismo falcíparum. Además, hay creciente confianza tanto en las academias como en la industria farmacéutica, de que con la creciente comprensión del sistema inmune y la capacidad para modificarlo genéticamente, pronto serán desarrolladas “balas mágicas”, suerte de drogas inteligentes, vacunas o antibióticos, que sin afectar las células normales, destruirán selectivamente microorganismos patógenos o células tumorales.

El conocimiento de los oncogenes y de los supresores tumorales, y el desentrañamiento de los pasos que inducen a una célula normal a transformarse en maligna, permitirá el desarrollo de otros “misiles divinos”, armas selectivas que harán ver la quimioterapia que hoy empleamos, como tósigos o pócimas tan obsoletos, como los arsenicales empleados hasta hace pocos años en el tratamiento de la enfermedad infecciosa. Pero adicionalmente, tendremos a mano dispositivos electrónicos de cabecera que permitirán en segundos y con una sóla gota de sangre, realizar un centenar de pruebas bioquímicas o moleculares; el diagnóstico no-invasivo mediante recursos de imágenes reemplazará las endoscopias; asistiremos a la vigorización de tratamientos médicos y quirúrgicos “in utero”, a la telemedicina, la ultrarrefinación de la microcirugía y la cirugía robótica, en fin, la aplicación de ingeniosas técnicas para restaurar la función orgánica, estarán a la orden del día sin que podamos siquiera avisorar sus alcances.

No es difícil pues adivinar, que la duración de la vida se extenderá aún más mediante intervenciones dirigidas a controlar los asaltos de agentes infecciosos y a eliminar las dolencias de la vida moderna, pero, ¿Quién decidirá por ejemplo, cuándo características que constituyen meras diferencias entre los seres humanos tales como la baja talla, la hiperactividad o agresividad, el albinismo o la calvicie serán clasificadas como enfermedades y tratadas por estos medios? Esta alienante búsqueda de la inmortalidad ha conducido a que en un país del primer mundo como los Estados Unidos de América, la muerte no sea mirada como una necesidad, como un complemento de la vida, como el final de otro inicio, sino como un fracaso de la medicina, y ya comience a aparecer ante el colectivo el sentimiento de que la muerte pueda ser tan sólo…¡una mera opción!

A despecho de esta perspectiva optimista por aumentar las posibilidades de nacer saludable y extender la vida por muchos años, algunos eticistas se muestran preocupados, entre otros aspectos, por la clonación de seres humanos que se anuncia con toda pompa para los meses venideros.  ¿Vivir mucho significaría vivir mejor? -se preguntan-, y anotan que la demografía prevalente y las  tendencias a un mayor coste de la salud, parecen ser heraldos de más miserias. Así, que aún cuando la tecnología salve y prolongue vidas, las perspectivas para nuestros nietos no se vislumbran tan claras. Mayor duración de la vida en un planeta de jóvenes en pugna a compartir con una plétora de ancianos decrépitos, traerá más tensiones sobre los recursos naturales, diversión de más dinero hacia las necesidades de salud de aquellos y la posibilidad de incremento de conflictos tanto intergeneracionales como internacionales.

La temida y vieja miseria humana, ascenderá en la medida en que muchos de nosotros a los setenta, ochenta y noventa años, saludemos con horror el dolor físico y aquel más lacerante de la soledad y la pérdida de la independencia, traídos de la mano por la artritis, los accidentes cerebrovasculares o cardíacos, la enfermedad de Parkinson o la demencia tipo Alzheimer que la arrogancia tecnológica nos tiene reservada. El progreso médico ha probado al presente ser extremadamente costoso y moralmente ambivalente, extendiendo la vida, pero a menudo ignorando su calidad y haciendo que estas maravillas sean sólo una realidad para aquellas minorías del planeta que viven en los llamados países del primer mundo.

Por otra parte, si la enfermedad es diagnosticada y tratada con mayor efectividad remendando nuestras moléculas, ¿Qué clase de médicos tendremos entonces? ¿Podrá encontrarse en esos momentos de esplendor científico y negación del ser, algún médico en disposición o capacidad para realizar “una actividad tan desvalorizada y poco seria como hablar con los pacientes”? Y en su solitud afectiva,  ¿Cómo sanarán y qué pensarán nuestros pacientes…?

La enfermedad produce un agregado caleidoscópico de lesiones y disfunciones que interactúan con todo aquello que le es particular y único al indivíduo: Sus preexistentes fortalezas y debilidades, los conflictos represados en la umbra de su inconsciente, su mundo mágico, su poder intelectual, sus destrezas, su carácter, su estilo habitual de vida, su ambiente, así como también, las situaciones vitales particulares por las cuales se encuentra transitando. Según von Weizsaeker, el ritmo uniforme de la cotidianidad se perturba fácilmente por circunstancias que la mayor parte de las veces son ignoradas por el individuo. Son precisamente esos momentos los propicios para que irrumpa la enfermedad represada y acechante.

Y es que la enfermedad no es un hecho fortuito, un rayo fulgurante enviado por el Dios Zeus cual castigo divino surgido de un cielo azul. Antes bien, es un accidente pleno de sentido vital, inadvertido por el enfermo, que aparece en un determinado momento y nunca en otro, no ayer, no mañana, ¿Por qué hoy?… El reduccionismo del hombre a un nivel molecular que promueve la revolución tecnológica, ignora el mundo interno y la espiritualidad del ser y entraña igualmente, el más grande desafío moral a que nos hayamos enfrentado los médicos alguna vez.

Es por ello que el abismal desarrollo alcanzado nos deja, no propiamente el sentimiento nostálgico de un pasado mejor, sino tal vez, un agrio sabor a fracaso, la dolorosa  percepción de que un “algo”, muy propio y e implícito al ser humano, se ha extraviado en el camino, pues como efecto indeseable del enorme progreso tecnológico, asistimos a la paradoja de un gran retroceso en lo que consideramos la medicina verdadera: aquella forma de hacer, percibida como una principalísima actividad humana, donde se dan cita un hombre que sufre con todo lo que le es propio y otro que comprendiéndole poco, con más o menos ciencia, voluntad, inteligencia y misericordia, trata de curarle, aliviarle, confortarle y aún, ayudarle en el penoso tránsito hacia la muerte.

Aceptando como cierto que hoy día podemos realizar una “necropsia in vivo” del cuerpo visible del sujeto enfermo, explorando con instrumentos excepcionales sus locus más recónditos y oscuros, no es menos cierto que los factores emocionales y el estrés como inductores de sufrimiento e insatisfacción, son cada vez más frecuentes, y también que en inextricable simbolismo, se expresan con síntomas físicos; pero como parientes pobres que son de la idolatrada tecnología, muy pocos sentimos inclinación o entusiasmo por abrazar el estudio de una actividad considerada “etérea” y no tenida como científica.

El cambio operado durante el siglo pasado en el cual se troca la medicina tradicional por una medicina con bases puramente científicas no intermediando un lenguaje común, produce entrambas, una incomunicación irreconciliable. En la medicina tradicional, siendo que la muerte significa tan sólo renacimiento o triunfo, el sanador se entremezcla con su enfermo, su entorno y las tensiones de su vida diaria, actúa a paso lento pues su objetivo no tiene mucho que ver con curación, erradicación de enfermedades o longevidad; antes bien, su intención está en la subjetividad, en procurar la armonía y el balance del ser total, el reintegro del indivíduo a su comunidad y el fortalecimiento de su espíritu.

Para la sociedad occidental y por ende, para nuestra medicina, la vida terrenal es percibida como un pasaje que debe necesariamente estar libre de malestares, donde debe predominar sobre el dolor el principio del placer y, en consecuencia, donde la muerte es tenida como un accidente tan terriblemente doloroso, que debe prevenirse, retardarse, o “evitarse” a todo trance; como resultado, su acción está marcada por la búsqueda de lo objetivo, por la prisa, la impaciencia, el sentido de irrecuperabilidad del tiempo y la lucha por alcanzar lo imposible, aún la inmortalidad, en total desapego con la subjetividad del otro, es decir, manteniéndose al margen o negando la enfermedad humana como experiencia vital.

En la cultura occidental se da una pradoja en lo relativo a la medicina y sus cultores. Aun cuando numerosos médicos han exhibido intereses humanísticos que van desde la filosofía a la literatura o las artes, reflejando con inusual perceptividad y profundidad, a través de novelas, poesías o comedias la condición humana en sus aristas psicológicas, sociales y políticas, todavía en el currículo de las escuelas de medicina se ignora la dimensión humana y los estudios se concentran sólo en los aspectos fisiológicos y patológicos de la parte animal del individuo.

De allí, la queja lastimera de don José de Letamendi y Manjarrés (1828-1899) pidiendo más humanidad, “¡Mucho de rana y poco de hombre!”, decía, aludiendo a la presencia de la humilde rana de laboratorio, hoy trocada en el costosísimo ratón transgénico y a la ausencia del hombre. La medicina “nostra” ha alcanzado sus grandes logros al través de la expansión de la medicina interna y la cirugía, y estas, se han fraccionado cada vez más en especialidades, “sub”-especialidades y “super”-especialidades, atomizando la unidad e indivisibilidad del hombre.

El cerebro, como cualesquier otro órgano corporal, también ha sido profundamente estudiado, pero sus más preciosos productos, la mente y la espiritualidad, no han constituído el interés básico de la neurología y como consecuencia, han sido relegados a un plano muy subalterno. La mente y el espíritu han estado siempre ausentes de toda consideración, pues se juzgaron objetos de estudio de la religión o de la filosofía; tardíamente se transformaron en el tema de interés de una disciplina específica, la psicología, y así, desde hace muy poco tiempo, agachados y por la puerta trasera, han ganado acceso a la biología y a la medicina.

En muy pocas escuelas médicas se ofrece alguna instrucción formal sobre los procesos de la mente, y cuando ello ocurre, proviene de áreas también reduccionistas, como la psicología, la psiquiatría, la neuropsicología o las neurociencias en general. A resultas, los estudiantes aprenden sobre enfermedad mental sin haber sido siquiera enseñados a mirar con respeto y sobrecogimiento la excelsitud del comportamiento del humano común… Existen diversas razones que explican esta tendencia, pero tal vez, la más importante proviene de la visión cartesiana de la biología, percepción desarticulada del humano, ingenua separación de esa cuatrinca indivisa: la espiritualidad, la mente, el cuerpo y el mundo externo, de la escisión en trocitos de lo que en la realidad no puede escindirse. Durante tres centenas de progreso, el error cartesiano dedicó y dirigió todo esfuerzo hacia la comprensión de la fisiología y patologías del soma.

Esta torcida perspectiva determinó que el bisoño estudiante de medicina iniciara sus afanes relacionándose con “cosas”, con objetos inanimados y no con seres humanos; de esta forma, en terrosos cadáveres de las salas de disección con su penetrante olor a formalina, dieron sus titubeantes pinitos. Ciencias básicas como la fisiología, fisiopatología, bioquímica, histología o farmacología, fueron moldeando en la inmadura mente del joven estudiante, un nuevo modo de ver y hacer, distante del ser y sus circunstancias, situación aún más incomprensible y errática entre nosotros, donde muchos profesores de ciencias básicas están aún más “cosificados” porque ni siquiera son médicos.

A resultas, el joven aspirante nunca será enseñado ni interiorizará que algunos de sus mejores maestros no serán precisamente respetables y admirados miembros de la facultad, sino que son o serán tan sólo… sus propios pacientes. Es así, como lavamos de sus cerebros el humanitarismo, la misericordia y la esperanza que pudieran haber traído consigo como bagaje, y los reemplazamos con fórmulas y mecanismos básicos que poco hablan de la complejidad existencial del ser. Fue aquello ayer y sigue siendo hoy, el germen de un proceso de mecanización y “cosificación” de ellos mismos y por ende, del que será objeto de sus desvelos, el humano enfermo.

Luego, al finalmente arribar al hospital o al ambulatorio, les ayudamos a consolidar esta visión en forma antinatural, pues los enfermos no tendrán nombres sino detentarán números, carecerán de subjetividad y no portarán “su” enfermedad sino un largo inventario de problemas clínicos o condiciones patológicas abstractas. Al favor de la internalización de esta distorción, el ser humano pasa a ser visto como una máquina a reparar, el médico es considerado su mecánico y el hospital o el ambulatorio percibidos como un taller de reparaciones.

Debe ofrecerse al estudiante de este milenio una perspectiva diferente en la cual el contacto con el hombre, sano o enfermo, se inicie muy temprano en su formación para que así internalice con solidez el concepto de humanitarismo y de unidad biopsicosocial conceptos que hoy son mera entelequia. En la última centuria el modelo médico se desplazó de un practicante que veía la “subjetividad” del enfermo como persona, al clínico de hospital midiendo lo “objetivo”, y en nuestra era, al científico de laboratorio o al menos al técnico en la sala de examen que lidia con la enfermedad en ausencia del paciente, que confía más en lo que “vé” que en lo que “oye”; de esta forma es como la biomedicina ha rechazado el diálogo sanador en favor de los tonos grises o coloreados de frías imágenes que tienen muy poca relación con el sufrimiento del quejoso.

Rechaza también el clínico moderno la idea de que eventos emocionales pueden afectar lo físico y de que la fe pueda tener efectos curativos. En la práctica, el resultado definitivo es el dominio de la tecnología con negación del concepto de humanidad implícita en el acto médico. Por algo, ya no se dice que “la miseria adora la compañía”, pues el médico ha negado esa compañía  haciendo un pacto científico y estereotipado con la enfermedad, no una alianza solidaria con el enfermo, que es único y particular.

Pasamos por alto pues, que los hombres habitamos en el reino de la desemejanza, en una comarca de parecidos ausentes, aquello que Baltasar Gracián expuso con maestría y claridad, “Visto un león están vistos todos y vista una oveja todas, pero visto un hombre, no está visto sino uno, y aún ese no bien conocido”. No debe entonces sorprender que el impacto de los poderes de la mente y del espíritu, tanto en los procesos que conducen a enfermarse como en aquellos que promueven la sanación del humano, estén ausentes en el contexto de la medicina occidental contemporánea.

Los seres humanos somos “algo más” que un complejo físico-químico; experimentamos emociones y sentimientos que originan cambios anímicos y físicos. Finalmente, comienza a ser aceptado tímidamente el concepto de que disturbios psicológicos leves o severos, o accidentes traumáticos inscritos a hierro y fuego en la biografía del indivíduo pero a menudo sepultados en los insondables del inconsciente, puedan enfermar el cuerpo, no obstante que aún ignoremos mucho de sus circunstancias, de sus medios de expresión y el grado en que son capaces de lesionar.

De acuerdo a Michael Balint, condicionados por nuestra formación, los médicos solemos movernos en predios ambivalentes de diagnóstico, preferimos diagnosticar y tratar enfermedades físicas a considerar siquiera la posibilidad de una dolencia psicológica; pero a la inversa, también suele suceder que el médico se incline a desdeñar toda la evidencia física y enfoque sólamente lo que él cree constituye la raíz psicológica de la perturbación. Se impone pues, la adopción del concepto holístico del humano enfermo visto desde una perspectiva antropológica, que considere al hombre, su circunstancia y el entorno en el cual se inscribe.

De no ser así, ¿Cómo podríamos entender que alguien “espere” hasta el fin de semana o la llegada de las vacaciones para enfermarse? ¿Qué decir del paciente que se cura en anticipación a la consulta médica y acude a ella sólo en la búsqueda de aprobación? ¿Qué decir del amplio catálogo de “hiel” que ocurre durante las lunas de miel? ¿Cómo explicar la curación, cuando no el alivio que inducía el aceite alcanforado que las manos solícitas y amorosas de nuestras madres nos aplicaban en la “ollita” del cuello o la imposición de las manos de reyes y poderosos en la antiguedad? ¿Nos dicen los epidemiólogos e infectólogos el por qué los ejércitos derrotados son más susceptible a las infecciones que los victoriosos? ¿En qué consiste ese “deseo de vivir” que tienen algunos pacientes pero del que otros carecen, y que William Osler notara con magistral tino en relación con la evolución favorable o adversa de la tuberculosis pulmonar? ¿Cuál es el efecto terapéutico de “contar la propia historia”, vale decir, de narrar aquello que sin percatarnos constituye sufrimiento que nos corroe el alma? ¿Cuáles son los límites de la explicación científica de la enfermedad humana? ¿Qué significa saber medicina? ¿Qué entraña el término “curación por la fe”? ¿Puede alguien morir por convencimiento o de terror? ¿Por qué los placebos avergüenzan a la ciencia si al mismo tiempo ella demuestra tanto interés por controlarlos y mantenerlos alejados de sus cotos de caza…? ¿Por qué las inyecciones tienen un efecto placebo más potente que las pastillas, y los comprimidos más grandes que los más pequeños, y las píldoras muy pequeñitas son más efectivas que las de tamaño promedio?  ¿Por qué será que los “placebos” y sus efectos perturban al médico contemporáneo? ¿Será porque precisamente sus efectos denuncian el persistente dualismo mutilante de la medicina…?.

Con toda justicia, debemos reconocer que la medicina occidental reduccionista, aún cuando sea ejercida en forma mediocre, es capaz de resolver un gran número de problemas de salud, pero la multiplicación y aceptación por parte del colectivo de formas alternativas de curar o más específicamente de “la medicina alternativa”, deben llamar seriamente nuestra atención. En su emergencia y aceptación está implícito un reclamo del humano enfermo por aquellas áreas donde la medicina alopática muestra sus profundas debilidades y sus imperdonables faltantes.

La frustración y el descontento de los pacientes ante el olvido de la espiritualidad, y el trato impersonal y mecanicista, son responsables de la proliferación de la magia y de “magos” no siempre bien intencionados. A no dudar, esta falla debe ser reconocida con humildad y resuelta decididamente, de una manera científica y con la ayuda de la medicina científica. La medicina y los médicos hemos tardado mucho en advertir que la forma como las personas trocan sus sufrimientos en dolencias y malestares, afecta el resultado de un tratamiento y es además, un factor principalísimo en su éxito o su fracaso.

Es por ello que el éxito de la medicina alternativa, que tanta envidia, urticación y malestar nos produce, debe ser considerada como síntoma del descontento público por la inhabilidad de nuestra medicina en considerar a los seres humanos como todos indivisibles provistos de sentimientos. Este descontento, anticipamos, crecerá en este nuevo milenio en la medida en que la crisis espiritual de nuestra sociedad se profundice, las paradojas se entrelacen, la confusión crezca, el paciente se sienta cada vez más vulnerable e incomprendido, y surjan sentimientos encontrados sobre los términos en que las decisiones médicas deban ser tomadas, atendiendo bien, a factores clínicos, monetarios, ideológicos o de conveniencia de partidos, compañías de seguros, grupos o personas.

Hace pocas semanas la revista Nature publicó el hallazgo del craneo de un africano en el norte de Kenya a quienes bautizaron Kenny o Kenyantropus platiops que vivió 3.500 millones de años atrás… Estudios del DNA de un craneo encontrado en Omo River, Etiopía, confirman la presencia del Homo sapiens sobre la Tierra desde hace 125.000 años. ¿Cómo pudieron sobrevivir estos homínidos a lo largo de tantos siglos para finalmente devenir en nosotros? Esta pregunta, de alguna manera ofende profundamente el narcisismo del médico moderno cuando piensa en su indispensabilidad. ¿Qué sería de la humanidad sin nosotros? -nos preguntamos pedantescos-, olvidando que el organismo humano viene proveído de una capacidad curativa que le es propia, de un influjo de vida, de una farmacopea íntima, biológicamente programada para autosanarse y que en su derrededor El Creador aportó todo cuanto necesitaba para promover y conservar su salud y propagar su especie. Qué hayamos echado a perder la Madre Tierra, deteriorado el ambiente y enfermado nuestras almas, ¡no es su culpa…!

Desde el laboratorio de Hans Selye, se insertó en el vocabulario médico la palabreja inglesa “stress” y luego, sin solución de continuidad, se ha explayado y es lugar común en el lenguaje popular. ¡Ahora todo el mundo está estresado! Y con razón… Las causas de estrés en la vida moderna son incontables; en su menor parte son ambientales; en su mayor proporción, determinada por factores psicosociales y entre ellos, la pérdida del sentido de valorización del ser humano, cuyo capital ético y moral es negado en detrimento de otros valores: La relación del prestigio con el poderío del capital y la riqueza, la supremacía social o política, el afán de presentar una imagen personal juvenil, la búsqueda de reconocimiento social a través del consumismo irracional, la agresividad a flor de piel por la esclavitud del reloj o por vivir o trabajar en espacios cada vez más reducidos, las actividades recreativas multitudinarias, en fin, la relación social comprometida más por el “algo” que por el “alguien”.

En la densa masa humana que atora las grandes ciudades se desplazan apresurados, miles de humanos afectos de la más profunda soledad, sufriendo por lo mucho perdido, e incapaces de desarrollar adaptación a los rápidos y profundos cambios sociales y espirituales con que nos desafían nuestros convulsionados tiempos. Muchos de estos seres con historial de largos peregrinajes de una institución médica a la otra, de un médico al siguiente, sin encontrar comprensión o alivio a su pena.

El acto de quejarse es un fenómeno social por excelencia; toda dolencia es un pedido silencioso de atención y amor, pero el paciente procura evitar el terebrante sufrimiento emocional huyendo hacia el refugio de la dolencia física. Una de las concepciones psicoanalíticas ve la enfermedad como una especie de hijo desobediente y malcriado, que en lugar de gratificar a su creador, es fuente de dolor y desastre. A su vez, en el trato que da al  paciente, el médico refleja su inmersión en el mismo mar de confusiones y sufrimiento del otro, mientras el deseperado enfermo busca en su inconsciente la mágica ayuda del chamán…

Señoras, señores.

·¿Tiene la esperanza efectos curativos?

En esta vía de pensamiento surge mágicamente del latín la palabra “placebo”, con sus acepciones de satisfacer o complacer, dar o causar placer, deleitar…, término igualmente peyorativo que implica cuando menos, un tratamiento carente de ética; y su antípoda, el “nocebo” o “placebo tóxico”, un producto de expectativas culturales que ejerce efectos nocivos en la persona. ¿Cuántos de nosotros, negadores de la magia, no cargamos encima algún objeto “placebo” al que sin darnos mucha cuenta atribuímos poderes especiales contra los “nocebos”: una moneda, una medalla, un pendiente, un día de la semana, el color preferido o el mágico encantamiento del número capicúa…?

Los antropólogos piensan que son símbolos de curación y que tienen un real efecto sobre el cuerpo humano. Todavía conocemos muy poco acerca de los placebos y particularmente, del efecto o respuesta placebo, fenómeno según el cual los pacientes responden en forma beneficiosa más allá de la intervención médica que se les haga; respuesta atribuída al aspecto simbólico de un tratamiento.

Desde la perspectiva médica, los placebos son definidos como “falsos tratamientos”, fórmulas de engaño en forma de píldoras de azúcar o talco, tónicos inertes o agüitas milagrosas, que los médicos administramos a los quejosos para aplacar su ansiedad, y aunque pudiéramos estar convencidos de que fuerzas curativas desconocidas pueden liberarse mediante esos procedimientos, escrúpulos dictados por la ciencia nos impiden deslastrarnos del prejuicio de que son prácticas irreales y a lo peor, simples trampas incompatibles con nuestra verdad, la “medicina científica”. ¿Qué médico al emplear un placebo no ha sufrido en sí mismo el delito de “estár engañando” y sentirse por ello reo de culpa? ¿Qué médico aceptaría de buena gana decir ante sus colegas que “ocasionalmente” emplea placebos? Hasta hace pocos años el atrevimiento de mencionar estos problemas en ambientes de elevada compostura académica, nos exponía a ser estigmatizados, ignorados y aún, a ser considerados como charlatanes o como brujos…

Si conociéramos los mecanismos íntimos de acción del placebo, tanto el términos “placebo” como el de “efecto placebo”, habrían desparecido del léxico médico. Por otra parte, el uso de los términos “efecto pacebo” o “respuesta placebo”, son por decir lo menos, ambiguos, pues al emplearlos reconocemos que existe aparejado a ellos, algún tipo de influencia. ¡Ah! pero los placebos son los fantasmas que pueblan los linderos de la objetividad biomédica, suerte de almas en pena que surgen de la más espesa umbra del primitivismo, ayes lastimeros que exponen las grietas y paradojas de los parámetros creados por nosotros para definir los efectos activos y reales de los “verdaderos tratamientos”, esos que nos llenan de cientificismo y orgullo.

Una de las tantas paradojas es que reconocemos su ubicuidad y poder al requerir que toda nueva droga o tratamiento deba ser exorcisada, liberada de artefactos mediante “ensayos doble-ciego”. Luego, definimos y despreciamos esas mismas respuestas como simples contaminantes, inocentes “ruidos en el sistema”. En 1969, el psicólogo social W. J. McGuire describió lo que él llamó, los “tres estadios en la vida de un artefacto”: primero, es ignorado; segundo, por sus efectos presumiblemente contaminantes, es controlado; y tercero, adquiere derecho propio y es estudiado como un importante fenómeno.

Aunque desde la década cincuenta haya habido intentos por estudiar sus méritos, el estado actual del placebo es su control eliminatorio más que su serio estudio. No cabe dudas de que los grandes intereses económicos que representan las poderosas compañías farmacéuticas transnacionales, tienen una gran injerencia en el asunto. Aunque parezca antinatural que en seno de la Academia Nacional de Medicina defendamos el serio estudio del placebo, creo que de tiempo en tiempo, debemos burlarnos de nosotros mismos, nadar contracorriente y expresar lo que pensamos, aunque su práctica parezca cuando menos aberrante.

La historia del placebo es la historia de la terapéutica médica hasta tiempos muy recientes y recuerda la unidad del ser en sus vertientes corporal, mental y aún espiritual. Una perspectiva histórica, quizá nos aporte algo para su comprensión. Los tratamientos médicos antes del Siglo XX ha sido descrita como la formidable historia del fenómeno placebo. Desde la antiguedad hasta los tiempos modernos, decenas de miles de sustancias han sido usadas para tratar la enfermedad humana, pero una ínfima proporción ha sobrevivido al escrutinio científico.

Una revisión del Corpus Hippocraticum ha mostrado que no contiene tratamientos de probado valor, sin embargo, el antiguo hipocratista curaba. El total de remedios antiguos se estima en 4.785 drogas y 16.842 recetas, que a la luz de la medicina actual y con la excepción de algunos pocos, fueron placebos en su gran mayoría. El empleo de limones por su contenido en vitamina C para contrarrestar el escorbuto, la dedalera púrpura contentiva de digitalina para el tratamiento de la insuficiencia cardíaca y el edema, la corteza de la cincona rica en quinina para eliminar la fiebre, la amapola del opio y la morfina para aliviar el dolor y la diarrea, y la inmunización mediante la vacuna contra la viruela, son escasísimos ejemplos de tratamientos efectivos antes de la centuria anterior.

Más aún, tan reciente como en la década cincuenta, se estimaba que 40% de los remedios prescritos no eran más efectivos que un placebo y en los tiempos actuales, traídos por la resaca del consumismo desenfrenado, la ingestión de megadosis de vitaminas, antioxidantes, medicinas “naturales”, “adaptógenos”, yerbas y cocimientos de toda laya, parecen ilusoriamente excusarnos de todo lo que hacemos para enfermarnos con nuestros modos de vida.

¿Actúan los placebos? A despecho del empleo de estos malsanos métodos y muchas otras extrañas sustancias, los médicos del pasado creían en ellas, curaban y continuaban siendo respetados, honrados y gozaban del afecto de sus pacientes; a no dudar, ellos, los médicos mismos, sin saberlo, eran los agentes terapéuticos al través de los cuales se manifestaba el efecto placebo. Parece muy probable que al menos algunas reacciones a los placebos sean mediados por péptidos; el hecho de que las neuronas, células inmunes y otros tejidos corporales compartan receptores para estos péptidos, es una pista para intuir una compleja red de información psicosomática mediante la cual el placebo tendría más sentido que el que nos pudiera proporcionar el punto de vista más simplista del dualismo cartesiano.

Algunos estudios favorecen la hipótesis de una respuesta fisiológico-farmacológica según la cual, aumentando la secreción de opioides endógenos: las endorfinas, los placebos elevan el umbral del dolor, producen euforia y combaten la fatiga ¿Será la sola presencia del médico capaz de hacerlo?. Otro mecanismo propuesto expresa que sus efectos se manifiestan mediante mecanismos y relaciones no bien conocidos que forman parte de lo que se ha dado en llamar la  psicoinmunología o psiconeuroinmunología. Hipotéticamente, a través de nocebos tales como la depresión o el estrés, el paciente se aleja del polo de la salud movilizando factores autoinmunes que causan enfermedades agudas o crónicas y prolongan o aceleran la muerte.

A no dudar, la enfermedad se entronca con la concepción sociológica, la experiencia cultural del individuo y el rol del condicionamiento en el aprendizaje de expectativas terapéuticas. Este proceso de aprendizaje comienza en la temprana infancia, mucho antes de que poseamos un lenguaje y por tanto, no requiere de palabras. La madre amorosa y solícita transmitirá seguridad al niño; por lo contrario, la madre ansiosa, agresiva e insegura posiblemente enviará al niño mensajes disturbantes y le condicionará a enfermarse. ¡Niño, no pongas los pies descalzos en el suelo porque te resfrías! ¡No te bañes después de comer!, ¡Cuidado con las corrientes y el sereno! resonarán familiares en los oídos de muchos de los presentes; por ello, el tema que subyace en muchos tratamientos es una respuesta condicionada que tiene que ver con la remoción del mal, el pecado, lo maligno o enfermo, tanto en el plano psicológico como fisiológico, que reasegurando al enfermo aumenta su esperanza, que lo redime y lo hace sentir mejor. Es por ello que destruir la esperanza en un paciente, es el crimen más abominable en el que un médico pueda incurrir. El efecto placebo y los beneficios que entraña, nos debe hacer recordar que los médicos por nuestra sola presencia, somos agentes curadores activos, tal como en otras culturas lo son el chamán, el piache o el brujo.

En su comedia “The Doctor’s Dilemma”, publicada en 1911, George Bernard Shaw, el celebrado dramaturgo irlandés, describe a su personaje, el médico Sir Ralph Bloomfield Bonington (“B.B.”), suerte de “placebo andante”, como “confortativo, tranquilizador, curador por la mera incompatibilidad de la enfermedad o la ansiedad con su bienvenida presencia… Hasta los huesos rotos, se decía, se soldaban al sonido de su voz”. En dicha comedia, sucede que el médico de marras es totalmente incompetente desde el punto de vista científico, así que Shaw en forma deliberada o inconsciente, refuerza la falsa dicotomía entre la “ciencia” y el “arte” de la medicina. Ello, por supuesto, no es óbice para que un médico con una “personalidad en sí sanadora” no pueda estar tan bien informado y preparado como cualesquier otro.

Sería sin duda éste y no otro, el médico ideal, “el placebo andante”, ese médico en el cual se conjugan los gemelos poderes potenciados de un denso bagaje científico y una particular personalidad cojuntada al proceso de sanación. ¿Qué es lo que el paciente realmente necesita del médico y qué es lo que obtiene? ¿Qué es lo que el paciente no obtiene del médico para que tenga que volver a insistir con él o con otro, una y otra vez ? ¿Cuánto damos los médicos al paciente que no desea o necesita?  En 1938 Houston ya hablaba de “el doctor como agente terapéutico” y Finlay en 1953, comentaba que “el médico era una institución mucho más importante que la farmacia”.

En 1960 el psicoanalista Michael Balint, trabajando con un grupo de médicos generales en la Tavistock Clinic de Londres, apreció nuevamente, que la droga que más frecuentemente utilizaba el médico en la práctica general, era con mucho, su propia persona; que en el proceso curativo no sólo eran importantes las píldoras, jarabes o inyecciones, sino el modo como el médico las ofrecía al paciente, es decir, la atmósfera de respeto y comprensión en la cual la droga era administrada por aquél y recibida por éste.

En 1969 Arthur Shapiro asentaba que el fenómeno placebo recordaba la unidad del cuerpo, de la mente y aún del espíritu, proponiendo que los médicos, independientemente de su saber o hacer, eran en sí mismos, potentes placebos. Hablar sobre placebo es en mucho, hablar de dolor, pues los placebos alivian el dolor más que cualesquier otra intervención en medicina.

Debemos por ello, definir y distinguir entre dolor agudo y dolor crónico. El dolor ha sido definido como “una desagradable experiencia sensorial y emocional asociada a daño tisular presente o potencial, o descrito en términos de ese daño”. Es desafortunado que el término dolor se emplee indistintamente para dolor agudo o crónico, cuando en la realidad representan dos problemas diferentes.

Las conexiones neurales del dolor agudo son bien conocidas, tiene moduladores que lo atenúan o inhiben y es un desafío diagnóstico y terapéutico que el médico suele aceptar gustoso; a la inversa, las vías del dolor crónico o llamémosle más bien, “dolor existencial”, son enigmáticas cuando no evasivas, su presencia a menudo traduce un duelo simbólico que no encuentra salida al través de las lágrimas y es la forma como el paciente busca la atención de su médico, pero, siendo un lamento en lenguaje críptico y sin palabras que aquél no comprende, su agobio e incapacidad para aliviarle conduce, antes bien, a reprocharle su debilidad para librarse de él. Elaine Scarry (1985) en su libro “The body in pain” escribe, “Tener uno dolor, es certitud; oir acerca del dolor del otro, es duda”.

En el Diccionario Inglés de Oxford, castigo es la primera acepción de dolor. Un viejo maestro mío aconsejaba preguntar a los pacientes con dolor crónico “¿Qué ha hecho usted para ser castigado de forma tan inclemente?” Esta pregunta se acerca a la verdad, puesto que la mayoría de las veces cuando íntimamente nos culpamos por algo malo que nos ha sucedido, inconscientemente dejamos que la cobija del dolor cubra la vergüenza y la culpa. Surge entonces la incomunicación: el médico moderno piensa en curar, el enfermo busca que le comprendan, le quieran, le conforten y hasta le perdonen sus pecados. ¿Será por eso que no por raridad los pacientes al dirigirse a sus médicos cometen el acto fallido de confundir  “Padre” por “Doctor”…?

Si como se pretende, el descubrimiento del código genético, el desciframiento del genoma humano y su necesario complemento, la proteonómica, conducirá a esclarecer las instrucciones para fabricar toda la gama de proteínas corporales y a la utópica desaparición de las enfermedades, anticipamos que entonces se harán más que nunca patentes las limitaciones de la nosología e incluso de la ciencia moderna en definir lo que será más obvio: el sufrimiento humano, el dolor existencial y sus enigmáticas caras, ese que ha sido dejado de un lado por la medicina científica.

Será entonces más que nunca necesario, darle una apertura humana e intelectual a los esquemas convencionales reduccionistas para buscar las soluciones en el propio ser humano y sus circunstancias. La medicina ha devenido en un arte silencioso sólo roto por los sonidos de las máquinas, por el chasquear de la tecnología. La solución debe encontrarse en el rescate de ese médico de sólida formación académca que también escuche con “la tercera oreja” a un paciente que habla.

El placebo no tiene poder en ausencia de la personalidad de un médico que lo prescriba y actúe a su través. Cuando los médicos volvamos a escuchar a nuestros pacientes tan cuidadosamente como ahora los investigamos con instrumentos prodigiosos, entonces no serán necesarios los placebos, porque habremos aprendido de nuevo que podemos ayudarles con el influjo de nuestra sóla presencia, con nuestra ciencia imbuída de humanitarismo, comprensión y compromiso, tan antiguos como la misericordia de los hombres…

Señoras.

Señores.

Publicado en Discursos y etiquetado .

Médico internista venezolano: 25a de graduado UCV! Tecnofílico. Ecléctico. Coordinador de Twitter de la Sociedad Venezolana de Medicina Interna. CEO de Medicina Preventiva Santa Fe. WebMaster de medicinapreventiva.info y medicinapreventiva.com.ve
Fotógrafo aficionado: Instagram @rigobertomarcano

Deja un comentario