Su único pecado fue el de llamarse Claudemor… Bueno, realmente la falta no fue de él, fue esclarecida idea de la tarúpida[1] de su mamá, que se enamoró del nombrecito cuando lo leyera en la caja de un producto contra las hemorroides, a veces en crema, a veces en supositorios, dotado de propiedades hemostáticas, analgésicas, antipruriginosas, antisépticas, desinfectantes y cicatrizantes… Abrigaba el ingente deseo de que su pimpollo fuera médico y por tanto, en su cerril intelecto, todas esas propiedades curativas, emolientes y suavizantes, serían adquiridas por la gracia de Dios en la pila bautismal no más al echarle el agua bendita.
Siempre que pasaban lista en el colegio, al nombrarlo, todos pensaban que era una niña y un quedo murmullo que parecía decir, ¡no me digas más nada!, se esparcía por toda la estancia cuando levantaba la mano en señal de presencia. Porque cuando niños, solíamos ser muy crueles, y ahora, de adultos, a muchos no sólo no se nos ha quitado, sino que se nos ha exacerbado la sevicia. En los recreos sus compañeros intentaban tocarlo por detrás y él, se defendía como podía con patadas, escupitajos, mordiscos e imprecaciones referidas a la madre de sus ofensores, hasta que un día cansado de repetir la función de cada día, se dejó de eso, lo que fue imitado también por sus fastidiosos compañeros…
Habiendo tantos nombres para los dos géneros, sucede también que a las madres se les ocurren nombres unisex o de doble uso como Carmen, Carol, Andrea, Cristian o Josmar, que a uno lo confunden hasta que el portador del apelativo se coloca en nuestro campo de visión. O aquellos otros como Azuceno, Narciso, Margarito, Floripondio, Gardenio o Magnolio que sugieren que detrás del perfume de una flor algún veneno se esconde…
Si a ver vamos, las hemorroides o varices, son engrosamientos de las venas en el recto y el ano, una despreciable condición sin rango ni nobleza de enfermedad, particularmente cuando se las llama «almorranas», pues se llevan indignamente como las enfermedades ocultas de antaño, de las cuales eran paradigmas la gonorrea, el bubón y la sífilis, pronunciadas a sotto voce, con vergüenza y con no menos sonrojo por el sufriente, por lo que era preferible designarlas con edulcorados nombres como blenorragia, lúes o «efectos colaterales del amor» como preconizaba Siboulei. Dígame el abominable nombre de chancro, que no empleábamos cuando tomábamos nuestra anamnesis en la historia clínica y que no usábamos por ser un nombre técnico, pero en su lugar, sí el otro, conocido por el vulgo como ¨llaguitas puercas¨, tan despreciables como su llagoso aspecto y si la persona osara tener relaciones sexuales orales, la úlcera hasta podría contagiársele en la lengua, pudiendo afectar también los labios, paladar o la garganta profunda.
En una ocasión, cursando el quinto año de medicina, en una guardia en la Cruz Roja Venezolana, me consultó casi una niña, una hermosa adolescente por presentar una úlcera indolora a un costado de la lengua. ¿¡Cómo no iba yo a saber lo que era!?, ¿Acaso en las junticas de mi adolescencia no habían facultos en las artes del amor impuro y sus efectos colaterales…? Lo que no atinaba era a cómo interrogarle al respecto; preguntarle eso relativo a lo qué había metido en su boca y sólo se me ocurrió preguntarle si había estado cerca de un micrófono… En mi pecaminosa mente pubescente también victoriana y cochambrosa, ¨tenía que ser¨ un chancro sifilítico pues no tenía otro diagnóstico alternativo, así, que muy orondo preferí llevarla como un trofeo diagnóstico a la consulta de dermatología.
Déjenme contarles que me hicieron sentir muy mal. Aquel bochornoso ulcus motivó miradas y más miradas, con y sin lupa, sin las disimuladas risitas que esperaba y diferentes diagnósticos diferenciales volaron de los labios de aquellos sabios que en mi ignorancia desconocía y que aún desconozco…
[1] Tarúpida: Tarada y estúpida.
Luego de varios días supe que le habían hecho un hisopado de la lesión y practicada a la muestra una microscopia de ¨campo oscuro¨, observándose en la penumbra instrumental una parranda de treponemas pálidos en movimiento browniano, de esos descritos por el zoólogo alemán Fritz Schaudinn en 1905, y comprobación de que nada debe meterse en la boca antes de ser atentamente escrudiñado. ¡Suerte de principiante! –tuve que aceptar-.
Retornando a las inefables hemorroides, trasunto de molestia, picazón, sangrado, ardor insoportable y pellizcos en los fondillos; esas, percibidas como una pudrición íntima, como una miseria moral, que aflora en el cuerpo para hacerse incordio y manar sangre rutilante que se transparenta en la pantaleta o el pantalón haciéndonos sudar y tragar grueso cuando nos advierten acerca de ¨esa mancha en el trasero tuyo…¨; esas que no permiten mantener la dignidad en unos niveles aceptables…
Una de las preguntas que el doctor Carlos Hernández H. (†),¨@sacote¨, nuestro bien recordado académico y amigo, me hiciera en mi examen final de Clínica Quirúrgica II, se refirió a la clasificación de las almorranas; por cierto, juro que no las llamó así… Para un internista en ciernes aquello no podía ser otra cosa que una pregunta malintencionada, rastrera y referida a los llamados ¨países más bajos¨, indigna de ser contestada, pero que de no responder podía dejarme a la final como Panchito Mandefuá, el niño de la calle de Pocaterra, aquel que cenó con el Niño Jesús después que un carro lo atropellara… mi respuesta no salía de los linderos de ¨internas, externas y mixtas¨, y ¨@sacote¨ me miraba fijamente, creo que abrigando seriamente la idea de aplazarme por patiquín ignorante.
Menos mal que mi admirado Maestro Francisco Montbrun (†), también parte y presidente del jurado, vino en mi salvación evitándome a mí mismo una trombosis hemorroidaria, al interrumpir mi balbuceo que no iba a ningún lado, sacarme de aquel berenjenal y preguntarme acerca del bocio tóxico y la hipertensión portal, entidades archiconocidas por mí, que por supuesto, ¨siendo mi comida¨ me llevó a los 19 puntos sobre 20 que saqué y dejó a ¨@ sacote¨ con los crespos hechos…
El tratamiento de la recalcitrante condición incluía toda clase de remedios populares, algunos grotescos y patéticos, en adición a una cuidadosa higiene, hielo entre las posaderas, baños de asiento con fruta de uva de playa, tiras frías de la penca de la sábila o aloe vera –ojo, sin piel ni espinas-, todos los días polvo de linaza en el desayuno, alimentos que tuvieran fibra, salvado de trigo, ingestión de cuatro vasos de agua por la mañana, una bolsita de té húmeda entre las nalgas o una rodaja de pepino en el ojo ciego u ojo sin pestañas y hasta mentol, que acrecienta el ardor por pocas horas y luego mejora…
Para no dejar de lado a los sufrientes de tan tenebrosa condición, también me enteré que tienen un santo patrón, que igualmente lo es de los jardineros que cuidan de las flores ¿?, un monje irlandés llamado San Fiacre que vivió en el condado de Kilkenny, provincia de Leinster, a principios del siglo VI, al sur oriente del país. Pasó sus primeros años en una ermita donde se sentaba sobre una dura piedra, costumbre tal vez inductora de un bajo desasosiego y de una vaga mirada que cual el ¨El diente roto¨ del Juan Peña de Pedro Emilio Coll, en ¨actitud hierática, como en éxtasis¨, le daba aspecto de profundo meditador, llegando por ello a ser reconocido como un hombre santo, un herbolario y curador, y fue debido a estas cualidades santas que la gente fielmente lo siguió.
Se advierte que no existen estampitas con su figura que adversen la triste dolencia y para colocar in situ… que, aunque ustedes no lo crean, suelen ser efectivas en otras pertinaces molestias, como la de una tía de Graciela, mi esposa, que ante una cistitis de alto coturno con dolor en el bajo vientre, pujos ardientosos y urgencias miccionales, resistente a todos los antibióticos y aguas refrescantes, decidió poner el asunto en manos del doctor José Gregorio Hernández; pero, al parecer, sus rezos y plegarias no eran escuchadas por aquél, tan ocupado que estaría con tantos rogativos de pidienteros desesperados. Recurrió entonces a un recurso extremo de la exasperación, a una escabrosa estratagema, a un impelable y repugnante ardid: con mucha vergüenza, colocó una estampita del venerable entre la pantaleta y la parte ofendida… En menos de 24 horas estaba virtualmente curada… ¡Ahora sí que le había hecho caso…! Lástima que esta clase de milagros, de los cuales está urgido nuestro santo colega, pudieran no ser aceptados por la Vicepostulación de su Causa.
Pero volviendo a otros tratamientos más inverosímiles, recuerdo que desde pequeño oía a mis mayores decir que una de las armas más efectivas para el tratamiento de las hemorroides era colocarse en el dedo anular de la mano derecha un anillo elaborado con el casco de un burro negro. En lo futuro, bastaba que viera una persona vistiendo el adminículo circular en su dedo anular o cuarto dedo para interrogarle acerca de si sufría de hemorroides. Reiteradamente, la respuesta fue y ha sido siempre afirmativa. No obstante, con el progreso de la farmacopea y de los tratamientos para el alivio de esta indisposición en los países más bajos, sin contar con la dificultad para conseguir un burro negro que se deje quitar el casco, ahora sólo los veo ocasionalmente, de tiempo en tiempo…
Ocurrióme pues que un día, como es mi costumbre, le pedí a una señora sesentona que se desvistiera y se pusiera su bata clínica para examinarla. Sentada en la camilla le palpé el cráneo, le observé los tímpanos, le miré con una paleta dientes, lengua y faringe, y tocó el turno al fondo ocular, el cual exploré con detenimiento. Concluida la observación y retirándome hacia atrás, de entre la abertura de la bata salió a relucir o más bien brotó una cadena con la medalla de oro de una Virgen del Carmen. Pero lo más llamativo e inusual fue que engarzada a la cadena, se encontraba acompañándola una sortija de casco de burro negro. Siendo fiel a mi costumbre y en la certeza de un diagnóstico positivo le pregunté:
-“¿Tiene usted hemorroides señora María…?”
A lo que ella sorprendida y con los ojos desmesuradamente abiertos, a su vez repreguntó,
-“¿Es que esa lucecita es tan potente que pudo vérmelas…?
Bueno, la respuesta fue obviamente confirmatoria y muy ocurrente, y de paso derrumbó la teoría de que sólo surtía efectos al colocarla en el dedo anular de la mano derecha… Además, en su bondad,… la señora María me autorizó fotografiar su cuello…
Vivimos en Venezuela tiempos muy duros en los que vemos disolverse a grandes trancos la estructura de un país que otrora fuera envidiado por el concierto de las naciones, esfumarse su esencia ética y moral, y reemplazarse las buenas costumbres por la vulgaridad de una dirigencia inculta, rapaz, perversa y marginal. Es muy difícil tolerar tantas pérdidas y hacer luto por lo ido; debemos mirar esperanzados hacia un futuro donde con las reservas morales que todavía tenemos, recuperemos lo perdido y volvamos a ser un país, una patria…
Entre tanto, toca trabajar con ahínco y también, de tanto en tanto, recurrir al humor como bálsamo tranquilo para aliviar el prurito y la desazón en nuestras almas…