Elogio de los caminos del equívoco… o los apuros del Conde Drácula

-Tragicomedia en cinco “in-humanos” actos.

Prolegómeno…

El avance tecnológico —casi de ficción—, que ha enriquecido la medicina moderna en recientes lustros, ha forzado en la conducta del médico, la errónea idea de que ya no es a importante la comunicación total con el paciente como rasgo principalísimo del proceso de diagnóstico, tratamiento y sanación. El magnetismo, casi misterioso, que ejercen en nosotros los médicos las múltiples técnicas e instrumentos maravillosos de que disponemos —que casi que nos permiten practicar una “autopsia en vida” del cuerpo enfermo—, nos ha compelido, extasiados, a relacionarnos con ellos en forma servil e irracional y a olvidar la anamnesis, ese proceso de recolectar datos concernientes a un paciente, su familia, previas residencias, experiencias y sensaciones anormales o actos observados por el enfermo o sus cercanos, con fechas de aparición y duración, así como también el resultados de algún tratamiento; o más propiamente, a la historia clínica en su totalidad como premisa para su fructuoso y oportuno empleo. No pocos errores de diagnóstico y, por ende, de tratamiento, surgen al obviar estas sólidas reglas del arte, consagradas por el paso de los siglos. Es axiomático, por tanto, el enorme valor de una total comunicación previa, de semejante a semejante, esclarecedora y sanadora como antesala a la indicación de exámenes complementarios…

En la superstición popular, un vampiro —ente chupador de sangre— es el alma en pena de un criminal, hereje o suicida, que abandona su sepulcro durante la noche y adoptando la forma de un murciélago, sale a clavar sus filosos colmillos en el cuello de sus víctimas para absorber su sangre. Antes del despuntar del alba, debe regresar a su ataúd, lleno con la tierra que le vio nacer para iniciar su diurno reposo. De acuerdo a la leyenda eslava de donde se originó, las víctimas del chupador después de sus muertes, se transforman en vampiros ellas mismas. Entre todos los demonios de las antiguas tradiciones, ha sido el vampiro el que ha gozado de éxito más connotado, particularmente después de la novela gótica, Drácula (1897).

      Nacida de la pluma del novelista irlandés Bram Stoker (1847-1912), de quien se dice basó su novela en las conversaciones que mantuvo con un erudito húngaro Arminius Vámbéry, quien le habló de un tal Vlad Drăculea.

El famoso muerto-viviente revive el romance de horror. El misterioso Conde Drácula se aposenta en un solitario castillo en Transilvania, una región de Rumanía que, por tradición, está infestada de vampiros y licántropos –hombres lobo-, y donde se muestra la naturaleza del engendro, quien es cadáver de día, pero caballero elegante y cultivado por las noches —cuando no está persiguiendo a sus víctimas transformado en murciélago-.

A partir de 1931, el famoso actor rumano   Bela Lugosi (1882-1956), lo dio a conocer a través del cine, y desde pequeños, todos aprendimos mucho sobre “vampirismo”: los métodos para reconocerlos —no dan origen a sombra y no son reflejados por los espejos—, o para protegernos de ellos —mostrándoles un crucifijo, un rosario o durmiendo con una ristra de ajos atada alrededor del cuello—, o conociendo los detalles de cómo deben ser eliminados -destruyendo los lugares donde duermen de día, o atravesando sus corazones con una estaca-.

¿Cómo reconocer a un vampiro…?

  • Delgados, como un humano pero con colmillos, con piel extremadamente pálida y dedos y uñas largas; el color de sus ojos cambia, entre rojo, negro y dorado, dependiendo de si tomaron sangre humana o animal, o si por el contrario, no la tomaron; vestimenta preferentemente negra, aunque puede variar entre rojos, morados y violetas; incluso sus capas son negras; al no tener alma, no se reflejan en los espejos ni dan origen a sombra; tienen capacidad de hacer que cambie el tiempo; pueden transformarse en murciélagos y lograr obediencia de seres repulsivos, como ratas, moscas, arañas y los murciélagos, pero también de lobos, dingos y zorros; permanecen eternamente jóvenes, con la edad que tenían al momento de ser convertidos; poseen telepatía y control mental; están adornados de mucho talento y de una fuerza sobrehumana y velocidad sobrenatural; capacidad para convertirse en animal o niebla; pierden facultades durante el día: el vampiro huye de la luz diurna, que lo debilita pero no lo destruye: puede moverse a medio día durante un escaso período de tiempo (en la novela, el conde Drácula, aparece a plena luz del día buscando a Mina Harker); duermen en el interior de un ataúd sobre tierra traída de su lugar natal; beben sangre humana como único alimento y convierten en vampiros a quienes asesten su mordedura fatídica o bauticen con su propia sangre haciéndoles beberla. Si únicamente somos mordidos, no nos transformamos en vampiros; se les puede mantener a raya con crucifijos, ristras o flores de ajo, la Sagrada Forma consagrada y agua bendita; pero para que muera realmente, se le ha de clavar una estaca en el corazón o se lo ha de decapitar. van Helsing menciona que sí, cuando el íncubo está dentro del ataúd, se coloca una rosa sobre la tapa del mismo, no podrá salir…
  • ¡Melena no siempre se relaciona con el cabello suelto! Para los médicos, “MELENA” -del griego, negro-, es un fenómeno morboso que consiste en la expulsión de sangre por el intestino, que, al estar modificada o digerida, vira del color rojo, al negro alquitranado. Generalmente es consecutiva a un sangrado digestivo originado en el estómago o en la parte más proximal del intestino delgado. Es por tanto, un alarmante signo clínico de reconocido valor. La falsa melena del niño, llamada también “espuria”, se aplica a las heces ennegrecidas que no proceden de su tubo digestivo, sino de la sangre originada de grietas en el pezón de la nodriza. Comer derivados de la sangre de animales -como las morcillas-, derivados del hierro o bismuto, o deglutir la propia sangre originada en la boca o nariz, producirán también heces modificadas, y de no ser que el paciente sea adecuadamente interrogado podría pasar como proveniente de alguna lesión en el tubo digestivo, dando lugar a la ejecución de exámenes molestos e innecesarios…

     

    ¡Entiendo que se sienta confundido! ¿Qué tiene que ver el infame personaje de Stoker?, ¿el Conde Drácula? , con algo tan innoble, repugnante y maloliente como unas heces ennegrecidas? Pues bien, el relato fabulado que usted leerá —escrito sin ánimo de hacer mofa de especialidad médica alguna—, es una crónica satírica, abundosa en exageraciones e implícitos mensajes, que únicamente desea exaltar la importancia del «saber escuchar», para que en nuestro evolutivo devenir de curadores integrales, alcancemos a ser efectivos y confiables “historiadores” de nuestros pacientes, lo que sin lugar a dudas redundará en beneficio inconmensurable para ellos y nos gratificará a nosotros, en la forma de vivencias crecedoras.

    Sin más preámbulos, les contaré aquella parte de la historia que nunca fue contada…

  • Siendo ya notoria la fama del Conde Drácula entre las núbiles residentes de los numerosos villorrios de la brumosa Transilvania — aquellas, que entre suspiros de deseo y mea culpas de mentira, se debatían en la duda de qué hacer, de encontrarse en la noche intempesta y cara-a-cara con el lívido y libidinoso personaje—, ocurrió que cierta noche, en una de esas furtivas incursiones que seguían al advenimiento del ocaso y luego de un provechoso periplo por una comarca abundosa en jugosas doncellas, sintió el Señor Conde, urgentes movimientos abdominales y ruidos de tripas, inequívoca indicación de que debía dar de cuerpo… ¡y de inmediato! Nerviosamente miró en derredor, divisando, a no pocas varas de distancia, una tapia no muy alta, donde al resguardo de miradas indiscretas, se permitiría satisfacer su tan ¿humana?, como desesperada necesidad…

    Y helo allí -distraído por naturaleza-, que completado su ingente deseo y ya dispuesto a marcharse a casa, sucedió que de soslayo miró al suelo, no pudiendo evitar el comparar su deyección con muchas otras, que, esparcidas por el lugar, tomaban obligadas el sereno en la clara noche de plenilunio… Gran temor y desconcierto se aposentaron en su alma torva al constatar, que las suyas, más parecían alquitrán que el desecho final de la dieta de aquellos otros humanos, que en aquel acantonado lugar y sigilosos también, le habían precedido en similar operación… Aprehensivo y cobarde—aunque fama de ello no tuviera—, y sintiendo muy de cerca el acerado frío de la guadaña de la muerte, en pocos segundos, transformado en murciélago y volando como alma que el diablo lleva, completó la distancia entre la tapia —llamada “de los pujidos”—, y un remodelado castillo de los suburbios, en una de cuyas almenadas torres, en iluminado aviso multicolor podía leerse desde la distancia, “La sofisticada. Policlínica de Súper-Especialistas”. Abrigaba el Señor Conde en lo insondable de su despreciable alma, la firme convicción de que sólo, un tal profesional, podría alivianarle su tremendo desasosiego…”

    ¿Qué habría de ocurrirle al Conde Drácula por su ennegrecido hallazgo, por su queja tan específica, concreta y de por sí, diagnóstica? ¿Encontraría en el Súper-Especialista el bálsamo que mitigara el sufrimiento de su alma pecadora —alma al fin—? ¿Prevalecería en su caso el arte anamnéstico o la acción irreflexiva…?

     

     

     

En el Acto I, exaltamos el valor semiológico de la melena o heces de color negro por la presencia de sangre digerida originada en el esófago, estómago o primeros tramos del intestino delgado. Además, enfatizamos la importancia de la comunicación y del saber escuchar en la relación médico-paciente como paso previo e inaplazable a la indicación de exámenes complementarios que, en su ausencia, pueden crearle al pobre enfermo más problemas que beneficios. En el mismo Acto I, por un albur del destino, el Conde Drácula, en las adyacencias de una tapia —llamada “de los pujidos”—, había comparado sus heces ennegrecidas con las de otros humanos que habían defecado previamente a él. Su sorpresa y terror habían sido tales que lo encontramos movilizándose hacia un modernizado castillo, devenido en sofisticada clínica de súper-especialistas. Continuemos pues nuestra verídica y penosa historia…

-“Transmutado en murciélago y cortando raudo la pesada bruma en la denegrida noche transilvana, el señor Conde se lamentaba de su suerte: ¡Tan bien que la había pasado durante tantos siglos! Había paladeado sinnúmero de sangres diferentes: El gustillo suave y perfumado de las mozuelas saludables, el melífero sabor de las diabéticas, el toque de amargor de las despechadas, el bilioso acento de las inquinadas, y hasta el inconfundible saborcillo a orina de las académicas… Parecíale como si su disoluta biografía estuviera a punto de culminar, y él ¡no estaba preparado aún para ello! Miles de preguntas se agolpaban en su mente depravada ante la situación que su condición de poco observador y distraído, le había deparado. ¿Por qué negras? ¿Por qué tan diferentes? ¿Por qué tan fétidas? Y fue así, como ya transformado en gente, llegó jadeante ante una oficina del remodelado castillete donde, según rezaba en una fina placa de cobre pulido fijada a la pared, despachaba el “DocTOR TURA, Súper-Especialista en estómago, apéndices y aledaños”.

Las paredes del recinto estaban tapizadas de diplomas y certificados que, en extrañas lenguas, atestiguaban de sudorosos posgrados en renombradas universidades allende los mares. Ignorando a quienes primero que él, habían llegado —y que, ante el macabro porte del acelerado sujeto, optaron por no protestar—, de un empellón, sacudió la puerta del despacho y penetró en la estancia donde el especialista contaba con fruición innumerables piedras extraídas de una vesícula biliar aún tibia. Erguido ante él, le dijo con profunda y tenebrosa voz:

“-Soy el Conde Drácula, archiconocido vampiro de profesión, archisabido en grupos y subgrupos sanguíneos y ciudadano esclarecido de esta comarca… —y enseguida remató— Traigo una queja de suma urgencia y exijo inmediata atención, pues según creo, es única y mortal: Mis heces son tan negras como el petróleo y bastante más que mi alma miserable …”

“Al oír la tan conocida queja proferida por el larguirucho y desconocido sujeto, los ojillos del cejijunto súper-especialista fulguraron, así que de inmediato le respondió, decidido y tajante: -“No me diga más nada. A quien tanto ve, con un sólo ojo le basta. De su caso por resuelto. ¡Ya yo sé lo que usted tiene…! Comenzaremos a revisarle sin preámbulo y sobre la marcha, pues todo lo demás es tan sólo pérdida de “MI” precioso tiempo. Me regiré por un acabado plan de estudio o protocolo, que, en forma por demás rigurosa, seguíamos en casos tales como el suyo en la computarizada universidad, la quintaesencia de la modernidad, donde realizara mis últimos estudios de perfeccionamiento…” -“Pero…”—dijo Drácula, tratando de que se le oyera previamente-, cuando fue interrumpido en seco por su interlocutor, quien a su vez le dijo, clavando sus ojuelos iracundos en los suyos perversos, -“¡No diga una palabra más, que de súbito le examinaremos de cabo a rabo! -al tiempo que pensaba para sí, –“Qué quemo mis ambicionados títulos y certificados si no hay un vaso sanguíneo manando sangre en el tubo digestivo de este parroquiano, entre la boca y su antípoda…” .

-“Pero…” —balbuceó Drácula otra vez- Más por segunda y última ocasión le atajó el curador en tono casi rugiente: -“¡Nada de peros..!, vaya quitándose la capa, el chaleco, los pantalones y los calzoncillos, que sin tardanza hemos de comenzar por el último de los mentados…” ¿Por qué comenzar tan bajo, por donde la causa casi de seguro que no estaba? —nos preguntamos— Simplemente, ‘línea de partido’: Había que actuar en sujeción al protocolo…

  Drácula, ¿hombre? ilustre y enterado, pensó —aunque extrañado— que la anamnesis era, efectivamente, cosa de tiempos pasados y que debía seguir las convicciones del otro. Y créanme, que nada tan denigrante para el Señor de la Maldad y Amo de las Tinieblas fue el verse adoptando aquella ignominiosa posición, dizque de “plegaria mahometana” en que le dispuso el exclusivista. ¡Él, cuyos clerófobos labios jamás habían pronunciado ni una oración jaculatoria!, ahora estaba allí, en tan grotesca postura, en cuatro patas, cabeza abajo y ancas arriba!

Pero de pronto, sus pensamientos fueron interrumpidos al sentirse agredido por el dedo índice del galeno, que diligente y activo, mediante un tacto rectal, buscaba la enfermedad por no sabemos dónde… Finalizado el incómodo asuntico, el especialista depositó el recién retirado guante de látex en un recipiente de vidrio y le puso en contacto con ácido acético, guayaco y agua oxigenada -sin importarle un pepino la negritud de los residuos al guante adheridos— y al observar el viraje a un color morado intenso, dijo complacido y frío, -“Lo que me temía, sangre ‘oculta’ positiva en las heces!” y sin pestañear, ni dejar pestañear al macilento vampiro, le introdujo, sin dolor de su alma y de un sólo golpe, macerado por el tino y la experiencia y por donde precisamente el cóccix pierde su nombre, un rectosigmoidoscopio rígido hasta la marca de 45 centímetros, oyéndosele decir triunfal, -“¡Cerca de media vara..!”.

  Su instrumento, un cilindro metálico hueco con luz propia, le permitiría ver los últimos tramos del colon descendente: el sigmoides y el recto… Sacudido como fue por tan bajo golpe, Drácula para sí pensó que sabía podía ser abatido si se le clavaba una estaca en el centro de su negro corazón, pero nunca había llegado a imaginarse que tuviera que morir en tan ofensiva posición, y sobre todo de manera tan vil, “atravesado de a por detrás y sin prevención alguna…”.

Mas, nada de eso ocurrióle… ¡No profirió alarido alguno, seguía vivo y con el raciocinio intacto! El espejo que estaba frente a la camilla de examen no reflejaba la imagen del Señor Conde, así que el instrumento se veía como suspendido en el espacio… Pero tan ocupado y ciego ante los hechos el exclusivista estaba, que sólo buscaba un vaso sanguíneo roto al cual echarle las culpas y poder fulgurarlo con su potente disparador de rayos láser…” Dejemos por un momento a Drácula solo con su doctor y volvamos más tarde…

Meditemos sobre cuántas veces nos hemos ido de bruces a realizar exploraciones irracionales, sin haber siquiera escuchado lo que el enfermo quiso decirnos, o lo que debimos haberle preguntado previamente. ¡Mea culpa!

 

El arte del diagnóstico es uno de los ejercicios intelectuales más depurados y hermosos del acto médico, porque en él se conjuga un profundo conocimiento en materia médica y experiencia adquirida al través de la praxis, con el don de la observación crítica y fina, el razonamiento correcto para ejercer el diagnóstico diferencial —donde el médico descarta otras enfermedades parecidas que comparten hechos similares—, la capacidad de integración y una mente abierta y plástica para no adherirse tercamente a un diagnóstico previo, sea propio o extraño.

En los tiempos actuales y por los progresos tecnológicos que nos vienen fundamentalmente de Norteamérica, ya pareciera estar de más o ‘démodé’, enseñar a los alumnos a usar su inteligencia y conocimientos para hacer diagnósticos; por ende, este es transferido al examen complementario irresponsable, ya sea de laboratorio o por imágenes radiológicas. Este proceder, tiene a su vez, desastrosos efectos para el médico en formación: Pereza o insuficiencia para razonar o hacer un diagnóstico diferencial, indicación de exámenes sin reflexión alguna, por pura rutina -“a ver si la pega”—, desvirtuando el acto médico. La indicación de una plétora de exámenes sin justificación clínica, es un hecho por demás sintomático de la ignorancia del profesional sobre lo que le ocurre a su paciente. ¡Y es tan común en nuestros días…!

Dejamos al protagonista de nuestra sátira, el Conde Drácula, en posición genupectoral o de “plegaria mahometana” y con un rectosigmoidoscopio rígido “in situ”, con el que se buscaba —por donde seguro no estaba— el origen de su melena o heces ennegrecidas por la presencia de sangre digerida…

-“Con destreza de perro viejo, el especialista manipulaba el instrumento de un lado a otro y de adentro hacia afuera, al tiempo que exclamaba a baja voz y como quien juega a las escondidas, -“Nada por aquí, nada por allá, nada por acullá..!”, repitiéndolo como un conjuro, una y otra vez. Y en la última, en la que al fin lo extrajo, nuestro malhadado héroe, con los pelos erizados le oyó decir, -“No cantes victoria enfermedad, que el colon es largo y mi aparato muy corto, pero aquí te tengo una sorpresita.”— y acto seguido, de una hermosa y pulida caja de metal, extrajo un largo y flexible artefacto, que perspiraba tecnología nipona a lo largo y ancho de su cilíndrico perfil, al tiempo que se lo introducía por el recién ofendido orificio, imprimiéndole en amañada forma, movimientos de propulsión, retropulsión y torsión, que acompañaba con su ojo de observador sagaz, literalmente encolado al ocular del instrumento.

 Drácula sudaba y hasta sentía que no podía tragar… y menos aún hablar, pues algo le decía que tenía como un hueso atorado en el güergüero… Al término, un grito del científico le saco de sus cavilaciones- “¡Eureka! -gritó el galeno jubiloso— con mi flamante colonoscopio flexible, he transitado de pé-a-pá, toda la longitud del colon, llegando hasta la mismísima válvula ileocecal, que lo separa del intestino delgado y ni rastros del villano que ansío ver… —y acotó de inmediato, mientras muy confundido, se rascaba la cabeza ahogada en caspa— pero -“¡Demonios!, lo que busco ha de estar en alguna parte, y como que me llamo DocTOR TURA, le juro que lo conseguiré…”.

-“A ver, póngase sus calzonetas y sus pantalones y se me sienta aquí!” —le dijo el ‘súper’ en tono decidido y energético a nuestro ya pacificado paciente-. Y a pesar de que el Conde sentía que sus orejotas exangües estaban a punto de sangrarle, y de que casi “que se le iba el mundo”, tan aterrado como estaba con su presunción de grave enfermedad, que se sobrepuso y se sentó dispuesto, en la silla que el casposo le ofreciera.

Acto seguido, le introdujo un horrible aparato por las narinas, un espéculo nasal, que casi lo hizo estornudar, por donde miró de refilón, para únicamente ver una mucosa nasal sana. Luego, le ordenó desorbitado, “¡Abra la boca!” y asistido por una paleta le exploró las encías, el piso de la boca, la lengua y la garganta, sin prestar mayor atención a sus afilados y agujereados colmillos, que enrojecidos, sobresalían amenazantes de entre los otros dientes, dictando a una moderna grabadora en docto lenguaje: -“Ninguna enfermedad en las encías, excoriaciones, ulceraciones o vasos anormales. Saburra rojiza sobre la lengua. En apariencia, todo parece estar saludable…” y más rápido que un parpadeo, retiró otro luengo aparato de una singular maleta ‘ad hoc’, que de seguidas y sin miramientos, se lo enchufó por la boca, pidiéndole se lo tragara como si fuera un espagueti. En su fuero interno -porque aquel condenado utensilio le impedía quejarse o hablar— el Conde pensó, -“Dígame mí… que nunca he comido espaguetis y ni tan siquiera sé cómo son…”.

Como en anteriores oportunidades, nuestro brillante especialista, se comunicaba únicamente con su grabadora, oyéndosele decir -“Esófago-gastroduodenoscopia: Esófago de superficie rosada, lisa y saludable. No veo várices, úlceras, punteado hemorrágico o evidencias de reflujo. La unión esófago-gástrica es normal. No hay hernia hiatal. Se toman las biopsias de ley…”, y de un diestro zambombazo, pasó el instrumento hacia el estómago —siempre en continuo monólogo con su grabadora—, diciéndole estar pasando por la calle gástrica, la curvatura mayor, el antro pilórico y el duodeno, dándole vueltas a aquel espagueti gigante, con su cabeza a él adherida como sanguijuela ayunosa, tomándole biopsias aquí y más allá. De improviso, y en un acto de respeto y humana convivencia, díjole el ‘súper’ a su desvencijado cliente, brindándole el ocular de su aparato: -“¡Mírese por dentro, qué maravillosa “máquina” que somos los humanos… ¿No le parece?!”

Nuestro Conde, casi que arroja el espagueti, al ver aquella anfractuosa cavidad que entonces se le antojó era asquerosa chinchurria… -“Ahora -le dijo el exclusivista tocándole el sitio—, va a sentir un pesito aquí, en la boca del estómago. Es que tengo que insuflarle más aire para no dejar de ver el ‘fundus’ de su estómago, ¡Ahh! ese cofre de sorpresas…”. Y dicho y hecho. Pero aquello fue el colmo. Por el inflamiento, los ojos de Drácula, por naturaleza, inyectados y amarillentos, ahora parecían dos metras bolondronas purpurinas, que, dispuestas a abandonar sus cuencas, se debatían en tremendo pugilato con sus medios anatómicos de sostén, muy fuertes por cierto…

No obstante, se dijo mentalmente y para darse ánimos —aquellos que casi le habían abandonado-, “Voy circulando por el camino de la verdad asido a una mano diestra, y cualquier sacrificio será poco…” Mientras esto hacía, Tura, meditabundo y en bajo soliloquio se decía, -“¡Nunca he visto mucosa digestiva tan sana como ésta… por cierto doy que este sujeto debe comer algo muy sano, fresco, natural y definitivamente exento de aditivos y sustancias irritantes!…, pero, entonces, ¿¡de dónde carajo vendrá esta maldita sangre…!?”

¿Qué acontecerá al Conde Drácula? ¿Qué nuevas exploraciones le tendrá planificadas el DocTOR TURA a fin de encontrar la ‘tubería’ rota? ¿Le deparará alivio la tecnología sin concierto al alado demonio o su situación dará un vuelco inesperado…?

 

Si el ser humano no hablara, los médicos seríamos simples veterinarios… Cuando un murciélago se enreda en el cabello de una mujer, el hecho —se asegura— es prenuncio de muerte o desastroso noviazgo. Cuando los médicos contraponemos nuestro tiempo/nuestro beneficio, al tiempo que deberíamos destinar para una comunicación elucidaria con el paciente, el hecho es heraldo de fiasco, clarinada que avisa de una andanada de injustificadas, inconsideradas e insensatas exploraciones. Los vampiros, insatisfechos con su suerte, suelen frecuentar lugares sagrados, templos e iglesias, para orar por su salvación. El médico que desatiende su rol y su arte, abandona el templo de la sabiduría para transitar los lugares comunes de la ligereza, pereza mental y desamor por el estudio, sin una orientación clínica, tornará el atajo de la tecnología imponderada, que siendo una creación de la inteligencia humana no puede reemplazar el uso de esa misma inteligencia en la atención primaria del paciente, pues, aunque usted no me crea, mientras menos tiempo me tome yo para entender su problema y mientras más exámenes le ordene, tenga la convicción de que más lejos de la verdad me encontraré…, porque la correcta interpretación de un examen o procedimiento específico sólo será posible si se correlaciona con los hallazgos de aquello para lo cual… ¡No hay sustituto!: ¡La historia y el razonamiento clínicos! Y si los resultados de los complementarios estuviesen en contradicción con las manifestaciones clínicas… ¡al cesto de la basura con ellos!

Hasta este momento, el pobre Conde Drácula ha sido “invadido” repetidas veces por un tecnicismo errático. Su médico tratante, el DocTOR TURA, un ‘súper-especialista’ avezado en complejas técnicas, ha ignorado la anamnesis, el arte de hablar y observar a un paciente, indagando sobre su vida y enfermedad, y por tanto no encuentra el motivo de su melena o heces alquitranadas. Le habíamos dejado con el endoscopio introducido en su tubo digestivo superior, donde nada anormal había encontrado, pero todavía seguía pensando que en algún lugar —tal vez en su imaginación- se encontraba un vaso sanguíneo dejando escapar sangre…

Así que, turbado y sin perder la compostura, retiró el bicho aquel de la ¿humanidad? de un Drácula, ya reducido a piltrafa, e ignorando que su entecada figura no originaba sombra, le dijo ceremonioso: -“Ya puede irse, mi querido amigo. Por hoy hemos terminado. No he podido identificar aún el origen del mal que lo acogota, sin embargo, mañana le realizaremos la segunda etapa del plan de estudio que nos hemos propuesto, vale decir, un no invasivo ecosonograma abdominal, una simple coledocoscopia, eventualmente una laparoscopia, para con este periscopio mirarle la barriga del lado adentro con biopsias dirigidas donde fuere menester… ¡Ahh! y una resonancia magnética abdominal, el benjamín de la tecnología, que por cierto ya ha arribado a ésta, su casa, y con el que le veremos sus átomos hidrógeno interactuando con un campo magnético y reconociendo, de una vez por todas, a “ese malandrín llamado melena”… ¡Dé por seguro que desentrañaremos el misterio! Pero ahora, pase por donde mi secretaria y bájese de la… ¡Ejem!, quiero decirle por favor, sáldele 100.000 bolívares S, por concepto de libre acceso a mis experimentadas manos, por consumo de compuestos de alta energía por las neuronas de mis lóbulos frontales y por el uso/deterioro/depreciación de mi sofisticado instrumental japonés de a dólar innombrable…”

Drácula, que no acostumbraba a llevar en su alforja tan abultada suma de dinero, no tuvo más remedio que recurrir a su tarjeta de crédito dorada… ¡Afortunadamente, la súper-clínica estaba afiliada a ella…! Abandonó el lugar cabizbajo y todavía turulato por el efecto de las dos pre anestesias que llevaba entre pecho y espalda, pero todavía peor, más aterrado que después de su casual descubrimiento, allá, en la tapia llamada “de los pujidos”. Mascullando su amargura, pudo oír tras sí la voz de su doctor, que sacudiéndose la caspa gritaba: -“¡El que sigue que vaya quitándose los calzones…!”

La ciencia médica no había podido hacer nada por él: Moriría como un vulgar mortal con esa enfermedad que tiñe las heces con el color de la noche -pensó-. En el camino se topó con una curvilínea lugareña, para ser más exactos una morena de ojos verdes, caderas insinuantes y minifalda ajustada, quien le hizo ojitos y otras carantoñas, que él, tan abatido como estaba, no alcanzó a reparar… Y créanme que hasta unas náuseas irrefrenables se apoderaban de su inmundo ser al sólo evocar una femenina figura… ¡Así sería su congoja que hasta había perdido su ancestral apetito…!

A su retorno al castillo, ansiosas le esperaban su legión de cloróticas concubinas, alineadas en estricto orden jerárquico y dispuestas a recibir su chupada de rigor… Pero, qué desconcierto y tristeza todas mostraron al ver tan perturbado a su Amo y Señor, quien inmutable y por primera vez centurias, pasó directo a su recámara sin siquiera tomar, aquel, su acostumbrado refrigerio de la aurora.

Y allí, en las tinieblas, permaneció casi todo lo que restaba de aquella larga noche, inclinado sobre su siempre fiel sarcófago, con sus huesudas manos hundidas en la desgreñada cabellera, rumiando su inexorable destino… Pero al fin pudo verbalizar la horrible verdad que se atosigaba en su garganta —aún maltratada por la reciente intromisión tecnológica-. La favorita de su afecto, conoció de ella, ésta, por cierto, una ¡médica internista! de azules ojos, piel de almendra y suaves contornos, retirada precozmente de la profesión a raíz del fatídico mordisco que aquél le propinara meses atrás, al oír la escatológica revelación, estalló en sonoras carcajadas. Con voz queda, ‘la clínica’ le tranquilizó y reconfortó diciéndole:

“Entra en tu ataúd y duerme en paz, mi querido Señor, mi desadvertido y tan poco inquiridor Amo. ¡No habrá segunda etapa! Tú, al igual que todas nosotras, no sufres de mal alguno. Tú vivirás por siempre… Y con balsámica prosa concluyó su admonición:

 

— “¡Escrito está con simpleza, que todo aquel que con sangre

se alimente, por ventura qué negro habrá de ensuciar..!”

 

¡Qué transformación tan increíble sufrió aquél abyecto despojo! Tan sólo bastaron aquellas económicas y reveladoras palabras para que Drácula, ya alivianado y con el apetito renovado, tomara en ella su merienda y durmiera todo aquel día y hasta la próxima noche, no sin antes pensar con frustración y desconsuelo: — “¡Otro simple caso de médica ligereza…! ¿Por qué TURA se peló y por qué no me interpeló previamente, sobre mis exóticas inclinaciones gastronómicas…?” No resulta exagerado el decir que esa noche con el “superespecialista” y su acabado protocolo, fue peor que aquella otra en la que al fin se puso término a su aterrorizante reinado secular, cuándo claváronle tremendo palo en el centro de su impío corazón, y en la que, en concomitancia, le metieron candela a su lóbrega mansión y a todo cuanto en ella se movía…

-¿Qué podemos aprender los médico del sórdido caso de la melena espuria del Conde Drácula?, ¿Podremos oponernos al creciente avance de la tecnología empleada sin medida, oportunidad ni concierto..? ¿La moraleja…?

 

 

¡Cuántos sinsabores los que pasó el Conde Drácula de manos del docTOR TURA, un galeno sordo y ciego, que le sometiera a abusivas exploraciones de sus vías digestivas buscando la causa de su melena espuria o falsa —heces de color negruzco por contener sangre digerida —, un pseudosíntoma amalgamado a su estilo de vida y extravagante alimentación! A lo largo de cuatro actos sufrimos con el señor Conde, los pormenores de sus insólitas revisiones, que, de algún modo jocosas, en la realidad posibles… ¿Cuántas veces el enfermo cree que el uso del tecnicismo más moderno, en ausencia de una clara verbalización de sus quejas, le ahorrará tiempo, traumas y frustraciones? ¿No es muchas veces él, quien le da carta franca al médico para que abuse de la tecnología y de su confianza al decirle: -“¡Hospitalíceme doctor y hágame TODOS los exámenes…!” ¿No es este proceder un “tentar al demonio” en la forma de un resultado artefactual, un valor en la sangre que se sale un poquito fuera de la norma y que, aunque nada signifique, le aventará como a Ulises hacia los mares embravecidos de los malos entendidos, de más exámenes y hasta de innecesaria cirugía…? ¿Cuál pues es la moraleja de nuestra verídica historia…?

 

El gaznápiro “súper-especialista” de marras, en su dilatada experiencia y tecnológica sapiencia, tan seguro como de su arte estaba, que acalló de un soplido y con su urgente deseo de hacer, lo primero que debía acometer: Aquél inaplazable ritual facultativo, el del amnestésico inquirir sobre el cómo y el qué; sobre el cuándo y el dónde; sobre el por qué y el debido a que, de tan escatológica relación: los antecedentes, riesgos profesionales, gustos alimentarios y muchos otros, que tan sólo la abierta comunicación procura, sin olvidar por supuesto, la corporal revisión, desde el desgreñado cabello hasta los apéndices pedales, de aquél mefistofélico y pestilente pecador…

Olvidó —o no lo sabía— que a todo aquel qué vampiro es, la melena espuria muy de cerca le acompaña, y que al igual que los que se deleitan con morcillas, o a los hipocondríacos que por pretendida anemia hierro se atapuzan por doquier, las feces de negro se le tiñen… Que menos daño al pellejo y al bolsillo se ha de hacer, si en profunda comunión con el dolido, se le puede comprender y confortar, y que ni la villanía del infame Conde Drácula, ni su sórdido currículum, justificaban de sí ese inmerecido sufrimiento que de manos de un “ducho especialista” se ganara, y del que hoy día podría dar fe en la espeluznante Transilvania, aquella noche ajetreada, nebulosa y fría, en la que al pobre chupador, en meticulosa sucesión, le fueron repetidamente deshonrados, todos sus orificios naturales…

El axioma de la melena espuria del Conde Drácula, quiso poner de manifiesto y enfatizar una patología “nostra”, una frecuente dolencia de nosotros, los médicos, en nuestra relación con el paciente: “la falta-de comunicación”, “el no-saber-escuchar” y la plétora de exámenes irreflexivos que de ello resulta, como un hecho sintomático más, de estos borrascosos tiempos en que vivimos. ¿Será que los profesores mostramos a nuestros alumnos que la vertiente científica del oficio es más importante que el real interés por el paciente al que solemos dejar de lado? ¿Será que le señalamos con la palabra o con la praxis, que el saber al dedillo la sensibilidad y especificidad de tal o cual síntoma, signo o examen complementario se antepone, o es más importante que el fomento de virtudes tales como la comprensión, compasión, sabiduría, la mesura, sensibilidad social o la afirmación de un compromiso con las necesidades primarias del enfermo? Quizás por eso, es que ya el médico no es más visto como alguien que merezca admiración y respeto. El doctor Samuel Hellman ha escrito, “El médico ha caído definitivamente de su pedestal…¨ De discusiones con mis colegas y pacientes, estoy convencido de que los médicos ya no somos vistos de manera diferente a los miembros de otras profesiones.

El sentimiento de que la medicina es una vocación superior, se ha desvanecido… Una reciente encuesta norteamericana informó que un 26% del público entrevistado, respetaba menos a sus médicos que diez años atrás; sólo un 14% expresó lo opuesto. Un 29% afirmó que sus médicos les dieron tiempo suficiente para expresar sus quejas, y más del 50% pensaban que el médico de hoy, mostraba menos interés por sus pacientes del que exhibían sus colegas del pasado… Atrapado pues, puede quedar el enfermo, entre la falta de comunicación y el desinterés, por una parte, y la forma irreflexiva como se indican las exploraciones complementarias por la otra.

¡De ninguna forma podríamos estar opuestos a una tecnología razonable, razonada y empleada en su oportunidad! La interpretación de exámenes modernos, complejos y costosos, únicamente es posible, si ellos encajan armoniosamente con los hallazgos de un examen clínico integral, para lo cual, como ya hemos dicho repetidas veces, ¡no existe sustituto! La historia clínica es EL TODO; la exploración paraclínica o complementaria es tan sólo un momento, una pequeña parte de ese todo, que nada dice, a menos que en simpatía, se articule con ella… Si el examen clínico es inteligente y refinado, tanto más útiles serán los hallazgos de laboratorio. Y es que, además, ha de tomarse en cuenta que muchos métodos de diagnósticos no siempre son inocuos, pues algunos tienen potencial para producir dolor, secuelas y aún, la muerte.

 Otros, resultan en oneroso gravamen para el enfermo, lo que no siempre es apreciado por el médico en toda su magnitud, particularmente en países como el nuestro, donde la seguridad social es tan sólo un concepto abstracto… Adicionalmente, los hallazgos objetivos que se obtengan, dependerán de múltiples vectores que no siempre están en equilibrio: Equipos bien calibrados, personal auxiliar bien preparado, técnicos honestos y escrupulosos, supervisión del procedimiento por médicos de cuerpo presente, y no menos importante, la interpretación del estudio por un profesional capaz, sosegado y enterado. Por último, si el procedimiento establece la presencia de un proceso patológico definido, no quiere ello decir, que tenga valor clínico alguno para explicar las molestias del enfermo, es lo que llamamos un «incidentaloma…». Tal ha ocurrido en nuestros días con la incorporación de la tomografía computarizada o la resonancia magnética cerebrales. Mediante ellas, el diagnóstico de aracnoidocele selar o síndrome de silla turca vacía, una condición por demás benigna -con muy escasas excepciones- y que consiste en una acumulación inocente de líquido en la silla turca de la base craneal, aun cuando suele ser un hallazgo irrelevante, sin significación de enfermedad, ha llevado a innumerables pacientes a una cirugía irreflexiva, inútil, insensata y no siempre inocua…

 

El docTOR TURA con su hacer, nos señala cómo podemos salirnos del camino real y tomar los atajos de la sinrazón. El reconocimiento de nuestros errores, encierra tal vez, las enseñanzas de más valor: Abusamos de las exploraciones sencillamente porque la historia clínica ha sido insuficiente, porque somos ignorantes o no estudiar ni queremos pensar y esto, es válido para toda especialidad médica. El médico que se hace diestro en su arte, que confía en la madre clínica y pulimenta sus habilidades y destrezas, será el que menos necesitará del procedimiento complementario; y de requerirlo, tanto más valioso será al conjugarlo a su razonamiento clínico…

rafaelmuci@gmail.com

Publicado en Academia Nacional de Medicina de Venezuela y etiquetado , , , .

Deja un comentario