Elogio del Maestro José Félix Oletta L., mis recuerdos de un gran hombre…

Maestro José Félix Oletta L., mis recuerdos de un gran hombre…

El 3 mayo de 2014 escribí un editorial en el Boletín de la Academia Nacional de Medicina que intitulé, ¨El cielo de las hormigas… o elogio de la candidez¨; de ella extraje un fragmento que servirá de arbotante a mi discurso:

«Cinco o seis años, no podría precisarlo. Mi mamá y mis hermanas decían que dentro de mis seis hermanos varones, yo, el penúltimo de mi familia de nueve hijos, era un niño muy tranquilo y que prefería jugar a solas. Me fascinaba ver la actividad febril en los agujeros de las hormigas, todas apresuradas exhibiendo una atáxica marcha de ebrio o enfermo cerebeloso; eso sí, todas muy corteses; como buenas comadres se saludaban con abrazos rapiditos y seguían su camino, bien entrando o saliendo de la cueva, algunas se devolvían como si se les hubiera olvidado algo y otras, hacían el amago de devolverse y seguían como si nada. Más adelante, en una forma desordenada –en apariencia- se esparcían cerca de su madriguera.

Un grupo venía hacia la entrada, eran las geómetras, con un mercadito a cuestas, titubeantes, un trozo de hoja cortado en forma poligonal, más pesado que ellas, pero casi siempre de un tamaño que podía pasar por la estrechez del agujero.  Me preguntaba qué pasaba más allá de la entrada, si habrían cuartos como los de mi casa, donde mis tres hermanas tenían habitaciones individuales para cada una de ellas, o si había un alto donde los varones teníamos que aceptar una suerte de hacinamiento considerado; mi padre nos decía que debíamos orinar antes de ir a la cama y además, que teníamos que pedirnos la bendición unos a los otros antes de dormir: A la hora de apagar la luz aquello era un rosario de bendiciones y contestaciones casi que al unísono pues Morfeo nos urgía al descanso, ¨Bendición, fulano…¨, ¨Dios te bendiga, mengano…¨ y entonces a dormir… No había ronquidos perturbadores, pues esa no es edad de angustias, ni teníamos amígdalas grandes –casi todas extirpadas-, ni apneas obstructivas del sueño; ocasionalmente, uno que otro se orinaba en la cama, pero no hacíamos de ello motivo de burla, ¨un resbalón cualquiera daba en la vida…¨.

Para entonces no sabía que existían los formigarios, formigueiros –no recuerdo dónde oí esa palabra de la que no da cuenta el diccionario de RAE, pero si, parece de origen portugués- u hormigueros caseros, suerte de caja cuadrada con paredes de vidrio donde podríamos como voyeristas, observar la intimidad de la colonia; de saberlo no hubiera querido tener uno privando a las hormiguitas de su libertad e irrumpiendo en su privacidad. Una cuestión sí que me mortificaba a tan tierna edad: Me preguntaba dónde irían las hormigas cuando morían, pues, estaba seguro y asumía que se portaban bien e imaginaba que tenían su cielo particular. Y que ese cielo estaba precisamente sobre el hormiguero y siendo tan chiquitas, digamos que se alzaba a mi estatura, a un metro veinte de altura, así que procuraba no pasar corriendo o caminando sobre el agujero para no disturbar la paz de su cielo…

Luego supe del cuento ¨La Hormiguita Viajera¨, creado por el escritor uruguayo Constancio C. Vigil (1876-1954), quien era el motor de una editorial dedicada mayoritariamente a cuentos infantiles. Y de entre ellos, el que nos ocupa, un escrito clásico de la literatura infantil que escribió en los 50 y admiración de mi infancia. En mi casa, había dos de sus libros, ¨El Erial¨ (1915) y ¨Amar es Vivir¨ (1941); habían pertenecido a mi hermano Fidias Elías, médico como yo, que sufría intensamente el sufrimiento de sus pacientes; él decía que quería educar a sus hijos bajo las normas asentadas en el primero de estos libros. Vigil, hombre sabio como ninguno, a la entrada de la edad madura falleció produciendo un inmenso vacío y sin dejar hijos a quienes educar… Relata la historia de una hormiga exploradora perdida entre los pliegues de un mantel de picnic envuelto. Al fin encuentra el camino de regreso a su hormiguero, pero antes de encontrarlo, nuestra heroína viviría toda suerte de aventuras al encontrarse con curiosos personajes, como el alguacil, el caracol, la tortuga, la abeja, el sapo huevero, la langosta, el Manchado, el doctor Lagartija y la avispa…»

No tardó mi amigo Jose Félix en enviarme sus impresiones sobre mi artículo…

«Querido Rafael:

Disfruté enormemente tu artículo sobre hormigas, candidez y muchas otras cosas trascendentes, escondidas en nuestra cotidianidad.
Es una joya de inspiración y talento integrador.
Tocaste mis recuerdos de niñez, porque fui un dedicado observador de las hormigas, su comportamiento y disciplina para la vida colectiva, mucho mayor que la de los humanos, siendo los primeros diminutos seres de seis patas.

En el patio de la casa de mi abuela, hacía ¨experimentos sociales¨ con ellas; recreaba ¨islas¨ de barro semi endurecido que rodeaba con agua, luego las confinaba cuidadosamente en su nuevo territorio, y luego de 24 horas, observar, maravillado, como construían una nueva morada, escarbando en el lodo, al encontrar que estaban rodeada por el ¨mar¨ no tan imaginario, a que mi experimento las obligaba, al efecto, se encontraban sin salida porque no nadaban; mientras tanto le proveía de hojas y pequeñas frutas (cerezas y guayabitas del Perú). Al día siguiente encontraba que habían guardado como un tesoro estos alimentos en la cuevita. No las vi nunca desesperadas, atacándose unas a otras, conservaban un orden y disciplina a prueba de desaliento.
Como premio a su ímpetu para sobrevivir en tan adversas condiciones, las premiaba con la libertad, haciéndoles un terraplén de tierra que una vez descubierto por ellas, les permitía recorrer el camino hacia la tierra firme, hacia la libertad.

Luego vinieron los tiempos de los coquitos, las chicharras, las avispas, los alacranes, pero esos experimentos en otro momento los contaré…
De esas experiencias infantiles, primigenias, también aprendí que lo aparentemente trivial puede ser trascendente y que lo es mucho más, cuando lo compartes y disfrutas cuando lo haces, lo entregas a otros, sin mezquindad (cándidamente); es posible que quienes no lo entiendan, lo desprecien y pocos lo atesoren y multipliquen, por simple amor a la verdad, a la sabiduría, como pregonaba Tomás de Aquino.

¡Esta es la senda inspirada que has ofrecido a tus incontables alumnos! (·), con satisfacción soy uno de los primeros de ellos.

Yo por mi parte, podía perspirar la emoción de ir aprendiendo, de querer leerlo y devorarlo todo, reducirlo a su mínima expresión y luego devolverlo a mis alumnos semidigerido…

Hasta aquí, los recuerdos y reflexiones, para dedicarle dos líneas a la acertada  percepción de hiposkilia que describes y que sufren las nuevas generaciones de profesionales (no solo los médicos); identifico al menos dos variantes de hiposkilia, la favorecida por la cultura tecnocrática y deshumanizada  que prolifera universalmente, en la era del conocimiento y la informática, que nos hace más distantes, virtuales e insensibles y la deliberadamente inculcada por regímenes poscomunistas, para mantener una tropa de pseudoprofesionales  ignorantes y con escasa autonomía, una suerte de proletariado médico obsecuente y sumiso, carente de ciencia y consciencia, como lo estamos identificando en el experimento conducido en nuestro país, por los cubanos invasores, con los ¨medicos integrales comunitarios¨. Quizás esta forma de hiposkilia es más dañina por fraudulenta y fácilmente reproducible y contagiante en otras profesiones.

De nuevo mi gratitud por tus enseñanzas, privilegio que no pertenece solo al pasado, sino que se multiplica en las del presente.

(·) De don Gregorio Marañón y Posadillo:

«El libro bueno es el amigo que todo lo da y nada pide. El maestro generoso que no regatea su saber ni se cansa de repetir lo que sabe. El fiel transmisor de la prudencia y de la sabiduría antigua. El consuelo de las horas tristes. El que hace olvidar al preso su cárcel y al desterrado su nostalgia. El sedante de los grandes afanes, que va dondequiera que vayamos con nuestro dolor. El mentor de las grandes decisiones. El que ablanda el corazón en los momentos de dureza, o nos vigoriza cuando empezamos a flaquear. Y después de ser todo esto, tiene la soberana grandeza de no hipotecar nuestra gratitud. Una vez leído lo volvemos sencillamente al estante, o lo dejamos olvidado en el asiento de un tren. Es igual. Ni nos guardará rencor si no se lo hemos agradecido.
JF».

  • Nuestro entorno…

La rivalidad por la excelencia flotaba en las revistas de las salas 2 y 3, en la presentación y en la discusión de casos clínicos complejos los sábados, bien, en la enseñanza a los estudiantes tratando de obtener el mejor acabado del grupo donde, de paso, calibrábamos nuestra capacidad de maestros. Además, por cierto, teníamos un timonel, el doctor Herman Wuani Ettedgui, que conducía aquel bajel por los ignotos mares de la clínica médica: hemopatías, hemoglobinopatías, neumonías, ascitis, cirrosis hepáticas de las llamadas de Laënnec, la Comisión de Linfomas, la historia por problemas, evaluación cardiovascular, etc.

El bajel estaba compuesto por dos salas, una de hombres (Sala 3) y otra de mujeres (Sala 8), donde ambos sexos pagaban condenas cumplidas por nosotros, aquellos que tantas veces intentábamos salvarlos; todo ello con la colaboración ilimitada de nuestros queridos alumnos. Aquellos que no aguantaban el trote, pedían traslado a otras cátedras y allí no eran molestados por la excelencia y la exigencia.

  • ¿Cómo se liaron nuestras vidas…?

Cursaba yo mi último año de residencia de medicina interna; a decir verdad, no fue programado ni completo, lo que los cursantes queríamos, pero estudiábamos y trabajábamos con ahínco y determinación; al mediodía, precisamente a la hora del almuerzo, con base a un programa elaborados por nosotros mismos, hacíamos seminarios y dictábamos charlas entre nosotros como una manera de completar nuestra formación teórica porque práctica nos sobraba. Distraídos en esos menesteres, en septiembre de 1963, cierto día, el jefe de la Cátedra, el maestro, doctor Otto Lima Gómez (1924-2022), preocupado por la formación de los alumnos del tercer año cuyo instructor, que llegaba de una formación en hepatología en Francia, o no asistía, o en sus lecciones terminaba hablándoles a aquel grupete de imberbes del tema de sus trasnochos…

Pues bien, nos encomendó al doctor José Cirilo Medina y a mi persona que tratáramos de enmendar el rumbo de aquellos jóvenes alevines en Semiología I, tarea que asumimos con responsabilidad y gran placer:  Eran ellos cinco estudiantes: José Félix Oletta López, Josefina Pimentel Lara (novia del anterior y a quien desposaría para toda la vida), Morella Ponce Trujillo, María del Carmen Picón, Héctor Ramírez y Pedro Rico Arráiz (de ellos se graduarían los primeros cuatro). Así, que, cuando iniciaron su tercer año, ya sabían cómo hacer una historia clínica y rudimentos del examen físico. Para mí, fue un período memorable y bendecido. Ellos, nunca olvidaron aquel contacto que significó mi entrada en la docencia y las lecciones que de ellos y yo deparamos; para mí, el comienzo de mi carrera docente sin título ni formación, pero imbuido de mis lecturas y mi delicia de enseñar a otros el arte de la medicina, labor que he realizado con complacencia por más de 62 años… Ya había notado yo que la historia personal no era un accidente, que era la fuerza más poderosa y dinámica que moviliza al ser humano; que cada uno era más que naturaleza: cuerpo y mente, y que, además, éramos un todo que incluía nuestro mundo externo, nuestras vivencias, nuestros triunfos y pérdidas; todo ello cuenta a la hora de enfermarnos…

  • Empatía, compasión, sentido de pertenenciaCon su novia de toda la vida, doctor Josefina (¨Finita´) Pimentel Lara

Mi ser sentía honda admiración hacia José Felix, nacida de nuestro estrecho contacto en las salas del Hospital Vargas de Caracas desde los años mozos de su discurrir estudiantil; luego con sus pacientes y sus alumnos, primero como mi estudiante cuando apenas me hacía diestro en el empleo de la palabra sanadora como recurso principalísimo con los pacientes, el estetoscopio y el martillo de reflejos; luego, como mi compañero de cátedra y consejero en pacientes de diagnóstico difícil. Recto y corajudo hasta su muerte, erigiéndose en referente moral y ético de la medicina nacional y enfrentando al régimen y sus políticas de miseria desguazando sus reiteradas mentiras y sus erróneas políticas hasta un día…  en que tanta vergüenza le hizo enlutar la faz de la Venezuela democrática que palpitaba en su pecho. Su prestigio fue legendario por la rectitud y laboriosidad de su vida, convirtiéndose en el referente epidemiológico nacional -sin ser epidemiólogo de carrera- cuando el inolvidable Boletín Epidemiológico Semanal fundado en 1938 por el doctor Dario Curiel Sánchez (1907-1963), fue sacado de circulación por la canalla dejando al conglomerado médico sin brújula ni sextante ante tantas enfermedades descuidadas, sin control y desgaritadas que circulan por nuestros predios patrios; allí fue fecundo sembrador que trazó surcos y sembró cimiente para que la lluvia de ideas fuera su aliada. Allí trabajó sin descanso -aun en los días postreros de su vida, cuando debió presentir el fin, cuando debió sentirse muy amenazado-; sin embargo, trabajó como trabajan los ambiciosos, pero sin ser ambicioso, sin buscar premio o temer al castigo, laborando y arrimando el hombro como un ser libre, empático y compasivo sin hacer nada por deber: Laboró y laboró al lado de la libertad sin anhelar las cosas materiales de este mundo, entregándose por completo a la brega que su alma le encomendaba, tal vez recordando que, ¨el hombre verdaderamente grande lo es en la vida más vulgar, pues los actos más vulgares de los hombres nos dicen de su verdadero carácter¨.

Daba mucha importancia al diálogo diagnóstico o anamnesis con que el que el buen clínico inaugura el estudio del hombre enfermo y su circunstancia.  Acaso no haya examen instrumental comparable a una buena historia clínica y mejor aún, con fotografía del paciente, que, a través de su morfología, sus palabras y su modo de enfermar, tanto nos revelan de su personalidad biológica y de su alma. Hablar y ver al enfermo, sabiendo a la vez de veras escucharlo y observarlo, siguen siendo en estos días en que nos venden la inteligencia artificial por los cuatro costados que nos invita al ocio mientras la máquina trabaja, pilares del diagnóstico como los fueron en tiempos de Hipócrates, los dos supremos recursos del buen médico que sabe valerse de sus sentidos para formular en su mente esa misteriosa ecuación de un acertado diagnóstico.

La historia clínica orientada por los problemas fue otra de sus pasiones que nos invitó a conocer y ejercer: introducida en Norteamérica por el doctor Lawrence Weed a mediados de la década de 1960. Dentro del modelo biopsicosocial, al trabajar por problemas y registrarlos, se necesitaba un instrumento idóneo que permitiera reflejar la realidad con la que interactuábamos; así, abordaríamos la atención del paciente a partir de una lista de problemas de salud a resolver y no con base a enfermedades o información médica ordenada cronológicamente… Pues bien, José Félix se hizo un experto en la historia por problemas, esa, que bondadosamente diseminó entre todos nosotros, donde interesaba fraccionar las enfermedades o síndromes existentes en el enfermo en sus componentes fundamentales, tendencia que la ventolera de estos tiempos ha tratado de borrar: Subjetivo, objetivo y plan… aún escribimos en nuestras historias personales.

Hoy en día se descompone al paciente en átomos y moléculas en el laboratorio para convertírsele surrealíísticamente en gráficas y curvas, fotografías en tonos de gris que expresan las desviaciones de la salud en tomografías computarizadas, resonancias magnéticas y ecosonogramas, monótonos y muchas veces inútiles, al igual que los perfiles de laboratorio donde tantas veces no está esa enfermedad humana que se inicia en la biografía, que se convierte en patografía, reduciéndole a una abstracción como jamás soñaron los pintores abstractos y surrealistas.

  • José Félix y su circunstancia…

José Félix era fino y acucioso en el diagnóstico, acertado y considerado en la terapéutica. Pronto fue reclutado para la Clínica Médica B, una de las tres cátedras docentes que se disputaban los estudiantes por formar parte de ella. Era bien en el pensar y mejor en el decir. Quizá nunca estuvo presente en sus pensamientos que la muerte es la novia de la vida… y que está allí muy cerca, a nuestra vera, respirándonos en el hombro…; sin embargo, vivió auténticamente, vivió la vida como un drama para aceptar su circunstancia individual. En las frecuentes charlas con sus alumnos les cautivaba a todos con su sabiduría, su encanto y su sincera calidez. Era aquel verdadero médico que todos ansiábamos ser; Annie Dillard, ganadora del premio Pulitzer en 1975 por no-ficción, hubiese dicho, “Cómo pasamos nuestros días es, por supuesto, cómo pasamos nuestras vidas…” .

 El asunto de la salud de los médicos ha sido de siempre controvertido. La sociedad en general ha atribuido a los médicos una supuesta posesión de invulnerabilidad ante la enfermedad, como si la misma condición de galeno llevara consigo un mágico escudo protector; pero, si bien nos acercamos al facultativo, nos percatamos que es poco cuidadoso con su salud siendo que las enfermedades contagiosas le cercan y amenazan por doquier, particularmente la tuberculosis. Parecería que el acceso a ese conocimiento, ajeno al resto de los mortales les permitiera incluso poseer el secreto de la permanente y eterna salud. Y, como no podía ser de otra forma, los médicos han participado de ese subconsciente colectivo, y han sido de siempre y en la práctica, incapaces de asumir adecuadamente la condición de paciente cuando la situación lo requería.

En esas circunstancias, cuando el médico enferma, éste suele actuar por exceso o por defecto, pero en todo caso lejos de lo que él mismo acostumbra a recomendar durante el cuidado a sus pacientes.

Y lo que es peor, no sabe o es incapaz de pedir ayuda. Y cuando la afección o el trastorno está en la esfera mental o se relaciona con alguna adicción, la respuesta es aún más negacionista, y llega incluso a ser arrogante y prepotente.

Dejando aparte los factores individuales, desde la formación de pregrado y durante todo el tiempo de ejercicio profesional el médico se ve sometido a un estrés importante. La competitividad académica, el proceso de una formación continuada permanente y una puesta a punto constante, la autoexigencia, la presión asistencial, las expectativas de los pacientes y de sus familias, el miedo y la realidad de las demandas y reclamaciones -por fortuna, infrecuentes en nuestro país-, los errores y sus consecuencias, el trabajo en solitario o en organizaciones en las que se tienda a la despersonalización de la relación médico-paciente y a la limitación de la capacidad de autonomía en la toma de decisiones o en la organización de su propio trabajo, son todos ellos factores generadores del estrés profesional del médico. Sin olvidar el fenómeno de exceso de información para uno mismo que a menudo ayuda a distorsionar la realidad y el pronóstico de la propia enfermedad y el miedo a la estigmatización por parte de pacientes y de los propios colegas.

Todo ello adquiere mayor trascendencia por cuanto son muchos los valores éticos que se involucran y, porque, en definitiva, de la salud del médico depende también la capacidad de éste para desempeñar su profesión correctamente. Además, cuando la enfermedad es mental o relacionada con alguna adicción, no sólo deberíamos referirnos a un problema específico de los profesionales de la medicina, sino más bien, y en cuanto puede tener consecuencias sobre los ciudadanos, a un problema de salud pública.

Debemos reconocer que en el proceso de transformación de las formas de ejercer la medicina han aparecido nuevos elementos que se han identificado como generadores de estrés y burnout entre los profesionales y que hay que tener muy en cuenta: recursos limitados y control gubernamental autoritario, baja paga, estatus profesional inferior al del pasado, mayores expectativas de los pacientes y de las familias, pleitos y denuncias, uso ilegal de drogas, aumento de la presión asistencial, mayor envejecimiento de la población y aumento de las enfermedades crónicas, demanda de una asistencia alejada de riesgos y unos medios de comunicación que muy a menudo destacan más los aspectos negativos que los positivos.

A todo ello hay que añadir los importantes cambios demográficos habidos en la profesión médica en los últimos dos decenios y que también han supuesto un cambio en los perfiles de riesgo.

Por un lado, una feminización progresiva: más del 70% de los nuevos profesionales salidos de nuestras facultades de medicina son mujeres; por otro, el fenómeno de la inmigración de médicos provenientes de otros países que en el último lustro incluso han sobrepasado el porcentaje de nuevas graduaciones; y, por último, el progresivo envejecimiento de la profesión.

Desde la década de los 70 se ido tomando conciencia por parte de distintas organizaciones profesionales y de salud de la necesidad de dar una respuesta preventiva y asistencial con la finalidad de proporcionar una ayuda al médico enfermo y, al mismo tiempo, ser garantes de un buen ejercicio profesional. Son también cada vez más numerosos los estudios realizados que analizan los factores de riesgo, pero también las situaciones favorables al desarrollo de un ejercicio saludable de la profesión.

De lo mucho, bueno y grande que nos dejó José Félix, acaso lo más importante que hizo, fue echarse sobre sus hombros una poderosa herramienta sociológica, la epidemiología nostra, que traslucía en su humanísima rebeldía contra la tiranía y la intolerancia, cada gráfica, cada cuadro comparativo, cada declaración a la prensa o en la televisión, era expresión de su brigada en favor de la libertad, dardos cargados de críticas razonadas, verdaderos insultos sin insultos; pero él, de ahora en adelante será un amigo espiritual, que seguirá inspirando mis escritos y mi trabajo, y continuará iluminando mi camino con su esplendente sombra melancólica. Estoy seguro de que igualmente, lo será para aquellos que fueron tocados por su personalidad magnética, humilde, llana y enterada…

Pasaron las hormigas, los pacientes de hospital, sus alumnos, amigos y colegas; tuvo que irse, asuntos más importantes reclamaban su atención y el máximo dador lo mandó a busscar para enviarlo adonde hacía más falta…

El reposo eterno será una bendición para él, aquel que premia a los que, en todo momento, han cumplido con su deber dejando un legado de ideales, amor, creación, bondad y justicia.

Nunca te olvidaremos José Félix, admirado y respetado amigo nuestro, médico justo y empecinado, hombre de bien, paladín de la verdad y la libertad, descansa en la paz que construiste y mereciste…

 

Rafael Muci-Mendoza

Individuo de Número Sillón IV y expresidente de la Academia Nacional de Medicina de Venezuela

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