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Cuando la enfermedad tiene un lenguaje…
¿Qué cómo conocí a Purísima Doncellil?
Alianzas de amistad fraterna me liaban a sus padres desde que eran solteros. Hasta algún ¨arruchadito¨ le cambié alguna vez cuando no me quedó otra opción. Le vi hacer gorgoritos, presencié su errático gatear y sus primeros pinitos, la observé también hacerse una señorita y vestir sus primeros sostenes, asistí a la transmutación en adolescente de figura esbelta y grácil, sonrisa espontánea de perfecta y alineada dentadura, cutis de melocotón, mirada vivaz tras largas y negras pestañas… Era, la “niña-de-mis-ojos” de sus orgullosos padres. Muchas veces me lamenté ante ellos por la sobreprotección que le conferían. “Es la única hembra entre seis varones”, se justificaban jubilosos. Sin ser pediatra, en ocasiones le examiné por naderías. Por esas naderías que expresan más la inseguridad parental que una real enfermedad de los hijos. Siempre muy sana, delgada; pero sana… Y así fue como el tiempo pasó y Doncel Exinanido, su vecino y noviecito desde los catorce años se transformó en su esposo. Beneplácito de las dos familias. La abrazamos contentos como si se tratara de una hija y brindamos por su felicidad. Al regreso de la corta luna de miel, de inmediato se marcharían a Norteamérica. Él haría un posgrado en administración de empresas; ella, en educación preescolar. Acongojado, presencié el duelo de sus padres, por no tenerla más en el hogar y por saberla lejos…
A poco de su partida, enfermó… Una dispepsia no ulcerosa le fue diagnosticada: No hacía sino vomitar todo cuanto comía, perdió peso en forma considerable, su tez palideció, estaba insomne e inapetente, un dolor de cabeza persistente se entronizó en sus días y sus noches, sentía intensa fatiga y abulia, como a quien se le ha drenado la sangre y con ella el espíritu vital. Se entretuvo también un diagnóstico de síndrome de fatiga crónica ¡usted sabe, una enfermedad como los zapatos de platabanda, horribles pero ‘inn’, para tipificar lo que no entendemos o no conocemos! Se le asociaron ataques de pánico: una sensación de muerte cierta, o la convicción de locura, con su corazón yéndose al galope en desordenados latidos y su respiración que no le alcanzaba, sus piernas que no le sostenían y un insoportable y ominoso hormiguillo que le llenaba manos y pies.
Un permanente “mareo de tierra”, en el que su cuerpo parecía vacilar como si estuviera en un bote a merced de las olas. ¡La desestabilización total! En seis meses estaba de vuelta en Caracas, con una extraña dolencia que había resistido el embate de la tecnología gringa, que rechazaba toda taxonomía y rehuía su desvelación… Muy a mi pesar, la tuve esta vez como mi real paciente y la visión que de ella tuve, me llenó de profunda tristeza y compasión: La magrura de su porte, sus ojos sin brillo, los feos barros que empedraban sus mejillas, sus labios mustios, pálidos y agrietados, su dentadura opaca y su cabello sin brillo, círculos oscuros alrededor de sus ojos simulando un antifaz de carnaval triste, la cara enjuta y amarilla que recordaba aquella facies miasmática de los palúdicos crónicos… peor aún, la alegría de campanita, que era su contraseña, había huido de su ser…
La examiné remirado, pues esta vez sí que parecía estar enferma. No quería encontrarle nada malo. ¡La veía muy mal; pero no había pista alguna que denunciara la enfermedad enramada! Como parte de ese examen clínico integral a que todo paciente tiene derecho, le miré el fondo del ojo. Dirigí el intenso rayo de luz blanca a través de su pupila y me acerqué tanto como pude, tratando que el círculo de luz llenara ese espacio también circular, a través del cual miramos el mundo: la pupila. ¡No existe un examen en medicina que requiera de más cercanía entre un médico y su paciente que la oftalmoscopia! Podía oír sus respiraciones contenidas y atáxicas, y seguramente, ella las mías. Se resistía al examen, no me dejaba observar, giraba bruscamente su cabeza como por fuerza de un resorte que la disparaba al lado opuesto. ¡Fue cuando lo comprendí todo!:
Quedamente, tratando de colmar mis palabras de respeto y comprensión, le pregunté, -“¿Se ha consumado tu matrimonio, Purísima…? Fue entonces, cuando Purísima me lo dijo todo sin decirme nada: gemidos entrecortados y borbotones de lágrimas desesperados me dieron la razón. Una infinita pena por seis meses represada buscó su desahogo natural: Lágrimas de amargura. Un decir sin decir nada, un inculpar sin inculpar a nadie, un inmenso tormento sin un confidente a quien tender los brazos anhelantes… ¡Purísima era todavía virgen! Se habían casado creyendo que el matrimonio era jugar a mamá y papá. Ambos habían escogido, irreflexivamente, la pareja ‘ideal’, la que la trampa de sus inconscientes les ofreció. Doncel, a despecho de su juventud, era impotente; ella, tímida sexual. Una relación platónica para un fracaso mil veces presagiado…
En “La aventura de la Finca de Cooper Beeches”, Sherlock nos dice, “Es frecuente que el hombre que ama su profesión por ella misma, saque sus más vivos deleites de las manifestaciones menos importantes y más humildes de la misma”
Tal vez no de un moderno ecógrafo, menos de una tomografía por emisión de positrones, quizá sí, de un humilde oftalmoscopio para mirar, más que ver, para ejercer a plenitud el arte de la fina observación, de «pequeños-grandes detalles» que no necesariamente tienen que ver con el ver… Para quien mira a través de un oftalmoscopio —el instrumento idóneo para asomarse al interior del ojo— verdades directas y objetivas le serán desveladas. Hasta allí, todos estamos de acuerdo. Sin embargo, cuando se dejan flotar al máximo los sentidos, emergerán otras piezas de diagnóstico que yo llamo “secundarias”, verdades accidentales, no relacionadas directamente con el ver. Secundarias, no porque sean de menor importancia, sino porque están mimetizadas o escondidas y sólo son identificables, cuando el cerebro está programado para percibirlas. Nacen del cultivo de la capacidad ‘observadora’ de otros sentidos. Son imponderables advertidos sólo por el que está concentrado en lo que hace, por ello, Holmes solía decir que “el arte de observar es impersonal, pues está más allá del que observa”.
Al mirar el fondo del ojo podemos percibir el hálito alcohólico, el aliento dulzón del diabético muy grave o el urinoso del urémico, o algún hedor nauseabundo nacido de senos paranasales enfermos; podemos escuchar el silbido del bronquio herido del fumador abusivo o del asmático oprimido; o ruidos traqueales o bronquiales que expresan secreciones represadas; o movimientos anormales y espontáneos de los ojos, vedados a la mirada desnuda por su escasa amplitud; o los ansiosos suspiros del hiperventilador; o la detención periódica de la respiración de Cheyne-Stokes del enfermo con daño cerebral, con su crescendo subsiguiente; o ruidos metálicos de las prótesis que han suplido la función de válvulas cardíacas enfermas y disfuncionales; o el aumento del tono simpático del angustiado o hipertiroideo, que desorbitan sus ojos al pedírseles fijar su atención en un objeto distante; o el movimiento de la cabeza sincrónico con el latir del corazón del insuficiente de la válvula aórtica, donde la sangre se devuelve contra natura…
Purísima no podía cooperar al momento de la oftalmoscopia: Nunca pudo hacerlo desde niña. ¡Era extraño que, de casada, todavía no pudiera tolerar la pe-ne-tra-ción de la luz! Abrigamos la sospecha y en ciertos casos como el presente hemos logrado comprobar que en algunas mujeres, por lo general jóvenes, la imposibilidad para colaborar al momento de mirarles el fondo del ojo, puede representar un fenómeno vicario o sustitutivo de la llamada angustia de penetración: Echada boca arriba, la habitación en penumbra, el estrecho acercamiento a que obliga el procedimiento, la percepción de la respiración del médico muy cercana al oído, completan el ambiente para evocar, la fantasía inconsciente de la desfloración, y de allí, los fuertes cabeceos de rechazo y ese lagrimero… Al regreso de la luna de miel, cuando se ha vivido la realidad con el objeto amado, la fantasía de destrucción se disipa, y la joven ya no retirará nunca más la cabeza…
¡Lo reconozco, es pura imaginación! pero, -“¿Cuántas veces la imaginación es la madre de la verdad?” decía Sherlock en “La tragedia de Birlstone”…
Elementary, my dear Watson!
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A la zaga del signo revelador…
“Dios está en los detalles”. A. Warburg
El objeto del diagnóstico es la acción; el del diagnóstico precoz el adoptar lo más pronto posible todas las medidas que puedan estar indicadas para curar, aliviar, prevenir o limitar las complicaciones de la enfermedad. Se entiende por signo, ¨El fenómeno, carácter o síntoma objetivo de una enfermedad o estado que el médico reconoce o provoca¨; si el signo evoca de inmediato un diagnóstico o domina en importancia a otros que simultáneamente concurren en un paciente dado y focalizan la atención hacia un determinado aparato, órgano o sistema, se designa como ¨signo rector¨ o ¨signo-señal¨.
En la Viena del Siglo XIX, el internista Josef Skoda (1805-1881) trabajando en simbiosis con el patólogo Karl von Rokitansky (1804-1878), puede aceptarse que desarrollaron y pulimentaron el diagnóstico anatomoclínico; uno diagnosticaba y el otro comprobaba: vale decir, uno diagnosticaba mediante el exclusivo uso de los sentidos y el otro ¨viendo por sí mismo¨ en la mesa de autopsias, comprobaba o rechazaba la presunción diagnóstica. De esa forma contribuyeron al fortalecimiento de la observación del hecho clínico mediante signos privilegiados, indicios que a la mayoría le resultan imperceptibles, objetivamente evidenciables e inequívocamente patológicos relacionados con la enfermedad dominante en un paciente dado, que obedecían a un número muy limitado y concreto de causas… Quizá un medio de comunicación entre el hombre y la maravilla de su Creador: el cuerpo humano, un privilegio divino, una vía de comunicación que debería continuar cultivándose hoy día, en tiempos alejados de la candidez y más cercanos al pragmatismo maquinal.
Siempre me encantaron y me esforcé por conocerlos, buscarlos y aún más, enseñarlos a mis alumnos, adelantándome y ganándole al dictado de la máquina diagnóstica, tan distante de la mirada médica en este ahora, tan gobernado por la tecnocracia como está, y que no es otra cosa que esa mirada médica tan particular e inquisidora que tiene un sentido y una trascendencia, una mirada que transforma el síntoma en signo, espontáneo diferencial consagrado a la totalidad y a la memoria; mirada calculadora también, acto que reúne en un solo movimiento, el elemento y el vínculo de los hechos clínicos entre sí, una mirada sensible a las diferencias, a la simultaneidad, a la sucesión y a la frecuencia; ¿acaso se me permitiría llamarlo ¨ojo clínico¨…?
No es que yo quiera considerarme el último romántico de la semiótica… hay tantos otros como yo que lloramos ante la pérdida de un bienhadado bien; parece que ya nadie siente pasión por poseerla; parece que el conocimiento ¨pret-a-porter¨, se impondrá por sobre la fina orfebrería del diagnóstico; parece que esta vez las máquinas nos ganaron la partida y debo retirarme siempre enseñando mi arte adonde todavía la observación y el contacto cercano son vitales; tal es en el ejercicio de las relaciones entre la visión y las funciones cerebrales, la neurooftalmología, donde no reconocer o confundir el minúsculo signo señero, equivale a no acertar el diagnóstico y a condenar al errabundo paciente a buscar otro médico, otra ¨última esperanza¨…
Y sólo saben enseñar siempre los que nunca dejaron de aprender.
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La soberanía del signo clínico…
¨La teoría calla, o se desvanece casi siempre en el lecho de los enfermos para ceder el puesto a la observación y la experiencia¨, ¡eh! ¿Sobre qué se funda la experiencia y la observación, si no es sobre la relación de nuestros sentidos? ¿Y que serían la una y la otra sin estas fieles guías?¨ [1]
El paradigma indiciario o adivinatorio de Carlo Ginzburg en su saber cinegético, nos muestra la enfermedad como presa y el médico como cazador… Por miles de años el hombre fue cazador… En el curso de incontables lances aprendió a reconstruir la forma y los movimientos de su invisible presa mediante huellas en la tierra, ramas rotas, excrementos, mechones de pelo, plumas desprendidas, pesos, colores, rumbos y olores estancados, más de las veces irrelevantes a los ojos del profano… Aprendió a oler, registrar, clasificar e interpretar trazos infinitesimales como rastros de baba… Aprendió cómo ejecutar complejas operaciones mentales a la velocidad del rayo en la profundidad de los bosques o en las llanuras de escondidos peligros… Desde esos rústicos cazadores, un rico contingente de conocimientos ha pasado con la tradición oral a través de generaciones. Este conocimiento se ha caracterizado por la habilidad de construir a partir de datos experimentales una compleja realidad que no fue experimentada o visualizada directamente. ¨El cazador habría sido el primero en ‘contar una historia’ porque era el único que se hallaba en condiciones de leer, en los rastros mudos (cuando no imperceptibles) dejados por la presa, una serie coherente de acontecimientos¨. En ausencia de documentación verbal para suplementar las pinturas en la piedra, podemos depender del folclore que trasmite un eco para aprender del conocimiento acumulado desde esos remotos cazadores, que elaborados por el observador producen una secuencia narrativa: “alguien pasó por aquí…”
[1] Corvisart, Nicolás (1755-1821), médico del Emperador Napoleón Bonaparte, fundador de la cardiología científica. Prefacio a la introducción del libro de Auenbrugger –sobre la percusión-: Nouvelle méthode pour reconnaltre les maladies internes de la poitrine (París, 1908). p-VII.
En el año 2000 y en la Academia Nacional de Medicina de Venezuela definimos el sentido de Perla de Observación Clínica, cuando escribimos, ¨Se entiende por perla de observación clínica un hecho, caso clínico o hallazgo observacional, que, por mérito propio y consolidado por el tamiz del tiempo, en razón de su presencia permite un diagnóstico positivo, un constructo excepcional o constituye una pista que conduce a él¨.
¿No tiene esta definición de «perla» el aroma de Sherlock Holmes, su sagacidad y su ciencia dispuesta a reconocer minúsculas pistas y descifrar su enigmático lenguaje? De pequeño leía con fascinación sus aventuras sin poder atisbar, claro está, la influencia que tendrían en los años por venir en mi transitar como médico sobre cuerpos machucados por la saña de la enfermedad. ¿Qué iba yo a saber que su figura compendiaba a los grandes observadores de nimios pero reveladores detalles del entorno, desplegados y contenidos desde no se sabe cuándo, en cándidas observaciones orientales envueltas en la tradición oral y en textos impresos en pergaminos y folios amarillentos de épocas remotas:
Desde el Talmud de Babilonia: Tratado del Sanhedrín (cerca de 200-500 años a.C.); el Nigaristán: Muin-al-din-Juvani (1335) y Thomas‐Simon Gueullett (1683–1766) con sus ¨Soirees bretonnes¨; los Tres Príncipes de Serendip del Peregrinaggio de Michel Tramezzino (1557), reconocido por Horacio Walpole y cuya carta a Horace Mann contiene la primera referencia a la serendipia, catellanización de la palabra inglesa serendipity, para designar la sagacidad accidental; el Zadig, lector de pistas, de François Marie Arouet (Voltaire) (1694-1778); el clínico de filigranas Joseph Bell de Edimburgo (1837-1911), su pupilo, Sir Arthur Conan Doyle (1859-1930) y el propio Sherlock Holmes, su creación literaria, y… por último, el mismísimo Sir William Osler (1849-1919) de quien se dice fue influenciado por la lectura del Zadig de Voltaire…
En estos textos de kirghiz, turcos, tártaros, judíos y persas en el Peregrinaggio, se relatan siempre bajo el mismo ritornello: las historias de tres hermanos que encontraron un hombre que había perdido un camello o en otras versiones un caballo, y hasta una vaca. Ellos lo describieron sin titubeo: blanco, ciego de un ojo, sin un diente, con dos alforjas de cuero de cabra, una llena de vino y otra de aceite, o una llena de trigo y otra de miel ¿Le habían visto? ¡No! Les acusaron de robarlo y fueron a juicio: por medio de miríadas de inaparentes detalles habían reconstruido la apariencia de un animal que nunca habían visto, sus virtudes, sus defectos y su carga… Accidentes felices, un prodigio de observación fina e intencionada, pues en medicina todo o casi todo, depende un vistazo inteligente, de un instinto feliz, de un chispazo revelador.
¡Bienaventurada sea la observación!
En este orden de ideas, tal vez sea el momento de recordar el pasaje de Voltaire, ¨Zadig o el destino. Historia oriental¨[1] donde encontramos una extraordinaria pieza de observación cuyo protagonista es Zadig -del árabe saadig, el veraz-, un joven rico y poderoso, quien debido a las ingratitudes de los hombres se retiró a una casa de campo a las orillas del Eúfrates y allí buscó la felicidad en el estudio de la Naturaleza, ese gran libro abierto por Dios ante los ojos de los hombres. Allí estudió las propiedades de los animales y las plantas, y en muy poco tiempo, adquirió una sagacidad que le hacía observar millares de diferencias, allí, donde otros sólo uniformidad veían. “Mi trabajo es conocer cosas. Me he entrenado a mí mismo para ver lo que otros pasan por alto”, -Sherlock Holmes, en Un caso de identidad–.
Leamos un prodigio de observación, el Zadig de Voltaire en su cuento filosófico, ¨El perro y el caballo¨:
¨Cierto día paseándose junto a un bosquecillo, vio venir corriendo un eunuco de la reina, seguido de muchos oficiales de palacio: todos parecían poseídos de la mayor inquietud, y corrían a todas partes como hombres extraviados que andan buscando lo más precioso que han perdido. -¨Mancebo -inquirió el principal eunuco-, ¿visteis al perro de la reina?¨. Respondióle Zadig con modestia: Es perra que no perro. Tenéis razón, replicó el primer eunuco. Es una perra fina muy chiquita, continuó Zadig, que ha parido ha poco, cojea del pie delantero izquierdo, y tiene las orejas muy largas. -¨¿Con que la habéis visto?¨ -dijo el eunuco fuera de sí-. -¨No por cierto -respondió Zadig-; ni la he visto, ni sabía que la reina tuviese perra ninguna¨.
Aconteció también por aquel mismo tiempo que por un capricho del acaso se hubiese escapado esa misma mañana de manos de un palafrenero del rey, el caballo más hermoso de las caballerizas reales, y andaba corriendo por las vegas de Babilonia. Iban tras de él, el montero mayor y todos sus subalternos con no menos premura que el primer eunuco tras de la perra. Dirigióse el caballerizo a Zadig, preguntándole si había visto el caballo del rey. -¨Ese es el caballo -dijo Zadig- que tiene el mejor galope, cinco pies de alto, la pezuña muy pequeña, la cola de tres pies y medio de largo, las cabezas del bocado son de oro de veinte y tres quilates y las herraduras de plata de once dineros¨. -¨¿Y qué camino ha seguido, donde ha ido? ¿Dónde está?¨, preguntó el caballerizo mayor. -¨Ni le he visto, repuso Zadig, ni he oído hablar nunca de él¨.
Ni al caballerizo mayor ni al primer eunuco les quedó duda de que Zadig había robado el caballo del rey y la perra de la reina; condujéronle pues a la asamblea del gran Desterham, que le condenó a doscientos azotes y seis años de presidio en la fría Siberia. No bien hubieron dado la sentencia, cuando aparecieron el caballo y la perra, de suerte que se vieron los jueces en la dolorosa precisión de anular su sentencia; condenaron empero a Zadig a una multa de cuatrocientas onzas de oro, por haber dicho que no había visto aquello que en realidad sí había visto. Primero pagó la inevitable multa, y luego se le permitió defender su causa ante el consejo del gran Desterham, donde dijo así:
¨Astros de justicia, pozos de ciencia, espejos de la verdad, que con la gravedad del plomo unís la dureza del hierro, el brillo del diamante y no poca afinidad con el oro, siéndome permitido hablar ante esta augusta asamblea, juro por Oromazes, que nunca vi ni la respetable perra de la reina, ni el sagrado caballo del rey de reyes. El suceso ha sido como os voy a contar. Andaba paseando por el bosquecillo donde luego encontré al venerable eunuco y al ilustrísimo caballerizo mayor. Observé en la arena las huellas de un animal y fácilmente conocí que era un perro chico. Unos surcos largos y ligeros, impresos en montoncillos de arena entre las huellas de las patas, me dieron a conocer que era una perra, y que le colgaban las tetas, de donde colegí que había parido hacía pocos días. Otros vestigios en otra dirección, que se dejaban ver siempre al ras de la arena al lado de los pies delanteros, me demostraron que tenía las orejas largas; y como las pisadas de un pie eran menos hondas en la arena que las de los otros tres, saqué por consecuencia que era, si soy osado a decirlo, algo coja la perra de nuestra augusta reina. En cuanto al caballo del rey de reyes, la verdad es que, paseándome por las veredas de dicho bosque, noté las señales de las herraduras de un caballo, que estaban todas a igual distancia. He aquí, me he dicho para mí, este caballo tiene un galope perfecto. En una senda del camino que no tiene más de tres pies y medio del centro del camino, estaba a izquierda y a derecha barrido el polvo en algunos parajes. El caballo, conjeturé yo, tiene una cola de tres pies y medio, que con sus movimientos de derecha a izquierda ha barrido este polvo. Debajo de los árboles que formaban una bóveda de cinco pies de altura, estaban recién caídas las hojas de sus ramas, y conocí que las había dejado caer el caballo, que por tanto tenía cinco pies de alzada. Su freno debía de ser de oro de veinte y tres quilates, porque habiendo estregado la cabeza del bocado contra una piedra que he visto que era de toque, hice un ensayo. Por fin, las marcas que han dejado las herraduras en piedras de otra especie me han probado que eran de plata de once dineros¨.
Quedáronse pasmados todos los jueces con el profundo y sagaz tino de Zadig, y llegó la noticia al rey y la reina. En antesalas, salas y gabinetes no se hablaba más que de Zadig, y el rey mandó que se le restituyese la multa de cuatrocientas onzas de oro a que había sido sentenciado, puesto que no pocos magos eran del dictamen de quemarle como hechicero. Fueron con mucho aparato a su casa el escribano de la causa, los alguaciles y los procuradores, a llevarle sus cuatrocientas onzas, sin guardar por las costas más que trescientas noventa y ocho; verdad es que los escribientes pidieron una gratificación.
Viendo Zadig que era cosa muy peligrosa el saber en demasía, hizo propósito firme de no decir en otra ocasión lo que hubiese visto, y la ocasión no tardó en presentarse. Un reo de estado se escapó, y pasó por debajo de los balcones de Zadig. Tomáronle declaración a este, no declaró nada; y habiéndole probado que se había asomado al balcón, por tamaño delito fue condenado a pagar quinientas onzas de oro, y dio las gracias a los jueces por su mucha benignidad, que así era costumbre en Babilonia, -¨¡Gran Dios, decía Zadig entre sí, qué desgraciado es quien se pasea en un bosque por donde haya pasado el caballo del rey, o la perra de la reina! ¡Qué de peligros corre quien a su balcón se asoma! ¡Qué cosa tan difícil es ser dichoso en esta vida!¨
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La semiótica y Sir William Osler.
La semiología o semiótica es la disciplina que aborda la interpretación y producción de los síntomas. La semiología médica, el estudio de los signos y síntomas de las enfermedades, muchos de ellos extraídos sobrepasando la opacidad de la piel para traerlos al claror de la interpretación pues no hay enfermedad sino en el elemento de lo visible, y por consiguiente de lo enunciable: La inspección, percusión, auscultación y palpación sirven a estos propósitos y dan la bienvenida al estudiante de medicina después de sus años básicos o preclínicos y le preparan para este cometido; es cierto, es el inicio de un camino no siempre liso, que nunca habrá de terminar porque la medicina es conocimiento incierto opuesto al conocimiento de las cosas inertes, y su objeto el hombre enfermo, según Dumas, es demasiado complicado, abarca una multitud de hechos harto variados, opera sobre elementos demasiado sutiles y en exceso numerosos, para dar siempre a las inmensas combinaciones de las cuales es susceptible; la uniformidad, la evidencia, la certeza caracterizan las ciencias físicas y matemáticas.
[1] http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/fran/voltaire/zadig_o_el_destino.htm
Como a cualquier otro internista, la figura de Sir William Osler (1849-1919) impregnó el pensar y hacer de mi generación y podría decirse que él aún pervive en el mundo de la medicina académica. Mis profesores y mis lecturas así me lo pregonaron y me lo siguen proclamando. Fue la persona que más influenció el mundo médico de habla inglesa y sus enseñanzas permearon a todas las escuelas de medicina del mundo occidental. Sus publicaciones totalizaron más de 1.500 producto de su curiosidad innata, observación cuidadosa, paciencia y asiduidad, así como un ojo observador y una mano presta para registrar sus experiencias. A menudo solía decir que el éxito del que había disfrutado no era debido a su genialidad, antes bien a su capacidad en poner manos a la obra.
Dedicado a sus maestros canadienses, él sólo completó un texto de medicina de 1079 páginas, corrigió las pruebas e hizo el índice en sólo 16 meses, para transformarlo en el más popular y conocido de su tiempo por más de treinta años, ¨The principles and practice of medicine¨ publicado en Nueva York por D. Appleton and Company en 1892; realizó personalmente y registró en detalle más de mil autopsias naciendo en su mente la correlación de la medicina de cabecera al lado del enfermo con los hallazgos patológicos o medicina anatomoclínica, jugando un rol preminente en la creación de la Escuela de Medicina Johns Hopkins conjuntamente con William H. Welch, William Halsted y Howard Kelly formando un brillante equipo algunas veces llamado como el de ¨los cuatro grandes¨, que se constituyó en el estándar de oro de la educación en la América de su tiempo. Quién podría dudar de su habilidad como maestro de ese alguien en quien la educación y el ideal puro eran las fuerzas movilizadoras de la pedagogía.
Por cierto, en los tempranos días de la oftalmoscopia, el procedimiento era considerado por casi todos los médicos como provincia de la oftalmología; de acuerdo a de Schweinitz fue Charles Norris conjuntamente con los esfuerzos de William Thompson, S. Weir Mitchell y el propio William Osler quienes en conjunto convencieron a los médicos de Filadelfia acerca de la necesidad de realizar un examen ocular sistemático en todos los pacientes…
Sus enseñanzas alcanzaron el pináculo a fines del siglo XIX e inicios del XX, épocas en que la medicina científica moderna se estableció en contra del misticismo y verdades parciales que habían evolucionado por cerca de dos milenios desde tiempos de griegos, romanos y egipcios. Quizá su mayor legado y aquella acción por la cual quiso ser recordado, fue la de llevar a sus alumnos a aprender a la cabecera del enfermo como nunca antes se había insistido haciendo énfasis en el paciente como ¨texto de estudio¨, cuando hoy día, en tiempos de sofisticadas herramientas tecnológicas el paciente está presente solamente bajo la forma de unos pocos mililitros de sangre o líquido, varios gramos de tejido o una lámina radiográfica donde se inscribe en tonos de grises el drama del enfermo en ausencia de su persona y aún una simple e insulsa receta para complacer.
«No deseo más epitafio que la mera inscripción en mi tumba, que enseñé a mis alumnos medicina en las salas del hospital».
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La perla médica y su oriente magnífico…
Cuenta una leyenda que cuando los ángeles lloran, sus lágrimas caen al fondo del mar y se convierten en perlas. Dentro de las grandes civilizaciones y religiones antiguas las perlas personificaban la virtud, la sabiduría y el poder. En el relato clínico que nos ocupó al inicio, a no dudar, en la construcción intelectual del diagnóstico, un sutil hallazgo oftalmoscópico no relacionado directamente con la oftalmoscopia, un cambio en el orden de los factores, reluce como una perla, con ese ¨oriente¨ al cual se refería mi padre barajando entre sus dedos esa joya por la que sentía especial atracción y que regalaba a mi madre en demasía y vistiendo él mismo, una negra en su corbata: En las perlas de color claro no otra cosa que su brillo nacarado, un inimitable y sutil juego de colores presente en su superficie, y en las perlas de color oscuro, el sobre-tono y su atractiva iridiscencia; y por analogía, en las perlas clínicas, no otra cosa que verdades contundentes escondidas dentro de la hojarasca del discurso o en un área milimétrica del cuerpo apenas perceptible y soslayada con el mensaje no leído a ella implícito. La perla simboliza pues una preciada y afortunada pertenencia, un algo muy valioso que llevada a las más elevadas posesiones del espíritu alcanza su más legítimo esplendor.
En 1997, elegido Miembro Correspondiente Nacional de la Academia Nacional de Medicina de Venezuela, organismo donde concurren médicos de las más diversas tendencias y especialidades, en algún momento pensé que las asambleas se harían menos monótonas, menos tediosas y más atractivas si se pudiese incluir un segmento corto, de unos 10 minutos de duración, donde se presentara algún hecho médico significativo, ¨un fascinoma¨, cierto síntoma clínico determinante, un signo-señal o alguna condición clínica, donde no se aceptaran preguntas, y al que sugerí designar, ¨Perlas de Observación Clínica¨. Contendrían uno o más casos donde se demostrara la importancia del relato simple, del hallazgo revelador que, además, culminara con un mensaje, una moraleja o un colofón.
Elaboré y envié las reglas para normarlas. Fue aceptado de inmediato por la Junta Directiva y así se me informó mediante oficio N° 2000/17, del 20 de enero de 2000. Desde el inicio tuvo y ha continuado teniendo la entusiasta acogida de toda la asamblea. Ahora, bajo nuevo reglamento se ha extendido a 15 minutos y hay lugar para 15 minutos de preguntas. Estas cortas sesiones suelen transformarse en artículos para nutrir la Gaceta Médica de Caracas. Más adelante, se amplió el concepto surgiendo también Perlas de Observación Humanística, Perlas Históricas y Perlas de Observación Científica. Hasta el presente he presentado y publicado en la Gaceta Médica de Caracas, órgano de la Academia Nacional de Medicina, un total de 43 de ellas; dos adicionales fueron presentadas, pero esperan para ser escritas y publicadas: (1). ¨La momificación en el tiempo y las momias del Doctor Gottfried Knoche¨; y (2). ¨Vitrubio, Fibonacci y Paccioli: El Jorobado de Notredam y neurofibromatosis de von Recklinghausen, El Hombre Elefante y síndrome de Proteus¨.
En homenaje a mi perseverancia en la presentación de estas Perlas de Observación Clínica a lo largo de las sesiones de la Academia, en mayo de 2012, mi dilecto amigo y académico, Individuo de Número Sillón IX, el doctor Otto Rodríguez Armas, bondadosamente me regaló una perla de las llamadas hanamadas o perfectas, proveniente de Mikimoto, el imperio del cultivo de perlas más grande del mundo en la bahía de Ago, al sur de Tokio, fundado en 1898 por Kokichi Mikimoto, el rey de las perlas, y que a su vez le fuera obsequiada en Japón por el profesor Shouichi Sakamoto en un congreso mundial de ginecología.
En su honroso concepto, más la merecía yo que él…