Recuerdo un alumno mío en sexto año de la carrera médica que me pidió acompañarme mientras yo examinaba a un paciente para ver cómo lo hacía… Le asistía toda la razón; en las visitas o revistas médicas de mis años estudiantiles, era poco frecuente observar que un profesor interrogara primariamente a un paciente o lo examinara íntegramente de cabeza a pies… Casi siempre aceptaban como cierto lo que el estudiante o el residente les narraba sin tomarse la molestia de confrontar su examen con el del otro, así que de la interrelación se obtuviera una lección.
Con mis alumnos, siempre insistí en hacerlo; muy a menudo encontré algún hallazgo relevante al diagnóstico o al tratamiento, una oportunidad de enseñarles, de esas que nunca se olvidan. Un día mientras veíamos un enfermo, un residente que luego se hizo neurólogo, me presentó el caso de su enfermo, –¨Un accidente cerebrovascular isquémico¨-, me dijo con seguridad. Cuando hice el ejercicio de constatar sus hallazgos le miré el fondo del ojo, aprecié que tenía un papiledema agudo, clara evidencia de aumento de la presión intracraneal; él había pasado por alto la exploración de este venero de verdades… Una situación muy frecuente; los oftalmólogos a menudo no lo diagnostican porque no suelen ver enfermos neurológicos[1], y los neurólogos no utilizan esta útil técnica: no se trata sobre él en sus posgrados…
[1] Por ello, cuando hacen sus pasantías por mi Unidad, les digo vayan a el Servicio de Neurocirugía –que queda al frente-, busquen en las historias aquellos con tumor cerebral que esperan cirugía y obsérvenles el fondo ocular…
Se cambió el diagnóstico por el de un tumor cerebral simulador el cual fue confirmado mediante una tomografía computarizada, el examen de elección para el momento. ¿Aprendió la lección…? No sé si su orgullo ofendido se lo permitió, porque como he repetido, para aprender hay que admirar, hay que amar a quien nos enseña, y el amor vence al orgullo…
Otro día pasábamos revista con adjuntos, residentes y estudiantes. Yo me había ubicado detrás, en la retaguardia y observaba al paciente sentado como un buda en el centro de la cama. Su ojo izquierdo estaba claramente hundido o enoftálmico y su brillo mate llamó mi atención. Un residente leyó la historia… Al detenerse en los ojos pronunció con viva voz el consabido cliché, ¨Pupilas isocóricas, regulares y centrales, que responden bien a la luz y acomodación¨. Me dije, de estudiante yo también sufría del mismo mal y tenía clichés elaborados en mi cabeza para rellenar las historias de mentiras, el «N° 101» rezaba algo similar. Entonces yo me adelanté y con un pequeño trozo de metal que tenía en mi bolsillo, me acerqué a al enfermo y ante el asombro de todos, le golpeé varias veces sobre la ¨cornea¨: toc-toc-toc se oyó claramente: ¡tenía una prótesis ocular…! En días pasados lo encontré en un congreso, como yo, el nunca olvidó que el examen clínico detenido y el de las pupilas son de gran importancia en medicina.
Llamémoslo Freddy; era desorganizado, mal hacedor de historias, poco serio y obtuso al momento de examinar. Lo era tanto que utilizábamos sus impresiones como diagnóstico diferencial: si él asentaba que era un infarto, seguro que no lo era; si decía que era una cirrosis hepática, otro debía ser el diagnóstico.
Pero han pasado los años, y desde aquel examen de cabecera, integral, que no dejara nada de lado, y siempre sugerido por el guiador de la anamnesis, hemos pasado a otro, totalmente diferente donde se soslaya o se ignora la anamnesis cuidadosa y hasta el examen clínico, y por virtud de la adoración de la máquina se va a tientas a la realización de exámenes diversos escogidos sin razón y sin criterio en la idea que ellos resolverán problemas de ignorancia o rapidez.
Para ejemplificar esta pérdida paso a relatarle, el caso de una paciente mía en este mismo año 2018. Ella, en la séptima década de la vida y su marido debieron viajar a Miami. Dos hechos habían marcado de profunda tristeza esos días; es bien sabido que situaciones de pérdida son capaces de disminuir la vigilancia inmunológica. Una sobrina de 18 años, muy querida, había muerto a causa de una leucemia mieloblástica aguda luego de un suplicio de seis meses; pero, además, la madre del cónyuge se había agravado por un cáncer terminal del páncreas y quería verlos antes de morir. Con esa mochila de pesadumbres salieron de viaje. A las 48 horas, durante la noche ella despertó con un intenso dolor urente, como de quemadura, en la fosa ilíaca izquierda con irradiación hacia el flanco, fosa lumbar y genitales. Le pidió a su marido que la llevara a un hospital. El médico que la recibió, luego de preguntarle qué le pasaba sin extenderse en la anamnesis ni examinarla le prescribió un analgésico vía intravenosa; le indicó en sucesión exámenes de laboratorio –normales-, seguidos de un ecosonograma abdominal –normal-, tomografías computarizadas de tórax, abdomen y pelvis –normales-, finalizando con un ecosonograma transvaginal –igualmente normal-. La despidió diciéndole que todo había resultado normal, que podía egresar y que visitara a su médico de cabecera. No valió que le dijera que no tenía uno porque estaba de paso en la ciudad. La cuenta sobrepasó los catorce mil dólares… A su regreso al hotel, algo aliviada del dolor y quitándose la ropa para ponerse la piyama, su marido la vio por detrás preguntándole,
-«¿Qué es eso tan feo que tienes en la nalga izquierda…?»: Un herpes zóster o culebrilla…
Puede parecer una exageración o un invento, pero esto fue lo que realmente pasó. En muchas regiones se ha desvirtuado el valor del examen complementario, que ahora no complementa nada y antes bien, se ha abusado de él para fabricar diagnósticos que no lo son. Y ello porque la medicina realmente no es una ciencia. A despecho de su fundación en el conocimiento científico y el uso de la tecnología, es todavía una práctica y un arte: prevención de la enfermedad, diagnóstico, tratamiento y cuidado del enfermo.
Ya no se privilegia la mente incisiva, el corazón cálido y hasta la dimensión artística del médico que realiza el acto principalísimo de la relación médico-paciente, que se gesta en el crisol del contacto, para conocer quién es la persona que alberga la enfermedad, recabando datos completos y lo más exactos posibles antes de sacar alguna conclusión.
Para ello es recomendable que al encuentro del paciente, el médico investigador vaya a ejercer la observación perspicaz, la búsqueda de datos precisos y la aplicación de una técnica o método riguroso en medio del menor prejuicio o idea preconcebida, pues a veces los ojos sólo ven lo que el corazón desea; que tenga presente cualquier cosa que pudiera resultar de importancia, pues nada es tan insignificante para no ser tomado en cuenta:
Cómo ingresa el paciente al consultorio, cómo nos da la mano y cómo se percibe esa mano, cómo se sienta, cómo inicia la conversación, y si su relato será o no confiable, y adicionalmente, cuando se escucha y se examina, hacer hincapié en el valor de los hechos positivos, pero también los negativos –tantas veces «eso» que el paciente no menciona- que también deben ser cuidadosamente registrados.
El valor de ese hecho negativo, nos recuerda un famoso pasaje del gran detective Sherlock Holmes en la aventura Estrella de Plata (The black stallion) cuando le preguntan,
-«¿Hay alguna cosa sobre la que quisiera llamar mi atención y preguntarme?»
-«El curioso incidente ocurrido aquella noche con el perro» -responde Holmes.
-«El perro no hizo nada aquella noche».
-«He ahí precisamente lo curioso»- subrayó el detective.
El eslabón que unía al médico con su paciente, se ha roto, se ha perdido, entre el aparataje que la sociedad de consumo nos vende sugiriéndonos la obsolescencia de la clínica y prometiéndonos diagnósticos quiméricos.
En el prólogo del texto de Medicina Interna de Harrison aparece una frase que se atribuye a Wilfred Batten Lewis Trotter, (1872–1939), cirujano inglés y pionero de la neurocirugía: «La enfermedad revela sus secretos en paréntesis casuales». Así, la tarea del que busca la verdad es poner las condiciones para que la naturaleza desvele sus secretos y estar atentos a los paréntesis casuales, dejando que las cosas (y las personas) sean lo que son…