Elogio de la senescencia profesional o cuando el médico entra en apoptosis…

¨Envejecer es como escalar una gran montaña: mientras se sube las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre y

la vista más amplia y serena¨.

Ingmar Bergman

 

Un gran hospital de Caracas lleva su nombre… El doctor y profesor Domingo Luciani (1886-1979) quien ocupara el Sillón XVIII de Individuo de Número de la Academia Nacional de Medicina desde el 7 de enero de 1921. Se graduó de Doctor en Ciencias Médicas en 1911; marchó a Europa y sucesivamente estuvo en el Hospital Cochin al lado de Faure, luego en el Hospital Necker al lado de Nebet y Doyen, y en el Hospital Saint Louis con Morestin; así, durante tres años adquirió conocimientos, destreza y maestría en el arte quirúrgico para ser después Maestro de generaciones sucediendo a Razetti en la Cátedra de Clínica Quirúrgica del Hospital Vargas de Caracas desde 1932 hasta 1958. Se le definió de la siguiente manera, ¨Ductor de juventudes, hombre de bien, caballero del honor y la modestia, señero de honradez, bastión de humildad y celoso cumplidor de sus deberes, no toleraba indisciplinas ni resabios¨. Le conocí desde la distancia en la sala 17 del Hospital donde fuera jefe del Servicio de Cirugía 2 hasta la fecha de mi graduación en 1961. No acumuló bienes de fortuna. Cuentan que la Junta de Beneficencia Pública del Distrito Federal le jubiló con un sueldo de ochenta bolívares mensuales los cuales, aún en la novena década de su vida y vencido por los años, tenía que ir a cobrar directamente a la sede de la Institución. Nada de que sus antiguos empleadores se lo enviaran a casa ni que alguno de sus alumnos lo hiciera por él; total, pregunte a alguno de los médicos de la institución si saben quién fue el epónimo de su hospital, no sabrán responderle ni saber qué hizo…

Es uno de los paradigmas del trato que la República y la sociedad han dado ancestralmente a sus más leales hombres de bien… Se repite una y otra vez… Como médicos, trabajaron con sobrada mística por una miseria, fueron ejemplo para generaciones, enseñaron con bondad, nunca se les ha reconocido su valía y ni se les retribuyó ni se les ha retribuido con honorarios decentes y adecuados a su merecimiento, experiencia y hacer. En los últimos 20 años de catastrófica pestilencia, a muchos les han jubilado a destiempo y sin pedirlo y aun, otros se han enterado en los pasillos del hospital que no les quieren y les han dado la baja –como en el ejército- sin una pizca de agradecimiento, consideración ni respeto. Todos quienes hemos trabajado de gratis –porque así ha sido- por largos años nunca nos preocupó –que ha debido preocuparnos- cuánto era el valor real de nuestro trabajo y cuánto se nos pagaba: Una vez me preguntó un gringo cuanto era mi salario anual; al yo contestarle se quedó atónito, sorprendido y me dijo con ánimo de herirme –»Es un sueldo miserable, no me explico que poco te valoras…».

Me refiero al maestro Luciani porque muchos médicos dejaron sus prácticas sin que nos interesara ni hayamos sabido cómo transcurrieron sus últimos años, tal vez en el ostracismo, o quizá en las arenas movedizas del olvido, acaso en la soledad de sus recuerdos, como quien se siente malquerido; pero quizá no, quizá continuaron su labor ductora en los mismos hospitales públicos o en la universidad que nunca les apreció tanto como debieron estimarlos. Fue el caso de mi Maestro el doctor Herman Wuani Ettedgui (1929-2014) profesor Honoris Causa de la UCV que una vez jubilado y olvidado por muchos de sus antiguos alumnos, continuaba irradiando saber y consejos a los estudiantes de medicina y a todos aquellos que fuimos sus cercanos compañeros, hasta fecha muy cercana a su muerte, y aún en la intimidad de su hogar y ya en el encamamiento definitivo, recibía en su propia casa y en su lecho de enfermo a los pacientes que solicitaban sus servicios…

Pero en el otro extremo, es duro tener que aceptarlo, el médico que ha trajinado en medio de experiencias crecedoras muchas veces termina sin saber qué hacer con todo ese bagaje de saber que ha acumulado en su memoria experiencial, ni tener a nadie a quien ya le interese su saber ni a quien donar libros, fotografías, conferencias en Power Point, etc… Esta coyuntura trágica nos ha tocado profundamente y con desnudez por efecto de la diáspora, cuándo nuestros alumnos  y médicos de todas las edades han sido aventados por el destino inclemente hacia otras latitudes y no encontramos una institución que pueda recibir nuestras donaciones y asegurarnos su protección y uso… [1]

El joven conoce las reglas, pero el viejo las excepciones.

Oliver Wendell Holmes

 

La edad cronológica de nuestro cuerpo, siendo importante, no lo es tanto como cuando el médico deja de crecer, cuando los nuevos conocimientos, las nuevas habilidades, las nuevas formas de mirar al mundo, el desafío intelectual de la tecnología expresada en computadores, iPads, teléfonos celulares y la entrada en el cyberspace, que son desafíos que mantienen el crecimiento de la mente, del cuerpo y el espíritu, se dejan de lado mostrándose ante ellos una indiferencia pasmosa; pero por otro lado, si aceptamos el reto de continuar creciendo, podremos ser nuevos cada minuto, cada segundo, cada instante de nuestras vidas.

[1]   Veamos, los familiares del doctor Rudolf Jaffe (Berlín 1885 -Caracas 1975) Patólogo alemán. En 1936 emigró a Venezuela donde se convirtió en el director-fundador del Servicio de Anatomía Patológica del Hospital Vargas de Caracas basando su trabajo en el modelo alemán. Se ocupó del estudio de la sífilis y la esquistosomiasis mansoni.  Hace algunos años sus familiares donaron escritos, objetos de trabajo, colección de láminas microscópicas: Las llevaron a un sótano sin ninguna protección colocando las cajas en el suelo. Un día se inundó y se perdió todo… ¡Vergüenza!

Otro caso: el doctor Oscar Beaujon Graterol (1914-1990), que en el Hospital Vargas de Caracas desarrolló su más extensa actividad, como cirujano y fue nombrado su biógrafo, pues en 1961 narró en dos tomos (1261 páginas) la historia del instituto profusamente ilustrada con fotografías y documentos desde su fundación. Como me contó el doctor Blas Bruni Celli, entregó a la Sociedad de Médicos y Cirujanos una caja contentiva de todos sus documentos y material fotográfico, y tristemente desapareció sin dejar huellas. ¡Vergüenza!

La American Medical Association (AMA) Council on Medical Education (AMA-CME) reportó que en 1975 había 50.993 profesionales en actividad con 65 o más años de edad; sin embargo, para 2013, había aumentado a 241.641, un incremento del 374%: en 2015, el 33% de los médicos activos tenían 65 o más años de edad. Por ello, representantes del gremio médico, entes hospitalarios y organizaciones de seguros de salud discuten sobre la creciente tendencia a evaluar las competencias de los médicos senescentes[1].

Según un comunicado de prensa de la Asociación Médica Americana (AMA), en una reciente reunión, se ha tratado de llamar la atención acerca de si deben desarrollarse directrices nacionales para evaluar la capacidad de los médicos envejecidos para seguir practicando. En el estudio se incluyeron temas acerca de las implicaciones legales de una investigación de un grupo de médicos con base a su edad, así como también preguntas acerca de cómo interpretar las pruebas cognitivas realizadas [Amy Farouk. Key stakeholders explore assessment of aging physicians. AMA Wire.  Published on March 22, 2016, Accessed on june 3, 2016]. Cerca de tres docenas de representantes de organizaciones para la seguridad del paciente, médicos y hospitales examinaron la evidencia relativa a la competencia y la evaluación del médico. La discusión de problemas y desafíos relacionados con el desarrollo de directrices incluye implicaciones legales sobre la investigación de médicos basados en la edad; la variabilidad del efecto de la edad sobre la competencia del médico, la incertidumbre acerca de cómo interpretar pruebas de función cognitiva o motora; y la confusión de los efectos de otras variables de competencia y desempeño de los médicos son temas aun no resueltos.

«La autorregulación es un aspecto importante de profesionalismo médico y ayudar a compañeros a reconocer la reducción de sus habilidades es una parte importante de la autorregulación», según un reciente informe del Consejo de la Asociación Médica Americana en educación médica. «Por lo tanto, los médicos deben desarrollar directrices y normas para el seguimiento y evaluar tanto su propia competencia como las de sus colegas».

«Es la opinión del Consejo sobre educación médica que los médicos deben permanecer en la práctica siempre y cuando no esté en peligro la seguridad del paciente y, si fuera necesario, la corrección debe ser un proceso de apoyo, constante y proactiva», declaró además el informe.

Es bien sabido que la civilización occidental ensalza la juventud y recela de la vejez. Sin embargo, todavía podemos transportar la bandera de la docencia y aún de la asistencia para mantener un cerebro joven y activo. Lo cierto es que pocas personas e instituciones ayudan a que el médico que envejece pueda aún realizar una actividad productiva, siempre es visto con desconfianza por instituciones y pacientes. Recuerdo cuando en mis primeros años de graduado los pacientes me decían –Doctor, usted es un médico bueno, pero «muy jovencito»; sin embargo, el péndulo se desplazó en sentido contrario y ahora me dicen, –»Doctor, usted es un médico bueno, pero está «muy viejecito», y aunque no me lo digan, muy probablemente pueden hasta dudar de mis capacidades…

¨Todos deseamos llegar a viejos; y todos negamos que hayamos llegado¨.

Francisco de Quevedo

[1] Los médicos más jóvenes y necesitados son pasto de la codicia de las aseguradoras quienes imponen las reglas de su ejercicio, los más viejos saben que necesitan más tiempo para llevar a cabo su arte y por ello, necesitan sacarlos del escenario…

Perder el vigor juvenil, envejecer, hacerse frágil y volverse enfermo parece ser pasos previos del morir… Versión harto difundida y creída a pie juntillas por todos; pero no tiene que ser así pues la senescencia humana es plástica y cambiante, de forma tal que puede acelerarse, demorarse, detenerse por algún tiempo y hasta revertirse… No olvidemos que somos parte del cosmos y que, como él, somos hechos de nuevo cada segundo, tal cual el riachuelo que desciende del Cerro Ávila en invierno y cambia su caudal a cada instante y el agua que lo inunda nunca es la misma en su descender. Es cierto, la marea de la vejez trae ciertos achaques y limitaciones a las cuales no hay que temer ni consentir, pues si lo vemos bajo otra óptica, con la experiencia del achaque, del malestar transitorio –créame-, nuestro organismo se está ¨reseteandose a sí mismo¨ continuamente, por ello no trate de medicarse con cualquier síntoma que se presente…

Como antes señalábamos, nuestra sociedad occidental exhibe mucho desdén hacia los viejos; por lo contrario, las sociedades orientales aceptan la vejez como parte de la trama social por lo que los senescentes se mantienen vigorosos, activos y son venerados y considerados como un apreciado bien tamizado por la experiencia. Copiado de Norteamérica e Inglaterra, en nuestro país la jubilación es obligatoria cuando el trabajador ha alcanzado la edad de 60 años si es hombre, o de 55 años si es mujer, siempre que hubiere cumplido, por lo menos, veinticinco años de servicios; ello, por supuesto, se aplica también al médico que trabaja para alguna dependencia del estado. Tal significa que el día antes de su jubilación el médico aporta a la sociedad su obra y su valor; pero al día siguiente, troca en uno más de la lista de los que, extendiendo la mano dependen ahora de la sociedad y del estado. ¿Es esto justo o injusto?

Este abrupto cambio, a menos que el individuo haya planificado un quehacer productivo con el tiempo libre que signarán sus días posteriores, significa un cambio perceptual que puede llegar a ser adverso, desafortunado y ruinoso, pues en los primeros años que siguen al apartamiento, una legión de calamidades le persiguen, la depresión y el insomnio, los trastornos de la memoria, el ataque cardíaco, el cáncer, los ictus cerebrovasculares y las fracturas del fémur se elevan raudamente conduciendo a lo que se ha llamado ¨síndrome de muerte por retiro prematuro¨. Pero aún peor, el fantasma de la ¨muerte biográfica¨ se alía con la otra para cebarse en un hombre que era saludable hasta el momento de licenciarse. La detención de la biografía inicia lo que hemos llamado el ¨drama apoptótico de la senescencia del médico¨, un considerarse inútil y superfluo, echado de menos y molesto, un extraño que no encaja en ningún lado, traído de la mano por el Estado, a familia y aún por la entrega del mismo profesional a lo que considera su irreversible sino…

La apoptosis: de apoptein = caer, es un fenómeno comparable con las hojas amarillentas que caen silenciosamente de un árbol durante el otoño, porque ya no más son necesarias… Un ser humano, tal como una célula corporal saludable, requiere de la información de su ambiente que le diga que todavía es necesario, útil y aceptado… Desde el embrión hasta el organismo adulto fisiológicamente sano, millones de células mueren diariamente sin dejar cicatrices ni activar un proceso inflamatorio; podría decirse que mueren en la mayor pasividad del silencio. La apoptosis o muerte celular programada es un acto de radical altruismo que ocurre en nuestros cuerpos, un sacrificio extremo por el bien común del resto de las células y del que depende nuestra propia sobrevivencia. Pero una cosa es la célula y otra la vida del ser humano provecto, tantas Quiero veces jubilado injustamente y a destiempo, cuando todavía tenía mucho que dar.

Es cierto que al aproximarse ven el cabello de mi cabeza y barba cano, las arrugas, ciertas manchas parduscas en la piel de áreas expuestas al sol, que tal vez vistas a gran aumento podrían mostrar un área devastada por la guerra, pedregones y desechos fibrosos, pigmento amarillento oscuro de desecho que es la traducción del deterioro ancestral en la intimidad profunda de la célula y al cual llamamos lipofuccina. Es un no entender cómo se entretejen los hilos de la vida en una madeja compacta y necesaria, y entiendo que el retiro del médico es una decisión propia, una decisión de no ser seguir creciendo como médico, de no seguir sanando ni enseñando, y hasta de no seguir viviendo, porque vivir no es un vegetar improductivo…

Quiero ser como la jirafa de Lamarck,  que mi función haga el organo, que mi intelecto debe expandirse hasta que se vuelva mas amplio, pues yo todavía quiero aprender más, y aprender para enseñar más… Cada día madrugo y estudio, ideo charlas y formas de presentarlas. En las últimas semanas de los meses de mayo y junio de 2018, ya contando 80 años, he completado otro curso de fondo del ojo, el #49° de 16 semanas, he asistido en calidad de invitado y conferenciante a los congresos nacionales de medicina interna, cardiología, oftalmología y neurología; en cada caso ha habido alguien que se me ha aproximado con sorpresa asumiendo que yo ya me había retirado o preguntándose por qué todavía trabajo e inclusive, cometiendo la indiscreción de decirme que había oído que había muerto

Por su parte, los telómeros (del griego telos, «final» y meros, «parte») son los extremos de los cromosomas que nos protegen contra el envejecimiento y la degradación corporal; son regiones de ADN no codificante, altamente repetitivas, cuya función principal es la estabilidad estructural de los cromosomas en las células eucariotas, la división celular y el tiempo de vida de las estirpes celulares. La evidencia de la relación entre el tamaño de los telómeros y el envejecimiento se encuentra en un estudio de la Universidad de Leicester donde se analizó a más de 12,000 personas en búsqueda de alguna característica reveladora respecto al largo de los telómeros, los genes y el envejecimiento. El resultado fue la localización de una secuencia genética cercana a un gen denominado TERT, telomerasa transcriptasa reversa, que acortaba los telómeros y por lo tanto aceleraba el envejecimiento. Los resultados del estudio indicaron que aquellos individuos (38%) que tenían esta secuencia tenían telómeros del mismo tamaño que personas 3 o 4 años mayores que no la tenían, mientras que aquellos que tenían la secuencia duplicada (7%) tenían biológicamente 6 o 7 años menos. Un telómero de corta extensión es un indicador de futuras enfermedades y está relacionado con la aparición del cáncer y del envejecimiento celular.

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La vejez nos arrebata lo que hemos heredado y nos da lo

que hemos merecido.

Gerald Brenan

El síndrome por desuso mental a menudo atrapa al médico cuando decide jubilarse simplemente porque cumplió una edad o un número de años de servicio, corriendo el riesgo de inscribirse en la sociedad de ociosos; es allí cuando le invade la desesperanza, cuando se siente socialmente inútil y emocionalmente superfluo, es allí cuando se acelera el proceso apoptótico… A diferencia de las máquinas que se agotan con el excesivo uso, el cuerpo y la mente humanos son capaces de mejorar cuanto más se les usa, y si el desgaste fuera la verdadera causa del envejecimiento, la mejor estrategia para combatirlo sería quedarse en cama…

De nuevo, quiero ser como la jirafa de Lamarck, mi cerebro continuara expandiéndose en la medida de mis desafíos intelectuales pues el factor capital del envejecimiento es la edad psicológica, con capacidad para revertir el proceso, y el trabajo, como creador de orden se opone a la entropía o la tendencia natural a la pérdida de orden en un sistema. La depresión y la tristeza que le embarga por haber perdido la actividad habitual, proyecta en el médico la tristeza a todo el cuerpo, con agotamiento de neurotransmisores salutíferos, descenso de niveles de hormonas, distorsión de receptores de neuropéptidos en la superficie de las células, interrupción del sueño, incremento de la agregabilidad de las plaquetas que se tornan más pegajosas y propensas a la aglutinación y a producción de trombos, vale decir, todas esas tristes experiencias se transforman en expresión física cuando dejas de crecer y envejeces…

 ¡No te dejes, hasta que el cuerpo aguante y la voluntad no falte…!

 

 

 

La rebelión de los epónimos y las mnemotecnias: su agridulce pátina, un elogio…

  • Haciendo de lo serio risible…

No me pertenece, pero aquí se los dejo: Elli, J. El Origen de las Astas de Amón. Rev Neurol Argent. 1987;13:55.

««Cuentan que doña Calota Craneana (la esposa de Amón), quería tejerse un tapetum con muchos pliegues curvos y pliegues de paso. Para tal fin, se fue a la Tienda del Cerebelo a comprar unos cuantos metros de fibras arcuatas y de cinta de Reil. Estando en camino y hallándose en el Valle Silviano, que es más oscuro que el agujero de Monro, le salió al cruce la imponente figura del Locus Cerúleus, que, amenazándola con la hoz del cerebro, la obligó a desvestirse. Luego de estrujar sus senos laterales, esgrimió su espolón y se lo introdujo repetidas veces en la comisura anterior hasta dejarle el cuerpo abollonado. Ella huyó despavorida, corrió por el entrecruzamiento de Wernekink, atravesó el acueducto de Silvio por el Puente de Varolio hasta que, finalmente se acostó a descansar debajo del árbol de la vida, mientras lloraba clamando por su pía madre.

Casualmente pasaba por allí el repugnante homúnculo de Penfield, quien inmediatamente se encargó de difundir la noticia. Al día siguiente, la Prensa de Herófilo publicó el hecho y se escucharon los comentarios más dispares. Unos decían que era una locus niger, otra que era una putamen cualquiera. Los más morbosos decían que se había tragado la protuberancia. Don Ventrículo por su parte, se consolaba diciendo, ¨Ahora ya no soy el único que tiene cuernos anteriores. Don Amón también tiene astas¨. Y así nacieron las famosas Astas de Amón«»

De esta ingeniosa parodia existe otra variante de autor anónimo aparecida en El Estudiante Libre, año 1931, número. 113, y publicado en el portal Ser Médico del Sindicato Médico del Uruguay.

http://www.smu.org.uy/publicaciones/noticias/noticias93/cuernos.htm

 

Tragedia cerebral en varios lóbulos y un Epílogo

Origen de los cuernos de Amón

 

“Yendo la señora Calota de Amón, camino de la Tienda del Cerebelo a comprar Cinta de Reil y tela coroidea para hacerse un tapetum con numerosos pliegues de paso, tuvo que pasar, por razones de forceps mayor, por el puente de Varolio pues era la única manera de atravesar el valle de Silvio. El valle estaba oscuro. De pronto surgió detrás del peñasco la figura imponente del Locus Ceruleus que vivía oculto en el cavernoso agujero de Luscka huyendo del Locus Niger su encarnizado enemigo. A la vista de aquella mujer de hermosas protuberancias, ciego de pasión, más ciego que el agujero, se lanzó sobre ella cual vulgar aracnoides, mordiéndole los senos laterales y los nantes. La asustada Calota clamó por su píamadre, pero esta duramadre no acudió. Estos lamentos sólo sirvieron para exacerbar los ímpetus amorosos del Locus que abalanzándose sobre ella consumó sobre su persona el inicuo atentado que trajo como consecuencia la creación de una nueva testa coronada. Consumado el hecho, se escondió ella tras el árbol de la vida, pero viendo Ceruleus que escapaba su presa, extrajo de entre sus telas el espolón que en cierta ocasión robara a Morand y lo hundió repetidas veces en sus carnes, dejándole totalmente el cuerpo abollonado.

Poco después llegaba Amón al lugar de la violatoria escena, atraído por las circunvoluciones de los cuervos de alas grises y alas blancas. Ahí yacía el cuerpo rojo de la Calota. Desesperado, Amón sentóse sobre el peñasco, mesándose las astas que desde ese momento poseía. Cayendo luego sobre su rodilla callosa, con la língula medio paralizada por el dolor, pedía a Dios que llevara a su infeliz esposa a la circunvolución límbica.

En el hipocampo, donde yacen sus restos, siempre hay un canastillo de flores.

Epílogo

Al día siguiente la Prensa de Herófilo comentaba de diversas maneras el suceso. Algunos periodistas, esgrimiendo el calamus scritorius, atacaban a Calota diciendo que era una vulgar girus rectus; otros, por el contrario, aseguraban que había llegado pura al tálamo”.

Esperamos que se haga el septum lucidum sobre este sonado asunto.

  • Mi ¨epónimo-mneotecnofilia¨…

La palabra epónimo deriva del griego Epónymos; compuesto de Epi, que significa sobre y ónoma: nombre. Se emplea en el lenguaje científico para indicar un término o frase derivada del nombre de una persona, para señalar una época, una ciudad o una estructura anatómica. Por su parte, el término mnemotecnia procede del griego mnéme: μνμη, «memoria», y el sufijo –tecnia: «técnica». Es decir, algo así como ¨técnica para memorizar». Según la RAE es un «procedimiento de asociación mental para facilitar el recuerdo de algo».

Desde siempre, debo reconocer, he sentido una especial fascinación por los epónimos y los recursos mnemotécnicos; si se quiere, una ¨epómonimo-mnemotecnofilia¨, que me cautivara desde aquellas vacaciones de 1955 que no las fueron, al final de mi preuniversitario en el Liceo Andrés Bello de Caracas (1954-1955).

Los que escogimos estudiar medicina, ya sentíamos el frío terror de la anatomía humana y los más avanzados nos urgían a adelantar materia amenazándonos con aire de vencedores, ¨¡Cuidado si aplazas la asignatura…!¨. La Anatomía Humana era literalmente un ¨filtro microporo¨, un mar de los sargazos -ese que tuvo la tétrica fama de ser lugar de cementerio de buques de navegación a vela-, donde tantas ilusiones y deseos de ser médico se atascaban, se estrellaban o se iban a pique; si se quiere, un preludio de lo que significaría ser médico, una prueba para tentar y templar nuestra ¨stamina¨, nervio, vigor o aguante… Parecía pues, que aquella materia la habían puesto allí como cerca mataburros que mostraba un límite a traspasar y a la vez producía temor a los jumentos y a aquellos que no lo éramos tanto. Habría pues que echar mano de una determinación apasionada y un subterfugio lícito para superarla en pos de asir la escurridiza Vara de Esculapio, símbolo de nuestra profesión.

Uno de los problemas eran los cuatro tomos de Anatomía Humana de Testut-Latarjet o los cuatro que se hicieron dos, de Henri Rouviére. Y teníamos que comenzar por el dominio de la Osteología so pena de flaquear apenas abandonada la orilla. Oíamos cuentos terroríficos como aquél de examinadores que lanzaban al aire un cúbito y asiéndolo rápidamente para esconderlo preguntaban al desapercibido estudiante,

-¨¡Bachiller, veinte o cero, una sola pregunta, ¿derecho o izquierdo?!¨ ¡Vaya monstruosidad!

Así que, mientras mis compañeros disfrutando de sus vacaciones jugaban fútbol en el Campo La Salle de Guaparo en Valencia, mi ciudad natal, yo los veía envidioso a lo lejos en tanto me ¨apuñalaba¨, deglutía y rumiaba toda aquella parafernalia de nombres de tuberosidades, apófisis, platillos, forámenes, agujeros, tendones, etc. ¿Cómo recordar sus nombres? Sin embargo, hoy me siento más afortunado y menos sobresaltado que antes, pues ahora, en la Nueva Nomenclatura Anatómica Internacional (N.P.I), designada como Nómina Anatómica de París (N.P.A), la denominación es en latín con su correspondiente traducción al idioma del lector; de esta forma se eliminan mis amados epónimos. ¿Con qué derecho?, ¿Cuál que será más fácil de aprender…?

Oteando desde la atalaya de mis cinco décadas de médico, humildemente lo dudo. Mire usted, ganglio linfático es ahora lynfonodo; la escotadura es incisura; el pilar anterior del velo del paladar, arcus palatoglossus; y en lo referente al sistema nervioso, acueducto de Sylvio es ahora, aqueductus cerebro; el sistema nervioso simpático, pars sympatica systematis nervosi autonomici; el ganglio de Gasser será ganglio semilunare y así sucesivamente… Terminaremos por no poder comunicarnos entre nosotros mismos. ¡De la que me salvé porque lo que soy yo, estoy en lista de espera, lo que sucede es que muchos abusadores se me han coleado…!

En ese proceso de aprendizaje podías heredar huesos verdaderos de un cadáver desde algún estudiante generoso que te los donaba, o entrar en el mundo del tráfico: sí, en la compra-venta de huesos a alumnos de años superiores que ya no los necesitaban; los mozos de las salas de disecciones y especialmente el señor Espinoza quien era mozo de la sala de autopsias, tenía un índice machucado y podía ubicarte una colección completa de huesos, así que el estudio se facilitaba; algunos más aventurados se iban al Cementerio General de Sur y allí, donde la ilegalidad rozaba con lo cotidiano, entraban en contacto con los sepultureros, proveedores habituales de los estudiantes de medicina, para hurgar entre las fosas comunes y luego blanquear los huesos con agua oxigenada y dos o tres manos de barniz hacían el resto. Hoy día habrá que caerse a tiros con los «paleros», la religión cubana de la magia negra quienes los utilizan en sus ritos…

En 1955 y en pleno centro de Caracas compré un cráneo perfectamente limpio y preservado procedente de Alemania, y a juzgar por su tamaño, lo imagino proveniente de alguna joven fallecida durante el Holocausto o producto de ¨daño colateral¨ en alguna refriega en la Segunda Guerra Mundial. Me ha servido de mucho para explicar a mis pacientes la ubicación de la silla turca, de la hipófisis, los nervios ópticos y el quiasma y otros detalles anatómicos. Hoy día, en la simpleza anatómica que gira alrededor del médico integral comunitario se emplean maniquíes de plástico, pero el problema es que, en estos fríos huesos artificiales, los accidentes óseos no tienen la forma real; las variaciones que se pueden apreciar en los mismos huesos de dos personas distintas no son susceptibles de observar.

 Del morbo histórico relacionado con la anatomía, descuella otro problema y es el concerniente a la adquisición de cadáveres para las salas de disección de las cátedras de anatomía; por supuesto, con la loable intención de que, desde la muerte, los estudiantes aprendan a salvar vidas…

Viene a mi memoria el insólito y macabro negocio montado en la Universidad Libre de Barranquilla, Colombia, en 1991, donde se encontraron los cadáveres de una docena de personas, todas ellas indigentes, recogelatas y cartoneros, llamados peyorativamente en la zona, ¨desechables¨, andariegos dañados por el bazuco, que se rebuscaban la vida con el reciclaje de desperdicios que encontraban en los basureros. Estos pobres desdichados fueron muertos a garrote a manos de empleados de la casa de estudios quienes recibían pagos por los cuerpos o partes de los mismos. Los investigadores policiales determinaron que las desapariciones sistemáticas de indigentes, estaban relacionadas con el tráfico de cadáveres que se realizaba desde la morgue de la universidad. Cayeron muchas cabezas incluidas la del rector…

Bien, pero dejemos de lado el lado oscuro de la anatomía y volvamos al tema que nos concierne: Si entonces hubiera sabido que en la interminable y empinada escalera que haciendo gala de mi libre albedrío había decidido ascender, donde cada peldaño era una palabra, un signo, un síndrome, una anécdota y que al finalizar mis seis años de carrera habría almacenado en mi banco de memoria la bicoca de cerca de ¡55 mil nuevas palabras…!, el terror hubiera invadido mi ser y a lo mejor me hubiera dedicado a otro oficio. Pero, ¿cuál otro…?

Pero es verdad, Dios nos da el frío, pero también nos da la cobija; aunque ocurre que esta última tenemos que buscarla por nosotros mismos… Sin embargo, no es solo eso, la cúspide inalcanzable de mi recorrido por esta profesión inacabable, está llena de más y más nuevas palabras y síndromes, totalmente inéditos para mi roñoso cerebro: La recompensa es que, mediante este, nuestro lenguaje materno, el de la medicina, somos aceptados y entendidos por nuestros pares.

Me escalofría imaginar a los Médicos Integrales Comunitarios, subproducto del castrocomunismo, portadores de afasia global, vale decir, expresiva y receptiva, y de alexia ¨revolucionaria¨, una forma de agnosia visual, una dificultad para reconocer el lenguaje médico sin padecer la afasia motora de Broca o la ceguera de palabras de Wernicke, perdidos en su simpleza en la intrincada selva de un lenguaje médico, de una lengua materna que desconocen… Como se me advirtió cuando los recibí, un aciago día lunes 24 de enero de 2011 en el Hospital Vargas de Caracas, serían ¨invitados de palo¨, es decir, que ¨no molestarían, no hablarían, sólo escucharían, no preguntarían y sólo tomarían notas¨, ¿Cómo entender y entenderse?, ¿cómo ser médico…?

Volviendo a Guaparo de mi Valencia del Rey, había que sentarse en una sillita de extensión –muda compañera de nuestros madrugones entre cafés, noctámbulos, prostitutas y maricos- y sostener aquel pesado libraco en nuestras piernas para leer, leer, releer y memorizar; había que aprenderse todo aquel conocimiento estructurado desde Herófilo y Vesalio, dibujantes insignes, y tal vez también, ladrones de cadáveres; pero ese era un plato para inteligentes y memoriosos, y yo, como muchos otros no formo parte de ese clan. Rememorar al segundo aquella catajarria de detalles -¿me servirá de algo?, me preguntaba y aún me lo pregunto-. Me atraía la cirugía, pero a mis 17 años era demasiado perfeccionista, y, para suturar una simple herida en el Puesto de Socorro de Salas donde iba a ¨coger puntos¨, me acompañaba la roñera: ¨pesado o lento en la ejecución de una tarea¨, me apuraban, pero yo quería que quedara perfecto, impecable, desbarataba lo que hacía y volvía a comenzar; eso no lo aguantaba nadie, especialmente el paciente; debía reconocerlo, no tenía ni el alma ni la rapidez de cirujano…

 Desde luego, había que buscar mnemotecnias o inventárselas uno mismo, artificios para recordar:

Por ejemplo, aquella de las 14 ramas de la arteria maxilar interna: ¨TiMeMenTemTem, DeMaBu-Pte-Pa, AlSo Viste¨: TI: timpánica; ME: meníngea media; ME: meníngea menor; TE: temporal profunda media; TE: Temporal profunda anterior y muchas otras. Pero el nervio facial no se quedaba atrás; para sus ramos colaterales intrapetrosas, ¨Pepe súbete al estribo y dale cuerda al neumogástrico¨: PE: nervio Petroso superficial mayor; PE: nervio Petroso superficial menor. Súbete al estribo: Nervio del músculo del estribo; dale cuerda: nervio de la cuerda del tímpano; al neumogástrico: ramos anastomótico del neumogástrico. Y para sus ramas extrapetrosas, allí le va más fácil: Gardel. G: Ramo anastomótico del glosofaríngeo; A: Ramo auricular posterior; R: Ramo sensitivo del conducto auditivo externo (CAE); D: Ramo del digástrico; R: Ramo del estilomastoideo; L: Ramo del lingual. Y así, miríadas de ayudas de memoria ¡Si no hubiera sido por ellas!

Bien, de nuevo retornemos al inicio de mis estudios médicos. Durante los primeros diez días, en el anfiteatro del Instituto Anatómico de la UCV, nuestro insigne maestro, el doctor Francisco Montbrun (1913-2007), con su particular bata marrón, se sopló completa y en 10 días la osteología en medio de magistrales dibujos con tizas de colores en la verde pizarra –indignos de ser borrados-, dejándonos a la intemperie y a merced de nuestra suprema ignorancia. Nuestra salida ante la angustia del tanto tener que saber y el poco asir, la distraíamos en medio de los chistes obscenos y las carcajadas de negación que precedían la hora exacta del inicio de la clase.

Tal vez fui uno de los más estresados de mi grupo; resulta que el puesto que me asignaron estaba en la primera fila y a la derecha. De momento a momento, el doctor Montbrun mientras dibujaba con suma destreza y rapidez hacía una pregunta sobre la materia que estaba dictando, realizaba un giro sobre sus talones de noventa grados y… ¿a que no adivinan a quien señalaba con su índice extendido…?

 Al hijo de Panchita, ese del bigotico menudo y la cara pálida y descompuesta pues, ¡Usted bachiller…! [1] Me inquiría con voz estentórea…  Con mis esfínteres intactos, pero en pugilato por dejar escapar un algo socialmente inaceptable, balbuceaba una respuesta, no siempre acertada. Estaba entonces condenado a adelantar materia y a prever lo que habría de preguntarme. Cada clase, un desafío a la memoria, pero multipliquemos aquello por todas las otras asignaturas, más gimnasia que magnesia para nuestras jóvenes y ávidas neuronas…

La recompensa final no se hizo esperar; de los 511 alumnos que iniciamos el escarpado ascenso del primer año en 1955, sólo 47 llegaron chamuscados, pero ¨lisos¨, aprobaron todas las materias, incluida por supuesto la anatomía; el hijo de misia Panchita Mendoza estuvo entre ellos, sólo que mi padre me recriminó porque no saqué 19 o 20 como mi hermano José, suma cum laude en derecho… ¡Eso es pura paja, puro caletre…!, le decía yo envidioso, en mi defensa…

[1]  Quién diría que muchos años más tarde, en 1999, le tuve como paciente casual. Al llegar a mi consultorio lo encontré esperándome para decirme, -«Vengo para que me hagas un fondo de ojo. He sabido que tú puedes diagnosticar cualquier cosa mirándolo…». Le dije que era una exageración, pero que le examinaría. Llegado el momento del tacto rectal se rehusó, pero yo le dije, -«Maestro, usted me enseñó que quien no mete el dedo mete la pata…». No le quedó otra. Su próstata era completamente normal. Luego me confesó que habiendo creído que tenía un cáncer prostático había suspendido la escritura de su ansiado libro «Neuroanatomía» en tres tomos con figuras de su autoría. Los bautizó un año más tarde…

 

Y así, llegamos jadeantes al tercer año, a nuestro contacto con enfermos reales, presentaciones orales del caso de nuestro paciente particular, en el camino de aprender y saber las nuevas reglas de gramática y estilo solo ejercitado a través de unos sobacos goteantes, las manos húmedas y temblorosas, los labios secos, las pupilas dilatadas y el tragar grueso. La sintaxis sería indispensable, tanto que un maestro mío nos decía, ¨Nunca ordene el postre antes del seco¨: «En una presentación adhiérase a la cronología que sus escuchas esperan e imprímale coherencia al relato…» ¡Fácil decir!

  • Los ambivalentes y agridulces epónimos y mnemotecnias: queridos y odiados…

En medicina y en ciencia, tenemos una larga tradición de epónimos, vale decir, nombrar descubrimientos, signos, síntomas, síndromes, enfermedades, reacciones bioquímicas etc., con nombres propios de médicos famosos, sitios geográficos, personajes literarios, héroes mitológicos, animales y hasta criminales de guerra… Ciertas especialidades médicas como la cardiología, la neurología y ahora la moderna radiología tienen las suyas, y dependiendo de la afinidad que usted tenga por estas muletas, ayudas de memoria o inútil ocupación de espacio –como quiera llamarlas-, tal vez le sean o no de su agrado, y ello porque son, si se quiere, ambivalentes, dulces o agrias.

Desde hace tiempo existe un debate enconado entre partidarios y detractores del empleo de los epónimos. Los oponentes prefieren nombres objetivos y sin adornos, por ejemplo, «respuesta plantar extensora» en vez de signo de Babinski[1].  Otros argüimos que los epónimos son representaciones lingüísticas útiles para reconocer patrones clínicos o radiológicos que ayudan en el proceso de diagnóstico, que lo hacen más vivo y palpitante, mejorando la práctica; por ejemplo, decir Síndrome de Sneddon para designar la lívedo reticularis idiopática asociada a accidentes cerebrovasculares, o síndrome de Susac en vez de vasculopatía retino-cócleo-cerebral, creo que se agradece…

   ¨Corkscrew vessels¨, los ¨tirabuzones de Muci¨ en neurofibromatosis I (NF-1) con orgullo va en negritas[2]

 

Me atrajeron siempre los pacientes con una serie de condiciones agrupadas bajo el término genérico de facomatosis o genodermatosis; algunos, verdaderos fenómenos de la naturaleza. Aún recuerdo el primer paciente con enfermedad de von Recklinghausen que atendí en tercer año de medicina y del que todavía conservo fotografías, pues siempre me interesó la fotografía médica. Desde 1976 comencé lentamente a acumular una serie de casos de neurofibromatosis I (NF-1), entidad donde nunca se habían descrito alteraciones retinianas pero que tenían en sus retinas, escondidos y a buen resguardo, vasos sanguíneos de característica muy inusuales:

[1] En 1896 presentó ante la Sociedad Biológica de París un breve artículo, verdaderamente breve: En 28 líneas y sin referencias bibliográficas intitulado, “Sobre el reflejo cutáneo plantar en ciertas enfermedades orgánicas del sistema nervioso”.  ¿Cómo no honrar su nombre cada día?

[2] Fue la ocurrencia de mi alumno, Marcos Ramella Galmuzzi

Son minúsculos vasos en forma de tirabuzones muy difíciles del ver con el oftalmoscopio directo; así que se necesitaba dedicar largos minutos bajo dilatación pupilar a su paciente búsqueda. Una vez que había colectado algunos casos, los presenté en un homenaje ofrendado en San Francisco, California, al doctor William F. Hoyt, mi mentor, con motivo de su 70º cumpleaños. Sus ex fellows, prominentes neurooftalmólogos esparcidos en la geografía norteamericana y ya jefes de unidades de la superespecialidad presentaron casos clínicos excepcionales.

Recuerdo que me correspondió mostrar mis hallazgos como expositor final luego de las presentaciones de mis ocho hermanos académicos, renombrados ex fellows. Una vez terminada mi corta charla pregunté a la notable audiencia si en su práctica alguno había visto casos similares. Hubo un largo silencio en la sala que fue roto cuando Hoyt, abruptamente se levantó de su asiento y dijo con sobrada emoción y orgullo, ¨Este hombre ha visto en Caracas, Venezuela, un inusual hallazgo que pasó desapercibido por años a los ojos de todos nosotros y los anteriores¨. Fue mi consagración, dejaba algo para la posteridad. En la cena de gala de la noche final se premiaron las presentaciones; la mía ocupó el primer lugar y en recompensa me regalaron una foto del doctor Hoyt.

Posteriormente hicimos nuevas observaciones y en 2002 publicamos nuestros hallazgos en la afamada revista inglesa, British Journal of Ophthalmology. 2002;86:282-284. Uno de mis alumnos los bautizó como¨los tirabuzones de Muci…¨ Se agradece el epónimo…

Personalmente considero que los epónimos no deben desaparecer. Son parte de la medicina y nos muestran en pequeños destellos su devenir histórico, que, por otro lado, debería gustar a todos los médicos. Además, sirven para definir cuadros clínicos sin tener que denunciar sus síntomas uno a uno. Para mí es más fácil decir «enfermedad de Takayasu», que arteritis de etiología desconocida que afecta a la aorta y a sus ramificaciones, incluyendo la arteria carótida; o ¨síndrome de uno y medio de Miller Fisher¨, que define la presencia de parálisis de mirada conjugada horizontal, asociada a oftalmoplejía internuclear ipsolateral.

En algunos casos, ciertos signos clínicos asociados a un epónimo son más útiles que la definición estricta, como por ejemplo el (también conocido como fenómeno de Lhermitte), nombre que se da a una breve sensación del tipo descarga eléctrica que ocurre al flexionar o mover el cuello irradiada por la columna, a menudo a las piernas, los brazos y ocasionalmente al torso, y es característica aunque no privativa de la esclerosis múltiple e indicativa de la presencia de una placa desmielinizante en la médula cervical; o el signo de Romberg, típico de la sífilis terciaria del sistema nervioso, presente cuando el paciente de pie es capaz de mantener la posición con los ojos abiertos, pero oscila o se cae al momento de cerrarlos: una lesión de los cordones posteriores y pérdida de la propriocepción, de la sensibilidad profunda le juega la mala pasada. Otras veces, es más fácil llamar la enfermedad que decir el elusivo y difícil epónimo tal sucede con la parálisis supranuclear progresiva (PSP) o síndrome Steele-Richardson-Olszewsky en honor de los tres médicos canadienses que la describieron.

Otra anécdota personal sobre epónimos. Cuando concursé para el cargo de Instructor por Concurso de la UCV en 1966, primer escaño del escalafón universitario, se constituyó un jurado con los doctores Henrique Benaím Pinto, Félix Eduardo Castillo Taberoa y nuestro querido Maestro Herman Wuani. Se realizó durante las mañanas de tres días consecutivos, agotadores como los que más, con prueba escrita, lección oral y por supuesto, la presentación y discusión de un caso clínico. Entre los tres candidatos para dos cargos, se sortearon las salas de la sección de medicina y las camas de los pacientes. A mí me tocó el paciente 6 de la Sala 6.

A todas luces el pobre hombre tenía la inconfundible clínica de un cáncer del estómago, estaba muy emaciado y su fin se antojaba próximo. Entre otras numerosas preguntas, el doctor Benaím me preguntó cómo se designaba al nódulo supraclavicular izquierdo que en ocasiones se encontraba en casos de cáncer del estómago. Yo le contesté rápidamente, ¨ganglio de Troisier¨; él me refutó, ¨ganglio de Virchow¨; yo le volví a insistir ¨Troisier¨, y él, muy molesto, me remachó, ¨¡¡Virchow!!¨. Era aquella una pelea de tigre con burro amarrado que no estaba dispuesto a asumir… Y así quedó…  En honor a la verdad, ambos teníamos razón, la denominación es dual: el ganglio fue inicialmente descrito por Rudolf Virchow en 1848 y 41 años después lo hizo Jean Troisier en 1889.

Así que esto de la dulzura de los epónimos son la oportunidad de asomarnos con embeleso y romanticismo a las vidas de médicos y científicos que en la oscurana de frías madrugadas y a la luz de un candil, pensaron, meditaron y alcanzaron lustre en cada una de sus disciplinas, y para así, nosotros admirar el fruto de sus observaciones. Es cierto que en muchas ocasiones el epónimo no hace justicia al verdadero descubridor o descriptor: o no existe de forma individual o resulta que es otro el del retrato. ¿Qué importa…?

¡Cuánto importa honrarlos! La otra, la vertiente agria es aquella que usa un epónimo para manifestar un abuso simplista de la tecnología, de poner algo de moda, y a mi entender ese poco afortunado síndrome de Romario, consistente en realizarse una resonancia magnética de las extremidades después de cada partido de fútbol…

 

rafaelmuci@gmail.com

 

 

Elogio del hematoma subdural traumático y Pierrette, de Balzac. ¨Un coágulo en el cerebro…¨

 

Mi amigo Alberto es setentón, su familia fue vecina nuestra y su esposa y él fueron mis pacientes. En un sorteo ganaron la Green Card; inicialmente se fueron al Norte por unos meses y luego decidieron irse para siempre. Trabajando en un depósito, tropezó con un tablero y cayó sobre su espalda y cráneo. Toda la atención se prestó a su pie derecho que al momento sufrió un esguince. Fueron pasando los días y su comportamiento se tornó extraño: retraído, somnoliento, llegando a orinarse en los pantalones. No sabemos cuánto tiempo pasó ni cuando sus familiares consultaron a un médico por esta causa. Una resonancia magnética cerebral puso de manifiesto un hematoma subdural. Fui llamado por teléfono… como la esposa no se encontraba en casa sus hijas se debatían en el qué hacer. Fui llamado: «Es una bola de sangre dentro de su cráneo y hay que evacuarla…» Por allí lo vi en Facebook rodeado del cariño de su esposa, hijos y nietos. Pero no fue así como lo sufrió Pierrette en el siglo XVII con la «terrible operación de la trepanación craneal…»

 ¡Abraham era mi paisano! Un flujo de espontánea simpatía embargó mi espíritu: Su nombre, uno de los apellidos de mi padre.

Él como yo, era orgulloso hijo de un libanés replantado en tierra venezolana en los albores del siglo XX. Su madre, como la mía, gema rústica que el tiempo y el propio esfuerzo hizo joya invalorable, encontrada en la cálida llanura guariqueña. ¡Tantas coincidencias! Pero él, no parecía festejarlo…

Su sola presencia allí, era evocación de mi querido viejo. Aquel mozo descendiente de habilidosos comerciantes fenicios, que aún adolescente arribó a esta Tierra de Promisión contando sólo con sus manos curtidas para el trabajo sin paréntesis, que no conocería de sábados ni domingos ni de parrandas con los amigos. ¡Tanto que quiso al país que le brindó su regazo, que supo amarlo más que al suyo propio! –«Déjenme gobernarlo por algún tiempo para mostrarles lo que puede hacerse de él!» —decía con convencimiento y amargura—, tal vez recordando a su tierra, la dura labranza del terrón infértil para arrancarle sólo algunos granos de trigo, y esta otra bendita, donde cualquier semilla germinaba sin esfuerzo, como por arte de magia. Padre justo, recio y solícito que fue, dictó cátedra con su ejemplo. Hombre de una sola mujer, la esposa amada y la amante respetada, a quien oyó, valoró y enalteció ¡Qué diferencia con la sexualidad displásica de nuestros prohombres, con todas sus queridas y barraganas, intercambiables, incapaces de amar y necesitados de varias para no amar a ninguna, ninguna que los ame y sentirse seguros!

Su palabra era ley e importaba más que cualquier documento, de ello se jactaba y nunca le conocí excepción, pues era digno y vertical, no como estos hombrecillos hechos de ‘papier-mache’ brillante, sin nada por dentro que no fuese impudicia y maldad, desbordantes de condecoraciones disminuidas por lo inmerecidas, y pletóricos de dólares en bancos de paraísos fiscales. Fue cedro descomunal, de tronco grueso y derecho, de los que sólo se daban en sus montañas, en su Monte Líbano, bajo cuyo frondoso follaje muchos encontraron amparo, cuando no ayuda o consejo… Gracias a Dios que la muerte, a la que no temía, se lo llevó añoso, harto de vida fecunda y con mil proyectos bulléndole en la cabeza, librándole de ver lo que de su tierra han hecho sus conductores, hijos de mala madre, desnaturalizados, que la mancillaron y luego han fraguado excusas mentirosas para justificarse: amor al pueblo, guerra económica, invasión gringa, oposición apátrida…

Un quejido de Abraham me hizo volver a la realidad… Su presencia había liberado, en rápida sucesión, recuerdos agradecidos de quien me diera mucho más que el ser. El gran malestar que le poseía, no le había permitido, como yo, festejar nuestro encuentro. Sexagenario, medio calvo, sin afeitarse el rostro; corto, grueso y robusto, lo que constituye un pícnico típico, y como si tuviera hemorroides, se sentó con cuidado en la silla que le ofrecí. Colocando su codo en mi escritorio, apoyó su cabeza sobre su mano izquierda y miró, distante, hacia un lado. Su esposa tradujo para mí sus males, pues cada palabra suya, parecía retumbar y taladrarle el cerebro.

-“Imagínese doctor, ¡No ha trabajado por más de una semana!” Tan mal que estaría. Doblegado el amor por el trabajo, inscrito a hierro y fuego en sus venas. Su aflicción dio comienzo como una inusual cefalea, un dolor de cabeza generalizado, suave al inicio, pero ganancioso en fuerza con el paso de los días. Llegó a despertarle en las madrugadas: Cualquier movimiento de su cuerpo, sus pisadas y aún su voz, le enfurecían, añadiéndole adicional violencia. Vómitos fáciles, vómitos de nada, pues nada su estómago le aceptaba vinieron luego. Tuvo una febrícula bastarda, se tornó apático, irritable, ensimismado y dormitaba donde no debía. En la quietud nocturna percibía distante, un ruido de vaivén, que parecía nacer de su propia cabeza. De momento y cuando se movía, también perdía la visión: Una oscurana pasajera hacía del día, muy transitoria noche…

    El examen fue provechoso. Sentado, con los ojos cerrados y los brazos extendidos con las  palmas hacia arriba, el izquierdo no toleraba el desafío con la gravedad e iba cayendo lentamente. Miré en el fondo del ojo al nervio óptico. Inspeccioné el primer milímetro de sus largos 47. Los restantes, escondidos detrás del ojo en su viaje centrípeto hacia el cerebro, yacen ocultos a la curiosidad visual del médico. Vi lo que esperaba ver: La cabeza del nervio, normalmente rosada y plana como un plato, se elevaba como un montículo congestivo, más pareciendo un tapón de champaña, cubierta con una malla de pequeños capilares y chispeada con llamaradas de sangre. Separé con mis dedos sus párpados mientras él hacía todo lo posible por cerrarlos con fuerza: Ambos ojos viraron hacia arriba y a la izquierda, en conflicto con la respuesta normal: ambos ojos hacia arriba y hacia afuera: La «espasticidad de la mirada conjugada», -me dije-, signo de tumores nacidos del lóbulo frontal, parietal o temporal, casi nunca frontal u occipital. Unidas como un rompecabezas, todas estas  piezas de diagnóstico hablaban de desmesurada presión represada en su cabeza y de compresión del hemisferio cerebral derecho.

De tanto repreguntarle sólo quedó claro que un mes antes, viajando en su auto Chevrolet Camaro al lado del chofer, el bicho cayó en un enorme bache caraqueño y saliendo expelido hacia arriba, golpeó el vértex del cráneo contra el techo: Un momentáneo apagón, un chichón y nada más… La tomografía computarizada del cerebro, demostró lo que me temía, lo que quería matarlo: Un hematoma subdural crónico derecho, desplazando el tejido cerebral hacia la izquierda más de 4 mm. Con muy poco esfuerzo, un neurocirujano drenó la colección de sangre a presión, a lo que sobrevino el milagro de una rápida recuperación… ¡Qué prodigio vivir para contárselos…!

¿Qué es un hematoma subdural? El eje cerebro-espinal está envuelto en las meninges, membranas prodigiosas que son frontera y barrera defensiva a la vez. La duramadre es tan gruesa y fibrosa como un pellejo, es la más externa y hace contacto con el cráneo. La piamadre es un hollejito casi invisible, surcado por una malla de vasos sanguíneos que recubre al cerebro y como un celofán de regalo, se amolda a todas sus irregularidades. Entrambas vive la aracnoides, con sus dos hojas que delimitan el espacio subaracnoideo por donde cual «agua de roca», circula el líquido cefalorraquídeo, nutriente y colchón amortiguador a la vez. A una colección de sangre atrapada entre las dos capas más externas, se denomina hematoma subdural. ¡Un chichón interno, que por la inextensibilidad del cráneo, ocupa un espacio ya ocupado! Suele ser causado por un golpe en la cabeza, nimio o severo, cuando ésta, en estado de aceleración, choca con gran fuerza contra un objeto estacionario como el piso. Pequeños puentes venosos de la superficie cerebral se desgarran y sangran. La sangre se acumula y al través de semanas y aún meses aumenta lentamente su volumen, elevando la presión intracraneal y comprimiendo y rechazando estructuras nobles. A esta fase de silencio sintomático, se le llama intervalo lúcido «lucida intervalla– o período de claridad mental, que precede a la tormenta cerebral o aún al coma. Una trilogía de predispuestos acapara la mayoría de los casos: ancianos, niños y alcohólicos; simplificando, en razón de sus frecuentes tropiezos y caídas.

   Las primeras descripciones médicas del mal, se atribuyen a Johann Jakob Wepfer en 1658, y al famoso anatomista y fundador de la anatomía patológica, «Su Majestad a Anatómica», Giovanni Battista Morgagni (1682-1771), en 1761[1]. Pero más cautivante es el relato que el narrador y dramaturgo francés, Honorato de Balzac (1799-1850) hace de él, en «La comedia humana», tomo 5; esa magistral colección de novelas y cortos relatos que lidian con la naturaleza de lo cotidiano.

En su novela «Pierrette» (1848), nos presenta el trágico caso de Pierrette Lorrain: los abuelos arruinados de la huerfanita de 14 años, para colmo, malquerida, se la confiaron a sus primos solterones, Sylvie, de cuarenta y seis años y Jerónimo-Denis Rogrons, de cerca de cuarenta quienes la convirtieron en su cocinera y cuasi sierva. En su relato muestra las desgarrantes inmundicias del corazón humano. Sin afecto y alejada de su hogar, la niña se torna clorótica: la clorosis (llamada antiguamente «enfermedad de las vírgenes» o «enfermedad verde» era una forma de anemia nombrada por el tinte verdoso de la piel del paciente. El tiempo y el progreso la hicieron desaparecer de los anaqueles de la nosología médica).

Cierto día es expulsada de la habitación donde jugaban a las cartas y en la oscuridad sin el auxilio de una vela, golpea violentamente su cabeza contra el canto de una puerta. Luego de un intervalo lúcido de una semana, se inician dolores de cabeza, vagos al inicio, terribles después. Balzac menciona que «un depósito de un material dañoso se acumulaba dentro de su cabeza». Quince días más tarde, la cefalea se hace intolerable y sobrevienen pérdidas de conciencia. Una junta de médicos se inclina por operar y drenar. La primera cirugía, intentada al través del oído, resulta infructuosa. La segunda, cuatro meses más tarde, «la terrible operación de la trepanación craneal», la hace sobrevivir un mes más, para fallecer el martes siguiente a la Pascua de Resurrección…

[1] Giovanni Battista Morgagni es considerado el padre de la anatomía patológica y contribuyó a la comprensión temprana de la neuropatología. Por ejemplo, introdujo el concepto de que el diagnóstico, pronóstico y tratamiento de la enfermedad debían basarse en una comprensión exacta de los cambios patológicos en las estructuras anatómicas. Además, contribuyó a lo que sería la disciplina de la Neurocirugía, por ejemplo, la trepanación realizada por trauma craneal.

 

 La antisepsia de Lord Joseph Lister (1827-1912) catalizadora de la moderna cirugía no vio luz sino hasta 1867, y la maestría de Harvey Cushing (1869-1939), creador de la moderna neurocirugía llegaron tarde para Pierrette, pero muy temprano para mi paisano Abraham. Ahora, cada vez que nos vemos, intercambiamos recuerdos y festejamos jubilosos el encuentro de nuestras raíces…

Elogio de la observación: cualidad de genios. Sobre enfermedades y escritores… Parte IV

Una de las situaciones clínicas de máximo impacto y mayor dramatismo sobre la vida de un individuo, sus allegados y la sociedad, es el accidente cerebrovascular agudo, ahora llamado ictus cerebral[1], pues a menudo interrumpe las funciones que gobiernan la autonomía del ser, sumiéndolo en la postración y la dependencia. No raramente decreta la muerte biográfica, al amenazar de manera radical los proyectos y sueños anteriores a la enfermedad, y peor aún, de ser muy severo o agravarse, hace cercana la posibilidad de nuestra muerte biológica. Es el enemigo que no podemos ver, que, ya se mimetiza con un día claro y radiante, ya con una noche oscura y rutinaria, en el que se abalanza pesadamente sobre uno, tal vez sin síntomas premonitorios que nos adviertan de su blando o  feroz ataque. Es como un relámpago en un cielo azul, que nos toma por sorpresa, no atinando a precisar de dónde viene o cuál es su objetivo. Con temor, es designado por el común de las gentes de muy diversas maneras, «embolio(a)», «derrame», «ataque cerebral», «apoplejía», suerte de Babel de orígenes o confusión de causas, o mediante un nombre apolillado y en desuso como el de «congestión cerebral», concepto estancado en un pasado donde campeaba el desconocimiento científico o en el mejor de los casos, buscaba una mejor vía de expresión.

Aunque podemos estar libres de toda culpa al momento de atacarnos, casi siempre existe una larga historia de abusos conscientes o instintivos, frutos de la ignorancia o de la indiferencia —a despecho del conocimiento—. A la imagen del sujeto antiguamente llamado de temperamento sanguíneo, ese, «de complexión robusta, desarrollo muscular y plenitud vascular por abundancia de sangre», ha dado paso una serie de factores, llamados de riesgo, responsables de su producción, pues su sumatoria a la larga resulta ser el fin de un camino de autodestrucción, labrado al paso de los años.

La hipertensión arterial, infravalorada en su capacidad de dañar, suele ser tomada a la ligera y no tratada con seriedad, al igual que la enfermedad isquémica del corazón, la elevación del colesterol LDL, el hábito de fumar, el alcoholismo crónico, el sobrepeso y el sedentarismo. Cada una de ellas en lo particular, varias encompinchadas, hacen nido en las paredes de las arterias cerebrales para que en un mal día, se obstruyan o se rompan,  privando de sangre a un territorio pequeño o extenso del tallo cerebral o del cerebro mismo, o inundándolo de ella, según se trate de un accidente cerebrovascular obstructivo o hemorrágico.

   Antolino, llamado «el indolente«, productor de seguros, puede ilustrar la situación. Cincuentón, de «hábito apoplético» intuíble por su obesidad, rubicundez facial y plétora de los vasos visibles de su cara, hablachento, liviano, despreocupado, desafiante y omnipotente, arrastró sus pecados de juventud hasta la edad en que debió sobrevenirle la madurez, sin detenerse a pensar qué precio pagaría por ello, ¡Y ahí que le vino la cuenta para su inmediata cancelación!

Una agitada noche de francachela y mujeres, le aventó a su casa con el cantar del gallo como náufrago apipado y exhausto. Tanteando, como quien desea el desapercibo y llevándose todo por delante, alcanzó a llegar al baño donde se vomitó encima.

Un ramillete de claveles de muerto le había enviado el destino: Repentino dolor pulsativo de cabeza, pérdida de la fuerza en la mitad derecha de su cuerpo, vano intento por pronunciar palabra cuando era arrastrado al suelo por la fuerza de su propio peso y caída estrepitosa. Su sufrida esposa percibió además un ronquido extraño y quedo… y voló a ver lo qué había pasado. Le encontró tirado desordenadamente en el suelo, inconsciente, empapado de orina y vómito, con la cara más enrojecida y pletórica, y las venas del cuello y la frente cual gruesas lombrices reptando bajo la piel. En manos de vecinos bondadosos, fue pasado a su cama.

[1] Los términos ictus, infarto cerebral, derrame cerebral o, menos frecuentemente, apoplejía, son utilizados como sinónimos de la expresión accidente (o ataque) cerebrovascular (ACV)

  Su respiración era periódica y acompasada, un crescendo estertoroso, al cual seguía un decrescendo cada vez más débil y apagado y que concluía en un hiato de silencio, donde la respiración se detenía por completo. Luego de angustiosos segundos, se reiniciaba un nuevo ciclo de picos y depresiones decibélicos. En cada espiración, el aire inflaba la mejilla y el labio superior derechos y se escapaba por la comisura labial, produciendo un pausado “puj-puj-puj”. La misma onomatopeya del fumador de pipa, aspirando el humo por el lado izquierdo y exhalándolo por el derecho. ¡Antolino se fumaba la simulada pipa del hemipléjico estuporoso!

Varios días de tirante calma, dieron paso a la recuperación de la consciencia. La mitad derecha de su cuerpo carecía de movimiento. Era como una pesada  yunta de bueyes, donde uno del par hubiese muerto y el otro no pudiese con el plomizo lastre. El lado derecho de la cara, como una mascarilla de cera expuesta al calor, se le había derretido hacia abajo, perdiendo detalles, surcos y prominencias. Si bien comprendía cuanto se le decía, era incapaz de verbalizar. Sus órganos de fonación estaban sanos, pero habían perdido su mayoral y no tenían quien les hiciera cumplir las órdenes. En línea directa y de un sólo lado, había perdido la fuerza de su cara y cuerpo, a lo que se había asociado una afasia motora, o pérdida de la capacidad de expresión con conservación de la comprensión, proclamando el origen “cerebral” de su hemiplejía derecha (de «hemi«, mitad y golpe) y localizando el daño en el pequeño desfiladero, confluencia de cables que llevan las órdenes del movimiento: la cápsula interna izquierda. Cuando la parálisis facial o de los músculos oculares es contralateral al hemicuerpo paralizado —hemiplejía alterna o cruzada—, es indicativa de que el agravio ha ocurrido en el tallo cerebral.

    En «La Guerra y La Paz» (1863-1869), joya de la novelística épica, el Conde León Nikolayevich Tolstoi (1829-1910), describe con increíble maestría y detalles realísticos de asombrosa sutileza, trozos de historia, aproximaciones psicológicas a sus personajes y aún, relatos de  enfermedades. La grave dolencia que pondría fin a la existencia del Príncipe Nicolás Bolkonski, viene a ser un relato preciso y fino de pormenores clínicos que pasarían desapercibidos a un galeno moderno, ese nuevo bárbaro mencionado por Don José Ortega y Gasset (1883-1955) que es el médico trocado en técnico deshumanizado, tan lleno de «especialismo» e incultura médica, tan ignorante, desentendido e indiferente a aquello que se aleje de los reducidos cotos de su conocimiento.

Una hermosa mañana, el Príncipe Bolkonski en vistoso uniforme de gala y luciendo sus condecoraciones, sale a visitar a un dignatario local. Más tarde, varios hombres corren hacia su casa con cara de angustia. Su hija, la Princesa María sale al pórtico y observa como su padre es traído en vilo por manos compasivas. Nicolás mueve sus labios que sólo dejan escapar un ronco sonido. El médico diagnostica un «ataque cerebral« causante de parálisis del lado derecho de su cuerpo.

Pasados algunos días de angustiosa calma, arriba la convalecencia. Su ojo izquierdo se notaba inmóvil y el derecho parecía como «sesgado», no podía mover su lado derecho y la articulación de sus palabras era deforme. La fina descripción del desastre neurológico sugiere que el accidente ocurrió en el lado izquierdo del tallo cerebral, a la altura del puente de Varolio, donde residen los centros rectores de la mirada horizontal, los comandos que mueven los ojos de un lado a otro lado, como la trayectoria de una pelota de ping póng. Las lesiones del tallo no producen afasia, el paciente es capaz de hablar, pero lo hace como si tuviera una «papa dentro de la boca«. A este verbo estropajoso se le llama disartria o dislalia.

 En 1967, el gran clínico y neurólogo bostoniano, C. Miller  Fisher, M.D. (1913-2012), meticuloso observador y fino descriptor de numerosos signos y entidades neurológicas, describe y define el llamado «síndrome de uno-y-medio«, muy probablemente, el que sufrió el Príncipe Nicolás: Un ojo pierde total movilidad horizontal -«uno»- y el otro, sólo es capaz de movilizarse hacia afuera -«medio»-, siendo un exquisito signo de localización del daño en la protuberancia anular, también llamada, puente de Varolio.

Ni Tolstoi, ni ninguno de los médicos de su época, no podían apreciar  la significación neurológica de los detalles por él descritos. ¡No había nacido C. Miller Fisher, el descriptor del síndrome! En nuestros tiempos, los médicos hasta podríamos tener el conocimiento teórico, pero por no haber ejercido y afinado el don de la observación, somos incapaces de interpretar la realidad que clara se despliega ante nuestros ojos.

 El hospital y sus bondadosos pacientes nos ofrecen un laboratorio donde mediando el respeto,  la empatía y el deseo de sanar, podemos identificar aquellos cuadros clínicos extraordinarios ya descritos que produce la saña de la enfermedad desatada…

 ¡Ojalá pudiéramos tan sólo intentar imitar a medias!