Un elogio y un adiós al Maestro Puigbó (1925-2019)…

 

 

La muerte es una vida vivida. La vida es una muerte que viene. Jorge Luis Borges (1899-1986).

 

Cierto día, en medio de una mañana esplendorosa de cielo muy azul y fría temperatura, reminiscente de la navidad pasada, frente al costado este de la Iglesia de San Francisco, surgió ante mi vista un frondoso mamonero macho… Me dio por pensar, ¡Tan fornido como infértil! Muchos alcanzan edades avanzadas fatigados para solamente esperar su sino, pues creen que su misión se ha cumplido y cierran el libro de sus vidas porque su fertilidad parece haberse agotado. ¡Ah malaya! Pero, existen hermosas excepciones…

La Academia Nacional de Medicina a lo largo de decenios se ha nutrido del ejemplo y de los frutos del trabajo y de la producción científica de sus académicos. Ellos han sido el sextante, la brújula y la rosa de los vientos para definir el rumbo de generaciones posteriores y el faro que nos ilumina para guiar nuestras acciones y llegar al buen puerto de la verdad. Hoy día hay quienes pontifican que es una institución muerta, tanto como están sus asociados y la Gaceta Médica de Caracas, la revista biomédica más antigua de Venezuela que no tiene ningún impacto en parte alguna…

La figura del Maestro y amigo de todos, doctor Juan José Puigbó, Individuo de Número, Sillón XL, se erigió como paradigma y ejemplo, y su recuerdo nos invita de continuo a transitar su senda y continuar adelante para llevar siempre a la Academia en pos de sus mejores destinos. Su figura y su bonhomía se alzaron como sinónimos de compromiso, como ícono de pasión creadora, de meditación, de erudición y del amor por el academicismo que deja siempre, como huella indeleble, impreso en sus actos creadores; un comportamiento señero en permanente ebullición implícito a su excepcional personalidad.

Se nos fue el doctor Puigbó, un día durante el sueño fue llamado como un pagaré, vencido y sin protesto, pero nos deja su legado de sabiduría, memoria excepcional y experiencia acumulada de polímata, término que viene del griego polimathós, que quiere decir «el que sabe muchas cosas». Fue un polímata, pues, respondió al ideal renacentista del Homo universalis o erudito de amplio espectro, una persona que sabe de todo y en profundidad.

Se enfrentó al único enemigo capaz de derrotarlo, ese titán invencible: el tiempo, al cual trató de distraer porque cuando aparecía su último libro, tenía otro bajo la manga. Comprendió que la vida jamás debía detenerse más allá de las circunstancias históricas imperantes, a menudo adversas, como el fallecimiento de su querida Alicia y el mal demencial que la envolvió, permitiéndole apenas si retener arias operáticas cuando todo su pertrecho cognitivo se había evaporado por completo, cuando su cerebro era reemplazado por placas neuríticas de beta-amiloide y ovillos interneuronales de enrollados filamentos de proteína Tau citoesquelética…

Recuerdo una vez que me encontraba en un banco, y por casualidad oí a una secretaria explicar a una cliente de edad avanzada las ventajas de un depósito a plazo fijo. Cuando oyó que su dinero estaría ¨bien guardado¨ durante dos años, la anciana protestó:

¨ ¿Dos años?, a mi edad jovencita ni siquiera compro plátanos verdes¨.

Cuando Puigbó tenía 90 años y habiendo quedado viudo por algún tiempo, decidió mudarse a una nueva casa. No sólo mudó su extensa biblioteca, sino que contrató una bibliotecaria para que organizara sus libros como si su fin no estuviera cerca, como si nunca hubiera de morir… porque curioso y obstinado, él vivía sus días intensamente y no tenía tiempo para pensar en finales…

Hombre bonachón, de buen talante, lúcido verbo, sabiduría universal, de bonhomía desbordante, gran capacidad de labor, escritor fecundo, mejor amigo y consejero en momentos difíciles. Harto de conocimientos compartidos con bondad, corpulento, decidor y contador de deliciosas anécdotas que iba hilando sin pausa hasta completar un tapete de profunda y hermosa urdimbre. Su alma de niño asombrado traslucía con cada descubrimiento que hacía. El filósofo, el cardiólogo investigador, el ensayista, el cultivado de la ópera y de la música clásica, el coleccionista de libros que con fruición atesoró, leyó y compartió, viajero trashumante…

Como un Atlas llevó sobre sus hombros la bóveda celeste de sus innumerables pasiones, y cuando, fatigado por el trajín existencial, el cabello escaso, la respiración corta y fatigosa y las fuerzas debilitadas, reclamaban el descanso, para pena de todos, la muerte vino a su encuentro para despojarle de tan pesada carga…

Lo hubiéramos querido para siempre, pero de haber sido así, nosotros tampoco estaríamos pues en el mundo de los inmortales no hay lugar para los mortales. Ya los griegos, en el mito de Titono mortal, contaban que Eos o Aurora –en la mitología latina-, le había pedido a Zeus que le concediera la inmortalidad a su enamorado, pedido que el padre de los dioses concedió. Sin embargo, a la diosa se le olvidó pedir también la eterna juventud, de modo que Titono fue haciéndose cada vez más viejo, encogido y arrugado, hasta que se convirtió en cigarra,  o según otras versiones en grillo. Así, cada vez que Aurora se despierta por la mañana y llora, produce el rocío con sus lágrimas y el pobre de Titono de las mismas, sacia su sed … Según una antigua creencia cuando le preguntan qué desea, el pobre de Titono responde en latín: Mori, mori, mori que significa morir, morir, morir

Acogimos con beneplácito el placer de su amistad, los frutos de su intelecto y siempre agradeceremos su presencia, sus comentarios siempre lúcidos, su orientación, sus consejos y el mensaje afirmativo de la fertilidad del intelecto, que no se extingue con los años…

 

¡Lo que yo me hubiera dicho a mí mismo!

 

El próximo viernes 07 de febrero de 2020 a las 8.30 am en el Auditorio Herman Wuani de la Escuela de Medicina ¨José María Vargas¨, dictaré la clase magistral de despedida a los estudiantes de medicina que han concluido su carrera médica y que he intitulado, ¡Lo que yo me hubiera dicho a mi mismo…!

Están todos cordialmente invitados

Elogio del síndrome del paciente devuelto…

 

Elogio del síndrome del paciente devuelto…

   Siempre quise llamar la atención de las injusticias que se cometían en mi hospital. Todas cayeron en el saco roto de la indiferencia. Viene a mi memoria una viejecita margariteña quien presumiblemente presentaba una nefropatía obstructiva que entonces requería una urografía de eliminación, el examen que supuestamente era el indicado. Tres veces se sometió a la paciente a un enema jabonoso para limpiar su intestino y tres veces, pero siempre fue devuelta del servicio de radiología sin que pudiera realizarse y fue egresada; nunca más supe de ella, pero todavía me corroe el sentimiento de culpa… Ello motivó el que escribiera un artículo que fue publicado en el Diario El Nacional de Caracas del domingo 12 de agosto de 1985, sin que tuviera ninguna resonancia entre médicos de la institución u otras, ni personas lectoras del periódico.

No obstante, periódicamente enviaba escritos al diario que eran publicados. Aunque eran otros tiempos de libertad, también eran tiempos de indiferencia: ni el director del hospital, ni los jefes de servicio ni mis colegas se abocaron a apoyar mis reclamos y, mucho menos, investigar ni ofrecer una solución… Tenía que existir una causa que fuera la responsable de todas las consecuencias…

Lo publico tal como fue publicado precisamente, un día domingo hace 34 años; por supuesto, las condiciones del país han cambiado para muy mal y estamos sometidos a la humillación permanente a que nos han sometido la pandilla criminal que mantiene el país secuestrado y en la indigencia…

  • Imagínese usted sentado frente a su médico. Aquél, con el ceño fruncido revisa su historia clínica y con grave voz le comunica que debe ser sometido a una intervención quirúrgica por una condición clínica que puede poner en peligro el disfrute de su vida o aún llevarle a la muerte. De inmediato, usted se prepara psicológicamente para la inminente situación.

Echa mano de todas sus reservas psíquicas para vencer el temor al dolor, a la mutilación, al miedo de nunca más despertar de la anestesia, en fin, al diagnóstico definitivo, al nunca retorno…. Ya está usted en la camilla, en la antesala del quirófano esperando su turno para ser intervenido. Sólo una bata arrugada, un ridículo gorro y unas botas extrañas cubren su anatomía. Usted espera, vigilante pero atontado por el efecto de la medicación preanestésica. El tiempo parece haberse detenido… y de repente, usted es sacado de la sala de espera y llevado de vuelta a su cama sin haber sido intervenido, y sin ninguna explicación. ¿Y qué tal si esta situación se repitiera en más de una oportunidad?

 Hace ya algunos meses, en un noticiario de una conocida televisora comercial de esta capital, se daba a conocer el drama -verídico o no-, de un paciente recluido en uno de nuestros hospitales docentes, que había sido llevado en varias ocasiones al pabellón de cirugía, siendo devuelto del mismo otras tantas por causas diversas, desde sus mismas puertas, sin que se le realizara la intervención proyectada y supuestamente necesaria. Ante su impotencia y sintiendo el terror que produce la posibilidad de la cercanía de la muerte, no le quedó opción diferente a la de recurrir a ese medio informativo como una peculiar manera de presionar en la realización del tratamiento que consideraba salvador e indispensable.

Es esta, sin lugar a dudas, una de las máximas expresiones de lo que he dado en llamar el “síndrome del paciente devuelto”, que en forma endémica y a lo largo de los años, se ha aposentado a sus anchas en la gran mayoría de nuestros hospitales públicos, sin que le reconozcamos o prestemos la importancia que se merece por acompañarnos en el diario trajinar como la sombra al cuerpo.

El origen o etiología de este síndrome iatrogénico, infamante y vergonzoso, está centrado en la indiferencia ante el dolor ajeno, la falta de amor por el prójimo sufrido y por el trabajo comprometido y la noción por demás errónea, de que el paciente “está recibiendo un favor, y debe comprender…” Por supuesto que, para su entronización, difusión y proliferación requiere de un medio o terreno propicio, crónicamente viciado e indiferente al dolor, pues sólo se le observa en los hospitales estatales donde el paciente “a nadie pertenece”.

Se describen, sin embargo, casos muy esporádicos en clínicas privadas, donde el paciente sí tiene su médico que sabiendo que debe velar por su clientela, suele protegerlo con ahínco. Estos casos, excepcionales, casi siempre tienen su explicación en acontecimientos de fuerza mayor que usualmente son rápida y favorablemente enmendados.

Su razón epidemiológica es la de una endemia “tácitamente aceptada”, interrumpida con mucha frecuencia por brotes epidémicos donde demuestra un desbastador genio de mayor o menor duración e intensidad, en curiosa dependencia con la proximidad de estallidos huelgarios o de períodos vacacionales (Semana Santa, carnavales, navidades, y “puentes” de toda laya), donde en el “argot” hospitalario se habla de la existencia de un “piloto automático” que toma por esas épocas, los comandos de la institución ante la desaforada estampida de su personal.

Por ser un problema cotidiano, donde no existen responsables ni sanciones y donde todos estamos en alguna forma comprometidos, el virulento y contagioso “éter” penetra todos los niveles nosocomiales, a la vez que alcanza un amplio espectro de variantes clínicas. En sus formas leves se traduce, por ejemplo, en que el infortunado enfermo hospitalizado “pierda su cita”, bien sea porque el médico tratante olvidó asentar por escrito la indicación en la historia médica, o porque no se realizó la preparación adecuada, o porque la enfermera pasó por alto la remisión a otros destinos, o porque no fue posible hacer que los camilleros vinieran a recoger al desdichado con la antelación requerida…

Pero sí por ventura, éste llegara a tiempo al sitio y hora convenidos, otros sinsabores podrían estar aguardándole. Puede suceder que el médico consultado no haga acto de presencia ese día, o que el radiólogo competente para esa exploración esté de vacaciones y no haya quien le supla, o que se fue el agua, o se dañaron los equipos, o estalló una tubería de aguas negras en el mismo recinto del pabellón de cirugía, o no había ropas adecuadas para vestir al cirujano o al paciente, o se dañó el aire acondicionado… Formas más severas incluyen la preparación previa del paciente para ciertas exploraciones o intervenciones: ayuno prolongado, ingestión de pócimas, enemas evacuadores repetidos, inyecciones, rasuración de estratégicas áreas anatómicas, ordenación de nuevos exámenes subalternos que no van a aportar ninguna información decisiva, devolución desde las consultas y aún del mismo pabellón quirúrgico, etc.

Todos estos inconvenientes se traducen entre otros, en un sufrimiento innecesario (dolor físico o dolor psíquico) no siempre apreciado por el médico, progresión de la historia natural de la enfermedad dejada a su evolución “casi espontánea” por períodos variables de tiempo, dilación en la toma de decisiones o en la intervención necesaria, prolongación de la estada intrahospitalaria en desmedro del racional aprovechamiento de la cama para otros pacientes y elevación del coste de cama por día.

 La sintomatología que lo acompaña. comúnmente no es tan sonora como la del paciente descrito al inicio de esta nota. Manifestaciones clínicas “a bajo ruido” son la regla. La gran mayoría de las veces el paciente regresa a su sala, o a su casa en lo alto de un cerro, luego de haber ascendido incontables peldaños, frustrado y cabizbajo, casi enmudecido pero resignado, oyendo el ¿qué pasó?, fallido y desolado de sus médicos tratantes, o de sus inmediatos allegados, seguido del plañidero, “ahora habrá que esperar quien sabe cuántos días -¿meses?- para lograr otra cita”, y mientras tanto…

 Las complicaciones del síndrome no guardan espera y divergen en tres vertientes que incluyen al propio paciente, el personal médico y paramédico y al estudiante de medicina. En el primero varían desde diversos grados de morbilidad física o moral hasta el mismo óbito. En los segundos, suele presentarse como un “fenómeno de adaptación negativa”, según el cual los sentidos se embotan, las jerarquías clínicas pierden vigencia, el alma se envilece, deja ya de sentirse el dolor ajeno como propio y la situación es aceptada como “normal” o al menos como “corriente”. En los terceros, la irresponsabilidad “peloteada” entre sus maestros y la institución, les es dada en herencia maldita, al igual que la despersonalización o “cosificación” del enfermo, el endurecimiento ante la tragedia ajena, y “esa agresiva ligereza” que muchas veces tiñe de vergüenza el acto médico.

 Las causas perpetuantes del morbo radican en el absoluto déficit de organización de nuestros hospitales, que va mucho más allá de la carencia física o de la inexistencia o deterioro de aparatos simples o sofisticados. Esas instituciones nunca han funcionado alrededor del paciente como principio y fin de sus existencias y del acto médico en sí, sino que son pesadamente arrastrados en el tiempo por una “vis a tergo” cada vez más retrogradante donde no hay veredas ni metas. Nada funciona bien porque la institución hospitalaria así se lo haya propuesto. Nada de control de horarios o de adjudicación de funciones. Lo que aún marcha, o marcha a medias, tiene su explicación en que algún “excéntrico” siente la ingente necesidad de hacer las cosas lo mejor que pueda con lo que tenga a la mano, y de paso, dar un ejemplo con su acción.

El tratamiento primerísimo o profiláctico radica en la información y educación del paciente mismo sobre los derechos que le asisten, partiendo de que la preservación, mantenimiento y restitución de su salud, no es ni puede ser un “acto de beneficencia” como se cree aún en nuestras administraciones de salud en vías de subdesarrollo, sino que es un derecho constitucionalmente consagrado. Desafortunadamente, el mal aventurado enfermo, que nunca tuvo nada, se siente ya contento con un techo donde cobijar su dolor, una cama donde dormir, tres comidas al día, algún alivio a su sufrimiento y todo lo acepta pasivamente, aún la misma desaparición física…

El tratamiento curativo no puede ser otro que la extirpación radical de la calamidad, incluidas sus metástasis. El vigilar que todo funcione adecuadamente y en función del necesitado, y el que cada cual esté en el sitio que le haya sido asignado y con el cual adquirió un compromiso -no-impuesto, y de no ser así, echarlo fuera, ¡donde corresponde!, no importando su “color” político o la importancia de sus “padrinos”. La fijación de responsabilidades y la aplicación de sanciones, hechos tan extraños a nuestra realidad nacional actual, claman por sus fueros y no pueden ser postergadas indefinidamente.

Y para terminar, una plegaría final por la erradicación del síndrome, por la consecución -¿utópica?-de “una sola medicina”, donde la acción médica y paramédica no supedite su calidad ni enajene su efectividad al son del mejor postor. Que, como orfebres de antaño, los médicos de hoy sintamos, antes que nada, satisfacción y orgullo por el “arte final” que signa nuestro ser y nuestro hacer: La ayuda al sufrido, cualquiera que sea su posición social o económica, tipo de enfermedad o desenlace final de su dolencia, teniendo siempre presente y aplicando estrictamente la “ley de la madre”, precepto obligante mediante el cual nunca debemos hacer a un paciente lo que no haríamos a ella. Que todavía nos embarque la necesidad de realizar nuestro oficio con lo mejor de nuestras aptitudes y lo más acabado que nuestro arte nos permita, para así poder cumplir con la cuota de participación que nos corresponde en el proceso de desarrollo de nuestros hospitales, de nuestra sociedad y de nuestra medicina.

La conjura de la industria ¿cómo vender la enfermedad? Parte II

Primero, No Hacer Daño

La conjura de los remedios o ¿para qué tantas medicinas?

Chismes del pasado dan cuenta que Charles II de Inglaterra, Escocia e Irlanda (1630-1685), en el trigésimo séptimo año de su reinado, ocurrióle que cuando era afeitado de improviso emitió un sonoro grito y se fue al suelo cuan largo era mientras era sacudido por convulsiones. ¿Qué hacer? ¡Él no podía imponerse sus propias manos!

De acuerdo a los conceptos médicos imperantes en su época, era mandante sacar la enfermedad recién aposentada por cualesquiera orificio, natural o antinatural que existiere o fuera necesario crear… Y así, fue tratado por doce desesperados galenos, quienes aplicaron toda su sabiduría sobre la humanidad de su alteza real, pues mientras más poderoso uno sea, más médicos meterán su cuchara en el caldo corporal en que uno se transforma…

En las memorias de uno de ellos, un tal doctor Scarburgh, se da cuenta de los particulares de la singular “cura” a que le sometieron o más propiamente, de sus dieciséis martirios, sin que hayamos podido identificar cuál de ellos le dio el ‘coup de grace’ al desventurado monarca… (1). Sangría. (2). Incisión en el hombro y aplicación de ventosa para extraerle ocho onzas adicionales de sangre. (3). Administración de un vomitivo y un purgante. (4). Segunda purga. (5). Colocación de una lavativa antimonial. (6). A las dos horas, repetición del enema con un purgante. (7). Rasurado del cabello y aplicación ‘in situ’ de un vejigatorio. (8). Polvo para estornudar con la finalidad de “energizar su cerebro”. (9). Catárticos repetidos a frecuentes intervalos. (10). Paños sedativos con licor, agua de cebada y almendras dulces a intervalos regulares. (11). Emplasto de vino de Borgoña y estiércol de paloma aplicado en los pies. (12). Continuación de sangrías y purgas. (13). La condición del soberano empeora —¿Cómo? ¿empeora…?— Se administran cuarenta gotas de extracto de cráneo humano. (14). Medicación con piedra de bezoar. (15). Se le receta antídoto de Raleigh —una poción contentiva de enorme cantidad de hierbas y extractos animales— (16). ¡E pur si muove! ( “¡y sin embargo se mueve!”), dice uno de los matasanos parodiando a Galileo Galilei y le administra otra dosis de antídoto de Raleigh aderezado con julepe de perla y amoníaco… ¡Grande finale!

Yo le pido su indulgencia, desprevenido lector, por la larga lista que le di a leer… ¡Da a uno en qué pensar! Pero seguramente usted cree que  esto ya no ocurre… Ojee cualquier receta de nosotros, los médicos “modernos” que “cuidamos” de su salud… ¡Nada que ver! ¿Qué dirán nuestros colegas, por ejemplo, y para no exagerar, en el año 2155? Posiblemente, ¡Qué clase de solípedos eran aquellos! Forrados de cencia” trataban las enfermedades por las ramas, pues con limitadas excepciones, no sabían ni qué las producían creando hasta otras peores que el paciente no tenía cuando llegó a confiarle sus cuitas… Y si nosotros, profesionales en el arte de curar no lo hacemos ni tan bien, ¿Qué queda para los ignaros que tratan de emularnos?

 Lamento tener que echarle a perder esa detestable afición que usted comparte con muchos otros legos en la materia esa de recetar a otros  semejantes por el sólo hecho de que usted cree que eso es facilito y de que esa medicina le hizo bien a usted… Créame amigo mío, que cada vez que me siento en mi escritorio (sin., trinchera) con mi bolígrafo a la diestra (sin., misil Patriot) me acuerdo de lo que “viejo” maestro Henrique Tejera Guevara  (1889-1980), decía a los recién graduados de aquellos viejos tiempos, “Doctor, empadrone su título!”, y me tiembla el pulso al momento de escribirle una prescripción, y sólo pienso en lo sencillo que es para los miles de mis conciudadanos que a troche y moche se dedican al cultivo de este cuasi-deporte nacional de recetar de todo… a todos.

 

Así que le parecerá extraño que le diga que mientras más conocimientos tenemos y más hemos visto, más inseguros nos sintamos durante el sublime acto del recetar… Yo, por ejemplo, no he olvidado la terrible lección de la talidomida, que dejó esa retahíla de muchachitos focomiélicos sin bracitos ni piernitas como las focas… Era el producto “ideal” para combatir los nervios de una mujer embarazada por su “carencia” de efectos colaterales… Tampoco olvido el reciente “affaire” del aminoácido L-triptófano expendido libremente en tiendas “naturistas” con el pretendido mote de hipnótico natural, el que le evitaba a usted emplear somníferos… Ahora resulta que produce un desorden orgánico llamado síndrome de mialgia y eosinofilia, que no le voy a explicar qué es, pero puedo decirle que es responsable al menos de cinco muertes y que podría continuar importunándole un largo rato después de que usted haya dejado de ingerirlo… ¿No le digo que “patentados” y productos “naturistas —¿quién dice que lo son?—, son componentes del mismo imperio multimillonario que nos induce a tomar medicinas para prevenir enfermedades que aún no tenemos..? Vitaminas, laxantes “naturales”, lecitina, aceite de pescado, ginseng, fuentes de la eterna juventud…

 No hay dudas de que hay enfermedades que necesitan de medicamentos para su control, pues sin ellas, el paciente podría morir, sufriría inútilmente o tardaría mucho tiempo en reintegrarse a una vida activa y feliz ¡No existe discusión en ello! ¡Yo no soy partidario del nihilismo terapéutico!, pero el mayor porcentaje de pacientes que asisten a mis consultas no tiene nada que no pueda sanarse sólo, quizás con unos días de reposo, o más importante aún, con un cambio en sus hábitos de vida, un ajuste en la ruta… Pero no el golpe de timón —a la caja de seguridad de las arcas públicas— que pretendía hacer aquel gobernante enamorado, sino un verdadero cambio en su vida… Pero el paciente

parece estar frente a usted diciéndole, ¿A quién? ¿A mííí? ¡Qué va, oh! Déjeme con mis tragos, mis cigarrillos, mis comidas malsanas y mi colesterol y mi sedentarismo, y váyase a freír monos y a aconsejar al padre de sus hijos… ¡Yo vine aquí por una receta y sin ella no me iré!

El pobre iluso cree que ese lento cavar de su propia tumba, o peor aún, eso de estar continuamente comprando boletos para la rifa de una hemiplejía o de un infarto del miocardio puede remediarlo con medicamentos ¡Ja, ja, ja! ¡Qué bo…luntad! Pues bien, mi querido amigo, déjeme decirle que usted está equivocado de metra a metra. Usted, al igual que yo, somos objeto de un manejo, de una conjura, de una conspiración de las casas farmacéuticas para que nos mediquemos por nimiedades. Su negocio es redondo, pues se nutre de su imbecilidad tanto como de la mía, tratando es cierto- enfermedades producidas por la naturaleza… pero también otras que sus tósigos producen, para las cuales habrá que emplear otros venenos parecidos y así sucesivamente…

Nuevamente, sentado en mi trinchera con mi misil Patriot abandonado al desgaire en mi escritorio, miro a hurtadillas el sapiente libro “Side  effects of Drugs” no precisamente regalado por un laboratorio farmacéutico—, ubicado a mi siniestra como recordatorio de mi flaqueza farmacológica me pregunto: ¿Qué le indico? Este parroquiano vino a salir con una receta en su bolsillo y de no dársela, dirá que soy un ignorante, que no sé qué es lo que tiene, o que le robé sus reales. ¡Nada de eso! —pareciera decirme—, a un médico se viene para que le recete a uno. ¡Ya él verá qué hace! No se le paga para que hable pendejadas y le dé a uno consejos pues para eso están los rabinos, los ministros y los curas. Bueno —pienso yo mirándole — ¿qué voy a hacer? Tendré que recetarle… Pero, ¿qué?, si hasta la aspirina, los antiácidos y aún las vitaminas pueden producirle a este tipo amarguras futuras… a este tipo que está sano pero que se siente enfermo… Después de ofrecerle por cuarenta y cinco minutos las razones por las cuales no le voy a recetar, el sujeto insiste – “¿Y es qué no me va a dar nada…? ¿Es que usted no me toma en serio?” -“Okey, le voy a recetar una aspirina infantil un día sí y otro no…”.

Con cara de hereje el sujeto se despide y yo me quedo pensando, ¿qué efecto secundario le producirá una aspirinita a este semejante en particular? ¿la tolerará bien? ¿se irá la pastilla a embochinchar con esas otras porquerías que ya viene tomando desde antes? ¿su hígado y sus riñones podrán detoxificarla y eliminarla con prontitud? ¿le dañará el estómago, la vista, el oído o el olfato? ¿y si le da dengue hemorrágico? ¿y qué tal si la medicina le cae bien y en este país, sin gobierno ni nadie a quien le duelen los demás, se le ocurre continuar tomándola indefinidamente…?

El timbre del intercomunicador me saca de mis cavilaciones…

Es mi secretaria quien muy dulcemente me dice, “Otro vivo p’al corral doctor, ¡el señor Godínez tiró la puerta y se fue sin pagar…!”

Adendum

  • Y es que la sed de lucro parece ingénita a los comerciantes de la salud. Antes de seguir adelante, mostraremos algunos ejemplos paradigmáticos concernientes a el deseo, que va con la riqueza, de que todos nos creamos enfermos aún cuando no lo estemos… Un ejemplo es la antigua ¨colitis¨, hoy trocada en ¨síndrome de colon irritable¨… Y el dinero está a la orden para comprar tu opinión y tu receta…

La conjura de los remedios o

¿para qué tantas medicinas?

 PARTE II

 

Muchos pacientes y colegas me acusarán de nihilista, de mostrar vergonzoso escepticismo sobre la eficacia y seguridad de muchas de las drogas que uso, de que todo lo curo mandando a la gente a hacer ejercicios y a moderar sus excesos… ¡Quizás tengan razón! Mis ‘verdades terapéuticas’ de recién graduado de cutis lozano, las he transmutado ya tantas veces por ‘nuevas verdades’ a lo largo de estos treinta años de trajinar el camino…, que mucho me temo seguiré cambiándolas y reformándolas hasta el cese total funcionamiento de mis lóbulos frontales. ¡Qué más me da mí que soy un caliche! De lo mismo probablemente acusaron a los alumnos de Avicena (980-1037), el eximio médico árabe, el Príncipe de los Médicos, luego de observar a su maestro introducirle un vulgar piojo Pediculus capitis— a un presumiblemente prostático por el meato uretral, para aliviarle de una retención urinaria aguda. Guy de Chauliac, el eminente cirujano francés del 1300 y médico de los papas de Aviñón, también empleó con tino truco tan singular… Y de paso, yo también me adheriría a este procedimiento del estrés uretral por el hemíptero, de encontrarme ante una vejiga repleta, de repente y solitario con mi ineptitud, desprovisto de una sonda de Nélaton en la Medicatura Rural de Samariapo

Egoístamente hablando, no crea que el drama del anciano no deja de preocuparme… Habiendo ya cruzado la esquina de la cincuentena, me veo arribando raudo a mi vejez que, aunque ha de llegar porque sí, he tratado de que no se refleje tanto en mis funciones orgánicas llevando una vida reglamentada y saludable, con un mínimo ocasional de medicamentos y aderezándola con un poco de trote, porque si no lo sabía, vejez es casi equivalente a enfermedades crónicas, y si así se define, para la mayoría ello significaría que deberemos tomar medicamentos para contrarrestarlas… Mas, hay una enorme evidencia acumulada que indica que el consumo superfluo de medicinas asciende en directa relación al desarrollo del país y a la edad que usted vaya acumulando… Lo que asegura que a los viejitos se les administrarán drogas innecesarias; bien porque el diagnóstico que sustenta su indicación ha sido apresurado y erróneo; bien porque no se haya  demostrado que algún tratamiento aliviará esa condición determinada; bien porque se prescriba una droga peligrosa cuando otra menos dañina podría emplearse con éxito; bien porque podría indicarse una dosis más pequeña que brinde similares beneficios, sin mayores inconvenientes…

  Decía el maestro Francisco Antonio Rísquez (1856-1941), (el “viejo Rísquez” como era cariñosamente llamado), “mitad de dosis, mitad de efectividad” como queriendo decirnos: Pruebe primero con poco, vea qué pasa, e incremente de ser necesario…Atisbaba tal vez el problema aún peor de la polifarmacia, o una medicina para cada dolencia, múltiples drogas para tantos achaques que aquejan a un anciano y los cuales, muchas veces intolerantes, exigen una cura particular. Imagínese usted, una píldora para la tensión, otra para el reuma, aquella otra para la infección urinaria, esta tableta para los gases y la rosada para la memoria, un supositorio para el estreñimiento, esta inyección para la libido, esta cápsula para la diabetes, una para orinar con facilidad, junto con estas otras para la retención de líquidos y el ácido úrico alto… ¿Consecuencias? ¡Me huele a reacciones adversas! Sea a una droga en sí o a la interacción ocurrida entre unas y otras que generalmente no son reconocidas como tales ni por el médico ni por el paciente.

El epílogo tantas veces repetido, es que para un nuevo síntoma(s) –efecto colateral de alguna de ellas-, surgirá un nuevo medicamento e imagínese ese caldo gallego bioquímico circulando por la sangre del provecto, golpeando aquí y pateando allá inclemente, los ya cansados órganos, sistemas y aparatos… Entre las drogas más a menudo prescritas a los pacientes de edad se encuentran los tranquilizantes mayores y menores, las de acción cardiovascular y las de efecto gastrointestinal. Las primeras son quizás, las que más producen víctimas entre la población añosa (y en muchos adultos y jóvenes también). Particularmente indicados para el insomnio, existe suficiente evidencia de que ya no serán tan efectivos al cabo de pocas semanas, creando, por tanto, sólo dependencia química y hasta trastornos de las funciones cerebrales superiores -especialmente en la memoria-, atribuidas entonces a la senectud. Por su parte, la hipertensión arterial y las enfermedades del corazón son muy comunes en el anciano, pero de nuevo se hace presente en ellos una exagerada prescripción en situaciones donde no sería

necesaria una droga tan potente o a tan elevada dosis. Por último, la categoría de drogas de efecto digestivo incluye entre otras, las empleadas en el tratamiento de los ‘gases’, que son totalmente inútiles, siendo que quizás podrían prevenirse si se hicieran comidas ligeras cuatro veces al día, se aumentara en ellas el contenido de fibras y se masticaran los alimentos sin prisa y con diligencia.

Nuevamente se me podría tachar de exagerado… La Organización Mundial de la Salud (1985), al discutir el problema de los efectos adversos de los medicamentos en el anciano, asienta que “muy a menudo, la historia clínica y el examen de pacientes que han desarrollado efectos secundarios revela que no había una indicación válida para la droga en cuestión… Las reacciones adversas podrían en gran proporción ser evitadas en el anciano, escogiendo drogas seguras y efectivas y aplicando principios terapéuticos establecidos al hacer la prescripción, tales como (¡Ahh, el viejo Rísquez otra vez!) comenzar con una dosis baja, observar al paciente frecuentemente y evitar la excesiva polifarmacia. Dicho en otras palabras y de acuerdo a los expertos, los ancianos que sufren reacciones adversas a las drogas son a menudo víctimas de medicinas que no tenían en ellos una indicación válida. Un frecuente reflejo condicionado, ¡Prescribir por prescribir; prescribir por complacer!, diríamos nosotros.

Una regla práctica que no debemos olvidar es la de que cualquier síntoma puede ser producido o empeorado por una droga por más inocente que parezca y que ello es más cierto en el anciano. Pero tantas veces los médicos subdesarrollados nos sentimos inculpados ante la pregunta del paciente y dictaminamos en tono omnipotente: “En mi experiencia, ¡No tiene nada que ver… sígala tomando!) (prrrr… ¡trompetilla para tí!), pero por fortuna, el paciente no es pen y dejo lo demás, hace mutis, y ya no la toma más. Las clases más humildes y menos enteradas pagan el mayor peaje al gustar de esas extensas recetas, escritas a ambos lados del largo récipe, donde se duplican o triplican medicinas para un mismo fin, suerte de “tiro e’chopo” capaz de acabar con cualquier indisposición, y de paso con los magros ingresos y con el paciente mismo… ¿Y qué me dice usted de los nuevos medicamentos? Si usted no los conoce o no los receta, sus pacientes y colegas le verán con malos ojos. ¡El que llegue de último es pupú de perro!, decíamos en el recreo en el Colegio La Salle de Valencia que me vio hacer mis primeras y escatológicas apuestas… Sólo eso será usted cuando el paciente le pregunte si conoce o ha oído hablar del último “onenev odatnetap” — para su interpretación, recúrrase a la lectura especular del gran Leonardo da Vinci— y usted se quede en neutro o titubee. Se le mirará con el mayor desprecio… ¿Qué clase de médico gaznápiro será este que no sabe /no dice /no conoce? Por mi parte, yo prefiero no conocerlo todavía pues total, tampoco seré el primero en recetarlo y podré mirar desde lejitos los primeros lamentosos que hayan quedado machucados a la primera carga de caballería de manos de la alegre receta de otros colegas. Pero tampoco seré el último si razonablemente se demuestra que serviría para mí… y lo que es bueno para mí, podría serlo también para mis enfermos. No hay ni debe haber remedios para cada inconveniencia. Ello sería un insulto a la Madre Naturaleza. ¿Cómo iba el Todopoderoso a crear -perdóneseme la expresión— una ‘máquina biológica’ tan perfecta sin tomar en cuenta sistemas propios para corregir sus entuertos? El cuerpo humano en su perfección sublime es la antítesis de la Venezuela que no cuida ni conoce el mantenimiento.

Los antiguos sin tanto medicamento peligroso lo intuyeron y le llamaron la vis medicatrix naturae o poder curativo del organismo, vis conservatrix o fuerza natural del organismo para resistir las enfermedades o farmacia interna que posee sus propias drogas

¿Cuantas veces nos oponemos a ese poder o a esa fuerza implícita al ser al introducir en forma por demás ligera, sustancias extrañas que ni necesitamos? ¿Será que no nos queremos…?

Adendum

  • La industria de la comida rápida, el sedentarismo, los malos hábitos de vida: el licor, el cigarrillo y las  drogas preparan a nuestros niños, jóvenes y adultos para enfermar y morir…