Elogio de ahorro

¨Tan sólo el ahorro, la acumulación de nuevos capitales, ha permitido sustituir la

penosa búsqueda de alimentos a a que se hallaba obligado el primitivo hombre

de las cavernas, por modernos métodos de producción.

Todo avance por el camino de la prosperidad, es fruto del ahorro¨

Ludwig von Mises

 

  • Primer libro de Moisés llamado Génesis. Capítulo 41. El Faraón sueña con las vacas y con las espigas — José interpreta los sueños como siete años de abundancia y siete de hambruna — José propone un programa de almacenamiento de grano — El Faraón lo hace gobernador de todo Egipto — José casa con Asenat — José recoge abundante grano como la arena del mar —Asenat da a luz a Manasés y a Efraín— José vende grano a los egipcios y a otras personas durante la hambruna.

Primer y último libro del socialismo del Siglo 21. El mandón sueña con las vacas y con las espigas; Fidel Castro, gran gurú, interpreta los sueños como veinte años de abundancia con barril petrolero encima de los $ 150, agita las aguas en su beneficio, arrima la sardina hacia su sartén y lleva el agua a su molino… El amor platónico del otro conduce al beneficio de las vacas y las espigas a son expropiadas –robadas- por la revolución en ciernes. Desaparece a Chávez porque el fin justifica los medios y nombra al Ilegítimo para completar la faena; la torpeza del patán no deja pronto de hacerse ver: empobrece aún más al país, favorece la escases y la conflagración del hambre se cierne y se profundiza sobre el venezolano sin distingo de clase social, sin atenuantes ni salvadores…

  • Vengo de una familia edificada sobre roca por un libanés y una altiva flor de bora del llano guariqueño venezolano: Musiú José y Misia Panchita…, mis hermanos y yo fuimos el producto de un alegre y feliz encuentro entre dos lejanos mundos, el Oriente Medio y el norte de Sur América. Y así lo digo de voz en cuello: ¡somos hijos legítimos del kibbe con tabule, del arroz con lentejas, la caraota negra con carne mechada y tajadas…!

Quiere ello decir que venimos de donde el ahorro y la honestidad eran ley, y donde se ensalzaba la fidelidad. Éramos 6 hermanos varones y tres hembras y había que faenar duro. Por fortuna, los de su raza eran gente sana, industriosa, inteligente, dura y dispuesta para el trabajo sin pausa y la vida austera, que venían al país sin un centavo en el bolsillo pero con cinco mil años de ventaja en el arte del comercio, un legado de sus antepasados aquellos antiguos navegantes fenicios, y pronto eclipsaban a los nativos. Además de las virtudes que adornaban a los libaneses, aunque tenían fama de avaros, eran por lo contrario, también muy caritativos. Lo que muchos ignoran es que venían de una cultura de carencias en la que aprendían a guardar un equilibrio entre la abundancia y la escasez: Durante la cosecha se consumía lo necesario y se guardaba el excedente para los tiempos de penuria. Así, que fuimos criados en la estrechez y la frugalidad, esa que templa el espíritu, cuando paradójicamente, había abundante bienestar material. Heredaríamos la cultura de pueblos semíticos como árabes, judíos y fenicios. Esa, donde mi padre adquirió un alto sentido del ahorro, que como dijimos era visto como avaricia, que se llegara a comprender que su sistema metódico en el aspecto económico obedecía más a la necesidad de mantener un respaldo monetario en un país desconocido, que no de un afán puro de lucro. Para ellos no existían los golpes de suerte, sabían que ese trabajo metódico que enaltece, era el quid para alcanzar riqueza y compartirla…

A pesar de la holgura económica que se inició en mi hogar con la década cincuenta, nuestra educación fue muy estricta, exigente y vivimos sin ningún exceso. Estaría yo en quinto grado de primaria cuando luego de un recreo fui llamado a la Dirección del Colegio La Salle de Valencia. Me recibió el Hermano Heraclio León con su semblante hermético a quien por supuesto me acerqué muy temeroso. Introdujo su mano en el profundo bolsillo de su hábito y sacó un papel doblado en 4 partes. Lo abrió, me lo mostró y me preguntó si era mío. Asentí que efectivamente era de mi propiedad. Me lo devolvió con cara compasiva diciéndome,

-¨¡Caramba Muci, su casa es un cuartel…!¨

El papel en cuestión, se me había caído en el patio durante el recreo y el hermano que nos vigilaba lo recogió; no era otra cosa que una distribución, por horas, de lo que debía hacer durante el día, desde despertar a las 6.00 A.M. cuando él pasaba revista a una cajita cuadrada donde cada uno tenía cepillo y pasta de dientes, un peine, un jabón y Moroline® o petrolato como fijador del cabello, pasando por la hora de las tres comidas y las de estudiar, jugar y dormir. Al final, debía ser firmado con la sentencia previa de que su incumplimiento acarrearía la pérdida de la mesada –entonces ¨real y medio y cuartillo¨, o Bs 0.75- para asistir los sábados a la matiné del Teatro Imperio de Valencia.

Cuando en las mañanas me aprestaba a pasar revista en la Sala 3 del Hospital Vargas de Caracas, de elevado techo, largas ventanas ojivales y abundante luz, lo primero que hacía era mandar apagar las luces o apagarlas yo mismo. ¿Por qué lo hace doctor, si usted no es quien la paga…? Era la pregunta reiterada: -¨Un viejo resabio de mi infancia amigo, alguien paga por ella y malgastar la energía no está en mi norma de vida¨, -les respondía-. En mi casa debíamos apagar las luces si no la estábamos usando; el grifo y la regadera debían ser cerrados en forma intermitente mientras nos afeitábamos o nos bañábamos; la comida era abundante y podíamos repetir a condición de no dejar nada en el plato: si sobraba comida la comeríamos en la noche o al día siguiente; nada se desperdiciaba o se desechaba pues otros menos favorecidos que nosotros seguramente que la necesitaban. Los empleados comían la misma comida que la familia. Don José, mi padre, compraba los productos de aseo diario por gruesas: Jabón de Reuter, Moroline®, crema dental Kolinos® o Pepsodent®, peines y cepillos de diente, ello le permitía mejores precios y el consabido ahorro. En la cajita de marras cada hermano tenía lo necesario y mi padre se aseguraba que nada faltara. Un gran escaparate de tres cuerpos almacenaban las compras perfectamente ordenadas. El Tricófero de Barry® para el crecimiento y lozanía del cabello y el «Eau de Cologne¨ o Agua original de Colonia de Jean-Marie Farina®, no faltaban en mi casa. El papel higiénico –producto preciado en estos vergonzosos tiempos – no se apuñaba para la limpieza, sino se empleaban 3 o 4 cuadritos las veces que fuera necesario. A medida que crecíamos y los pantalones se hacían ¨brinca pozos¨ y el bajar el falso ya no era posible y las camisas apretaban, pasaban al hermano inmediatamente inferior. Con alborozo, lo tomábamos como un estreno. En fila india y cercano a la navidad, todos íbamos al zapatero quien nos tomaba las medidas sobre un pedazo de papel blanco realizando una plantilla y nos confeccionaba los zapatos, un par por año. Un reloj Cyma era lo justo; uno para cada uno, sin preferencias. Mi madre nos elaboraba las pijamas, eran indestructibles: era muy perfeccionista, pulcra y se tomaba su tiempo, así que debíamos esperar pacientemente por los esporádicos estrenos. No había titubeo ni regateo para los libros, artículos escolares o deportivos: mi padre los proporcionaba sin chistar. Aprender, dedicarnos para destacarnos en los estudios, no mentir, tener un horario y un lugar para cada cosa –y cada cosa en su lugar-, para todo, quizá nos hizo neuróticos, pero sarna con gusto no picaba y aún no pica…

Mi hermano José, el primogénito y mayor de los varones, nos había señalado la senda de la excelencia en los estudios, esa que mi padre nos exigía con firmeza. La medianía no era tolerada en mi casa: debíamos ser siempre los mejores, siempre sobresalientes. Y así era, estábamos becados por la Providencia y teníamos que ser acreedores a los bienes de un hogar pródigo y responder en consecuencia. Criar un cuadro de familia no era nada fácil; el ejemplo de un padre trabajador y visionario en los negocios, de un filósofo graduado en la dura escuela de la vida donde hubo frío, desamparo y hambre, habían templado su carácter y se nos ofrecía como ejemplo; su consejo era requerido por muchos que veían en él un paradigma de justicia, rectitud y sencillez, ejemplo a seguir. Nunca tuvo escolaridad, pero hizo edificar una escuela en su pueblo Rammah, en la provincia de Akkar, Líbano, y desde la distancia pagó por un maestro para que los niños locales y de poblados vecinos tuvieran educación, esa que él no había podido tener. Trabajó hasta los 91 años, hasta un sábado luminoso en que regresaba de su tienda; allí le buscaban para un consejo o una ayuda económica; nunca supimos a cuántas personas ayudaba en silencio; ese mismo día Átropos, ¨la inflexible¨, cortó el hilo de su vida de un tajo y en el que El Señor lo llamó a rendir cuentas, y a preguntarle por los talentos que le había dado en prenda; el corpulento cedro libanés presentó sus cuentas en regla, nada faltaba, todo había sido aumentado y Su señor le respondió: «¡Hiciste bien, siervo bueno y fiel! En lo poco has sido fiel; te pondré a cargo de mucho más. ¡Ven a compartir la felicidad de tu Señor!»

Todas aquellas reglas que luego trasladamos a nuestros hogares, nos enseñaron a ser parcos, sencillos, estudiosos y humildes, y nunca ser lo que no éramos… Nos alentó a compartir lo que tuviéramos fuese dinero o conocimientos y siempre a ser un ejemplo ciudadano… ¡Cuida los centavos que los bolívares se cuidan solos…! A menudo se le oía decir… Nunca jures por tu honor si no sale de tu corazón… Nunca pidas fiado, no adquieras deudas innecesarias, y de necesitarlas, págalas con prontitud; mantén tu crédito; haz que tu palabra valga más que un simple documento refrendado con tu firma…

  • La patria es un gran hogar donde existen roles simbólicos de padre y madre expresados en sus gobernantes que sus gobernados podrían estar tentados a copiar: ejemplos de beneficencia y de maleficencia, virtud y vicio, solidaridad y desapego o individualismo, rectitud o ignominia, justicia o arbitrariedad, ahorro o derroche, magnanimidad o ruindad e infamia, mentira o sinceridad y franqueza, bondad o maldad, honradez y corrupción…

 La mayoría de nuestros gobernantes no han comprendido su rol y no han sido buenos ejemplos a copiar: En la historia republicana del país y especialmente en los últimos 17 años hemos sido vapuleados por los malos ejemplos que cunden como mala hierba… Los mandatarios han dispuesto de la cosa pública como si fuera propia, sin consulta, sin concierto, si presentar cuentas y sin una pizca de sentido común. Han robado pues, porque cuando se dispone de lo que no nos pertenece, aunque sea para buenos propósitos, se está robando (María Corina dixit)… Es sabio conservar y aprovechar las herencias; las hemos tenido hasta la saciedad, sobre todo si son tan buenas como la que nos dejaron nuestros mayores. Y todo aquel que dilapida una herencia, termina arruinado en lo moral, económico y cultural. Es tan increíble la catástrofe nacional que uno se pregunta, ¿De qué hogares tan disfuncionales surgieron los capitostes del régimen…?

La audacia del ignorante ejemplificada en Chávez, un pobre muchacho que quería ser aceptado socialmente –y repartiendo el dinero que no le pertenecía por todo el mundo lo fue hasta que le duró el dinero-; le transportó una locura sideral, empleó la magia negra, le cambió el nombre a Venezuela, profanó la bandera y el escudo nacionales, el bolívar llamado fuerte resultó una macabra mueca, cambió el huso horario, derribó la estatua de Colon y decretó el día de la Resistencia Indígena –y mire que esos connacionales aún siguen resistiendo los embates del olvido, la depredación de sus tierras y la contaminación por sus curso de agua por el mercurio-; fue hipnotizado por los chinos y sacó a los expertos de la faja del Orinoco para solo lograr improductividad, expropió fundos, haciendas y emporios de riqueza agrícola y pecuaria para dejar cenizas irrecuperables; ¡Ahh!, compró relojes de marca y costosísimos aviones y los dejo pudrirse para terminar viajando en aviones cubanos, pagó deudas que no eran nuestras con dinero ajeno; se rodeó de ministretes también ignorantes, audaces y corruptos que llenaron de dólares sus alforjas sin fondo y las siguen llenando…

La ruina venezolana en medio de la riqueza nos llena a todos los ciudadanos de una gran vergüenza; el producto interno bruto descendió de $11.450 en 2012 a $4.417 en 2015, en la cola de Latinoamérica. De la antigua Pdvesa nada queda: miles de técnicos fueron despedidos y reemplazados por activistas políticos, manganzones y reposeros, y el resultado es que ha sido totalmente destruida, está severamente endeudada y es irrecuperable como negocio: su misión empresarial perdió el rumbo, se ocupó de lo que no debía y hasta puso a los generalotes a quienes compró y puso a vender papas. La CVG fue envilecida, escarnecida y arruinada por sindicaleros del chavismo.

La historia de la depredación socialista por supuesto que no termina aquí, sería tedioso continuar el inventario de calamidades sin echarse a llorar nada más pensando, ¿Cómo y por qué los dejamos antes y cómo seguimos permitiéndoselos en el ahora…? Podemos atisbar con claridad lo que nos depara el futuro, un país fallido, un país ruinoso, miserable y enfermo de cuerpo y alma, un país en franco infradesarrollo con niños de bajo peso cerebral dispuestos a ser manejados por el dictador de turno…

  • Muchos hogares como el mío existían doquier en mi época, éramos abstinentes y ahorrativos, no estábamos muy pendientes de las modas y abrazábamos el estudio con coraje y decisión; muchos de mis compañeros provenían de pobres comarcas del país; pasaron muchísimo más trabajos que yo que era un becado, y luego fueron exitosos y productivos. Ahora comprendo cómo mi padre decía que le dejaran gobernar el país por unos años y verían en qué emporio lo convertiría, cuando veía tanta riqueza ociosa, tanta palabrería hueca y estúpida, tan poco amor por la tierra y tan pocos patriotas dispuestos para el trabajo y para defender la patria…

Cuando llamen a estos sujetos para responder por los talentos que le fueron otorgados y vean que lejos de invertirlos los gastaron malamente, «los arrojarán en el horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes…»
Mateo 13,42.50

rafaelmuci@gmail.com;

Elogio de la indiferencia o el gran mal… La gorda Finada: la ciencia la salvó…, la indiferencia la mató.

¿Cuántos organismos dispensadores de salud existen en Venezuela? Entre una cincuentena, el Ministerio de Sanidad y Asistencia Social, es tan sólo uno de ellos; ahora lo es el Ministerio de Insalubridad de talla a la cubana: ineficiente y mentiroso… Puede entonces decirse que en democracia y dictadura no existe en el país una política de salud mantenida en el tiempo, o más bien, decenas de «organúsculos» desvinculados y realengos entre ellos el inefable Barrio Adentro, caja de ignorancia y malhacer, que dan cabida a una clientela política cada vez más voluminosa y engañada. En el subdesarrollo o infradesarrollo –porque no creo en eso de país en vías de desarrollo, o estamos o no estamos, o somos o no somos-, todo está anarquizado o es desarticulado. Cada cosa y cada cual —a un elevadísimo coste—, van por su lado, como orquesta sin conductor. ¿Podría producirse una hermosa melodía entre tanta desafinación? Ministros de salud militares que nada saben de salud, pero sí mucho del arte de engañar y robar, mientras otros esperan turno para hacer lo mismo. Como corolario todo se desgasta, todo se pudre, la indiferencia campea porque los ojos se tornan invidentes…

Pero no hay nada peor que el subdesarrollo entremezclado con el superdesarrollo, ese híbrido que fomenta el personalismo ¡Lo he repetido tantas ocasiones! Jamás en mi Hospital Vargas de Caracas, hubo médicos profesionalmente más aparejados. Muchos tienen cursos de posgrado en prestigiosas universidades del exterior y son profesores universitarios al menos bilingües, han hecho carrera en el escalafón, han cumplido. Al decir hipocrático de la Téhkne iatriké, ¡ellos saben hacer, sabiendo por qué hacen lo que hacen!: Cómo indagar, cómo examinar, qué examen indicar y cuándo, qué medicamento prescribir, cuándo y por cuánto tiempo, qué intervención quirúrgica indicar, cuándo realizarla y cómo hacerla; pero del dicho al hecho… ¡No hay cómo hacerlo! Más que una orquesta como tal, en mi Hospital existe el “hombre-orquesta”, un tipo extraño, invisible, mezcla de solista y “toero”, [1] cuyo mal ejemplo es estar comprometido con el trabajo, con el paciente, con la institución… En su afán de hacer su oficio, de hacer lo que sabe hacer, individualiza su quehacer. Total, la Institución no ha tenido y políticas ni metas, ni siquiera estadísticas creíbles. Así, que cada cual se elabora egoístamente la suya propia, lo que no deja de ser un gran compromiso, pues deberá hacerlo todo sin la ayuda económica o la palabra de estímulo de nadie y además, sufrirá ataques envidiosos de quienes no hacen y no dejan hacer.

El médico mismo o el estado, han invertido cuantiosas sumas de dinero para formarse o formar un médico altamente capacitado, que no puede insertarse en ningún lado, para luego ponerlo a trabajar como secretario, ordenanza o camillero en medio de una Babel total. Además, vemos paradojas incomprensibles: A su enfermo no se puede realizar un simple examen de glucosa sanguínea por no haber reactivos en el laboratorio, pero esa misma mañana, se le puede hacer un sofisticado ecocardiograma/Doppler transesofágico a color para evaluar las cámaras cardíacas o el arco aórtico. No existe insulina para tratar un coma diabético y con certeza el paciente morirá, pero en la habitación de al lado se dispone de todo un valioso equipo, talentoso y dado al trabajo, que puede ejecutar un trasplante hepático. La diferencia entre hacer y dejar de hacer, suele tener un nombre, responde a un esfuerzo individualista, no institucional. Simplemente, personas comprometidas de corazón, que no pueden quedarse con los brazos cruzados ante tanta necesidad…

El triste caso de Finada Sinrazón, que yo viviera en un hospital docente donde iba una vez por semana a enseñar a neurólogos el arte neurooftalmológico, desvela la enfermedad institucional pública, el hongo de la roya de la INDIFERENCIA, que ha atacado su eje vital, para convertirlo en negruzco polvillo… Comprenderá el por qué médicos competentes, abandonan universidades y entes públicos, para cobijarse en el ejercicio privado o migrar al exterior para dejar de ser cómplices de homicidios culposos…

Los residentes de medicina interna y neurología de aquel hospital, se encontraban excitados. Creían haber diagnosticado a tiempo una grave entidad come-gentes, cuyo tratamiento oportuno, podría salvar una vida. ¡Con cuanta energía juvenil se aprestaron a ayudarle! La mocedad de Finada parecía haberse desvanecido en medio de su morbosa obesidad de 130 kilos, pues tan sólo contaba veinticuatro. De ánimo apacible y sonrisa forzada que eclipsaba su pena, procedía de una barriada miserable cualquiera, un peón más de un juego de tronos…

  Su enfermedad se había iniciado pocos días antes, violenta, como chispazo veraniego en el seco Capin melao[2] de la falda avileña. A su ingreso, se le reconoció diabética en cetoacidosis —grave complicación-, siendo el ambiente azucarado y sus bajas defensas, el viento que avivó la llama de una aterradora infección. Tupición nasal, dolor en y alrededor del ojo izquierdo, enrojecimiento conjuntival, quemosis y descenso del párpado superior con tendencia del globo a protruir fuera de la órbita, constituyeron la primera llamarada: una celulitis orbitaria, le decimos clínicamente, pero no una cualquiera…

Las flamas cogieron cuerpo órbita adentro, para producir un síndrome del vértice orbitario, en que el ojo perdió y congeló todo movimiento por parálisis de sus nervios motrices, la zona se anestesió por completo y la vista se le volvió nubes. Una somnolencia completó la tríada de Gregory, rúbrica de la infección producida por el hongo Ryzopus de hifas no septadas, el hongo del pan, el de la infame roya de la papa, de distribución universal, compañero omnipresente de nuestro ambiente e inocente habitante saprofito de nuestros senos paranasales: Diabetes mellitus, celulitis orbitaria y síntomas cerebrales, preludio de tragedia. Biopsias y cultivos de los senos en agar de Sabouraud mostraron al ryzopus agresor…

  Era pues, ¡una mucormicosis o zigomicosis, la más aguda y fatal infección por hongos que se conozca! ¿Qué hacer entonces? Se le administró por vía intravenosa anfotericina B, la «droga-mata-hongos» más eficaz disponible entonces, pero ello no era suficiente… El hongo de marras gusta penetrar las arterias y utilizar el vehículo sanguíneo para transportarse a distancia en malignos émbolos micóticos, colonizando más y más tejidos, privándolos de sangre, infartándolos y dejando atrás, las cenizas: el ennegrecido tejido de la gangrena. ¡De no ser detenido, mataría a Finada…!

  Rarísima, la mucormicosis fue hasta 1955 una infección ciento por ciento fatal, a pesar de los nuevos tratamientos aún fallecen entre un 30 y 80 por ciento de los afectados, lo que la hace una asesina peor que la tuberculosis, el cólera y la peste bubónica. Lo que había que hacer para salvar la vida de Finada, era sumamente agresivo y el tiempo estaba en su contra ¡Era cuestión de vida o muerte! Había que arrancar la infección de raíz vaciando todo el contenido de la órbita: ojo, nervios, músculos, grasa, dejando sólo el hueso pelado. Una excenteración orbitaria, mutilante intervención que no muchos oftalmólogos están dispuestos a realizar. Y así fue, los galenos de la institución culipandearon[3], poniendo los paños tibios que dicta la ignorancia, pariente de la indecisión.

Siendo que solo hacía docencia ¨ad honoren¨, los residentes hicieron contacto con el médico dispuesto. Se trasladó a Finada al Hospital Vargas de Caracas, pues los minutos contaban… No hubo ningún sangrado durante la intervención pues el hongo había penetrado los vasos sanguíneos y dejado la zona exangüe. La radical intervención se realizó con éxito, luego vendría la corrección del defecto estético dejado por el descalabro quirúrgico. Pasaron los días y se asistió a la mejoría de Finada: Su diabetes estaba compensada, no había fiebre y en la oquedad orbitaria no se veía el azabache de la gangrena. ¡La infección estaba conjurada! Doce días más tarde, antes de irse a casa, un nefasto mediodía convulsionó, una vez tras la otra, entró en profundo coma y 12 horas después, flotó sobre su cuerpo mortal para darle la última mirada…

¿Qué podía haber pasado? Quizá la intervención había sido tardía y el hongo había penetrado al cerebro a través de las hendiduras oftálmicas, produciendo infartos múltiples. La autopsia demostró lo erróneo del razonamiento. Sólo se encontró un cerebro hinchado y sangre a presión bañando su convexidad, un sangrado subaracnoideo. ¡Ni rastro del hongo!

Se investigó, se preguntó, se indagó y surgió la verdad dolorosa… Otra enferma aseguró que dos noches antes, al cambiarse de posición en la elevada cama, su corpulencia se vino al suelo desde lo alto, haciendo temblar el piso y quedando luego como aturdida. La carencia de enfermeras durante la noche, lo elevado de las camas, la ausencia de barandajes protectores, favoreció la caída, la contusión cerebral, el sangrado intracraneal… la muerte. ¡La ciencia había salvado a Finada, la ausencia de un simple barandal, la pésima atención de enfermería, en fin, la sempiterna INDOLENCIA, habían ya decretado su muerte!

¡Contrastes del subdesarrollo! diría algún político cínico sonriendo… «¡Pon atención a los detalles, Rafiel! —me decía mi querido maestro William Hoyt, M.D. — ¡Descuida los pormenores y verás el todo arruinado…!»

Y cuánta razón le asistía, hemos denunciado tantas veces la falta de mallas inmovilizantes para pacientes agitados y la ausencia de barandales en las camas del querido Hospital, el escaso personal de enfermería y la cenagosa indiferencia… Tantas otras veces no hemos recibido respuesta alguna… Avergonzados en grado extremo, presenciamos la terrible tragedia del paciente que supera su gravedad, que comienza a movilizarse, únicamente, tan sólo para caer estrepitosamente al suelo desde la altura su cama y morir… escupitajo a la cara de quienes todavía tenemos fe en que las cosas han de cambiar… Y estamos seguros que cambiará…

¿Qué hacer mi Dios? ¿Acaso somos masoquistas?¿Seguimos en los hospitales o buscamos otros rumbos de menor injusticia social…?

 

 

[1] To(d)ero. Coloq. Persona que desempeña varios oficios o profesiones sin ser especialista en ninguno

[2] Melinis minutiflora es una hierba perenne del género Melinis, originaria de África. Se propaga en forma de alfombra; y es de inflorescencia de color rojizo. Florece por períodos cortos. Se cree que su olor fresco es repelente de insectos y de serpientes. En Venezuela es conocida con el nombre de Capin Melao, cubre extensas áreas del Parque nacional El Ávila, y es considerada por muchos de los caraqueños como la causante de las alergias que sufre la población en la estación seca de diciembre, enero y febrero.

[3] Culipandear: Evadir o enfrentar tímidamente un asunto

La anciana de los anteojos percudidos… o el valor de la empatía.

El doctor William Fletcher Hoyt, M.D. (1926-2019), profesor emérito de neurooftalmología, oftalmología, neurología y neurocirugía de la Universidad de California, San Francisco y director de la Neuro-Ophthalmology Unit adscrita al Neurosurgical Department, ha sido mi mentor y queridísimo amigo desde fines de la década sesenta del siglo pasado.

Siendo un internista –que no un neurólogo, oftalmólogo o neurocirujano- me acogió como Fellow en su Unidad de Neurooftalmología ignorando mi bastardo pedigree. Reveló su mente amplia y dispuesta al decirme, ¨no veo por qué un internista no pueda aprender lo que he enseñado a tantos otros de mis alumnos neurólogos, oftalmólogos y neurocirujanos¨.  Así, que me estrené y me entrené como el primero y único internista que hubiera pasado por sus manos. Autor principal de 266 artículos en reputadas revistas, descriptor de numerosos signos, síntomas y síndromes,  y coautor de la bíblica tercera edición en tres tomos para un total de 2800 páginas del Walsh and Hoyt´s, Clinical Neuro-Ophthalmology; entrenó 71 Fellows, la mitad de los cuales provenían de países lejanos; 48 se convirtieron en profesores de neurooftalmología, 8 fueron jefes de departamentos de neurología y 6 lo han sido de departamentos de oftalmología en reputadas universidades norteamericanas.

Un posgrado con él era un anhelado sueño y una preciada credencial que le abría a cualquiera de sus alumnos una posición en una reputada universidad norteamericana. Bill Hoyt ha sido considerado como uno de los gigantes de la neurooftalmología mundial del siglo XX y en 1983 recibió el título de Doctor Honorario en Medicina del Instituto Karolinska, Estocolmo, Suecia. En mis tiempos, su oficina era La Meca mundial de la neurooftalmología donde llegaban a verle, rendirle pleitesía y beber de sus saberes profesores locales y extranjeros de países diversos, Inglaterra, Australia, Nueva Zelanda, Japón y Suecia, por mencionar algunos. 

¨Toughy Bill¨ era llamado por su carácter severo o dureza de espíritu, mote que le acuñó el doctor J. Lawton Smith, M.D. (1929-2011), otro de los grandes de la neurooftalmología norteamericana, y bastaba con sufrirlo en las reuniones clínicas de cada día a las 7.00 a.m. para entender el porqué del apodo. Con razón cuando le pregunté al doctor Rafael Cordero Moreno (1917-2010) profesor venezolano que me abrió las puertas de su Unidad, cómo era el doctor Hoyt, él me respondió secamente, -¨Ya usted verá…¨

Y seguro que lo vi… El nivel de estrés en esos encuentros memorables era tan grande, que el ambiente se llenaba de olor de carne asada a la parrilla; claro está, la carne de nosotros, los asistentes. Sentados, Fellows y residentes en torno a una larga mesa, cada uno presentaba el caso del paciente hospitalizado que había visto la tarde del día anterior. Allí comenzaba el estropicio colectivo. Nada le complacía pues era muy intemperante, impaciente e intolerante con la ignorancia; la degollina entonces, no tardaba en iniciarse no quedando títere con cabeza; ¨la letra –el conocimiento- con sangre entra¨ era tal vez su motto, ese mismo que empleaban nuestros maestros de escuela de tiempos de añil. Conocía de memoria y en detalle las entidades patológicas, las referencias bibliográficas que las apoyaban y a sus descriptores, y raramente se equivocaba, así que pronto, en el término de la distancia y como muerto que el diablo lleva, había que ir a la biblioteca a revisarlas y aprenderlas, y prepararnos sin esperanzas para la zafra del próximo día…

             Su presencia infundía respeto y temor cuando no tremor. Mi barba, muy negra a mi llegada, comenzó prontamente a florecer como el guamo, es decir, se llenó de las impertinentes canas del estrés que no de la vejez, especialmente porque no podía seguir su paso; ignoraba demasiado, aprendía lentamente, por lo que no perdía la oportunidad de decirme algo muy pesado que ya yo sabía y sufría:¨You are a slow lerner, Rafee!¨, y además, lo que había acumulado en mi trayectoria de veinte años de internista, no parecía servirme de nada, en meses no había visto a un paciente desnudo y dispuesto a ser examinado por mí; peor aún, tenía cuarenta años de edad, mi estela vital se acortaba y no podía perder tiempo alguno…

Horas de horas, maravillado, pasé aprendiendo nuevas cosas, nuevas patologías, nuevas formas de mirar, de observar a lo Sherlock minucias clínicas de gran relevancia, y dos años no fueron suficientes; esperaba con ansias volver a Caracas para enseñar todo cuando había acumulado en mi costal de experiencias fraguadas en el dolor del ignorante… A mi regreso, el Hospital Vargas de Caracas me dio oportunidad de continuar aprendiendo, lentamente, según mi propio paso, sin apuros, pero con muchos trompicones, llenándome de pericias y teniendo la oportunidad de enderezar mis propios entuertos, aunque no del todo… Siempre me mantuve en contacto epistolar con él, refiriéndole mis experiencias, enviándole fotografías de mis pacientes y siempre obteniendo un punto de vista en el que no había pensado. Con los años mis preciados alumnos y sus preguntas, hicieron el resto…

Casi a diario acompañaba a Bill –como quiso que le llamara- a ver los outpatients; una manera de aprender sus métodos, de ver la ¨maestría de un maestro en acción¨, momentos memoriosos que no estaba dispuesto a perderme a pesar de sus reclamos, repugnancias y miradas fulgurantes. Severo ingresaba al Eye Room, la habitación dispuesta para la consulta externa, se sentaba en una simple silla de aluminio de asiento y respaldo verdes y frente a él, no mediando un escritorio, lo enfrentaba el paciente en otra silla similar. Allí, inmediatamente, se daba una transmutación: la profunda omega melancólica de su entrecejo se relajaba, la tensión de las líneas de expresión de su cara cedía y una facies risueña entonces le poseía. Así pues, se dirigía al paciente con un humilde y suave voz,

¨OK, Ms. Morgan, teach me…¨.

 Nunca había escuchado que un profesor mío le dijera a un paciente que le enseñara…; suponía que era todo lo contrario, que los médicos estábamos allí para con nuestra sabiduría, a lo mejor hasta inventada, enseñarlo a él… Pero no era así, quien sufre sabe dónde y cómo le aprieta la queja y va en busca del porqué y su resolución. Y así, el otro comenzaba a echarle su cuento, y él a pedirle aclarar puntos para armar un rompecabezas virtual e ir directamente a buscar lo que la guía de la anamnesis indicaba: La guarida del enemigo emboscado en la selva cerebro-visual. ¡Cuán afortunado fui, cuánto aprendí en dos años de caras duras y comentarios destemplados hacia mi persona…! Era el precio que había que pagar, pero él contaba con mi admiración, y para aprender es necesario amar y admirar a quien nos enseña…

Porque, ¨El profesor –dijo Gregorio Marañón en un acto de homenaje jubilar a don Agustín del Cañizo- sabe y enseña. El maestro, sabe, enseña y ama. Y sabe que el amor está por encima del saber, y que sólo se aprende de verdad lo que se enseña con amor¨. Por esto el maestro –había escrito en 1931- ¨no puede hacer nada que tenga más eficacia que el gesto de abrir la puerta de la escuela de par en par, con ademán de cordial efusión¨.

Una de esas mañanas franciscanas esplendentes de cielo muy azul, 12º C de temperatura, brisa suave y vivificante, cuando desde el ventanal de la Unidad de Neurooftalmología podían verse con nitidez las dos torres carmesí del ícono citadino, el Golden Gate Bridge, y el día invitaba a salir al Golden Gate Park a dar gracias a la vida, llegó ante nuestra presencia una señora viuda muy añosa y solitaria, una LOL (por little old lady) como supe que las llamaban no sé si con sorna o con respeto, con exceso de carmín en sus mejillas colmadas de arrugas, vistiendo un destartalado sombrerito de flores mustias y un sobretodo negro mareado por el tiempo -¨jovero¨, hubiera dicho mi madre-, con el enrarecido y áspero olor del uso continuado y la falta de un tintorero bondadoso…

                                              

                                                          

Una paciente suya a quien le habían resecado exitosamente un meningioma del tubérculo de la silla turca meses atrás que comprimía la vía visual y salvaguardada su visión. Temía ella que estaba ocurriendo una recidiva tumoral pues desde hacía ¨a couple of days¨ estaba viendo muy mal, muy borroso, muy distorsionado.  Esa fue la queja conmovida que envolvía su urgente pedido de ayuda. Soledosa en sus últimos días por fallecimiento de su amado marido, ¿qué haría ella sin su visión…? Bill, se quedó viéndola fijamente; suavemente le pidió su autorización para retirar sus anteojos, cosa que al tiempo hizo; –¨I´ll be back in a minute¨, le dijo palpándole en el hombro para reconfortarla, y me invitó a acompañarle. Salimos de la estancia hacia el pasillo y de allí entramos al baño. Confundido y expectante con todo ese ritual sin aparente sentido, le vi depositar jabón en sus manos, frotar los vidrios repetidas veces al tiempo que los enjuagaba con fruición; luego los secó cuidadosamente con una toallita de papel, y con una sonrisa de infantil satisfacción volvió al Eye Room y se los calzó de nuevo a la añosa, quien, ante el milagro de la recuperación de su visón, le devolvió una sonrisa de agradecimiento por haberle curado…

Insólita aquella gloriosa mañana de humanas lecciones, presenciar a un profesor de su estatura sacando enorme satisfacción de un hecho en apariencia nimio e intrascendente como el de Jesús lavando los pies a un pobre, y yo, radiante de emoción, protagonista de una situación teñida de empatía y gran humanitarismo. Desde entonces y en personas ancianas, varias veces yo mismo, he repetido similar ritual, ese que vi hacer a mi maestro y cada vez he sacado igualmente enormes satisfacciones ante la reacción del desvalido.

Y es que la vida del médico está repleta de momentos empáticos y de cercanía al lado del necesitado. Hemos sido afortunados, la vida nos colma en exceso si somos conformes; hemos tenido oportunidades y privilegios, y es tiempo de devolver todos esos favores recibidos. Como médicos tenemos innúmeras ocasiones para extender nuestra mano solidaria y cálida a aquellos a quienes nos debemos. Recordemos que el término empatía designa con vigor el acto psicoemocional por el cual el médico se pone en el lugar de su enfermo, calza sus zapatos y en consecuencia se esfuerza por sentir en carne propia lo que a aquel está ocurriéndole; y para que un tal acto sea eficaz, no sólo basta un buen deseo, ha de estar teñido de sensibilidad, tacto e imaginación para lograr que el acto médico se rija desde el mundo del enfermo, es decir, asumiendo la subjetividad de esa persona, y no desde el mundo prepotente del médico y la medicina.

  Pero además, convencidos de que el paciente, al decir de Ludolf von Krehl (1861-1937) de la Escuela de Viena, es una ¨unidad existencial¨, con unicidad y espiritualidad propias, que no es él propiamente ¨una enfermedad¨, una etiqueta, sino un ser humano regido desde su interior y dotado de raciocinio, libertad, intimidad y responsabilidad, por lo que debemos evitar transformarle en una cosa: cosificarle; con ello y en forma consciente lo libraremos de toda posible iatrogenia o daño infligido por la acción del médico.

Nunca es más importante en nuestros días, que un médico intente conocerse a sí mismo mediante autoanálisis y aun, echando mano del doloroso psicoanálisis personal. Como exigencia personal y de moral personal y médica, asumí ese compromiso hace ya muchos años y conozco muy de cerca las penas y dolores de crecimiento que se dan cita y se desarrollan en el diván del psicoanalista… De esas largas horas de tantos días, meses y años aprendí a ser hombre…

Los pacientes pobres del Hospital Vargas de Caracas me han enseñado a lo largo de muchos años no sólo a despojarme de mi timidez y muchos de mis complejos, sino también acerca de la geografía nacional que en mi mocedad desconocía: pueblos como Humocaro Alto y Humocaro Bajo, Pámpano y Pampanito, Michelena y Guardatinjas, El Furrial, a través de sus bocas sonaron en mis oídos por vez primera y me indujeron a ir al mapa. Además, su lenguaje tan particular arrastrado del castellano antiguo, como ¨ancina¨ por así; estar ¨opado¨ para designar los párpados hinchados; ¨causón¨ por conjuntivitis; tener la ¨demostración¨ por tener la menstruación; estar ¨suspensa¨ por encontrarse en amenorrea; ¨ensuciar¨ por evacuar, y tener una ¨continuación¨ por diarrea…

No suficiente, en su dolor me enseñaron su conformidad aprendida y enfermiza, su incapacidad para comprender que tienen derechos y que la atención que les proporcionamos no es un mero acto de beneficencia; su tolerancia infinita ante el dolor mordicante, somático o psíquico… Con ellos como protagonistas, enuncié y publiqué lo que designé como ¨el síndrome de paciente devuelto¨, una forma de iatrogenesis por omisión, suerte de mal endémico y trasunto de deshumanización que en forma endémica y a lo largo de los años, se ha aposentado a sus anchas en la gran mayoría de nuestros hospitales públicos, sin que le reconozcamos o prestemos la importancia que se merece por el incomprensible acostumbramiento ante ¨el dolor que no nos duele¨: el dolor del semejante, y por ir asido de nuestra mano en el diario trajinar como la sombra al cuerpo. El paciente es devuelto una y otra vez de una consulta, de un procedimiento complementario sometiéndolo repetidas veces al ayuno o a enemas evacuadores, y aún, del mismo pabellón quirúrgico, una y otra vez por causa de la irresponsabilidad e indiferencia compartidas de quienes tenemos a nuestro cargo solucionar sus problemas.

No más ayer vi una joven paciente operada de las mamas en 4 ocasiones, una, mamoplastia de reducción que dejó una intolerable asimetría; otra, para colocación de prótesis; otra más, para subsanar el entuerto de colocar la prótesis más grande donde debía ir la más pequeña –algo similar a amputar la pierna sana y no la enferma u operar una hernia en el lado sano-, y por último una cuarta para retirar una de las prótesis que se había encapsulado…

En estos tiempos de socialcomunismo interesado en sumisiones y esclavitud, la empatía parece ser una virtud en extinción o totalmente ahogada. Como si fuera una peste contagiosa, nos desprendemos, nos alejamos del que sufre, la costumbre nos hace invulnerables y simplemente, asumiendo que siendo culpa de otros, podemos ser absueltos…

 

En aquel día hermoso y luminoso pudo él hacer gala de su mote de ¨toughy¨, mostrándome una vez más su dureza; acosarme a preguntas buscando que no tuvieran respuestas; denigrarme por mi lento aprender, pero… no, no lo hizo; hubiera podido preguntarme sobre meningiomas, acerca de su biología, clasificación y clínica visual, sobre Harvey Cushing el neurocirujano de postín y hasta hacerme pasar por ignorante frente a su paciente; pero tampoco fue así; pudo más su empatía con la viejecita desguarnecida e inerme, y en esa ocasión, decidió darme una lección de piedad, humildad y cercanía al paciente…

La empatía, del griego μπαθής («emocionado»), es la capacidad cognitiva de percibir como si fuera propio en un contexto común, lo que otro individuo podría estar sintiendo. También se le describe como un sentimiento de participación afectiva de una persona en la realidad que afecta a otra. Para muchos, es la base de la conciencia moral; para otros, tiene una base neurobiológica. Las mismas regiones del cerebro que procesan nuestras primeras experiencias con el dolor son también activadas cuando observamos a nuestros pares en pena. La empatía y el interés empático no son solo ideas. Están enraizadas en fenómenos físicos concretos y mensurables y son parte de nuestra naturaleza. Ello no significa que no estemos influenciados por ideas, pero parece indicarnos que los humanos no dependemos únicamente de un entrenamiento cultural para desarrollar el sentido empático.

                                                                          

Estudios con resonancia magnética funcional (fMRI)[1] realizados por Zhixian Gao y cols. (Mount Sinai School of Medicine, New York; Brain 2012:135;2726–2735), revelaron que pequeñas lesiones de la corteza insular anterior, pero no en la corteza cingulada anterior, resultaban en déficits en la percepción del dolor explícito e implícito, apoyando el papel crítico de la corteza insular anterior en el procesamiento del dolor empático.

Igualmente, análisis en animales de experimentación nos llevan a preguntarnos si el sentir empático es un proceso puramente automático. Tal vez no…, la empatía es realmente un conjunto de habilidades y existe abrumadora evidencia de que ella y la preocupación empática pueden ser inducidas y robustecidas por la experiencia y la cultura.  En el lado negativo, los experimentos sugieren que la exposición a un medio violento puede desensibilizarnos; vale decir, mitigar la respuesta de nuestro cerebro ante el dolor que no es nuestro.

También parece estar claro que la gente puede sentir menos dolor cuando las víctimas le son extrañas, miembros de otra raza o individuos marcados por un estigma social. Quizá la violencia represora y el goce con la humillación y el dolor ajeno que hemos visto durante tres lustros de militarismo socialista comunista en Venezuela y acrecentado in extremis en los últimos meses de protestas cívicas, pueda ser producto de la continuada prédica del odio y la aniquilación hacia quien piensa distinto. Esta situación puede parecer desoladora, pero también sugiere que puede haber formas, técnicas de reeducación para que ellos y nosotros mejoremos el sentimiento empático.

Adicionalmente a la prédica por alcanzar la excelencia profesional, es seguro –como fue en mi caso-, que podamos fomentar la empatía mediante la prédica con la palabra y muy especialmente con el ejemplo ante nuestros jóvenes estudiantes de medicina, mostrándoles que, a pesar de las profundas e injustificadas carencias de nuestro sistema de salud, el disfrute de servir y cómo de él, obtenemos preciosísimos goces espirituales…

 

rafaelmuci@gmail.com

 

 

 

 

[1] La resonancia magnética funcional (IRMf) es un procedimiento clínico y de investigación que permite mostrar en imágenes las regiones  cerebrales mientras ejecutan una tarea determinada. En inglés suele abreviarse fMRI (por functional magnetic resonance imaging).

Elogio de las perlas clínicas: La importancia del relato simple en medicina…

  • Cuando la enfermedad tiene un lenguaje…

¿Qué cómo conocí a Purísima Doncellil?

Alianzas de amistad fraterna me liaban a sus padres desde que eran solteros. Hasta algún ¨arruchadito¨ le cambié alguna vez cuando no me quedó otra opción. Le vi hacer gorgoritos, presencié su errático gatear y sus primeros pinitos, la observé también hacerse una señorita y vestir sus primeros sostenes, asistí a la transmutación en adolescente de figura esbelta y grácil, sonrisa espontánea de perfecta y alineada dentadura, cutis de melocotón, mirada vivaz tras largas y negras pestañas… Era, la “niña-de-mis-ojos” de sus orgullosos padres. Muchas veces me lamenté ante ellos por la sobreprotección que le conferían. “Es la única hembra entre seis varones”, se justificaban jubilosos. Sin ser pediatra, en ocasiones le examiné por naderías. Por esas naderías que expresan más la inseguridad parental que una real enfermedad de los hijos. Siempre muy sana, delgada; pero sana… Y así fue como el tiempo pasó y Doncel Exinanido, su vecino y noviecito desde los catorce años se transformó en su esposo. Beneplácito de las dos familias. La abrazamos contentos como si se tratara de una hija y brindamos por su felicidad. Al regreso de la corta luna de miel, de inmediato s marcharían a Norteamérica. Él haría un posgrado en administración de empresas; ella, en educación preescolar. Acongojado, presencié el duelo de sus padres, por no tenerla más en el hogar y por saberla lejos…

A poco de su partida, enfermó… Una dispepsia no ulcerosa le fue diagnosticada: No hacía sino vomitar todo cuanto comía, perdió peso en forma considerable, su tez palideció, estaba insomne e inapetente, un dolor de cabeza pesado y persistente se entronizó en sus días y sus noches, sentía intensa fatiga y abulia, ¿comprende usted…?, como a quien se le ha drenado la sangre y con ella el espíritu vital. Se entretuvo también un diagnóstico de síndrome de fatiga crónica ¡usted sabe, una enfermedad como los zapatos de platabanda, horribles, pero ‘inn, para tipificar lo que no entendemos o no conocemos! Se le asociaron ataques de pánico: una sensación de muerte cierta, o la convicción de locura, con su corazón yéndose al galope en desordenados latidos y su respiración que no le alcanzaba, sus piernas que no le sostenían y un insoportable y ominoso hormiguillo que le llenaba manos y pies.

 

La examiné remirado, pues esta vez sí que parecía estar enferma. No quería encontrarle nada malo. ¡La veía muy mal; pero no había pista alguna que denunciara la enfermedad enramada! Como parte de ese examen clínico integral a que todo paciente tiene derecho, le miré el fondo del ojo. Dirigí el intenso rayo de luz blanca a través de su pupila y me acerqué tanto como pude, tratando que el círculo de luz llenara ese espacio también circular, a través del cual miramos el mundo: la pupila. ¡No existe un examen en medicina que requiera de más cercanía entre un médico y su paciente que la oftalmoscopia! Podía oír sus respiraciones contenidas y atáxicas, y seguramente, ella las mías. Se resistía al examen, no me dejaba observar, giraba bruscamente su cabeza como por fuerza de un resorte que la disparaba al lado opuesto. ¡Fue cuando lo comprendí todo!:

Quedamente, tratando de colmar mis palabras de respeto y comprensión, le pregunté, -“¿Se ha consumado tu matrimonio, Purísima…? Fue entonces, cuando Purísima me lo dijo todo sin decirme nada: gemidos entrecortados y borbotones de lágrimas, desesperados, me dieron la razón. Una infinita pena por seis meses represada buscó su desahogo natural: Lágrimas de amargura. Un decir sin decir nada, un inculpar sin inculpar a nadie, un inmenso tormento sin un confidente a quien tender los brazos anhelantes… ¡Purísima era todavía virgen! Se habían casado creyendo que el matrimonio era jugar a mamá y papá. Ambos habían escogido, irreflexivamente, la pareja ‘ideal’, la que la trampa de sus inconscientes les ofreció. Doncel, a despecho de su juventud, era impotente; ella, tímida sexual. Una relación platónica para un fracaso mil veces presagiado…

En “La aventura de la Finca de Cooper Beeches”, Sherlock nos dice, “Es frecuente que el hombre que ama su profesión por ella misma, saque sus más vivos deleites de las manifestaciones menos importantes y más humildes de la misma”.

            Tal vez no de un moderno ecógrafo, menos de una tomografía por emisión de positrones, quizá sí, de un humilde oftalmoscopio para mirar, más que ver, para ejercer a plenitud el arte de la fina observación, de «pequeños-grandes detalles» que no necesariamente tienen que ver con el ver… Para quien mira a través de un oftalmoscopio —el instrumento idóneo para asomarse al interior del ojo— verdades directas y objetivas le allí serán desveladas pues de acuerdo al genial Jean-Baptiste Charcot (1825-1893), es la anatomía patológica realizada en el ser viviente. Hasta allí, todos estamos de acuerdo. Sin embargo, cuando se dejan flotar al máximo los sentidos, emergerán otras piezas de diagnóstico que yo llamo “secundarias”, verdades accidentales, si se quiere no relacionadas directamente con el ver. Secundarias, no porque sean de menor importancia, sino porque están mimetizadas o escondidas y sólo son identificables, cuando nuestro cerebro está programado para percibirlas. Nacen del cultivo de la capacidad ‘observadora’ de otros sentidos. Son imponderables advertidos sólo por el que está concentrado en lo que hace, por ello, Holmes solía decir que “el arte de observar es impersonal, pues está más allá del que observa”.

 Al mirar el fondo del ojo podemos percibir el hálito alcohólico, el aliento dulzón del diabético muy grave o el urinoso del urémico, o algún hedor nauseabundo nacido de senos paranasales enfermos; podemos escuchar el silbido del bronquio herido del fumador abusivo o del asmático oprimido; o ruidos traqueales o bronquiales que expresan secreciones represadas; o movimientos anormales y espontáneos de los ojos, vedados a la mirada desnuda por su escasa amplitud; o los ansiosos y profundos suspiros del hiperventilador; o la detención periódica de la respiración de Cheyne-Stokes del enfermo con daño cerebral o insuficiencia cardíaca, con su crescendo subsiguiente; o ruidos metálicos de las antiguas prótesis que han suplido la función de válvulas cardíacas enfermas y disfuncionales; o el aumento del tono simpático del angustiado o hipertiroideo, que desorbitan sus ojos al pedírseles fijar su atención en un objeto distante; o el movimiento de la cabeza y la danza de la arteria central de la retina sincrónicos con el latir del corazón del insuficiente de la válvula aórtica, donde la sangre se devuelve contra natura…

Purísima no podía cooperar al momento de la oftalmoscopia: Nunca pudo hacerlo desde niña. ¡Era extraño que, de casada, todavía no pudiera tolerar la pe-ne-tra-ción de la luz! Abrigamos la sospecha y en ciertos casos como el presente hemos logrado comprobar que en algunas mujeres, por lo general jóvenes, la imposibilidad para colaborar al momento de mirarles el fondo del ojo, puede representar un fenómeno vicario o sustitutivo de la llamada angustia de penetración: Echada boca arriba, la habitación en penumbra, el estrecho acercamiento a que obliga el procedimiento, la percepción de la respiración del médico muy cercana al oído, completan el ambiente para evocar, la fantasía inconsciente de la desfloración, y de allí, los fuertes cabeceos de rechazo y ese lagrimero… Al regreso de la luna de miel, cuando se ha vivido la realidad con el objeto amado, la fantasía de destrucción se disipa, y la joven ya no retirará nunca más la cabeza…

¡Lo reconozco, es pura imaginación! pero, -“¿Cuántas veces la imaginación es la madre de la verdad?”, decía Sherlock en “La tragedia de Birlstone”…

 

Elementary, my dear Watson!

 

  • A la zaga del signo revelador…

 

“Dios está en los detalles”.  A. Warburg

El objeto del diagnóstico es la acción; el del diagnóstico precoz el adoptar lo más pronto posible todas las medidas que puedan estar indicadas para curar, aliviar, prevenir o limitar las complicaciones de la enfermedad. Se entiende por signo, ¨El fenómeno, carácter o síntoma objetivo de una enfermedad o estado que el médico reconoce o provoca¨; si el signo evoca de inmediato un diagnóstico o domina en importancia a otros que simultáneamente concurren en un paciente dado y focalizan la atención hacia un determinado aparato, órgano o sistema, se designa como ¨signo rector¨ o ¨signo-señal¨.

En la Viena del Siglo XIX, el internista Josef Skoda (1805-1881) trabajando en simbiosis con el patólogo Karl von Rokitansky (1804-1878), puede aceptarse que desarrollaron y pulimentaron el diagnóstico anatomoclínico; uno diagnosticaba y el otro comprobaba: vale decir, uno diagnosticaba mediante el exclusivo uso de los sentidos y el otro ¨viendo por sí mismo¨ en la mesa de autopsias, comprobaba o rechazaba la presunción diagnóstica. De esa forma contribuyeron al fortalecimiento de la observación del hecho clínico mediante signos privilegiados, indicios que a la mayoría le resultan imperceptibles, objetivamente evidenciables e inequívocamente patológicos relacionados con la enfermedad dominante en un paciente dado, que obedecían a un número muy limitado y concreto de causas…  Quizá un medio de comunicación entre el hombre y la maravilla de su Creador: el cuerpo humano, un privilegio divino, una vía de comunicación que debería continuar cultivándose hoy día, en tiempos alejados de la candidez y más cercanos al pragmatismo maquinal del ¨time is money¨…

 Siempre me encantaron y me esforcé por conocerlos, buscarlos y aún más, enseñarlos a mis alumnos, adelantándome y ganándole al dictado de la máquina diagnóstica, tan distante de la mirada médica en este ahora, tan gobernado por la tecnocracia como está, y que no es otra cosa que esa mirada médica tan particular e inquisidora que tiene un sentido y una trascendencia, una mirada que transforma el síntoma en signo, espontáneo diferencial consagrado a la totalidad y a la memoria; mirada calculadora también, acto que reúne en un solo movimiento, el elemento y el vínculo de los hechos clínicos entre sí, una mirada sensible a las diferencias, a la simultaneidad, a la sucesión y a la frecuencia; ¿acaso se me permitiría llamarlo ¨ojo clínico¨…?

No es que yo quiera considerarme el último romántico de la semiótica… hay tantos otros como yo que lloramos ante la pérdida de un bienhadado bien; parece que ya nadie siente pasión por poseerla; parece que el conocimiento ¨pret-a-porter¨, se impondrá por sobre la fina orfebrería cerebral del diagnóstico; parece que esta vez las máquinas nos ganaron la partida y debo retirarme siempre enseñando mi arte adonde todavía la observación y el contacto cercano son vitales; tal es en el ejercicio de las relaciones entre la visión y las funciones cerebrales, la neurooftalmología, donde no reconocer o confundir el minúsculo signo señero, equivale a no acertar el diagnóstico y a condenar al errabundo paciente a buscar otro médico, otra ¨última esperanza¨…

Y sólo saben siempre enseñar, los que nunca dejaron de aprender…

La soberanía del signo clínico…

¨La teoría calla, o se desvanece casi siempre en el lecho de los enfermos para ceder el puesto a la observación y la experiencia¨, ¡eh! ¿Sobre qué se funda la experiencia y la observación, si no es sobre la relación de nuestros sentidos? ¿Y que serían la una y la otra sin estas fieles guías?¨ [1]

El paradigma indiciario o adivinatorio de Carlo Ginzburg en su saber cinegético, nos muestra la enfermedad como presa y el médico como cazador… Por miles de años el hombre fue cazador… En el curso de incontables lances aprendió a reconstruir la forma y los movimientos de su invisible presa mediante huellas en la tierra, ramas rotas, excrementos, mechones de pelo, plumas desprendidas, pesos, colores, rumbos y olores estancados, más de las veces irrelevantes a los ojos del profano… Aprendió a oler, registrar, clasificar e interpretar trazos infinitesimales como rastros de baba… Aprendió cómo ejecutar complejas operaciones mentales a la velocidad del rayo en la profundidad de los bosques o en las llanuras de escondidos peligros… Desde esos rústicos cazadores, un rico contingente de conocimientos ha pasado con la tradición oral a través de generaciones. Este conocimiento se ha caracterizado por la habilidad de construir a partir de datos experimentales una compleja realidad que no fue experimentada o visualizada directamente. ¨El cazador habría sido el primero en ‘contar una historia’ porque era el único que se hallaba en condiciones de leer, en los rastros mudos (cuando no imperceptibles) dejados por la presa, una serie coherente de acontecimientos¨. En ausencia de documentación verbal para suplementar las pinturas en la piedra, podemos depender del folclore que trasmite un eco para aprender del conocimiento acumulado desde esos remotos cazadores, que elaborados por el observador producen una secuencia narrativa: “alguien pasó por aquí…”

[1] Corvisart, Nicolás (1755-1821), médico del Emperador Napoleón Bonaparte, fundador de la cardiología científica. Prefacio a la introducción del libro de Auenbrugger –sobre la percusión-: Nouvelle méthode pour reconnaltre les maladies internes de la poitrine (París, 1908). p-VII.

En el año 2000 y en la Academia Nacional de Medicina de Venezuela definimos el sentido de Perla de Observación Clínica, cuando escribimos, ¨Se entiende por perla de observación clínica un hecho, caso clínico o hallazgo observacional, que, por mérito propio y consolidado por el tamiz del tiempo, en razón de su presencia permite un diagnóstico positivo, un constructo excepcional o constituye una pista que conduce a él¨.

¿No tiene esta definición de «perla» el aroma de Sherlock Holmes, su sagacidad y su ciencia dispuesta a reconocer minúsculas pistas y descifrar su enigmático lenguaje? De pequeño leía con fascinación sus aventuras sin poder atisbar, claro está, la influencia que tendrían en los años por venir en mi transitar como médico sobre cuerpos machucados por la saña de la enfermedad. ¿Qué iba yo a saber que su figura compendiaba a los grandes observadores de nimios pero reveladores detalles del entorno, desplegados y contenidos desde no se sabe cuándo, en cándidas observaciones orientales envueltas en la tradición oral y en textos impresos en pergaminos y folios amarillentos de épocas remotas:

Desde el Talmud de Babilonia: Tratado del Sanhedrín (cerca de 200-500 años a.C.); el Nigaristán: Muin-al-din-Juvani (1335) y Thomas‐Simon Gueullett (1683–1766) con sus ¨Soirees bretonnes¨; los Tres Príncipes de Serendip del Peregrinaggio de Michel Tramezzino (1557), reconocido por Horacio Walpole y cuya carta a Horace Mann contiene la primera referencia a la serendipia, castellanización de la palabra inglesa serendipity, para designar la sagacidad accidental; el Zadig, lector de pistas, de François Marie Arouet (Voltaire) (1694-1778); el clínico de filigranas Joseph Bell de Edimburgo (1837-1911), su pupilo, Sir Arthur Conan Doyle (1859-1930) y el propio Sherlock Holmes, su creación literaria, y… por último, el mismísimo Sir William Osler (1849-1919) de quien se dice fue influenciado por la lectura del Zadig de Voltaire…

En estos textos de kirghiz, turcos, tártaros, judíos y persas en el Peregrinaggio, se relatan siempre bajo el mismo ritornello: las historias de tres hermanos que encontraron un hombre que había perdido un camello o en otras versiones un caballo, y hasta una vaca. Ellos lo describieron sin titubeo: blanco, ciego de un ojo, sin un diente, con dos alforjas de cuero de cabra, una llena de vino y otra de aceite, o una llena de trigo y otra de miel ¿Le habían visto? ¡No! Les acusaron de robarlo y fueron a juicio: por medio de miríadas de inaparentes detalles habían reconstruido la apariencia de un animal que nunca habían visto, sus virtudes, sus defectos y su carga… Accidentes felices, un prodigio de observación fina e intencionada, pues en medicina todo o casi todo, depende un vistazo inteligente, de un instinto feliz, de un chispazo revelador. ¡Bienaventurada sea la observación!

En este orden de ideas, tal vez sea el momento de recordar el pasaje de Voltaire, ¨Zadig o el destino. Historia oriental¨[1] donde encontramos una extraordinaria pieza de observación cuyo protagonista es Zadig -del árabe saadig, el veraz-, un joven rico y poderoso, quien debido a las ingratitudes de los hombres se retiró a una casa de campo a los bancos del Eúfrates y allí buscó la felicidad en el estudio de la Naturaleza, ese gran libro abierto por Dios ante los ojos de los hombres.  Allí estudió las propiedades de los animales y las plantas, y en muy poco tiempo, adquirió una sagacidad que le hacía observar millares de diferencias, allí, donde otros sólo uniformidades veían. “Mi trabajo es conocer cosas. Me he entrenado a mí mismo para ver lo que otros pasan por alto”, -Sherlock Holmes, en Un caso de identidad-.

 Leamos un prodigio de observación, el Zadig de Voltaire en su cuento filosófico, ¨El perro y el caballo¨:  

¨Cierto día paseándose junto a un bosquecillo, vio venir corriendo un eunuco de la reina, seguido de muchos oficiales de palacio: todos parecían poseídos de la mayor inquietud, y corrían a todas partes como hombres extraviados que andan buscando lo más precioso que han perdido. -¨Mancebo -inquirió el principal eunuco-, ¿visteis al perro de la reina?¨. Respondióle Zadig con modestia: Es perra que no perro. Tenéis razón, replicó el primer eunuco. Es una perra fina muy chiquita, continuó Zadig, que ha parido ha poco, cojea del pie delantero izquierdo y tiene las orejas muy largas. -¨¿Con que la habéis visto?¨ -dijo el eunuco fuera de sí-. -¨No por cierto -respondió Zadig-; ni la he visto, ni sabía que la reina tuviese perra ninguna¨.

Aconteció también por aquel mismo tiempo que por un capricho del acaso se hubiese escapado esa misma mañana de manos de un palafrenero del rey, el caballo más hermoso de las caballerizas reales, y andaba corriendo por las vegas de Babilonia. Iban tras de él, el montero mayor y todos sus subalternos con no menos premura que el primer eunuco tras de la perra. Dirigióse el caballerizo a Zadig, preguntándole si había visto el caballo del rey. -¨Ese es el caballo -dijo Zadig- que tiene el mejor galope, cinco pies de alto, la pezuña muy pequeña, la cola de tres pies y medio de largo, las cabezas del bocado son de oro de veinte y tres quilates y las herraduras de plata de once dineros¨. -¨¿Y qué camino ha seguido, donde ha ido? – ¿Dónde está…?¨, preguntó el caballerizo mayor. -¨Ni le he visto, repuso Zadig, ni he oído hablar nunca de él¨.

Ni al caballerizo mayor ni al primer eunuco les quedó duda de que Zadig había robado el caballo del rey y la perra de la reina; condujéronle pues a la asamblea del gran Desterham, que le condenó a doscientos azotes y seis años de presidio en la fría Siberia. No bien hubieron dado la sentencia, cuando aparecieron el caballo y la perra, de suerte que se vieron los jueces en la dolorosa precisión de anular su sentencia; condenaron empero a Zadig a una multa de cuatrocientas onzas de oro, por haber dicho que no había visto aquello que en realidad sí había visto. Primero pagó la inevitable multa, y luego se le permitió defender su causa ante el consejo del gran Desterham, donde dijo así:

¨Astros de justicia, pozos de ciencia, espejos de la verdad, que con la gravedad del plomo unís la dureza del hierro, el brillo del diamante y no poca afinidad con el oro, siéndome permitido hablar ante esta augusta asamblea, juro por Oromazes, que nunca vi ni la respetable perra de la reina, ni el sagrado caballo del rey de reyes. El suceso ha sido como os voy a contar. Andaba paseando por el bosquecillo donde luego encontré al venerable eunuco y al ilustrísimo caballerizo mayor. Observé en la arena las huellas de un animal y fácilmente conocí que era un perro chico. Unos surcos largos y ligeros, impresos en montoncillos de arena entre las huellas de las patas, me dieron a conocer que era una perra, y que le colgaban las tetas, de donde colegí que había parido hacía pocos días. Otros vestigios en otra dirección, que se dejaban ver siempre al ras de la arena al lado de los pies delanteros, me demostraron que tenía las orejas largas; y como las pisadas de un pie eran menos hondas en la arena que las de los otros tres, saqué por consecuencia que era, si soy osado a decirlo, algo coja la perra de nuestra augusta reina. En cuanto al caballo del rey de reyes, la verdad es que, paseándome por las veredas de dicho bosque, noté las señales de las herraduras de un caballo, que estaban todas a igual distancia.  He aquí, me he dicho para mí, este caballo tiene un galope perfecto. En una senda del camino que no tiene más de tres pies y medio del centro del camino, estaba a izquierda y a derecha barrido el polvo en algunos parajes. El caballo, conjeturé yo, tiene una cola de tres pies y medio, que con sus movimientos de derecha a izquierda ha barrido este polvo. Debajo de los árboles que formaban una bóveda de cinco pies de altura, estaban recién caídas las hojas de sus ramas, y conocí que las había dejado caer el caballo, que por tanto tenía cinco pies de alzada. Su freno debía de ser de oro de veinte y tres quilates, porque habiendo estregado la cabeza del bocado contra una piedra que he visto que era de toque, hice un ensayo. Por fin, las marcas que han dejado las herraduras en piedras de otra especie me han probado que eran de plata de once dineros¨.

Quedáronse pasmados todos los jueces con el profundo y sagaz tino de Zadig, y llegó la noticia al rey y la reina. En antesalas, salas y gabinetes no se hablaba más que de Zadig, y el rey mandó que se le restituyese la multa de cuatrocientas onzas de oro a que había sido sentenciado, puesto que no pocos magos eran del dictamen de quemarle como hechicero. Fueron con mucho aparato a su casa el escribano de la causa, los alguaciles y los procuradores, a llevarle sus cuatrocientas onzas, sin guardar por las costas más que trescientas noventa y ocho; verdad es que los escribientes pidieron una gratificación.

Viendo Zadig que era cosa muy peligrosa el saber en demasía, hizo propósito firme de no decir en otra ocasión lo que hubiese visto, y la ocasión no tardó en presentarse. Un reo de estado se escapó, y pasó por debajo de los balcones de Zadig. Tomáronle declaración a este, no declaró nada; y habiéndole probado que se había asomado al balcón, por tamaño delito fue condenado a pagar quinientas onzas de oro, y dio las gracias a los jueces por su mucha benignidad, que así era costumbre en Babilonia, -¨¡Gran Dios, decía Zadig entre sí, qué desgraciado es quien se pasea en un bosque por donde haya pasado el caballo del rey, o la perra de la reina! ¡Qué de peligros corre quien a su balcón se asoma! ¡Qué cosa tan difícil es ser dichoso en esta vida!¨

La semiótica y Sir William Osler.

La semiología o semiótica es la disciplina que aborda la interpretación y producción de los síntomas. La semiología médica, el estudio de los signos y síntomas de las enfermedades, muchos de ellos extraídos sobrepasando la opacidad de la piel para traerlos al claror de la interpretación pues no hay enfermedad sino en el elemento de lo visible, y por consiguiente de lo enunciable: La inspección, percusión, auscultación y palpación sirven a estos propósitos y dan la bienvenida al estudiante de medicina después de que sus años básicos o preclínicos le preparan para este cometido; es cierto, es el inicio de un camino no siempre liso, que nunca habrá de terminar porque la medicina es conocimiento incierto opuesto al conocimiento de las cosas inertes, y su objeto el hombre enfermo, según Dumas, es demasiado complicado, abarca una multitud de hechos harto variados, opera sobre elementos demasiado sutiles y en exceso numerosos, para dar siempre a las inmensas combinaciones de las cuales es susceptible; la uniformidad, la evidencia, la certeza caracterizan las ciencias físicas y matemáticas.

[1] http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/fran/voltaire/zadig_o_el_destino.htm

Un permanente “mareo de tierra”, en el que su cuerpo parecía vacilar como si estuviera en un bote a merced de las olas. ¡La desestabilización total! En seis meses estaba de vuelta en Caracas, con una extraña dolencia que había resistido el embate de la tecnología gringa, que rechazaba toda taxonomía y rehuía su desvelación… Muy a mi pesar, la tuve esta vez como mi real paciente, y la visión que de ella tuve, me llenó de profunda tristeza y compasión: La magrura de su porte, sus ojos sin brillo, los feos barros que empedraban sus mejillas, sus labios mustios, pálidos y agrietados, su dentadura opaca y su cabello sin brillo, círculos oscuros alrededor de sus ojos simulando un antifaz de carnaval triste, la cara enjuta y amarilla que recordaba aquella facies miasmática de los palúdicos crónicos… peor aún, la alegría de campanita, que era su contraseña, había huido de su ser…

Como a cualquier otro internista, la figura de Sir William Osler (1849-1919) impregnó el pensar y hacer de mi generación y podría decirse que él, aún pervive en el mundo de la medicina académica. Mis profesores y mis lecturas así me lo pregonaron y me lo siguen proclamando. Fue la persona que más influenció el mundo médico de habla inglesa y sus enseñanzas permearon a todas las escuelas de medicina del mundo occidental. Sus publicaciones totalizaron más de 1.500 producto de su curiosidad innata, observación cuidadosa, paciencia y asiduidad, así como un ojo observador y una mano presta para registrar sus experiencias. A menudo solía decir que el éxito del que había disfrutado no era debido a su genialidad, antes bien a su capacidad en poner manos a la obra. 

Dedicado a sus maestros canadienses, él sólo completó un texto de medicina de 1079 páginas, corrigió las pruebas e hizo el índice en sólo 16 meses, para transformarlo en el más popular y conocido de su tiempo por más de treinta años, ¨The principles and practice of medicine¨, publicado en Nueva York por D. Appleton and Company en 1892; realizó personalmente y registró en detalle más de mil autopsias naciendo en su mente la correlación de la medicina de cabecera al lado del enfermo con los hallazgos patológicos o medicina anatomoclínica, jugando un rol preminente en la creación de la Escuela de Medicina Johns Hopkins conjuntamente con William H. Welch, William Halsted y Howard Kelly formando un brillante equipo algunas veces llamado como el de ¨los cuatro grandes¨, que se constituyó en el estándar de oro de la educación en la América de su tiempo. Quién podría dudar de su habilidad como maestro de ese alguien en quien la educación y el ideal puro eran las fuerzas movilizadoras de la pedagogía.

Por cierto, en los tempranos días de la oftalmoscopia, el procedimiento era considerado por casi todos los médicos como provincia de la oftalmología; de acuerdo a de Schweinitz, fue Charles Norris conjuntamente con los esfuerzos de William Thompson, S. Weir Mitchell y el propio William Osler quienes en conjunto convencieron a los médicos de Filadelfia acerca de la necesidad de realizar un examen ocular sistemático en todos los pacientes…

Sus enseñanzas alcanzaron el pináculo a fines del siglo XIX e inicios del XX, épocas en que la medicina científica moderna se estableció en contra del misticismo y verdades parciales que habían evolucionado por cerca de dos milenios desde tiempos de egipcios, griegos, y romanos. Quizá su mayor legado y aquella acción por la cual quiso ser recordado, fue la de llevar a sus alumnos a aprender a la cabecera del enfermo como nunca antes se había insistido, haciendo énfasis en el paciente como ¨texto de estudio¨, cuando hoy día, en tiempos de sofisticadas herramientas tecnológicas el paciente está presente solamente bajo la forma de unos pocos mililitros de sangre o líquido, varios gramos de tejido o una lámina radiográfica donde se inscribe en tonos de grises el drama del enfermo en ausencia de su persona y aún una simple e insulsa receta para complacer.

«No deseo más epitafio que la mera inscripción en mi tumba, que enseñé a mis alumnos medicina en las salas del hospital».

La perla médica y su oriente magnífico…

Cuenta una leyenda que cuando los ángeles lloran, sus lágrimas caen al fondo del mar y se convierten en perlas. Dentro de las grandes civilizaciones y religiones antiguas las perlas personificaban la virtud, la sabiduría y el poder. En el relato clínico que nos ocupó al inicio, a no dudar, en la construcción intelectual del diagnóstico, un sutil hallazgo oftalmoscópico no relacionado directamente con la oftalmoscopia, un cambio en el orden de los factores, reluce como una perla, con ese ¨oriente¨ al cual se refería mi padre barajando entre sus dedos esa joya por la que sentía especial atracción y que regalaba a mi madre en demasía y vistiendo él mismo, una negra en su corbata: En las perlas de color claro no otra cosa que su brillo nacarado, un inimitable y sutil juego de colores presente en su superficie, y en las perlas de color oscuro, el sobre-tono y su atractiva iridiscencia; y por analogía, en las perlas clínicas, no otra cosa que verdades contundentes escondidas dentro de la hojarasca del discurso o en un área milimétrica del cuerpo apenas perceptible y soslayada con el mensaje no leído a ella implícito. La perla simboliza pues una preciada y afortunada pertenencia, un algo muy valioso que llevada a las más elevadas posesiones del espíritu alcanza su más legítimo esplendor.

En 1997, elegido Miembro Correspondiente Nacional de la Academia Nacional de Medicina de Venezuela, organismo donde concurren médicos de las más diversas tendencias y especialidades, en algún momento pensé que las asambleas se harían menos monótonas, menos tediosas y más atractivas si se pudiese incluir un segmento corto, de unos 10 minutos de duración, donde se presentara algún hecho médico significativo, ¨un fascinoma¨, cierto síntoma clínico determinante, un signo-señal o alguna condición clínica, donde no se aceptaran preguntas, y al que sugerí designar, ¨Perlas de Observación Clínica¨. Contendrían uno o más casos donde se demostrara la importancia del relato simple, del hallazgo revelador que, además, culminara con un mensaje, una moraleja o colofón.

 

Elaboré y envié las reglas para normarlas. Fue aceptado de inmediato por la Junta Directiva y así se me informó mediante oficio N° 2000/17, del 20 de enero de 2000. Desde el inicio tuvo y ha continuado teniendo la entusiasta acogida de toda la asamblea. Ahora, bajo nuevo reglamento se ha extendido a 15 minutos y hay lugar para 15 minutos de preguntas. Estas cortas sesiones suelen transformarse en artículos para nutrir la Gaceta Médica de Caracas, órgano de la corporación. Más adelante, se amplió el concepto surgiendo también Perlas de Observación Humanística, Perlas Históricas y Perlas de Observación Científica. Hasta el presente he presentado y publicado en la Gaceta Médica de Caracas, órgano de la Academia Nacional de Medicina, un total de 43 de ellas; dos adicionales fueron presentadas, pero esperan para ser escritas y publicadas: (1). ¨La momificación en el tiempo, y las momias del Doctor Gottfried Knoche¨; y (2). ¨Vitrubio, Fibonacci y Paccioli: El Jorobado de Notredam y neurofibromatosis de von Recklinghausen, El Hombre Elefante y síndrome de Proteus¨.

    En homenaje a mi perseverancia en la presentación de estas Perlas de Observación Clínica a lo largo de las sesiones de la Academia, en mayo de 2012, mi dilecto amigo y académico, individuo de número Sillón IX, el doctor Otto Rodríguez Armas, bondadosamente me regaló una perla de las llamadas hanamadas o perfectas, proveniente de Mikimoto, el imperio del cultivo de perlas más grande del mundo en la bahía de Ago, al sur de Tokio, fundado en 1898 por Kokichi Mikimoto, el rey de las perlas, y que a su vez le fuera obsequiada en Japón por el profesor Shouichi Sakamoto en un congreso mundial de ginecología. En su honroso concepto, más la merecía yo que él…

                                          


 Ya todo está dicho… Inclinémonos en señal de veneración, respeto y estima ante la Madre Clínica y su hija favorita, la escrupulosa observación; la más fina, sencilla y económica de cuantas herramientas dispone el clínico en su quehacer; empresa para una vida entera pues se construye en el día a día comprometido, y por su detalle y multiplicidad, es la más difícil de asir. Trasmitámosla sin regateos a las nuevas generaciones…

Su adquisición y pulimentación crítica debe constituirse en el Santo Grial de la formación del médico, desde sus inicios hasta su culminación vital…