Elogio de la observación: cualidad de genios. Sobre enfermedades y escritores… Parte IV

Una de las situaciones clínicas de máximo impacto y mayor dramatismo sobre la vida de un individuo, sus allegados y la sociedad, es el accidente cerebrovascular agudo, ahora llamado ictus cerebral[1], pues a menudo interrumpe las funciones que gobiernan la autonomía del ser, sumiéndolo en la postración y la dependencia. No raramente decreta la muerte biográfica, al amenazar de manera radical los proyectos y sueños anteriores a la enfermedad, y peor aún, de ser muy severo o agravarse, hace cercana la posibilidad de nuestra muerte biológica. Es el enemigo que no podemos ver, que, ya se mimetiza con un día claro y radiante, ya con una noche oscura y rutinaria, en el que se abalanza pesadamente sobre uno, tal vez sin síntomas premonitorios que nos adviertan de su blando o  feroz ataque. Es como un relámpago en un cielo azul, que nos toma por sorpresa, no atinando a precisar de dónde viene o cuál es su objetivo. Con temor, es designado por el común de las gentes de muy diversas maneras, «embolio(a)», «derrame», «ataque cerebral», «apoplejía», suerte de Babel de orígenes o confusión de causas, o mediante un nombre apolillado y en desuso como el de «congestión cerebral», concepto estancado en un pasado donde campeaba el desconocimiento científico o en el mejor de los casos, buscaba una mejor vía de expresión.

Aunque podemos estar libres de toda culpa al momento de atacarnos, casi siempre existe una larga historia de abusos conscientes o instintivos, frutos de la ignorancia o de la indiferencia —a despecho del conocimiento—. A la imagen del sujeto antiguamente llamado de temperamento sanguíneo, ese, «de complexión robusta, desarrollo muscular y plenitud vascular por abundancia de sangre», ha dado paso una serie de factores, llamados de riesgo, responsables de su producción, pues su sumatoria a la larga resulta ser el fin de un camino de autodestrucción, labrado al paso de los años.

La hipertensión arterial, infravalorada en su capacidad de dañar, suele ser tomada a la ligera y no tratada con seriedad, al igual que la enfermedad isquémica del corazón, la elevación del colesterol LDL, el hábito de fumar, el alcoholismo crónico, el sobrepeso y el sedentarismo. Cada una de ellas en lo particular, varias encompinchadas, hacen nido en las paredes de las arterias cerebrales para que en un mal día, se obstruyan o se rompan,  privando de sangre a un territorio pequeño o extenso del tallo cerebral o del cerebro mismo, o inundándolo de ella, según se trate de un accidente cerebrovascular obstructivo o hemorrágico.

   Antolino, llamado «el indolente«, productor de seguros, puede ilustrar la situación. Cincuentón, de «hábito apoplético» intuíble por su obesidad, rubicundez facial y plétora de los vasos visibles de su cara, hablachento, liviano, despreocupado, desafiante y omnipotente, arrastró sus pecados de juventud hasta la edad en que debió sobrevenirle la madurez, sin detenerse a pensar qué precio pagaría por ello, ¡Y ahí que le vino la cuenta para su inmediata cancelación!

Una agitada noche de francachela y mujeres, le aventó a su casa con el cantar del gallo como náufrago apipado y exhausto. Tanteando, como quien desea el desapercibo y llevándose todo por delante, alcanzó a llegar al baño donde se vomitó encima.

Un ramillete de claveles de muerto le había enviado el destino: Repentino dolor pulsativo de cabeza, pérdida de la fuerza en la mitad derecha de su cuerpo, vano intento por pronunciar palabra cuando era arrastrado al suelo por la fuerza de su propio peso y caída estrepitosa. Su sufrida esposa percibió además un ronquido extraño y quedo… y voló a ver lo qué había pasado. Le encontró tirado desordenadamente en el suelo, inconsciente, empapado de orina y vómito, con la cara más enrojecida y pletórica, y las venas del cuello y la frente cual gruesas lombrices reptando bajo la piel. En manos de vecinos bondadosos, fue pasado a su cama.

[1] Los términos ictus, infarto cerebral, derrame cerebral o, menos frecuentemente, apoplejía, son utilizados como sinónimos de la expresión accidente (o ataque) cerebrovascular (ACV)

  Su respiración era periódica y acompasada, un crescendo estertoroso, al cual seguía un decrescendo cada vez más débil y apagado y que concluía en un hiato de silencio, donde la respiración se detenía por completo. Luego de angustiosos segundos, se reiniciaba un nuevo ciclo de picos y depresiones decibélicos. En cada espiración, el aire inflaba la mejilla y el labio superior derechos y se escapaba por la comisura labial, produciendo un pausado “puj-puj-puj”. La misma onomatopeya del fumador de pipa, aspirando el humo por el lado izquierdo y exhalándolo por el derecho. ¡Antolino se fumaba la simulada pipa del hemipléjico estuporoso!

Varios días de tirante calma, dieron paso a la recuperación de la consciencia. La mitad derecha de su cuerpo carecía de movimiento. Era como una pesada  yunta de bueyes, donde uno del par hubiese muerto y el otro no pudiese con el plomizo lastre. El lado derecho de la cara, como una mascarilla de cera expuesta al calor, se le había derretido hacia abajo, perdiendo detalles, surcos y prominencias. Si bien comprendía cuanto se le decía, era incapaz de verbalizar. Sus órganos de fonación estaban sanos, pero habían perdido su mayoral y no tenían quien les hiciera cumplir las órdenes. En línea directa y de un sólo lado, había perdido la fuerza de su cara y cuerpo, a lo que se había asociado una afasia motora, o pérdida de la capacidad de expresión con conservación de la comprensión, proclamando el origen “cerebral” de su hemiplejía derecha (de «hemi«, mitad y golpe) y localizando el daño en el pequeño desfiladero, confluencia de cables que llevan las órdenes del movimiento: la cápsula interna izquierda. Cuando la parálisis facial o de los músculos oculares es contralateral al hemicuerpo paralizado —hemiplejía alterna o cruzada—, es indicativa de que el agravio ha ocurrido en el tallo cerebral.

    En «La Guerra y La Paz» (1863-1869), joya de la novelística épica, el Conde León Nikolayevich Tolstoi (1829-1910), describe con increíble maestría y detalles realísticos de asombrosa sutileza, trozos de historia, aproximaciones psicológicas a sus personajes y aún, relatos de  enfermedades. La grave dolencia que pondría fin a la existencia del Príncipe Nicolás Bolkonski, viene a ser un relato preciso y fino de pormenores clínicos que pasarían desapercibidos a un galeno moderno, ese nuevo bárbaro mencionado por Don José Ortega y Gasset (1883-1955) que es el médico trocado en técnico deshumanizado, tan lleno de «especialismo» e incultura médica, tan ignorante, desentendido e indiferente a aquello que se aleje de los reducidos cotos de su conocimiento.

Una hermosa mañana, el Príncipe Bolkonski en vistoso uniforme de gala y luciendo sus condecoraciones, sale a visitar a un dignatario local. Más tarde, varios hombres corren hacia su casa con cara de angustia. Su hija, la Princesa María sale al pórtico y observa como su padre es traído en vilo por manos compasivas. Nicolás mueve sus labios que sólo dejan escapar un ronco sonido. El médico diagnostica un «ataque cerebral« causante de parálisis del lado derecho de su cuerpo.

Pasados algunos días de angustiosa calma, arriba la convalecencia. Su ojo izquierdo se notaba inmóvil y el derecho parecía como «sesgado», no podía mover su lado derecho y la articulación de sus palabras era deforme. La fina descripción del desastre neurológico sugiere que el accidente ocurrió en el lado izquierdo del tallo cerebral, a la altura del puente de Varolio, donde residen los centros rectores de la mirada horizontal, los comandos que mueven los ojos de un lado a otro lado, como la trayectoria de una pelota de ping póng. Las lesiones del tallo no producen afasia, el paciente es capaz de hablar, pero lo hace como si tuviera una «papa dentro de la boca«. A este verbo estropajoso se le llama disartria o dislalia.

 En 1967, el gran clínico y neurólogo bostoniano, C. Miller  Fisher, M.D. (1913-2012), meticuloso observador y fino descriptor de numerosos signos y entidades neurológicas, describe y define el llamado «síndrome de uno-y-medio«, muy probablemente, el que sufrió el Príncipe Nicolás: Un ojo pierde total movilidad horizontal -«uno»- y el otro, sólo es capaz de movilizarse hacia afuera -«medio»-, siendo un exquisito signo de localización del daño en la protuberancia anular, también llamada, puente de Varolio.

Ni Tolstoi, ni ninguno de los médicos de su época, no podían apreciar  la significación neurológica de los detalles por él descritos. ¡No había nacido C. Miller Fisher, el descriptor del síndrome! En nuestros tiempos, los médicos hasta podríamos tener el conocimiento teórico, pero por no haber ejercido y afinado el don de la observación, somos incapaces de interpretar la realidad que clara se despliega ante nuestros ojos.

 El hospital y sus bondadosos pacientes nos ofrecen un laboratorio donde mediando el respeto,  la empatía y el deseo de sanar, podemos identificar aquellos cuadros clínicos extraordinarios ya descritos que produce la saña de la enfermedad desatada…

 ¡Ojalá pudiéramos tan sólo intentar imitar a medias!

 

 

El psiquiatra y el brujo de Curiepe…

Aún lo recuerdo con diáfana claridad… 1961, a pocos meses de graduado, Sala 15, cama 19, cuatro camas reservadas a la Policía de Caracas, jefe del Servicio, nuestro inefable y gran Profesor, Fernando Rubén Coronil (1911-2004); el doctorcito Muci doblado el raquis por su carga de ignorancia pero ahíto en deseos de aprender, me sentía como un cómitre, no otra cosa que ese sujeto inclemente que con un látigo en mano dirigía la boga en las galeras y que tenía como función el impartir el castigo a los galeotes, aquel sufrimiento ajeno permeaba mis poros haciéndome solidario.

Estos galeotes míos no eran delincuentes ni purgaban como forma de pago un delito cometido; no, todo lo contrario, el delincuente era y han sido los regímenes de mis tormentos, la sociedad injusta que les condenaba a purgar el delito de ser pobres, de no tener influencias ni palancas. El flaco Quintana, accesible, cirujano curtido de finas manos y buen criterio quirúrgico, era el único encargado de los policías que requerían de alguna intervención quirúrgica. En este caso, «el 19», un policía, un joven de unos 20 años. Le intervino a fines del mes de diciembre. Una hipertensión portal[1] cuyo origen nunca fuera precisado, culminó tan sólo en una esplenectomía[2] limpiamente realizada. El paciente fue transferido a su cama, y no más en llegando, comenzó a quejarse a gritos de un intenso dolor lumbar… Día y noche sus quejas eran echadas al espacio del recinto: ¨¡Madre Santa!, ¨¡Santísimo Poder! ¨y ¨¡Dios Mío!¨, se sucedían  traspasando el umbral de la puerta ojival y pasillo abajo, aún se oían en la sala 12…

[1] La hipertensión portal es un término médico asignado a una elevada presión en el sistema venoso portal, está formado la vena porta  y las venas mesentéricas superior e inferior y la vena esplénica domiciliadas en el abdomen.

[2] La esplenectomía es la extirpación quirúrgica del bazo, un órgano que se encuentra en la parte superior izquierda del abdomen.

 

Le examinaba a diario con el magro armamentario semiológico de que disponía, todas las maniobras para despertar el dolor en la columna dorso-lumbar, rotación, flexión, maniobra de Lasègue[1] para estiramiento del ciático, reflejos tendinosos, sensibilidad metamérica, tos, palpación y puño percusión del abdomen, flancos y región lumbar; los pocos exámenes radiológicos de que disponíamos, le fueron realizados… La sombra del psoas se veía muy clara y definida, no había pues un hematoma del músculo. Recorrí analgésicos, pasé de la Novalcina® a la Buscapina® y de allí a la morfina y el cóctel lítico[2], el dolor, impertérrito y renuente, se negaba a abandonarlo. Me sentía solo entre los cirujanos de entonces, más interesados en operar que en pensar qué le pasaba a aquel desgraciado. Mis lamentos de ignorancia tampoco los conmovía. Bajé a buscar ayuda de los internistas, a los míos, tan sabihondos como solo nosotros somos… El propio jefe del servicio y un séquito de acompañantes miraron a lo lejos y juzgaron con la mano apoyada en el mentón, pero su saber se estrelló en el enigma de aquél adolorido.

Ya yo no quería llegar a la sala por las mañanas, pero sus gritos, inconfundibles, los percibía y se amotinaban en mis oídos apenas tramontaba la Sala 12 y me ponían el cutis anserino y a galopar el corazón… Le encontraba recién bañado, usando sólo el pantalón del pijama azul que entonces suministraban a los pacientes, con el cabello empapado y el cuerpo medio mojado esperándome en el dintel de la puerta para compartir sus cuitas y derramar sus lágrimas sobre mi hombro ignorante y culposo.

Cuando el médico, por insipiencia, no sabe lo que ocurre a su paciente, recurre de inmediato al expediente del ¨caso funcional¨ o de la ¨condición psicosomática¨. Y bien, si pensara –como así fue- que esa fuera la causa, debería ir al Servicio de Psiquiatría en búsqueda de ayuda. Raudo y presuroso me dirigí pues hacia el sur, a la antípoda del Hospital, bajé por la tenebrosa escalera y hablé con un grupo de psiquiatras que conversaban animadamente en el pasillo sin desear ser perturbados en sus profundas y medulosas cavilaciones. Uno de ellos, forzado por sus compañeros, ¨gustosamente¨ accedió a acompañarme, a mí, un interno cagaleche. En el camino le conté los pormenores de aquel paciente con su dolor que ya contaba cerca de 15 días de tormento compartido, el de él y el mío. Aquél médico no me miraba a los ojos, llevaba una pipa curvada de boquilla aplastada a su diestra la cual aspiraba con fruición de vez en cuando y expulsaba bocanadas blanquecinas de agradable olor que se perdían en el éter buscando hacia lo ignoto de su inconsciente. Llegamos a la Sala. Le presenté al malhadado joven y él decidió entrevistarlo en un cuartico a la derecha frente a la estación de enfermeras.

Quise acompañarle para aprender algo de sus técnicas, pero en forma más bien descortés, cerró la puerta tras sí y allí encerrados, se inició el milagro psicoterapéutico…. Una hora estuvieron enclaustrados. Al día siguiente viernes, los gritos continuaban y otra hora se gastó aquel frenólogo que hasta las protuberancias más escondidas de su cráneo le palpó. El sábado, temprano en la mañana lo vi acercarse de nuevo a él… Los gritos no cesaban…

El domingo era mi día libre y tuve temor de acercarme al Hospital para no oír los alaridos del ¨19¨; no obstante, el lunes a las 6:30 am, como era mi diaria costumbre y ya, trasponiendo la marquesina del Hospital marqué mi tarjeta[3],  y vi a José María Vargas sentado en su silla de suela, todo de impoluto blanco mirándome con mal disimulada condescendencia: le pedí esperanzado que me iluminara para ayudar a aquel desgraciado cuya condición se perdía en el mar de sargazos de mis diagnósticos diferenciales y mis fútiles tratamientos…

Entonces… Llamó mi atención que al llegar a la Sala 12, ni gritos ni gemidos, ni lamentos ni imprecaciones se oían. A medida que me acercaba solo escuchaba el ruido y la vocinglería de las camareras repartiendo el desayuno, el golpe metálico de las bandejas de magro contenido, y una vez que entré a la Sala vi que su cama estaba vacía, tendida y lisita. ¡Triunfo de la psiquiatría!, ¡Alabado sea el Señor!, grité para mis adentros sin disimular mi felicidad. Después de todo el patiquincito aquél con su aire freudiano se las traía y me había dejado boquiabierto y envidioso por arte de sus crípticas técnicas.

[1] Signo de Lasègue. Con el paciente en decúbito dorsal, se eleva pasivamente la pierna con la rodilla extendida. El dolor debe aparecer a menos de 45º. Es positivo cuando la elevación del miembro inferior con la rodilla extendida produce dolor. Cuando aparece más allá de 45 º no es concluyente, ya que podría deberse a retracción de los músculos isquiotibiales. Se percibe en la cara posterior del muslo y en la pierna. Está en relación a afección de la raíz L5 o S1. Si la rodilla está flexionada la elevación es fácil, signo que distingue la ciática de las afecciones articulares.

2 Demerol, Largactil y Fenergán

 [3] Un artilugio a la entrada del Hospital dejaba constancia de la hora que llegábamos los médicos; un buen día le echaron azúcar y la máquina se trancó para alivio de muchos…

Aliviado e intrigado, comencé a pasar revista desde la cama 1 como era mi costumbre, moviendo una silla donde me sentaba a conversar con el paciente antes de examinarlo y escribir una nota en su historia. A pesar de inquirir, nadie me decía nada. Al filo de la cama 5 estaba hospitalizado el negrito Casimiro Farfán, un viejito delgado y afectuoso que esperaba para operarse unas hemorroides que le hacía la vida imposible entre profusas ¨reglas¨ –como él las llamaba- y la sensación de tener un tapón en el ano. Con una chispa de picardía en una sonrisa que más mostraba espacios vacíos que dientes, me dijo,

-¨Dotorcito, ¿no sabe lo que pasó con el ¨19¨?¨ .

-¨No -le respondí-, nadie quiere decirme nada, se sonríen, pero nadie suelta prenda…¨

– ¨Pues mire, voy a contale, el sábado en la tarde ingresaron en la Sala 14 a un famoso brujo de Curiepe a quien van a operar precisamente hoy de una hernia gigante en la verija. Atraído por los gritos y los comentarios de visitantes y familiares, se acercó al adolorido. Nada más lo vio y seguro de sus palabras, dijo que le habían hecho «un trabajo» y «echado un daño» pero que él sabía cómo deshacerlo; y que seguramente no tenía una «contra»[1]… Una de esas tantas mujeres que entonces y ahora los policías dejan preñadas en cada barriada, había jurado hacerle la vida retama. Se lo llevó al baño, hizo salir a los que allí se encontraban y estuvo como una hora encerrado con él.

 Nadie sabe qué suerte de despojo le hizo, pero lo cierto es que regresó a la cama, fresco, contento y sonriente.

Atajó a uno de los médicos adjuntos, el doctor Gustavo Villalba (†) –margariteño buena gente-  que había venido a ver a un paciente que había operado con el doctor Coronil y le dijo jubiloso,

¨¡Doctor deme mi baja!¨

-¨No, no puedo –respondió el otro-, deje que Muci venga el lunes…¨.  Pero la insistencia fue tal, que luego que el paciente le firmó la historia haciéndose responsable de lo que pudiera ocurrirle, nuestro maltrecho héroe salió corriendo como alma que el diablo lleva dejando las alpargatas en el sitio y sin voltear para atrás, huyendo de aquel dolor inventado por cuál se yo qué recoveco de su mente para no volver nunca más.

Bordeando las diez, llegó nuestro psiquiatra, vistiendo una chaqueta inglesa marrón de cuadritos de las llamadas tweed, con parches de cuero de tono más oscuro a la altura de los codos, aromoso a Clínica Tavistock de Londres, con su consabida pipa de aromático tabaco a la diestra y su aire superior, despreciativo y sobrancero.

Me miró como gallina mira grano de sal… Le dije que el paciente estaba curado y ya se había ido de alta… pero… no me dejó decir nada más …

Se iluminó su rostro hierático y sin volverme la mirada ni dirigirme siquiera una palabra de condolencia por mi ignorancia, giró sobre sus talones y comentó al aire que le rodeaba, cuán eficaz era su técnica de llegarle al inconsciente de un paciente en apenas dos entrevistas y ser suficientes para desenredar cualquier entuerto…

 

“En tiempos antiguos, los magos invitaban a comer una víbora viva, para inmunizar contra los efectos de su mordida”.

 

rafaelmuci@gmail.com

 

[1] «Trabajo»: rito que se lleva a cabo para causar mal a otro. El «daño» es el mal causado, es el resultado del «trabajo de un brujo o del objeto mágico «cargado» para tal fin. «Contra» es el ritual mágico, como una estampa, un amuleto o un rezo que deshace el mal y neutraliza al agresor.

Elogio del especialismo… ¿¡Y es que le cortaron una pierna…!?

Era una de esas mañanas frescas, luminosas y de cielo muy azul en las faldas del cerro Ávila, pero ahí mismito, cundida de aburrimiento en la Sala 16 del Hospital Vargas… Como estudiantes del último año, cumplíamos nuestra pasantía de Clínica Quirúrgica. No había mucha gente allí dispuesta a enseñar a unos estudiantes sin interés. Estaban demasiado ocupados operando como para interesarse en minucias de aprendices. ¡El que venga atrás que arree…!

A diferencia de las cátedras de medicina interna, casi nunca pasábamos revista o visita con los adjuntos, así, que no sentíamos la presión de tener al día los pacientes asignados, conocer de su condición patológica ni de los tratamientos en boga ni su evolución. Pero cierta mañana, como un relámpago en un cielo azul, tal vez el día de los gallegos: ¡el día menos pensado!, irrumpió el mismísimo Jefe de Servicio y decidió que esa mismísima mañana pasaría revista. Yo conocía muy bien los casos de las enfermas que me habían asignado y además, aunque la cirugía no era mi niña consentida, también estaba enterado de los casos del resto de las 19 mujeres allí admitidas que siempre tenían una patología y una historia personal que producían en mí, fascinación clínica y humana.

Mi grupo no era muy aplicado y estudioso que digamos… Yo me había mudado desde el recién estrenado Hospital Universitario de Caracas al Hospital Vargas en quinto año de medicina. El grupo que había dejado atrás, el grupo de la ¨M¨ era uno de estudiosos, competitivos y brillantes compañeros: José Moros Guédez (†), Alejandro Mondolfi (†), Pablo Medina, Jorge Monroy R., Edgar Martínez A. (†), María Antonieta Mejías, etc. No pude tolerar la anomia en que me sentía sumido en la actitud de mis profesores allá, distantes y poco interesados en quiénes eran sus alumnos; así, que me fui en búsqueda del doctor Otto Lima Gómez, que representaba para mí, el paradigma de lo que quería ser, un clínico de filigrana, competente y humanitario… Y entre sus paredes me desarrollé como hombre y como médico; mal digo, ¨me desarrollé¨ porque nunca he terminado de desarrollarme y aún, 59 años después, sigo creciendo entre sus salas, arcadas ojivales, pasillos y en mi Unidad de Neurooftalmología…

Pero volviendo a mi nuevo grupo de pocas luces, poco interés y la tragicomedia que en breve se desarrollaría, debo decir que aquello fue una degollina, un sangrerío, una cortadera de cabezas iniciada en la cama 1 y de allí en adelante hasta la 19; ninguno sabía nada de sus pacientes ni de sus patologías, por supuesto menos de su tratamiento y el porqué de sus indicaciones quirúrgicas y poco o nada de su evolución.

El negrito ¨C…¨ era lo que llamamos «buena gente»: sincero, festivo, rochelero, pero su única falta fue que había decidido desde el inicio de la carrera, que él sería obstetra –para entonces esa especialidad era catalogada como la de más inferior rango del espectro médico: por lo general, «desde tiempos inmemoriales los niños han nacido solos», se decía-. A él, no le interesaba aprender nada más; a menudo lo decía y lo repetía como un mantra… -¨¡Doy por sabido todo lo que ustedes saben; lo mío es atajar niños resbalosos con presteza y evitar que caigan en el tobo…!¨expresaba con arrojo y desparpajo…  

   Pues bien haciendo un cerquillo alrededor de la cama mis compañeros y yo, y a un costado y con los brazos cruzados y cara de pocos amigos, el cirujano jefe, nada menos que el maestro Fernando Rubén Coronil (1911-2004) [1] con el ceño fruncido y visiblemente enojado increpó al proyecto de partero. El jefe estaba tan pálido, tan rabioso y enchumbado de adrenalina, noradrenalina, cortisol y ¨arrechisol¨ que como decía mi madre, si le cortaban la piel no echaba sangre… Tragaba entero y su sorpresa no tenía límites ante tanta ignorancia y desconsideración.

  -¨A ver bachiller, ¿por qué se le amputó una pierna a esta paciente y que incidentes ocurrieron durante la cirugía…?

El negrito también en su sorpresa, palideció de súbito, se tronó blanco como un papel, y sudoroso y aturdido, sin saber qué decir, tomó por el extremo inferior la nívea sábana que cubría a la enferma y de un tirón irreverente, descubrió el cuerpo de la paciente al tiempo que exclamaba,

-¨Pero… ¿¡y es que le cortaron una pierna…!!?

No pudo graduarse con nosotros… El jefe, hecho un energúmeno le puso la mínima calificación para que ni siquiera pudiera graduarse ese año. Había sido un descuido intolerable, era la paciente que se le había asignado y debía estar a su lado, velar por ella, examinarla cada día y anotar en la historia sus impresiones del momento… ¡Había fallado feamente…!

Pero la historia que les narro tiene otra arista… A decir verdad, el cirujano de mi viñeta era uno de muy elevados quilates, leído, no solo de medicina, de cultivado humanismo y entrega, era un privilegio estar a su lado; para decirlo de otra manera, fue el único cirujano a quien vi con un estetoscopio en el bolsillo, que sabía mucho de clínica médica y quirúrgica, y a quien todos sus pares le miraban con admiración y respeto… [2]

[1] Eminente cirujano y catedrático, fue Decano de la Facultad de Medicina de la Universidad Central de Venezuela e Individuo de Número de la Academia Nacional de Medicina, Presidente de la Junta de Beneficencia Pública del Distrito Federal, Inspector General de Hospitales, fue el fundador del Banco de Sangre de Caracas, trabajó y dirigió servicios de cirugía en los mayores Hospitales de Caracas y en la Cruz Roja Venezolana. Esposo de la doctora Lya Imber, matrona de niños enfermos…

[2] Fue el fundador de la sección de Cirugía Experimental y a su regreso de Moscú trabajó con el profesor Demijov, gran cirujano experimental. Recuerdo haberle trasplantado la cabeza de un perro a otro perro; nunca pude encontrar una fotografía de este portento ni conocer detalles del suceso…

Se ha dicho que un buen cirujano debe tener, ¨temple de acero, manos de artista, mirada de águila y corazón de león¨… Pues bien, la paciente de marras, era una enferma excepcional y muy especial para él: una negrita barloventeña, perdón, una ¨afrodescendiente¨ sesentona, muy adelgazada, que había desarrollado una gangrena diabética que hacía obligante la amputación del miembro inferior derecho para salvar su vida. Para entonces, los pabellones del hospital estaban en inacabable proceso de remodelación; así, que se habían acondicionado espacios en el fondo de las salas donde se operaba en medio de grandes estrecheces.

  Siendo un procedimiento sencillo, la cirugía fue confiada a uno de los residentes menos expertos. Cuando estaban en el proceso del ¨serruchado¨ de la pierna, el anestesiólogo encendió la alarma advirtiendo que la paciente había hecho un paro cardíaco. Cundió el pánico, todos se volvieron ¨pico y patas¨, creció la algarabía y el correcorre… Siendo que a la sazón el jefe casualmente pasaba por allí, se acercó, y viendo la situación de vida o muerte y el pánico de los operadores, se calzó con prisa un par de guantes, apartó a los asustados y con certero corte de bisturí, le abrió el tórax, introdujo su mano derecha, asió el corazón en el puño y comenzó a masajearlo para que reanudara su actividad…

En ese momento, la víscera vital se rompió en sus manos… pero, sin dilación, titubeo o perturbación alguna, empleando un largo portagujas, con sangre fría suturó la brecha con un surgée o sutura continua; el corazón reinició su latir y salvó la vida de la paciente… 

Tuvo muy mala suerte el negrito ¨C…¨, ¡y qué antojarse el orgulloso jefe ese día pasar revista y encontrarse precisamente ante su paciente más querida y a cielo abierto con aquella tamaña falta de responsabilidad e ignorancia de mi compañero…!  Nunca más supe de él, es muy posible que haya sido un muy buen especialista, debe haber traído innumerables niños al mundo, y hasta que tal vez ni siquiera recuerde este memorable y bochornoso suceso…

Por definición, el especialista es «una persona que cultiva o practica una rama determinada de un arte o una ciencia». Su contraparte, el generalista expresa aquel que «tiene conocimientos básicos de varias materias». El especialismo suele verse como superior, pues al reducir el ámbito de su acción, se tiende a trabajar menos y ganar más dinero. En nuestra sociedad generalmente se le da preferencia al especialista.

Por ello, cada vez que vamos al médico nos preguntamos si deberíamos ir a un médico general o uno más especializado en el área que nos compete, pero como pacientes ignorantes de la medicina, ¿cómo saber dónde se ubica el área de la enfermedad que nos amenaza?; un dolor lumbar para los pacientes se refiere a un ¨me duelen los riñones…¨; de acuerdo a su opinión será visto entonces por un neurocirujano o un traumatólogo diagnosticándolo como un problema músculo-esquelético o más a menudo una hernia discal aunque  no exista; pero a los ojos de un gastroenterólogo tal vez sea un problema del colon transverso o producto de un colon irritable, menos probable un tumor pancreático; si se trata de un ginecólogo quizá el origen sea una matriz retroflexa o un ¨dolor de ovarios¨; para un urólogo algún problema relacionado con un riñón o la vía urinaria excretora… Esta panoplia de pareceres será origen de confusión, exploraciones abusivas e innecesarias, retraso en el diagnóstico y elevado coste y sufrimiento…

Es terrible eso de la especialización en medicina y mucho más si es precoz y se ignora todo del resto de la economía y sus interacciones; pero peor todavía, cuando desde estudiante se decide en forma definitiva la especialidad a escoger, con lo que se quiere hacer y de hecho se hace una abstracción del resto del pensum de estudios, y no se da una oportunidad para aprender y ejercer todos los conceptos y conocimientos aprendidos, y desarrollar las destrezas básicas del arte; cuando no se ha tenido tiempo de ¨manosear¨ al hombre enfermo en su totalidad y su circunstancia; es justo decirlo, como bien lo dijo Ortega y Gasset (1883-1955):  «Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella, no me salvo yo»; según su perspectiva, la circunstancia sería el mundo que rodea al hombre (sociedad, cultura, creencias…). El hombre es un ente dramático: la unidad del yo y del mundo o circunstancia. Por ello, la filosofía debe partir desde lo más cercano a la circunstancia…

José Ortega y Gasset en un ensayo intitulado ¨La Barbarie del especialismo¨ en su libro ¨La rebelión de las Masas¨(1967), plantea el tema de la ¨masificación¨ del hombre en general, y además, específicamente critica el hecho de que el saber se haya dividido al punto al que ha llegado en el presente. Él considera el especialismo como una barbarie pues considera que ¨mutilar¨ el conocimiento de esa forma atenta contra el hombre sabio de la antigüedad, que conocía acerca de todo…

Sin embargo, como consecuencia del avance vertiginoso de la ciencia y de su hija, la técnica, el especialismo y el especialista como tal, ha sido una inevitabilidad. En adición, a partir del siglo XX ha habido un rápido crecimiento del saber y el hacer del ser humano que llamamos «progreso» y que se ha dado gracias a la especialización. De esta forma el especialismo es un instrumento fundamental del progreso, pero al mismo tiempo y como efecto colateral, ha creado una visión parcial y desintegradora del conocimiento… Por ello, en razón del mayor conocimiento que la humanidad y la sociedad como un todo ha adquirido, y en tanto se ha engrosado el área del saber tecnológico y científico, de la misma manera se ha disminuido dominio del saber y hacer del hombre que como unidad, individualmente se enferma; esta relación inversamente proporcional ha ido y seguirá yendo en aumento hasta que en un escenario teórico, el hombre ¨llegue a saber todo de nada¨…

¿Por qué Ortega llama bárbaro al especialista?, porque, «(…) llega a proclamar como una virtud el no enterarse de cuanto quede fuera del angosto paisaje que especialmente cultiva, y llama diletantismo a la curiosidad por el conjunto del saber»; es decir, el profesional ignora, casi totalmente el ámbito general donde su especialidad se debe aplicar, apareciendo posteriormente como un elemento desintegrado de la cultura y la sociedad, y en el caso del médico, de su paciente…

El caso ejemplarizado por el ¨negrito C¨ de mi anécdota es el del especialista bárbaro del que queremos alejarnos, puesto que como bien menciona Ortega, con esa forma de actuar, tan deshumanizada, estamos violentando la definición más esencial que debe otorgársele al saber del hombre, que es la unicidad, que es la integración[1]. Quería significar que el saber es único, y por tanto, cuando se descompone en sus partes –especialidades- habrá que retornar siempre a su fundamento, y el especialista tenderá a alejarse de esta definición de especialista orteguiano y sintetizar…

Pero, ¿será el individuo capaz de lograr esa integración? Sí, si la educación es integral, especialmente en lo relativo a las humanidades, contra o defensa fundamental para que el individuo no se convierta en un ¨bárbaro deshumanizado¨; por ello es el profesor en el aula universitaria quien debe concienciar y preparar al estudiante para que él mismo realice esta tarea especialmente en el caso de la medicina, donde la brega diaria se realiza en fusión con el hombre enfermo y su circunstancia. Ese hombre médico debe ser un individuo culto definido por el doctor Roberto Murillo Zamora (1980), como «la persona  que tiene una actitud despierta, una actitud llena de curiosidad, llena de interés, el gusto creador y también recreador… de nada sirve haber leído muchísimas cosas y haber hablado de muchísimas cosas sin que uno las haga renacer dentro de uno mismo…».

Orteguianas

 

  • Sorprenderse, extrañarse, es comenzar a entender…
  • La máxima especialización equivale a la máxima incultura.
  • La barbarie del especialismo: la del bárbaro moderno.
  • El especialista «sabe» muy bien su mínimo rincón de universo; pero ignora de raíz todo el resto…

«He aquí un precioso ejemplar de este extraño hombre nuevo que he intentado, por una y otra de sus vertientes y hacer, definir. He dicho que era una configuración humana sin par en toda la historia. El especialista nos sirve para concretar enérgicamente la especie y hacernos ver todo el radicalismo de su novedad. Porque antes los hombres podían dividirse, sencillamente, en sabios e ignorantes, en más o menos sabios y más o menos ignorantes. Pero el especialista no puede ser subsumido bajo ninguna de esas dos categorías. No es sabio, porque ignora formalmente todo cuanto no entra en su especialidad; pero tampoco es un ignorante, porque es «un hombre de ciencia» y conoce muy bien su porciúncula de universo. Habremos de decir que es un sabio-ignorante, cosa sobremanera grave, pues significa que es un señor el cual se comportará en todas las cuestiones que ignora no como un ignorante, sino con toda la petulancia de quien en su cuestión especial es un sabio».

 

Pudiera pensarse que la anécdota de mi compañero de curso y su decisión de ser obstetra desde el inicio de su carrera en ausencia de la adquisición de un saber más amplio, tuviera la intención de la mofa… pero no, no así: a veces necesitamos ser directos y penetrantes si queremos que el mensaje llegue hasta donde debe llegar… En mis charlas y conferencias siempre abundan mensajes claros o subliminales que propenden a que mis alumnos -cualesquiera sean sus preferencias en el amplio ámbito de la medicina- comprendan la importancia de ser íntegros e integrales, enterados y leídos, humanistas y humanizadores, estudiantes perennes y estudiosos, sean médicos generales antes que especialistas, para reducir el monto del bárbaro que siempre llevaremos a cuestas…

 

¡Para todos mis lectores mi agradecimiento por acceder a mi bitácora y leer lo que sale de mi corazón aun cuando muestren desacuerdo con mis opiniones e ideas –es su prerrogativa-!

[1] Es interesante destacar que el Maestro Henrique Benaím Pinto (1922-1979) se refería a la medicina interna, como la medicina de la integralidad, un tratar de unir todos los cabos sueltos que deja la especialidad…

 

¡¿Qué es esa extraña respiración, bachiller…?!

Soy un apasionado de relatar crónicas donde mi persona tiene un rol; durante las madrugadas, cuando despierto para iniciar mi faena diaria, casi siempre aparece en mi mente alguna de ellas. Me levanto raudo para que nada se me olvide y lo pongo en palabras. Siempre trato de contarlas con la mayor fidelidad posible. En algunas ocasiones son tristes, en otras son festivas y en muchos casos jocosas. Forman parte de esa colcha de retazos que vamos tejiendo a lo largo de nuestra práctica como médicos.

En 1957, cuando cursaba tercer año de medicina fuimos trasladados al prístino Hospital Universitario de Caracas un grupo de alumnos de la lista desde la M hasta la Z. Como pertenecía a la letra M, para ese momento fui uno de los tantos bachilleres mudados al nuevo hospital. El ambiente era moderno, muy limpio, imponente, reluciente, pero a mi manera de ver, muy frío. Cada semana bajábamos al sótano y en la lavandería nos daban una bata limpia y muy aplanchada con la insignia ¨HU¨ en verde; los profesores la llevaban en rojo. ¡Nada que ver con el ahora ruinoso hospital, revolucionario, sucio, lleno de gentes de mal vivir y destartalado!  Ya en cuarto año cursaba entonces una corta pasantía por el Servicio de Ginecología cuyo Jefe de Servicio era el Dr. Hermógenes Rivero, hombre obeso de vocabulario poco edificante quien había introducido la cirugía oncológica en el país. Entre otras obligaciones, debíamos ayudar en las intervenciones quirúrgicas.

Mi primera ayudantía en el Universitario se refirió a una paciente con un avanzado cáncer del cuello uterino a quien había tratarle con braquiterapia o tratamiento radiante liberado desde corta distancia; para ello había que colocarle un ¨tándem de radium¨, vale decir, un tubo de unos 6 cm de longitud que se introducía por el orificio del cuello hasta el fondo de la cavidad uterina, contentivo de 3 tubos de semillas de radium de 15-15-10 mg respectivamente, que hacían un total de 40 mg filtrado por 1 mm de platino. Por supuesto, su finalidad era destruir el tumor mediante energía radiante. Además, contenía un colpostato ovoide a ambos lados del cuello, conteniendo 50 mg de radium filtrado, 25 mg en cada ovoide. Era un tubo de plástico donde se colocaban las semillas y en cuyo cabo proximal se ataba un cordón para poder retirarlo cuando hubiera cumplido su misión.

 

Ese día el cirujano era el doctor Modesto Rivero (1928-2017), quien corajudo confesaba públicamente su agradecimiento al Señor por haberlo rescatado del vicio del licor. Llegó a ser Pastor en diferentes iglesias presbiterianas del país y, además, precursor entre nosotros de la medicina nuclear; era muy hablador, simpático, pero pienso que por momentos era también intemperante y cáustico. Me lavé cuidadosamente las manos –cosa que ya sabía cómo hacer- y una enfermera, cómo es lo habitual, me vistió con el mono quirúrgico, me calzó los guantes y luego me colocó la mascarilla o tapaboca apretándola fuertemente, así que me quedó la nariz doblada y sentía alguna dificultad para respirar.

Ante la paciente con las piernas abiertas, una gran sábana o campo a la manera de una tienda de campaña le cubría el cuerpo dejando solo sus genitales al descubierto; entonces introdujo un espéculo vaginal, siendo que yo podía ver muy poco, y en el intento de acercarme, mi cabeza y mi mentón casi que reposaban en su hombro derecho al lado de su oreja. Con cada minuto que pasaba, sentía que me estaba asfixiando pero me daba vergüenza pedirle a una enfermera circulante que me aflojara el tapaboca.

Luego de dilatar el cuello uterino tomó el tándem con una larga pinza de Cryle y comenzó a introducirlo a través del orificio cervical hacia la cavidad uterina y al fin, habiendo completado el corto procedimiento se puso de pie, giró su cabeza hacia mí, y me dijo,

-¨! Bachiller, ¿Qué le pasa?, ¿Qué se ha creído? Usted tiene una respiración fornicante…!¨

 

A decir verdad, debo confesar que mi búsqueda de diferente tipos de respiración fue negativa para el adjetivo ¨fornicante¨ por lo cual dejo la paternidad de esta nueva variante respiratoria normal al doctor Rivero…