Elogio de la partida: Cuando se ha llegado…

Academia Nacional de Medicina: Boletín virtual. Editorial, diciembre de 2013.

  • ¿Tal vez otro título…?

 Quizá usted no leería este Editorial si yo hubiese optado por otro título, ¿Qué le parece, ¨Elogio de la muerte…¨? Tal vez me tacharía de malsano o de morboso o me espetaría, ¿¡Por qué hablar de ¨eso¨ precisamente ahora…!? ¡Nada que ver…! La esperanza de vida del venezolano común se ubica en los 74 años; ello significa que este año y por este mes ya voy sobrepasado esta cota en 18 meses; es decir… ¡He llegado…! y debo agradecerlo a Dios, a mis padres, a mi familia y a la vida que me lo han permitido; y especialmente, porque no he llegado tan deteriorado o maltrecho que digamos…

Es un privilegio haber arribado a esta cota octogenaria, aunque nos hacemos a la idea, intentamos saber que cada vez el camino será más escarpado, pedregoso, lleno de baches, abundoso en caídas y sembrado de dolorosas pérdidas: bien, aquellos que desertaron en la ruta, nuestros padres, familiares y amigos; otros, que han olvidado nuestro afecto quedando apenas sus recuerdos. Ley de vida, me dirán con acierto, lugar común. Estamos en lista de espera; desde que nacimos siempre lo hemos estado, pero lo percibimos más aún cuando envejecemos; lo que ocurre es que algunos se nos ¨colean¨, y sin que reclamemos, se van primero y nos dejan en el aguardo; es cierto que no nos preocupan para nada sus malas artes para adelantarse, ¡A las puertas del cielo, yo estoy primero que mi papá!, decía precisamente mi padre…

Es evidente que muchos, aunque no todos, anhelamos o aspiramos a ser viejos, pero luego, son muchos los molestos de haber llegado. Sin embargo, se habla de lo doloroso del proceso que toda evolución trae implícita, quedando comprendida en ella, claro está, el proceso del envejecimiento, que se cumple y ocurre coetáneamente, rodeada por o dentro del proceso involutivo. La mayoría ven pasar con angustiosa tristeza el avance cronológico, el arribo a esta normal etapa del devenir vital; otros comenzamos a valorar el carácter limitado y precioso de la vida y no queremos perdernos ni un minuto de lo que nos resta de existencia.

Razones para ello existen, a mayor vecindad de la terminación de la vida, mayor el incremento de la ansiedad ante esa superior toma de conciencia del hecho seguro: el supremo momento ignorado de la muerte, y a un menor plazo que antes, precedido en este caso de la decadencia o menoscabo funcional biopsicológico, sea normal o en el peor de los casos, patológico: el aumento de la dependencia, el retiro de las actividades habituales con frecuencia mordicante, no aceptado y depresivo, las inseguridades y malas condiciones socioeconómicas del malpasar de muchos provectos, constituyen factores que determinan o empeoran la situación mencionada; la comprensión, la ternura y la comodidad les suelen ser negadas por la sociedad a la que pertenecen y donde ya estorban…

Se va uno sintiendo sensiblero cuando oye aquellas melodías que han marcado los días y no importando que uno sea hombre, las lágrimas manan de los ojos sin autorización ni permiso, por aquello de la enseñanza grabada en piedra, de pujar, pero nunca llorar; un viejo llorando no debe llamar a lástima, seguramente tiene mucho porqué llorar, entonces, repróchenle su sensibilidad, pero nunca sus lágrimas.

¿De qué nos quejamos entonces? Cada día mueren en nuestro cerebro más de cien mil neuronas que jamás se reponen; cada día cien mil pérdidas, cien mil lutos inaparentes, cien mil llantos ¿y será que lloran las neuronas?, ¿pesada carga para las restantes…? Quizá no, hemos abonado el árbol dendrítico, ese que se nutre con las experiencias y los aprendizajes a que gozosamente vamos forzando nuestro cerebro. Desafíos que hemos tenido y vamos teniendo a lo largo y ancho de nuestras vidas. Si uno se detiene y no piensa más, si no acepta los desafíos, si no riega el árbol de nuevas y maduras experiencias, el árbol se pasma, se marchita y entramos en decadencia, literalmente en barrena, en la marcha apoptótica de las hojas amarillentas del estío…

  • Esa señora que no duerme; esa dama insomne; Azrael, el Ángel de la Muerte

Muy aleccionadora acerca de la inevitabilidad de la muerte en el Kayrós de la ocasión precisa y el momento predestinado, es la narración del médico y escritor W. Somerset Maugham (1874-1965). En su comedia Sheppey (1933) hace hablar a la muerte, no siendo más que una versión reescrita y contemporánea de una antigua historia perteneciente al Talmud de Babilonia y una de las tantas fábulas persas tan hermosas como creativas:

  • ¨Había un mercader de Bagdad que envió a su criado al mercado a comprar provisiones; a los pocos momentos regresó el siervo en aterido pánico, pálido, tembloroso, y le dijo:-¨Señor, hace un momento, cuando me encontraba en la plaza sentí que me empujaban y cuando giré la cabeza, vi que era la Muerte que me atropellaba.  Ella me miró e hizo un gesto de amenaza; ahora, por favor, présteme su caballo más veloz, me iré lejos de esta ciudad para así eludir mi destino. Iré a Samarra y allí la muerte no me encontrará¨.El mercader le prestó su caballo y el sirviente al punto montó; pronto clavó las espuelas en los ijares de la bestia y al galope, lo más rápido que el caballo pudo, marchó velozmente.  Entonces el comerciante se fue a la plaza del mercado y vio a la muerte de pie entre la multitud… Se acercó a ella y le increpó:

    -¿Por qué hiciste un gesto amenazador a mi siervo cuando le viste esta mañana?¨

    -¨No, no fue un gesto de amenaza –le contestó la muerte-, fue solo un respingo de sorpresa. Estaba asombrada de verlo en Bagdad, pues teníamos pactada una cita esta noche en Samarra…”.

    La historia antes narrada, con múltiples variantes que han sido designadas como «Cita en Luz», ¨Cuando la muerte llegó a Bagdad¨, ¨Salomón y Azrael¨, ¨El gesto de la muerte¨, etc., demuestra que un hombre no puede escurrirse a su destino y debe morir inevitablemente. El Ángel de la Muerte es la representación de alguien que simplemente realiza una tarea necesaria y la hace efectiva de cualquier forma posible.

    • Porque no todo tiene que ser formal, la picaresca criolla que también posee lo suyo, da cuenta un hecho de verídica e insólita ocurrencia sucedido en el pueblo de Achaguas en el estado Apure, por allá a inicios de los cincuenta del pasado siglo, lugar donde precisamente se venera al milagroso Nazareno de Achaguas. La historia relata el caso de un lugareño que vendióle el alma al diablo. Veamos el desarrollo de los hechos: una tarde calurosa, caminaba por las vegas del río Matiyure, Dionisio Aeropagita Laya, buenmozo, de piel morena, tupida cabellera y pequeña estatura, a quien por siempre salirse con la suya haciendo mofa de los demás le apodaban ¨el vivián¨. Su arte era el de un vividor, gustoso de la buena vida sin preocupaciones ni esfuerzos y dispuesto a sacar provecho de cualquiera en su propio beneficio valiéndose de su desvergüenza y talante abusivo… Ya el sol tendía a ocultarse tras un frondoso samán cuando se encontró de frente con el mismísimo Satanás. El sitio fue invadido por un olor sulfurado y los ojos de aquel zamarro relampagueaban al parpadear… Así pues, que no fue necesaria presentación alguna. Dionisio no se arredró ni le dejó hablar, sino que de inmediato le ofreció su alma a cambio de poder, dinero, fiestas, finos licores y por supuesto, mujeres a raudales y potencia, mucha potencia para poder montarlas. El Malo le dijo que todo le sería concedido por cinco años, tiempo en que vendría a buscarle entre gallos y medianera para llevarle a su morada. Sellado el macabro pacto, todo le fue concedido, y mire usted que despreocupado la pasó muy bien cada día con su noche. Sin embargo, acercándose el fin del plazo acordado, a Dionisio le entró un friíto de pánico; así que urdió un kikirigüiki. Visitó a un famoso cirujano plástico que le acondicionó una nueva cara de perfilada nariz, achinados ojos y le descoloró la piel, le rapó la frondosa cabellera, le hizo vestir lentes de contacto azul, y le calzó un par de zapatos con elevadores que aumentaron su estatura… No cabía duda, era otra persona… Ah, y por supuesto, se mudó de pueblo esperando engañar a Belcebú. Se residenció en un villorrio minero del estado Bolívar donde continuó sus parrandas y francachelas.La tarde en que se venció el contrato, Lucifer se presentó en Achaguas a buscar otra alma más como trofeo. Por más que le buscó no pudo encontrarlo y nadie supo decirle a dónde se había ido el ladino aquél. Satán que era ente de palabra, no podía entender la falta de dignidad y decoro del otro y montó en cólera. Raudo comenzó a visitar ciudades y pueblos en su búsqueda, en segundos cruzó el país de norte a sur y de oriente a occidente y nada, se había esfumado… Habiendo pasado ya la media noche y fatigado de tanta búsqueda, aterrizó en un pequeño pueblo de mineros donde por sus calles solitarias caminó mascullando su indignación y su rabia. Acertó a pasar frente a un baile que llamó su atención; un mabil de mala muerte donde el jolgorio dominaba, mujeres en pantaletas y hombres enchumbados de ron gritaban frenéticamente: Guardajumo se sostuvo de los barrotes de la ventana para pensar qué acción tomar al tiempo que miraba a los asistentes danzando; de entre aquella multitud se destacaba un sujeto estrafalario que bailaba un ballenato rucaneao con una saporreta de ojos claros sin sostén ni pantaletas, y que, secretamente celebraba su maña de haber engañado al Maligno. En un arranque de ira se dijo el demonio, -¨No, no me voy a ir solo; lo que soy yo, aunque sea me llevo al calvito aquel que está allá…¨. Y dicho y hecho, lo arrebató del lugar… y así fue como Dionisio Aeropagita Mendoza tampoco pudo eludir su destino y por su viveza se fue a llevar candela a los dominios del Maligno…

       

       

      ¨La figura de la muerte,

      en cualquier traje que venga es espantosa¨

      Miguel de Cervantes y Saavedra

       

      • Mi seducción por la muerte…

        El tema de la muerte siempre ha producido en mí una atracción particular, especialmente esa legión de personajes mitológicos como las Parcas, las Moiras o las Nornas; además me cautiva el dios Hermes o según otros, Thanatos (la muerte personificada), que tenía bajo su responsabilidad llevar las almas de los muertos al infierno. Caronte, canoero del río Aqueronte, uno de los cinco ríos del inframundo, ese que marcaba la entrada a los reinos de ultratumba, era el encargado de guiar aquel tropel de sombras de difuntos vagantes en las tinieblas para llevarlos de un lado a otro del río; eso sí, ¨bussines is bussines¨, sólo si tenían un óbolo para costearse el viaje, y por ello, en el Grecia antigua los familiares, ya advertidos  del ¨fee¨, prestos y presurosos, colocaban una moneda bajo la lengua o sobre los ojos del difunto para saldar el viaje y evitar que las almas de sus queridos continuaran vagabundeando sin rumbo y sin reposo.

        En la mitología romana las Parcas (en latín Parcæ) o Fata eran las diosas del destino, las personificaciones del Fatum o providencia. Las Moiras eran hijas de seres primordiales como Nix (la Noche), Caos o Ananké (la Necesidad). El mismo Zeus o Júpiter estaba sujeto a sus designios. Eran tan poderosas que era el único dios que las obedecía.  En la tradición griega, se aparecían tres noches después del alumbramiento de un niño para determinar el curso de su vida… En su origen, muy bien podrían haber sido diosas de los nacimientos, adquiriendo más tarde su papel como verdaderas señoras del destino. Ananké era la madre de las Moiras y la personificación de la inevitabilidad, la necesidad, la compulsión y la ineludibilidad. A las Moiras se las representaba comúnmente como a tres mujeres hieráticas, de aspecto severo y con túnicas como vestimenta. Cloto, portando una rueca; Láquesis, con una vara, una pluma o un globo del mundo; y Átropos, con unas tijeras o una balanza.

        Bajo su control se encontraba el metafórico hilo de la vida de cada mortal o ser inmortal, desde su nacimiento y aún hasta después de su muerte. Escribían el destino de los hombres en las paredes de un enorme muro de bronce y nadie podía borrar lo que ellas escribían. Por todo ello, y en especial por el predominante papel de Átropos, las Moiras inspiraban gran temor y reverencia. Sus equivalentes griegas eran las Parcas y en la mitología nórdica, las Nornas.

        • Cloto (Κλωθώ, ‘hilandera’) hilaba la hebra de vida con una rueca y un huso. Su equivalente romana era Nona, que originalmente se  invocaba en el noveno mes de gestación.
        • Láquesis. (Λάχεσις, ‘la que echa a suertes’) medía con su vara la longitud del hilo de la vida. Su equivalente romana era Décima, análoga a Nona.
        • Átropos (Ἄτροπος, ‘inexorable’ o ‘inevitable’, literalmente ‘que no gira’, a veces llamada Aisa), era quien cortaba el hilo de la vida. Elegía la forma en que moría cada hombre, seccionando la hebra con sus ¨detestables tijeras¨ cuando llegaba la hora. En ocasiones se la confundía con Enio, una de las Grayas. Su equivalente romana era Morta (‘Muerte’), y es a quien va referida la expresión «la Parca» en singular

          He leído dos libros, dos testimonios de vida, dos descarnados recuentos de dos existencias vapuleadas por condiciones médicas irreductibles, irredentas, dolorosas, dos profesionales universitarios que quisieron dejar por escrito y grabado en video para la posteridad, una enseñanza triste y a la vez optimista de la muerte, mientras nos inducen a pensar y preparamos para ella.
          Uno, intitulado ¨Tuesdays with Morrie. An Old Man, a Young Man, and Life’s Greatest Lesson¨ (¨Martes con mi viejo profesor¨), que trata acerca de Morrie Schwartz, profesor de sociología en la Universidad de Brandeis, hablando con su exalumno, el periodista Mitch Albom acerca del inminente deterioro de su salud y de su próxima muerte por una enfermedad llamada esclerosis lateral amiotrófica (ELA), enfermedad de Charcot o de Lou Gherig. El alumno y el viejo profesor se reúnen cada martes para discutir cada vez  un tema diferente, pero en cada ocasión las cosas se hacen más difíciles, ya que la enfermedad del profesor progresa y cada vez le cuesta más respirar, hablar o expresarse. Así que el tema principal del que terminarán hablando es de la muerte, acompañado de otros tópicos como el matrimonio, la vejez, el amor, la familia, las emociones, la cultura, el perdón…

          En resumen, pensar en la muerte es prepararse para ella, es la novia pálida, es esa presencia ausente que nos acompaña a un costado, esa que a diario nos permite ser capaces, antes de morir, de hacer las paces con todos durante nuestras vidas, una oportunidad que pocas personas tienen la suerte de tener precisamente porque no piensan en ella. No la recordamos porque en nuestra omnipotencia, a veces pensamos que el mundo no puede sobrevivir sin nuestra presencia. Muy rara vez las personas viven como si creyeran que van a morir; pero si lo hicieran, sus prioridades serían completamente diferentes y con ello compartiríamos la filosofía budista donde cada día hay que reconocer la posibilidad de que este podría ser nuestro último día en la tierra.

          Según Morrie debemos llevar como los budistas un pajarito en el hombro al que todos los días debemos preguntarle, ¨¿Pajarito, es éste mi último día?, ¿es el día en que he de morir?, ¿estoy preparado?, ¿estoy haciendo todo lo que debo hacer?, ¿estoy siendo la persona que quiero ser?¨ Hay que aprender a morir así como se aprende a vivir…

      • En la universidad de la vida se manifiesta el Eros y el Tánatos como la «tensión de los opuestos»: las fuerzas de oposición que constantemente nos tiran hacia adelante y hacia atrás, pero, inevitablemente, el amor es el único que nos salva, pues siempre gana…Nuestra cultura está tan obsesionada con la juventud y la belleza que hace de ella un lugar peligroso y confuso; el deseo de ser más joven es sólo una consecuencia de haber vivido una vida poco satisfactoria, centrándonos en los logros triviales y la riqueza material; haciendo caso omiso de los más preciosos aspectos de la vida, pasamos por alto cosas capitales como el dar lo que tenemos, no sólo dinero, sino además conocimiento, tiempo, amor y compañerismo también. La única forma de alcanzar la verdadera felicidad consiste en dar, no en recibir, de hecho, ya hemos recibido con suficiencia el don de la vida…

         

        El otro libro, una autobiografía: ¨La última lección¨ (título original The Last Lecture), escrito por Randy Pausch profesor de informática, diseño e interacción persona-computador, de la Universidad Carnegie Mellon en Pittsburgh, Pennsylvania, Estados Unidos. El libro se gesta toda vez que conociendo un mes antes el diagnóstico de un cáncer pancreático incurable y en fase terminal, pide a otros profesores universitarios profundizar en el auténtico sentido de sus vidas para dictar una supuesta ¨última conferencia¨, donde se respondería a la pregunta, ¨¿Qué mensaje impartirías al mundo si supieras que es tu última oportunidad?¨. Así, dicta su última conferencia el 18 de septiembre de 2007 intitulada, ¨Realizando de verdad tus sueños de la infancia¨ (¨Really achieving your childhood dreams¨), que tuvo un tremendo éxito cuando fuera trasmitida  por la Internet luego transformada en un libro, en un bestseller del New york Times.  Lejos de negar su enfermedad, decidió vivir plenamente sus últimos meses de vida.

         

        Uno madura el día que se ríe por primera vez de sí mismo

        Ethel Barrymore

        • Pensando en voz alta…

      • Un cercano domingo en medio de una mañana esplendorosa, más bien quiero decir casi al mediodía, venía trotando en bajada por la Cota Mil en dirección de La Castellana; el cielo muy azul y algunas nubes dispersas que más parecían de algodón deshilachado permitían ver a través de ellas… ¡un menguante lunar, tenue y desdibujado!; aquél, desafiante, resistiéndose a desaparecer ante la luz solar del hermoso día que todo bañaba. Aceleré el kilómetro que me faltaba para finalizar y un ciclista que subía me dijo ¨!Ta´s duro!¨ (quizá le faltó el ¨viejo¨), mientras sólo sentía el aire fresco sobre mi cara, el impacto de mis pisadas y mi respiración rauda, se me antojó por pensar que luego de traspasada la cota de los 75 años, nos resistíamos a no tener luz propia, o a apagar la luz, o simplemente darle una patada a la lámpara… Por analogía, era así como también la luna, renuente, se resistía a desaparecer ante la luz del sol…

         

        La vejez es la edad de emprender aquellas tareas

         que habíamos esquivado en la

        juventud porque nos hubieran llevado demasiado tiempo.

      • W. Somerset Maugham

 

Miren un árbol viejo en cualquier calle de Caracas, huérfano y desasistido, nunca acariciado; ha perdido el lustre de sus hojas, está poblado de ramas muertas y las pocas vivas, retorcidas y ateroscleróticas, invadidas por la tiña, que, aunque tiene el comportamiento de una epifita, produce muerte del tejido vegetal y se considera como parásita, y el guatepajarito, invasor que también parasita, aprovechándose para crecer de la fisiología y el metabolismo de la planta. Viejos carentes de defensa naturales impuestas por la edad y el abandono… ¿Les parece acaso parecido al viejo dejado de lado y solitario…?

Tal vez en algún momento tendremos que ser hospitalizados. En ese medio, la hora de la muerte puede ser determinada. Muy triste, pero algunas veces, la prolongación de la vida, aunque sea vegetativa, solo por prolongarla, se vuelve un fin en sí mismo, y nosotros los médicos en forma refleja y muchas veces inhumana, mantenemos medidas que pueden conservarla en forma artificial durante días o semanas. Tendría algún sentido si se tratara de un joven, todavía con una reserva orgánica conservada, un porvenir y con esperanzas de recuperación; no parece sabio hacerlo en un viejo que fue útil y fructífero en su momento y ahora cansado espera reposo, especialmente en aquél donde no haya razonable posibilidad de recuperación sin discapacidades. Debo confesar que me aterra sea mi caso, perdería lo poco que tengo, mi dignidad humana sería vulnerada y dejaría a mi esposa en una ruinosa viudez. Y es que, en este caso, la muerte deja de ser un fenómeno natural y necesario, para transformase en una pifia del sistema médico. En consecuencia, y eso constituye un cambio antipódico, la muerte ya no pertenece más al que va a morir ni a su familia: está organizada por una enmarañada burocracia que la trata como algo que le pertenece, y aunque forma parte de sus responsabilidades, las decisiones no burocráticas deben interferir con ella lo menos posible. El duelo también ha desaparecido como práctica, el crespón negro en el brazo; así, los funerales breves y la cremación se vuelven cada vez más frecuentes por razones de comprendida conveniencia.

Envejecer no es más que una costumbre que el hombre

 ocupado no tiene tiempo de adquirir.

André Maurois

 


 

 

 

  • El kayrós helénico

 

Kayrós es “el momento justo”, no es el tiempo cuantitativo sino el tiempo cualitativo de la ocasión, la experiencia del momento oportuno. Los pitagóricos lo llamaban la oportunidad. El kayrós hipocrático es el momento justo en el cual la enfermedad hace eclosión, ¿Por qué hoy? ¿Por qué no ayer? ¿Por qué no mañana?, y cuando aquella se manifiesta, no es posible rechazarla; cuando ha sucedido no es posible recrearla ni volverla a tener.

 

Habremos de enfermar porque la vida es el anverso de la medalla de la muerte y las enfermedades que nos acosarán –evidentes u ocultas- no serán otra cosa que aceleraciones en la inevitable carrera en pos del reino de las tinieblas. Entonces pensaremos en el pavoroso drama de la enfermedad que nos tocará en suerte, dependiente de nuestra genética tal vez modificada por la epigenética. La principal desgracia para un anciano será la soledad. La habitual ocurrencia será que las parejas no lleguen a viejos juntas; siempre alguien se va primero, con lo que se desequilibra todo el statu quo que sostenía a los componentes del par. En una relación estable, cuando es la mujer la que primero se va, el hombre saca la peor parte, su sistema inmunológico se autodestruirá pronto e intolerante al intenso dolor, el marido morirá prontamente. El viudo o viuda comienza a ser una carga para su familia. Por una parte, todo el mundo ciertamente está ocupado, por la otra, muchos amigos han muerto y no hay con quien compartir. Habrá también muchos sordos alrededor, pero no sordos del oído, simplemente sordos funcionales que no quieren saber de penas ni lamentos.

• Las leyes de la medicina clínica: Una monja: La Tía Filomena; un ladrón de bancos: Willie Sutton; un poeta: John Milton, y un cura: William de Occam…

Aprender a conocer el qué, el por qué, el para qué y el para quién de la ars medica o el arte de la medicina clínica, debería ser el desiderátum de todo médico. Pero cuán difícil es apenas intentarlo. El segmento vital de que disponemos para hacerlo, sólo lo haría factible a las mentes geniales y la mayoría carecemos de esos atributos. Como las anécdotas asociadas a la enseñanza de la medicina se me antoja que facilitan y simplifican la recepción del conocimiento, les relataré mis enlazaduras con cuatro personajes sin aparente conexión, a la vez fascinantes y difíciles de olvidar.

• El primero de ellos es una monja. La llamaré la Tía Filomena. Transcurría el año 1963 y mi práctica privada comenzaba a crecer gracias a médicos amigos, muchos de ellos, mis antiguos profesores que me referían sus enfermos agudos.

Casi siempre eran pacientes muy enfermos y complicados, difíciles de tratar ellos o sus familiares, que clamaban por alguien que los cuidara, tratara de llevarlos al buen puerto del restablecimiento, siendo necesario en muchas ocasiones tolerar sus impertinencias o las de sus allegados ¡Gajes del oficio! En algunos casos, el paciente no se encontraba en condiciones de egresar, o su familia en situación de obtener más recursos para poder sufragar el coste de la hospitalización. Era pues necesario trasladarlos a otra clínica más económica donde también, sin desmedro de la atención, pudiera proporcionárseles los cuidados necesarios. Por los lados de Sarría existía una pequeña clínica que llenaba esos requerimientos. Para ello, se hacía necesario que estuviera dirigida por una persona responsable, ejecutiva e impecable. Ese personaje era precisamente la Madre Filomena, la directora del pequeño nosocomio. Alta, delgada, muy seria, de recio carácter, mandaba y era obedecida y respetada por el personal. Regentaba con orgullo esa tacita de plata, siempre reluciente…

Un largo pasillo de granito pulcro donde los pasos resonaban, nos daba la bienvenida. Desde allí y por unas escaleras, accedíase a la Estación de Enfermería. Allí solía encontrarse ella, erguida y siempre solícita y respetuosa, portando un paño de mano blanco y limpio y una pastilla de jabón, para que nos aseáramos las manos antes de ver al paciente y luego nuevamente, a la salida de la habitación nos esperaba el ritual, tal vez, evocando las memorables lecciones de Semmelweis . Desde allí y en su compañía, se trasladaba uno a las habitaciones, pequeñas pero confortables, con una ventana que daba a un patio. Muy aseadas; la ropa de cama, muy blanca, y ella, al lado con una enfermera auxiliar a la cual continuamente pedía información o daba órdenes. Recuerdo un período durante el cual tuve una paciente muy añosa, madre de un médico de larga parentela, tan enferma toda ella como sus demandantes y neuróticos acompañantes. Todos eran quejumbrosos, de trato brusco, al unísono exigían atención permanente y nada les conformaba. Un día de esos en que la paciente parecía despedirse de este injusto mundo con gran fatiga por tanta vida vivida y habiendo perdido toda esa reserva orgánica con que nos provee la naturaleza, trataba yo en vano de tranquilizar a algunos de sus hijos explicándoles una y otra vez que por su edad y condición, no había salida que yo pudiera ofrecerle… ¡Había llegado el fin de sus días y teníamos que pactar con la muerte! Viéndome desde lo lejos acorralado, envió una enfermera a buscarme, a salvarme de aquella intransigente y pegajosa inquisición… Pocos días después falleció y la hermana me dijo ceremoniosamente,

-¨Doctor Muci, era una necesidad…¨

Bueno, regresé a la Estación y mientras me lavaba las manos, oí que ella decía al personal,

-“! ¡Rápido, rápido, que el doctor Mengano camina por el pasillo y viene muy molesto, de muy mal humor…!”

Giré sobre los tacones de mis zapatos, pero lo logré ver a nadie. Era aquella una habitación sin ventanas y el teléfono no había sonado. Así, ¿Qué significaba toda aquella prevención? Efectivamente, en pocos segundos apareció un médico entrado en años y pintando canas, quejándose airadamente del tráfico de la zona y de la dificultad para estacionar su automóvil, empatando aquello con el caso de su paciente -que como la mía-, no quería mejorar…

Me fui pensando en el “¿cómo se había enterado la sagaz monja?”, pero otras obligaciones llevaron mi mente por otros rumbos. Al día siguiente, habiendo pasado la turbulencia del día anterior, me atreví a preguntarle cómo había anticipado las malas pulgas del colega. Entonces me dijo,

-“Desde hace muchos años, aquí tengo trato con muchos médicos que confían en los servicios de la Clínica y me esfuerzo en conocerlos. Cuando se desplazan por el pasillo de la entrada puedo oír el taconeo de sus zapatos y reconocer quién es la persona que está a punto de llegar, sentir la prisa o la tranquilidad con la que se desplaza, en fin, percibir su estado de ánimo tranquilo o agitado”.
Me pareció haberme topado con una observadora extraordinaria -poseía, si se quiere, un auditus eruditus, el oído refinado de una gran escucha-, que me transmitía gratuitamente una de esas enseñanzas memorables con que nos ofrenda la vida y una anécdota para ser recordada: El cultivo de la observación –a través de cualquiera de los cinco sentidos- y en este caso por el oído solía dar buenos frutos y por tanto, era digno de ser cultivada.

¿Qué sería desde entonces y para mí la Regla de la Tía Filomena? Sería la sumatoria de la observación fina y del conocimiento y experiencias que un médico pudiera albergar a lo largo y ancho de su práctica: Un llegar a conocer tantas entidades clínicas simples o complejas, frecuentes o excepcionales, como para poder sospecharlas o diagnosticarlas ¨al rompe¨; pero además, un conocimiento del paciente, del individuo particular que sufre y que la enfermedad trata de ocultarnos y que por nuestra formación materialista con frecuencia lo logra; un compromiso a vida plena con el estudio y la docencia; un afinamiento de los sentidos así que adquiramos no sólo un auditus eruditus, sino también un tactus eruditus y un visus eruditus, y así, que dejados al vuelo puedan reconocer lo reconocible o intuir lo nuevo o extraño; en otras palabras, una forma intuitiva donde la enfermedad se le revelara fácilmente “por su manera de caminar y el taconeo de su transcurrir”. Ello implicaría conocer no sólo las enfermedades, aún las más raras, sino también sus formas atípicas de presentación –tan frecuentes como diferentes como son los pacientes que vemos a diario – y los escondrijos o recovecos donde se albergan para salir a buscarlas.

Así, que la Regla de la Tía Filomena implicaría, estudio comprometido para conocer tantas enfermedades como posible; atención inteligente para identificar sus síntomas y signos; flexibilidad para comprender su atipicidad; y astucia para exponerla en los sitios donde se esconde.

Willie Sutton (1901-1980), llamado El Actor o “slick Willie” , fue un famoso ladrón de bancos y era muy bueno en lo que hacía.
Durante los cuarenta años de carrera criminal se hizo de un estimado de dos millones de dólares. En su maletín de “visitas” generalmente llevaba una pistola o una ametralladora Thompson, pues era un convencido de que sin ello no podría robarse un banco con personalidad, encanto y seducción. No obstante, se enorgullecía diciendo que no las había usado nunca. El hecho de robar a los ricos –pero no para distribuirlo entre los pobres-, le confirió un cierto y confuso aire de Robin Hood. En algún momento llegó a constituirse en uno de los tantos Enemigos Públicos N° 1 del FBI, pero tal vez no haya sido conocido por su carácter escurridizo y reincidente el haber pasado a la inmortalidad, sino por una frase que se le atribuyó cuando fuera interrogado por periodistas ávidos de noticias y que va como sigue,
-“Mister Sutton ¿Por qué usted sólo roba bancos…?” La única respuesta ante esa pregunta no podría ser otra que,
-“Because that’s where the money is”- ! Porque allí es dónde está el dinero!- contestó…

Todavía no se sabe a ciencia cierta si alguna vez pronunció esa frase, o si fue una más de esa larga lista de mitos y leyendas que se crean alrededor de personajes importantes, famosos o estrafalarios. Lo cierto es que dos libros se han escrito sobre él . En el segundo, comenta Sutton con orgullo, cómo la profesión médica adoptara la “Ley de Sutton”, llamando a mirar o buscar lo obvio antes de ir más adelante y descarriarse en el camino del diagnóstico. La citada ley fue acuñada por un profesor de medicina quien recordó la respuesta dada al reportero que le inquiriera acerca de lo obvio. Lo cierto que en medicina la “Ley de Sutton” se ha transformado en un paradigma del saber médico que asienta que cuando se diagnostica uno debe considerar primero lo obvio y en consecuencia, conducir en secuencia de complejidad, aquellas pruebas que confirmen o nieguen el diagnóstico para instituir un tratamiento minimizando costes y dolores innecesarios. Es una “acción disciplinada: Diríjase donde está el diagnóstico”, que nos compele a encaminarnos con las pistas acumuladas hacia la respuesta, hacia donde yace el diagnóstico…

Imaginemos un paciente que se queja de ver mal y en una simple campimetría por confrontación –haciéndole cerrar un ojo le pedimos que mire directamente a nuestra nariz al tiempo que colocamos ambas manos alzadas a los lados de ella -¨¿Ve mis dos manos?¨- encontramos una hemianopsia bitemporal, –a la manera de las gríngolas de un caballo, no ve la mano que está hacia fuera con ambos ojos por separado-; luego, puede ser mejor definida mediante una campimetría en pantalla de tangentes de Bjerrum o una perimetría computarizada de Humphrey ¿Qué significa este hallazgo? Por supuesto que existe un tumor originado en la región selar –donde se encuentra la hipófisis- que comprime el quiasma óptico ¿Dónde están pues los reales? Sin pérdida de tiempo ni exámenes fuera del contexto, los reales se encuentran en la identificación por tomografía computarizada o resonancia magnética cerebrales el área de la cisterna supraselar o quiasmática donde con toda seguridad se hallará el tumor (Figura ).

Según Sutton, “La ironía de emplear la máxima de un ladrón de bancos como un instrumento de enseñanza de la medicina es una fabricación y puedo confesar ahora que, en efecto, nunca dije la frase en cuestión. El crédito pertenece a algún reportero que sintió la necesidad de completar un escrito. Si alguien me lo hubiera preguntado, probablemente hubiera dicho igual que cualquier otra persona… No puede ser más obvio. ¿Por qué entonces yo robo bancos? Porque lo disfruto, porque lo adoro, porque estaba más vivo que en cualquier otro momento de mi vida cuando estaba dentro de un banco robándolo…”
Urdiendo nuestras ideas para formar un tejido, tendríamos entonces la importancia de la adquisición del conocimiento y el reconocimiento de la enfermedad y de sus escondrijos, y la ruta conducente hacia la búsqueda de su morada. Pero aún existiría un paso más en llegar a comprender el alcance de la ars medica (arte de la medicina) …

John Milton (1608-1674), el famoso poeta inglés del siglo XVII, autor de “El paraíso perdido”, al final de su poema “Su ceguera” (1655), escribe, “también sirven aquellos que solo se detienen y esperan”.
El médico bien entrenado sabe qué hacer por su paciente; el médico especial sabe qué no hacer por su enfermo. Pero en estos contorsionados tiempos el arte de no hacer nada, de observar y esperar, está en peligro de extinción. Hoy día todo es maquinal, todo es movimiento, una acción dada debe llevar a una reacción y esa reacción debe ser inmediata. Enseñamos a nuestros alumnos a hacer, pero no a saber aguardar… La espera en medicina es una forma de inacción disciplinada, un saber esperar en forma razonada, es estar al husmo del detalle o de la evolución de una enfermedad, expresado por ejemplo, en apreciar la oportunidad de aprender sobre su historia natural, la forma como suele manifestarse; en el sentir que muchos pacientes van a sanar a despecho de lo que hagamos –vis medicatrix naturæ -; en no pedir numerosas consultas a otros colegas solo porque el diagnóstico no es inmediatamente obvio; en no ordenar costosos estudios –“tecnología de punta”-, cuando otros más económicos pueden suministrar la misma información; en no administrar una ristra de medicamentos y drogas para intentar aliviar cada posible síntoma o enfermedad. Esa espera, para quien esperar sabe, suele dar increíbles réditos…

• El principio de la parsimonia atribuido a William de Ockham (u Occam), un lógico y cura franciscano que vivió en el siglo XIV inglés cuyo nombre se da a un principio:
¨Cuando se trata de escoger entre múltiples teorías en competencia, la más simple es probablemente la mejor¨. El principio es mejor conocido como La navaja de Ockham y compele a que, ¨Las entidades no deben multiplicarse innecesariamente¨. Muchas veces es citado en latín para darle un aire de autenticidad, «Pluralitas non est ponenda sine neccesitate». La definición más útil para los científicos es, ¨Cuando se tienen dos teorías en competencia que hacen exactamente las mismas predicciones, la más simple suele ser la mejor¨.

• Por último, para integrar el arte de la medicina debería existir una suerte de medida unitaria que resuma el quehacer y el buen hacer del médico; una que conjugue a la Tía Filomena, a la ley de Willie Sutton, la espera razonada de John Milton y la navaja de Ockham. Esta medida unitaria la constituyó la ética del diagnóstico en la Antigua Grecia expresada la tékhne iatriké, un saber qué hacer y cuándo latinizada transformada en ars medica, deviniendo en nuestros días como oficio o arte de curar:

Hago que mis alumnos la aprendan y la ejerzan en toda situación de su vida, tanto personal como médica. En forma muy irreverente les pido que la peguen en la pared del baño, frente a la poceta, para que así cada día la lean y la memoricen; por supuesto, los estíticos dedicarán más tiempo a su lectura; un efecto colateral beneficioso del estreñimiento…

 

 

 

Las leyes de la medicina clínica se inician con esa gran herramienta insoslayable del clínico: ¡La Historia Clínica! (Figura 7, de izquierda a derecha). Debe dedicar a ella especial cuidado oyendo cómo se expresa la enfermedad a través de las palabras del paciente y traduciéndolas cabalmente para que tengan un significado; debe ser un cuidadoso semiótico al recoger los signos físicos en las áreas sugeridas por la anamnesis, así que pueda exteriorizar el morbo aposentado en el adentro; debe entonces decantar y afinar sus sentidos para convertirlos en visus eruditus, auditus eruditus y tactus eruditus. Es una tarea a vida entera ejercitarse en su ejecución y pulimentación pues será la guía que nos conduzca a una impresión diagnóstica matizada por el diagnóstico diferencial.
Una vez identificada la condición, la Ley de Sutton empleando o no exploraciones complementarias nos dirigirá en forma disciplinada hacia dónde está el diagnóstico.
De ser necesaria le seguirá la Ley de Milton o de la espera razonada que implica una inacción disciplinada.
Una combinación de la ¨M¨ de Milton y ¨uttom¨ de Sutton, nos hace la Ley de M-utton que resume el arte de la medicina –ars medica- o saber qué hacer y cuándo, emparentada con la tékhne iatriké.
Llegado el momento del despeje de la ecuación las hipótesis clínicas, la Hojilla o Navaja de Occam nos guiará a la simplicidad y economía en el diagnóstico.

 

El cielo de las hormigas… o elogio de la candidez

VIVIR …
Gregorio Marañón

Vivir, no es sólo existir,
sino existir y crear,
saber gozar y sufrir
y no dormir sin soñar.

Descansar ……
es empezar a morir.

 

La palabra ¨candidez¨ según el Diccionario de la Academia Española, significa blancura —sencillez de ánimo— y también simpleza, poca advertencia. Por su parte, la palabra ¨cándido¨ en el mismo diccionario significa — blanco— sencillo, sin malicia ni doblez, y también simple y poco advertido.

Cinco o seis años, no podría precisarlo. Mi mamá y mis hermanas decían que dentro de mis seis hermanos varones, yo, el penúltimo de mi familia de nueve hijos, era un niño muy tranquilo y que prefería jugar a solas. Me fascinaba ver la actividad febril en los agujeros de las hormigas, todas apresuradas exhibiendo una atáxica marcha de ebrio o cerebeloso; eso sí, todas muy corteses; como buenas comadres se saludaban con abrazos rapiditos y seguían su camino, bien entrando o saliendo de la cueva, algunas se devolvían como si se les hubiera olvidado algo y otras, hacían el amago de devolverse y seguían como si nada. Más adelante, en una forma desordenada –en apariencia- se esparcían cerca de su madriguera. Un grupo venía hacia la entrada, eran las geómetras, con un mercadito a cuestas, titubeantes, un trozo de hoja cortado en forma poligonal, más pesado que ellas, pero casi siempre de un tamaño que podía pasar por la estrechez del agujero.  Me preguntaba qué pasaba más allá de la entrada, si habrían cuartos como los de mi casa, donde mis hermanas tenían habitaciones individuales para cada una de las tres, o si había un alto donde los varones teníamos que aceptar una suerte de hacinamiento considerado; mi padre nos decía que debíamos orinar antes de ir a la cama y además, que teníamos que pedirnos la bendición unos a los otros antes de dormir: A la hora de apagar la luz aquello era un rosario de bendiciones y contestaciones, ¨Bendición, fulano…¨, ¨Dios te bendiga, mengano…¨ y entonces a dormir… No había ronquidos perturbadores, pues esa no es edad de angustias, ni teníamos amígdalas grandes –casi todas extirpadas-, ni apneas obstructivas del sueño; ocasionalmente, uno que otro se orinaba en la cama pero no hacíamos de ello motivo de burla, ¨un resbalón cualquiera daba en la vida…¨.

Para entonces no sabía que existían los formigarios –no recuerdo dónde oí esa palabra de la que no da cuenta el diccionario- u hormigueros caseros, suerte de caja cuadrada con paredes de vidrio donde podríamos como voyeristas, observar la intimidad de la colonia; de saberlo no hubiera querido tener uno privando a las hormiguitas de su libertad e irrumpiendo en su privacidad. Una cuestión sí que me mortificaba a tan tierna edad. Me preguntaba dónde irían las hormigas cuando morían,  pues estaba seguro y asumía que se portaban bien e imaginaba que tenían su cielo particular. Y que ese cielo estaba precisamente sobre el hormiguero y siendo tan chiquitas, digamos que se alzaba a mi estatura, a un metro veinte de altura, así que procuraba no pasar corriendo o caminando sobre el agujero para no disturbar la paz de su cielo…

Luego supe del cuento ¨La Hormiguita Viajera¨, creado por el escritor uruguayo Constancio C. Vigil (1876-1954), quien era el motor de una editorial dedicada mayoritariamente a cuentos infantiles. Y de entre ellos, el que nos ocupa, un escrito clásico de la literatura infantil que escribió en los 50 y admiración de mi infancia. En mi casa, había dos de sus libros, ¨El Erial¨ (1915) y ¨Amar es Vivir¨ (1941); habían pertenecido a mi hermano Fidias Elías, médico como yo, que sufría intensamente el sufrimiento de sus pacientes; él decía que quería educar a sus hijos bajo las normas asentadas en el primero de estos libros. Vigil, hombre sabio como ninguno, a la entrada de la edad madura falleció produciendo un inmenso vacío y sin dejar hijos a quienes educar… Relata la historia de una hormiga exploradora perdida entre los pliegues de un mantel de picnic envuelto. Al fin encuentra el camino de regreso a su hormiguero, pero antes de encontrarlo, nuestra heroína viviría toda suerte de aventuras al encontrarse con curiosos personajes, como el alguacil, el caracol, la tortuga, la abeja, el sapo huevero, la langosta, el Manchado, el doctor Lagartija y la avispa.

Abro al azar el otro libro, ¨Saber es vivir¨, y las páginas 88 y 89 me premian con un corto artículo, como todos sus compañeros intitulado, ¨Nuestra posición espiritual¨ que se inicia así, ¨Espantosa miseria moral y material; más de 10 millones de muertos, 45 millones de mutilados y heridos y más de 15 millones de huérfanos fueron los resultados de la guerra 1914-1918. A pesar de ellos, continuaron en Europa las suspicacias, los recelos, los alardes y los ruinosos preparativos bélicos…¨, ¨…nosotros no alcanzamos a comprender que los estadistas busquen la felicidad de los pueblos por los laberintos de la soberbia, de la envidia y del odio; no comprendemos tampoco, que los pueblos acepten como felicidad la ruina y la matanza¨. ¡Con cuánta verdad describe la Venezuela de hoy…!

Iniciar una carrera universitaria en plena adolescencia, cuando no tenemos idea clara de lo que realmente queremos y en qué nos metemos, es –pienso- una cándida aventura… En nuestros ensueños juveniles se perfilaba un vago panorama de la existencia futura; por ello, para muchos el fracaso fue el corolario al encallar en la arena sin habernos echado todavía a la mar. Ya decíamos en otro Editorial que la anatomía humana muchas veces infranqueable, fue el filtro donde al despertar muchos sueños encontraban una dura realidad: ¡Aplazado! Quizá algunos pocos de mi generación y particularmente yo, no éramos espíritus despiertos, no éramos por ejemplo un Bill Gates, el de Windows, que a los catorce años ya ¨volaba con todo y jaula¨. Estudiar por apuntes, folletos mimeografiados de clases grabadas –que con su venta ayudaron a más de uno a graduarse- y uno que otro libro de texto… Estudiar, estudiar mucho, trasnochos, vigilias, pacientes, más pacientes, autopsias, fracasos, fracasos y por ahí, un pequeño éxito… La experiencia es la hija del binomio estudio continuado-paciente-pensar. Ya lo decía sir William Osler (1849-1919), ¨El que estudia medicina sin libros navega en un mar desconocido, pero el que estudia medicina sin pacientes no navega en absoluto.¨

 

Ni se atisbaba entonces la sociedad digital de hoy. El que con mucho esfuerzo, a trompicones y en medio de temores y horrores cibernéticos, los viejos hayamos tenido que medio adaptarnos a esta nueva cultura nacida hace escasos decenios, que ha igualado rápidamente a la revolución industrial que tomó tantos años en gestarse, nos habla de apresurada adaptación, de aprendizaje tartamudeado del lenguaje digital al que con recelo nos hemos asomado, ese que nos ha tocado en fortuna. ¡En lo particular gracias a Dios le doy! Nuestros dedos atáxicos tiemblan al tantear en el teclado del teléfono celular cuando miramos de soslayo a un niño sumergido literalmente en un iPad nadando como pez en el agua. ¡Cochina envidia!

Para muchos, el ingreso en la Academia Nacional de Medicina ha traído, inesperadamente, aires de una nueva y bienvenida pubertad que recompone y rejuvenece la vida; es verdad con su acné –queratosis solares- y sus dolores de crecimiento –artrosis- pues desde un transcurrir por tediosos caminitos de la costumbre, ha venido el añadido de la renovación, pero no sin más pena, pues lo que nace sin ella es ineficaz y no se mantiene en pie. No llegamos a presenciar las conferencias ¨a capela¨, sin apoyo audiovisual; pero sí hemos asistido a la evolución desde las diapositivas contenidas en un carrusel, al computador y al power point, video beam, al iPhone y a la tableta o iPad. Desde aquellos que solemos y tenemos que volver a empezar siempre, una y otra vez sin desmayar, hasta otros para quienes el camino es menos enojoso; ojalá y ello nos haga más cercanos a la sabiduría que dicen que todo viejo carga consigo como premio de consolación de la chochera…

Desde el antiguo saber ¨técnico¨ o thékne iatriké, en el sentido originario helénico de la palabra (tékhne: saber algo sabiendo por qué se hace), impregnada de amor caritativo al humano enfermo, la técnica en su nueva versión cibernética, constituyó un desafío que muchos asumimos sabiendo que manteniendo nuestro cerebro vivaz a pesar de la pérdida fisiológica de unas ¡50.000 neuronas al día -así que al alcanzar los 75 años de edad habríamos perdido el 10% de las neuronas y 10% del peso de nuestro cerebro-!, podríamos tramontar una vejez miserable y hacerla una postrimería provechosa y productiva. La plasticidad a nivel de las células nerviosas presupone alargamiento compensador y producción de dendritas en las células nerviosas restantes para compensar el deterioro gradual y la pérdida de células nerviosas relacionados con la edad. Las nuevas conexiones en el árbol dendrítico pueden compensar el menor número de neuronas. Por ello, debemos luchar contra el sedentarismo intelectual, mar de sargazos, y así, de esa forma, hacemos crecer, retoñar y fortalecer el árbol dendrítico. No está pues todo perdido, el cerebro en su maravillosa plasticidad siempre tiene recursos para seguir aprendiendo, y con él, nosotros y la medicina misma.

El Maestro Félix Pifano (1912-2003), nuestro ilustre amigo y profesor de patología tropical, nunca suficientemente bien ponderado, elevando su dedo índice derecho en movimiento de predicador nos reconfortaba diciendo, ¨Nacemos, nos hacen, nos hacemos y trascendemos…¨, llegando así a comprender o a averiguar algunos misterios de la vida. La genética que nos es impuesta es implacable; sin embargo, la esperanza contenida en la epigenética que nos impele a modificar esta otra y así vamos por la existencia, aprendiendo, deshaciendo, modificando y trascendiendo. Viendo con el retrospectoscopio en lontananza de caducos tiempos y aunque no conformes con nuestro desempeño, damos gracias a la vida por todos los privilegios concedidos…

 

  • Gregorio Marañón y Posadilla (1887-1960)

  • Pocos médicos en la historia me han tocado tanto como don Gregorio Marañón y Posadilla (1887-1960), el llamado ¨Hipócrates español¨, un apasionado por la vida. Un buen amigo médico, que nada tiene que ver con los avatares de la clínica y los enfermos porque es un investigador de retorta, canales de calcio y potenciales de acción, me mencionó que tenía los libros de ¨un tal Marañón¨, pesada herencia que había heredado de alguien y me preguntó si los quería. ¨Si los quieres habrá que traerlos en una carretilla¨ -me espetó- Y así fue… Fueron los tres gruesos tomos, más de tres mil páginas, de sus ¨Obras Completas¨ (Espasa-Calpe, 1967). Ha sido uno de los mejores regalos que en vida he recibido.

    Por muchos años ha permanecido en mi biblioteca como obra de consulta su libro, ¨Manual de Diagnóstico Etiológico¨, 1940, donde están asentados 6228 temas o dudas diagnósticas; es cierto, poseo la 9ª edición de 1953, pero existe otra actualizada de 1984 en conjunción con el profesor Alonso Balcels. Dentro de la magna obra, se deja colar la candidez… Por ejemplo, hablando de herpes sintomáticos de algunas enfermedades infecciosas, donde dice que cualquier fiebre puede acompañarse de herpes simple -o ¨llaguitas¨, como las llamamos en Venezuela-, reseña una deliciosa alusión de Cervantes en Los Trabajos de Persiles y Sigismunda (1616), su obra póstuma –escrita 4 días antes de su muerte-:

    ¨Cuán, grande fue de amor tu calentura,

    pues salieron señales en tu boca¨.

  • Y al continuar hablando de candideces, se aposenta en mi memoria el recuerdo del inicio de nuestro curso de tercer año. Como párvulos fuimos llevados por uno de nuestros instructores en fila de a dos en dos para que conociéramos el Hospital Vargas de Caracas, casona donde dejaríamos atrás los cadáveres, descubriríamos al humano enfermo, atisbaríamos cuan laberíntico es y afianzaríamos nuestra vocación de servir, o lo que es lo mismo, de ser médicos. Íbamos todos alegres y bulliciosos transitando los pasillos hasta que el guía, al pasar frente a la Sala 1 de Cardiología, llevando su índice derecho alzado sobre sus labios, nos dijo en queda voz,

    -¨No griten, que aquí están hospitalizados los cardiópatas…¨ y el empático silencio, se hizo.  Nada que ver con la falta de consideración y la palabra obscena del hogaño presenciada a diario en el mismo lugar y cincuenta y pico de años después …

    Era una época en que, aunque fuera de forma velada, el vulgo y los médicos insistían en la importancia de las emociones en la génesis de un ataque cardíaco. Por eso especialmente con el cardiópata, debíamos tener mucho tacto y consideración para no perturbar su ánimo delicado y quebrantable. Se nos mencionó el paradigmático caso del famosísimo escocés John Hunter, cirujano y anatomista, médico del Rey Jorge III, y padre de la aproximación experimental a la medicina, malhumorado e intransigente como el que más, nacido en 1728 y fallecido bruscamente a los 65 años de un ataque cardíaco el 16 de octubre de 1793, cuando sostuviera una agria polémica sobre la admisión de unos estudiantes al Hospital San Jorge de Londres. Conocedor de su dolencia, solía decir que, ¨Mi vida está en las manos de cualquier patán que decida alterarme¨. El episodio de la muerte cardíaca de Hunter, se produjo durante un período de creciente comprensión de la relación entre la angina de pecho y la enfermedad arterial coronaria.  Aunque esta asociación fue reconocida por primera vez por Edward Jenner (1749-1823), sí, el mismo de la variolización, y su pupilo, quien comprendiendo en vida la enfermedad de su maestro, mostró otro cándido episodio producido cuando en consideración a su amistad y agradecimiento, mantuvo en secreto y sin publicar su observación hasta que aquel falleciera. La autopsia de Hunter mostró, efectivamente como en otros de sus casos, que sus arterias coronarias estaban calcificadas y obstruidas.

    Fue también en tiempos de mi niñez médica, cuando ante la sospecha de una angina de pecho o isquemia miocárdica, se insistía no sólo en el dolor característico, su descripción por el paciente atendiendo también al lenguaje gestual revelador durante la descripción (Figura 5) y a las variantes del dolor, tal como había sido descrito por William Heberden (Londres, 1710-1801), en su libro ¨Some account of a disorder of the breast¨ (1772), (Figura 6), sino también en el angor animi o sensación de muerte inminente que le acompañaba… Es de hacer notar que en la medida en que la medicina se ha ido haciendo cada vez más materialista e inhumana, este componente realmente humano de la vivencia dolorosa y no existente en otros tipos de dolor precordial, ya no es más interrogado.

    El verdadero legado de Heberden fue la aplicación de los ingredientes esenciales de la medicina en la práctica: el arte de la observación, el análisis agudo de lo que se observa y más importante aún, la compasión por los pacientes.

     

    Tanto que estudiamos, tantas horas que dedicamos a ser buenos historiadores de nuestros pacientes, tantas horas consagradas a hacer erudito nuestro oído interpretando el enigmático lenguaje de la enfermedad y a escuchar los rumores del descalabro que produce, a sensibilizar nuestras manos para extraer del interior del paciente aquellas verdades que la enfermedad oculta, parece que ahora carecen de sentido. Y entrado ya el otoño de nuestras vidas, como la lluvia que borra el rastro, parece que lo aprendido en décadas se volvió transparente, antigualla superflua, inadecuada, demodé… La tecnología, como fagocito ayunoso, va engullendo todo aquello que ella misma ha creado haciéndolo inoperante para vendernos otro aparato, otra versión última e inacabada que espera por ser también devorada. ¿Será que aquella pregunta fantástica que se hiciera Marañón al interrogarse y contestarse?, ¨¿Cuál ha sido el invento que más ha hecho progresar la medicina? ¨, y sin dilación, él mismo contestándosela, ¨¡La silla…!¨ (Figura 7), en alusión a ese lugar donde médico y paciente somos enseñados, donde el uno aporta para que el otro interprete en términos de diagnóstico y pueda ayudar…

    Pero alguien del lado de la técnica, siempre en pugilato con la clínica, viene en nuestro auxilio. Veamos un caso de protuberante actualidad: El ultrasonido diagnóstico (US) quiere, como la palpación y auscultación, formar parte del examen rutinario del paciente. A este punto se consagra un editorial del doctor Saurabh Jha en la prestigiosa revista New England Journal of Medicine del 10 de abril de 2014, relacionado con su empleo, una exploración seductora e inocente que puede ser peligrosamente imprecisa; desde su punto de vista el empleo indiscriminado del US de cabecera y su fabricación de equívocos, vendrá de la mano y traerá otros estudios de imagen como la resonancia magnética. Establece el terreno perfecto para crear lo que llama, víctimas de la medical imaging technology (v-o-m-i-t), que terminan sin embargo recibiendo la radiación que se intentó no utilizar. Finaliza diciéndonos, ¨Olvidémonos del ultrasonido, antes bien, realicemos una historia y examen apropiados¨.

    Acuña Herbert Fred, M.D., profesor del Departamento de Medicina Interna de la Universidad de Texas, Houston, el término ¨hyposkillia¨ en referencia a la deficiencia de habilidades y destrezas de nuestros nuevos médicos, condición mediante la cual ya no son capaces de tomar una historia médica adecuada, no pueden realizar un examen físico confiable, no pueden valuar críticamente la información que reúnen, no pueden crear un plan de trabajo racional, tienen poco poder de razonamiento y se comunican muy mal. Por otra parte, raramente pasan tiempo suficiente para conocer a sus pacientes porque son rápidos para tratar a todo el mundo y en consecuencia, aprenden nada sobre la historia natural de una enfermedad… Por ello y siguiendo nuevamente a Fred, se privilegia el ¨tenesmo tecnológico¨ o urgencia incontrolable del médico para indicar métodos sofisticados de diagnóstico saltándose la anamnesis y la aproximación compasiva al paciente, al tiempo que expresa su causa: ¨La tiranía de la tecnología es producto de una educación insuficiente…¨.

    Los médicos viejos tenemos el deber de rescatar para nuestros alumnos  el precepto de Hipócrates, ¨Observa y registra¨. El uso de los sentidos y el plasmar lo que se observa y lo que se escucha en términos claros y simples.

    Así como el astrolabio precedió al sextante, «La práctica —según las palabras de William James— puede cambiar nuestro horizonte teórico, y puede hacerlo de doble modo: puede conducir a nuevos mundos y suscitar nuevos poderes. El conocimiento que nunca lograríamos permaneciendo lo que somos, acaso sea alcanzable por consecuencia de poderes más elevados y una vida superior, esa que podamos lograr moralmente».

    La vida de un médico es siempre perseguir, proseguir, estudiar la vida y vivirla intensamente e interrogarla, disfrutar las cosas sencillas y enseñar a otros a hacerlo, estudiar, comprender el pasado, pensar en presente (hic et nunc) y quizá, atisbar el futuro, meditar y preguntar continuamente a la muerte, aprender de ella e intentar retorcer sus designios sin perder de vista el propio Memento mori: ¨recuerda que morirás¨…

¿Un nuevo paradigma médico?, o los maestros que no volverán…

¨¡Guarden la compostura y bajen la voz! ¡Estamos pasando frente a la sala de los cardiópatas…! ¨ La voz de un joven médico que nos guía, alto, con anteojos redondos de carey, carrera perfecta a la izquierda y cabello engominado, suavemente nos conmina al tiempo que se lleva el dedo índice extendido verticalmente sobre sus labios cuando pasamos frente a la Sala 1…

Corría el año 1957. Tercer año de medicina. Nuestro primer día en el Hospital Vargas de Caracas, el sacrosanto templo de la medicina nacional, luego de haber pasado por la anatomía y fisiología, histología, bioquímica y fisiopatología, microbiología, parasitología y farmacología, apertrechados con un bagaje suficiente de conocimientos y términos médicos –al finalizar nuestra carrera, ¡cincuenta y cinco mil palabras habríamos acumulado en nuestro banco cerebral de memoria!-; todo, para poder seguir nuestra marcha hacia adelante y ser aceptados por nuestros pares y pacientes…

Se entendía que, para entonces, hasta el ruido de nuestra vocinglería alegre y juvenil podía trastornar el cansado corazón de aquellos heridos en la noble fibra del miocardio. Y con esa nota de consideración hacia el desvalido que yacía entre blancas sábanas, iniciaríamos el comienzo de nuestra comprensión del enfermo, más propiamente del hombre enfermo. Algo más que órganos, aparatos y sistemas… Era el primer peldaño para acceder a las clínicas: con la semiología: el aprendizaje del significado de los síntomas y de los signos, y de la semiotecnia: el arte de ponerlos de manifiesto, de sacar hacia el afuera el enemigo aposentado en el adentro. Nos faltarían luego 3 años más para que esa enseñanza escalonada y cada vez más compleja, como los frutos, alcanzara su sazón, su punto, su madurez…

Veíamos el ejecutar de los grandes profesores con sus níveas batas. Sentíamos tanto respeto que rehuíamos sus miradas, a veces cargadas de reproche, otras compasivas ante nuestra insipiencia. ¡Esto ya no es juego de niños! ¡Esta no es una carrera para flojos ni espíritus pusilánimes! Allí aprenderíamos los cinco preceptos a cumplir de cara al enfermo: El diálogo diagnóstico y sanador o anamnesis, la observación o inspección, la palpación, la percusión y la auscultación. ¿Cómo? ¿Sólo eso…? Luego de más cincuenta y seis años de haberme graduado, aun cuando parece fuera de sitio en pleno siglo XXI, somos fieles a sus preceptos, lo seguimos ejecutando y seguimos aprendiendo…

¿Cómo lo hacen? -nos preguntábamos-, ¿cómo mirando sólo al enfermo, su facies, su posición en la cama, su piel, su respiración, las venas del cuello, su pecho descubierto, su abdomen surcado de venas, de un vistazo tienen acceso a una información que parece surgir como por arte de magia, tan fácilmente, como de la nada…? ¿Fácilmente? A lo Sherlock, eran muchos años de entrenamiento en comprender el fiel, pero críptico lenguaje o lamento de los órganos y sistemas aporreados por la furia de la enfermedad.

 

-¨Mi nombre es Sherlock Holmes. Mi negocio es saber lo que otras

personas no saben¨

Sherlock Holmes

Recuerdo con especial veneración al doctor Otto Lima Gómez, Jefe de la Clínica Médica y Terapéutica A, todo un Maestro; él fue el responsable de que me desprendiera de mi amado grupo de la ¨M¨, asignados al Hospital Universitario de Caracas. Pedí mi traslado al Hospital Vargas de Caracas en quinto año de medicina. Ello fue para mí un renacer, un presenciar y absorber una medicina diferente y auténtica, muy clínica, muy científica y, especialmente, muy humana. Oí por primera vez la frase hipocrática, ¨Primum non nocere¨ -primero, no hacer daño-; me enteré de que existían Ludolf Krehl (1861-1937), Viktor von Weizsäcker (1856-1957) y Michael Balint (1896-1970), padres de la medicina antropológica, aquella que toma en cuenta el ser entero, su biografía al momento de la eclosión de la enfermedad y rogaba por un vínculo maduro y afectuoso con el enfermo.

Otros también conocí, la ida precozmente, doctora Estela Hernández, también me marcó por su puntillosa rectitud, compromiso y amor por el estudio y por sus pacientes y alumnos. Pero no se quedó ahí, ¡Pude quedarme en el Hospital! Entre 1961 y 1963 realicé mi internado rotatorio y mi residencia hospitalaria de medicina interna en el servicio de Gómez, lo cual apuntaló aún más mi deseo de ser internista e introyecté muy adentro de mi ser, todo cuanto me habían enseñado y había visto incluidas mis lecturas, no solo de medicina, sino de las humanidades, tal como preconizaba sir William Osler, padre de la medicina interna.

Hubo muchos otros profesores, amigos y consejeros; y ya Instructor por Concurso de Clínica Médica, ahora en la Cátedra Clínica Médica y Terapéutica B, con el doctor Herman Wuani Ettedgui a la cabeza, padre bueno, bondadoso y desinteresado. ¡Cuánto aprendí la necesidad de conocer al dedillo no sólo las drogas que recetaría, sino también sus efectos colaterales y sus interacciones, tantas veces responsables de nuevos síntomas insospechados en el paciente!

Quedan afuera muchísimos otros que dejaron una impronta en mí ser y una gratitud insospechable, como no fuera el hacer y trasmitir sin mezquindad lo que ellos me enseñaron con bondad: como deber ser y como se deber hacer…

En razón de la nube negra del desprestigio aposentada sobre la clase médica norteamericana, materialista y deshumanizada, en la década sesenta se afirma que la American Medical Association, intentó maquillar y exaltar su figura a través del financiamiento de series televisivas con personajes de ficción que enaltecían la labor del médico.  En la mayoría de ellas, el protagonista se hacía acompañar por su maestro o por un alumno, portando un estetoscopio, símbolo de la profesión médica. Suerte de héroe que salva vidas, pero a diferencia de las series western, en vez de utilizar un revolver o enseñar la placa que representa a la ley, usa el bisturí y la bata blanca como símbolo de autoridad.

 

Surgieron, entre muchas otras, James Kildare (1961-1966) interno del Hospital Blair General, donde aparte de perfeccionar y adquirir experiencia en su profesión, se interesaba vivamente en los problemas de sus pacientes, llegando a involucrarse con ellos. Se ganó el respeto de su superior el doctor Leonard Gillespie con quien mantenía una relación paterno-profesional.

Le siguió Ben Casey y su mentor, el doctor David Zorba (1962-1966), serie conocida por su apertura icónica donde una mano diseñaba símbolos en un cuadro negro: ¨Hombre, mujer, nacimiento, muerte, infinito¨.

Otro personaje lo constituyó Marcus Welby (1969), médico chapado a la antigua; trabajaba en su casa de Santa Mónica, California; no obstante, tras sufrir un infarto cambió su vida y su práctica, viéndose obligado a laborar con otro médico más joven, James Kiley y sus novedosos métodos de trabajo. Welby echaría de menos los días en que iba a casa de sus pacientes y era para ellos, más que un simple doctor, un sabio consejero. Todas estas series mostraban diferentes facetas del paradigma médico de la década sesenta, un ser humano rodeado por una aureola de entrega y humanitarismo. Hubo muchas series televisivas que tocaron el tema médico tratando de fomentar aquella admiración perdida…

Luego entre los años 2063 a 2379, hasta surgió un médico diferente y del futuro, Leonard Horacio MacCoy un personaje de Star Trek (Viaje a las Estrellas, 1966), donde era el Oficial Médico en Jefe a bordo de la nave estelar Enterprise bajo el comando del Capitán James Kirk,  quien le puso el apodo de «Bones«. Hacia el año 2267, McCoy recibe la Legión of Honor. En la serie original, era uno de los tres personajes principales, representaba la emoción humana como personalidad opuesta a la disciplina lógica de Mister Spock, que dotado de una gran compasión, era también bastante gruñón, supersticioso, y temía de forma irracional a las nuevas tecnologías.

El aplastante materialismo a ultranza de los últimos cuarenta años terminó por echar por tierra cualquier intento de remiendo de la figura del médico, que definitivamente había caído del pedestal donde en el pasado la sociedad le había colocado por su peso humanitario y su desprendimiento…

¡Nuevos y gélidos tiempos acaecen, donde la consigna de quien ahora fija el rumbo de la medicina mundial parece ser, Time is Money!; así, que con don Francisco de Quevedo (1580-1645) podríamos también decir, ¨Poderoso caballero es don Dinero¨. Ya el médico que conocimos y con el que nos identificamos, no existe más. ¡No…!, no pudo amalgamarse al avasallante progreso técnico, frío y calculador, simplemente quedó fuera…

 La medicina perdió su independencia, fue conquistada por y para las multimillonarias compañías hacedoras de píldoras, instrumentos de diagnóstico y una parafernalia de gadgets; inventaron nuevos conceptos de enfermedad para hacer del hombre saludable, un enfermo, temeroso y dependiente de vitaminas, antioxidantes y otros exabruptos. ¡Destruyamos el prestigio del médico ganado en buena lid y su compromiso y empatía con el sufriente!; ¡inventemos un nuevo paradigma, una máquina desconsiderada hacedora de diagnósticos por descarte mediante una sucesión de procedimientos sin rumbo y sin tino que nos dejarán dinero!  Hagamos al médico esclavo de la técnica, esa que nosotros definiremos. Convenzamos al colectivo de que esa y solo esa, es la medicina; atiborremos la Internet y Google con mensajes distorsionados que de ciencia no tienen nada y habremos preparado el camino a la medicación innecesaria y abusiva…  Inventemos pues al doctor Gregory House, especialista en enfermedades infecciosas, ¨brillante diagnosticador¨, omnimédico -fluente en todos los dominios de la medicina-, cínico y frío, calculador, proclive a la técnica abusiva y al empleo de fármacos adictivos y adicto él mismo; grosero, indiferente, despreciativo y que manifiesta un desgarrante distanciamiento emocional con sus pacientes a quienes tilda de mentirosos cuando su comportamiento traspasa la frontera hacia lo antisocial; de talante desconsiderado y peligroso, quien se brinca a la torera el paso inicial de toda relación médico paciente como es el diálogo diagnóstico o anamnesis –ya de que fomenta la cercanía y de por sí sanador-, y guiador de lo que deberá hacerse después de un examen físico integral, pero dirigido con tino donde la queja se aloja y señala.

Luego vendrán los exámenes que ¨complementarán el diagnóstico¨, no esos llamados exámenes paraclínicos que parece que corrieran en retahila a la par del dolor sin cruzarse con él. Así que no deja de causarme sentimientos encontrados, de dolor y tristeza, de admiración y repulsa, de rechazo y duda la serie de aventuras de House y sus desprevenidos enfermos. Él y su grupo de fellows y uno que otro adjunto, van tras el diagnóstico del paciente, sin parar mientes en la cantidad de actos iatrogénicos que en su búsqueda van produciendo: Exámenes de la más elevada tecnología, biopsias, endoscopias, resonancias y hasta biopsias cerebrales estereotáxicas suplen el diagnóstico diferencial que solemos hacer, producto del estudio, del conocimiento y de la experiencia.  El médico moderno que nuestra era propugna es hijo de la máquina, que desde luego cosifica al paciente al cual transforma en objeto, en cosa susceptible de venta, en mercancía, que carece de individualidad pues sale de una correa de ensamblaje en serie, para ser asalariado del estado o de compañías de seguros, despojado de su naturaleza humana pues solo es fuerza de trabajo y el paciente su objeto… Es como el médico integral comunitario que nos legó Cuba y que producimos por miles, un simple técnico sin pasado, esfuerzo impersonal que no tiene conciencia de la obra que realiza, donde la función sustituye al fin; es un mecanismo que avanza desde ninguna parte y hacia ningún lado… Produce terror el pensar que alguna vez conozcamos a House en el rol de pacientes; de ser así, sufriríamos su desdén y sus burlas; el dolor producido por un médico frío y sin escrúpulos; el que nos ignora como personas y el que piensa que siempre mentimos. A decir verdad, no entiendo el fin didáctico que persigue la serie.

¿Será acaso hacernos sentir que esa medicina materialista y cosificadora proveniente del ámbito de la malhadada palabra ¨manejo¨?, ¿Será la única que tendremos? ¿Será que tocar al enfermo y extraer sus secretos con los cuatro sentidos restantes carece de todo valor? ¿Será el prepararnos sutilmente para manipular nuestra función de médicos y aceptar que los pacientes necesitan de más y más tecnología, de más y más drogas? ¿Será para convencernos de que existen allá, portentosos aparatos para ser utilizados y que debemos exigir que se usen sobre nosotros…? Por último, ¿será que los tecnócratas han decretado la muerte de la curación por la palabra como principalísimo recurso terapéutico que ha sido desde la Grecia clásica 2500 años atrás…? Es este el nuevo paradigma que el dinero y la ambición nos ha vendido…

En suma, House, en mi opinión, constituye uno de los dramas menos realistas alguna vez transmitidos por televisión, pues la medicina en su más profunda naturaleza es un compromiso y un desafío intelectual, espiritual y emocional; la palabra del médico fue y sigue siendo a la vez instrumento de curación, creación y comunicación; de curación, como el más potente agente curativo desde la catarsis hipocrática al diálogo psicoanalítico.