Elogio de lo incomprendido: Aquel que protege nuestra práctica desde el Más Allá…

¨No quiero demostrar nada; sólo quiero mostrar¨

 Federico Fellini (1920-1993)

 

Era el doctor Gabriel Trómpiz Graterol (1907-1985), Profesor Titular y Jefe de la Cátedra de Clínica y Terapéutica Médica B de la Escuela José María Vargas de la UCV cuando yo ingresé a ella en 1966 como Instructor por Concurso. Había sido Director de la Sección de Terapéutica Experimental y Profesor de Patología Interna de la Universidad de Caracas, y, además, escritor, un auténtico y genuino bolivariano, autor de libros, filósofo de la medicina…

   Recuerdo que en quinto año le oí una clase memorable sobre las experiencias del médico catalán Josep Trueta, descubridor de la doble circulación renal quien publicó sus hallazgos en inglés en 1947 y dos años más tarde en español (“Estudios sobre la circulación renal”).

Comentaba que en los Estados Unidos se hablaba del ¨Trueta Shunt¨ para definir, como en casos de shock clínico o experimental se produce una desviación de la circulación desde la corteza renal hacia la médula, camino por el cual el tránsito es más rápido, con lo que se reduce la perfusión cortical llegando hasta a detenerse y desaparecer. Así, la sangre no tiene oportunidad de ceder el oxígeno a los ovillos glomerulares. Prueba de ello, es la existencia de una misma concentración de oxígeno en la sangre tanto en la vena renal como en la arteria. A resultas, ocurre pues una necrosis aguda o destrucción total de la corteza renal.

Siempre llamó mucho nuestra atención que el Maestro Trómpiz, a la usanza europea, nunca se quitaba el paltó y usaba la bata blanca por encima dando la impresión de que ya se iba. Era sujeto de lustre universal y un médico enterado y compasivo. Gustaba de la observación y de la elucubración intelectual, de la investigación clínica simple con acures y conejos que pudiera realizarse en el confinado ámbito del Servicio, y se definía “como un profesional que andaba más entre ideas y sufrimientos de los enfermos que entre hermosas páginas de literatura o retórica”.

No era persona de exageraciones o liviandades, antes bien, era sobrio, serio y comedido. Así, que, cuando cierto día me dijo que si yo estaba dispuesto, me haría una confidencia, me presté honrado a oírla con especial atención… Muy conturbado y emocionado me contó una anécdota que recién le había ocurrido y que, de sólo recordarla, todavía me recorre un escalofrío con cutis anserino o piloerección. Sus palabras fueron más o menos las siguientes.

-“Mire Muci, alrededor de la actividad de un médico practicante ocurren hechos extraordinarios que pasarían totalmente desapercibidos si él no atesorara en sí mismo, una disposición clara y abierta a escuchar lo que el paciente traiga a su consideración, no importando el contenido de la confidencia ni las creencias que animen la queja; por tanto, un buen médico debe ser un receptor desprejuiciado y comprometido, un real y leal depositario de los hechos que se le confíen, cualesquiera que ellos sean… Le ruego su atención…”

-“Resulta que un día, ya entrada la tarde terminaba mi consulta; estaba muy fatigado por un largo día de lleno de vicisitudes y en disposición de irme a casa a reposar. En eso mi secretaria me informó que una cercana amiga, sin llamar anticipadamente, me había traído a su hija Sara de 15 años para que la examinara. Indispuesto por la intromisión sin previo aviso, la hice pasar y cuando su madre me expresó que tenía fiebre y le dolía la garganta, pensé que nada particularmente importante podía tener aquella joven, que, a mis ojos, lucía tan saludable:

Y así, a priori, no resistí la tentación de pensar que se trataba de una simple faringitis y me senté de nuevo en el escritorio que había dejado momentos antes, sin parar mientes en la facies sardónica o máscara tetánica con aspecto de concentración de la mitad superior de la cara y risa forzada, de volada le escribí una receta. Me despedí y abandoné el área de consulta en mi camino de vuelta a casa. Fue entonces cuando fui compelido a devolverme, tomar un depresor lingual y pedirle que abriera la boca. Quedé estupefacto cuando noté que no podía hacerlo y solo entonces pude percibir aquella facies previamente ignorada y que debía serme tan familiar…

Inmediatamente pensé en tétanos y en efecto, existía el antecedente de que había pisado un clavo una semana antes cuando descalza, caminaba en el jardín de su casa recién abonado con bosta de vaca… Le pedí a uno de mis alumnos que de inmediato la hospitalizara, así que luego de algunos días de rigideces, opistótonos, convulsiones y temblores, con el tratamiento apropiado el cuadro remitió, y la joven sanó sin que quedaran secuelas… Me sentía contento de haber tenido aquel momento luminoso, para mi inexplicable…”

-“Pasó el tiempo, olvidé lo ocurrido, y cierta vez me encontré con su madre en una reunión social. Al preguntarle por su hija, rápidamente me dijo que Sara se encontraba muy bien y totalmente recuperada, pero que la causa de su gran preocupación actual era su hija mayor de 22 años, Amalia, hermana de aquella. Esta joven había sido siempre retraída, tímida, muy timorata e indecisa, todo la sobresaltaba, la ruborizaba y la llenaba de miedo, al punto de que soliendo ir a menudo a la playa los fines de semana, la familia tenía preferencia por acampar en una playita resguardada y poco frecuentada, una ensenada de tranquilas aguas sembrada de cocoteros alineados en semicírculo a la orilla del mar… para que así, la niña no cogiera mucho sol. Amarraban un mecate a un tronco y el otro extremo lo asían a una tripa de automóvil inflada. Allí la sentaban, siendo que las olas ya moribundas y sin fuerzas, vinieran a mojarle las piernas… Nunca se atrevió a entrar al agua, ni siquiera en compañía de sus hermanos, magníficos nadadores…”

-“A medida que la señora me contaba los hechos que constituían ahora su gran tribulación, sus ojos se abrían en forma desmesurada en busca de ayuda, de un destello de luz en los ojos míos… Pues bien, ocurrió que un domingo, uno de sus hermanos se aventuró mar adentro. Todos le gritábamos indicándole que regresara porque estaba muy lejos de la playa y en peligro de ahogarse. Él no oía o hacía caso omiso de nuestra preocupación, y nuestros gritos se fueron transformando en angustiosos alaridos.

En una de esas, la joven también muy turbada se incorporó en el centro de la tripa, se empinó como quien quiere ver más lejos, gimoteando y repitiendo que su hermano se iba a ahogar. Repentinamente elevó los brazos, los trajo a su pecho golpeándolo y lanzando un agudo grito se echó al agua… Para sorpresa de todos, se fue nadando… para colmo, lo hacía con gran destreza y rapidez, así que llegó hasta donde su hermano, lo asió por el cuello y lo trajo de vuelta a la playa sano y salvo… A su arribo, su cara estaba totalmente transformada, vultuosa, sus rasgos se habían endurecido, las venas de su frente, cuello y cara estaban ingurgitadas y tortuosas, con voz gruesa hablaba un lenguaje inextricable aderezado con gruesas vulgaridades nunca acostumbradas por ella.

Tomó del suelo una botella de ron que habían traído sus hermanos, y para más estupor y confusión de todos, elevándola, trago a trago, apuró todo su contenido. Entonces dijo con altivez ser el Cacique Guaicaipuro… Pasado algunos momentos de tensa expectación, bajó la cabeza, adoptó una postura de recogimiento y con voz pausada y tranquila, expresó que era el doctor José Gregorio Hernández, el médico de los pobres… Y desde entonces, aquellas trasmutaciones se repetían casi a diario, sin cesar: Dos personalidades diametralmente opuestas, habían poseído el cuerpo de la joven…”.

-“Bueno amigo Muci, ¿qué pensaría usted de una historia como esta…?  -En mi caso, simulando compostura para no sonreír, pensé ¿qué otra cosa podría diagnosticarse como no fuera un caso de histeria mayor?- La señora continuaba expresándome su preocupación y pidiéndome que la ayudara, que me acercara a su casa para que la viera, hablara con ella, la examinara y se la curara como había hecho con Sara, pues sería imposible sacarla de su habitación para llevarla a mi consulta. Pocos días más tarde, con motivo de una fiesta familiar, se presentó la oportunidad. Yo asistí y a las mil y quinientas, pudieron hacer que la muchacha, muy a regañadientes, se acercara a la sala donde todos departíamos.

Alborotado el cabello, huraña, encorvada, desaliñada y asustada, la facies terrosa con círculos cenicientos alrededor de los ojos, apenas si elevó los ojos en señal de saludo y en la V de su escote brotaron los rojizos parches de un eritema a pudoris. En algún momento de la reunión familiar lanzó el consabido y aterrador grito, su cuerpo se enervó, su facies transmutó endureciéndose su semblante y dando inicio a su crisis mayor en medio de un lenguaje críptico abundoso en extrañas palabras, exclamaciones obscenas y sacrílegas. La botella de ron, la invitada de necesidad, salió a relucir para que no se tornara más violenta. La tomó trago a trago y completa en un envión sin que pareciera afectarla, mientras miraba a la concurrencia con ojos desafiantes. Yo, observaba maravillado y absorto la escena, pensando de nuevo que se trataba de un caso de múltiple identidad inducido por un paroxismo histérico¨.

¨Transcurridos algunos minutos de aquel drama donde todos estábamos por demás expectantes e impresionados, ocurrió la conversión… Se apoderó de su rostro la calma y el sosiego, adoptó una actitud monástica, entrelazó los dedos de sus manos, inclinó la cabeza y entornó los ojos. Con voz muy suave y pausada se dirigió hacia mí y me dijo estrechándome la mano…”

 -“¡Yo le conozco doctor Trómpiz! ¡Qué bueno tenerle en persona porque deseaba conversar con usted pues hay entre nosotros mucho en común! Usted como yo, ayuda a los enfermos pobres, ambos ejercimos en el Hospital Vargas y ambos también, salvando los tiempos, somos profesores universitarios por convicción y acción…”. Aquel lenguaje tan cultivado y fino, distaba mucho del que había escuchado minutos antes… Habló del Hospital, de Razetti y sus tertulias con estudiantes en el patio de Vargas, de sus respetados colegas de entonces empeñados como él en modernizar la medicina, de la práctica profesional de su tiempo mostrando conocimiento y pasión, pero… de pronto, interrumpió su discurrir histórico y mirándome a los ojos me dijo:

 -“¡Por cierto que yo le he ayudado en muchas ocasiones…!”

Sonreí para mis adentros y me dispuse a llevarle la corriente…

-“¿Cómo es eso?” –le repliqué con mal disimulado cinismo-,

 -“Pues sí doctor Trómpiz, ¿recuerda usted cuando Sara y su tétanos fueron a visitarle a su consultorio y usted ya se retiraba sin haberla examinado? Pues bien, fui yo quien al oído le susurré que se devolviera, tomara una paleta y le abriera la boca…”

 

Viniendo esta anécdota de boca del doctor Trómpiz, no tuve más que creer en la veracidad de los hechos y pensar en lo incomprendido, en lo extraño, en lo supernatural, en la dificultad que tenemos los médicos para aceptar o explicar fenómenos extraños que a diario ocurren a nuestro derredor. Somos ¨científicos¨ ciegos y sordos, deambulando en una comarca donde los hechos extraordinarios nunca suceden, parecen no mostrársenos y por tanto nos son ignorados; más aún, los pacientes no quieren expresarnos sus vivencias por temor a suscitar un gesto de desaprobación, una respuesta escéptica o quizá, tan sólo una sonrisa burlona…

¿Un simple caso de la vieja histeria de Charcot?, ¿esa que ya figuraba en referencias en los papiros egipcios, y que luego Platón el filósofo e Hipócrates el médico, hicieran su descripción y que según un mito griego se pensaba que la matriz deambulaba por el cuerpo de la mujer y cuando se aposentaba en el pecho, causaba enfermedades –del griego hystera o matriz-? Más tarde Galeno de Pérgamo estigmatizó a la mujer al escribir que era causada por la privación sexual especialmente en aquellas damas apasionadas, y por ello, con frecuencia se abusó de su diagnóstico en ¨señoritas viejas¨, vírgenes, monjas, viudas y por ocasión en mujeres casadas. Durante el Medievo y el Renacimiento no se hizo esperar que con el diagnóstico viniera aparejado el tratamiento: Matrimonio si la mujer se encontraba soltera; coito repetido si era casada y el ¨masaje¨ de una comadrona como recurso heroico. Todavía por los ríos subterráneos de la medicina se deja oír con desprecio, ¡A esa lo que le falta es hombre…!

Pero, ¿no sería lo de Amalia ese inquietante trastorno de la psiquiatría designado como trastorno disociativo de identidad o trastorno de personalidad múltiple? Quizá…, a lo mejor alguna forma de psicosis… Nunca lo sabremos… Algo parecido a ¨Sybil¨, la historia real de una mujer poseída por 16 diferentes personalidades. Sybil (1976) es un caso real llevado a la literatura por Flora Rheta Schreiber y basado a su vez en la vida de Shirley Ardell Mason, y posteriormente trasladado al cine y a una miniserie de televisión. La joven exhibía un asombroso total de 16 personalidades diferentes; sufría de la enfermedad como consecuencia de graves abusos sexuales en manos de su madre. A partir del libro, múltiples casos se sucedieron al margen de la Asociación Americana de Psicología (APA) que solo reconocería este trastorno en 1980.

¿Por qué finalmente lo reconoció? Luego de publicado el caso de Sybil a través del libro y el filme, se desvelaron las características del trastorno de identidad disociativo; algunos miembros de la APA estuvieron en desacuerdo y al considerar su inclusión afirmaron que era un ¨reconocimiento mediático¨ lo que había afianzado la presencia del trastorno. Algunos todavía cuestionan su validez pues antes del éxito de Sybil apenas se habían descrito una cincuentena de casos, mientras que después el número ascendió a unos cuarenta mil, la mayoría diagnosticados en Estados Unidos, lo cual daría pie a pensar que es un trastorno de creación cultural y sustentado por medios de comunicación. Podría uno preguntarse si un fenómeno mediático puede fomentar la emergencia y desarrollo de una psicopatología… ¨Las tres caras de Eva¨, también pertenece a esta categoría de libros y una película de 1957 basada en hechos reales giraba en torno a Chris Costner-Sizemore que también sufrió un trastorno disociativo de identidad.

Sobre la psicopatología de la conciencia, asentaremos que dentro de ella se enmarca uno de los fenómenos psiquiátricos más extraordinarios e inquietantes descritos: la múltiple personalidad. Esta condición se caracteriza por la existencia de dos o más personalidades o estados de personalidad en el paciente; cada una con sus partes constituyentes de percibir, relacionarse y pensar sobre el ambiente y sobre el Yo. En un momento dado por lo menos una de estas dos o múltiples personalidades, toman el control de la conducta y ello ocurre de forma recurrente. Otra de las características definitorias de este fenómeno es la invariable presencia de amnesias localizadas, que se distinguen por que el paciente suele afirmar una y otra vez que es incapaz de recordar amplios períodos de su vida.

Podría discutirse la pertinencia del traer a colación el caso de Amalia, el porqué de la escogencia de los dos personajes de la historia que protagoniza, tan disímiles, tan radicalmente opuestos: un recio cacique representante del coraje, la valentía y la libertad, y un médico santo entregado total e incansablemente a la cotidiana asistencia de los enfermos, sin reclamar a los pobres estipendio alguno, y que atendiendo los cuerpos, a la vez curaba las almas con gran amor; ambos, haciendo fidedignas confidencias por interpuesta persona es un algo imposible de explicar…

Así que yo, desde aquella revelación de mi maestro, siento que el Santo me respira en la oreja… Pienso que es él quien me susurra: ¿acaso no le vas a hacer un tacto rectal a este paciente?, ¿no le vas a preguntar a esta joven señora taciturna y triste cómo anda su matrimonio o cómo marcha su vida sexual?, ¿vas a confiarte en un informe radiológico en vez de mirar las radiografía con tus propios ojos y opinar en consecuencia…?, o ¿es que no te compadeces por el aislamiento en que vive el hombre enfermo en estos convulsionados tiempos donde en tu medicina fría y mecanicista no cabe el humanitarismo y le aíslas aún más…?, ¿es que no vas a acompañar al paciente pobre en esta horrible coyuntura histórica llamada socialismo del siglo XXI donde un régimen despótico le engaña, le ignora y le utiliza…?

En una ocasión y en la década noventa del siglo pasado, en un artículo publicado en mi columna ¨Primum non nocere –Primero no hacer daño-¨ del Diario El Universal de Caracas, me referí a José Gregorio con el título, ¨El residente más viejo de mi Hospital… ¡Es un santo!¨. ¨Ese mismo –decía-, que nos acompaña en el día a día y susurra en nuestros oídos palabras de estímulo para seguir adelante no obstante la adversidad que nos arropa, nos llama la atención, nos plantea diagnósticos diferenciales, está allí para nosotros y para todos sus pacientes rescatándoles parte de la esperanza perdida…¨.

El hombre primitivo inició lo que podría llamarse la protopsiquatría, y arrinconado por sus miedos atribuyó un origen sobrenatural a la enfermedad, y muy especialmente a la enfermedad mental, ideando intervenciones terapéuticas para expulsar demonios, diablos y espíritus malignos mediante trepanaciones craneales. Más tarde entre los antiguos judíos, los griegos, los egipcios y los chinos se emplearon rituales de exorcismos para extirpar del cuerpo los entes diabólicos enconchados en sus entretelas. Como bien se ha dicho, esta concepción prevaleció hasta Hipócrates de Cos (460 a 370 a.C.), quien arrebató la enfermedad a los dioses para entregarla a la responsabilidad de los hombres clasificando la enfermedad sobre la base de los cuatro temperamentos que modulaban la situación emocional del afectado: colérico, sanguíneo, melancólico y flemático.

En 1563 se publica un texto de demonología, De Praestigiis Daemonum de la pluma del holandés Johann Weyer (1515–1588) al que se considera como padre de la psiquiatría moderna pues en ella denuncia la demonología oficializada del Malleus Malleficarum (¨El martillo de las brujas¨) que vio la luz hacia 1487 y en el cual se adiestraba sobre la detección del poseído, el examen del sospechoso de contubernio con El Malo y la posterior condena de brujos y brujas que terminaban calcinando sus huesos en la pira del martirio.

Pobre de Amalia si hubiera vivido en aquellos tiempos de ignorancia… La psiquiatría de nuestros días permite dar explicación a muchos fenómenos llamados paranormales: esquizofrenia, epilepsia, alucinaciones hipnagógicas e hipnopómpicas (aquellas que se producen en un estado intermedio entre el sueño y la vigilia, es decir, ocurren cuando nos estamos despertando) y muchas más que nos ayudan a esclarecer tal vez, algunos casos con apariencia sobrenatural.


La ciencia y el pragmatismo nos nublan la mirada acerca de hechos que a diario ocurren ante nuestros ojos; aunque el corazón conoce de cosas que no alcanzan a ver los ojos, rechazamos lo que la fisiología, la bioquímica y la fisiopatología no nos pueden explicar; por ello, atacamos con fiereza digna de mejor causa las creencias del paciente, aquello que no entendemos y no encaja dentro de nuestras concepciones médicas, y por tanto, los enfermos se cuidan mucho de no molestar nuestro señorío y se reservan sus vivencias y concepciones de la enfermedad; así, nosotros perdemos oportunidades de ampliar los horizontes de nuestra comprensión y de crecer en medio de ella.

Thomas Carlyle (Escocia, 4 de diciembre de 1795 – Londres, 5 de febrero de 1881), historiador, crítico social y ensayista británico escribió:

¨La tragedia de la vida no es tanto lo que el hombre sufre, sino aquello de lo que se pierde¨.

rafaelmuci@gmail.com

Yanomamos, ¨gente nuestra¨: No olvidemos la lección de Minamata…

Homenaje al Padre Luis Cocco, S.D.B. y su libro ¨Iyëwei-Teri¨,

quince años entre los yanomamos¨ (1972), cuya lectura me desveló una

extraordinaria cultura nostra que debe ser protegida

so pena de decretarse su desaparición…

 

El aroma plácido del cilantro de un hervido de gallina se cuela subrepticiamente en mi estudio cuando me dispongo a escribir acerca de admirados compatriotas y amigos, rechazados, olvidados, diezmados y poco menos que ciudadanos de tercera… Es de los yanomamos, esa etnia prodigiosa del confín de la amazonia venezolana a quien voy a referirme.

Ejercer la docencia a plenitud, con desprendimiento y real deseo de enseñar, comunicar y educar, tiene sus frustraciones, pero también sus muchas recompensas. En este momento rememoro a un alumno mío del postgrado de medicina interna del Hospital Vargas de Caracas en la década 70, el doctor Wilmer Pérez, inteligente, atento con los pacientes, estudioso y brillante, amante de los deportes extremos y del turismo de aventura. Nada de lo que para aquella época se practicaba le era extraño: Alpinismo, paracaidismo, espeleología… Siempre nos sorprendía con alguna hazaña o con algún desaguisado, como aquel de llegar a la Consulta Externa febricitante y desencajado con un paludismo a falcíparum adquirido en un viaje al Amazonas con miembros de la Comisión de Fronteras, o como ese otro, cuando navegando en un bongo a través de una tupida vegetación, se desprendió desde lo alto un rollo de boa no invitada…

 

Muchas veces nos había invitado a acompañarle en uno de sus tentadoras travesías. Al doctor Herman Wuani, nuestro querido mentor, Jefe de Servicio y Cátedra y mi a persona nos había entusiasmado la idea, pero desde el día de la boa, nuestro maestro cambió de opinión, ¡Míquiti, por aquí! –nos dijo…

Todavía me pregunto cómo me decidí a acompañarlo, siendo más bien receloso con la pérdida de mis comodidades y el emprendimiento de nuevas aventuras no médicas, pero en un arranque de adolescencia que no me quedó nada bien, me olvidé de Graciela y mis menores hijos Rafael Guillermo, Gustavo Adolfo y Graciela Cristina, no medí los riesgos que podría afrontar y acepté. Y así fue, en dos rústicos, un Toyota donde íbamos Wilmer y yo, y una Land Rover donde viajaban un joven alpinista y aventurero escocés y un indiecito yanomamo como intérprete, salimos de madrugada de Caracas.

Para poder gozar de un puesto en un bongo, debíamos llevar al menos el aceite para los motores fuera de borda. Quince cajas en total, lo que dejaba poco espacio en los vehículos inclusive para la comida. Tomamos el camino hacia el llano cuando el invierno ya se había ido, pero era muy reciente y las trochas y caminos estaban todavía fangosos. Pasamos por varias ciudades llaneras, San Juan de los Morros y San Fernando de Apure… Dado el mal estado de las vías, a menudo nos pegábamos en el fango y teníamos que bajar aquella cantidad de latas de aceite para luego subirlas y más adelante pegarnos de nuevo y repetir ad infinitum aquel Suplicio de Sísifo con su piedra…

Y así, atravesando potreros, durmiendo a la intemperie y apreciando la bóveda celeste preñada de luceros y estrellas fugaces, con nuestro guía Wilmer orientándose impecablemente por las estrellas. Al fin y en medio de un gran calorón, llegamos al río Arauca, río de arrastre de color amarillo turbio. Estacionamos al lado de una casa sombreada por un árbol bondadoso… Varios llaneros estaban sentados sesteando en el suelo y nos miraron con supina indiferencia. Mis jóvenes compañeros inmediatamente se quitaron la ropa, y corriendo desnudos en pelota con sendos chapuzones se lanzaron al agua.

Yo no me pregunté qué hacer, aunque más viejo no podía quedarme atrás, así que también en pelotas pero con temor, hice lo mismo; por supuesto, llegué tras ellos. El agua estaba fresca y deliciosa y el fondo de las orillas era fangoso y pegajoso. Todos atravesamos el río sintiendo pequeños mordisquitos en las piernas sin ninguna consecuencia, y de vuelta llegamos al improvisado muelle a esperar secarnos. Yo me dirigí a uno de los llaneros y le dije,

-¨¡Caramba amigo! ¿Cómo es posible que con este calorón ustedes no se estén bañando en el río…?¨

Sin inmutarse ni cambiar la indiferente expresión de su rostro me respondió,

¨Mire señor, lo que pasa es que ese río está cundío de caribes…¨

Me quedé de una pieza, mudo y pensativo; Wilmer que siempre tenía una respuesta me sacó de mi abstracción diciéndome,

-¨No se preocupe doctor Muci que si no hay sangre, ellos no muerden…¨

Pensando en Graciela y mis hijos no atiné sino a decir, ¨¿Cóoomo…?¨

Seguimos nuestro camino atravesando riachuelos cristalinos donde podían verse rayas mimetizadas en la arena con sus arpones dispuestos. Ya me habían advertido de que debía caminar arrastrando los pies, pues si pisaba una, si me picaba una raya el accidente sería dolorosísimo y… no había mujeres con la regla por allí que aportaran la milagrosa ¨agua de turraja¨, de cuyas propiedades analgésicas y curativas en accidentes tales, nadie dudaba… En chalanas atravesamos otros ríos, en sucesión el Capanaparo y el Cinaruco; en este último, majestuoso, no había chalanero así que entre los cuatro halando un mecate pudimos atravesar el río dos veces en dos sentidos para pasar los dos rústicos, uno cada vez. En el centro el caudal y la fuerza del río arrastraban al máximo la barcaza tensando aquel mecate que parecía que se iba a romper.

Al fin llegamos al Puerto Páez venezolano, frente al Puerto Carreño colombiano, ambos sobre el Río Orinoco y cercano a la confluencia con el Río Meta. Con hambre atrasada y pareja, tuvimos un desayuno con huevos, arroz, tajadas de plátano y carne de danto que se me antojó deliciosa… Desde allí en bongo, Orinoco arriba para llegar a Puerto Ayacucho y después pasando frente a San Fernando de Atabapo.

Conocí a los integrantes de la Comisión de Fronteras, todos jóvenes, tipos simpáticos y acogedores, muy conocedores, pero a mi manera de ver, algo estrafalarios. Recuerdo un día de mucho calor en que viajábamos con el sol sobre el lomo y nos detuvimos en una playa del río a refrescarnos. Uno me preguntó si sabía y quería esquiar. Yo no era buen esquiador, pero lo había practicado varias veces en  Boca de Aroa,  así que acepté el reto y me ofrecí…

Vestí un chaleco salvavidas, me calcé los esquís, me sujeté de la cuerda y un veloz bote de goma de esos que llaman ¨voladoras¨, me tiró desde la orilla y salí literalmente volado en contra de la corriente mientras la rauda brisa chocaba en mi cara. La sensación fue extraordinaria: ¡Nada menos que yo esquiando en medio del río Orinoco! ¡Quién podría creérselo! Un privilegio que nunca pensé obtener. Su superficie plana y sin olas parecía un plato salpicado de visos plateados y tornasoles. Al cabo de unos minutos, imagino que se me cansó una pierna, perdí un esquí o qué se yo, me caí dando varias volteretas sobre la superficie, aunque sin hacerme ningún daño. Impresionante la fuerza con que el río me arrastraba donde parecía sentirme envuelto por una fuerza elástica y potente.  Volteé hacia los lados y no vi la voladora… Me entró un friíto pero conservé la calma. En eso vi a lo lejos a mis amigos quienes se acercaban raudamente hasta llegar a mí, me tiraron un mecate con un salvavidas y me subieron a la lancha… Allí acabó mi odisea con la pérdida de los esquís, pero aprendí que yo no era tan cobarde como creía, y además muy de cerca conocí sobre la imbatible fuerza del río. Increíble que eso me haya pasado a mí, un citadino impenitente, pero así fue, como lo cuento… Increíble la velocidad del río aquel, más increíble que eso me haya pasado a mí, pero así fue…

En medio de un desespero controlado recordé la descripción que del Orinoco hizo el Almirante Colón,

¨No creo que se sepa en el mundo de río tan grande y tan fondo¨.

Cristóbal Colón

 

Y llegamos a la Nación o Guayana Yanomama –como la hubo inglesa y la hay venezolana, holandesa y francesa- con sus 175.750 kilómetros cuadrados y 5 habitantes por cada uno de ellos, y la Misión Salesiana en Platanal nos acogió. Gran obra evangelizadora de estos sacrificados sacerdotes salesianos y monjas de María Auxiliadora, hacedores de patria; aunque, a decir verdad, no estaba yo muy de acuerdo en cambiarle sus creencias y costumbres ancestrales a los indios, arraigadas por siglos.

Cercana a esa fecha, el 20 de julio de 1969 los astronautas norteamericanos Neil Armstrong, Michael Collins y Edwin «Buzz» Aldrin de la Misión Apolo XI, habían pisado por vez primera suelo lunar, una heroicidad de la humanidad y del desarrollo tecnológico.  Casualmente, cerraba la noche y había una luna llena tan grande y blanca que parecía una torta de casabe… Sumido en mí estupidez citadina, por intermedio de uno de nuestros amigos conocedor del idioma, se me antojó preguntarle a un indio,

-¨¿Qué piensas que un hombre ha llegado a la luna…?

 

El indio no mostró sorpresa ni se alteró y me contestó que el xapori o chamán de la tribu iba allí cada rato, cuando se le antojaba… Y así era, bajo el efecto del ¨enyopamiento¨, aspirando el yopo, un alucinógeno nativo que produce la evasión psíquica del yanomamo, realizaba la proeza. Aprendí entonces algo más de la rica vida espiritual de estos seres… con sus explicaciones del nacimiento del mundo, con sus mitos e increíbles leyendas por cierto en sus raíces, bastante cercanas a las creencias de nosotros, ¨los racionales¨, como se dan en llamar los blancos invasores y destructores de la zona.

Aprendí a querer y admirar a los indios por miles de años pobladores de estas ignotas tierras, donde nunca vi un niño desnutrido –como no fuera ya transculturizado-; que conocían todo acerca de su entorno y cómo protegerlo; cómo cuidar a sus hijos y quererlos; cómo construir sus enormes xaponos para vivir en una comunidad donde todo es de todos; cómo hacer sus arcos y flechas y cómo envenenar sus puntas; cómo construir sus curiaras con la corteza del tomoro-kosi; cómo tejer sus guaturas y sus chinchorros; cómo cazar, pescar y recoger el fruto de pijiguao; con qué alimentarse en forma balanceada y de paso, presenciar las propiedades nutritivas del plátano: ¨el maná del yanomamo¨… Por cierto mi hija menor, Graciela Cristina por muchos años sólo consumía tajadas de plátano y mire que fue y es linda y saludable como su madre… Fue para mí una gran lección de vida mi contacto con esta etnia que agradecido, nunca olvidaré y de la cual quiero dejar constancia…

 

Desplacémonos hasta las antípodas a la ciudad de Minamata, en la bahía japonesa del mismo nombre, centro de atención mundial al ocurrir en la década 50 un brote de envenenamiento por metilmercurio cuando una empresa petroquímica vertió en el tiempo, cerca de 81 toneladas del tóxico contaminando pescados y mariscos y por ende a los humanos que los consumían. Los terribles e irreversibles síntomas de envenenamiento mercurial recibió el nombre de enfermedad de Minamata y sus signos incluían ataxia  o trastornos de la coordinación motora, cambios en la sensibilidad de manos y pies, deterioro de visual y auditivo, debilidad y en casos extremos, parálisis, deformidades y muerte. En 1956 , año en que se detectó el brote, murieron 46 personas. Para el año 2001 se habían diagnosticado 2.955 casos. La dramática documentación del fotógrafo W. Eugene Smith dio la vuelta al mundo denunciando el desastre ecológico producido por el deterioro ambiental y de paso mostrando como la ambición del hombre no conoce límites…

Los «garimpeiros» brasileros, mineros artesanales, invasores no invitados de nuestra selva amazónica, usan el mercurio para amalgamar y recoger partículas de oro dispersas en la tierra. Posteriormente lo calientan a elevadas temperaturas para que el mercurio se evapore y deje el oro, lo que contamina no sólo a las personas cercanas, sino al ambiente en general.

Cuando el metal se mantiene en los suelos en su forma inorgánica, menos tóxica, es llevado a los ríos, por aire y por agua de la lluvia o inundaciones transformándose en metilmercurio y de esta forma entra a la cadena alimentaria de los peces; su exceso en el ser humano, tanto en los mineros como en los indios, provoca principalmente los referidos problemas neurológicos. No creo que este problema de salud pública local haya sido aún seriamente estudiado, pero horripila el pensar que se repita entre nuestros hermanos, aunque sea en pequeño, el drama de los japoneses…

Los gobernantes a lo largo de décadas han olvidado a estos conciudadanos del país y del mundo, siendo que se sabe que en la frontera entre Venezuela y Brasil operan cinco grupos criminales. En este presente nebuloso que parece una pesadilla inacabable, cuando los llamados socialistas dejan de lado sus obligaciones, regalan la patria y sus recursos, y traicionan el juramento pronunciado con la mano sobre la Constitución, conocemos que garimpeiros brasileros han asesinado a los 80 constituyentes de un xabono de la comunidad Irotatheri del Alto Orinoco sin que a nuestro gobierno le importe sino negar… La denuncia ha sido respaldada 14 organizaciones indigenistas, pero quizá por razones políticas de cercanía al Itamaratí brasileño, al gobierno de Chávez nada le importa. ¡Qué pecado de lesa humanidad!

Sea este artículo mi sentido homenaje a los habitantes del mundo con la pureza espiritual y la mejor salud cardiovascular de que se tenga noticias: no sufren de hipertensión arterial, dislipidemia, arteriosclerosis o malnutrición y mueren flechados cuando irrumpen en otras comunidades para raptar mujeres como siempre lo hicieron…

 

Caracas, septiembre de 2012

¡Aquella historia de mis cadillos…! Elogio de la sugestión

 

 

La verruga vulgar, llamada coloquialmente en nuestro país, ¨cadillo¨, es un crecimiento cutáneo no canceroso que se presenta cuando un virus designado como virus del papiloma humano (HPV, por sus siglas en inglés), infecta la capa superficial de la piel. En la mayoría de los casos, las verrugas tienen un aspecto repugnante, una superficie áspera como la lija, se elevan como un tepuy y exhiben un borde claramente definido. Comúnmente ocurren en los dedos de las manos, brazos, planta de los pies y genitales, pero pueden presentarse en casi cualquier parte del cuerpo. La verrugas en las plantas de los pies se llaman verrugas plantares, en tanto que las que ocurren en el área genital se llaman verrugas genitales. Por lo general las verrugas no son dolorosas. Sin embargo, cuando aparecen en zonas en las que están sujetas a presión o fricción, como la planta del pie, pueden volverse extremadamente sensibles. Con frecuencia, las verrugas se ¨autolimitan¨ y desaparecen por sí solas, es decir, cuando el cuerpo y su sistema inmunológico adquieren sabiduría y deciden establecer una respuesta ofensiva para eliminarlas, lo que a menudo suele ser exitoso. Pero también, las evidencias indican que el cuerpo puede ser incitado a desplegar una ofensiva a través del uso del poder de la sugestión.

¿¡Sugestión en medicina…!? Médico que se precie, aunque las evidencias lo abrumen, no creerá en nada que no esté en el Manual Merck o en el libro de Medicina Interna de Harrison. Lo he reiterado… al entrar en la facultad de medicina nos alisan las neuronas con un cepillo de dura cerda, así que perdemos toda la candidez que traíamos de nuestras casas, y por ello, las creencias y supuestos, tienen que pasar al través del fino tamiz de la ciencia, no dispuesta a pactar con necedades ni hechos no comprobados. La hipnosis médica podría considerarse como el uso deliberado del poder de la sugestión para beneficio terapéutico, y vea usted, en estudios controlados que incluyeron a un total de 180 personas con verrugas, el uso de la hipnosis provocó el retroceso de las verrugas a un grado significativamente mayor que ningún otro tratamiento tópico, placebo o ácido salicílico local. Otro estudio encontró que el falso tratamiento con una máquina de rayos X, pudo provocar que las verrugas en niños desaparecieran…

¨No te intimides por médicos y enfermeras, pues aún

cuando te encuentres hospitalizado, todavía eres un ser humano¨.

Hay situaciones impactantes en nuestra niñez que suelen grabarse a hierro y fuego en el dúctil cofre de nuestra memoria. Son especialmente aquellas que nos produjeron vergüenza, inferioridad o dolor. Creo que fui el único de mi familia de nueve hermanos donde los cadillos hicieron nido; los dedos de mis manos y particularmente el extremo distal de mis dedos, cerca de las cutículas en la base de las uñas, el sitio escogido por las malhadadas excrecencias para tomar asiento a sus anchas. Me producían bochorno y alejamiento. Mantenía las manos en mis bolsillos o me sentaba sobre ellas para que no me las vieran. A veces las rebanaba con una hojilla de afeitar ignorando que la sangre que manaban transportaba el virus trasmisible. Entre tanto tapujo y haceduras de loco, un día mi madre me hizo mostrarle las manos a ver qué secreto tan particular escondía en ellas…

¨¡Ah… si son cadillos! Nada que mate o quite el sueño¨, exclamó con dejo de indiferencia. Comenzó la quema infructuosa con lápices de nitrato de plata… Era entonces imperativo enviarme a un dermatólogo, y un ¨baisano de la misma buebla¨, el doctor David Saer, debía conocer de mis granujos y tomar acciones contra ellos. Con una inyectadora de insulina y una fina aguja harto hervida y con punta de anzuelo, colocaba en el insignificante espacio periungueal anestesia local: procedimiento por cierto muy doloroso que ni un pujido me sacaba, pero mis ojos se inundaban de lagrimones denunciantes; y aún más doloroso cuando eran muchas verrugas al tiempo; luego, las fulguraba con un artilugio enchufado a la red eléctrica que colgaba de su pared; un ruido como de chisporroteo, humo, olor a carne quemada, escara necrótica y al cabo de un tiempo se caía el tejido muerto… pero no siempre el tratamiento era exitoso… y las execrables carnosidades volvían por sus fueros y territorios ya dominados… De tanto ferrete y humo mis dedos quedaron deformes hasta el presente; no obstante, mi madre insistía una y otra vez en que volviera pero ni con amenazas lograba llevarme de vuelta a mi inquisidor y verdugo.

¨Acepte el dolor y el desencanto como parte de la vida¨.

Ya yo me había resignado a mi suerte…, viviría con aquellos malos vecinos y su repulsivo aspecto por lo que me quedara de vida. ¡El vaso medio vacío de la adolescencia…! Pero Dios da el frío y da la cobija: en una ocasión, acompañando a mi madre al, nos topamos con una amiga de ella con quien se trenzó en amena conversa; la misia observó de soslayo mis dedos quemados y al enterarse de que todo aquel estropicio era debido a la fulguración de mis cadillos, sugirió a mi madre un simple tratamiento que ¨nunca fallaba¨. Mi madre sonrió, no le creyó y luego me dijo que ella, ¨no creía en fantasmas, aparecidos ni gatos enmochilados¨. Así que, o iba donde el ¨baisano¨ a repetir mi sufrimiento, o me quedaba con mis cadillos. Yo había escuchado con especial atención la conseja herética, las prácticas recomendaciones de la doña y decidí por mi cuenta, ponerlas en práctica.

Me fui a la pulpería del señor Francisco García Maya impregnada de olor a pescado salpreso, que quedaba subiendo por la Avenida Bolívar a dos cuadras de mi casa. Él se encontraba matando moscas en el mostrador con un lanzallamas casero: una lata del insecticida Fleet a la que se colocaba sobre el extremos distal del tanque del veneno, un cabo de vela encendida precisamente en el trayecto del líquido de aspersión; cada vez que impulsaba el pistón, salía un chorro de candela que tomaba por sorpresa a la legión de Musca(s) domestica(s) que pateándolo todo, festejaban con alborozo. A mis ojos atónitos, ¡Aquel lanzallamas era fascinante…!  Y podría estar todo el día presenciando y rememorando aquella faena, pero no…, no debo distraerme de mi relato.

Le pedí a su madre, misia Cora, una viejita poco amable con cara de perro pequinés, que me regalara un cristal de sal marina. Afortunadamente, sin preguntar para qué la quería, me acercó una bolsa y yo retiré uno como de dos centímetros de diámetro. Fui a mi casa y me dirigí a la máquina de coser Singer de mi mamá. En unas primorosas gavetas con arabescos dispuestas en línea vertical y a la derecha del artefacto, sabía que guardaba cintas de colores. Escogí una delgada y roja de una longitud como de cinco centímetros. Con ella, até firmemente el cristal de forma tal que no se saliera y dejé un largo cabo sobrancero…

Subí por la calle canturreando mentalmente y me devolví por la misma avenida, y sin voltear la mirada hacia atrás, dejé caer distraídamente el cristal y su señuelo rojo en la certeza de que alguien, atraído por su aspecto, lo tomaría del suelo. Allí precisamente radicaba la magia y la contra; aquél mortal que lo cogiera en sus manos recibiría mis cadillos al tiempo que desaparecerían de las manos mías…  Egoísta tratamiento, ese de tirarle a otro nuestro sufrimiento. No es que mucho me interese y puede que usted no me crea, pero en pocas semanas las excrecencias se habían ido de mis manos para siempre quedando sólo las deformes cicatrices que las fulguraciones previas que el ¨baisano¨ me había regalado… No me pregunte por favor por el otro cristiano que recogió el señuelo; con dos padre nuestros y un avemaría rezados con fervor infinito, había yo ya quedado exento de culpa. Cuando entré en la facultad de medicina ni se me ocurrió comentar mi experiencia al pasar por la Cátedra de Dermatología ni proponer tan primoroso tratamiento; era sitio donde tanta ciencia flotaba en el ambiente, extraños e impronunciables nombres de patologías de la piel y sus faneras surgían como diagnósticos diferenciales y donde lo que no curaba la cortisona, era cáncer… Como puede aprenderse de mi relato, fungí de mi propio chamán echando mano de la transferencia terapéutica o curativa cultivada y empleada por la medicina mágica tradicional de algunas culturas primitivas consistente en traspasar el espíritu de la enfermedad a un animal o en su defecto, a otra persona…[1]

¨Nunca cortes lo que puede ser desatado¨.

 

[1] En relación a «Cien Años de  Soledad», el simpar García Márquez relata en una entrevista concedida a la Revista Nacional de Cultura de Caracas, que durante cinco años tuvo golondrinos –absceso tuberoso de Velpeau: una infección de las glándulas sudoríparas de las axilas- recalcitrantes a todo tratamiento, que como en el caso de mis cadillos no le dejaban vida; pues bien –curioso caso-, decidió transferírselos al protagonista de su novela el coronel Aureliano Buendía, siendo así que mediante la traslación del espíritu de la enfermedad, se le quitaron a él…

¿Por qué será que los médicos no podemos tener comportamientos naturales como las demás gentes?, tal vez porque como antes dije, se piensa que nuestras creencias son artículos de fe y deben ser tamizadas a través de los poros ultramicroscópicos de eso que llamamos ciencia. Lo que no pasa, no puede ser aceptado. Nos sentimos suerte de clase ¨suprahumana¨ y científicos a ultranza; no nos andamos por las ramas de la superchería, de las gallinas negras, de los conjuros, de los despojos ni del mal de ojos. En la mocedad de mi ejercicio médico me avergonzaba pensar que mis profesores pudieran sospechar que ¨alguna que otra vez¨ usara placebos, no otra cosa para mí, que vergonzosos engaños; pero me reconfortaba saber que mis pacientes mejoraban con ellos.

Entonces no alcanzaba a intuir que envuelto en ese placebo iban mis fervientes deseos porque aquel ser humano que tenía enfrente y me empeñaba en conocer, mejorara, pues como es sabido la mayoría de las veces el paciente sufre de temor al dolor y a la incapacidad, a  la enfermedad y a la muerte, y de allí, el efecto terapéutico de mostrarles que se encuentran bien y que sus angustias muchas veces sólo son creaciones fantasmales de la infancia.

 Basta con oírlos atentamente, realizarles un buen examen físico, tratar de entender la envergadura de lo que trae, darles una explicación sencilla y despedirlos con una sonrisa que a la vez promueva en ellos otra similar… No en vano decía Michael Balint (1896-1970), psicoanalista y bioquímico británico de origen húngaro, ¨La droga que más frecuentemente utiliza el médico en su práctica general, es con mucho, ¡su propia persona! ¨. Y no es que el médico no deba formarse e informarse de manera cabal y suficiente en cuestiones de ciencia para atender a sus pacientes; ello es necesario, pero no suficiente; debe además, conocer que existen imponderables en su práctica que van más allá de la ciencia y están más acá de la persona del paciente…

El 14 de febrero de 1993 en mí desaparecida columna ¨Primum non nocere¨ del diario El Universal de Caracas escribía a mis inexistentes alumnos María y Pedro, ¨Todos los pacientes, académicos y analfabetas creen en magia. Casi todos lo negarán, pero magia esperan de ustedes.  Por fortuna para ellos, la magia no requiere de medicinas peligrosas ni de cirugías radicales, y efectivamente todos, nos guste o no, llevamos un mago por dentro… ¡descúbranlo y aprendan cómo usarlo sabiamente y en el momento apropiado, y siempre, anteponiendo el mejor interés del necesitado…!¨, pues sabido es que el hecho de enfermar es una categoría de la vida humana. ¡NO es el órgano sino el individuo en su totalidad quien enferma…!

Hasta hace pocos años el atrevimiento de mencionar estos problemas en ambientes académicos nos exponía a ser considerados como charlatanes o imbéciles; y tal vez todavía ocurra igual… Los médicos que abrazamos la clínica para ayudar a nuestros enfermos debemos romper con las ataduras del positivismo que hace que lo visible, objetivo, comprobable y cuantificable sea ley única de nuestra cofradía, pero también es menester que, para que podamos percibir la sutil trama de la vida humana, invisible, subjetiva, no siempre comprobable ni cuantificable, debemos acceder la médula del otro mediante el contacto humano sincero y empático.

Del cuello de mis pacientes y del mío propio, he visto colgar medallas de vírgenes y connotados santos coexistiendo con el ojo que todo lo mira, la mano de azabache o un trozo de coral, intentos quizá vanos de alejar los malos entes que nos rodean. Y eso ¿por qué…?  Invitado con ocasión de la XXVI Reunión de Egresados del Postgrado de Cardiología del Hospital Universitario de Caracas el 24.11.2001, realicé una pequeña encuesta antes de iniciar una conferencia intitulada, ¨¿Tiene la esperanza efectos curativos…?¨ Y he aquí las preguntas con sus respuestas de los veinte asistentes al evento, (1). ¿Lleva consigo alguno de los presentes algún amuleto, medalla, moneda pitadora, etc…? Sí: 50%: No: 50%. (2). ¿Tiene la esperanza efectos curativos…? Sí: 85%; No: 15%. (3). ¿Tiene la esperanza efecto placebo…? Sí: 78%; No: 22%.  (4). El beneficio del placebo es debido… A. Al efecto placebo propiamente dicho: 68%. B. Al médico que suministra el placebo: 32%. Oculto por detrás de las fachadas de sus caras se encontraba magia benefactora.

Luego diserté sobre cómo habíamos subsistido evolucionando para ser los hombres que hoy día somos en un proceso de más de cuatro millones de años, desde el Australopithecus ramidus, el Homo erectus, el Homo habilis y el Homo sapiens hasta el Australopithecus afarensis con Lucy que vivió hace entre 4 y 2.7 millones de años en el Valle del Rift, y el Cráneo de Dali, datado 209.000 años hallado en 1978 por Shungtan Liu en la Comarca de Dali, Provincia de Shaaki, China. Entonces, nuestros ancestros vivían en un medio lleno de peligros y el sentimiento de temor e inseguridad era constante. Fenómenos naturales como el rayo y la lluvia, el fuego, catástrofes diversas, presencia de animales inmensos y feroces, tribus enemigas, hambre y penuria, temor de inminentes riesgos los llenaban de agitación y congoja…

Un buen día, aprendió a hacer fuego, controlarlo y tenerlo como herramienta de trabajo; fue aquella la primera relación del hombre con la luz y el calor. Todo pues estaba preparado para que surgiera de entre ellos un ser superior: ¿En qué momento pues, surge el médico…? Quizá en aquella circunstancia especial durante un lance de caza donde uno de los de la horda cayó herido; todos corrieron a salvar sus vidas, pero aquél, compungido se devolvió a recoger al descalabrado: allí, en un acto de misericordia, nació el primer médico… Más luego, alguno, con vocación de servicio se auto escoge, emerge entre el gentío y es aceptado por la tribu. Lo hizo en la figura del chamán, y lo comprendió como una ingente necesidad de aliviar el dolor y evitar la muerte. El saber y no la fuerza serían los fundamentos de su poder. Los enfermos y la tribu depositarían en él su albedrío y ello fue suficiente para movilizar procesos orgánicos estabilizadores y de reparación.

Aquellos primeros curadores derivaban seguridad; conocían lo desconocido; tenían el poder de curar, reanimar la vida y alejar la muerte. Revestidos de poder mágico y curativo, mediaban entre los hombres y las fuerzas de la naturaleza o las divinidades benignas o malignas que merodeaban por los meandros de las mentes primitivas. Curaban porque conocían por intuición lo que muchos siglos más tarde comprenderíase mejor bajo el término de psicoterapia. Curaban y la vida seguía adelante en el desarrollo del hombre y la sociedad humana. ¿Alguna diferencia con el médico actual…?

Con Apolo, inventor de la Medicina, Dios de la poesía y la música: ¨nada en exceso¨ y ¨conócete a ti mismo¨, y favorecido por su hijo, el Dios Asclepios –Esculapio-, el empleo de la palabra con propósitos curativos surge con fuerza de primavera en la Grecia clásica en tres formas: plegaria, ensalmo mágico y conversación placentera. El tiempo sigue sin detenerse y es Hipócrates (460-¿356?), quien arranca la medicina de las manos de los dioses para entregarla a la responsabilidad de los hombres.

   Aleccionadoras sus palabras: Corta es la vida, el camino o arte es largo, la ocasión fugaz, falaces las experiencias, el juicio incierto, la decisión difícil. No basta, además, que el médico se muestre como tal en tiempo oportuno, sino que es menester que el enfermo y cuantos lo rodean coadyuven a su obra. Surge en sus albores la téhkne u observación de la vida del enfermo conjuntada con la naturaleza, noción que permite establecer un sabio mandato vigente aún en nuestros días, la téhkne iatriké: ¨Un saber hacer, sabiendo por qué se hace, lo que se hace¨. El asclepiade o médico hipocrático como el piache curaban, y el humilde sobador aún cura…

El hombre trasciende la medicina y sus preceptos, hay mucho por aprender y más por descubrir, pero es necesario que nos despojemos de la inventada aura de sabiduría y ciencia que creemos poseer. Cualquier médico, aun cuando esté en posesión de una elevada postura científica, quiéralo o no, está imbuido de poderes mágicos otorgados por su paciente…

De que la magia nos ha acompañado a lo largo de los tiempos da cuenta el siguiente hecho histórico: En 1776 a Benjamín Franklin, John Adams y Thomas Jefferson les fue asignado el proyecto de crear lo que se llamó, “The Great Seal of the United States”.  Cinco años después el Congreso aprobó el sello que se halla en el reverso del billete de un dólar norteamericano… El Ojo de la Providencia está representado por un triángulo radiante que representa, ¨El-Ojo-Que-Todo-Lo-Ve¨, y la frase annuit coeptis significa ¨Dios favoreció nuestro empeño¨; la frase novus ordo seculorum escrita debajo del triángulo significa, ¨nuevo orden secular¨.

En 1945, Franklin D. Roosevelt dio la aprobación final para la inclusión del Gran Sello en el billete de un dólar.  Es harto conocido ahora más que nunca, que los Estados Unidos de América fue fundada en gran medida por hombres con una filosofía basada en el ocultismo: a saber, los miembros de la masonería y otras sociedades secretas, quienes vieron en los Estados Unidos una potencial «Nueva Atlántida» o «Nueva Jerusalém». Ellos previeron el futuro de la gran nación como un faro para el resto del mundo, guiando a las naciones hacia la formación de un Nuevo Orden Mundial  de paz, democracia e iluminación. Hoy mucha gente estaría de acuerdo en que los Estados Unidos es, en efecto, de varias maneras, el desiderátum de esta función.

Guiados por sentimientos opuestos de odio, dominación y esclavitud, se ha erigido el Socialismo del Siglo XXI, y se ha repetido muchas veces que los billetes venezolanos en el reverso traen parte de una estrella de cinco puntas; si se unen los billetes, la estrella se configura por completo; se asegura que es la Estrella Satánica de Cinco Puntas o estrella al revés, símbolo del macho cabrío.

    Se murmura que los babalawos asesores de Chávez le ordenaron otro pacto relacionado con el culto a María Lionza, para rechazar espiritualmente todo intento de relevarlo del poder y así perpetuarse en él. De esa forma, la imagen de los seguidores del demonio es llevada por cada ciudadano en su bolsillo en los billetes de cualquier denominación y además, las figuras escogidas simbolizan la Corte Negra: Negro Primero, el guía de la Corte Negra, la heroína Luisa Cáceres de Arismendi representa a María Lionza y el Indio Guaicaipuro, líder de la Corte India: El parecido de las fotos de las Tres Potencias con estos tres billetes es enorme; difícil creer que sea una coincidencia, pero mientras no se demuestre lo contrario queda el beneficio de la duda. Aunque mi solidaridad no se encuentra empeñada en lo que relato, sólo quiero enfatizar que la magia, querámoslo o no, se encuentra entre nosotros…

Por otra parte, las frases ¨mal de ojos¨ y ¨bien de ojos¨ señala dos tipos de mirada: La primera, una mirada intensa cargada de odio o envidia: la gente se protege llevando amuletos de protección ¨trabajados¨ para librar a su poseedor; la segunda es otra opuesta, aquella que es trasunto de generosidad de espíritu: la mirada médica, una mirada intensamente cargada de amor que nos convierte en una batería de energía positiva. ¡Aprovechémosla!

 

Este párrafo se refiere al intento decidido y melancólico de muchos pensadores y médicos a lo largo de los tiempos, de tratar de incorporar la persona del enfermo tanto tiempo ausente en el ámbito de la consulta médica: su subjetividad, en la relación médico-paciente. Decía Baltazar Gracián (1601-1658), ¨Visto un león, están vistos todos, vista una oveja, están vista todas, pero visto un hombre, sólo está visto uno, y además mal conocido¨, y Armand Trousseau (1801-1867), hizo célebre la frase, ¨No hay enfermedades, solo enfermos¨. ¨¡Mucho de rana, poco de hombre!¨, proclamaba desesperado, don José de Letamendi y Manjarrés (1828-1899), el mismo que dijo, “De quien te diga que de medicina sólo sabe, ten por seguro que ni de medicina sabe”, y que aludía a lo poco que estaba presente la subjetividad del hombre enfermo en los estudios médicos.

Ludolf Krehl (1861-1937) famoso internista expresó, ¨Si con nuestras débiles fuerzas no colaboráramos en el ulterior avance de la medicina, el cual consiste en el ingreso de la personalidad del paciente en el quehacer del médico como objeto de investigación y estima, es decir, en la restauración de las ciencias del espíritu y de las relaciones de la vida entera como el otro de los fundamentos de la medicina, y en igualdad de derechos con la ciencia natural¨. Y es que hoy día ya no parece importante ¨escuchar con la tercera oreja¨, como insinuaba Theodor Reik (1888-1969). Nos hemos transformado en robots y todo cuanto hacemos es mecanístico.

Viktor von Weiszäcker (1886-1957) en su libro “El hombre enfermo. Introducción a la antropología médica”, asienta, ¨El ritmo uniforme de la cotidianidad se perturba fácilmente por circunstancias que la mayor parte de las veces son ignoradas por el individuo¨, y de seguidas, hace la siguiente pregunta, ¨¿Por qué hoy?¨, por qué no nos enfermamos ayer o mañana, ¿por qué específicamente el día de hoy…?. Pide entonces imponer la adopción de una concepto holístico del humano enfermo desde una perspectiva antropológica que considere al hombre, su circunstancia y el entorno en el cual se inscribe.

No olvidemos que somos viajeros extranjeros en nuestro propio cuerpo, sin dudas nos damos cuenta de que existe con él una comunicación por medio de un lenguaje, pero al mismo tiempo somos incapaces de traducir, ese, nuestro lenguaje corporal, ¨¿Por qué hoy…?¨ ¿Qué decir del amplio catálogo de ¨hiel¨ qué ocurre durante las lunas de ¨miel¨?, donde no faltan resfriados, trombosis hemorroidales, diarreas y hasta apendicitis agudas… ¿Cómo explicar el alivio que inducía el aceite alcanforado tibio que la mano solícita y amorosa de nuestras madres nos aplicaba en la ollita del cuello haciendo desaparecer el dolor de garganta y la carraspera, o la imposición de manos de reyes y poderosos en la antigüedad, no más ayer?, ¿Nos hablan los infectólogos o los epidemiólogos por qué los ejércitos derrotados son más susceptibles a las infecciones que los victoriosos…?, ¿Puede alguien morir por convencimiento o por terror?, ¿Cómo se explica la muerte por vudú? Nuestra mente funciona con base a creencias; la ciencia, la religión, el arte, todas las formas de conocimiento se basan en creencias.

De esa forma, cuando por ejemplo usamos ácido acetilsalicílico o aspirina para aliviar un dolor de cabeza, asumimos que funciona porque nos elimina el dolor de cabeza. De esta forma creamos nuestras creencias con base a una relación causal. Cuando una causa (tomar la medicina) trae aparejada una consecuencia (curarse), entonces creamos una relación en la que creemos (la medicina cura). El problema es que solemos establecer el sujeto de la acción en el objeto (medicina) al que otorgamos unas propiedades intrínsecas (curar); y esto no tiene por qué ser así en absoluto, incluso no suele ser así.

 

¿Cuáles son pues los límites de la explicación científica de la enfermedad humana…? ¿Qué significa saber medicina…?,¿Qué entraña el término curación por la fe…?, ¿Por qué los placebos avergüenzan a la ciencia si al mismo tiempo ella demuestra tanto interés en ¨controlarlos¨ y mantenerlos alejados de sus cotos de caza…? El reduccionismo del hombre llevado a un nivel molecular que promueve la revolución tecnológica, ignora el mundo interno y la espiritualidad del ser, entrañando igualmente el más grande desafío moral que hayamos enfrentado los médicos alguna vez…

Michael Balint (1896-1970), psicoanalista de la Clínica Tavistock de Londres, a quien mencionamos en párrafo anterior introdujo el concepto de la ¨falta básica¨, donde la enfermedad es el resultado de factores ambientales tempranos productoras de desamparo. Destacó igualmente la importancia del ¨amor primario¨ y la importancia de la regresión durante el tratamiento. En su libro ¨El doctor, el paciente y su enfermedad¨ (1957), escribe y repetimos, ¨La droga que más frecuentemente utiliza el médico en su práctica general, es con mucho… ¡su propia persona!¨

La historia del placebo es la historia de la terapéutica médica hasta tiempos muy recientes, y nos recuerda la unidad del ser en sus vertientes corporal, emocional, ambiental y espiritual. En los ensayos doble-ciego, se considera la respuesta al placebo como un ¨simple contaminante¨ o como ¨un ruido en el sistema¨; sin embargo, son los placebos los fantasmas que pueblan la objetividad biomédica, suerte de almas en pena que surgen de la más espesa umbra del primitivismo, ayes lastimeros que exponen las grietas y paradojas de los parámetros creados por nosotros para definir los efectos activos y reales de los ¨verdaderos tratamientos¨…

¿Será que sus efectos denuncian el dualismo persistente en medicina: la escisión de mente y cuerpo…?

 

Mis nada glamorosos cadillos, fantasmas materializados que se curaron con fantasmas, dieron pie a estas afectuosas reflexiones que espero sean tomadas con benevolencia…

Elogio del olor a libro nuevo…

Un vívido, querido y fresco recuerdo a temprana infancia viene a mi memoria no más al abrir un libro recientemente adquirido sobre las Tragedias de Esquilo. Un libro empastado, no muy grande, verde oscuro, de hermosa tapa dura con filigranas de color oro haciendo de marco y papel calandrado no muy fino…

Antes de comenzar mi relato, tal vez sea útil referirme a la fisiología de la olfacción. La corteza olfatoria primaria donde toma lugar el procesamiento de la información de cuanto olemos, se enlaza con el hipocampo y la amígdala cerebrales. Apenas, dos sinapsis entre neuronas con axones no mielinizados separan el nervio olfativo de la amígdala, comprometida en experimentar memoria emocional. Adicionalmente sólo tres sinapsis separan dicho nervio del hipocampo, implicado con la memoria reciente y de trabajo. La memoria evocada por un olor es inusualmente potente. Por ello, al abrir el libro, la memoria olfativa almacenada en mi lóbulo temporal derecho, de inmediato me trasladó al inicio de clases de cuarto grado de instrucción primaria en el Colegio La Salle de mi ciudad natal, la Valencia de Venezuela.

Viendo al poniente, en un rincón a la izquierda, y en un recinto en apariencia insignificante, de puertas de alas muy altas que se asomaba a una estructura de tres pisos y al amplio patio asfaltado al cual se llegaba bajando por una amplia escalera, allí, tomaba asiento un cofre de tesoros…

 

Precisamente allí, a comienzos del año escolar debíamos hacer fila por grados para mostrar las listas de textos que nos correspondían ese año. Mientras más nos acercábamos a la boca de la estancia, más podíamos olfatear hasta el hartazgo, el suave aroma que despedían aquellos libros de reciente impresión dispuestos en montones  verticales.    La Gramática de Bruño, de hojas de tez pálida que con el paso de los años habrían de adquirir un tinte marrón mareado por efecto de la oxidación del papel; aquél otro de Historia Universal; éste de Historia de Venezuela; y mi preferido, el de Biología. De inmediato y con fruición lo hojeábamos para ser seducidos por sus numerosas figuras.

En él recuerdo haber conocido al ornitorrinco. El extraño animal causó en mí un gran impacto y curiosidad. Aquél mamífero con pico de pato, cola de castor y patas de nutria, ponedor de huevos, con largas uñas que en las patas posteriores del macho poseía un espolón capaz de secretar un veneno productor de intenso dolor, se desplegaba mansamente ante mis ojos. Nunca le olvidé, ni le olvido y sabiendo que provenía de las lejanas Australia y Tasmania, daba por sentado que tal vez nunca le conocería en físico; no obstante, me consolaba el que sin haberlo visto, si llegara a posarse al alcance de mis ojos, de inmediato le reconocería…

Mucho más adelante vinieron mis estudios médicos. Toda esa legión de enfermedades para aprender que formaban el core de la patología médica y de la medicina interna, y luego, el inmenso catálogo de entidades de la neuroftalmología. Siendo un impenitente desmemoriado ¿Cómo recordarlas?

Para poder evocarlas, me fabricaba un calco mental de un paciente virtual portador de la dolencia que se acercaba a mí, desplegando todos sus síntomas y signos. Aquéllos para reconocerlos verbalmente, por boca del paciente, porque las enfermedades tienen un lenguaje particular que las define; y éstos, si estaban en la superficie, para mirarlos y reconocerlos en lo que dura un parpadeo -0.3 segundos-, o si estaban ocultos bajo la opacidad de la piel, para extraerlos mediante maniobras semiotécnicas, exteriorizando así, la enfermedad intelectualizada.

De esta forma, y como con el ornitorrinco, enfermedades que nunca había visto pero cuyo modo de hablar y facciones conocía, se me hacían aparentes, permitiéndoseme buscarlas en los sitios donde moraban, ya, evidentes, ya arropados con máscaras de atipicidad, haciéndose entonces reales ante mí…

   Poco antes de mi viaje a USA, Universidad de California San Francisco atendí una paciente diabética, que, para mí, se trataba de una histérica; nada de que reprocharme; todo lo que no conocemos los médicos solemos atribuirlo a un defecto del paciente, jamás de nosotros. Esa señora mostrando una espantosa tiesura que hacía difícil acostarla y aún sentarla, mostraba en ese momento cara de aflicción, estiramiento brusco de las extremidades, manos crispadas en puño, piernas en máxima extensión y sacudidas musculares dolorosas.

 

¿Qué otra cosa podría ser sino una postura parecida a la de alguna de las miserables hísterotetánicas de Charcot…? Siendo mi repertorio de medicamentos muy precario y como tabla de salvación le indique Valium® (diazepam); para mi sorpresa, mejoró notablemente acrecentando mi falsa e ignorante creencia de que se trataba de un «problema emocional o funcional…».

Una vez en la bella San Francisco, ocupaba siempre alguna parte de mis tardes en su imponente biblioteca buscando información sobre los visto y oído ese día y cualquier otra información que se atravesara ante mis ojos. Leyendo un ejemplar de la revista inglesa The Lancet, me topé con un artículo de nombre muy sugestivo y enigmático que invitaba a su lectura: Stiff man syndrome, cuya descripción calcaba perfectamente en mi paciente e inclusive, el tratamiento era entonces precisamente con una benzodiacepina, tal cual yo, en mi ignorancia, le había indicado. Luego el síndrome pasó a llamarse Stiff person syndrome[1]; nunca más he atendido ningún otro enfermo(a) similar… Fue un diagnóstico que salió en mi búsqueda, un respingo afortunado y retrospectivo, pues primero atendí a la paciente y luego en forma involuntaria reconocí la condición patológica a través de mi ocasional lectura.  ¡Suele suceder…!

Luego de esta digresión y volviendo al tema del libro, resulta que nuestro fiel compañero, el libro y su aroma amigable a colegio La Salle , a biblioteca, está casi que, a punto de convertirse en una rareza, en un pterodáctilo del Jurásico, y hasta algunos aseguran que el estrecho amigo se encuentra en agudo trance de extinción –hora suprema que afortunadamente no presenciaré-, y que algunos románticos como yo, parecemos no conformarnos con su desaparición.

[1] El síndrome de la persona rígida –también llamado de Moersch-Woltmann o SPS, es un raro desorden neurológico en que el músculo se contractura y se torna tieso y doloroso en forma intermitente. La investigación sugiere que el síndrome de la persona rígida es un trastorno autoinmune, y que en las personas afectadas con el síndrome a menudo coexisten enfermedades autoinmunes como diabetes tipo 1 o tiroiditis.  El síndrome afecta a varones y mujeres y puede empezar a cualquier edad, aunque el diagnóstico durante la infancia es raro.

 

La conspiración revolucionaria la ha realizado un artilugio propio de los nuevos tiempos, el e-Reader, Amazon-Kindle o libro-electrónico, un ¨libro¨ con pantalla electrónica lanzado al mercado comercial en 2007, que se conecta de forma inalámbrica a una red llamada whispernet propiedad de Amazon, y que desde fines del 2009 puede usarse en cualquier parte del mundo que posea cobertura móvil de los operadores con los que Amazon ha colaborado (versión Kindle 2 international). El libro de marras, sin papel ni olor amistoso, pesa apenas 283 gramos (10 onzas), no emplea cables, posee una batería de larga duración; dependiendo de sus 4 modelos es capaz de almacenar entre 1500 y 3.500 títulos, pudiendo descargarse un libro de la red en menos de 60 segundos; tiene acceso a revistas, periódicos y blogs, y su coste es de $ 259.oo; los best sellers del New York Times que pueden ser adquiridos, valen $9.99   cada uno; hoy día, tal vez mucho menos con la masificación de la producción.

Mi cyberphobia (mi irracional temor o aversión a los computadores, blackberrys, iPhones, y teléfonos celulares; más específicamente, mi miedo o incapacidad para aprender nuevas tecnologías) y yo, parecemos resistirnos al cambio. ¿Cómo elaboraré la pérdida que expresada ya en tristeza percibo tan de cerca? ¿Cómo no voy a resentir la progresiva desaparición del libro ante el inclemente impacto de la técnica? ¿Cómo no voy a echar de menos ese cálido y amigable olor a libro nuevo?

           A través de mi querido y admirado amigo, médico, profesor, académico, embajador y bibliófilo, el doctor Francisco Kerdel-Vegas, cierta vez que fui a visitarle en su confortable apartamento en Chula Vista, teniendo entonces la dicha de ver el artificio por vez primera y apreciar con qué facilidad mi amigo interactuaba con el diabólico ingenio. Algún tiempo después    terminé teniendo el mío propio…

Bueno, creo que por anticipado y balbuceante, estoy absorbiendo el duro golpe tecnológico infligido en mi costado derecho, ese que me ha quitado el resuello. Si usted como yo, querido lector, ha estado dudoso en abrir los ojos y de una vez alcanzar el último vagón del tren del futuro que ya está presente, sepa que no está solo pero que aún tiene remedio.

Pero… después de todo, independientemente de nuestra edad, los seres humanos nacemos con recursos mentales para afrontar nuevos retos, para aprender nuevas técnicas, para diseñar un nuevo plan cuando aún no hemos concluido el actual, y ello de paso, nos aleja del fantasma de la muerte biográfica, la peor de todas, porque de la otra, seguros estamos.

          Cuando vivía en San Francisco de California, me enteré que las hamburguesas de una conocida cadena de comida rápida eran rociadas con un aerosol que le confería un gusto a la parrilla de carbones, y mire que eran deliciosas… Posteriormente, cuando hube de regresar a lar patrio, debía vender mi automóvil. Un amigo del hospital me sugirió comprar un spray con fragancia a carro nuevo, cosa que hice, siendo que la ficción me facilitó la venta.

En parte, los amantes de los libros en todas las comarcas del mundo han mostrado resistencia a embarcarse en el libro digital porque no pueden compararlo con la experiencia previa de leer un libro de papel, palpar y acariciar sus páginas volver hacia atrás una y otra vez, emplear un resaltador amarillo o escribir comentarios al margen. Pero, algo de esto está cambiando, al menos después de la aparición del Smell of Books™, un revolucionario aerosol enlatado con aroma de libro nuevo para rociar el e-book ¿Habráse visto?  Así que con la artimaña, la ficción de no perder lo perdido, parece un problema parcialmente solucionado…

  El spray, cuando descargues el último best-seller a tu libro digital, te permitirá sentir la misma excitación que cuando volvías de la librería con tu flamante libro hecho de árbol muerto bajo el brazo.

Total, la vida es en parte ficción y fiesta de los sentidos…