Aprender a conocer el qué, el por qué, el para qué y el para quién de la ars medica o el arte de la medicina clínica, debería ser el desiderátum de todo médico. Pero cuán difícil es apenas intentarlo. El segmento vital de que disponemos para hacerlo, sólo lo haría factible a las mentes geniales y la mayoría carecemos de esos atributos. Como las anécdotas asociadas a la enseñanza de la medicina se me antoja que facilitan y simplifican la recepción del conocimiento, les relataré mis enlazaduras con cuatro personajes sin aparente conexión, a la vez fascinantes y difíciles de olvidar.
• El primero de ellos es una monja. La llamaré la Tía Filomena. Transcurría el año 1963 y mi práctica privada comenzaba a crecer gracias a médicos amigos, muchos de ellos, mis antiguos profesores que me referían sus enfermos agudos.
Casi siempre eran pacientes muy enfermos y complicados, difíciles de tratar ellos o sus familiares, que clamaban por alguien que los cuidara, tratara de llevarlos al buen puerto del restablecimiento, siendo necesario en muchas ocasiones tolerar sus impertinencias o las de sus allegados ¡Gajes del oficio! En algunos casos, el paciente no se encontraba en condiciones de egresar, o su familia en situación de obtener más recursos para poder sufragar el coste de la hospitalización. Era pues necesario trasladarlos a otra clínica más económica donde también, sin desmedro de la atención, pudiera proporcionárseles los cuidados necesarios. Por los lados de Sarría existía una pequeña clínica que llenaba esos requerimientos. Para ello, se hacía necesario que estuviera dirigida por una persona responsable, ejecutiva e impecable. Ese personaje era precisamente la Madre Filomena, la directora del pequeño nosocomio. Alta, delgada, muy seria, de recio carácter, mandaba y era obedecida y respetada por el personal. Regentaba con orgullo esa tacita de plata, siempre reluciente…
Un largo pasillo de granito pulcro donde los pasos resonaban, nos daba la bienvenida. Desde allí y por unas escaleras, accedíase a la Estación de Enfermería. Allí solía encontrarse ella, erguida y siempre solícita y respetuosa, portando un paño de mano blanco y limpio y una pastilla de jabón, para que nos aseáramos las manos antes de ver al paciente y luego nuevamente, a la salida de la habitación nos esperaba el ritual, tal vez, evocando las memorables lecciones de Semmelweis . Desde allí y en su compañía, se trasladaba uno a las habitaciones, pequeñas pero confortables, con una ventana que daba a un patio. Muy aseadas; la ropa de cama, muy blanca, y ella, al lado con una enfermera auxiliar a la cual continuamente pedía información o daba órdenes. Recuerdo un período durante el cual tuve una paciente muy añosa, madre de un médico de larga parentela, tan enferma toda ella como sus demandantes y neuróticos acompañantes. Todos eran quejumbrosos, de trato brusco, al unísono exigían atención permanente y nada les conformaba. Un día de esos en que la paciente parecía despedirse de este injusto mundo con gran fatiga por tanta vida vivida y habiendo perdido toda esa reserva orgánica con que nos provee la naturaleza, trataba yo en vano de tranquilizar a algunos de sus hijos explicándoles una y otra vez que por su edad y condición, no había salida que yo pudiera ofrecerle… ¡Había llegado el fin de sus días y teníamos que pactar con la muerte! Viéndome desde lo lejos acorralado, envió una enfermera a buscarme, a salvarme de aquella intransigente y pegajosa inquisición… Pocos días después falleció y la hermana me dijo ceremoniosamente,
-¨Doctor Muci, era una necesidad…¨
Bueno, regresé a la Estación y mientras me lavaba las manos, oí que ella decía al personal,
-“! ¡Rápido, rápido, que el doctor Mengano camina por el pasillo y viene muy molesto, de muy mal humor…!”
Giré sobre los tacones de mis zapatos, pero lo logré ver a nadie. Era aquella una habitación sin ventanas y el teléfono no había sonado. Así, ¿Qué significaba toda aquella prevención? Efectivamente, en pocos segundos apareció un médico entrado en años y pintando canas, quejándose airadamente del tráfico de la zona y de la dificultad para estacionar su automóvil, empatando aquello con el caso de su paciente -que como la mía-, no quería mejorar…
Me fui pensando en el “¿cómo se había enterado la sagaz monja?”, pero otras obligaciones llevaron mi mente por otros rumbos. Al día siguiente, habiendo pasado la turbulencia del día anterior, me atreví a preguntarle cómo había anticipado las malas pulgas del colega. Entonces me dijo,
-“Desde hace muchos años, aquí tengo trato con muchos médicos que confían en los servicios de la Clínica y me esfuerzo en conocerlos. Cuando se desplazan por el pasillo de la entrada puedo oír el taconeo de sus zapatos y reconocer quién es la persona que está a punto de llegar, sentir la prisa o la tranquilidad con la que se desplaza, en fin, percibir su estado de ánimo tranquilo o agitado”.
Me pareció haberme topado con una observadora extraordinaria -poseía, si se quiere, un auditus eruditus, el oído refinado de una gran escucha-, que me transmitía gratuitamente una de esas enseñanzas memorables con que nos ofrenda la vida y una anécdota para ser recordada: El cultivo de la observación –a través de cualquiera de los cinco sentidos- y en este caso por el oído solía dar buenos frutos y por tanto, era digno de ser cultivada.
¿Qué sería desde entonces y para mí la Regla de la Tía Filomena? Sería la sumatoria de la observación fina y del conocimiento y experiencias que un médico pudiera albergar a lo largo y ancho de su práctica: Un llegar a conocer tantas entidades clínicas simples o complejas, frecuentes o excepcionales, como para poder sospecharlas o diagnosticarlas ¨al rompe¨; pero además, un conocimiento del paciente, del individuo particular que sufre y que la enfermedad trata de ocultarnos y que por nuestra formación materialista con frecuencia lo logra; un compromiso a vida plena con el estudio y la docencia; un afinamiento de los sentidos así que adquiramos no sólo un auditus eruditus, sino también un tactus eruditus y un visus eruditus, y así, que dejados al vuelo puedan reconocer lo reconocible o intuir lo nuevo o extraño; en otras palabras, una forma intuitiva donde la enfermedad se le revelara fácilmente “por su manera de caminar y el taconeo de su transcurrir”. Ello implicaría conocer no sólo las enfermedades, aún las más raras, sino también sus formas atípicas de presentación –tan frecuentes como diferentes como son los pacientes que vemos a diario – y los escondrijos o recovecos donde se albergan para salir a buscarlas.
Así, que la Regla de la Tía Filomena implicaría, estudio comprometido para conocer tantas enfermedades como posible; atención inteligente para identificar sus síntomas y signos; flexibilidad para comprender su atipicidad; y astucia para exponerla en los sitios donde se esconde.
• Willie Sutton (1901-1980), llamado El Actor o “slick Willie” , fue un famoso ladrón de bancos y era muy bueno en lo que hacía.
Durante los cuarenta años de carrera criminal se hizo de un estimado de dos millones de dólares. En su maletín de “visitas” generalmente llevaba una pistola o una ametralladora Thompson, pues era un convencido de que sin ello no podría robarse un banco con personalidad, encanto y seducción. No obstante, se enorgullecía diciendo que no las había usado nunca. El hecho de robar a los ricos –pero no para distribuirlo entre los pobres-, le confirió un cierto y confuso aire de Robin Hood. En algún momento llegó a constituirse en uno de los tantos Enemigos Públicos N° 1 del FBI, pero tal vez no haya sido conocido por su carácter escurridizo y reincidente el haber pasado a la inmortalidad, sino por una frase que se le atribuyó cuando fuera interrogado por periodistas ávidos de noticias y que va como sigue,
-“Mister Sutton ¿Por qué usted sólo roba bancos…?” La única respuesta ante esa pregunta no podría ser otra que,
-“Because that’s where the money is”- ! Porque allí es dónde está el dinero!- contestó…
Todavía no se sabe a ciencia cierta si alguna vez pronunció esa frase, o si fue una más de esa larga lista de mitos y leyendas que se crean alrededor de personajes importantes, famosos o estrafalarios. Lo cierto es que dos libros se han escrito sobre él . En el segundo, comenta Sutton con orgullo, cómo la profesión médica adoptara la “Ley de Sutton”, llamando a mirar o buscar lo obvio antes de ir más adelante y descarriarse en el camino del diagnóstico. La citada ley fue acuñada por un profesor de medicina quien recordó la respuesta dada al reportero que le inquiriera acerca de lo obvio. Lo cierto que en medicina la “Ley de Sutton” se ha transformado en un paradigma del saber médico que asienta que cuando se diagnostica uno debe considerar primero lo obvio y en consecuencia, conducir en secuencia de complejidad, aquellas pruebas que confirmen o nieguen el diagnóstico para instituir un tratamiento minimizando costes y dolores innecesarios. Es una “acción disciplinada: Diríjase donde está el diagnóstico”, que nos compele a encaminarnos con las pistas acumuladas hacia la respuesta, hacia donde yace el diagnóstico…
Imaginemos un paciente que se queja de ver mal y en una simple campimetría por confrontación –haciéndole cerrar un ojo le pedimos que mire directamente a nuestra nariz al tiempo que colocamos ambas manos alzadas a los lados de ella -¨¿Ve mis dos manos?¨- encontramos una hemianopsia bitemporal, –a la manera de las gríngolas de un caballo, no ve la mano que está hacia fuera con ambos ojos por separado-; luego, puede ser mejor definida mediante una campimetría en pantalla de tangentes de Bjerrum o una perimetría computarizada de Humphrey ¿Qué significa este hallazgo? Por supuesto que existe un tumor originado en la región selar –donde se encuentra la hipófisis- que comprime el quiasma óptico ¿Dónde están pues los reales? Sin pérdida de tiempo ni exámenes fuera del contexto, los reales se encuentran en la identificación por tomografía computarizada o resonancia magnética cerebrales el área de la cisterna supraselar o quiasmática donde con toda seguridad se hallará el tumor (Figura ).
Según Sutton, “La ironía de emplear la máxima de un ladrón de bancos como un instrumento de enseñanza de la medicina es una fabricación y puedo confesar ahora que, en efecto, nunca dije la frase en cuestión. El crédito pertenece a algún reportero que sintió la necesidad de completar un escrito. Si alguien me lo hubiera preguntado, probablemente hubiera dicho igual que cualquier otra persona… No puede ser más obvio. ¿Por qué entonces yo robo bancos? Porque lo disfruto, porque lo adoro, porque estaba más vivo que en cualquier otro momento de mi vida cuando estaba dentro de un banco robándolo…”
Urdiendo nuestras ideas para formar un tejido, tendríamos entonces la importancia de la adquisición del conocimiento y el reconocimiento de la enfermedad y de sus escondrijos, y la ruta conducente hacia la búsqueda de su morada. Pero aún existiría un paso más en llegar a comprender el alcance de la ars medica (arte de la medicina) …
• John Milton (1608-1674), el famoso poeta inglés del siglo XVII, autor de “El paraíso perdido”, al final de su poema “Su ceguera” (1655), escribe, “también sirven aquellos que solo se detienen y esperan”.
El médico bien entrenado sabe qué hacer por su paciente; el médico especial sabe qué no hacer por su enfermo. Pero en estos contorsionados tiempos el arte de no hacer nada, de observar y esperar, está en peligro de extinción. Hoy día todo es maquinal, todo es movimiento, una acción dada debe llevar a una reacción y esa reacción debe ser inmediata. Enseñamos a nuestros alumnos a hacer, pero no a saber aguardar… La espera en medicina es una forma de inacción disciplinada, un saber esperar en forma razonada, es estar al husmo del detalle o de la evolución de una enfermedad, expresado por ejemplo, en apreciar la oportunidad de aprender sobre su historia natural, la forma como suele manifestarse; en el sentir que muchos pacientes van a sanar a despecho de lo que hagamos –vis medicatrix naturæ -; en no pedir numerosas consultas a otros colegas solo porque el diagnóstico no es inmediatamente obvio; en no ordenar costosos estudios –“tecnología de punta”-, cuando otros más económicos pueden suministrar la misma información; en no administrar una ristra de medicamentos y drogas para intentar aliviar cada posible síntoma o enfermedad. Esa espera, para quien esperar sabe, suele dar increíbles réditos…
• El principio de la parsimonia atribuido a William de Ockham (u Occam), un lógico y cura franciscano que vivió en el siglo XIV inglés cuyo nombre se da a un principio:
¨Cuando se trata de escoger entre múltiples teorías en competencia, la más simple es probablemente la mejor¨. El principio es mejor conocido como La navaja de Ockham y compele a que, ¨Las entidades no deben multiplicarse innecesariamente¨. Muchas veces es citado en latín para darle un aire de autenticidad, «Pluralitas non est ponenda sine neccesitate». La definición más útil para los científicos es, ¨Cuando se tienen dos teorías en competencia que hacen exactamente las mismas predicciones, la más simple suele ser la mejor¨.
• Por último, para integrar el arte de la medicina debería existir una suerte de medida unitaria que resuma el quehacer y el buen hacer del médico; una que conjugue a la Tía Filomena, a la ley de Willie Sutton, la espera razonada de John Milton y la navaja de Ockham. Esta medida unitaria la constituyó la ética del diagnóstico en la Antigua Grecia expresada la tékhne iatriké, un saber qué hacer y cuándo latinizada transformada en ars medica, deviniendo en nuestros días como oficio o arte de curar:
Hago que mis alumnos la aprendan y la ejerzan en toda situación de su vida, tanto personal como médica. En forma muy irreverente les pido que la peguen en la pared del baño, frente a la poceta, para que así cada día la lean y la memoricen; por supuesto, los estíticos dedicarán más tiempo a su lectura; un efecto colateral beneficioso del estreñimiento…
Las leyes de la medicina clínica se inician con esa gran herramienta insoslayable del clínico: ¡La Historia Clínica! (Figura 7, de izquierda a derecha). Debe dedicar a ella especial cuidado oyendo cómo se expresa la enfermedad a través de las palabras del paciente y traduciéndolas cabalmente para que tengan un significado; debe ser un cuidadoso semiótico al recoger los signos físicos en las áreas sugeridas por la anamnesis, así que pueda exteriorizar el morbo aposentado en el adentro; debe entonces decantar y afinar sus sentidos para convertirlos en visus eruditus, auditus eruditus y tactus eruditus. Es una tarea a vida entera ejercitarse en su ejecución y pulimentación pues será la guía que nos conduzca a una impresión diagnóstica matizada por el diagnóstico diferencial.
Una vez identificada la condición, la Ley de Sutton empleando o no exploraciones complementarias nos dirigirá en forma disciplinada hacia dónde está el diagnóstico.
De ser necesaria le seguirá la Ley de Milton o de la espera razonada que implica una inacción disciplinada.
Una combinación de la ¨M¨ de Milton y ¨uttom¨ de Sutton, nos hace la Ley de M-utton que resume el arte de la medicina –ars medica- o saber qué hacer y cuándo, emparentada con la tékhne iatriké.
Llegado el momento del despeje de la ecuación las hipótesis clínicas, la Hojilla o Navaja de Occam nos guiará a la simplicidad y economía en el diagnóstico.
Vivir, no es sólo existir, sino existir y crear, saber gozar y sufrir y no dormir sin soñar.
Descansar es empezar a morir.
La palabra ¨candidez¨ según el Diccionario de la Academia Española, significa blancura —sencillez de ánimo— y también simpleza, poca advertencia. Por su parte, la palabra ¨cándido¨ en el mismo diccionario significa — blanco— sencillo, sin malicia ni doblez, y también simple y poco advertido.
Cinco o seis años, no podría precisarlo. Mi mamá y mis hermanas decían que dentro de mis seis hermanos varones, yo, el penúltimo de mi familia de nueve hijos, era un niño muy tranquilo y que prefería jugar a solas. Me fascinaba ver la actividad febril en los agujeros de las hormigas, todas apresuradas exhibiendo una atáxica marcha de ebrio o cerebeloso; eso sí, todas muy corteses; como buenas comadres se saludaban con abrazos rapiditos y seguían su camino, bien entrando o saliendo de la cueva, algunas se devolvían como si se les hubiera olvidado algo y otras, hacían el amago de devolverse y seguían como si nada. Más adelante, en una forma desordenada –en apariencia- se esparcían cerca de su madriguera. Un grupo venía hacia la entrada, eran las geómetras, con un mercadito a cuestas, titubeantes, un trozo de hoja cortado en forma poligonal, más pesado que ellas, pero casi siempre de un tamaño que podía pasar por la estrechez del agujero. Me preguntaba qué pasaba más allá de la entrada, si habrían cuartos como los de mi casa, donde mis hermanas tenían habitaciones individuales para cada una de las tres, o si había un alto donde los varones teníamos que aceptar una suerte de hacinamiento considerado; mi padre nos decía que debíamos orinar antes de ir a la cama y además, que teníamos que pedirnos la bendición unos a los otros antes de dormir: A la hora de apagar la luz aquello era un rosario de bendiciones y contestaciones, ¨Bendición, fulano…¨, ¨Dios te bendiga, mengano…¨ y entonces a dormir… No había ronquidos perturbadores, pues esa no es edad de angustias, ni teníamos amígdalas grandes –casi todas extirpadas-, ni apneas obstructivas del sueño; ocasionalmente, uno que otro se orinaba en la cama pero no hacíamos de ello motivo de burla, ¨un resbalón cualquiera daba en la vida…¨.
Para entonces no sabía que existían los formigarios –no recuerdo dónde oí esa palabra de la que no da cuenta el diccionario- u hormigueros caseros, suerte de caja cuadrada con paredes de vidrio donde podríamos como voyeristas, observar la intimidad de la colonia; de saberlo no hubiera querido tener uno privando a las hormiguitas de su libertad e irrumpiendo en su privacidad. Una cuestión sí que me mortificaba a tan tierna edad. Me preguntaba dónde irían las hormigas cuando morían, pues estaba seguro y asumía que se portaban bien e imaginaba que tenían su cielo particular. Y que ese cielo estaba precisamente sobre el hormiguero y siendo tan chiquitas, digamos que se alzaba a mi estatura, a un metro veinte de altura, así que procuraba no pasar corriendo o caminando sobre el agujero para no disturbar la paz de su cielo…
Luego supe del cuento ¨La Hormiguita Viajera¨, creado por el escritor uruguayo Constancio C. Vigil (1876-1954), quien era el motor de una editorial dedicada mayoritariamente a cuentos infantiles. Y de entre ellos, el que nos ocupa, un escrito clásico de la literatura infantil que escribió en los 50 y admiración de mi infancia. En mi casa, había dos de sus libros, ¨El Erial¨ (1915) y ¨Amar es Vivir¨ (1941); habían pertenecido a mi hermano Fidias Elías, médico como yo, que sufría intensamente el sufrimiento de sus pacientes; él decía que quería educar a sus hijos bajo las normas asentadas en el primero de estos libros. Vigil, hombre sabio como ninguno, a la entrada de la edad madura falleció produciendo un inmenso vacío y sin dejar hijos a quienes educar… Relata la historia de una hormiga exploradora perdida entre los pliegues de un mantel de picnic envuelto. Al fin encuentra el camino de regreso a su hormiguero, pero antes de encontrarlo, nuestra heroína viviría toda suerte de aventuras al encontrarse con curiosos personajes, como el alguacil, el caracol, la tortuga, la abeja, el sapo huevero, la langosta, el Manchado, el doctor Lagartija y la avispa.
Abro al azar el otro libro, ¨Saber es vivir¨, y las páginas 88 y 89 me premian con un corto artículo, como todos sus compañeros intitulado, ¨Nuestra posición espiritual¨ que se inicia así, ¨Espantosa miseria moral y material; más de 10 millones de muertos, 45 millones de mutilados y heridos y más de 15 millones de huérfanos fueron los resultados de la guerra 1914-1918. A pesar de ellos, continuaron en Europa las suspicacias, los recelos, los alardes y los ruinosos preparativos bélicos…¨, ¨…nosotros no alcanzamos a comprender que los estadistas busquen la felicidad de los pueblos por los laberintos de la soberbia, de la envidia y del odio; no comprendemos tampoco, que los pueblos acepten como felicidad la ruina y la matanza¨. ¡Con cuánta verdad describe la Venezuela de hoy…!
Iniciar una carrera universitaria en plena adolescencia, cuando no tenemos idea clara de lo que realmente queremos y en qué nos metemos, es –pienso- una cándida aventura… En nuestros ensueños juveniles se perfilaba un vago panorama de la existencia futura; por ello, para muchos el fracaso fue el corolario al encallar en la arena sin habernos echado todavía a la mar. Ya decíamos en otro Editorial que la anatomía humana muchas veces infranqueable, fue el filtro donde al despertar muchos sueños encontraban una dura realidad: ¡Aplazado! Quizá algunos pocos de mi generación y particularmente yo, no éramos espíritus despiertos, no éramos por ejemplo un Bill Gates, el de Windows, que a los catorce años ya ¨volaba con todo y jaula¨. Estudiar por apuntes, folletos mimeografiados de clases grabadas –que con su venta ayudaron a más de uno a graduarse- y uno que otro libro de texto… Estudiar, estudiar mucho, trasnochos, vigilias, pacientes, más pacientes, autopsias, fracasos, fracasos y por ahí, un pequeño éxito… La experiencia es la hija del binomio estudio continuado-paciente-pensar. Ya lo decía sir William Osler (1849-1919), ¨El que estudia medicina sin libros navega en un mar desconocido, pero el que estudia medicina sin pacientes no navega en absoluto.¨
Ni se atisbaba entonces la sociedad digital de hoy. El que con mucho esfuerzo, a trompicones y en medio de temores y horrores cibernéticos, los viejos hayamos tenido que medio adaptarnos a esta nueva cultura nacida hace escasos decenios, que ha igualado rápidamente a la revolución industrial que tomó tantos años en gestarse, nos habla de apresurada adaptación, de aprendizaje tartamudeado del lenguaje digital al que con recelo nos hemos asomado, ese que nos ha tocado en fortuna. ¡En lo particular gracias a Dios le doy! Nuestros dedos atáxicos tiemblan al tantear en el teclado del teléfono celular cuando miramos de soslayo a un niño sumergido literalmente en un iPad nadando como pez en el agua. ¡Cochina envidia!
Para muchos, el ingreso en la Academia Nacional de Medicina ha traído, inesperadamente, aires de una nueva y bienvenida pubertad que recompone y rejuvenece la vida; es verdad con su acné –queratosis solares- y sus dolores de crecimiento –artrosis- pues desde un transcurrir por tediosos caminitos de la costumbre, ha venido el añadido de la renovación, pero no sin más pena, pues lo que nace sin ella es ineficaz y no se mantiene en pie. No llegamos a presenciar las conferencias ¨a capela¨, sin apoyo audiovisual; pero sí hemos asistido a la evolución desde las diapositivas contenidas en un carrusel, al computador y al power point, video beam, al iPhone y a la tableta o iPad. Desde aquellos que solemos y tenemos que volver a empezar siempre, una y otra vez sin desmayar, hasta otros para quienes el camino es menos enojoso; ojalá y ello nos haga más cercanos a la sabiduría que dicen que todo viejo carga consigo como premio de consolación de la chochera…
Desde el antiguo saber ¨técnico¨ o thékne iatriké, en el sentido originario helénico de la palabra (tékhne: saber algo sabiendo por qué se hace), impregnada de amor caritativo al humano enfermo, la técnica en su nueva versión cibernética, constituyó un desafío que muchos asumimos sabiendo que manteniendo nuestro cerebro vivaz a pesar de la pérdida fisiológica de unas ¡50.000 neuronas al día -así que al alcanzar los 75 años de edad habríamos perdido el 10% de las neuronas y 10% del peso de nuestro cerebro-!, podríamos tramontar una vejez miserable y hacerla una postrimería provechosa y productiva. La plasticidad a nivel de las células nerviosas presupone alargamiento compensador y producción de dendritas en las células nerviosas restantes para compensar el deterioro gradual y la pérdida de células nerviosas relacionados con la edad. Las nuevas conexiones en el árbol dendrítico pueden compensar el menor número de neuronas. Por ello, debemos luchar contra el sedentarismo intelectual, mar de sargazos, y así, de esa forma, hacemos crecer, retoñar y fortalecer el árbol dendrítico. No está pues todo perdido, el cerebro en su maravillosa plasticidad siempre tiene recursos para seguir aprendiendo, y con él, nosotros y la medicina misma.
El Maestro Félix Pifano (1912-2003), nuestro ilustre amigo y profesor de patología tropical, nunca suficientemente bien ponderado, elevando su dedo índice derecho en movimiento de predicador nos reconfortaba diciendo, ¨Nacemos, nos hacen, nos hacemos y trascendemos…¨, llegando así a comprender o a averiguar algunos misterios de la vida. La genética que nos es impuesta es implacable; sin embargo, la esperanza contenida en la epigenética que nos impele a modificar esta otra y así vamos por la existencia, aprendiendo, deshaciendo, modificando y trascendiendo. Viendo con el retrospectoscopio en lontananza de caducos tiempos y aunque no conformes con nuestro desempeño, damos gracias a la vida por todos los privilegios concedidos…
Gregorio Marañón y Posadilla (1887-1960)
Pocos médicos en la historia me han tocado tanto como don Gregorio Marañón y Posadilla (1887-1960), el llamado ¨Hipócrates español¨, un apasionado por la vida. Un buen amigo médico, que nada tiene que ver con los avatares de la clínica y los enfermos porque es un investigador de retorta, canales de calcio y potenciales de acción, me mencionó que tenía los libros de ¨un tal Marañón¨, pesada herencia que había heredado de alguien y me preguntó si los quería. ¨Si los quieres habrá que traerlos en una carretilla¨ -me espetó- Y así fue… Fueron los tres gruesos tomos, más de tres mil páginas, de sus ¨Obras Completas¨ (Espasa-Calpe, 1967). Ha sido uno de los mejores regalos que en vida he recibido.
Por muchos años ha permanecido en mi biblioteca como obra de consulta su libro, ¨Manual de Diagnóstico Etiológico¨, 1940, donde están asentados 6228 temas o dudas diagnósticas; es cierto, poseo la 9ª edición de 1953, pero existe otra actualizada de 1984 en conjunción con el profesor Alonso Balcels. Dentro de la magna obra, se deja colar la candidez… Por ejemplo, hablando de herpes sintomáticos de algunas enfermedades infecciosas, donde dice que cualquier fiebre puede acompañarse de herpes simple -o ¨llaguitas¨, como las llamamos en Venezuela-, reseña una deliciosa alusión de Cervantes en Los Trabajos de Persiles y Sigismunda (1616), su obra póstuma –escrita 4 días antes de su muerte-:
¨Cuán, grande fue de amor tu calentura,
pues salieron señales en tu boca¨.
Y al continuar hablando de candideces, se aposenta en mi memoria el recuerdo del inicio de nuestro curso de tercer año. Como párvulos fuimos llevados por uno de nuestros instructores en fila de a dos en dos para que conociéramos el Hospital Vargas de Caracas, casona donde dejaríamos atrás los cadáveres, descubriríamos al humano enfermo, atisbaríamos cuan laberíntico es y afianzaríamos nuestra vocación de servir, o lo que es lo mismo, de ser médicos. Íbamos todos alegres y bulliciosos transitando los pasillos hasta que el guía, al pasar frente a la Sala 1 de Cardiología, llevando su índice derecho alzado sobre sus labios, nos dijo en queda voz,
-¨No griten, que aquí están hospitalizados los cardiópatas…¨ y el empático silencio, se hizo. Nada que ver con la falta de consideración y la palabra obscena del hogaño presenciada a diario en el mismo lugar y cincuenta y pico de años después …
Era una época en que, aunque fuera de forma velada, el vulgo y los médicos insistían en la importancia de las emociones en la génesis de un ataque cardíaco. Por eso especialmente con el cardiópata, debíamos tener mucho tacto y consideración para no perturbar su ánimo delicado y quebrantable. Se nos mencionó el paradigmático caso del famosísimo escocés John Hunter, cirujano y anatomista, médico del Rey Jorge III, y padre de la aproximación experimental a la medicina, malhumorado e intransigente como el que más, nacido en 1728 y fallecido bruscamente a los 65 años de un ataque cardíaco el 16 de octubre de 1793, cuando sostuviera una agria polémica sobre la admisión de unos estudiantes al Hospital San Jorge de Londres. Conocedor de su dolencia, solía decir que, ¨Mi vida está en las manos de cualquier patán que decida alterarme¨. El episodio de la muerte cardíaca de Hunter, se produjo durante un período de creciente comprensión de la relación entre la angina de pecho y la enfermedad arterial coronaria. Aunque esta asociación fue reconocida por primera vez por Edward Jenner (1749-1823), sí, el mismo de la variolización, y su pupilo, quien comprendiendo en vida la enfermedad de su maestro, mostró otro cándido episodio producido cuando en consideración a su amistad y agradecimiento, mantuvo en secreto y sin publicar su observación hasta que aquel falleciera. La autopsia de Hunter mostró, efectivamente como en otros de sus casos, que sus arterias coronarias estaban calcificadas y obstruidas.
Fue también en tiempos de mi niñez médica, cuando ante la sospecha de una angina de pecho o isquemia miocárdica, se insistía no sólo en el dolor característico, su descripción por el paciente atendiendo también al lenguaje gestual revelador durante la descripción (Figura 5) y a las variantes del dolor, tal como había sido descrito por William Heberden (Londres, 1710-1801), en su libro ¨Some account of a disorder of the breast¨ (1772), (Figura 6), sino también en el angor animi o sensación de muerte inminente que le acompañaba… Es de hacer notar que en la medida en que la medicina se ha ido haciendo cada vez más materialista e inhumana, este componente realmente humano de la vivencia dolorosa y no existente en otros tipos de dolor precordial, ya no es más interrogado.
El verdadero legado de Heberden fue la aplicación de los ingredientes esenciales de la medicina en la práctica: el arte de la observación, el análisis agudo de lo que se observa y más importante aún, la compasión por los pacientes.
Tanto que estudiamos, tantas horas que dedicamos a ser buenos historiadores de nuestros pacientes, tantas horas consagradas a hacer erudito nuestro oído interpretando el enigmático lenguaje de la enfermedad y a escuchar los rumores del descalabro que produce, a sensibilizar nuestras manos para extraer del interior del paciente aquellas verdades que la enfermedad oculta, parece que ahora carecen de sentido. Y entrado ya el otoño de nuestras vidas, como la lluvia que borra el rastro, parece que lo aprendido en décadas se volvió transparente, antigualla superflua, inadecuada, demodé… La tecnología, como fagocito ayunoso, va engullendo todo aquello que ella misma ha creado haciéndolo inoperante para vendernos otro aparato, otra versión última e inacabada que espera por ser también devorada. ¿Será que aquella pregunta fantástica que se hiciera Marañón al interrogarse y contestarse?, ¨¿Cuál ha sido el invento que más ha hecho progresar la medicina? ¨, y sin dilación, él mismo contestándosela, ¨¡La silla…!¨ (Figura 7), en alusión a ese lugar donde médico y paciente somos enseñados, donde el uno aporta para que el otro interprete en términos de diagnóstico y pueda ayudar…
Pero alguien del lado de la técnica, siempre en pugilato con la clínica, viene en nuestro auxilio. Veamos un caso de protuberante actualidad: El ultrasonido diagnóstico (US) quiere, como la palpación y auscultación, formar parte del examen rutinario del paciente. A este punto se consagra un editorial del doctor Saurabh Jha en la prestigiosa revista New England Journal of Medicinedel 10 de abril de 2014, relacionado con su empleo, una exploración seductora e inocente que puede ser peligrosamente imprecisa; desde su punto de vista el empleo indiscriminado del US de cabecera y su fabricación de equívocos, vendrá de la mano y traerá otros estudios de imagen como la resonancia magnética. Establece el terreno perfecto para crear lo que llama, víctimas de lamedical imaging technology (v-o-m-i-t), que terminan sin embargo recibiendo la radiación que se intentó no utilizar. Finaliza diciéndonos, ¨Olvidémonos del ultrasonido, antes bien, realicemos una historia y examen apropiados¨.
Acuña Herbert Fred, M.D., profesor del Departamento de Medicina Interna de la Universidad de Texas, Houston, el término ¨hyposkillia¨ en referencia a la deficiencia de habilidades y destrezas de nuestros nuevos médicos, condición mediante la cual ya no son capaces de tomar una historia médica adecuada, no pueden realizar un examen físico confiable, no pueden valuar críticamente la información que reúnen, no pueden crear un plan de trabajo racional, tienen poco poder de razonamiento y se comunican muy mal. Por otra parte, raramente pasan tiempo suficiente para conocer a sus pacientes porque son rápidos para tratar a todo el mundo y en consecuencia, aprenden nada sobre la historia natural de una enfermedad… Por ello y siguiendo nuevamente a Fred, se privilegia el ¨tenesmotecnológico¨ o urgencia incontrolable del médico para indicar métodos sofisticados de diagnóstico saltándose la anamnesis y la aproximación compasiva al paciente, al tiempo que expresa su causa: ¨La tiranía de la tecnología es producto de una educación insuficiente…¨.
Los médicos viejos tenemos el deber de rescatar para nuestros alumnos el precepto de Hipócrates, ¨Observa y registra¨. El uso de los sentidos y el plasmar lo que se observa y lo que se escucha en términos claros y simples.
Así como el astrolabio precedió al sextante, «La práctica —según las palabras de William James— puede cambiar nuestro horizonte teórico, y puede hacerlo de doble modo: puede conducir a nuevos mundos y suscitar nuevos poderes. El conocimiento que nunca lograríamos permaneciendo lo que somos, acaso sea alcanzable por consecuencia de poderes más elevados y una vida superior, esa que podamos lograr moralmente».
La vida de un médico es siempre perseguir, proseguir, estudiar la vida y vivirla intensamente e interrogarla, disfrutar las cosas sencillas y enseñar a otros a hacerlo, estudiar, comprender el pasado, pensar en presente (hic et nunc) y quizá, atisbar el futuro, meditar y preguntar continuamente a la muerte, aprender de ella e intentar retorcer sus designios sin perder de vista el propio Memento mori: ¨recuerda que morirás¨…
¨¡Guarden la compostura y bajen la voz! ¡Estamos pasando frente a la sala de los cardiópatas…! ¨ La voz de un joven médico que nos guía, alto, con anteojos redondos de carey, carrera perfecta a la izquierda y cabello engominado, suavemente nos conmina al tiempo que se lleva el dedo índice extendido verticalmente sobre sus labios cuando pasamos frente a la Sala 1…
Corría el año 1957. Tercer año de medicina. Nuestro primer día en el Hospital Vargas de Caracas, el sacrosanto templo de la medicina nacional, luego de haber pasado por la anatomía y fisiología, histología, bioquímica y fisiopatología, microbiología, parasitología y farmacología, apertrechados con un bagaje suficiente de conocimientos y términos médicos –al finalizar nuestra carrera, ¡cincuenta y cinco mil palabras habríamos acumulado en nuestro banco cerebral de memoria!-; todo, para poder seguir nuestra marcha hacia adelante y ser aceptados por nuestros pares y pacientes…
Se entendía que, para entonces, hasta el ruido de nuestra vocinglería alegre y juvenil podía trastornar el cansado corazón de aquellos heridos en la noble fibra del miocardio. Y con esa nota de consideración hacia el desvalido que yacía entre blancas sábanas, iniciaríamos el comienzo de nuestra comprensión del enfermo, más propiamente del hombre enfermo. Algo más que órganos, aparatos y sistemas… Era el primer peldaño para acceder a las clínicas: con la semiología: el aprendizaje del significado de los síntomas y de los signos, y de la semiotecnia: el arte de ponerlos de manifiesto, de sacar hacia el afuera el enemigo aposentado en el adentro. Nos faltarían luego 3 años más para que esa enseñanza escalonada y cada vez más compleja, como los frutos, alcanzara su sazón, su punto, su madurez…
Veíamos el ejecutar de los grandes profesores con sus níveas batas. Sentíamos tanto respeto que rehuíamos sus miradas, a veces cargadas de reproche, otras compasivas ante nuestra insipiencia. ¡Esto ya no es juego de niños! ¡Esta no es una carrera para flojos ni espíritus pusilánimes! Allí aprenderíamos los cinco preceptos a cumplir de cara al enfermo: El diálogo diagnóstico y sanador o anamnesis, la observación o inspección, la palpación, la percusión y la auscultación. ¿Cómo? ¿Sólo eso…? Luego de más cincuenta y seis años de haberme graduado, aun cuando parece fuera de sitio en pleno siglo XXI, somos fieles a sus preceptos, lo seguimos ejecutando y seguimos aprendiendo…
¿Cómo lo hacen? -nos preguntábamos-, ¿cómo mirando sólo al enfermo, su facies, su posición en la cama, su piel, su respiración, las venas del cuello, su pecho descubierto, su abdomen surcado de venas, de un vistazo tienen acceso a una información que parece surgir como por arte de magia, tan fácilmente, como de la nada…? ¿Fácilmente? A lo Sherlock, eran muchos años de entrenamiento en comprender el fiel, pero críptico lenguaje o lamento de los órganos y sistemas aporreados por la furia de la enfermedad.
-¨Mi nombre es Sherlock Holmes. Mi negocio es saber lo que otras
personas no saben¨
Sherlock Holmes
Recuerdo con especial veneración al doctor Otto Lima Gómez, Jefe de la Clínica Médica y Terapéutica A, todo un Maestro; él fue el responsable de que me desprendiera de mi amado grupo de la ¨M¨, asignados al Hospital Universitario de Caracas. Pedí mi traslado al Hospital Vargas de Caracas en quinto año de medicina. Ello fue para mí un renacer, un presenciar y absorber una medicina diferente y auténtica, muy clínica, muy científica y, especialmente, muy humana. Oí por primera vez la frase hipocrática, ¨Primum non nocere¨ -primero, no hacer daño-; me enteré de que existían Ludolf Krehl (1861-1937), Viktor von Weizsäcker (1856-1957) y Michael Balint (1896-1970), padres de la medicina antropológica, aquella que toma en cuenta el ser entero, su biografía al momento de la eclosión de la enfermedad y rogaba por un vínculo maduro y afectuoso con el enfermo.
Otros también conocí, la ida precozmente, doctora Estela Hernández, también me marcó por su puntillosa rectitud, compromiso y amor por el estudio y por sus pacientes y alumnos. Pero no se quedó ahí, ¡Pude quedarme en el Hospital! Entre 1961 y 1963 realicé mi internado rotatorio y mi residencia hospitalaria de medicina interna en el servicio de Gómez, lo cual apuntaló aún más mi deseo de ser internista e introyecté muy adentro de mi ser, todo cuanto me habían enseñado y había visto incluidas mis lecturas, no solo de medicina, sino de las humanidades, tal como preconizaba sir William Osler, padre de la medicina interna.
Hubo muchos otros profesores, amigos y consejeros; y ya Instructor por Concurso de Clínica Médica, ahora en la Cátedra Clínica Médica y Terapéutica B, con el doctor Herman Wuani Ettedgui a la cabeza, padre bueno, bondadoso y desinteresado. ¡Cuánto aprendí la necesidad de conocer al dedillo no sólo las drogas que recetaría, sino también sus efectos colaterales y sus interacciones, tantas veces responsables de nuevos síntomas insospechados en el paciente!
Quedan afuera muchísimos otros que dejaron una impronta en mí ser y una gratitud insospechable, como no fuera el hacer y trasmitir sin mezquindad lo que ellos me enseñaron con bondad: como deber ser y como se deber hacer…
En razón de la nube negra del desprestigio aposentada sobre la clase médica norteamericana, materialista y deshumanizada, en la década sesenta se afirma que la American Medical Association, intentó maquillar y exaltar su figura a través del financiamiento de series televisivas con personajes de ficción que enaltecían la labor del médico. En la mayoría de ellas, el protagonista se hacía acompañar por su maestro o por un alumno, portando un estetoscopio, símbolo de la profesión médica. Suerte de héroe que salva vidas, pero a diferencia de las series western, en vez de utilizar un revolver o enseñar la placa que representa a la ley, usa el bisturí y la bata blanca como símbolo de autoridad.
Surgieron, entre muchas otras, James Kildare (1961-1966) interno del Hospital Blair General, donde aparte de perfeccionar y adquirir experiencia en su profesión, se interesaba vivamente en los problemas de sus pacientes, llegando a involucrarse con ellos. Se ganó el respeto de su superior el doctor Leonard Gillespiecon quien mantenía una relación paterno-profesional.
Le siguió Ben Casey y su mentor, el doctor David Zorba (1962-1966), serie conocida por su apertura icónica donde una mano diseñaba símbolos en un cuadro negro: ¨Hombre, mujer, nacimiento, muerte, infinito¨.
Otro personaje lo constituyó Marcus Welby (1969), médico chapado a la antigua; trabajaba en su casa de Santa Mónica, California; no obstante, tras sufrir un infarto cambió su vida y su práctica, viéndose obligado a laborar con otro médico más joven, James Kiley y sus novedosos métodos de trabajo. Welby echaría de menos los días en que iba a casa de sus pacientes y era para ellos, más que un simple doctor, un sabio consejero. Todas estas series mostraban diferentes facetas del paradigma médico de la década sesenta, un ser humano rodeado por una aureola de entrega y humanitarismo. Hubo muchas series televisivas que tocaron el tema médico tratando de fomentar aquella admiración perdida…
Luego entre los años 2063 a 2379, hasta surgió un médico diferente y del futuro, Leonard Horacio MacCoy un personaje de Star Trek (Viaje a las Estrellas, 1966), donde era el Oficial Médico en Jefe a bordo de la nave estelar Enterprise bajo el comando del Capitán James Kirk, quien le puso el apodo de «Bones«. Hacia el año 2267, McCoy recibe la Legión of Honor. En la serie original, era uno de los tres personajes principales, representaba la emoción humana como personalidad opuesta a la disciplina lógica de Mister Spock, que dotado de una gran compasión, era también bastante gruñón, supersticioso, y temía de forma irracional a las nuevas tecnologías.
El aplastante materialismo a ultranza de los últimos cuarenta años terminó por echar por tierra cualquier intento de remiendo de la figura del médico, que definitivamente había caído del pedestal donde en el pasado la sociedad le había colocado por su peso humanitario y su desprendimiento…
¡Nuevos y gélidos tiempos acaecen, donde la consigna de quien ahora fija el rumbo de la medicina mundial parece ser, Time is Money!; así, que con don Francisco de Quevedo (1580-1645) podríamos también decir, ¨Poderoso caballero es don Dinero¨. Ya el médico que conocimos y con el que nos identificamos, no existe más. ¡No…!, no pudo amalgamarse al avasallante progreso técnico, frío y calculador, simplemente quedó fuera…
La medicina perdió su independencia, fue conquistada por y para las multimillonarias compañías hacedoras de píldoras, instrumentos de diagnóstico y una parafernalia de gadgets; inventaron nuevos conceptos de enfermedad para hacer del hombre saludable, un enfermo, temeroso y dependiente de vitaminas, antioxidantes y otros exabruptos. ¡Destruyamos el prestigio del médico ganado en buena lid y su compromiso y empatía con el sufriente!; ¡inventemos un nuevo paradigma, una máquina desconsiderada hacedora de diagnósticos por descarte mediante una sucesión de procedimientos sin rumbo y sin tino que nos dejarán dinero! Hagamos al médico esclavo de la técnica, esa que nosotros definiremos. Convenzamos al colectivo de que esa y solo esa, es la medicina; atiborremos la Internet y Google con mensajes distorsionados que de ciencia no tienen nada y habremos preparado el camino a la medicación innecesaria y abusiva… Inventemos pues al doctor Gregory House, especialista en enfermedades infecciosas, ¨brillante diagnosticador¨, omnimédico -fluente en todos los dominios de la medicina-, cínico y frío, calculador, proclive a la técnica abusiva y al empleo de fármacos adictivos y adicto él mismo; grosero, indiferente, despreciativo y que manifiesta un desgarrante distanciamiento emocional con sus pacientes a quienes tilda de mentirosos cuando su comportamiento traspasa la frontera hacia lo antisocial; de talante desconsiderado y peligroso, quien se brinca a la torera el paso inicial de toda relación médico paciente como es el diálogo diagnóstico o anamnesis –ya de que fomenta la cercanía y de por sí sanador-, y guiador de lo que deberá hacerse después de un examen físico integral, pero dirigido con tino donde la queja se aloja y señala.
Luego vendrán los exámenes que ¨complementarán el diagnóstico¨, no esos llamados exámenes paraclínicos que parece que corrieran en retahila a la par del dolor sin cruzarse con él. Así que no deja de causarme sentimientos encontrados, de dolor y tristeza, de admiración y repulsa, de rechazo y duda la serie de aventuras de Housey sus desprevenidos enfermos. Él y su grupo de fellows y uno que otro adjunto, van tras el diagnóstico del paciente, sin parar mientes en la cantidad de actos iatrogénicos que en su búsqueda van produciendo: Exámenes de la más elevada tecnología, biopsias, endoscopias, resonancias y hasta biopsias cerebrales estereotáxicas suplen el diagnóstico diferencial que solemos hacer, producto del estudio, del conocimiento y de la experiencia. El médico moderno que nuestra era propugna es hijo de la máquina, que desde luego cosifica al paciente al cual transforma en objeto, en cosa susceptible de venta, en mercancía, que carece de individualidad pues sale de una correa de ensamblaje en serie, para ser asalariado del estado o de compañías de seguros, despojado de su naturaleza humana pues solo es fuerza de trabajo y el paciente su objeto… Es como el médico integral comunitario que nos legó Cuba y que producimos por miles, un simple técnico sin pasado, esfuerzo impersonal que no tiene conciencia de la obra que realiza, donde la función sustituye al fin; es un mecanismo que avanza desde ninguna parte y hacia ningún lado… Produce terror el pensar que alguna vez conozcamos a House en el rol de pacientes; de ser así, sufriríamos su desdén y sus burlas; el dolor producido por un médico frío y sin escrúpulos; el que nos ignora como personas y el que piensa que siempre mentimos. A decir verdad, no entiendo el fin didáctico que persigue la serie.
¿Será acaso hacernos sentir que esa medicina materialista y cosificadora proveniente del ámbito de la malhadada palabra ¨manejo¨?, ¿Será la única que tendremos? ¿Será que tocar al enfermo y extraer sus secretos con los cuatro sentidos restantes carece de todo valor? ¿Será el prepararnos sutilmente para manipular nuestra función de médicos y aceptar que los pacientes necesitan de más y más tecnología, de más y más drogas? ¿Será para convencernos de que existen allá, portentosos aparatos para ser utilizados y que debemos exigir que se usen sobre nosotros…? Por último, ¿será que los tecnócratas han decretado la muerte de la curación por la palabra como principalísimo recurso terapéutico que ha sido desde la Grecia clásica 2500 años atrás…? Es este el nuevo paradigma que el dinero y la ambición nos ha vendido…
En suma, House, en mi opinión, constituye uno de los dramas menos realistas alguna vez transmitidos por televisión, pues la medicina en su más profunda naturaleza es un compromiso y un desafío intelectual, espiritual y emocional; la palabra del médico fue y sigue siendo a la vez instrumento de curación, creación y comunicación; de curación, como el más potente agente curativo desde la catarsis hipocrática al diálogo psicoanalítico.
Mi actividad como ¨escritor¨, si es así como pudiera llamarse una simple afición, comenzó ya hace muchos años cuando esporádicamente enviaba artículos a la prensa, especialmente al Diario El Nacional, casi todos con un tono de amarga denuncia referente a las carencias de mi Hospital Vargas de Caracas; tantas décadas después todavía insatisfechas… Un día de 1988, recibí una llamada de la redacción del desaparecido Diario de Caracas, donde se me pedía colaboración para un segmento dominical llamado ¨El Especialista Invitado¨, que formaba cuerpo con la Revista Magazine insertada en dicho periódico. Cuando inquirí acerca del ¿por qué yo?, se me dijo que había sido recomendado por el doctor Augusto León de la Academia Nacional de Medicina en la certeza de ¨que lo haría muy bien¨. Recibí el comentario y la invitación con el orgullo del alumno a quien su antiguo maestro le reconoce un don que él mismo ignoraba. Allí escribí por poco tiempo pues el diario y la revista desaparecieron sin dejar rastro.
Posteriormente, a pedido del doctor Andrés Mata Osorio, Director del Diario El Universal de Caracas y ocasional compañero de trote, comencé a escribir una columna sabatina de salud para la comunidad, que, empleando el más hermoso dictado de la escuela hipocrática llamé, ¨Primum non nocere, Primero no hacer daño¨. En una carta del 18 de agosto de 1992 recibí un espaldarazo del escritor Ibsen Martínez, quien así se expresó, ¨percibo en su columna algo que va más allá de la intención divulgadora y que me atrevo a llamar ¨perplejidad fecunda¨ ante el fenómeno humano…¨ Y desde entonces no he parado, he continuado escribiendo, siempre dándole gracias al Señor por permitírmelo y disponer de algún público que me lea y disfrute de mis escritos…
Debo dejar sentado que no me atrae para nada el tema político, quisiera escribir solo de medicina y de los dramas y verdades de mis pacientes y el impacto y congoja que ellas producen en mi ser; ha sido para mí un deber señalar las injusticias agravadas contra mis enfermos pobres y desamparados del Hospital; sin embargo, me he visto obligado a sumergirme en las turbias aguas de lo político porque considero una obligación moral y ciudadana teclear cuartillas en mi computadora contra la injusticia deparada por la intromisión castro-comunista desde 2001, cuando dirigiera a través del Diario El Universal una carta abierta al embajador cubano. De allí en adelante he ejercido mi libertad de pensamiento publicado en forma semanal, y mis artículos han sido bienvenidos, al punto de que me han concedido inmerecido sitial preferencial en día domingo al lado de reconocidos columnistas.
Los médicos somos espectadores de diversas aristas de la vida; los salientes dramáticos del existir no nos son para nada extraños; hasta podría decirse que nos persiguen. A lo largo nuestro ejercicio profesional, muchos médicos hemos observado tal vez con gran interés, con malicia o con desdén, hechos inusuales, extraños, curiosos, risibles e inclusive grotescos o extravagantes, que, por carecer del rigor científico que se nos exige al publicarlos, bien por su contenido o su crudeza, pocas veces son compartidos con otros colegas y el público general. A veces porque el lenguaje utilizado no es el socialmente aceptado, o porque los hechos tocan tabúes sociales, o simplemente porque pensemos que no interese a nadie lo que hayamos vivido.
La doctora Rita Charon acuñó el término ¨medicina narrativa¨[1] referido a las habilidades que permiten reconocer, asimilar e interpretar las historias de enfermedad y ser conmovidas por ellas; afirma que la medicina actual, aunque muy competente en términos científicos, en muchas ocasiones no puede ayudar al enfermo a luchar contra la pérdida de su salud, pues por nuestra formación somos incapaces de escuchar y ayudar a los pacientes y a comprender más y mejor los padecimientos de la enfermedad que van mucho más allá de los síntomas de la misma y de nuestra capacidad de empatía.
Podría entonces uno preguntarse, ¿Por qué la lista de médicos escritores en tan vasta? ¿De dónde proviene esa vena de escritor que nos posee a muchos médicos? ¿Por qué escribimos tanto? ¿Por qué nos sentimos compelidos a poner en palabras los dramas y alegrías que nos depara nuestro apostolado? Don Pedro Laín Entralgo (1908-2001), médico, historiador, ensayista y filósofo español intentaba una explicación al escribir en 1973: ¨Por mi parte, y aun sabiendo que mi idea no pasa de ser una provisional hipótesis de trabajo, me atrevo a pensar que los móviles del médico-novelista español pueden tipificarse mediante la siguiente serie de propósitos: evasión (la del médico que hace literatura, como podría pintar o cazar, para olvidarse de partos y sajaduras); ilustración (la de quienes pretenden enseñar al vulgo, y lucirse de paso en la suerte […]); utopía (la de aquellos adelantados de la actualísima ciencia-ficción […]); denuncia (la de quienes, a la vista de la injusticia política y social que con tan dramático relieve muestra a veces la enfermedad, pintan con crudas tintas la áspera realidad humana que les rodea); y redención (el propósito de los que enderezan su denuncia o protesta al logro […] de un mundo en cuyo seno imperen la justicia y el amor) ¨.
Y es que el contenido de nuestras vidas está teñido de accidentes conmovedores en medio de un ambiente melancólico de angustias y emociones como son el sufrimiento, la pobreza, la exclusión, la injusticia, el dolor y los linderos del tema de la muerte; y así, la afición a escribir es lógica consecuencia del rico repertorio por donde los clínicos paseamos nuestra cotidianidad, pues aunque como otros somos espectadores de la vida, la vemos en un plano distinto al tener más ocasiones de presenciar el lado dramático del existir necesitando además, expresarnos ante la injusticia que nos rodea, que trata de alcanzarnos y hasta logra hacerlo; así que consideramos que escribir suele ser un acto creador, una reacción compensadora y saludable.
Nunca me canso de agradecer a mis pacientes cómo me han hecho madurar como ser humano y como médico; reconocer cuan enriquecido llego a diario a mi hogar luego de haber representado junto a ellos y en el tablado sin espectadores de mi consultorio, parodias, tragedias, comedias y tragicomedias; sublimes experiencias para ser contadas y puestas por escrito…
¡Qué don tan maravilloso el que nos ha sido dado a los médicos y sin pedirlo…! Atravesamos con profundo respeto el dintel de la intimidad de nuestros enfermos gracias a su bondad y su confianza en nosotros. Lo menos que podemos hacer para ser dignos de ellas, es acumular esos retazos vivenciales para que formen una colcha con cuadros de risas y tristezas, alegrías y pesares, sentimientos de orgullo por el deber cumplido, pero también, de extrema culpa por tantas fallas acumuladas… El lado dramático de la vida del enfermo es en ocasiones sólo presenciada como un hecho de interés científico, sin resonancia afectiva; su sufrimiento no es compartido ni su soledad acompañada en medio de la multitud; de no entenderlo estamos condenados a un ejercicio llano y homogéneo, a un insípido pasar por la vida…
Leamos pues con detenimiento el drama de un día cualquiera en la vida de un médico, el de Dulcinea, mi paciente…
[1] Charon R. Narative Medicine Honoring the Stories of Illness. Oxford: Oxford University Press; 2006.
Lazos de amistad han atado nuestras vidas por más de 10 años. Amistad fundada en el afecto y respeto mutuos. Ella ha sido leal conmigo y a mi vez, al curarle, he tenido cuidado de no infligirle más daño. Me visita periódicamente y cada vez, me obsequia con las mismas quejas. Para ser sincero, ni mis pobres conocimientos ni mi esfuerzo, han podido resolverle ninguno de sus achaques y me he preguntado por qué aún no ha cambiado de médico, y el por qué, siempre risueña me saluda…
[1] De mi libro, ¨Primum non nocere, primero no hacer daño. Vivencias de un médico del Hospital Vargas de Caracas¨, Clínica El Ávila, 2004. P. 623-629.
Numerosas enfermedades crónicas, irreversibles e insolubles, se encuentran claveteadas a sus 85 años; “tejas rodadas” —las llamo yo—, consecuencias del uso y del abuso de tantos días con sus noches, de tanta lluvia y sol ardiente tolerados. Cada vez que he pensado en subirme a su frágil techo a cogerle esas goteras del tiempo, dudas y temor he sentido. Me preocupa y me detiene el que a pesar del esmerado cuidado que ponga al hacerlo, no lo logre, y lejos de poner en su sitio aquellas dislocadas, a lo peor, le quiebre muchas otras en el intento… El sentido común y lo rajadizo de su condición de anciana, así parecen imponérmelo. Si no le voy a solventar sus problemas de salud en forma efectiva, ¿para qué crearle otros peores? Nunca me he arrepentido de mi cautela y parquedad en los remedios que le he indicado: ¡mientras menos y por el menor tiempo, ha resultado mejor! Obesidad, enfermedad degenerativa y dolorosa de las grandes coyunturas que soportan peso, esa llamada artrosis: rodillas y columna lumbar, un corazón que por épocas late revuelto y rocanrolero, estreñimiento pertinaz, insomnio, tensión sistólica alta, pero especialmente, una degeneración macular relacionada con la edad, son parte del largo muestrario de sus aflicciones. ¡Goteras agavilladas para ponerle zancadillas a una vida feliz!; pero ella, no ha hecho de la hojarasca bullanguera el centro de su vida; antes bien, ha llevado su plomizo lastre con dignidad, resignación, objetividad, paciencia y una perenne sonrisa en sus labios…
Alguien me pidió que pesquisase una causa general, ¨circulatoria¨, para su deterioro visual. ¡Nada que ver! Antes llamada senil, a esa degeneración macular se la relaciona ahora con una misteriosa noxa empalmada al paso de muchas lunas, porque no sólo los seniles la sufren. Es una suerte de maldición desconocida, un conflicto entre espectros de luz dañina y falla de antioxidantes, dirigida hacia ese sitio tan importante como vulnerable de la retina: la mácula lútea, así llamada por el color amarillento que exhibe en el ojo del cadáver.
Llamémosla Dulcinea Carialegre, mujer muy querida de su marido fallecido que fuera, con sus cacheticos de arrebol y un toque alegre siempre prendido a su rostro, había perdido irremisiblemente su visión central, y nada podría hacerse por traérsela de vuelta. Pero por fortuna, conservaba y conservaría su visión periférica y nunca se quedaría totalmente ciega.
Al leer mis palabras, cada letra que usted va identificando está siendo enfocada y rastreada nítidamente en la fóvea de sus máculas, una pequeña depresión de un milímetro de diámetro ubicada en la retina central de sus ojos; yo la llamo la ¨abeja reina de la colmena¨, esa, perteneciente a una casta de abejas melíferas, única hembra fértil que pone huevos fecundados; gracias a su existencia la colmena es presencia que vive y palpita; gracias a la otra, el hombre con ayuda de su inteligencia y libre albedrío, plantó su huella en la luna. Ungida por los dioses, fue destinada a ser el asiento de la mayor exquisitez visual. Pero al leerlas, también podrá notar que al mismo tiempo puede ver toda la página del periódico, aunque sin tanta nitidez. A esto último llamamos visión lateral o periférica, mediada por el resto de sus neuronas retinianas. La claridad con que lee mis palabras se debe a que sus fóveas están sanas. De dañarse, el área central de lectura sería —según el caso—, velada, difusa, oscura, distorsionada o totalmente negra, así que no podría leerme o la haría con mucha dificultad… Tal era la lastimosa situación de Dulcinea, un boquete negro en el centro de su campo de visión…
Los médicos ignoramos el por qué adultos mayores desarrollan esta limitante condición, que poco tiene que ver con el estado circulatorio general del individuo y mucho con el continuado desgaste orgánico. La fina estructura que forma el revestimiento más interno de su ojo: la retina, es una prodigiosa membrana muy sensible a cambios en su metabolismo y aporte sanguíneo. No sabemos por qué comienzan a crecer desde la coroides -otra membrana que colinda externamente con la retina-, vasos anormalmente frágiles, endebles y entrometidos, justamente debajo de la retina central y de la fóvea. Y son defectuosos porque son un mal continente para la sangre al permitir con su ruptura, su escape, un derrame purpurino que destruye los elementos nobles de la retina: los fotorreceptores, la película fotográfica de la retina, células especializadas para captar luz, color, textura, en fin, imágenes, las cuales son dañadas a permanencia, y una vez que pone en marcha este proceso no parece haber quien la detenga.
En ocasiones el oftalmólogo destruye estos finos vasos, vainosos e invasores, quemándolos con rayos láser; pero dada la cercanía al área de mayor definición visual puede transformarse el tratamiento —cuando es conducido por manos desatinadas— en un verdadero desastre… En otras personas afortunadas nacidos décadas después que Dulcinea, se ha permitido su detección más temprana y el que pueda inyectarse dentro del ojo mismo una sustancia, una familia de anticuerpos monoclonales llamados antiangiogénicos, milagro de la ciencia y la tecnología, que inhibe su crecimiento, que hace retroceder e involucionar los vasos descarriados… pero, la duración de su efecto es finita y debe inyectarse nuevamente en cerca de un mes por tiempo indefinido…
Unos cinco años después de que Dulcinea perdiera su visión central, un buen día y muy de pasada, me reveló que cuando fijaba su vista en algún sitio, comenzaba a ver ¨grupos de vaquitas pastando, grandes y pequeñas, marrones y con pintas blancas, en movimiento y hasta puedo reconocer a una que está amamantando su becerro…¨. La escena era vívida. Me acotó que cuando era niña solía ver cuadros similares en los paisajes bucólicos de la finca de su padre. En aquella, su aparición, sólo alcanzaba a reconocer las vacas criollas, no así las otras, las Holstein, que su padre también poseía. Bastaba con cambiar la posición de su mirada para que el pastoril y animado paisaje desapareciera. Pero a la inversa, por propia voluntad podía transportarse a la finca paterna, posando sus ojos fijamente a algún objeto.
-¨Además —prosiguió—, veo dos vírgenes… En mi colegio había dos estatuas muy lindas, una de la Inmaculada Concepción, con su túnica azul cielo y sus radiantes manos, y la otra, la Mater Admirábilis, una María adolescente vestida de rosado. Las dos son chiquiticas y se me aparecen una superpuesta a la otra…¨ Las escenas visuales eran disfrutadas plácidamente, y más que desconcierto o temor, ¨traían un consuelo a mi pena¨. Cuando una hermana supo lo que le ocurría, le dijo: -¨Yo te tenía por una persona cuerda, pero ahora me haces dudar…¨. Tres años transcurrieron antes de que Dulcinea me enterara con su sonrisa sempiterna y el ánimo sereno, del extraño fenómeno del que era partícipe…
Dulcinea alucinaba. Subjetivamente, percibía hechos inexistentes como si estuvieran allí mismo, frente a sus ojos. En las personas dementes, psicóticas o en los esquizofrénicos ocurre algo similar, voces o imágenes amenazadoras que te acusan o te agreden, te humillan y te aterran y son vividas con gran miedo y agitación del ánimo. Pero las de Dulcinea eran bienvenidas, sabía que no eran reales y nunca les había concedido mayor importancia, no tenían para ella la categoría de enfermedad. Por mi parte, tampoco me inquietaba su estado mental: ¡Siempre tan serena, tan ecuánime, tan aplomada! Me limité a oír su relato con fruición, a maravillarme con su revelación, a pedirle que me diera más y más detalles…, a diferencia de su hermana, por mi mente nunca pasó la idea de que Dulcinea estuviera enloqueciendo. No sería pues necesario, pedir la intervención de un psiquiatra, inundarla con tecnicismo inútil y costoso: tomografías o resonancias magnéticas de su cerebro, y mucho menos indicarle peligrosos tranquilizantes o antipsicóticos para tratar MI ansiedad, que no la suya… En su relato yo había reconocido a un viejo reputado, ¡al síndrome alucinatorio de Charles Bonnet!
En la próxima entrega, tal vez les relate cómo conocí a este antiguo amigo…
Las visiones placenteras de Dulcinea…
Parte II
¿Qué cómo conocí a Charles Bonnet? ¡Caramba…! Me obligan a retroceder en el pasado: más de una cincuentena de años atrás, cuando todavía los oftalmólogos extraían las cataratas que robaban la visión de sus pacientes lujándolas con una pequeña ventosa y luego, los enviaban a la sala a yacer inmóviles en sus camas y con los ojos vendados por espacio de cuatro o cinco días, a objeto de permitir que cicatrizaran las toscas heridas infligidas por gruesos cuchilletes en los delicados tejidos oculares. La tecnología de entonces, con sus burdas agujas e hilos de seda virgen poco sofisticados, no podía darse el lujo de la cirugía ambulatoria de hoy día donde el paciente es operado por la mañana y enviado de vuelta a casa en la tarde…
Mi segunda casa, mi querido hospital Vargas, mudo espectador de triunfos y tragedias de médicos y pacientes…
Estudiante de medicina que yo era, muy jojotico, curioso y maravillado por ese nuevo mundo que comenzaba a transitar, fui aventado por mi recordado hermano Fidias Elías, también estudiante entonces, al Servicio de Oftalmología del Hospital Vargas de Caracas. No supe ni porqué estábamos allí… Tiempos dorados aquellos de mi queridísimo Hospital… A ambos costados de la limpia y brillante sala, se alineaban camas y pacientes. Algunos conversaban amenamente y sin estridencias, esperando por su cirugía; otros, recién operados de cataratas, más parecían hileras de muertos de un funeral colectivo: Espalditendidos, inmóviles, con los ojos cubiertos por vendajes y la sábana blanca lisita cubriéndoles hasta a la altura de las tetillas… Pero no, estaban muy vivos y conscientes de que cualquier movimiento podría causarles pérdida de la operación y de la visión. Quizá sumergidos en oscuras cavernas, incomunicados visualmente, abandonados al silencio cerebral y sus rebullones: pájaros de mal agüero, a sus propias fantasías, esperando por el momento en que se retirarían las vendas. Y fue precisamente allí cuando ocurrió el fenómeno:
Una algarabía nacida en la cama 8 atrajo nuestra atención. Dos médicos y una enfermera, trataban vanamente de sujetar y tranquilizar a un viejecito que ya tenía cuatro días de operado e intentaba incorporarse de su cama. Hacía enérgicos movimientos tratando de quitarse de encima algún invisible ente. Sufría de alucinaciones visuales complejas, que describía como culebras que salían de las cabezas de gentes ilusorias y de su propio cuerpo, y aunque sabía que eran visiones imaginarias, intimidaban su ánimo. Siempre el mismo tema, en vívido tecnicolor, en movimiento… Sólo el sueño era capaz de abatir esas visiones inquietantes. Su estado mental, su memoria, su pensamiento abstracto eran completamente normales; igualmente, su condición emocional premórbida. Luego de mucho batallar con el ancianito, los médicos decidieron retirar los apósitos que cubrían sus ojos y de inmediato, a las encrestadas olas de aquel mar picado en medio de la tormenta interior, sobrevino la calma chicha…
Los galenos discutieron sobre la condición del provecto. Los lugares comunes y sus titubeantes comentarios no hicieron sino demostrar la superficialidad de sus conocimientos, su ignorancia sobre el drama que acababa de producirse y más triste y peor aún, ¡la poca curiosidad que en ellos el percance había despertado! Quizá recordando la certitud del dicho criollo, que ¨en pelea de burros no se meten los pollinos¨, mi hermano, tan versado como era en tantas cosas, optó por guardar silencio, observó y finalmente miró hacia mí, encontrándome boquiabierto, con los párpados desmesuradamente retraídos y muy sobrecogido por la situación que había presenciado. Con disimulo se acercó a mi oído y en queda voz me dijo…
-¨Rafa, ¡Te presento a Charles Bonnet y su cortejo sintomático…!¨
Charles Bonnet (1720-1793), naturalista y filósofo suizo, en su “Ensayo analítico sobre las facultades del alma” (1760) sostuvo que toda la actividad mental era gobernada por factores fisiológicos. En dicho estudio, describió las alucinaciones visuales experimentadas por su anciano abuelo, quien gozaba de excelente salud, pero cuya visión había perdido por causa de unas cataratas. El viejo veía personas, animales y otras formas inexistentes. Se recreaba con las apariciones y en ningún momento las confundía con la realidad. En una época donde muy poco se conocía sobre el asiento de los sentidos en el cerebro, Bonnet especuló que las imágenes eran originadas por la parte del cerebro a la que corresponde la visión… El oscurantismo premió su osado pensamiento con epítetos de fatalista y materialista. Y por fuerza del destino, más tarde él mismo se quedó ciego, debió abandonar la historia natural y dedicarse con gran fructuosidad a la filosofía, experimentando después, síntomas similares a los que aquejaron a su abuelo…
Desde aquel entonces, ha sido empleado el epónimo para describir alucinaciones visuales de naturaleza placentera o neutra, que ocurren en personas con claridad mental, sometidos a desprivación sensorial. Así, se le ha descrito en prisioneros de guerra en aislamiento; sujetos perdidos o con privación del sueño que realizan largos viajes en automóvil o avión; o a quienes se les vendan los ojos. Numerosas enfermedades visuales pueden evocarlo al enceguecer al paciente: cataratas, nubes corneales, glaucoma, desprendimientos de la retina y la atrofia bilateral del nervio óptico. Como en el caso de nuestra Dulcinea, la degeneración macular relacionada con la edad es capaz de inducirla hasta en 12% de los casos bilaterales. ¿Cuántos puede ver un oftalmólogo? Tal vez ninguno pues cuando algo se le antoja complicado envía al paciente al neurólogo o al psiquiatra…
El término alucinación puede ser definido como un síntoma en el cual una persona afirma ver algo o se comporta como si viera algo que otros observadores no pueden ver. Es posible que ocurra en personas sanas; así entre los niños preescolares, las alucinaciones con forma son muy comunes, y pueden llegar a ser tan sistematizadas, que el niño puede crear compañeros imaginarios, humanos o animales. El sujeto esquizofrénico con grave perturbación mental, siente que sus pensamientos son revelados y comunicados en palabras por gentes invisibles, creyendo que realmente existen perdiendo así, contacto con la realidad. A diferencia del sujeto normal, el componente auditivo (voces tenebrosas) está a menudo presente.
Vivaz, mi querida Dulcinea Carialegre, en su sombrío drama de adquirida ceguedad, descubrió, padeció y disfrutó el contrasentido del síndrome de Charles Bonnet. Bondadosa y confiada, me obsequió su intimidad, sus vaquitas, sus vírgenes y sus paisajes placenteros, señalándome de paso, otro de los muchos privilegios de ser médicos, el de poder asomarnos científica y humanamente a contemplar la compleja grandiosidad de la imaginería cerebral almacenada en nuestras neuronas y evocada por una forma de desprivación sensorial: La ceguera.
Las visiones placenteras de Dulcinea…
Parte III
Liliputienses y gente pequeña, personajes de dibujos animados bailando en tu escritorio, un soldado de la guerra civil en tu sala de estar, una cebra caminando por la calle. Por lo general, no es lo que esperaríamos ver con nuestros propios ojos. Pero para algunos, sucede casi todos los días … durante un año más o menos. Las «visiones» no siempre son complejas o extrañas. A veces pueden «mezclarse» con nuestra vida cotidiana. Un estudio de caso publicado recientemente en el Canadian Journal of Ophthalmology describió a una paciente con alucinaciones visuales de niños pequeños que aparecían en su visión. Ella no trató de hablar o interactuar con ellos de ninguna manera y nunca le hablaron. Ella no los reconoció. Sabía que no eran reales y no les tenía miedo, pero ahí estaban. Ella los vio, ¿por qué?
Macroadenoma hipofisario productor de defecto quiasmático en el campo visual
Resulta que tenía el síndrome de Charles Bonnet, una condición en la que las alucinaciones visuales son causadas por la reciente pérdida del campo visual … y, en su caso, un tumor cerebral, n macroadenoma hipofisario. Las personas que han sufrido pérdida de visión recién adquirida por afecciones oculares como degeneración macular relacionada con la edad, retinopatía diabética o cataratas, o por daño a otras partes de la vía visual en el cerebro, pueden tener nuevos defectos del campo visual como resultado, y, a veces, comienzan a «ver» cosas que realmente no están allí. Estas personas no tienen antecedentes de demencia o deterioro cognitivo, nunca han tenido alucinaciones en el pasado y no están tomando medicamentos que se sabe que tienen a las alucinaciones como uno de sus efectos secundarios. Por lo general, ningún otro sentido que no sea la vista (gusto, tacto, olfato u oído) se ve afectado en el síndrome de Charles Bonnet. Puede ocurrir tanto en los jóvenes como en los ancianos, ya que se han reportado casos de síndrome de Charles Bonnet en niños pequeños que sufrieron pérdida de visión por retinopatía del prematuro. En algunos casos, la pérdida de visión es solo para una parte de todo su campo de visión y su visión a veces puede permanecer tan nítida como 20/40.
En el raro caso del tumor cerebral descrito anteriormente, las alucinaciones visuales de la mujer resultaron de defectos bilaterales del campo visual temporal debido a la compresión del quiasma óptico por un macroadenoma hipofisario. Las alucinaciones fueron el resultado de que su cerebro trató de compensar las piezas faltantes recién adquiridas en su visión y las alucinaciones pronto desaparecieron después de que se realizó una resección quirúrgica del tumor. El síndrome de Charles Bonnet fue descrito por primera vez hace más de 250 años por…, lo adivinaron, Charles Bonnet, un filósofo, científico y escritor suizo que «escribió sobre las experiencias de su abuelo después que perdió la vista por cataratas y comenzó a tener ‘visiones’: podía ver patrones, personas, pájaros y edificios, que realmente no estaban allí».
Parece que, cuando una pieza del rompecabezas de su visión desaparece debido a un daño causado por una enfermedad ocular u otra causa, el cerebro se vuelve hiperactivo y trata de compensar el área faltante mostrando imágenes que ha almacenado a lo largo de los años. Para algunos, las imágenes son de niños pequeños, rostros, figuras animadas, personas vestidas con ropa de diferentes épocas o animales. Las imágenes pueden distorsionarse mucho en tamaño y, por lo tanto, la mente del observador las considera casi inmediatamente como «no reales». Aun así, están presentes. Tienden a ocurrir más cuando la persona está en un ambiente muy tranquilo, oscuro y no estimulante, como cuando está sentada sola o viendo la televisión por la noche. Los afligidos generalmente informan que no tienen miedo de estas visiones, pero a veces se las guardan para sí mismos por temor a que otros puedan ver sus alucinaciones como una señal de que están en las etapas iniciales de algún tipo de enfermedad mental o deterioro cognitivo, lo cual no es el caso.
Seamos realistas, el cerebro es muy bueno para rellenar activamente las piezas faltantes del rompecabezas de su visión, al igual que lo ha hecho toda su vida con la mancha o punto ciega naturalmente presente en sus ojos. El punto es causado por la falta de fotorreceptores que no recubren el nervio óptico, un área circular en el interior del ojo compuesta por fibras nerviosas de la retina que salen del ojo transmitiendo al cerebro la información de lo que estamos viendo. Dado que no hay fotorreceptores en esta área del ojo, no se ve ninguna imagen que caiga en el punto ciego. Sin embargo, el punto ciego es un defecto pequeño y de larga data del campo visual y nuestro cerebro está bastante acostumbrado a que esté allí. Él es muy eficiente para rellenar ese pequeño punto que falta en nuestra visión utilizando pistas de contexto y colores del campo visual adyacente o circundante, lo que hace que el defecto sea prácticamente indetectable y no perceptible para nosotros en nuestra vida cotidiana. La Mancha ciega fisiológica o de mancha de Mariotte: Corresponde a la zona que ocupa la papila o disco óptico, que al no tener fotorreceptores es una zona ciega. Se sitúa 12-15° temporal al punto de fijación, en su mayor parte por debajo del meridiano horizontal.
Sin embargo, puede encontrarse conscientemente la mancha ciega natural de su ojo haciendo la siguiente demostración.
Hagamos lo que descubrió Edmé Mariotte (Dijon, 1620 – París, 12 de mayo de 1684) fue un abad, físico y químico francés. Mire la imagen de arriba. Cierre el ojo izquierdo. Con el ojo derecho, mire el signo más. Coloca la cabeza a unos 20 centímetros del esquema. Mientras mantienes el ojo izquierdo en el signo más, mueve lentamente la cabeza hacia adelante hasta que el punto blanco de la izquierda desaparezca de tu visión periférica.
Siéntete libre de probar el otro ojo. Para eso, cierra el ojo derecho. Con el ojo derecho, mira la cruz blanca. Una vez más, coloca tu cabeza a unos 20 centímetros de distancia del dibujo. Mientras mantienes el ojo derecho cerrado, mueve lentamente la cabeza hacia adelante. El signo más a la derecha desaparecerá de tu visión periférica cuando alcance una cierta distancia de visión.
Las alucinaciones asociadas con la pérdida reciente del campo visual debido a daño en la retina u otro proceso de enfermedad ocular son usualmente temporales, durando hasta un año como máximo. Parece que una vez que el cerebro se acostumbra a la pérdida o cambio del campo visual recién adquirido, deja de tratar de compensar el espacio visual vacío con imágenes extraordinarias y las alucinaciones disminuyen. Las personas también pueden tratar de minimizar la frecuencia de las ilusiones al tener una iluminación adecuada en la habitación y mantenerse lo más activo y social posible. Incluso hay técnicas de movimiento ocular que se pueden usar para ayudar a que las imágenes no deseadas se desvanezcan. Algunos dicen que parpadear repetidamente o mirar de lado a lado hará que la imagen se esfume. Hablar con amigos, familiares y médicos puede ayudar a las personas con el síndrome a lidiar con el estrés y la confusión de tener estas alucinaciones visuales y también ayudarlos a descubrir las causas subyacentes de su pérdida de visión si aún no las conocen. Aquellas personas que están experimentando «»visiones extrañas» no deben sentir miedo de hablar y contarle a los demás.
Para escuchar al fascinante Oliver Sacks hablar de experiencias con sus propios pacientes que tienen el síndrome de Charles Bonnet y sus propias alucinaciones visuales abstractas y pérdida de visión, vea su aleccionadora charla en YouTube sobre el tema.