Elogio de la Pobreza: El tugurio y la olla hirviente…

No hay nada más gratificante para un médico que servir y dedicar su arte al más desasistido, al enfermo incógnito, a ese paciente anónimo del hospital público, una vez tras otra relegado y engañado que pulula en el inmenso burgo de los pobres; ese que cuenta su historia con pena resignada, que sabe que tal vez no vamos a resolverle nada, pero que abriga una esperanza y clama por un tranquilo escucha.

¨Vive mejor el pobre dotado de esperanza que el rico sin ella» 

Ramón Llull

No vendría a ser ella la excepción en aquella improvisada sala de espera con pocas sillas desvencijadas y muchos otros anhelantes de acres olores compartidos. Iba los martes sin cita a la consulta de medicina interna, siempre cargando el olor de su mal sudor y el hedor del tugurio hermético donde se enconchaba, mostrando las manchas… más que manchas, costras hidrosolubles, vástagos de la ausencia de un baño de cuerpo presente, de cuerpo entero… Era un lujo inalcanzable en aquel cerro infesto de basura, excretas de gentes y animales e impertinente vocinglería.

Eran tiempos en que la consulta era el reino de la enfermera jefe; una que no permitía pacientes sin cita, pues sin piedad ni atenuante, lo consideraba un desafío a su autoridad. Con su cofia y uniforme de impoluto blanco portaba sobre su brazo izquierdo una pila de historias que distribuía en forma aleatoria entre adjuntos, residentes y estudiantes; poquitas para los adjuntos, muchas para los residentes e inexplicablemente y hasta este tiempo, para los alumnos, los más inexpertos y carentes, eran nada menos que las  historias de primera; eran ellos y son los encargados de realizarlas para presentarlas a los adjuntos con sus inseguros hallazgos, siempre con la soterrada ayuda de nosotros, los residentes .

Y allí, campante se presentaba ella, Caridad Mendieta, edad indeterminada -aunque decía tener cuarenta pero tal vez con una larga sesentena encima, cuajada de arrugas y aparentando mucha más edad, con ni siquiera un primer grado de instrucción, pero con título de sirvienta de adentro, y en su plenitud, diestra en el almidonado y aplanchado de camisas blancas, por aquello de que la vida magra y sus privaciones acumuladas trata muy mal a los pobres. Sus redondeces fofas eran denuncia de su mala nutrición donde las harinas predominaban y las proteínas no existían. No tenía familia, vivía en un rancho de paredes y techo de láminas de zinc, un ventanuco y un candado que podría abrirse con un gancho de pelo. Se asomaba a mi puerta cuando salía un paciente y burlando la veladora de blanco se introducía subrepticiamente en la estancia…

Sus únicas pertenencias eran una cocinilla de kerosene, una olla sancochera, un perro famélico, noble compañero de desgracias con quien compartía el escaso alimento que algunos vecinos le aproximaban. Ah, pero además un foco de 20 bujías pendiente de un cable en el techo donde sesteaban las moscas, que esparcía una luz espesa y mortecina, y una pequeña radio que le distraía de la permanente vulgar algarabía del vecindario; todo ello conectado a una maraña de cables en un poste a la diestra del rancho de donde todos se robaban la energía eléctrica. Como protección me contaba que había tenido un viejo revólver, al que llamó un ¨mitigüirson¨ –Smith & Wesson– que no recuerda de dónde lo sacó y que por guardarlo en un hueco en la tierra se había oxidado totalmente y ahora era sólo desperdicio y herrumbre; además, un machete de esos antaño llamados ¨cola e ‘gallo¨ o ¨tres canales¨ que de tanto usarlo su filo parecía más bien una mueca desdentada… En una intrusión desconsiderada se lo robaron. Así que sólo dependía de la olla sancochera… Tuvo varios hombres, hombres para poco, espectros en su memoria, que la tomaron como pasatiempo de sus borracheras. No tuvo hijos, quizá la responsable fue una posible infección pelviana por Neisseria gonorrhoeae que taponó sus trompas de Falopio impidiendo el beso del óvulo y el espermatozoide. Cuando sus carnes se hicieron más fofas y sus mamas se estiraron, ya ningún hombre volteó mirada hacia ella…

 

Conocí a una persona tan pobre que lo único que tenía era dinero.

 

Entre crujidos audibles y dolores de sus rodillas picadas por la artrosis, bajaba desde el cerro infesto por la serpenteante escalera de mil y un peldaños que le separaba de la tierra plana, y así luego de largas cuadras cargando su cruz sin un Simón Cirineo compasivo, se me aparecía sin cita, por supuesto, pidiéndome que la atendiera. La enfermera jefa en tono de reclamo vociferaba,

 

-¨¡Mire doctor Muci, dígale a su paciente que se bañe…!¨

 

¿Cómo decírselo si de donde venía el agua era opulencia…? De todos mis pacientes era ella la del hedor más penetrante; pero, ¿cómo no examinarle? ¿cómo no posar mis manos en su cuerpo hastiado de sucio antiguo? ¿cómo no ejercer la pericia del internista empleando mis manos perceptivas? Y entonces le examinaba las carencias de su cuerpo y sus rodillas hipertróficas rellenas de vidrio molido; se me estremecía el corazón al ver sus dedos como garabatos, doblados por la inclemente artrosis, infame aliada del paso de los días, con sus nódulos de Heberden y Bouchard, los dos ligaditos con la rizartrosis del pulgar, tarjeta de presentación de la coyuntura dolorosa más frecuente…

Recuerdo la tarde del día en que no más horas antes me había visitado Caridad; una elegante paciente de mi consulta privada enfutracada en un Christian Dior ajustado y perfumada con Chanel N° 5, se excusó con rubor porque no había podido bañarse ese día… Sonreí para mis adentros… de haber sabido ella la historia recién ocurrida esa misma mañana y que les relato, se hubiera negado a dejarse tocar por mis manos… Me provocó decirle una irreverencia, comentarle de mi otra paciente,

-¨Señora, no se preocupe usted, ¿le cuento de la paciente que atendí esta mañana en mi hospital…? ¨

 Pero me abstuve, cada quien pues, vive su vida, en ausencia de los demás… la pobreza es según dicen los idólatras del liberalismo, el castigo de los vagos. Pero debemos aceptarlo, somos náufragos de una sociedad narcotizada, insensible ante el sufrimiento de los demás y las excusas abundan. ¿Cómo entender y sacar a Caridad del anonimato en el que le había hundido la indiferencia social?

El infierno está en este mundo y consiste en ser viejo, pobre y enfermo.

 

Y así, resistiendo aquella vida invivible, llegó a contarme que dormía con la bombilla prendida y la olla sancochera con agua hirviendo, su única protección en aquellas noches de calor, sudor y susto. En más de una ocasión había echado agua hirviente a más de un malparido por el ventanuco al tiempo que ella misma se había quemado con el agua que rebotaba… No podía llorar yo con ella cuando me lanzó la desgarradora confesión; el médico necesariamente tiene que establecer una distancia razonable entre las desdichas del paciente y su propio yo, un recurso para evitar ser agredido por verdades dolorosas y poder realizar su misión con la mayor objetividad y eficiencia posibles.

Un postrero martes repitió su visita; con la cara amoratada me contó que la noche anterior unos zagaletones entraron a lo juro en su rancho; la maltrataron, la violaron y le robaron su radio y se llevaron la cocinilla y la bombilla. Ella bañó de agua hirviente a uno de ellos. Corrieron sin dejar de proferirle amenazas, al parecer, un ultimátum al portador. Para no variar, la policía no la tomó en serio. Yo no sabía qué decirle, o si darle dinero para que comprara una nueva radio o regalársela yo… Solo quiso hacerme solidario de su soledad y dolor… Fue la consulta más corta… Nunca más volvió… Quizá intuyendo el destino que le aguardaba allá en el rancho… una definitiva despedida…

“No se ve bien sino con el corazón, lo esencial es invisible a los ojos”  

El Principito, Antoine de Saint-Exupéry 

 

¿Qué quiso decirme, que quiso de la vida enseñarme Caridad, la desahuciada, la de las magras pertenencias y la cara cuajada de arrugas de desolación? Ahora sé lo que tal vez quería decirme… Mirad a los ojos de la pobreza; esa que yo no había conocido porque venía de cama blanda pero que ella, con su vida, me mostraba…

La vida del médico está tejida de lecciones edificantes, la más de las veces dictadas por los pobres, no ¨interesantes¨ porque tuvieran una hemopatía maligna, un lupus sistémico o un revesado síndrome febril prolongado, desafíos del intelecto, si no por la álgida soledad que llevan implícitas.

En el ¨Sermón de la Montaña¨, que en cierta forma tipifica la cartilla del cristianismo, se coloca al frente de todas las Bienaventuranzas el elogio de la pobreza: ¨Bienaventurados los pobres en espíritu, pues de ellos es el Reino de los cielos¨ (Mateo., 5, 3).

 

Elogio de la palabra… Desplazando la culpa: de la madre al cerebro

Arribo muy temprano al Palacio de las Academias, antiguo convento franciscano en el mero centro de Caracas y sede de las Academias Nacionales y entre ellas, la de Medicina, un oasis de paz en medio de la estridencia, la vocinglería y la contaminación. Me recibe en el Patio Vargas la estatua homónima del prohombre allí erigida desde 1883 por el presidente Guzmán Blanco por porfía de don Agustín Aveledo: con la frente erguida quizá reafirmando su concepto de rectitud, ley y justicia, reflejo de la que fuera su vida: el semblante austero, la mano derecha como buscando el corazón grande, asiendo en su mano izquierda una placa donde se lee Esculapio y recostado sobre un pilote con las inscripciones Hipócrates y Galeno, y además, un rosal con una única rosa altiva, tersa y hermosa. Mientras los rayos del sol se reflejan desde el oriente en las gotitas de rocío que cubren sus pétalos, me quedo mirándola embelesado hasta que mi éxtasis es interrumpido por el jardinero, Grinolfo Chiquito, un costeño colombiano injertado en esos patios solariegos a quien llaman ¨avión¨ -¨porque llego muy temprano, me rinde el tiempo y sin prisas desempeño mi trabajo con amor, rectitud y responsabilidad¨-. Con el entrecejo fruncido y los ojos de singular brillo me previene entusiasmado como si es que no fuera producto de sus mimos. -¨¿Muy linda, verdad doctor?¨ – dice -, pero de inmediato suelta la perla, ¨¡no debe acercarse a ella una mujer con la regla, se pudrirían la rosa y el rosal…! Es el pensamiento mágico -me digo-, presente nada menos que en una emulación del Jardín de Academo…, aquella escuela filosófica fundada por Plantón alrededor del 388 a.C. en los jardines de Academos, olivar sagrado en las afueras de Atenas dedicado a Atenea, la diosa de la sabiduría, y en cuyo frontispicio se leía, «Aquí no entra nadie que no sepa geometría», -¡pobre de mí que aún cuento con los dedos…!-.

Cobijados desde tempranos tiempos de la civilización por el pensamiento mágico, tantas veces pensamos y razonamos para generar ideas carentes de fundamentación lógica; mediante él atribuimos un efecto a un hecho sin que realmente exista una relación de causa-efecto comprobable, como es el caso de la rosa, el menstruo y su orgulloso jardinero. Viandantes y académicos estamos, sin excepción, imbuidos de supersticiones enlazadas con la bruma de los tiempos y a nuestras más tiernas experiencias infantiles y para las cuales nunca ha existido una vacuna salvadora y ojalá que nunca exista…

Mientras refiero esta anécdota viene otra a mi memoria: Por allá en 1960, cursaba mi último año de la carrera médica en el Hospital Vargas de Caracas y la consulta externa del Servicio de Medicina Interna se ubicaba a la izquierda, no más al trasponer la marquesina del Hospital. Dos días por semana atendíamos los pacientes de primera consulta y los de controles sucesivos. A los estudiantes, a los más deslucidos, se nos confiaban los primeros; ignoro el porqué, ¿no debían ser de los profesores para que observándolos aprendiéramos directamente de su arte? Cuatro escritorios se enfrentaban con sus correspondientes sillas. Era allí donde comenzábamos a interrelacionarnos con el hombre enfermo y sus amenazantes penas. Me agradaba escuchar sus relatos, apreciar su cortesía como quitarse el sombrero de cogollo ante nuestra presencia, apretar sus manos encallecidas por el trabajo bruto, conocer de qué distante sitio del país provenían y el lenguaje a veces inextricable que empleaban, que arrastraba palabras del español del Siglo de Oro y otras producto de la deformación del tiempo y la ignorancia; por ejemplo, ansina, en lugar de así, mesmo por mismo, endilgar por encaminar, vide por vi, agora por ahora, esguazar por desguazar, aguaitar en vez mirar, opado por tener los párpados hinchados… Y todo aquel conocimiento me lo daban sin regateos y de balde. Era pues necesario conocerlo para así hacer contacto efectivo con sus necesidades, disecar el contenido de sus quejas y traducirlo en términos de enfermedad…

 Para entonces, poco conocíamos del ¨pathos¨ o sufrimiento humano normal de una persona; ese sufrimiento existencial único del ser persona habitante de este mundo y contrario al otro, el sufrimiento patológico o mórbido en todo su significado, tema desconocido que el Maestro Otto Lima Gómez nos habría de insuflar con sus prédicas y con su praxis. Yo en lo particular, era objeto de urgentes e inclementes críticas, ¨¡Debes hacerlo con prontitud!¨, ¨¡Muci, tu si eres roñero, te tardas mucho con cada paciente…!¨ Una y otra vez me juraba que una vez que tuviera mi propia consulta, me tomaría todo el tiempo que me viniese en gana –así de retrechero me afirmaba para mis adentros-, y así fue y así ha sido siempre. Tragedias muy orgánicas, pero también muy emocionales, comedias y tragicomedias se embrazan en mi consulta. Trato de comprender el significado de la queja «orgánica» y hurgo dentro de las vidas hasta donde el recato me lo permita, pues tantas veces, tras el ruido de la hojarasca de sus lamentos, suele hallarse la verdad negada, el temor oculto, el miedo de sufrir y de morir…: la verdad más verdadera. Desde entonces se me había revelado que desde la Antigua Grecia la palabra era un recurso terapéutico principalísimo que la prisa y el tráfago propio de nuestros convulsionados días nos impiden y nos niegan…

Cuando se ha ejercido la medicina por más de media centuria ya no podemos saber los orígenes de nuestras maneras de pensar, suerte de mixtura de convivencia con nuestros padres y hermanos, nuestros maestros, conversaciones con nuestros pacientes, lecturas, conferencias asistidas, libros leídos, conversaciones con colegas, estudiantes, hasta sesiones personales de psicoanálisis, que influencian, van modelando nuestras ideas y nuestro comportamiento como esa deseable pátina que cubre las cosas nobles. En mis primeros pinitos por la medicina interna, a raíz de una crisis de pánico, una crisis existencial, inicié un psicoanálisis ortodoxo, técnica de conocimiento interior que era entonces muy criticada y vilipendiada por los psiquiatras de mi hospital, ¡pamplinas -exclamaban-, ¡eso no sirve más!, tal vez porque para ellos y para mí no era fácil de descubrir cómo no fuera con mucho dolor y pena, las propias miserias; así que mantenía muy en privado lo que hacía. En aquellos tiempos y por mi comprensible inmadurez de aun adolescente y médico recién graduado, mantenía entonces mi psicoanálisis en secreto porque no quería que nadie se enterara de que poseía una suerte de ¨mente contrahecha y repugnante¨, casi que un estigma, y sólo un amigo muy cercano, bioquímico para más señas, que conocía mi oculta verdad, me aseguraba de la necedad de continuar mi psicoanálisis donde cada tarde sólo un dolor mental terebrante y continuado salía a flote y mis moderados recursos económicos se esfumaban, siendo que con una simple pastilla producto del ingenio humano, de un conjunto de ¨moléculas de la mente¨, tal como si fuera un hipertenso o un diabético, acabaría con todas mis penurias…

Comenzaban a aparecer los llamados psicofármacos que proclamaban curación de todos los males del alma y se decía que la nueva psicofarmacología había cambiado el paradigma de ¨culpar a la madre¨, pues desde tiempos de Freud se aceptaba que los desórdenes mentales se enraizaban en experiencias traumáticas en el seno de la familia y particularmente en la relación con la madre; pero era innegable que el péndulo de las creencias se había movido peligrosamente en el sentido opuesto para negar de plano y del todo el delito del amor incestuoso por la madre y pasar ahora a ¨culpar al cerebro¨ -concepto más frío, ¨más científico¨, menos conflictivo y mucho más aceptable-, en cuyas intrincadas redes y al favor de un desbalance químico de neurotransmisores se generaba todo sesgo mental; así, la esquizofrenia se producía simplemente por exceso del neurotransmisor dopamina –eso podíamos aceptarlo-,  y la depresión, a deficiencia del neurotransmisor serotonina –eso también podíamos aceptarlo-; la ansiedad y otras disfunciones mentales serían así atribuidas al arrochelamiento de otros neurotransmisores. Pero la química cerebral no solo tendría que ver con lo anormal sino también con la explicación de las variaciones normales de toda personalidad o del comportamiento; normalidad observada desde entonces con sospecha y muchas veces vistas con tufo a borderline que traía aparejada la creciente marea de la medicalización de la vida cotidiana.

¿Quería decir esto que yo había perdido mi tiempo recostado en el sillón del psicoanalista por tantos años…? ¿Quería ello decir que mi biografía no tenía nada que ver con aquellos síntomas tan extraños, terroríficos y recurrentes que me asaltaban cuando menos lo pensaba o con aquellas otras oportunidades en que me sentía deprimido, agitado o nervioso…? Mi hogar, mis padres, mis numerosos hermanos, el ambiente donde crecí, mi carácter acomplejado, retraído y tan tímido, mis experiencias más tempranas, mis magros éxitos y numerosísimos fracasos, ¿es que nada tuvieron que ver…? Pero, ocurría que ahora más interesaba la condición patológica que la persona: ¨el todo orgánico¨, el milieu neuronal y su árbol dendrítico y sus distorsiones, sencillamente producto de un desbalance de neurotransmisores y por tanto el santo grial a buscar con ímpetu implicaría olvidar el contacto humano, la palabra como recurso terapéutico y  emprender la investigación de ¨misiles inteligentes¨, de ¨balas mágicas¨, de mensajeros químicos tan despabilados que por arte de magia arreglarían el entuerto con una sola receta; pero, ¿y qué tal que la medicación sólo produjera ¨cambios cosméticos¨, modificaciones artificiales en la fachada de la personalidad, tan solo lechadas de cal sobre una percudida tapia de barro y por ello deberíamos consumir drogas a perpetuidad so pena de perder ese barniz de oropel que oculta traumas y conflictos no resueltos…?

La era moderna nos ha traído las drogas psicoterapéuticas agrupadas como antipsicóticos –antiesquizofrénicos-, neurolépticos, ansiolíticos (sedantes o tranquilizantes menores) y estabilizadores del humor como el litio, primariamente empleado para reconciliar el vaivén entre la manía y la depresión, esos enfermos indignamente llamados «bipolares». Pero por ahí vino también el Largactil® o clorpromazina con sus maravillosos efectos de aquietar olas encrespadas y los rayos y centellas enviados por Zeus, pero al mismo tiempo y en ocasiones nos dejaba a Némesis, diosa de la venganza, la fortuna y la justicia portadora del castigo: el parkinsonismo y otros trastornos extrapiramidales del movimiento como efectos secundarios indeseables. Dígame usted la experiencia, golpeante y terrible de presenciar una discinesia tardía, punición inducida por neurolépticos, un trastorno motor asociado a tratamientos prolongados o a dosis altas de estos novísimos antagonistas dopaminérgicos, ¨simple¨ efecto colateral de la droga con sus grotescos movimientos de la boca, y parecido a un tic recurrente, la protrusión involuntaria y extrema de la lengua… Pero a ello pronto los médicos nos acostumbramos para no lidiar con los dolores del paciente, que, si a ver vamos, retrata, calca, imita los nuestros y eso, sí que no podemos tolerarlo… Las compañías farmacéuticas han tenido una enorme influencia en la promoción de estos mensajes ¨milagrosos¨ tanto a médicos como a potenciales consumidores de sus drogas… Prozac® ¨la píldora de la felicidad¨: ahora eche un pie y no se preocupe, que el mundo sigue andando…

Jamás en la historia se había hablado tanto de ningún otro libro de medicina como de la última versión del Manual de Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, DSM-5), la denominada ¨Biblia de la Psiquiatría¨, que inició su lanzamiento inmerso en un momento en que la comunidad científica, los profesionales y el gran público general mostraban su preocupación ante los cambios en el quehacer de la psiquiatría. A este respecto no debe ser pasado por alto que el precio del manual asciende a $199, cifra muy superior a la de su versión anterior, constituyendo la principal fuente de ingresos de la Asociación Americana de Psiquiatría.

El debate, erróneamente reducido y explicado -en algunos medios de comunicación- como un enfrentamiento entre profesionales de la psiquiatría y la psicología, nace del mismo gremio de la psiquiatría. De hecho, uno de los más acérrimos opositores al DSM-5 es Allen Frances, psiquiatra y presidente del grupo de trabajo del DSM-IV (la versión anterior), quien desde hace varios años lleva manifestando su recelo hacia la ampliación de diagnósticos que recoge el DSM-5. En un artículo del Psychiatric Times, del 26 de junio de 2009, Frances ya escribía: «el DSM-5 será una bonanza para la industria farmacéutica, pero a costa de un enorme sufrimiento para los nuevos pacientes falsos positivos que queden atrapados en la excesiva amplia red del DSM-5».

Tan sólo unas semanas antes de la presentación oficial del DSM-5, Insel emitió un comunicado en el que lo criticaba, y anunciaba que el NIMH se desligaba de este sistema de clasificación, alentando públicamente a los científicos a no utilizarlo y anunciando su pretensión de desarrollar un nuevo sistema de diagnóstico basado en biomarcadores y no en juicios clínicos (denominado Research Domain Criteria). En sus declaraciones, Insel desprestigiaba el manual de la Asociación Americana de Psiquiatría al afirmar que el DSM “no se puede considerar una biblia, sino tan sólo un diccionario”. Unos días después, el 6 de mayo, el presidente del Grupo de Trabajo del DSM-5 de la Asociación de Americana de Psiquiatría, David Kupfer, respondiendo a dichas afirmaciones, expresaba sus recelos hacia el modelo biologicista que defiende el director del NIMH, teniendo en cuenta la falta de evidencias tras más de 30 años de investigación: “hemos estado diciendo a los pacientes durante varias décadas que estamos a la espera de encontrar unos biomarcadores. Todavía seguimos esperando¨. Finalmente, en un intento de volver las aguas a su cauce, el NIMH publicó una declaración conjunta con la Asociación Americana de Psiquiatría, aclarando que ambas instituciones comparten su compromiso de mejorar el diagnóstico y el tratamiento de los trastornos mentales: “Los pacientes, las familias y las aseguradoras pueden estar seguros de que existen tratamientos eficaces disponibles y que el DSM es el recurso clave para ofrecer la mejor atención disponible”, reza dicha declaración.

No obstante, la polémica -lejos de disolverse- ha disparado un aluvión de críticas y debates en todo el mundo, y prueba de ello es que los grandes medios de comunicación internacionales, como The New York Times, The Guardian, The Economist, Daily News o Scientific American, se han hecho eco de las distintas opiniones hacia este manual vertidas por los expertos. En tan sólo un mes, salieron a la venta dos libros, “Saving Normal” (de F. Allen) y “The Book of Woe” (de Gary Greenberg), se han publicado cientos de artículos y se han lanzado importantes campañas de recogida de firmas a escala mundial, advirtiendo de los peligros que entraña el uso del DSM-5 y solicitando la abolición de los sistemas de clasificación diagnóstica.

Una visita por Youtube https://www.youtube.com/watch?v=JCuNVVU_yH4, puede introducirle en la polémica y serle de gran utilidad.

Jamás en la historia se había hablado tanto de ningún otro libro de medicina como de la última versión del Manual de Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, DSM-5), la denominada ¨Biblia de la Psiquiatría¨, que inició su lanzamiento inmerso en un momento en que la comunidad científica, los profesionales y el gran público general mostraban su preocupación ante los cambios en el quehacer de la psiquiatría. A este respecto no debe ser pasado por alto que el precio del manual asciende a $199, cifra muy superior a la de su versión anterior, constituyendo la principal fuente de ingresos de la Asociación Americana de Psiquiatría.

El debate, erróneamente reducido y explicado -en algunos medios de comunicación- como un enfrentamiento entre profesionales de la psiquiatría y la psicología, nace del mismo gremio de la psiquiatría. De hecho, uno de los más acérrimos opositores al DSM-5 es Allen Frances, psiquiatra y presidente del grupo de trabajo del DSM-IV (la versión anterior), quien desde hace varios años lleva manifestando su recelo hacia la ampliación de diagnósticos que recoge el DSM-5. En un artículo del Psychiatric Times, del 26 de junio de 2009, Frances ya escribía: «el DSM-5 será una bonanza para la industria farmacéutica, pero a costa de un enorme sufrimiento para los nuevos pacientes falsos positivos que queden atrapados en la excesiva amplia red del DSM-5».

Tan sólo unas semanas antes de la presentación oficial del DSM-5, Insel emitió un comunicado en el que lo criticaba, y anunciaba que el NIMH se desligaba de este sistema de clasificación, alentando públicamente a los científicos a no utilizarlo y anunciando su pretensión de desarrollar un nuevo sistema de diagnóstico basado en biomarcadores y no en juicios clínicos (denominado Research Domain Criteria). En sus declaraciones, Insel desprestigiaba el manual de la Asociación Americana de Psiquiatría al afirmar que el DSM “no se puede considerar una biblia, sino tan sólo un diccionario”. Unos días después, el 6 de mayo, el presidente del Grupo de Trabajo del DSM-5 de la Asociación de Americana de Psiquiatría, David Kupfer, respondiendo a dichas afirmaciones, expresaba sus recelos hacia el modelo biologicista que defiende el director del NIMH, teniendo en cuenta la falta de evidencias tras más de 30 años de investigación: “hemos estado diciendo a los pacientes durante varias décadas que estamos a la espera de encontrar unos biomarcadores. Todavía seguimos esperando¨. Finalmente, en un intento de volver las aguas a su cauce, el NIMH publicó una declaración conjunta con la Asociación Americana de Psiquiatría, aclarando que ambas instituciones comparten su compromiso de mejorar el diagnóstico y el tratamiento de los trastornos mentales: “Los pacientes, las familias y las aseguradoras pueden estar seguros de que existen tratamientos eficaces disponibles y que el DSM es el recurso clave para ofrecer la mejor atención disponible”, reza dicha declaración.

No obstante, la polémica -lejos de disolverse- ha disparado un aluvión de críticas y debates en todo el mundo, y prueba de ello es que los grandes medios de comunicación internacionales, como The New York Times, The Guardian, The Economist, Daily News o Scientific American, se han hecho eco de las distintas opiniones hacia este manual vertidas por los expertos. En tan sólo un mes, salieron a la venta dos libros, “Saving Normal” (de F. Allen) y “The Book of Woe” (de Gary Greenberg), se han publicado cientos de artículos y se han lanzado importantes campañas de recogida de firmas a escala mundial, advirtiendo de los peligros que entraña el uso del DSM-5 y solicitando la abolición de los sistemas de clasificación diagnóstica. Una visita por Youtube https://www.youtube.com/watch?v=JCuNVVU_yH4, puede introducirle en la polémica y serle de gran utilidad.

El debate está dividiendo al gremio de la psiquiatría y aunque el punto candente se sitúa en EE.UU., se está extendiendo con rapidez en Europa, -sobre todo, en el Reino Unido- e incluso está calando de lleno en el mundo árabe. De esta manera, la cadena de TV Al Jazeera emitió una entrevista con Robert Whitaker, periodista de investigación experto en el área de la medicina y la ciencia, y autor del libro Anatomy of an Epidemic (Anatomía de una epidemia) y Allen Frances. En dicha entrevista, Allen Frances apuntó que los diagnósticos “siempre se expanden, nunca se reducen” y se abordaron aspectos tan trascendentes como los perjuicios que genera la expansión de las categorías diagnósticas y su asociación con el aumento de la medicalización de la población.

El debate mundial que ha abierto el cuestionamiento del DSM-5 supone un replanteamiento de los cimientos en los que se sustenta la psiquiatría, por lo que está siendo considerado como una revolución histórica en salud mental. Sin embargo, llama la atención que en nuestro país este tema aún no haya tenido repercusión médica alguna especialmente en el ámbito de la psiquiatría y la psicología, a y la exposición mediática que se merece.

Las teorías químicas de los desórdenes mentales son particularmente seductoras y sugieren que existiendo una simple explicación para un problema tenido como complejo y a menudo recalcitrante al tratamiento, también existiría una solución cabalística, algo parecido al pensamiento mágico de mi buen jardinero Grinolfo. Vivimos en tiempos de poca tolerancia a la ambigüedad y a la incertidumbre, y por tanto, queremos sin devaneos ir directo a la solución, y allí, nos espera un gordo calvo y bonachón con chaleco, leontina y un tabaco a la diestra: es la industria farmacéutica que vende al contado y que en connivencia con psicólogos y psiquiatras complace nuestros deseos y nos suple la panacea al cambio de unos cuantos ochavos o maravedíes.

En las últimas décadas se han escrito libros que no solo exageran la capacidad de las drogas terapéuticas para curar los desórdenes mentales sino que proclaman que las mismas pueden producir cambios o modificaciones de la ¨personalidad¨ solo ajustando algún tornillo bioquímico, según el caso, media vuelta a la derecha o a la izquierda, tal como en un artilugio de relojería o en una simple bomba aspirante-impelente, lo que liberaría un conjunto de finos y benéficos neurotransmisores que por desgracia sólo realizarán ¨ajustes cosméticos¨ mientras la procesión sigue por dentro y los deudos expulsan mocos incontenibles.

Teoría no más válida que aquellas teorías hipocráticas que resolvían el problema ajustando el balance de los cuatro humores básicos: sangre, flema, bilis negra y bilis amarilla. Pero, es más, esas nuevas teorías son a juro aceptadas como verdaderas y los libros y la propaganda millonaria de la industria que mueve los cordajes del guiñol, han determinado que la personalidad y la salud mental están determinadas ¨completamente¨ por esos niveles de neurotransmisores enloquecidos que pueden ser ¨metidos en el corral¨ por arte de novísimas píldoras…

 Así, su efectividad es consistentemente exagerada presentándose anécdotas de ¨curaciones milagrosas¨ y sus efectos colaterales o nocivos son simplemente minimizados. Robert Whitaker el periodista estadounidense y escritor ya mencionado, que escribe principalmente sobre la medicina, la ciencia y la historia, establece que tanto los antidepresivos como la mayoría de los fármacos psicoactivos no sólo son ineficaces, sino perjudiciales; además, advierte de los peligros que adquiere la escalada de consumo de psicofármacos en la que se ve inmersa la mayor parte de los pacientes; una espiral de consumo de la que es extremadamente difícil volver a salir y trae a colación las declaraciones de Steve Hyman, exdirector del National Institute of Mental Health (NIMH) de EE.UU. y hasta hace poco rector de la Universidad de Harvard, quien reconoció que el consumo de fármacos psicoactivos prolongado en el tiempo, produce «alteraciones sustanciales y de larga duración en la función neuronal». Pero, además, para Whitaker el problema no termina aquí, ya que una vez que el paciente comienza a presentar efectos secundarios derivados del consumo de psicofármacos, a menudo acude al médico en busca de un tratamiento para aliviar estos nuevos síntomas, de tal manera que la mayoría de los pacientes acaban consumiendo un coctel de psicofármacos para un coctel de diagnósticos...

Dormir en un hospital: ¡El interno que cuide de la paciente…!

He vivido, he disfrutado y he padecido mi Hospital Vargas de Caracas por más de medio siglo y parece que fue no más fue ayer cuando le conocí, hallándolo ya maduro, más bien achacoso pero experimentado… De él, de sus pacientes y de mis maestros he extraído y sigo extrayendo experiencias para mi crecimiento emocional, intelectual y profesional.

   Pero antaño no era como es ahora: ha ocurrido en él una mutación similar al Retrato de Dorian Gray de Wilde (1890), esa novela gótica de terror donde el retrato de la hermosa figura del joven Dorian va envejeciendo por él. La búsqueda del placer mundano le conduce a una vida de libertinaje y perversión, al tiempo que su imagen en el cuadro se va desfigurando, mostrando los pecados y miasmas acumuladas en su alma: Al infligírsele la puñalada en el corazón que le quita la vida, todo aquél horror acumulado en el cuadro se transparenta en su propia faz como un repulsivo rostro lleno de arrugas y granujos, porque en el humano la eterna juventud no existe, en tanto que en los hospitales la mano amiga y orgullosa les da vida eterna. Con nuestros procederes, quizá a lo Fuenteovejuna, unos con más culpa que otros, hemos matado lentamente y con extrema crueldad al que ha sido oráculo de la medicina nacional por 123 años:

¨ ¿Quién mató al Comendador? / Fuenteovejuna, Señor / ¿Quién es Fuenteovejuna? / Todo el pueblo, Señor¨.

El hospital público venezolano, en su carencia, puede identificarse como la antesala del camposanto donde según la creencia cristiana, los cuerpos duermen hasta el Día de la Resurrección: allí esperan, vegetan, desesperan y se carcomen enfermos y familiares mientras sus males avanzan ante una indiferencia que ya es condena colectiva, y así… mueren. ¨Afortunadamente¨ ya no se realizan autopsias ni biopsias en su seno, porque en ellas seguramente no se apreciarían los efectos orgánicos de la muerte por indiferencia, por injusticia, por iatrogenesis o por falta de voluntad y piedad, en fin, por maldad. No obstante, como yerba mala, las enfermedades de la miseria las ve uno germinar con toda fuerza en ese viejo recinto que no es otra cosa que un espejo del afuera: el SIDA, la tuberculosis, la gangrena diabética, neumonías de toda laya, cánceres avanzados y pare usted de contar… ¡Siéntese usted a ver y a presenciar infamias en un país petrolero cuya riqueza sigue siendo entregada diariamente a países como Cuba o toda estirpe de carroñeros que asaltan los fondos públicos dejando desguarnecidos a los propios, a los más pobres e indefensos!

No hay asepsia ni antisepsia, no hay lavamanos ni geles antisépticos, pero también, existimos médicos, estudiantes y enfermeras colonizados con bacterias de un potencial patogenético terrible, pero… seguimos tan campantes, y tocando aquí y allá, las pasamos de unos pacientes a otros; las camareras sólo coletean y limpian el piso, no así las divisiones entre los cubículos pues ¨no les corresponde hacerlo¨ y el polvo que albergan las uniones entre vidrios y plafones quién sabe qué clase bichos, nada santos, contendrá… Más trabajo, ¿habráse visto?: En este tiempo mal llamado eufemísticamente del Socialismo del Siglo XXI –para no decir comunismo-, la devaluación y degradación hospitalaria nacional ha alcanzado y sobrepasado a la del también eufemístico bolívar fuerte.

 

Ha sido el deterioro intencionalmente infligido tan festivo y cruel, que todo respingo de modernidad ha desaparecido; el odio ha permeado su ancianidad y como furiosas termitas ha cavado tortuosos túneles por donde se ha escapado esa mística de trabajo y ese orgullo de pertenencia que fuera su blasón y el nuestro. Otro tanto ha ocurrido puertas afuera donde no solo se acumula basura propia y extraña en las aceras circundantes a la institución, sino que han crecido villorrios infestados de alimañas humanas que asaltan, roban y que con sus armas son Átropos inclementes que cortan hilos de vidas útiles o tullen con sus heridas de bala, que, de tanta permanencia ociosa en cama, donde ninguna acción se aprecia, terminan por ser una carga para ellos mismos, sus familiares y la sociedad.

Dormir en un hospital público es una de las más oscuras experiencias jamás deseadas: Pareciera que espectros de pacientes rencorosos por el inhumano maltrato que en su momento recibieran, inundan el éter vibratorio de salas y pasillos, produciendo el roce de solo imaginarlos, escalofríos que ascienden por el espinazo,  sudor frío, piel anserina y opresión torácica; pero además los vivos, o medio vivos, elevan sus ayes de dolor protestón por penas no redimidas, llaman a una de las escasas enfermeras que no aparece e invocan entonces el nombre del Dios de los Ejércitos, de sus madres, de la Virgen Santísima y de nuestro aliado, y colega, el doctor José Gregorio Hernández…

Mi experiencia, más bien, digamos mis experiencias de pernoctar en un hospital público, casi todas fueron en los años de mi mocedad médica: Puesto de Socorro de Salas –primer año de medicina, 1955-1956-; Traumatológico del IVSS en San José – tercero y cuarto años-; Hospital Carlos J Bello de la Cruz Roja Venezolana -1960 y 1961-; y Hospital Vargas de Caracas -1961-1963-. La mayoría de ellas muy tristes y a la vez, muy penosas de contar; otras, tal vez jocosas –si cabe el término-, y aún tragicómicas, y para no quedarme en la queja triste, les narraré tan sólo una de ellas, una tragicomedia marcada a hierro incandescente en las entretelas de mis recuerdos:

Ya graduado de médico, finalizaba mi año de Internado Rotatorio en Cirugía en el Hospital Vargas de Caracas (1962), cuando el doctor Fernando Rubén Coronil, cirujano de conocimiento, corazón y garra, intervino quirúrgicamente a una paciente en el fondo de la Sala 15, a la sazón convertida en improvisado pabellón pues los de verdad-verdad estaban siendo, una de tantas veces, remodelados. Poco tiempo atrás había regresado de Rusia donde había aprendido técnicas de cirugía cardiovascular de avanzada y se le veía ansioso por aplicarlas. A su vez, los cardiólogos esperaban con impaciencia alguien que resolviera las escasas cardiopatías congénitas que alcanzaban la adultez y otras adquiridas como estenosis mitrales[1], el caso que nos ocupará.

Mi paciente, una mulata más bien obesa cursando la cuarta década de la vida, con una severa estenosis mitral reumática con repercusión sobre su corazón derecho y múltiples ingresos al Hospital por hemoptisis e insuficiencia cardíaca. Era ella un dechado de semiología cardiovascular; destacaba un soplo intenso de regurgitación en el área de la punta cardíaca, unas venas del cuello ingurgitadas como ahítas lombrices mal ubicadas, y severo edema pretibial propio del encharcamiento circulatorio. Su intervención había sido aplazada varias veces por diferentes razones. La cirugía hacía necesaria una toracotomía, es decir, incidir con sierra el esternón para un abrir el caparazón torácico, rechazar sus dos puertas a los lados y tener acceso al corazón, así que pudiera realizarse una comisurotomía mitral, que entonces se lograba introduciendo el dedo índice del cirujano a través de una brecha abierta en la orejuela izquierda y de allí, avanzando hacia la válvula calcificada, estrecha y rígida, se fracturaba introduciendo el dedo mismo para darle más espacio, para obtener una mayor área valvular. Luego solía quedar todo lo contrario, una puerta muy abierta, una insuficiencia de variable severidad que hacía devolver la sangre desde el ventrículo hacia la aurícula izquierda… Pero después de la cirugía, vendría un posoperatorio… Y allí es cuando entro yo, para entonces el noveno hijo vivo de Panchita Mendoza

[1] Es un trastorno de las válvulas cardíacas que compromete la válvula mitral, la cual separa las cámaras inferiores y superiores del lado izquierdo del corazón. Estenosis se refiere a una condición en la cual la válvula no se abre completamente, restringiendo el flujo de sangre.

No se les ocurrió mejor idea que entre adjuntazos, adjuntos y residentes, me escogieran precisamente a mí para cuidarla durante la primera noche de su posoperatorio… Cuando fui señalado con el índice, volteé hacia atrás esperando ver a alguien más, pero no, era así, nadie más había… Por supuesto, entonces no existían ambientes para recuperación y las terapias intensivas todavía no se habían ideado en hospitales ni el término aparecido en el léxico médico. Total, no había nadie más abajo en el escalafón a quien yo pudiera endosarle tamaña responsabilidad. Gran adquisición tecnológica del momento: le colocaron un dedil, un monitor de pulso a baterías en el dedo índice de la mano derecha, que pitaba con cada pulsación: un capuchón conectado mediante un cable a una cajita metálica con sus baterías, asentado en su mesa de noche. Así dispuesto, me alcanzaron una silla, la colocaron a la siniestra de la cama y en la misma mesa dispusieron un equipo de cirugía menor con dos pares de guantes estériles para que en caso de paro cardíaco, de un certero golpe de bisturí, ¡yo! “le abriera el tórax y le diera un masaje cardíaco…” ¿Quién…? ¿Yooo…?, ¿Habríase visto tanta desconsideración para un interno cagaleche a quien, por cierto, ni la cirugía le gustaba? Pero, no había nada que hacer, era una orden, el sino me había señalado a mí… solo a mí con mis miedos e insuficiencias…

Menos mal que la noche envuelta en sus temores y tufillo a muerte no había arropado aún los pasillos y salas del Hospital, tiempo de aterrorizantes ruidos y espectros de fallecidos, ya porque les había tocado en su miseria, ya por la iatrogenesis que suele acompañar al médico como la sombra al cuerpo, con tanta o más frecuencia que la enfermedad misma. Las enfermeras pasaban a mi lado y me miraban de reojo al igual que gatos indiferentes en procura de caza, no queriendo ser parte de aquel, mi exclusivo accidente biográfico…

Pero la oscuridad hubo de llegar y una pequeña lámpara de mesa era la única acompañante que hacía comparsa a mi falta de luces quirúrgicas y la mulata de marras. Ronquidos, quejidos, imploraciones al Dios creador y desesperados ¡madre mía!, invadían la penumbra del recinto. Yo, sentado a la siniestra de la Cama 17 de la Sala 16 mirando hacia la pared, rogando a una tarjetita de la Virgen de Coromoto asentada en la mesa de noche que acelerara la espantosa nocturnidad y pendiente de la cadencia de aquel horripilante pí-pí… En algún momento, de súbito el ruido cesó, y casi entro yo mismo en pánico y paro cardíaco. Pronto me di cuenta que el artilugio de última generación de aquella época que se le había enchufado a la paciente, no era del todo confiable, pues cualquier movimiento de la mano lo hacía callar. Así que cada vez que se detenía, tenía yo que ajustarlo mientras nerviosísimo, palpaba su pulso y auscultaba el corazón de la paciente a ver si en verdad su víscera vital se había detenido, mirando de reojo, como gallina que mira grano de sal, aquella bandeja envuelta por un paño blanco. Pasé toda la noche sudando frío, con las bolas en la garganta y en aquel inmerecido e interminable tejemaneje.

Sobrevino el alba con sus arreboles, un friíto agradable procedente de El Ávila se dejó colar en la sala, cantaron pájaros en el jardín central y renació una esperanza para mi conturbado espíritu llevándose la palidez de mi rostro. Y ya entrado el día, hacia las 7.30 A.M. comenzaron a presentarse los responsables de mi aterrador insomnio, todos muy frescos, orondos y con sus caras muy lavadas; todos por supuesto, preguntaron por el estado de la paciente, nadie, por supuesto, por su improvisado cuidador…

Todavía no puedo comprender aquella actitud de mis maestros hacia la paciente y hacia mí mismo. La pobre, conmigo al lado y en su imaginación, considerándome como su soporte de vida; y así, pasamos el Rubicón de la primera noche, y así las siguientes tres, llegando mi paciente a recuperarse malamente de la agresión quirúrgica; no obstante, y como corolario, quedó con una gravísima regurgitación mitral. Su continuado padecer, sólo finalizó con la muerte algunos meses después, y siempre, en mi ignara pero solidaria compañía a la vera de su cama.

Todavía me produce espeluzno y retumba desconsiderada en mis oídos la inolvidable frase,

-¨El interno que cuide de la paciente…¨.

Estoy seguro de que aún en medio de la tanta brejetería y frivolidad del ahora de nuestros días, entre tanta carencia inmerecida, todavía ocurre ese matrimonio, esa alianza entre un joven médico y el hospital que en sus inicios le brinda la cuna y seguridad de un vientre materno. A pesar de todos sus defectos, insuficiencias, chocherías y limitaciones, aprenderemos a quererlo y respetarlo, y con él, a toda su triste y desfavorecida clientela; en él dejamos parte de nuestras vidas y las peripecias allí ocurridas se acunarán por siempre en nuestros recuerdos con indeleble resplandor; así que cuando las rememoremos, renacerá en nuestros rostros una sonrisa agradecida y desfilarán nítidamente ante nuestros ojos las imágenes de profesores, compañeros, enfermeras y personajes adoloridos que se grabaron a perpetuidad en nuestra biografía. Épocas de gran insuficiencia y temor, de pureza y candidez, de garra y decisión, de grandes derrotas y muy pequeños triunfos que nunca más han de volver… y menos hoy día donde la destrucción campea y el lenguaje del mandón es acerado filo que avienta hacia el exilio a médicos jóvenes soñadores… como aquel que fui yo…

   Y como en el enamorado, recurre con desesperación, celos, tristeza y angustia el lejano recuerdo del amor ya perdido, Gustavo Adolfo [1] y sus ¨volverán las oscuras golondrinas¨, se hará presente esta vez en las dos estrofas finales de su poema, para recordar el amor puro, el amor agradecido, el amor desinteresado, el amor vivificante de un simple interno cagaleche por su paciente y su querido hospital…

 

Volverán del amor en tus oídos

Las palabras ardientes a sonar,

Tu corazón de tu profundo sueño

Tal vez despertará.

 

Pero mudo y absorto y de rodillas

Como se adora a Dios ante su altar,

Como yo te he querido…, desengáñate…,

¡así… no te querrán!

 

[1] Bécquer , Gustavo Adolfo (1836, Sevilla-1870, Madrid)

Elogio de lo intangible: Enfrentando el dolor psíquico…

Es cierto, alguna vez quise ser psicoanalista. Todo ello debido a un psicoanálisis personal que iniciara en 1961 poco después que me graduara de médico cirujano en la Universidad Central de Venezuela y me asaltaran en sucesión varias crisis de pánico entremezcladas con síntomas de un síndrome de hiperventilación.

Claro está que yo no sabía qué era aquello en que me embarcaba, pero sí percibía lo perturbador que era sentirse diferente, sumergido en una amenaza desconocida, en una experiencia indescriptible nunca sentida, percibiendo un inminente peligro sin saber de dónde provenía, con síntomas somáticos y psíquicos entremezclados: miedo, inestabilidad y mareo, despersonalización, -me miraba aterrorizado en el espejo y me preguntaba si era yo aquél allí reflejado-, desrealización –el medio familiar me parecía cambiado y extraño-, el corazón desbocado, oleadas de frío o calor, sudoración, sequedad oral, hormiguillo en las manos, opresión torácica y dificultad respiratoria, en fin, el caos, el no saber qué pensar…

¿Un infarto? ¿una embolía pulmonar? ¿la locura misma…? ¿qué hacer, adónde ir o a quién recurrir por auxilio? Acababa de hacer mi última pasantía como estudiante en el Hospital Psiquiátrico de Caracas, y debo confesar que me impactó muy negativamente el conocerlo, especialmente luego que transitáramos a diario por una sala abierta de mujeres de diversas edades, sin privacidad alguna, rodeada de fuertes barrotes oxidados, con las camas fijas con cemento en el piso, desnudas en pelota sin que pizca de pudor las contuviera para hacernos a los estudiantes que pasábamos gestos soeces, y habiendo perdido toda continencia verbal, nos invitaban a tener contacto carnal con ellas…

Parecía que ayer nomás se había liberado a los enfermos mentales de las cadenas que sujetaban sus atemorizantes delirios, y se aconsejaba tener para con ellos un trato más humanitario. No era aquello una muestra de misericordia, era una prueba de filantropía. Me parecía estar viendo en el cuadro del pintor Robert Fleury (1795), al doctor Philippe Pinel (1745-1826) –autor de esta proeza-, médico francés que cambió la actitud de la sociedad hacia los enfermos mentales en un ala para mujeres locas del Hospital de La Salpêtrière de París, liberando a una paciente de sus cadenas, esas con que eran confinados, reducidos y olvidados por su familiares y la sociedad; o al doctor Jean Martin Charcot (1825-1893), famosísimo neurólogo francés en el cuadro de André Brouillet (1887) asistido por su alumno Joseph Babinski durante el «rapto histérico» de su paciente «Blanche» (Marie) Wittman, «la reina de las histéricas¨, modelo profesional de aquél entonces que usaba el Maestro en sus presentaciones clínicas en diversos escenarios médicos, y quien describió la histeria y buscaba el locus cerebral donde se asentaba, hasta que su alumno Sigmund Freud (1856-1939) reconociera que su asiento estaba en la intangibilidad de la psique enferma…

En una de estas últimas clases del fin de la carrera, un psiquiatra nos había hablado con gran frialdad de la esquizofrenia y del llamado signo del espejo. Se nos habló de la identidad del yo, esa que hace que nos sintamos idénticos a pesar del paso del tiempo y que puede alterarse en la esquizofrenia. Al hacer irrupción la enfermedad, el sujeto esquizofrénico vive en su yo transformado, uno muy distinto del que conocía anteriormente, suerte de posesión por un ente diabólico. Nos refirió el profesor que en las fases iniciales o premonitorias de la esquizofrenia, también llamada entonces demencia precoz, se presentaba con gran frecuencia un curioso e importante síntoma hasta el punto de constituir una verdadera señal de alarma en la a menudo tórpida eclosión de esta psicosis; era el signo o síntoma del espejo o signe du miroir, llamado así desde A. Delmas, que consiste en que el sujeto se observa repetidamente en el espejo donde no se reconoce, tratando de comprobar si sigue siendo el mismo…

Es bien conocido el ¨síndrome del tercer año de medicina¨ donde el prospecto de médico al través de su inmadura psiquis es aquejado por todas las patologías que va conociendo a lo largo del tortuoso y escabroso camino del aprendizaje, una variante de la hipocondría; mi caso fue atípico, pues apareció ya siendo un novel médico…

A finales de la década de 1920, Paul Abély (1897-1979), emprendió el estudio sistemático de las manifestaciones de algunos psicóticos ante el espejo [Abély P. Le signe du miroir dans les psychoses et plus spécialement dans la démence précoce. Ann Med Psychol. 1930].   Llamó signe du miroir al síntoma común de control y extrañeza ante la propia imagen que devuelve el espejo, y que parece indicar la transformación de dicha imagen en un «otro»; de ahí la extrañeza, la captura y la angustia…

 

Viví intensamente lo que creía era el signo del espejo: Un escalofrío áspero y amenazador me corrió desde la nuca hasta los tendones de aquiles al sentirme del todo cambiado y en las inminentes garras de la locura. Mi hermano Fidias Elías (†) –ya graduado de médico- no estaba en casa entonces; hacía un curso de Medicina Tropical en São Paulo, Brasil; sabía que un profesor mío vivía cerca y allá raudo me dirigí en mi Volkswagen hacia el edificio donde residía. Toqué el timbre del conserje quien me dijo que él ya no vivía allí, que se había mudado…

El frío decembrino reavivó mi ánimo y fue aplacando aquellas aguas turbulentas que amenazaban con ahogarme. Era cierto, sí, luego de la tormenta arribaría la calma tal como ocurrió; pero ya yo no sería el mismo, amagos de la desconocida amenaza a menudo me asaltaban cuando menos lo pensaba y perturbaban mi ánimo, el mal presentimiento me erizaba el cuerpo, pero, ya nunca más tuve una de esas crisis magnas, la propia ¨crisis¨, que desde esta distancia veo tranquilo y compasivo de mí mismo como si fuera un mal sueño, una pesadilla intolerable, pues eso fue y quedó tirado en el pasado…

Mi hermano Fidias Elías (†) graduado de médico tres años antes, al conocer de mi relato me dijo que le parecía una crisis nerviosa. ¿Nerviosa?, yo que siempre había sido tan bien plantado y ecuánime, tan serio y tranquilo… No podía entender que la procesión andaba por dentro y muy robusta por cierto, pero consentí que me viera un psiquiatra amigo de él. No fue una consulta formal, sólo fue una conversación de pasillo… Me dijo que yo tenía una ¨neurosis de angustia¨ y que me aconsejaba iniciar un psicoanálisis formal; ¿y qué carajo sería aquello? –me preguntaba-. Él se ofreció a buscarme un psicoanalista que se encargara de mi cuidado, y así fue… Inicialmente el médico argentino, César Ottalagano y muchos años después el venezolano Nicolás Cupello tomaron turnos para guiarme a través de la selva de mi madurez emocional.

Estaba yo aquejado de dolor psíquico (emocional, mental), ese que no es tangible y observable para los otros; quien lo padece lo lleva internamente, lo rumia y muchas veces desconoce que lo experimenta, cerrándose a cada paso las oportunidades de crecer, amar, trabajar o tener una vida plena. Así que enfrenté el dolor psíquico que tiene tantas caras, tantas aristas y tantos disfraces, un angor animi: síntoma escalofriante en el que uno tiene la certeza de que fallece, la percepción de que está muriendo, un ominoso presentimiento con la acerada certeza del filo de una guadaña. Hablé, me desahogué, lloré, mis miedos fueron interpretados, nunca se me suministró un neuroléptico o un tranquilizante, y todo fue transcurriendo a ¨palo seco¨ en sesiones diarias, 5 veces por semana durante 11 años con alguna interrupción en el camino; a no dudar, una pesada pero necesaria carga económica, pero… una inversión a futuro…

¿Demasiado…? Tal vez en el breve discurso del neurólogo británico, aficionado a la química y esclarecido escritor doctor Oliver Sacks (1933-2015), agradeciendo sus 50 años de psicoanálisis, dice al lector que su analista, Leonard Shengold, «me ha enseñado sobre el poder de prestar atención, escuchando lo que está más allá de la conciencia o de las palabras». Esto es algo de lo mucho que me ha enseñado Sacks a través de su práctica como terapeuta y de su trabajo como exitoso escritor de deliciosos libros sobre patologías neurológicas, e inclusive al mostrar a todos sus propios síntomas como era el de sufrir de prosopagnosia, condición radicada en la base cerebral, en el gyrus fusiforme y la corteza visual, que le impedía reconocer las caras de otros, inclusive de quienes muy de cerca conocía y quería –y de la cual sufro en una forma muy atenuada y curiosamente, no me ocurre con las facies muchas veces uniformes que imprime la enfermedad en mis pacientes… –

Mi psicoanálisis me sirvió de mucho, me hizo más humilde y tolerante, el conocimiento y la riqueza adquiridos permeó en mi familia, en Graciela –que siempre fue mucho más madura e intuitiva que yo- y en mis hijos y aún en mi práctica de internista y en mis alumnos: me hizo comprender cómo soma, mente y mundo exterior, imbricados e inseparables como son, acompañan la biografía de cada individuo tanto en la salud como en la génesis de su propia enfermedad; así, que nada me asombraba como para paralizarme, las confidencias de mis enfermos, sus grandes o pequeñas tragedias, podía comprenderlas sin trago grueso ni sonrojo, sin juzgarlos ni dictaminarlos, pues los médicos somos humanos de la misma estirpe, estableciendo al mismo tiempo una distancia saludable y cálida entre sus problemas y los míos, y así, acompañándoles sin excusas ni resaltos he mantenido un compromiso, pues, ¿qué tienen ellos que yo no tenga?; desde entonces estuve y he estado dispuesto a oírles, a servir de facilitador de ese saludable drenaje de sus angustias y temores que suplanta la píldora farmacológica; a no sentirme omnipotente ni a adelantarles pronósticos terribles que en sus casos particulares nunca sabría si se cumplirían, error en que incurrimos los médicos cuando todopoderosos, ponemos más atención a las estadísticas que a la diversidad, potencialidad y unicidad de los enfermos que atendemos… Por supuesto, que mi formación de internista me ha permitido también atisbar las grandes o pequeñas tragedias ¨orgánicas¨, muchas veces prenuncio de una catástrofe corporal que podría ser prevenida…

Pues bien, a fines de los sesenta decidí que sería psicoanalista, pero me era muy difícil y doloroso pensar en no ser internista nunca más. En las vacaciones de 1970 me fui de viaje por Suramérica con Graciela y mis hijos Rafa y GustavoChelita, nuestra hija menor aún no había nacido-. Mi sueño –aunque no muy firme y definido todavía- era hacer inicialmente psiquiatría general y luego irme al Clínica Tavistock en Londres y dedicarme al psicoanálisis.

   Cuando a llegué a Lima, el doctor Alberto Seguín, a quien conocía por su libro, ¨Bases de la psicoterapia¨, y que adelantándose a su época, había desarrollado la visión del enfoque integral en medicina introduciendo el ahora reconocido modelo biopsicosocial de la enfermedad, propuso que el hombre enferma en su integralidad y que siendo él responsable de su comportamiento, la intervención terapéutica no puede ser unilateral, ni menos reducirse a la esfera biológica: Al llegar tuve la ingrata noticia de que había tenido que abandonar la ciudad, así que nunca le conocí personalmente.

  Me fui entonces a Buenos Aires con una obra que el doctor Francisco Herrera Luque le había enviado al doctor Isaac Luchina, psicoanalista y posteriormente autor del libro, ¨El grupo Balint¨ (Editorial Paidós, Buenos Aires, 1982). Allí conocí los llamados grupos Balint y participé en uno de ellos. Creados por el doctor Michael Balint, psiquiatra inglés fallecido en 1971 y quien había desarrollado un sistema de formación continua de médicos generales tendente a la resolución de las dificultades, que a nivel psicológico, se presentaban durante la relación médico-paciente. Su metodología fue recogida en su libro, ¨The doctor, his patient and the illness¨ (Londres, Pitman, 1957 y reeditado en 1963), donde se asentaba que el objetivo de seminarios con médicos generales y conducidos por un psiquiatra entrenado era, «estudiar las implicaciones psicológicas en la práctica de la medicina general…, que no es únicamente la ampolla del medicamento  o la caja de comprimidos lo que importa, sino la manera cómo el médico prescribe a su enfermo».

Así, asentaba él que, ¨La primera medicación que administra un médico a su enfermo, es su propia persona¨. ¡Cuánta verdad que tantos de nosotros que nos decimos médicos desconocemos! Nunca lo he olvidado, hemos sido ungidos pues, tan solo, únicamente por presencia somos los médicos una potente medicina, un bálsamo tranquilizador siempre y cuando sepamos asumir el rol de un veraz y bondadoso escuchador, pues también y como a menudo ocurre, podemos ser un revulsivo que hiere más el alma e inclina la balanza hacia la desesperanza…

De vuelta a Caracas, con un libro enviado al doctor Guillermo Teruel, quien con el doctor Hernán Quijada, habían sido los primeros psicoanalistas formados fuera del país, luego que tuviéramos una larga y cordial conversación y supo algo de mí persona, me dijo que yo podría ser un excelente psicoanalista…

Tal vez seducido por las palabras de quien se consideraba entonces el Padre del Psicoanálisis en Venezuela, comencé a entrevistarme en Caracas con otros 5 especialistas quienes, de aprobarme, me permitirían integrarme a su selecto grupo para iniciar mi formación. Fui aceptado por los cuatro primeros. La última entrevista la sostuve con el doctor Hugo Domínguez, hombre bonachón y sencillo. Sentado en su apartamento de San Bernardino, con una pierna enyesada sobre un taburete, luego de escucharme atentamente y hacerme algunas preguntas, me dijo sin anestesia,

-¨Mire doctor, sinceramente, usted no sirve para esto…¨

Allí terminaron mis devaneos con el psicoanálisis. Sus palabras, lejos de producirme frustración o desconcierto, fueron para mí un bálsamo liberador, sentí un inmenso alivio al confirmarme que mi alma era de internista y profesor universitario y no de psicoanalista, lo cual de haberse concretado habría sido un rotundo fracaso, una decisión que hubiera sido como desposar a una mujer a quien no quería… La medicina interna y la docencia universitaria y luego la neurooftalmología, han sido la razón de ser de mi larga y gratificante vida profesional.

 

He enseñado a la cabecera del enfermo y me ha emocionado el ver trocar al bisoño en un experimentado; he guiado la mano torpe del novel estudiante que palpa un abdomen doloroso; he enseñado cómo auscultar un corazón mediante un estetoscopio con dos auriculares y cómo reconocer la herida de una válvula cardíaca o el ritmo de galope confirmación de una insuficiencia cardíaca; he guiado sus ojos para ver minucias denunciantes en los ojos de otros a través de un oftalmoscopio; la medicina antropológica ha estado presente en mi boca y en mi hacer durante las revistas médicas mostrando aquello ausente de la medicina organicista: el hombre tras la enfermedad que lo aqueja; he dictado más de 1600 charlas, me he dejado enseñar, he influido en la vida de un número muy elevado de estudiantes de medicina a lo largo de 46 años de presencia hospitalaria –ahora más de 52-, he formado numerosos especialistas en medicina interna y casi una cuarentena de superespecialistas neurooftalmólogos siendo estos últimos oftalmólogos, internistas, neurólogos, neurocirujanos y neuropediatras provenientes del país y de países hermanos; por cerca de 20 años he formado parte de la Faculty en el área de neurooftalmología del Curso Interamericano de Oftalmología Clínica que dicta anualmente el Bascom Palmer Eye Institute de Miami y así, he tenido oportunidad de dictar mis charlas, siempre al cierre del Curso y a casa llena, a más de 500 participantes en su mayoría provenientes de Hispanoamérica. A través de  mis artículos de prensa y en la Internet he demostrado que el mejor amigo del miedo es el miedo mismo y que cuando tenemos algo qué decir estamos obligados a decirlo… En fin, he hecho mío el vocablo ¨servir¨, la palabra más hermosa del diccionario…

El dolor y las llagas de mi temprana inmadurez que me hacían sentir como un ¨patito feo¨, han sido restablecidas por la sana aceptación real y sin complejos de quién soy, de lo que soy y de lo que no soy ni quiero ser, y por ello, si me diesen la oportunidad de volver a la adolescencia o adultez temprana, sin dudas lo rechazaría, no quisiera reproducir de nuevo el dolor psíquico de aquellos tiempos porque en esencia, hoy día recogiendo los frutos de aquella siembra, me siento satisfecho, feliz y emocionalmente rico, pero siempre teniendo presente que mi labor y mi responsabilidad aún no ha terminado, y sólo culminará cuando exhale mi último suspiro…

Mis angustias y dolores son ahora otros: la suerte de mi país sumido en un agregado de profundos y desgarrantes problemas, penas y amenazas, y de la medicina que he enseñado con devoción y que con saña y sevicia se intenta destruir…

Alguno se preguntará, ¿Por qué de compartir tu historia…? ¿Es que no te da vergüenza mostrar tus moretones y tus llagas…? Muchos caminos conducen a Roma y el camino que yo tomé no necesariamente fue el mejor ni el más rápido ni sirve para todo el mundo. Es simplemente una vivencia personal que quise transmitir: El dolor psíquico es un dolor de íntimo silencio parecido al dolor del animal, ese que enfrenta inhibiendo su acción o inmovilizando sus miembros. Diferente del dolor físico, un sufrimiento visible, un prenuncio simbólico de muerte expresado a través del grito, el llanto, la congoja, el temor, la queja o la palabra que suele promover la compasión y la colaboración de otros y los cuidados mutuos; el dolor mental no es trasmitido a otros y suele ser un mensajero silencioso del peligro de muerte que percibe nuestra psiquis. Por ello cuando al pasado volvemos y recordamos con absoluta fidelidad aquellos momentos ya buenos o malos, vivimos nuevamente pero vivimos diferente, porque al haber superado nuestros miedos o nuestras tristezas notamos como ascendimos un peldaño en nuestro duro proceso de maduración, y si al pasado retornamos es para que en nuestro presente encontremos toda la felicidad que merecemos.

Hay una muy buena oración para recordar cuando nos suceden esas cosas desagradables propias de la vida que parecen no tener solución: «Señor, concédeme fortaleza para solucionar lo que tiene solución; valor para aceptar lo que ya no tiene solución, y sabiduría para saber reconocer la diferencia».

Es una buena lección que podríamos resumir así: “Aceptar, olvidar, y seguir adelante”.