Ese lejano diciembre, Pacheco había traído en sus alforjas todo el titiritante frío de la montaña neblinosa. Para más colmo, extemporáneas y recalcitrantes lluvias darían condimento al gélido drama que les contaré: Lo que zumbaba el cielo desde arriba esa noche, negra y fría, eran latas mantequeras llenas de agua… Desperté de mi plácido sueño al oír el incesante golpeteo de las grandes gotas de lluvia lanzadas por el viento contra mi ventana. En el anegado jardincito, cientos de bullangueras ranitas festejaban, alborozadas y estrepitosas, la bendición con que Dios gratificaba a la tierra. Cuando niño, me gustaba mucho dormir en una noche lluviosa de relámpagos y truenos, y especialmente si estaba bajo el magnificador de un techo de zinc. En la seguridad de mi hogar, el monótono rumor tenía el efecto de un bálsamo tranquilo, rememoración, quizás, del tránsito nuevemesino por el claustro de mi madre. En la memoria de mi inconsciente, era tal vez la nostálgica evocación de todos aquellos ruidos del entorno que tuve por compañeros durante mi profunda reclusión: El acompasado ritmo de su corazón grandote, el atropellado murmullo de la sangre inundando los lagos placentarios, el rítmico pulsar de la arteria aorta, el zumbido continuo de la sangre, ahí mismito, ascendiendo majestuosa por la gran vena cava inferior, y de repente los incómodos gruñidos de las tripas en plena digestión…
Cuando ya me hice mayor, me enteré que una noche lluviosa como ésa, para otros, tenía connotación de agonía y el potencial usurpador de hasta la última magra pertenencia… Llámelo si quiere, culpa por el colectivo, pero lo cierto es que en una noche tal, nunca más pude dormir a pierna suelta… Debo confesar sin embargo que, en esa ocasión, traté de revivir el viejo placer: Me arropé bien, me recosté contra la tibieza de mi esposa y relajé mi cuerpo entero en un intento por volver a soñar…
¡Ring, ring! chilló desesperado y apremiante el teléfono. — ¿tendría otra forma de hacerlo a la una de la madrugada? – Era una llamada de emergencia que trastrocaba —como en tantas otras ocasiones— algún caro plan. Eran apacibles tiempos, cuando todavía podíamos visitar a los enfermos en sus domicilios. Aunque me armé de un paraguas, el viento y lo cerrado del aguacero hicieron de mí una burla, y el río de agua que corría calle abajo encharcó mis zapatos y empapó mis medias…
De la mustia claridad del humilde recibo, se me hizo pasar a una estancia aromosa a “embrocación de caballo”, un preparado que, a según, servía para sacar vientos emboscados, aliviar porrazos o al menos, sentir que se estaba haciendo algo por el semejante… Cubierta por no sé cuántas cobijas, yacía, o más bien, se desparramaba la amondongada humanidad de una sesentona misia. Tendida boca arriba, pude percibir sus superficiales e infrecuentes respiraciones. La mortecina luz que emitía un foco de 25, pendiente del alto techo por un largo cable, no me permitió evaluar bien sus facciones hasta que me adapté a la penumbra. Parecía estar profundamente dormida, pero la ausencia de respuesta ante mis llamados, mis firmes cachetadas y aún la estimulación dolorosa de mi dedo apretando fuertemente contra su esternón, no logró arrancarle ni un pinche ¡Ayy!, ni tan siquiera un movimiento defensivo destinado a retirar de su cuerpo mi mano ofensora.
Se encontraba en estado de coma, un cuadro clínico donde no hay consciencia, sensibilidad o movimiento alguno, y donde funcionamos vegetativamente, “con el piloto automático” si se quiere; un estado tan parecido como cercano a lo que llamamos muerte. La misia no era diabética ni sufría de hipertensión arterial. No consumía drogas terapéuticas, y una ligera revista a la gaveta de su mesa de noche -¡albergadora de tantas sorpresas!— únicamente me permitió encontrar un misal descolorido, un viejo rosario y una vela del alma… Aquella doña parecía tener muy presente que polvo somos y en polvo nos convertiremos, y había hecho de la muerte, no una proximidad negada -como todos solemos hacerlo—, sino una presencia ausente, tal vez, para no temerle…
A diferencia de los cerebrales, su coma no había sobrevenido con brusquedad. Por decirlo de alguna forma, se había ido arrastrando subrepticiamente a lo largo de semanas de apatía, profunda depresión, mutismo y descuido personal, en el que hasta de comer o bañarse se olvidaba. Sólo le provocaba estar encamada, aduciendo que ese año Pacheco la había mortificado inclementemente.
Perdularia Desidiosa[1] vivía solitaria con su marido en su
casita de Los Rosales, un peruano pequeñito, de ojos mínimos y carita
asalmonada de cartón corrugado, que había emigrado a Caracas muchos años atrás.
No tenían hijos, familia, ni perrito que les ladrara: Eran el uno para el otro,
y el buen señor tenía que dejarla sola todo el día para ir a ganarse el pan
para ambos. ¿Por dónde comenzaría a examinar a aquella atónica mole de carne…?
Me sentía como aquel que, con las manos atadas, intentaba morder una manzana
colgante de una cabuya… La cama matrimonial era anchotota y bajitica, y yo no
lograba alcanzar mi objetivo desde ningún flanco que abordara, aún con mi
rodilla apoyada a medio camino, entre el larguero y la frondosidad de su cuerpo
yerto. ¿Tendría que acostarme a su lado —que ganas no me faltaban— para poder
examinarla…? La observé lo mejor que pude y comencé por tomar su tensión arterial
y percibir su pulso. La primera estaba normal; sus pulsadas se me quedaban en
los dedos: eran lentas y llenas. No tenía fiebre: su piel, era muy seca y fría,
¡lo inverso a un febricitante! En el recto —si es que realmente acerté mi
objetivo—, ¡el termómetro no marcaba temperatura! —¿estaría dañado…?
[1] Los nombres de mis pacientes reflejan su condición personal: Perdularia: sumamente descuidado en su persona. Desidiosa: inercia, negligente.
Su cara era tan regordeta que imitaba un plenilunio, y su tez parecía estar bañada con el color de la cera de abejas. La cabeza se confundía con el cuello anchuroso y corto, que cubría todo relieve anatómico, los latidos carotídeos y las pulsaciones de la vena yugular. Sus senos, abundosos y péndulos, transformaban los ruidos cardíacos en lejanos murmullos, apenas perceptibles con mi estetoscopio firmemente adosado a su piel. ¡Misión imposible! No pude voltearla sobre sus costados para auscultar sus pulmones. El abdomen, un tambor mayor inflado, era inabarcable, impalpable e indeprimible, y como una alforja o peto de cátcher, caía sobre sus ingles y partes púdicas, ocultándolas. Las piernas eran gruesísimas y muy hinchadas, edematosas y deformes en el tercio inferior, pero a la presión del índice, ¡ningún hoyuelo quedaba marcado…! Llegado a este punto, sentí gran frialdad en todo mi cuerpo. Nunca podré saber si fue producido por mis mojadas ropas, por el contagio de la frialdad de aquélla, mi paciente, o si por ese temor que sentimos los médicos cuando en solicitud con nuestro paciente y enfrentados a un problema de vida o muerte no tenemos ni la más remota idea de lo que está ocurriendo…
Los hechos sintomáticos que se suceden en las Aventuras de Sherlock Holmes, eran heraldos de que el detective arribaría al puerto seguro de una conclusión cierta… Los médicos, a menudo metidos a detectives, también nos valemos de esas particulares circunstancias para iluminar el diagnóstico… ¡Les invito a conocer el epílogo del caso de Perdularia Desidiosa!
- ¿Acaso les conté de mi admiración por Sherlock Holmes…?
Parte II
El chubasco continuaba impertérrito, ahogando las miserias de la ciudad, y el viento aullaba en paroxismos, batiendo puertas y postigos en la casita de Los Rosales. La misia se me moría y yo, soledoso con mi desconcierto y mis ganas de salir corriendo… El marido alarmado y con ojos dilatados por la angustia, me acosaba de continuo con preguntas acerca del estado de su antigua y fiel compañera: ¡El único motivo de su vida! Mis respuestas morían sofocadas en mis titubeos. Tragando muy grueso no podría decirle que todavía me encontraba más perdido que … ¡el hijo de Lindbergh! Al menos dos docenas de diagnósticos diferenciales habían desfilado por mi mente en desordenada secuencia, y peligrosamente, sentía un enorme deseo de asirme a algunos de ellos, para hacer algo, para actuar… Fue entonces cuando Sherlock, desde “Un Estudio en Escarlata”, vino en mi ayuda: -“No dispongo de todos los datos todavía— le contestó al doctor Watson— Es una equivocación garrafal el tratar de formular teorías antes de tener los datos. Insensiblemente, uno empieza a torcer los hechos para que se adapten a las teorías, en lugar de que las teorías se adapten a los hechos…” Me sosegué y continué transitando por el sendero semiotécnico —¡procurador de hechos! — tal como mis maestros me habían advertido: ¡Desde la punta de los cabellos hasta las uñas de los pies, sin dejar nada al estricote! Al examen de su estado neurológico, le tocaba pues su turno: Desde lo alto, solté cada uno de sus brazos y piernas, que, desmadejados y plomizos, cayeron por igual, ¡sin tono alguno! Moví pasivamente su cabeza a derecha e izquierda, sus ojos, en forma refleja, se movieron en sentido contrario, como los de esas muñecas de tiempos de añil, atestiguando la normal función de buena parte su tallo cerebral. En la más incómoda posición, examiné sus elusivos reflejos: usando mi martillo percutor de Taylor — de tanto percutir desde que todavía era estudiante— golpeé en el pliegue de sus codos, muñecas, sus rodillas y… nada.