Elogio de la medicina francesa y su aroma holmesiano… ¿Acaso les conté de mi admiración por Sherlock Holmes…?

Parte I

Para las generaciones médicas que me antecedieron, el idioma francés, era lenguaje común. Los maestros de mis maestros viajaban a los grandes hospitales parisienses a absorber, golosos, la ciencia de los eximios profesores. La medicina clínica había florecido por aquellos rumbos con fuerza de primavera y a pesar de la época, muy poco tecnificada, había que ver las descripciones de nuevos cuadros nosológicos y aquellos diagnósticos de asombro que se gastaban… tan sólo apoyados en la dilatación de los sentidos, en la capacidad de observación y la cuidadosa recolección del signo clínico, del cultivo de la semiótica, la ciencia de la lectura de los signos…

Ya, enterrando el Siglo XX, máquinas que parecen de ficción, nos señalan diagnósticos que no estamos buscando, nos muestran los espejismos de verdades circunstanciales muy alejadas del paciente y su espiritualidad. ¡Qué contradicción! Tantos y tantos finos instrumentos mal utilizados para sondear al ser humano desde mil direcciones diferentes, y, no obstante, presenciar la penosa marcha de confundidos pacientes, con toda su carga de exámenes de sangre, radiografías e informes, incomunicados y más adoloridos que nunca, ante médicos más confundidos que ellos, que no sabemos pensar ni ver más allá de su cuerpo animal, y que actuamos, tan automáticamente, como las máquinas que alocadamente llamamos en nuestra ayuda.

Muy conocidos eran en nuestro medio —rica experiencia ya desvanecida—, los diez tomos que recogían las Conferencias de Clínica Médica Práctica, dictadas en el Hospital Laennec de París por el médico internista, Louis Ramond (1879-1952). El querido e inolvidable maestro, doctor Rafael Hernández Rodríguez (1909-1985), en sus magistrales lecciones, nos lo dio a conocer tantas veces… Con «Bambarito»[1] —como era conocido por sus ‘mágicos’ diagnósticos— aprendimos divirtiéndonos, en poética prosa, lo sublime de una medicina realmente humana, donde el paciente, y no su enfermedad, ocupaba el centro de su atención. Lástima que muchos no le comprendimos, otros le olvidamos, en fin, otros más, no leímos entre líneas…


[1] [1] Le tildaban de brujo, de poseedor de poderes mágicos, de que curaba por hipnosis y muchas veces sin medicinas; por ello le apodaron ¨Bambarito¨ como aquel personaje de la rumba que popularizó por aquellos tiempos el cantor cubano Miguelito Valdez: «Si no lo cura Bambarito, no lo cura nadie…».



Me fascinó su énfasis en las formas frustradas, enmascaradas o atípicas de ciertas enfermedades. Una de ellas, muy común, por cierto, la «parotiditis epidémica», también llamada fiebre urliana o paperas, condición infecto-contagiosa viral caracterizada por fiebre, acompañada de tumefacción dolorosa bajo las orejas dónde se encuentran las parótidas, que da al paciente el aspecto de un ratón mochilero gigante, más ridiculizado aún, por el abultado aspecto que le imprime el antiinflamatorio casero tradicional: ¡El bojote de hojas de «guanábano macho» sostenidas con un pañuelo!

Se nos decía que además de atacar a las glándulas que producen saliva: parótidas, sublinguales y submaxilares, el virus gustaba de chorrearse hacia abajo como por un tubo de bomberos, para «bajarse» a los compañones en el hombre — orquitis urliana—, o a los ovarios en la mujer—ovaritis urliana— dejando, si era bilateral, infertilidad, mas no pérdida de la función sexual. Pero, además, el pícaro virus se localizaba en el sistema nervioso, próstata, páncreas, tiroides, suprarrenales y muchos otros tejidos. En rarísimas ocasiones podía fastidiar la mama femenina — mastitis urliana—.

Refiriéndose a esta última, Ramond contaba que la localización había sido señalada por el finísimo clínico Armand Trousseau (1801-1867), quien observó numerosos casos en una epidemia de parotiditis que tomó asiento en un internado para señoritas. Pero ya antes que él, otro grande de la semiótica francesa, Louis Landouzy (1845-1917), durante los exámenes de curso, gustaba preguntar a sus alumnos sobre esta complicación:

 -«¿Sabe usted qué de particular sucedió en la epidemia de parotiditis que se manifestó en el pensionado de Saint-Cyr durante la dirección de Madame de Maintenon?». El despistado aspirante solía ignorarlo, y en forma humorística Landouzy gustaba contar, cómo él asistió a jovencitas con parotiditis frustradas, cuyos primeros casos fueron exclusivamente mamarios. A causa de la tumefacción de los senos enfermos, Mme. de Maintenon había temido que, galantes mosqueteros, amparados en la anonimia de la noche, hubieran manifestado en forma tan apasionada sus sentimientos amorosos a las jóvenes, ¡al punto de dejarlas embarazadas…!

Dichosamente, a eso del quinto o sexto caso, el malentendido se disipó, pues la localización típica en la glándula parótida, vino a lavar toda sospecha sobre la virtud de las pensionarias de Saint-Cyr, y a devolver al espíritu de Mme. de Maintenon, la extraviada tranquilidad…

¡Era así como aprendíamos medicina! En medio de candorosas vivencias, y no como ahora, sobre barras y tablas estadísticas, «chi cuadrado» y T de student, flujogramas y algoritmos, que nada conocen del paciente en lo particular: De su biografía con sus dolores y frustraciones, con sus éxitos y decepciones. ¿Cómo entonces podemos pedirles a los noveles médicos compasión, caridad y altruismo, sí sobre cosas inanimadas y frías les enseñamos sobre «humanidad»…? Entre poesías, silbidos de alguna incomprensible melodía y deliciosos comentarios, viviendo de cerca tragedias humanas, transcurrían las clases del maestro Hernández.

Por los pasillos circulaba una anécdota que probablemente no le pertenece, pero que, a fuerza de repetirla sus alumnos y admiradores, la hicieron parte de su estilo: Se cuenta que una vez sus estudiantes le llevaron a examinar a un joven paciente que habría de ser operado en breve por una apendicitis aguda. Luego de conversarle y examinarle cuidadosamente, encontró que la causa de las miserias de aquél no radicaba precisamente en el apéndice sino en una pulmonía localizada en la base del pulmón derecho. En su opinión había un error de diagnóstico y explicó cómo las neumonías en esa ubicación, al irritar la pleura diafragmática adyacente, originaban un confundidor dolor a distancia, un dolor distractor, un dolor «referido» al cuadrante inferior derecho del abdomen, también asiento del apéndice cecal…

Desoyendo su opinión, el enfermo fue llevado a quirófano: ¡El apéndice estaba normal! «Bambarito», muy contrariado, nunca más pisó las salas del Hospital. Sea o no cierta esta anécdota, nos señala cómo en nuestros hospitales docentes, grandes semióticos han mantenido viva la llama del razonamiento apoyado en hechos simples. Por desventura hoy día, minimizados por el encanto embrujador de la tecnología, que no parece pedirnos mucha observación o estudio, virtudes de difícil acceso al espíritu inconstante o bobalicón. Hernández era un médico innovador, a lo Sherlock, cuidadoso del detalle. En su insistencia en la clínica, parecía decirnos: -«La clínica es humilde como la madre, no la dañéis o desdeñéis. Es la única imperturbable verdad, lo demás es tan cambiante como los tiempos…».

Leer las Aventuras de Sherlock Holmes, es como oír a otro gran clínico, y aunque haya sido un personaje de ficción, lo que he aprendido de él goza de una real consistencia. Debe saberse que Joseph Bell (1837-1911), el preceptor de Conan Doyle, habla al través de la pluma del escritor. Clínico de filigrana y gran observador en alguna ocasión se le oyó decir: «Con relación a los médicos, yo creo que todo buen maestro, si desea hacer de sus alumnos excelentes doctores, debe incitarlos a cultivar el hábito de prestar atención a las menudencias. Un buen doctor debe ser capaz de decir, antes de que el paciente se haya sentado, buena parte de lo que le ocurre. Debo referirme a las aventuras escritas por mi amigo, Arthur Conan Doyle, que creo han despertado una nueva área de interés en el gran público: Pensar, pues la vida nos ofrece mucho más si mantenemos nuestros ojos abiertos… en cada accidente callejero o suceso en apariencia intrascendente, siempre existe un problema a resolver, un juego de ajedrez a completar, a condición de que se conozcan las jugadas… «.

Se ha dicho que «Dios está en los detalles… «. Muchos maestros nos mostraron tal vez sin saberlo, algo del razonamiento holmesiano, a no solamente mirar, sino a observar conscientemente, y a pensar sin prejuicios acerca de lo que vemos. La prisa, monotonía y rutina con que llevamos nuestras vidas, nos han hecho perder el gusto por las cosas sencillas, esas, dónde habitualmente reside la verdad…

Elogio de la medicina francesa y su aroma holmesiano…

¿Acaso les conté de mi admiración por Sherlock Holmes…?

Parte II

La apetecida visita a Chicolandia había sido aplazada por varios domingos. ¡Ese hermoso feriado era el compromiso! Mis entonces pequeños hijos esperaban anhelantes encaramarse en todos y cada uno de los rotantes aparatos y de paso, probar mi dureza frente al vértigo.

Pero, la vida del médico es muy diferente a la de cualquiera profesional: Frustramos a nuestras mujeres, hijos y amigos, a menudo quebrantamos nuestras palabras, y no por rareza somos los aguafiestas de la reunión. -«¡Parece que te casaste con los pacientes y no conmigo! » —¿Qué médico no escuchado el legítimo reproche? — Mi buen amigo estaba al teléfono. Su voz era trasunto de angustia, urgencia e invocante solidaridad. Requería de mi inmediata presencia en casa de sus ancianos tíos. -«¡Su papi tiene que salir! ¡Voy y vengo…! » -«¡Ohh, no papi! ¿Otra vez? «, escuché avergonzado cuando salía de casa maletín en mano…

En la vida de un médico encontramos muchos trances trágicos, algunos cómicos y una gran cantidad de sucesos que resultan poco más que extraños; sin embargo, no hay en esas anécdotas casos vulgares, especialmente cuando ejercemos nuestro oficio por amor al arte y no por afán de lucro. Volteo hacia atrás y miro la Caracas de la década 70: el casco de la ciudad estaba desierto; un perro famélico pasó frente a mi carro que conducía a poca velocidad mirándome con aire de desprecio…  ¿Evacuado por guerra nuclear? No, la urbe se tomaba su descanso del tráfago, el bullaje y la contaminación diarias. No veía casa alguna. Solamente comercios con las santamarías arriadas. A no ser por la presencia de mi amigo en una esquina agitando su brazo, hubiera jurado que allí no nadie vivía. Confundida entre vidrieras, una estrecha y desconchada puerta daba acceso a la vieja casa. ¡A pocos pasos de la Plaza Bolívar! Todo añejo, sucio y descuidado. Tres viejos hermanos, dos hembras un varón, compartían la triste soledad de sus solterías añosas, con un hijo adoptivo, abogado litigante y la familia de éste, su esposa y un hijo menor. Por una escalera maltratada y lúgubre accedí a la habitación de la enfermita. Un penetrante vaho amoniacal, un fuerte olor a orina me dio la bienvenida al amplio recinto, que, mirando hacia el Naciente, se dejaba bañar por el alegre y picante sol matutino.

Las hermanas dormían juntas en una cama matrimonial. Una de ellas estaba echada boca arriba con sus manos superpuestas sobre el abdomen, su escaso cabello blanco mostraba al sol un desordenado revoltijo de hilos de plata. ¡Parecía profundamente dormida! La otra viejecita le imploraba que se despertara de su profundo letargo: «¡Soñe, Soñe, por favor, abre los ojos que aquí está el doctor que te va a curar!». Pero Soñera Carmenar, octogenaria y frágil, no respondía a sus llamadas porque en coma estaba… Cobardemente, según entendí, el coma la había posesionado durante la noche, y, de hecho, su actitud total era la del sueño normal. La facies rosada con gotitas perlina de sudor cundiendo su frente y el labio superior; la raíz de su cana cabellera, contrastaba con la piel pálida, muy fría y sudorosa. Sus signos vitales eran normales. Posé suavemente mis dedos índices sobre sus globos oculares arropados por sus párpados. En forma alterna, presioné con la extremidad de uno mientras relajaba el otro. Podía así percibir la presión reinante en el interior del ojo. En ciertos comas, como en el diabético la deshidratación es profunda y el ojo, un sensible indicador para «sentirla», pues cual pelota a medio inflar, se deja hundir a la más leve presión: ¡No era ese su caso!

Un rictus en su boca, reflejaba la contracción simétrica del orbicular de los labios, precisamente, el músculo que los contornea. Una rendija en sus párpados semicerrados posibilitaban ver el movimiento espontáneo de sus ojos: En cámara lenta, de un lado a otro, como el limpiaparabrisas de un automóvil. Tal como ella, sus reflejos estaban adormecidos. Rasqué la planta del pie con la llave del encendido de mi carro. Los dedos se abrieron en ominoso abanico y el dedo gordo se alzó en hiperextensión, arqueándose hacia atrás, como quejándose en silencio: Un ramal de su sistema nervioso, la vía piramidal, que lleva impulsos motores cerebro abajo, por alguna razón estaba fallando.


¡Signo de Babinski!
[1]
hubiera proclamado el más jojoto de mis alumnos en razón de su significado y popularidad. Homenaje jubiloso a su descriptor, el doctor Josep Babinski (1857-1932), discípulo de Jean Marie Charcot (1825-1993), el gigante del Hospital de La Salpetriére, expresión de penuria neuronal… No había concluido mi examen cuando Soñera convulsionó largo y tendido: Todos sus músculos se contrajeron salvajemente en oleadas solidarias, como si jineteara en pelo a una yegua salvaje, como si hubiera sido poseída por El Malo en persona. Cuatro eternos minutos se me antojaron, de momento, que era la postrera despedida de Soñera de este mundo inicuo…
¿Sufre ella de alguna enfermedad? ¡Siempre fue muy sana! ¿Toma alguna medicina? Me topé con esa fría y estereotipada sonrisita que me impactara desde que habíamos sido presentados: -«Bueno -me dijo el hijo adoptivo— sólo Conmel® -metamizol-, para el malestar del cuerpo». ¡Falsía rezumante! Holmes, desde «El rompecabezas de Reigate» me aconsejó: -«En el arte de la detección, es de la mayor importancia reconocer de un número de hechos cuáles son incidentales y cuáles vitales». Sin saber por qué, giré mi cabeza a la diestra como buscando una indicación. En una mesa de comedor adosada a la pared de la habitación, se amontonaban, polvorientos y desordenados, objetos diversos: prendas de vestir, un costurero, medicinas irrelevantes, libros, novelas de Corin Tellado… Como un súbito relámpago en la negrísima noche, que en un segundo deja ver el entorno, divisé medio cubierta, una familiar caja blanca con letras azules…




[1]
Durante una sesión en el Hospital Vargas de Caracas para conocer de la suficiencia de los ¨médicos integrales comunitarios¨ salidos de la escuela cubana-chavista de las hordas comunistas, aquí mismo en nuestro país, ninguno de los públicamente entrevistados pudo contestar a la pregunta, ¨¿Sabes lo que es el signo de Babinki…?¨. ¡Aunque usted no lo crea…!

-«¿Quién es diabético aquí? » – pregunté-, -«¡Nadie! » —fue la lacónica respuesta. – ¿Y qué hace aquí esta caja de Dabinese® para el control del azúcar en el diabético? Los ojos de cernícalo del hijo amantísimo, fulguraron, -«Ahh, eso me lo vendieron en la farmacia para el malestar…». ¡Soñera había consumido más de la mitad de la caja en 72 horas! ¿Cómo pudo ocurrir este «error», un antidiabético de acción prolongada? —dije molesto y preocupado-. Un lapsus afloró a la boca del tunante: «¡Eso se cura con suero glucosado!». El azúcar sanguíneo de Soñera estaba extremadamente bajo, ¡35 miligramos por decilitro! siendo lo normal entre 70 y 100 mg/dL, y sobreviene el coma por debajo de los 50 mg/ dL: ¡Un coma hipoglucémico! En voladillas la trasladamos a la clínica donde le administramos solución de glucosa hipertónica al 10% mediante una vía central y oxígeno a través de una mascarilla… Tenía un pie en la tierra y otra en el Más Allá… ¡Mucho que costó salvar su vida! A los dos días era nuevamente ella y todos, hasta el hijo adoptivo, pareció celebrar con una mueca la resurrección de Soñera… Lecciones nos da la vida…
Nunca más supe de ella: Entendí que, con sus hermanos, era la dueña de la manzana entera del apartamento donde vivían en pleno centro de Caracas…



Siendo yo un inexperto en conjuras, cuánto anhelé tener la opinión de Conan Doyle en la figura de Holmes, de Arsenio Lupin y Hercule Poirot o el mismo Alfred Hitchcock sobre tan insólito caso. Tal vez Sherlock me hubiese remitido a «La Aventura del Pabellón Wisteria» al decirle a Watson: -«Pero, como ya he tenido ocasión de hacerle observar, de lo grotesco a lo horrible, no hay sino un sólo paso…».
Para funcionar correctamente, el tejido nervioso depende del aporte de oxígeno y glucosa. Privada de azúcar, la célula nerviosa o neurona, es menos apta o incapaz de utilizar el oxígeno. En otras palabras, hipoglicemia y asfixia son casi sinónimos, no porque falte oxígeno en la primera, sino por la imposibilidad de usarlo. Ello explica que los síntomas por falta de uno u otro sean similares. A esa falta del gas de vida, la llamamos anoxia, responsable de una anormal filtración de líquidos hacia el tejido cerebral, que producen su hinchazón o edema cerebral.
El carburante del metabolismo cerebral es el azúcar o glucosa, pero ¡Qué decepción!: Nuestro control maestro, el cerebro, vive al día, depende del aporte constante y continuo del azúcar que la sangre le ofrece. A diferencia de la hormiga de la fábula, la neurona no ahorra azúcar en forma de glucógeno, por ello, no tiene reservas de azúcar. No es de extrañar pues, que el sistema nervioso sea la estructura más sensible a su carencia, y sus áreas más evolucionadas lo sean aún más; la estructura psíquica, sobre todo.
El accidente hipoglucémico depende de la rapidez, persistencia y duración de la baja de azúcar, y cuando se prolonga por más de 24 horas es despeñadero hacia el coma. De prolongarse por más de tres horas, se producen lesiones definitivas e irreversibles en el cerebro; Soñera fue una excepción a la regla… Por tanto, la premura del diagnóstico y la instauración del tratamiento son vitales. Tras el paso por la vena de los primeros mililitros de una solución concentrada de glucosa, se rompe la profunda inconsciencia y de pronto, renace la vida consciente:
  ¡Una de las gratificaciones terapéuticas más hermosas en la vida de un internista…!

Sherlock creía y vivía para la observación perspicaz, para la obtención de datos precisos y la aplicación de un método riguroso, imperativos de los naturalistas aficionados como él de la época victoriana. ¿Es que estos atributos se perdieron para no volver más por arte del ejercicio mediatizado por el dinero y por la técnica irreflexiva, o aún queda espacio en el ministerio del médico moderno y actualizado…?
Qué hermoso es el ejercicio de la medicina con todas sus desilusiones y desengaños, con todo el dolor que acarrea cuando el médico no lo minimiza estableciendo una distancia saludable desde donde pueda actuar sin identificarse masivamente con el que sufre para así ayudarle de forma efectiva. Seguimos siendo románticos, creemos en la comunicación abierta e inteligente con el paciente, única forma de preservar el legado de nuestros maestros…
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