Elogio a Henry Woltman… ¿Acaso les conté de mi admiración por Sherlock Holmes…? Parte I

Ese lejano diciembre, Pacheco había traído en sus alforjas todo el titiritante frío de la montaña neblinosa. Para más colmo, extemporáneas y recalcitrantes lluvias darían condimento al gélido drama que les contaré: Lo que zumbaba el cielo desde arriba esa noche, negra y fría, eran latas mantequeras llenas de agua… Desperté de mi plácido sueño al oír el incesante golpeteo de las grandes gotas de lluvia lanzadas por el viento contra mi ventana. En el anegado jardincito, cientos de bullangueras ranitas festejaban, alborozadas y estrepitosas, la bendición con que Dios gratificaba a la tierra. Cuando niño, me gustaba mucho dormir en una noche lluviosa de relámpagos y truenos, y especialmente si estaba bajo el magnificador de un techo de zinc. En la seguridad de mi hogar, el monótono rumor tenía el efecto de un bálsamo tranquilo, rememoración, quizás, del tránsito nuevemesino por el claustro de mi madre. En la memoria de mi inconsciente, era tal vez la nostálgica evocación de todos aquellos ruidos del entorno que tuve por compañeros durante mi profunda reclusión: El acompasado ritmo de su corazón grandote, el atropellado murmullo de la sangre inundando los lagos placentarios, el rítmico pulsar de la arteria aorta, el zumbido continuo de la sangre, ahí mismito, ascendiendo majestuosa por la gran vena cava inferior, y de repente los incómodos gruñidos de las tripas en plena digestión…

Cuando ya me hice mayor, me enteré que una noche lluviosa como ésa, para otros, tenía connotación de agonía y el potencial usurpador de hasta la última magra pertenencia… Llámelo si quiere, culpa por el colectivo, pero lo cierto es que en una noche tal, nunca más pude dormir a pierna suelta… Debo confesar sin embargo que, en esa ocasión, traté de revivir el viejo placer: Me arropé bien, me recosté contra la tibieza de mi esposa y relajé mi cuerpo entero en un intento por volver a soñar…

¡Ring, ring! chilló desesperado y apremiante el teléfono. — ¿tendría otra forma de hacerlo a la una de la madrugada? – Era una llamada de emergencia que trastrocaba —como en tantas otras ocasiones— algún caro plan. Eran apacibles tiempos, cuando todavía podíamos visitar a los enfermos en sus domicilios. Aunque me armé de un paraguas, el viento y lo cerrado del aguacero hicieron de mí una burla, y el río de agua que corría calle abajo encharcó mis zapatos y empapó mis medias…

De la mustia claridad del humilde recibo, se me hizo pasar a una estancia aromosa a “embrocación de caballo”, un preparado que, a según, servía para sacar vientos emboscados, aliviar porrazos o al menos, sentir que se estaba haciendo algo por el semejante… Cubierta por no sé cuántas cobijas, yacía, o más bien, se desparramaba la amondongada humanidad de una sesentona misia. Tendida boca arriba, pude percibir sus superficiales e infrecuentes respiraciones. La mortecina luz que emitía un foco de 25, pendiente del alto techo por un largo cable, no me permitió evaluar bien sus facciones hasta que me adapté a la penumbra. Parecía estar profundamente dormida, pero la ausencia de respuesta ante mis llamados, mis firmes cachetadas y aún la estimulación dolorosa de mi dedo apretando fuertemente contra su esternón, no logró arrancarle ni un pinche ¡Ayy!, ni tan siquiera un movimiento defensivo destinado a retirar de su cuerpo mi mano ofensora.

Se encontraba en estado de coma, un cuadro clínico donde no hay consciencia, sensibilidad o movimiento alguno, y donde funcionamos vegetativamente, “con el piloto automático” si se quiere; un estado tan parecido como cercano a lo que llamamos muerte. La misia no era diabética ni sufría de hipertensión arterial.  No consumía drogas terapéuticas, y una ligera revista a la gaveta de su mesa de noche -¡albergadora de tantas sorpresas!— únicamente me permitió encontrar un misal descolorido, un viejo rosario y una vela del alma… Aquella doña parecía tener muy presente que polvo somos y en polvo nos convertiremos, y había hecho de la muerte, no una proximidad negada -como todos solemos hacerlo—, sino una presencia ausente, tal vez, para no temerle…

A diferencia de los cerebrales, su coma no había sobrevenido con brusquedad. Por decirlo de alguna forma, se había ido arrastrando subrepticiamente a lo largo de semanas de apatía, profunda depresión, mutismo y descuido personal, en el que hasta de comer o bañarse se olvidaba. Sólo le provocaba estar encamada, aduciendo que ese año Pacheco la había mortificado inclementemente.

Perdularia Desidiosa[1] vivía solitaria con su marido en su casita de Los Rosales, un peruano pequeñito, de ojos mínimos y carita asalmonada de cartón corrugado, que había emigrado a Caracas muchos años atrás. No tenían hijos, familia, ni perrito que les ladrara: Eran el uno para el otro, y el buen señor tenía que dejarla sola todo el día para ir a ganarse el pan para ambos. ¿Por dónde comenzaría a examinar a aquella atónica mole de carne…? Me sentía como aquel que, con las manos atadas, intentaba morder una manzana colgante de una cabuya… La cama matrimonial era anchotota y bajitica, y yo no lograba alcanzar mi objetivo desde ningún flanco que abordara, aún con mi rodilla apoyada a medio camino, entre el larguero y la frondosidad de su cuerpo yerto. ¿Tendría que acostarme a su lado —que ganas no me faltaban— para poder examinarla…? La observé lo mejor que pude y comencé por tomar su tensión arterial y percibir su pulso. La primera estaba normal; sus pulsadas se me quedaban en los dedos: eran lentas y llenas. No tenía fiebre: su piel, era muy seca y fría, ¡lo inverso a un febricitante! En el recto —si es que realmente acerté mi objetivo—, ¡el termómetro no marcaba temperatura! —¿estaría dañado…?


[1] Los nombres de mis pacientes reflejan su condición personal: Perdularia: sumamente descuidado en su persona.  Desidiosa: inercia, negligente.

Su cara era tan regordeta que imitaba un plenilunio, y su tez parecía estar bañada con el color de la cera de abejas. La cabeza se confundía con el cuello anchuroso y corto, que cubría todo relieve anatómico, los latidos carotídeos y las pulsaciones de la vena yugular. Sus senos, abundosos y péndulos, transformaban los ruidos cardíacos en lejanos murmullos, apenas perceptibles con mi estetoscopio firmemente adosado a su piel. ¡Misión imposible! No pude voltearla sobre sus costados para auscultar sus pulmones. El abdomen, un tambor mayor inflado, era inabarcable, impalpable e indeprimible, y como una alforja o peto de cátcher, caía sobre sus ingles y partes púdicas, ocultándolas. Las piernas eran gruesísimas y muy hinchadas, edematosas y deformes en el tercio inferior, pero a la presión del índice, ¡ningún hoyuelo quedaba marcado…! Llegado a este punto, sentí gran frialdad en todo mi cuerpo. Nunca podré saber si fue producido por mis mojadas ropas, por el contagio de la frialdad de aquélla, mi paciente, o si por ese temor que sentimos los médicos cuando en solicitud con nuestro paciente y enfrentados a un problema de vida o muerte no tenemos ni la más remota idea de lo que está ocurriendo…

Los hechos sintomáticos que se suceden en las Aventuras de Sherlock Holmes, eran heraldos de que el detective arribaría al puerto seguro de una conclusión cierta… Los médicos, a menudo metidos a detectives, también nos valemos de esas particulares circunstancias para iluminar el diagnóstico… ¡Les invito a conocer el epílogo del caso de Perdularia Desidiosa!

  • ¿Acaso les conté de mi admiración por Sherlock Holmes…?

Parte II

El chubasco continuaba impertérrito, ahogando las miserias de la ciudad, y el viento aullaba en paroxismos, batiendo puertas y postigos en la casita de Los Rosales. La misia se me moría y yo, soledoso con mi desconcierto y mis ganas de salir corriendo… El marido alarmado y con ojos dilatados por la angustia, me acosaba de continuo con preguntas acerca del estado de su antigua y fiel compañera: ¡El único motivo de su vida! Mis respuestas morían sofocadas en mis titubeos. Tragando muy grueso no podría decirle que todavía me encontraba más perdido que … ¡el hijo de Lindbergh! Al menos dos docenas de diagnósticos diferenciales habían desfilado por mi mente en desordenada secuencia, y peligrosamente, sentía un enorme deseo de asirme a algunos de ellos, para hacer algo, para actuar… Fue entonces cuando Sherlock, desde “Un Estudio en Escarlata”, vino en mi ayuda: -“No dispongo de todos los datos todavía— le contestó al  doctor Watson— Es una equivocación garrafal el tratar de formular teorías antes de tener los datos. Insensiblemente, uno empieza a torcer los hechos para que se adapten a las teorías, en lugar de que las teorías se adapten a los hechos…”  Me sosegué y continué transitando por el sendero semiotécnico —¡procurador de hechos! — tal como mis maestros me habían advertido: ¡Desde la punta de los cabellos hasta las uñas de los pies, sin dejar nada al estricote! Al examen de su estado neurológico, le tocaba pues su turno: Desde lo alto, solté cada uno de sus brazos y piernas, que, desmadejados y plomizos, cayeron por igual, ¡sin tono alguno! Moví pasivamente su cabeza a derecha e izquierda, sus ojos, en forma refleja, se movieron en sentido contrario, como los de esas muñecas de tiempos de añil, atestiguando la normal función de buena parte su tallo cerebral. En la más incómoda posición, examiné sus elusivos reflejos: usando mi martillo percutor de Taylor — de tanto percutir desde que todavía era estudiante— golpeé en el pliegue de sus codos, muñecas, sus rodillas y… nada.



Pero cuando lo hice en su tendón de Aquiles… ¡Mehr lich! pareció oírse en la estancia. Las mismas palabras que el gran poeta alemán Johann Goethe (1749-1832) dijera antes de morir pues se me antojó —no lo sé— que entonces hubo ¡más luz! en la habitación, o que de repente, una llama muy viva habíase encendido en mí extraviado juicio clínico: ¡Hubo una respuesta! pero más informativa aún, fue la fase de relajación del reflejo: extremadamente lenta. ¡Bendita pereza! — susurré alborozado-. Aquel hallazgo había sido el único hecho sintomático de aquella noche mojada y fría…
La práctica de la medicina clínica tiene muchas similitudes con el trabajo de un buen detective: El “hecho sintomático” es a veces, la señal inequívoca de que algo muy específico está sucediendo o está por ocurrir… Es el elemento que directa y decididamente apunta hacia diagnóstico y por ello se le llama, “signo rector” o “signo-señal”, con sus variantes de ‘signum mali ominus’ o signo desfavorable; ‘signum morti’ o señal de muerte; signo patognomónico o típico de una enfermedad determinada con el cual, y de un modo seguro se establece su diagnóstico, o aún, los signos de lisis, prenuncio de la defervescencia lenta o gradual de una dolencia. Las Aventuras de Sherlock Holmes, están repletas de ellos, generalmente ignorados e invisibles para quienes le acompañan, su compañero “el bueno y querido Watson” —como él lo llamara- o los detectives Lestrade y Gregson, de Scotland Yard.
En nuestro oficio, al abordar cada nuevo problema diagnóstico, los médicos nos valemos de conocimientos, previas experiencias, conceptos y cuadros clínicos cocinados en la observación fina, sistemática y rigurosa. Estos cuadros clínicos los usamos como un principio guía que, al igual que el ovillo de hilo que Ariadna le diera a Teseo para salir del Laberinto luego de matar al Minotauro, nos ayuda a no perder la ruta del buen sentido, aunque transitemos por engañosas y parecidas trochas… El hecho sintomático de la noche decembrina, fue la prolongación de la fase de relajación del reflejo aquileano. En mucho se parecen los reflejos al movimiento del péndulo de un reloj: Un golpe seco con el martillo percutor sobre el tendón del músculo origina una primera respuesta de sacudida, seguida por otra, que viaja en la dirección opuesta, llevando el pie, en este caso, a su posición primitiva: Contracción y relajación. En las personas normales, ambas fases son rápidas, y la primera tiene mayor velocidad. Esa bendita lentitud hizo el efecto de la pieza clave en un rompecabezas. – “¡Datos, datos, datos…, no puedo hacer ladrillos sin arcilla!” decía Sherlock a Watson en la “Aventura de los Arboles Cobrizos”. Como por arte de magia, todo el examen clínico cobró sentido: La cara redonda de toscos y abultados párpados, los labios pálido-violáceos, la frialdad corporal, la respiración tan lenta, los ruidos cardíacos distantes, las quedas pulsadas, la piel seca, la ausencia de vello púbico y axilar, el cabello escaso, liso y quebradizo, con hebras esparcidas por la almohada, la friolencia marcada de semanas previas, la dureza de su oído, su depresión espiritual y su gradual somnolencia que terminó por sumergirla en el coma.
El doctor Henry Woltman, neurólogo de la Clínica Mayo de Norteamérica, “de quien aprendimos los matices y valores de nuestro arte, indefinibles objetivamente —escribió alguno de sus alumnos—. Nos embebimos de esos intangibles de una especial manera, por ósmosis de persona a persona. Nuestra razón de ser fue aprendida en la hermandad y no mediante los métodos didácticos de un salón de clases”, observó que en sujetos con extrema deficiencia de la función tiroidea, los reflejos se enlentecían notoriamente -“signo de Woltman”-, y como a menudo hemos comprobado en la práctica clínica, el reconocimiento de un reflejo de muy lenta relajación suele ser la chispa que enciende la sospecha de una muy severa forma de hipotiroidismo —función tiroidea muy lenta-, llamada mixedema en atención a la infiltración del tejido graso que toma asiento bajo la piel, por una sustancia parecida al moco, que produce una hinchazón dura similar al depósito de agua que llamamos edema, pero que no conserva la impresión del dedo que lo presiona…
Esa noche, mi paciente de Los Rosales era poseída por una rara avis. Toda ella era una fascinante condición médica, un “fascinoma”, un coma mixedematoso devenido por la casi total ausencia de la hormona tiroidea en su cuerpo. Aquella misma noche fue admitida en el Hospital Vargas de Caracas. El tratamiento con hormona tiroidea y cortisona mordieron eficaces en los tejidos con la deficiencia extrema, salvando su vida… Varias veces la resaca de su dolencia la aventó a la Sala 2, y en la última, una infección respiratoria se la llevó consigo a la Patria Celestial… La autopsia – el “ver por uno mismo”-, donde la muerte de unos nos ayuda a salvar la vida de otros, evidenció la total ausencia de la glándula tiroides, que había sido consumida por una inflamación crónica, por una tiroiditis autoinmune, que, a lo garimpeiro, sin que nadie pareciera haberse dado cuenta, la hirió de muerte.
La pieza clave del rompecabezas clínico de Perdularia Desidiosa, dio sentido a los fragmentos restantes que, hasta ese momento, aparentaban no tenerlo. De la recolección armoniosa de síntomas y signos físicos, de datos faltantes o sobrantes, de indicios grandes o pequeños, los médicos, como buenos detectives al husmillo del criminal, tejemos y tejemos nuestros diagnósticos, curamos cuando podemos o brindamos alivio cuando la fuerza destructiva es más poderosa que nuestro arte…
Publicado en El Unipersonal.

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