Elogio de los caminos del equívoco… o los apuros del Conde Drácula

-Tragicomedia en cinco “in-humanos” actos.

Prolegómeno…

El avance tecnológico —casi de ficción—, que ha enriquecido la medicina moderna en recientes lustros, ha forzado en la conducta del médico, la errónea idea de que ya no es a importante la comunicación total con el paciente como rasgo principalísimo del proceso de diagnóstico, tratamiento y sanación. El magnetismo, casi misterioso, que ejercen en nosotros los médicos las múltiples técnicas e instrumentos maravillosos de que disponemos —que casi que nos permiten practicar una “autopsia en vida” del cuerpo enfermo—, nos ha compelido, extasiados, a relacionarnos con ellos en forma servil e irracional y a olvidar la anamnesis, ese proceso de recolectar datos concernientes a un paciente, su familia, previas residencias, experiencias y sensaciones anormales o actos observados por el enfermo o sus cercanos, con fechas de aparición y duración, así como también el resultados de algún tratamiento; o más propiamente, a la historia clínica en su totalidad como premisa para su fructuoso y oportuno empleo. No pocos errores de diagnóstico y, por ende, de tratamiento, surgen al obviar estas sólidas reglas del arte, consagradas por el paso de los siglos. Es axiomático, por tanto, el enorme valor de una total comunicación previa, de semejante a semejante, esclarecedora y sanadora como antesala a la indicación de exámenes complementarios…

En la superstición popular, un vampiro —ente chupador de sangre— es el alma en pena de un criminal, hereje o suicida, que abandona su sepulcro durante la noche y adoptando la forma de un murciélago, sale a clavar sus filosos colmillos en el cuello de sus víctimas para absorber su sangre. Antes del despuntar del alba, debe regresar a su ataúd, lleno con la tierra que le vio nacer para iniciar su diurno reposo. De acuerdo a la leyenda eslava de donde se originó, las víctimas del chupador después de sus muertes, se transforman en vampiros ellas mismas. Entre todos los demonios de las antiguas tradiciones, ha sido el vampiro el que ha gozado de éxito más connotado, particularmente después de la novela gótica, Drácula (1897).

      Nacida de la pluma del novelista irlandés Bram Stoker (1847-1912), de quien se dice basó su novela en las conversaciones que mantuvo con un erudito húngaro Arminius Vámbéry, quien le habló de un tal Vlad Drăculea.

El famoso muerto-viviente revive el romance de horror. El misterioso Conde Drácula se aposenta en un solitario castillo en Transilvania, una región de Rumanía que, por tradición, está infestada de vampiros y licántropos –hombres lobo-, y donde se muestra la naturaleza del engendro, quien es cadáver de día, pero caballero elegante y cultivado por las noches —cuando no está persiguiendo a sus víctimas transformado en murciélago-.

A partir de 1931, el famoso actor rumano   Bela Lugosi (1882-1956), lo dio a conocer a través del cine, y desde pequeños, todos aprendimos mucho sobre “vampirismo”: los métodos para reconocerlos —no dan origen a sombra y no son reflejados por los espejos—, o para protegernos de ellos —mostrándoles un crucifijo, un rosario o durmiendo con una ristra de ajos atada alrededor del cuello—, o conociendo los detalles de cómo deben ser eliminados -destruyendo los lugares donde duermen de día, o atravesando sus corazones con una estaca-.

¿Cómo reconocer a un vampiro…?

  • Delgados, como un humano pero con colmillos, con piel extremadamente pálida y dedos y uñas largas; el color de sus ojos cambia, entre rojo, negro y dorado, dependiendo de si tomaron sangre humana o animal, o si por el contrario, no la tomaron; vestimenta preferentemente negra, aunque puede variar entre rojos, morados y violetas; incluso sus capas son negras; al no tener alma, no se reflejan en los espejos ni dan origen a sombra; tienen capacidad de hacer que cambie el tiempo; pueden transformarse en murciélagos y lograr obediencia de seres repulsivos, como ratas, moscas, arañas y los murciélagos, pero también de lobos, dingos y zorros; permanecen eternamente jóvenes, con la edad que tenían al momento de ser convertidos; poseen telepatía y control mental; están adornados de mucho talento y de una fuerza sobrehumana y velocidad sobrenatural; capacidad para convertirse en animal o niebla; pierden facultades durante el día: el vampiro huye de la luz diurna, que lo debilita pero no lo destruye: puede moverse a medio día durante un escaso período de tiempo (en la novela, el conde Drácula, aparece a plena luz del día buscando a Mina Harker); duermen en el interior de un ataúd sobre tierra traída de su lugar natal; beben sangre humana como único alimento y convierten en vampiros a quienes asesten su mordedura fatídica o bauticen con su propia sangre haciéndoles beberla. Si únicamente somos mordidos, no nos transformamos en vampiros; se les puede mantener a raya con crucifijos, ristras o flores de ajo, la Sagrada Forma consagrada y agua bendita; pero para que muera realmente, se le ha de clavar una estaca en el corazón o se lo ha de decapitar. van Helsing menciona que sí, cuando el íncubo está dentro del ataúd, se coloca una rosa sobre la tapa del mismo, no podrá salir…
  • ¡Melena no siempre se relaciona con el cabello suelto! Para los médicos, “MELENA” -del griego, negro-, es un fenómeno morboso que consiste en la expulsión de sangre por el intestino, que, al estar modificada o digerida, vira del color rojo, al negro alquitranado. Generalmente es consecutiva a un sangrado digestivo originado en el estómago o en la parte más proximal del intestino delgado. Es por tanto, un alarmante signo clínico de reconocido valor. La falsa melena del niño, llamada también “espuria”, se aplica a las heces ennegrecidas que no proceden de su tubo digestivo, sino de la sangre originada de grietas en el pezón de la nodriza. Comer derivados de la sangre de animales -como las morcillas-, derivados del hierro o bismuto, o deglutir la propia sangre originada en la boca o nariz, producirán también heces modificadas, y de no ser que el paciente sea adecuadamente interrogado podría pasar como proveniente de alguna lesión en el tubo digestivo, dando lugar a la ejecución de exámenes molestos e innecesarios…

     

    ¡Entiendo que se sienta confundido! ¿Qué tiene que ver el infame personaje de Stoker?, ¿el Conde Drácula? , con algo tan innoble, repugnante y maloliente como unas heces ennegrecidas? Pues bien, el relato fabulado que usted leerá —escrito sin ánimo de hacer mofa de especialidad médica alguna—, es una crónica satírica, abundosa en exageraciones e implícitos mensajes, que únicamente desea exaltar la importancia del «saber escuchar», para que en nuestro evolutivo devenir de curadores integrales, alcancemos a ser efectivos y confiables “historiadores” de nuestros pacientes, lo que sin lugar a dudas redundará en beneficio inconmensurable para ellos y nos gratificará a nosotros, en la forma de vivencias crecedoras.

    Sin más preámbulos, les contaré aquella parte de la historia que nunca fue contada…

  • Siendo ya notoria la fama del Conde Drácula entre las núbiles residentes de los numerosos villorrios de la brumosa Transilvania — aquellas, que entre suspiros de deseo y mea culpas de mentira, se debatían en la duda de qué hacer, de encontrarse en la noche intempesta y cara-a-cara con el lívido y libidinoso personaje—, ocurrió que cierta noche, en una de esas furtivas incursiones que seguían al advenimiento del ocaso y luego de un provechoso periplo por una comarca abundosa en jugosas doncellas, sintió el Señor Conde, urgentes movimientos abdominales y ruidos de tripas, inequívoca indicación de que debía dar de cuerpo… ¡y de inmediato! Nerviosamente miró en derredor, divisando, a no pocas varas de distancia, una tapia no muy alta, donde al resguardo de miradas indiscretas, se permitiría satisfacer su tan ¿humana?, como desesperada necesidad…

    Y helo allí -distraído por naturaleza-, que completado su ingente deseo y ya dispuesto a marcharse a casa, sucedió que de soslayo miró al suelo, no pudiendo evitar el comparar su deyección con muchas otras, que, esparcidas por el lugar, tomaban obligadas el sereno en la clara noche de plenilunio… Gran temor y desconcierto se aposentaron en su alma torva al constatar, que las suyas, más parecían alquitrán que el desecho final de la dieta de aquellos otros humanos, que en aquel acantonado lugar y sigilosos también, le habían precedido en similar operación… Aprehensivo y cobarde—aunque fama de ello no tuviera—, y sintiendo muy de cerca el acerado frío de la guadaña de la muerte, en pocos segundos, transformado en murciélago y volando como alma que el diablo lleva, completó la distancia entre la tapia —llamada “de los pujidos”—, y un remodelado castillo de los suburbios, en una de cuyas almenadas torres, en iluminado aviso multicolor podía leerse desde la distancia, “La sofisticada. Policlínica de Súper-Especialistas”. Abrigaba el Señor Conde en lo insondable de su despreciable alma, la firme convicción de que sólo, un tal profesional, podría alivianarle su tremendo desasosiego…”

    ¿Qué habría de ocurrirle al Conde Drácula por su ennegrecido hallazgo, por su queja tan específica, concreta y de por sí, diagnóstica? ¿Encontraría en el Súper-Especialista el bálsamo que mitigara el sufrimiento de su alma pecadora —alma al fin—? ¿Prevalecería en su caso el arte anamnéstico o la acción irreflexiva…?

     

     

     

En el Acto I, exaltamos el valor semiológico de la melena o heces de color negro por la presencia de sangre digerida originada en el esófago, estómago o primeros tramos del intestino delgado. Además, enfatizamos la importancia de la comunicación y del saber escuchar en la relación médico-paciente como paso previo e inaplazable a la indicación de exámenes complementarios que, en su ausencia, pueden crearle al pobre enfermo más problemas que beneficios. En el mismo Acto I, por un albur del destino, el Conde Drácula, en las adyacencias de una tapia —llamada “de los pujidos”—, había comparado sus heces ennegrecidas con las de otros humanos que habían defecado previamente a él. Su sorpresa y terror habían sido tales que lo encontramos movilizándose hacia un modernizado castillo, devenido en sofisticada clínica de súper-especialistas. Continuemos pues nuestra verídica y penosa historia…

-“Transmutado en murciélago y cortando raudo la pesada bruma en la denegrida noche transilvana, el señor Conde se lamentaba de su suerte: ¡Tan bien que la había pasado durante tantos siglos! Había paladeado sinnúmero de sangres diferentes: El gustillo suave y perfumado de las mozuelas saludables, el melífero sabor de las diabéticas, el toque de amargor de las despechadas, el bilioso acento de las inquinadas, y hasta el inconfundible saborcillo a orina de las académicas… Parecíale como si su disoluta biografía estuviera a punto de culminar, y él ¡no estaba preparado aún para ello! Miles de preguntas se agolpaban en su mente depravada ante la situación que su condición de poco observador y distraído, le había deparado. ¿Por qué negras? ¿Por qué tan diferentes? ¿Por qué tan fétidas? Y fue así, como ya transformado en gente, llegó jadeante ante una oficina del remodelado castillete donde, según rezaba en una fina placa de cobre pulido fijada a la pared, despachaba el “DocTOR TURA, Súper-Especialista en estómago, apéndices y aledaños”.

Las paredes del recinto estaban tapizadas de diplomas y certificados que, en extrañas lenguas, atestiguaban de sudorosos posgrados en renombradas universidades allende los mares. Ignorando a quienes primero que él, habían llegado —y que, ante el macabro porte del acelerado sujeto, optaron por no protestar—, de un empellón, sacudió la puerta del despacho y penetró en la estancia donde el especialista contaba con fruición innumerables piedras extraídas de una vesícula biliar aún tibia. Erguido ante él, le dijo con profunda y tenebrosa voz:

“-Soy el Conde Drácula, archiconocido vampiro de profesión, archisabido en grupos y subgrupos sanguíneos y ciudadano esclarecido de esta comarca… —y enseguida remató— Traigo una queja de suma urgencia y exijo inmediata atención, pues según creo, es única y mortal: Mis heces son tan negras como el petróleo y bastante más que mi alma miserable …”

“Al oír la tan conocida queja proferida por el larguirucho y desconocido sujeto, los ojillos del cejijunto súper-especialista fulguraron, así que de inmediato le respondió, decidido y tajante: -“No me diga más nada. A quien tanto ve, con un sólo ojo le basta. De su caso por resuelto. ¡Ya yo sé lo que usted tiene…! Comenzaremos a revisarle sin preámbulo y sobre la marcha, pues todo lo demás es tan sólo pérdida de “MI” precioso tiempo. Me regiré por un acabado plan de estudio o protocolo, que, en forma por demás rigurosa, seguíamos en casos tales como el suyo en la computarizada universidad, la quintaesencia de la modernidad, donde realizara mis últimos estudios de perfeccionamiento…” -“Pero…”—dijo Drácula, tratando de que se le oyera previamente-, cuando fue interrumpido en seco por su interlocutor, quien a su vez le dijo, clavando sus ojuelos iracundos en los suyos perversos, -“¡No diga una palabra más, que de súbito le examinaremos de cabo a rabo! -al tiempo que pensaba para sí, –“Qué quemo mis ambicionados títulos y certificados si no hay un vaso sanguíneo manando sangre en el tubo digestivo de este parroquiano, entre la boca y su antípoda…” .

-“Pero…” —balbuceó Drácula otra vez- Más por segunda y última ocasión le atajó el curador en tono casi rugiente: -“¡Nada de peros..!, vaya quitándose la capa, el chaleco, los pantalones y los calzoncillos, que sin tardanza hemos de comenzar por el último de los mentados…” ¿Por qué comenzar tan bajo, por donde la causa casi de seguro que no estaba? —nos preguntamos— Simplemente, ‘línea de partido’: Había que actuar en sujeción al protocolo…

  Drácula, ¿hombre? ilustre y enterado, pensó —aunque extrañado— que la anamnesis era, efectivamente, cosa de tiempos pasados y que debía seguir las convicciones del otro. Y créanme, que nada tan denigrante para el Señor de la Maldad y Amo de las Tinieblas fue el verse adoptando aquella ignominiosa posición, dizque de “plegaria mahometana” en que le dispuso el exclusivista. ¡Él, cuyos clerófobos labios jamás habían pronunciado ni una oración jaculatoria!, ahora estaba allí, en tan grotesca postura, en cuatro patas, cabeza abajo y ancas arriba!

Pero de pronto, sus pensamientos fueron interrumpidos al sentirse agredido por el dedo índice del galeno, que diligente y activo, mediante un tacto rectal, buscaba la enfermedad por no sabemos dónde… Finalizado el incómodo asuntico, el especialista depositó el recién retirado guante de látex en un recipiente de vidrio y le puso en contacto con ácido acético, guayaco y agua oxigenada -sin importarle un pepino la negritud de los residuos al guante adheridos— y al observar el viraje a un color morado intenso, dijo complacido y frío, -“Lo que me temía, sangre ‘oculta’ positiva en las heces!” y sin pestañear, ni dejar pestañear al macilento vampiro, le introdujo, sin dolor de su alma y de un sólo golpe, macerado por el tino y la experiencia y por donde precisamente el cóccix pierde su nombre, un rectosigmoidoscopio rígido hasta la marca de 45 centímetros, oyéndosele decir triunfal, -“¡Cerca de media vara..!”.

  Su instrumento, un cilindro metálico hueco con luz propia, le permitiría ver los últimos tramos del colon descendente: el sigmoides y el recto… Sacudido como fue por tan bajo golpe, Drácula para sí pensó que sabía podía ser abatido si se le clavaba una estaca en el centro de su negro corazón, pero nunca había llegado a imaginarse que tuviera que morir en tan ofensiva posición, y sobre todo de manera tan vil, “atravesado de a por detrás y sin prevención alguna…”.

Mas, nada de eso ocurrióle… ¡No profirió alarido alguno, seguía vivo y con el raciocinio intacto! El espejo que estaba frente a la camilla de examen no reflejaba la imagen del Señor Conde, así que el instrumento se veía como suspendido en el espacio… Pero tan ocupado y ciego ante los hechos el exclusivista estaba, que sólo buscaba un vaso sanguíneo roto al cual echarle las culpas y poder fulgurarlo con su potente disparador de rayos láser…” Dejemos por un momento a Drácula solo con su doctor y volvamos más tarde…

Meditemos sobre cuántas veces nos hemos ido de bruces a realizar exploraciones irracionales, sin haber siquiera escuchado lo que el enfermo quiso decirnos, o lo que debimos haberle preguntado previamente. ¡Mea culpa!

 

El arte del diagnóstico es uno de los ejercicios intelectuales más depurados y hermosos del acto médico, porque en él se conjuga un profundo conocimiento en materia médica y experiencia adquirida al través de la praxis, con el don de la observación crítica y fina, el razonamiento correcto para ejercer el diagnóstico diferencial —donde el médico descarta otras enfermedades parecidas que comparten hechos similares—, la capacidad de integración y una mente abierta y plástica para no adherirse tercamente a un diagnóstico previo, sea propio o extraño.

En los tiempos actuales y por los progresos tecnológicos que nos vienen fundamentalmente de Norteamérica, ya pareciera estar de más o ‘démodé’, enseñar a los alumnos a usar su inteligencia y conocimientos para hacer diagnósticos; por ende, este es transferido al examen complementario irresponsable, ya sea de laboratorio o por imágenes radiológicas. Este proceder, tiene a su vez, desastrosos efectos para el médico en formación: Pereza o insuficiencia para razonar o hacer un diagnóstico diferencial, indicación de exámenes sin reflexión alguna, por pura rutina -“a ver si la pega”—, desvirtuando el acto médico. La indicación de una plétora de exámenes sin justificación clínica, es un hecho por demás sintomático de la ignorancia del profesional sobre lo que le ocurre a su paciente. ¡Y es tan común en nuestros días…!

Dejamos al protagonista de nuestra sátira, el Conde Drácula, en posición genupectoral o de “plegaria mahometana” y con un rectosigmoidoscopio rígido “in situ”, con el que se buscaba —por donde seguro no estaba— el origen de su melena o heces ennegrecidas por la presencia de sangre digerida…

-“Con destreza de perro viejo, el especialista manipulaba el instrumento de un lado a otro y de adentro hacia afuera, al tiempo que exclamaba a baja voz y como quien juega a las escondidas, -“Nada por aquí, nada por allá, nada por acullá..!”, repitiéndolo como un conjuro, una y otra vez. Y en la última, en la que al fin lo extrajo, nuestro malhadado héroe, con los pelos erizados le oyó decir, -“No cantes victoria enfermedad, que el colon es largo y mi aparato muy corto, pero aquí te tengo una sorpresita.”— y acto seguido, de una hermosa y pulida caja de metal, extrajo un largo y flexible artefacto, que perspiraba tecnología nipona a lo largo y ancho de su cilíndrico perfil, al tiempo que se lo introducía por el recién ofendido orificio, imprimiéndole en amañada forma, movimientos de propulsión, retropulsión y torsión, que acompañaba con su ojo de observador sagaz, literalmente encolado al ocular del instrumento.

 Drácula sudaba y hasta sentía que no podía tragar… y menos aún hablar, pues algo le decía que tenía como un hueso atorado en el güergüero… Al término, un grito del científico le saco de sus cavilaciones- “¡Eureka! -gritó el galeno jubiloso— con mi flamante colonoscopio flexible, he transitado de pé-a-pá, toda la longitud del colon, llegando hasta la mismísima válvula ileocecal, que lo separa del intestino delgado y ni rastros del villano que ansío ver… —y acotó de inmediato, mientras muy confundido, se rascaba la cabeza ahogada en caspa— pero -“¡Demonios!, lo que busco ha de estar en alguna parte, y como que me llamo DocTOR TURA, le juro que lo conseguiré…”.

-“A ver, póngase sus calzonetas y sus pantalones y se me sienta aquí!” —le dijo el ‘súper’ en tono decidido y energético a nuestro ya pacificado paciente-. Y a pesar de que el Conde sentía que sus orejotas exangües estaban a punto de sangrarle, y de que casi “que se le iba el mundo”, tan aterrado como estaba con su presunción de grave enfermedad, que se sobrepuso y se sentó dispuesto, en la silla que el casposo le ofreciera.

Acto seguido, le introdujo un horrible aparato por las narinas, un espéculo nasal, que casi lo hizo estornudar, por donde miró de refilón, para únicamente ver una mucosa nasal sana. Luego, le ordenó desorbitado, “¡Abra la boca!” y asistido por una paleta le exploró las encías, el piso de la boca, la lengua y la garganta, sin prestar mayor atención a sus afilados y agujereados colmillos, que enrojecidos, sobresalían amenazantes de entre los otros dientes, dictando a una moderna grabadora en docto lenguaje: -“Ninguna enfermedad en las encías, excoriaciones, ulceraciones o vasos anormales. Saburra rojiza sobre la lengua. En apariencia, todo parece estar saludable…” y más rápido que un parpadeo, retiró otro luengo aparato de una singular maleta ‘ad hoc’, que de seguidas y sin miramientos, se lo enchufó por la boca, pidiéndole se lo tragara como si fuera un espagueti. En su fuero interno -porque aquel condenado utensilio le impedía quejarse o hablar— el Conde pensó, -“Dígame mí… que nunca he comido espaguetis y ni tan siquiera sé cómo son…”.

Como en anteriores oportunidades, nuestro brillante especialista, se comunicaba únicamente con su grabadora, oyéndosele decir -“Esófago-gastroduodenoscopia: Esófago de superficie rosada, lisa y saludable. No veo várices, úlceras, punteado hemorrágico o evidencias de reflujo. La unión esófago-gástrica es normal. No hay hernia hiatal. Se toman las biopsias de ley…”, y de un diestro zambombazo, pasó el instrumento hacia el estómago —siempre en continuo monólogo con su grabadora—, diciéndole estar pasando por la calle gástrica, la curvatura mayor, el antro pilórico y el duodeno, dándole vueltas a aquel espagueti gigante, con su cabeza a él adherida como sanguijuela ayunosa, tomándole biopsias aquí y más allá. De improviso, y en un acto de respeto y humana convivencia, díjole el ‘súper’ a su desvencijado cliente, brindándole el ocular de su aparato: -“¡Mírese por dentro, qué maravillosa “máquina” que somos los humanos… ¿No le parece?!”

Nuestro Conde, casi que arroja el espagueti, al ver aquella anfractuosa cavidad que entonces se le antojó era asquerosa chinchurria… -“Ahora -le dijo el exclusivista tocándole el sitio—, va a sentir un pesito aquí, en la boca del estómago. Es que tengo que insuflarle más aire para no dejar de ver el ‘fundus’ de su estómago, ¡Ahh! ese cofre de sorpresas…”. Y dicho y hecho. Pero aquello fue el colmo. Por el inflamiento, los ojos de Drácula, por naturaleza, inyectados y amarillentos, ahora parecían dos metras bolondronas purpurinas, que, dispuestas a abandonar sus cuencas, se debatían en tremendo pugilato con sus medios anatómicos de sostén, muy fuertes por cierto…

No obstante, se dijo mentalmente y para darse ánimos —aquellos que casi le habían abandonado-, “Voy circulando por el camino de la verdad asido a una mano diestra, y cualquier sacrificio será poco…” Mientras esto hacía, Tura, meditabundo y en bajo soliloquio se decía, -“¡Nunca he visto mucosa digestiva tan sana como ésta… por cierto doy que este sujeto debe comer algo muy sano, fresco, natural y definitivamente exento de aditivos y sustancias irritantes!…, pero, entonces, ¿¡de dónde carajo vendrá esta maldita sangre…!?”

¿Qué acontecerá al Conde Drácula? ¿Qué nuevas exploraciones le tendrá planificadas el DocTOR TURA a fin de encontrar la ‘tubería’ rota? ¿Le deparará alivio la tecnología sin concierto al alado demonio o su situación dará un vuelco inesperado…?

 

Si el ser humano no hablara, los médicos seríamos simples veterinarios… Cuando un murciélago se enreda en el cabello de una mujer, el hecho —se asegura— es prenuncio de muerte o desastroso noviazgo. Cuando los médicos contraponemos nuestro tiempo/nuestro beneficio, al tiempo que deberíamos destinar para una comunicación elucidaria con el paciente, el hecho es heraldo de fiasco, clarinada que avisa de una andanada de injustificadas, inconsideradas e insensatas exploraciones. Los vampiros, insatisfechos con su suerte, suelen frecuentar lugares sagrados, templos e iglesias, para orar por su salvación. El médico que desatiende su rol y su arte, abandona el templo de la sabiduría para transitar los lugares comunes de la ligereza, pereza mental y desamor por el estudio, sin una orientación clínica, tornará el atajo de la tecnología imponderada, que siendo una creación de la inteligencia humana no puede reemplazar el uso de esa misma inteligencia en la atención primaria del paciente, pues, aunque usted no me crea, mientras menos tiempo me tome yo para entender su problema y mientras más exámenes le ordene, tenga la convicción de que más lejos de la verdad me encontraré…, porque la correcta interpretación de un examen o procedimiento específico sólo será posible si se correlaciona con los hallazgos de aquello para lo cual… ¡No hay sustituto!: ¡La historia y el razonamiento clínicos! Y si los resultados de los complementarios estuviesen en contradicción con las manifestaciones clínicas… ¡al cesto de la basura con ellos!

Hasta este momento, el pobre Conde Drácula ha sido “invadido” repetidas veces por un tecnicismo errático. Su médico tratante, el DocTOR TURA, un ‘súper-especialista’ avezado en complejas técnicas, ha ignorado la anamnesis, el arte de hablar y observar a un paciente, indagando sobre su vida y enfermedad, y por tanto no encuentra el motivo de su melena o heces alquitranadas. Le habíamos dejado con el endoscopio introducido en su tubo digestivo superior, donde nada anormal había encontrado, pero todavía seguía pensando que en algún lugar —tal vez en su imaginación- se encontraba un vaso sanguíneo dejando escapar sangre…

Así que, turbado y sin perder la compostura, retiró el bicho aquel de la ¿humanidad? de un Drácula, ya reducido a piltrafa, e ignorando que su entecada figura no originaba sombra, le dijo ceremonioso: -“Ya puede irse, mi querido amigo. Por hoy hemos terminado. No he podido identificar aún el origen del mal que lo acogota, sin embargo, mañana le realizaremos la segunda etapa del plan de estudio que nos hemos propuesto, vale decir, un no invasivo ecosonograma abdominal, una simple coledocoscopia, eventualmente una laparoscopia, para con este periscopio mirarle la barriga del lado adentro con biopsias dirigidas donde fuere menester… ¡Ahh! y una resonancia magnética abdominal, el benjamín de la tecnología, que por cierto ya ha arribado a ésta, su casa, y con el que le veremos sus átomos hidrógeno interactuando con un campo magnético y reconociendo, de una vez por todas, a “ese malandrín llamado melena”… ¡Dé por seguro que desentrañaremos el misterio! Pero ahora, pase por donde mi secretaria y bájese de la… ¡Ejem!, quiero decirle por favor, sáldele 100.000 bolívares S, por concepto de libre acceso a mis experimentadas manos, por consumo de compuestos de alta energía por las neuronas de mis lóbulos frontales y por el uso/deterioro/depreciación de mi sofisticado instrumental japonés de a dólar innombrable…”

Drácula, que no acostumbraba a llevar en su alforja tan abultada suma de dinero, no tuvo más remedio que recurrir a su tarjeta de crédito dorada… ¡Afortunadamente, la súper-clínica estaba afiliada a ella…! Abandonó el lugar cabizbajo y todavía turulato por el efecto de las dos pre anestesias que llevaba entre pecho y espalda, pero todavía peor, más aterrado que después de su casual descubrimiento, allá, en la tapia llamada “de los pujidos”. Mascullando su amargura, pudo oír tras sí la voz de su doctor, que sacudiéndose la caspa gritaba: -“¡El que sigue que vaya quitándose los calzones…!”

La ciencia médica no había podido hacer nada por él: Moriría como un vulgar mortal con esa enfermedad que tiñe las heces con el color de la noche -pensó-. En el camino se topó con una curvilínea lugareña, para ser más exactos una morena de ojos verdes, caderas insinuantes y minifalda ajustada, quien le hizo ojitos y otras carantoñas, que él, tan abatido como estaba, no alcanzó a reparar… Y créanme que hasta unas náuseas irrefrenables se apoderaban de su inmundo ser al sólo evocar una femenina figura… ¡Así sería su congoja que hasta había perdido su ancestral apetito…!

A su retorno al castillo, ansiosas le esperaban su legión de cloróticas concubinas, alineadas en estricto orden jerárquico y dispuestas a recibir su chupada de rigor… Pero, qué desconcierto y tristeza todas mostraron al ver tan perturbado a su Amo y Señor, quien inmutable y por primera vez centurias, pasó directo a su recámara sin siquiera tomar, aquel, su acostumbrado refrigerio de la aurora.

Y allí, en las tinieblas, permaneció casi todo lo que restaba de aquella larga noche, inclinado sobre su siempre fiel sarcófago, con sus huesudas manos hundidas en la desgreñada cabellera, rumiando su inexorable destino… Pero al fin pudo verbalizar la horrible verdad que se atosigaba en su garganta —aún maltratada por la reciente intromisión tecnológica-. La favorita de su afecto, conoció de ella, ésta, por cierto, una ¡médica internista! de azules ojos, piel de almendra y suaves contornos, retirada precozmente de la profesión a raíz del fatídico mordisco que aquél le propinara meses atrás, al oír la escatológica revelación, estalló en sonoras carcajadas. Con voz queda, ‘la clínica’ le tranquilizó y reconfortó diciéndole:

“Entra en tu ataúd y duerme en paz, mi querido Señor, mi desadvertido y tan poco inquiridor Amo. ¡No habrá segunda etapa! Tú, al igual que todas nosotras, no sufres de mal alguno. Tú vivirás por siempre… Y con balsámica prosa concluyó su admonición:

 

— “¡Escrito está con simpleza, que todo aquel que con sangre

se alimente, por ventura qué negro habrá de ensuciar..!”

 

¡Qué transformación tan increíble sufrió aquél abyecto despojo! Tan sólo bastaron aquellas económicas y reveladoras palabras para que Drácula, ya alivianado y con el apetito renovado, tomara en ella su merienda y durmiera todo aquel día y hasta la próxima noche, no sin antes pensar con frustración y desconsuelo: — “¡Otro simple caso de médica ligereza…! ¿Por qué TURA se peló y por qué no me interpeló previamente, sobre mis exóticas inclinaciones gastronómicas…?” No resulta exagerado el decir que esa noche con el “superespecialista” y su acabado protocolo, fue peor que aquella otra en la que al fin se puso término a su aterrorizante reinado secular, cuándo claváronle tremendo palo en el centro de su impío corazón, y en la que, en concomitancia, le metieron candela a su lóbrega mansión y a todo cuanto en ella se movía…

-¿Qué podemos aprender los médico del sórdido caso de la melena espuria del Conde Drácula?, ¿Podremos oponernos al creciente avance de la tecnología empleada sin medida, oportunidad ni concierto..? ¿La moraleja…?

 

 

¡Cuántos sinsabores los que pasó el Conde Drácula de manos del docTOR TURA, un galeno sordo y ciego, que le sometiera a abusivas exploraciones de sus vías digestivas buscando la causa de su melena espuria o falsa —heces de color negruzco por contener sangre digerida —, un pseudosíntoma amalgamado a su estilo de vida y extravagante alimentación! A lo largo de cuatro actos sufrimos con el señor Conde, los pormenores de sus insólitas revisiones, que, de algún modo jocosas, en la realidad posibles… ¿Cuántas veces el enfermo cree que el uso del tecnicismo más moderno, en ausencia de una clara verbalización de sus quejas, le ahorrará tiempo, traumas y frustraciones? ¿No es muchas veces él, quien le da carta franca al médico para que abuse de la tecnología y de su confianza al decirle: -“¡Hospitalíceme doctor y hágame TODOS los exámenes…!” ¿No es este proceder un “tentar al demonio” en la forma de un resultado artefactual, un valor en la sangre que se sale un poquito fuera de la norma y que, aunque nada signifique, le aventará como a Ulises hacia los mares embravecidos de los malos entendidos, de más exámenes y hasta de innecesaria cirugía…? ¿Cuál pues es la moraleja de nuestra verídica historia…?

 

El gaznápiro “súper-especialista” de marras, en su dilatada experiencia y tecnológica sapiencia, tan seguro como de su arte estaba, que acalló de un soplido y con su urgente deseo de hacer, lo primero que debía acometer: Aquél inaplazable ritual facultativo, el del amnestésico inquirir sobre el cómo y el qué; sobre el cuándo y el dónde; sobre el por qué y el debido a que, de tan escatológica relación: los antecedentes, riesgos profesionales, gustos alimentarios y muchos otros, que tan sólo la abierta comunicación procura, sin olvidar por supuesto, la corporal revisión, desde el desgreñado cabello hasta los apéndices pedales, de aquél mefistofélico y pestilente pecador…

Olvidó —o no lo sabía— que a todo aquel qué vampiro es, la melena espuria muy de cerca le acompaña, y que al igual que los que se deleitan con morcillas, o a los hipocondríacos que por pretendida anemia hierro se atapuzan por doquier, las feces de negro se le tiñen… Que menos daño al pellejo y al bolsillo se ha de hacer, si en profunda comunión con el dolido, se le puede comprender y confortar, y que ni la villanía del infame Conde Drácula, ni su sórdido currículum, justificaban de sí ese inmerecido sufrimiento que de manos de un “ducho especialista” se ganara, y del que hoy día podría dar fe en la espeluznante Transilvania, aquella noche ajetreada, nebulosa y fría, en la que al pobre chupador, en meticulosa sucesión, le fueron repetidamente deshonrados, todos sus orificios naturales…

El axioma de la melena espuria del Conde Drácula, quiso poner de manifiesto y enfatizar una patología “nostra”, una frecuente dolencia de nosotros, los médicos, en nuestra relación con el paciente: “la falta-de comunicación”, “el no-saber-escuchar” y la plétora de exámenes irreflexivos que de ello resulta, como un hecho sintomático más, de estos borrascosos tiempos en que vivimos. ¿Será que los profesores mostramos a nuestros alumnos que la vertiente científica del oficio es más importante que el real interés por el paciente al que solemos dejar de lado? ¿Será que le señalamos con la palabra o con la praxis, que el saber al dedillo la sensibilidad y especificidad de tal o cual síntoma, signo o examen complementario se antepone, o es más importante que el fomento de virtudes tales como la comprensión, compasión, sabiduría, la mesura, sensibilidad social o la afirmación de un compromiso con las necesidades primarias del enfermo? Quizás por eso, es que ya el médico no es más visto como alguien que merezca admiración y respeto. El doctor Samuel Hellman ha escrito, “El médico ha caído definitivamente de su pedestal…¨ De discusiones con mis colegas y pacientes, estoy convencido de que los médicos ya no somos vistos de manera diferente a los miembros de otras profesiones.

El sentimiento de que la medicina es una vocación superior, se ha desvanecido… Una reciente encuesta norteamericana informó que un 26% del público entrevistado, respetaba menos a sus médicos que diez años atrás; sólo un 14% expresó lo opuesto. Un 29% afirmó que sus médicos les dieron tiempo suficiente para expresar sus quejas, y más del 50% pensaban que el médico de hoy, mostraba menos interés por sus pacientes del que exhibían sus colegas del pasado… Atrapado pues, puede quedar el enfermo, entre la falta de comunicación y el desinterés, por una parte, y la forma irreflexiva como se indican las exploraciones complementarias por la otra.

¡De ninguna forma podríamos estar opuestos a una tecnología razonable, razonada y empleada en su oportunidad! La interpretación de exámenes modernos, complejos y costosos, únicamente es posible, si ellos encajan armoniosamente con los hallazgos de un examen clínico integral, para lo cual, como ya hemos dicho repetidas veces, ¡no existe sustituto! La historia clínica es EL TODO; la exploración paraclínica o complementaria es tan sólo un momento, una pequeña parte de ese todo, que nada dice, a menos que en simpatía, se articule con ella… Si el examen clínico es inteligente y refinado, tanto más útiles serán los hallazgos de laboratorio. Y es que, además, ha de tomarse en cuenta que muchos métodos de diagnósticos no siempre son inocuos, pues algunos tienen potencial para producir dolor, secuelas y aún, la muerte.

 Otros, resultan en oneroso gravamen para el enfermo, lo que no siempre es apreciado por el médico en toda su magnitud, particularmente en países como el nuestro, donde la seguridad social es tan sólo un concepto abstracto… Adicionalmente, los hallazgos objetivos que se obtengan, dependerán de múltiples vectores que no siempre están en equilibrio: Equipos bien calibrados, personal auxiliar bien preparado, técnicos honestos y escrupulosos, supervisión del procedimiento por médicos de cuerpo presente, y no menos importante, la interpretación del estudio por un profesional capaz, sosegado y enterado. Por último, si el procedimiento establece la presencia de un proceso patológico definido, no quiere ello decir, que tenga valor clínico alguno para explicar las molestias del enfermo, es lo que llamamos un «incidentaloma…». Tal ha ocurrido en nuestros días con la incorporación de la tomografía computarizada o la resonancia magnética cerebrales. Mediante ellas, el diagnóstico de aracnoidocele selar o síndrome de silla turca vacía, una condición por demás benigna -con muy escasas excepciones- y que consiste en una acumulación inocente de líquido en la silla turca de la base craneal, aun cuando suele ser un hallazgo irrelevante, sin significación de enfermedad, ha llevado a innumerables pacientes a una cirugía irreflexiva, inútil, insensata y no siempre inocua…

 

El docTOR TURA con su hacer, nos señala cómo podemos salirnos del camino real y tomar los atajos de la sinrazón. El reconocimiento de nuestros errores, encierra tal vez, las enseñanzas de más valor: Abusamos de las exploraciones sencillamente porque la historia clínica ha sido insuficiente, porque somos ignorantes o no estudiar ni queremos pensar y esto, es válido para toda especialidad médica. El médico que se hace diestro en su arte, que confía en la madre clínica y pulimenta sus habilidades y destrezas, será el que menos necesitará del procedimiento complementario; y de requerirlo, tanto más valioso será al conjugarlo a su razonamiento clínico…

rafaelmuci@gmail.com

Elogio de la previsión… Encarnizamiento terapéutico y testamento de vida

http://www.anm.org.ve/FTPANM/online/2015/Boletines/N76/N76.html

Sherwin B. Nuland termina su magnífico libro, «How We Die: Reflections on Life’s Final Chapter» o ¨Cómo morimos, reflexiones en el capítulo final de la vida¨ (1994), donde describe en claros detalles el proceso mediante el cual la vida sucumbe a la violencia, la enfermedad o la ancianidad concluyendo con una personal reflexión sobre la muerte que incluye una declaración de sus propias intenciones, una especie de planificación anticipada o instrucciones previas: Falleció en 2014 a los 83 años de un cáncer prostático.

 

  • «El día que yo padezca una enfermedad grave que requiera un tratamiento muy especializado, buscaré un médico experto. Pero no esperaré de él que comprenda mis valores, las esperanzas que abrigo para mí mismo y para los que amo, mi naturaleza espiritual o mi filosofía de la vida. No es para esto para lo que se ha formado y en lo que me puede ayudar. No es esto lo que anima sus cualidades intelectuales. Por estas razones no permitiré que sea el especialista el que decida cuándo abandonar. Yo elegiré mi propio camino o, por lo menos lo expondré con claridad de forma que, si yo no pudiera, se encarguen de tomar la decisión quienes mejor me conocen. Las condiciones de mi dolencia quizá no me permitan “morir bien” o con esa dignidad que buscamos con tanto optimismo, pero en lo que mí dependa, no moriré más tarde de lo necesario simplemente por la absurda razón de que un campeón de la medicina tecnológica no comprenda quién soy»

Sirva este introito de Nuland (1930-2014), cirujano, y escritor que enseñó medicina, bioética e historia de la medicina en la Escuela de medicina de la Universidad de Yale, USA, para adentrarnos en eso que a todos preocupa, pero sobre lo cual no queremos pensar ni mucho menos hablar, el cómo morir…

Antes, debo referirme al libro de Mitch Albom “Tuesday with Morrie, an old man, a young man and life’s greatest lesson”*, donde el joven periodista autor se reúne cada martes con su antiguo maestro de sociología quien agoniza sus contados días atrapado en el cerco inexorable de una esclerosis lateral amiotrófica, mostrándole el profundo significado de la vida. El Cuarto Martes, o Hablemos sobre la muerte, le dice más o menos lo siguiente: “Comencemos con esta idea: todo el mundo sabe que va a morir, pero nadie se lo cree… si lo creyéramos de veras, haríamos las cosas diferentes, por tanto, deberíamos prepararnos para el gran momento”.

En otro párrafo del capítulo le dice, -“Hagamos como los budistas hacen, tengamos cada día un pajarito posado en nuestro hombro a quien preguntemos, ¿Es hoy mi día? ¿Es hoy el día en que moriré? ¿Estoy preparado? ¿Estoy haciendo todo lo que necesito hacer? ¿Estoy siendo la persona que quiero ser? La verdad es Mitch, que una vez que aprendemos cómo morir, aprendemos cómo vivir… Pero ¿por qué es tan difícil pensar en la propia muerte?, porque vamos como sonámbulos, sin experimentar ni sentir el mundo en su totalidad, porque estamos medio adormecidos haciendo automáticamente las cosas que tenemos que hacer… Pero esas cosas en que empeñamos tanto tiempo y esfuerzo bien podrían no ser tan importantes pues estamos muy comprometidos en eso material que ya no nos satisface. Sólo el amor nos provee seguridad espiritual, sin amor somos pájaros con un ala rota…”

  • Hay momentos en nuestras vidas, especialmente cuando se va estrechando nuestro periplo vital en que necesariamente debemos pensar en la muerte y su complejidad, precisamente en estos tiempos de frialdad afectiva y tecnología desbordada.

El caso de mi paciente Cristina, fue sin lugar a dudas uno muy triste. Contaba 75 años al momento de su muerte, pero les aseguro que estaba tan bien conservada y era tan pizpireta, que nadie le calcularía más de sesenta… Un infausto día salir del ascensor del edificio donde vivía con unas bolsas de automercado, una vecina intolerante y medio trastornada le metió el pie intencionalmente; desde su altura se fue al suelo fracturándose el fémur derecho. Al cabo de unas semanas la prótesis colocada no fue tolerada y hubo de ser reemplazada por una segunda. Una infección secundaria llevó a su extracción dejando un tutor en el sitio en espera de una mejor ocasión. Muchas semanas después y llegado el momento oportuno, se llevó nuevamente a pabellón para un segundo reemplazo. Se administró un anticoagulante –heparina- para evitar una trombosis venosa profunda y fue enviada a casa.

Un aciago domingo y en extrañas circunstancias, a eso de las 7.00 am se golpeó la cabeza ¨con una puerta¨. Uno de esos infaustos ¨accidentes hogareños¨, pues no hay una prueba para detectar el maltrato infligido intencionalmente y de los cuales sólo Dios conoce. Largos minutos después la aquejó un intenso dolor de cabeza con vómitos fáciles. Fue llevada a la institución hospitalaria donde se diagnosticó un sangrado intracraneal, un ominoso hematoma epidural que clamaba por su inmediata evacuación para evitar que las estructuras intracraneales se herniaran a través de la apertura de la tienda del cerebelo comprimiendo el tallo cerebral.

* Broadway Books, 1997

Llamado por la familia se me comentó que el marido, ladino, llevaba una vida marital paralela, tenía un hijo recién nacido y la adúltera acosaba telefónicamente a mi paciente echándole en cara su disminuida condición de estéril, de infértil… Cuando la vi en la emergencia a las 12.00 m, tenía ambas pupilas ampliamente dilatadas y no se contraían a la luz intensa; al tocar la córnea -lo claro de sus ojos- estructuras muy sensibles al dolor, no hubo respuesta, como tampoco sus ojos se movieron lateralmente al movilizar suavemente su cabeza hacia los lados –maniobra de ojos de muñeca-. La postura corporal era anormal, manteniendo extendidos los brazos y las piernas, los dedos de los pies apuntando hacia abajo y la cabeza y el cuello algo arqueados hacia atrás. El pellizcamiento de su brazo, solo lograba un movimiento tónico que exageraba la rigidez indicando un grave daño cerebral: tenía un severo compromiso del tallo cerebral que prenunciaba un fracaso terapéutico pues la muerte cerebral ya existía.

Hablé con el neurocirujano comentándole con mucho respeto que la paciente estaba descerebrada y que cualquier intento por mejorarla mediante cirugía, sería inoportuno, abusivo y fútil. Me replicó que ya había hablado con el marido y que él le había dado su consentimiento. La cirugía se retrasó y se realizó siete horas más tarde, eliminando, aún más, cualquier posibilidad de remota recuperación. No reganó conciencia pues no es raro que, al descomprimir el cerebro, si hay esperanza, el paciente muestre rápidos signos de mejoría. Fue trasladada a la unidad de terapia intensiva y allí comenzó el soporte de sus parámetros vitales: ventilación asistida, tensión arterial mantenida con vasopresores, hidratación y antibióticos profilácticos.

Al día siguiente muy temprano en la mañana me fui a hablar con el director de la unidad. Me trató como si fuera un criminal casi acusándome de que estaba sugiriéndole una eutanasia activa; pero no era así, solo quería hacerle notar mis hallazgos neurológicos del día anterior. No hubo comunicación provechosa ni ese día ni los posteriores cuando hablé con otros médicos subalternos.

      El día miércoles fue llevada en ascensor al departamento de radiología con la finalidad de practicarle una tomografía computarizada cerebral y conocer el estado de su cerebro luego de la cirugía descompresiva. Mientras descendían apoyándola mediante ventilación con un ambú, hizo una parada respiratoria y el personal que la trasladaba no pudo ayudarla; así que falleció en pocos minutos.

Ella no había tomado previsiones para una situación tal; nada había dejado por escrito para ese momento de la verdad que es la muerte y que está tan cerca de nosotros como la sombra al cuerpo. Me contaron que después la ceremonia de cremación, el ladino marido, preguntó a la familia quién quería conservar las cenizas…

 

  • Mi segunda paciente Lucila de 91 años, vivía sola, era independiente, tenía una mente muy lúcida y despierta. Aunque no salía de su apartamento, sus hijos, muy pendientes de ella le prodigaban todo cuanto necesitaba.

 No se hallaba con un extraño en casa, así que el servicio doméstico iba tres veces por semana, aseaba, le dejaba la comida preparada sólo para calentar y se iba. Tarde en su vida se había graduado de abogado y con muy buenas calificaciones. Nunca ejerció. Era crítica de la política y sus juicios solían ser muy ajustados a la realidad. Su carácter era muy fuerte, le gustaba querellarse y difícilmente daba su brazo a torcer. Sus hijos muy preocupados me consultaron sobre llevarla a la Mansión del Sagrado Corazón, una institución para mujeres de edad avanzada, aunque también recibe algunas más jóvenes que trabajan. Allí obtendría compañía, seguridad y comida. Les dije que ella no se adaptaría a una situación así porque la conocía muy de cerca. Un defecto en sus pies le dificultaba calzarse y sólo vestía unas medias gruesas y se apoyaba en una andadera o bastón.

Cierto día se cayó en el baño. Por su teléfono celular llamó a una hija quien inmediatamente se trasladó a su apartamento. La encontró en el suelo rodeada de un charco de sangre. Un ominoso hilo de sangre se escapaba por su oído derecho, una otorragia, signo inconfundible de una fractura del peñasco del hueso temporal de la base craneal que al afectar al conducto auditivo externo y desgarrar la membrana timpánica permite el escape de la sangre. Una ambulancia la trasladó a la unidad de terapia intensiva de una clínica de la ciudad. Ingresó consciente y orientada quejándose de intenso dolor de cabeza. La secretaria no me permitió el paso, pero una tarjeta de presentación dirigida a los tratantes, trajo de inmediato la sonrisa de tres intensivistas que habían sido mis alumnos. Hablamos con distensión acerca de los límites que obligan a los médicos de conocer cuándo detenerse…

Los estudios de neuroimagen mostraron la fractura y una acumulación de sangre intracraneal con desplazamiento de las estructuras medianas hacia el lado izquierdo. El hematoma epidural es una emergencia de emergencias, y de común acuerdo con la familia se decidió su evacuación quirúrgica. Toleró el procedimiento y como podría esperarse a las pocas horas se presentaron complicaciones respiratorias por aspiración de contenido gástrico.

La respiración fue mantenida mediante un ventilador automático. La tensión arterial no podía ser sostenida por sus propios medios y así, se emplearon vasopresores para permitir la perfusión de sangre a órganos y tejidos. No era difícil percibir la gravedad de la situación; aunque había sido una persona saludable podía adivinarse que había consumido buena parte de su reserva orgánica y que, si no salía pronto de la gravedad inmediata, podría terminar en un estado vegetativo; algo que ella no hubiera nunca querido o aceptado. Transcurridos tres días y no viendo salida, y de nuevo en conversación con sus familiares, se decidió reducir lentamente la cantidad de vasopresores; inmediatamente la tensión arterial descendió y ello fue todo… Realmente nunca habría tenido oportunidad de sobrevivir.

Era una mujer previsiva y en un sobre abierto dejó por escrito para sus hijos lo que quería que se hiciera con sus restos en caso de fallecer; ordenó su cremación, no publicar en la prensa una nota luctuosa para evitar que los bancos congelaran sus cuentas; dejó copias de su partida de nacimiento, de su partida de divorcio, de su cédula de identidad, pero algo faltó, su testamento de vida notariado…

Varias lecciones podrían obtenerse de estos dolorosos casos…

Una de ellas se relaciona con el famoso axioma Primum Non Nocere o principio de beneficencia y no maledicencia. Una y otra vez, esta frase, incluida mi persona, había sido atribuida con irritante frecuencia a Hipócrates, y aún incluida frívolamente en su famoso juramento. En ocasiones se ha dicho también que el famoso mandamiento, es una criatura de Galeno. Según Worthington Hooker, el más distinguido moralista de la medicina americana del siglo XIX, el crédito debe ir al patólogo y médico parisino Auguste François Chomel (1788-1858), sucesor de Läennec en la Cátedra de Patología Médica de la Universidad de París y preceptor de Pierre Louis, médico francés introductor del método numérico en medicina y padre espiritual de la medicina basada en la evidencia al demostrar la inutilidad de la sangría en pacientes con neumonías. Aparentemente, el axioma era parte de la enseñanza oral de Chomel. Las circunstancias históricas que rodearon la acuñación de esta relativamente moderna expresión intemporal, fue la de una época de conflicto, cuando a la agresividad de los terapeutas tradicionales se enfrentó al de los abstencionistas, creyentes en las capacidades curativas de los procesos naturales (vis medicatrix naturae).

 

  • La nueva enfermedad del desarrollo tecnológico: El encarnizamiento o empecinamiento terapéutico.

  • l nuevo derecho: Morir con dignidad.

    El médico ha sido el heredero nato de los saberes y poderes que alguna vez emanaron del pensamiento mágico y religioso; de ello dimanó una concepción muy paternalista de su relación con el paciente; es decir, el médico sabría mejor que el mismo paciente lo que era mejor para él. El devenir del concepto ha reafirmado un sentimiento de omnipotencia de la medicina como ciencia, y como que se basa en ella, de la profesión médica como arte, que la induce a pensar que siempre tiene la respuesta para todos los problemas que afectan la salud.

    El vertiginoso e insaciable progreso del conocimiento científico en materia de ciencias básicas y su aplicación a la asistencia y tratamiento de enfermedades ha conducido al concepto erróneo de que hay una solución para cada problema, y, en consecuencia, al alejamiento de la aceptación de la muerte como lógico final de la vida.

    La introducción de una modalidad asistencial, la terapia intensiva, nació de la necesidad de rescatar la vida a aquellos que irremisiblemente la perdían cuando existían posibilidades de subsistir sin mayores limitaciones. Ello planteó como problema fundamental la discusión acerca de la llegada de la muerte. Los hechos que ha suscitado a su alrededor incluyen el advenimiento de una ¨nueva enfermedad¨ que se ha designado como distanasia, ¨encarnizamiento, ensañamiento o empecinamiento terapéutico¨[1], siendo el empleo de todos los medios posibles, sean proporcionados o no, para prolongar artificialmente la vida y por tanto retrasar el advenimiento de la muerte en pacientes en el estado final de la vida, a pesar de que no haya esperanza alguna de curación; pero a la inversa y como reacción, de la confrontación ha surgido un ¨nuevo derecho¨, que es el de ¨morir con dignidad¨.

     El encarnizamiento terapéutico viene a ser un concepto multifactorial sumamente complejo derivado de las desmesuradas expectativas de curación de las enfermedades que se ha sembrado en la población con el imperativo de preservar siempre la vida biológica como un valor sagrado; ello ha traído aparejada la aplicación excesiva de procedimientos tecnológicos en medicina, no siempre debidamente meditadas sus indicaciones y expectativas, y sopesados sus costes en sufrimiento y dinero. Por desgracia, no por raridad se asiste a un penoso proceso de exageración de la atención médica donde la muerte llega en medio de un insoportable aislamiento y soledad del paciente, monitoreo constante y muchas veces excesivo de variables biológicas (perfiles de laboratorio diarios y en forma rutinaria) y estudios radiológicos (radiografía del tórax en cama sobre base diaria), modificaciones terapéuticas y aparatos que sustituyen las funciones básicas del ser humano en medio de sufrimiento extremo, angustia prolongada e interminable y en no pocos casos la indiferencia aparente o manifiesta de los médicos y personal paramédico que lo asiste.

     

    • El testamento de vida

     

    El cuerpo muere cuando ya no puede expresar lo

    que el alma siente.

     

    ¡Haga lo que sea doctor…! Es la voz que a menudo se escucha cuando una persona en condiciones de extrema gravedad, muchas veces con avanzada edad a cuestas portador de enfermedades crónicas insolubles o terminales, visita un facultativo o es recibido en una sala de emergencias en muy mal estado… Infortunadamente, es este un mandato que recibe el médico de sus allegados que lo faculta a hacer precisamente eso:

     ¡Hacer todo lo que sea!

    Es muy frecuente que los familiares soliciten la aplicación de medidas extraordinarias para el soporte de la vida y no el propio paciente, que por su condición de enfermedad no está en condiciones de decidirlo. En tal caso, la pregunta inevitable es: ¿hay coincidencia entre la opinión de los familiares con la del paciente si estuviera en condiciones de decidir? Un individuo que ha vivido con un modelo existencial determinado y que por alguna razón no puede tomar decisiones por sí mismo, ¿aceptaría que un familiar decida que viva indefinidamente en tal condición? ¿o lo contrario? En este terreno, dado la variada casuística que se produciría, seguramente existen más preguntas que respuestas.

    [1] Encarnizamiento. Acción de encarnizarse ǁ2. Crueldad con que alguien se ceba en el daño de otra persona.

           (Doctor en derecho, abogado penalista: Alberto Arteaga Sánchez, El Diario de Caracas, miércoles 21 de noviembre de 1990). Y es que si bien la medicina y la ciencia deben orientar sus esfuerzos a mejorar nuestras condiciones de vida, no significa ello que no debamos mejorar nuestras condiciones de muerte, la cual cada vez se ha deteriorado más al convertirse en un proceso mecánico, inhumano, prolongado artificialmente, convirtiendo al hombre en su momento culminante en un aparato viviente que, entre tubos, conexiones, monitores y drogas de soporte, se extingue sin remedio, ante la desolación de familiares y amigos, golpeados física, moral y económicamente

    El lugar natural de la enfermedad es el lugar natural de la vida, la familia: la dulzura de los cuidados espontáneos, el testimonio de afecto, el deseo común de curación, todo entra en complicidad para ayudar a la naturaleza que lucha contra el mal, y dejar al mismo mal provenir a su verdad…

    Es aquí donde entra la consideración previa del término testamento de vida, testamento vital, documento de voluntades anticipadas o de instrucciones previas, referido al documento escrito por el cual un ciudadano manifiesta anticipadamente su voluntad -con objeto de que ésta se cumpla en el momento que no sea capaz de expresarse personalmente-, sobre los cuidados y el tratamiento de su salud, o, una vez llegado el fallecimiento, sobre el destino de su cuerpo o de sus órganos.

    Su aplicación se entiende en previsión de que dicha persona no estuviese consciente o con facultades suficientes para una correcta comunicación. En él, la persona que realiza el testamento define como quiere se produzca su muerte si se dieran unas determinadas circunstancias. En este sentido puede decirse que define lo que para él es una muerte digna en un contexto de final de la vida.

    ¿De qué ha muerto?: de palabras que nunca dijo.

    • Testamento biológico del doctor Augusto León Cechini (1920-2010)[1]:

    Instrucciones para mi atención médica.

    Yo, _________________________________ quiero participar en mi propia atención médica hasta donde sea posible. Pero reconozco que un accidente o una enfermedad me pueden incapacitar para ello. Si esto llegara a suceder, este documento intenta orientar a los que deberán tomar decisiones en mi nombre. Lo he preparado cuando todavía soy legalmente competente. Si estas instrucciones crean un conflicto entre mis deseos y los de mis familiares, o con la política del hospital, o con los principios de quienes me suministran cuidado, exijo que mis instrucciones prevalezcan, a menos que coliden con disposiciones legales o expongan al personal médico o al hospital a riesgos sustanciales de orden penal.

    Deseo una vida larga y completa, pero no a cualquier precio. Si mi muerte es cercana y no pude ser evitada, y si he perdido la capacidad de relacionarme con otros y no tengo posibilidades de recuperar mis capacidades, o mi sufrimiento es intenso e irreversible, no deseo que mi vida se prolongue. Pido no ser sometido a procedimientos quirúrgicos o de resucitación. No deseo medidas de soporte de la vida como servicios de terapia intensiva, ventiladores mecánicos, o cualquier otro procedimiento de prolongación de la vida incluido administración de antibióticos o de sangre. Deseo, más bien, ser sometido a medidas de confort y soporte, que faciliten mi interacción con otros hasta donde será posible y me permitan morir en paz.

    Con el fin de que estas medidas se cumplan y para su debida interpretación, autorizo a ______________________________ para aceptar, planificar y rehusar tratamiento, en cooperación los médicos y el restante personal de salud. Esta persona conoce cuánto valor le atribuyo a la experiencia de vivir y como temo a la incompetencia, sufrimiento y agonía. Si no es posible localizar a esta persona, autorizo a ____________________________ para que tome decisiones en mi nombre. He discutido con ellos mis deseos concernientes al cuido terminal y creo que su juicio interpretará el mío.

    Finalmente, he tratado con ellos las siguientes instrucciones de carácter específicos relativos a mi cuido:

     

    _________________________________________________________

    Fecha: _________________Firma (s)____________________________

    Testigos y cédula de identidad

    ______________________y __________________________________

     

    Este documento, una vez notariado, puede ser consignado en copias, al cónyuge, al médico de la familia, al abogado, a los hijos y otros familiares.

     

    • Documento de cremación: si fuera el deseo del paciente.

     

    Quien suscribe, _________________________de nacionalidad venezolana, de estado civil ______, domiciliado en la ciudad de Caracas, Distrito Capital, titular de la cédula de identidad número V- __________, en pleno uso de mis facultades físicas y mentales para la fecha de otorgamiento de este documento, declaro: «Que es mi voluntad expresa que, al momento de mi fallecimiento mis restos sean cremados.

    Dejo a mis descendientes la decisión del destino que darán a mis cenizas».

    En Caracas, a la fecha de su autenticación___________________

     

    (Requisitos: Este documento es individual y debe ser notariado. Utilizar papel oficio. Arriba debe ir firmado por un abogado con su número de inscripción en el Instituto de Previsión Social del Abogado (IMPREABOGADO)

  • [1]Profesor titular de Clínica Médica, Universidad Central de Venezuela. Padre moderno de los estudios de bioética en el país.
    • Limitación del esfuerzo terapéutico: no deseo que se prolongue mi vida por medios artificiales, tales como técnicas de soporte vital, fluidos intravenosos, fármacos (incluidos los antibióticos) o alimentación artificial (sonda nasogástrica o enterostomía).
    • Cuidados Paliativos: solicito unos cuidados adecuados al final de la vida, que se me administren los fármacos que palien mi sufrimiento, especialmente –aún en el caso de que pueda acortar mi vida- la sedación terminal, y se me permita morir en paz.
    • Si para entonces la legislación regula el derecho a morir con dignidad mediante eutanasia activa, es mi voluntad evitar todo tipo de sufrimiento y morir de forma rápida e indolora de acuerdo con la lex artis ad hoc.
    • Testamento vital en la red de la Asociación Federal Derecho a Morir Dignamente.Yo _______________________con cédula de identidad n°. _________ Mayor de edad, con domicilio en ________

      En plenitud de mis facultades, libremente y tras una adecuada reflexión, declaro: Que no deseo para mí una vida dependiente en la que necesite la ayuda de otras personas para realizar las «actividades básicas de la vida diaria», tales como bañarme, vestirme, usar el servicio, caminar y alimentarme.

      Que si llego a una situación en la que no sea capaz de expresarme personalmente sobre los cuidados y el tratamiento de mi salud a consecuencia de un padecimiento (tal como daño cerebral, demencia, tumores, enfermedades crónicas o degenerativas, estados vegetativo deparado de accidentes cerebrovasculares o cualquier otro padecimiento grave e irreversible) que me haga dependiente de los demás de forma irreversible y me impida manifestar mi voluntad clara e inequívoca de no vivir en esas circunstancias, para poder morir con dignidad, mis instrucciones previas son las siguientes:

     

    De acuerdo con la Ley designo como Representante a __ / Tres testigos (en su caso) __ Firmas de todos ellos y el signatario

     

  • Tuve una reciente experiencia (2018): una paciente de 76 años con ictus condicionado por un sangrado subaracnoideo por rotura de un aneurisma gigante de la arteria cerebral media derecha; la tomografía computarizada del cerebro mostró el aneurisma con severo edema cerebral y efecto de masa sobre estructuras cercanas con hernias intracraneales. En mi opinión estaba descerebrada. Ingresó en coma profundo y prontamente fue llevada a pabellón para colocar un clip en el cuello del aneurisma. De vuelta a su cama no se produjeron signos de mejoría. Antes bien su situación se fue agravando con el paso de los días por la presencia de una neumonía nosocomial de múltiples focos, desarrollando también una gangrena digital por efecto del vasopresor norepinefrina empleado para mantener la tensión arterial. Permaneció 35 días en la unidad… Finalmente falleció, tenía un amplio seguro de enfermedad en dólares…

     

  • Me refiero nuevamente al afamado cirujano Sherwin Nuland (1930-2014), en su clásico libro, «How We Die: Reflections on Life’s Final Chapter.» o ¨Cómo morimos, reflexiones en el capítulo final de la vida¨ (1994),  más allá de sus descripciones de embolias, aneurismas rotos, diseminación de metástasis y funciones corporales fuera de control y en declive, «Cómo morir» es una crítica a la profesión médica que ve la muerte como un enemigo a combatir, con frecuencia más allá del punto de futilidad; asienta que, Ars moriendi es ars vivendi: el arte de morir es el arte de vivir. No hay manera de adivinar cuál será mi última década o si mi vida será más larga; hay demasiadas imponderables: La buena salud es una garantía de nada. La única certitud que tengo acerca de mi propia muerte es la misma que todos tenemos en común: Quiero irme sin sufrimiento. Hay quienes quieren irse sin sufrimiento, otros que desean que sea rápido: una enfermedad libre de angustias, rodeado de las personas y cosas que ama. La dignidad que buscamos en el morir debe encontrarse en la dignidad con la que hemos vivido nuestras vidas, esa honestidad y gracia de los años vividos que a la final es la real medida del cómo morir; la muerte sólo concierne al moribundo y a aquellos que lo aman…

    Debo enfatizar que «la necesidad de la victoria final de la naturaleza era esperada y aceptada en generaciones anteriores a la nuestra. Los médicos estaban mucho más dispuesto a reconocer los signos de la derrota y a ser mucho menos arrogantes que los que ahora la niegan».

    ¡Doctor, ¿me da permiso para morir?!

Tiempo de morir: Elogio de los pacientes sin voz…

 

«El mundo es bello, pero tiene un defecto llamado hombre». Friedrich Nietzsche

         

Hace muchos años tuve la ocasión de formar parte del equipo médico que atendió a un acaudalado paciente. Una patrulla policial que venía a gran velocidad, se saltó la luz roja de un semáforo impactando su automóvil por el costado derecho, donde él venía sentado. Cursando la novena década de la vida y conservando toda su lucidez y energía, sufrió un severo traumatismo encéfalo-craneal. La cercanía a la clínica y un esmerado cuidado le hicieron sobrevivir en una unidad de terapia intensiva, hasta ese momento inexistente en el país, pero de forma rápida completamente acondicionada para él. Vinieron médicos especialistas del extranjero para monitorearle y ayudarnos con su cuidado. Estudiaban sus respuestas y exámenes complementarios, enviando sus parámetros vitales a computadoras en su hospital de procedencia en el exterior que permitía conocer día a día acerca del pronóstico que casi siempre era esperanzador.

Largo tiempo duró su agonía conectado a un respirador y con una vía central que aseguraba hidratación, alimentación y administración de fármacos y antibióticos, y un tubaje gástrico que le proporcionaba proteínas y vitaminas. Tarde en su evolución, en alguna ocasión en que se presumió un severo deterioro, se le trasladó al sótano, al servicio de radiología para realizarle una angiografía cerebral formal –no existía aún la tomografía computarizada-. El contraste a presión se negó a penetrar a través de sus grandes vasos cervicales. Este signo reaseguraba muerte cerebral. Y así, omnipotentes, le dimos permiso para que muriera…

Dadas las circunstancias del accidente, debió realizarse la autopsia de ley en la Morgue de Bello Monte de Caracas. Me empeñé en estar presente. Fue una autopsia ¨legal¨ y por presencia, descubrí que era una, grotesca y desordenada; no como las que estaba habituado a presenciar en mi Hospital Vargas de Caracas, donde el procedimiento se realizaba todavía según normas establecidas por von Rokitansky (1804-1878) en Viena, extrayendo los órganos en bloque, así que eran realizadas con profesionalismo, pulcritud y experiencia. El cerebro mostraba signos del llamado “cerebro del respirador”: avanzada autolisis[1] e inclusive, un terrible hedor a podredumbre. Mi desconcierto, frustración y dolor no pudo ser mayor. Con mi consentimiento y apoyo, habíamos estado tratando un cadáver, tal vez desde un principio… El sentimiento de culpa aún me acompaña y creo que me acompañará hasta el final de mis días.

Y es que los médicos hemos sido formados para luchar contra la enfermedad. La muerte, esa, lo único seguro que tenemos inamovible al nacer, es percibida por nosotros como la mayor de las derrotas que se nos pueda infligir. ¡Nunca se nos enseñó que en muchas ocasiones deberemos pactar con la muerte en pro de dar a nuestro paciente un digno fin…!

Los médicos siempre estamos inventando nuevas maneras de prolongar la vida, aún a costa de su sufrimiento del enfermo y el de sus allegados y aun de la hacienda del paciente. La resultante es una manera de «vivir medio muerto”» que ciertamente no quisiéramos para nosotros mismos. La posibilidad de un juicio por mala práctica nos compele a ejercer defensivamente, aun yendo en contra de los más elevados principios que deben regir el acto médico. Las unidades de terapia intensiva en mi concepto se asemejan a uno de esos bunganos [2] de mi remota infancia fabricado con una botella agujereada por el culo, un instrumento de pesca donde una vez que sardinita entraba no podía salir; particularmente cuando se trata de pacientes ancianos, aunque para el momento se vean saludables.

[1] La autolisis (del griego auto, el mismo, y lisis, pérdida, disolución) es un proceso biológico por el cual una célula se autodestruye, ya sea porque no es más necesaria o porque está dañada y debe prevenirse un daño mayor.

[2] En mi infancia lo elaboraba con una botella de vino o de champaña cuyo fondo era cónico y terminaba en un botón de vidrio. Con cuidado se rompía por debajo y se extraía el botón; el cuello se cerraba con un tapón y se llenaba de agua y se colocaba dentro, corazón de pan. Se echaba al río y quedaba así elaborada una trampa donde las sardinitas entraban pero no podían salir…

Como seres casi perfectos que somos, al momento de nacer disponemos de una gran reserva orgánica, si se quiere existe una extraordinaria y excesiva redundancia de todos nuestros órganos, aparatos y sistemas. Para dar sólo una idea, la mejor agudeza visual central se considera 20/20; ella es proporcionada por un haz de filamentos, fibras o axones de muy pequeño calibre que se originan en la mácula del ojo, llamado haz máculopapilar. Para poder identificar el optotipo de 20/20, necesitamos apenas el 44% de dicho haz. Es decir, que debemos perder un 56 % de ellos antes de que acusemos algún cambio visual; puede decirse lo mismo del riñón, del corazón, de los pulmones, del cerebro, del sistema inmunológico

 

 

Pero… tal como si fueran hojas de un calendario la edad va desprendiendo, descontando subrepticiamente y sin alharaca, reservas y energías a nuestro organismo. Está previsto además que nos iremos adaptando a esa furtiva o silenciosa pérdida de la cual ni nos damos cuenta. Así, que con una reserva mínima o sin ninguna de ella, nos sorprende la avanzada edad, que según García Márquez (¨El amor en los tiempos de cólera¨), por boca del doctor Juvenal Urbino, tiene hasta un olor: ¨la mayoría de las enfermedades mortales tienen un olor propio, pero ninguno tan específico como la vejez¨, y un tal Jeremiah de Saint-Amour, personaje también de ficción de la misma novela, definía la vejez, ¨como un estado indecente que debía impedirse a tiempo¨.

En esas circunstancias, una seria enfermedad consume lo poco que nos queda, y luego de unos dos o cuatro días en una unidad de terapia intensiva ocurre, casi indefectiblemente, un síndrome de falla multiorgánica, suerte de efecto dominó donde todo lo que nos sostiene se va viniendo abajo en sucesión. El riñón marca la pauta, y luego vendrá el sistema inmunológico, el corazón y los pulmones; las infecciones nosocomiales u hospitalarias por gérmenes de exacerbada virulencia y patogenicidad que sabemos que existen en nuestro entorno, en nuestras manos y uñas, en los brazales de los tensiómetros, en los estetoscopios y en nuestras corbatas, harán el resto…

Si a los viejos se nos concedieran algunas horas para ver lo qué ocurre a nuestro derredor, para ver si tenemos realmente una oportunidad razonable de sobrevivir, tal vez existirían menos viejos en esas calles ciegas para ancianos que son las terapias intensivas, donde quedamos varados, atrapados y sin salida, sin poder progresar hacia delante ni devolvernos hacia atrás, gastando los últimos ahorros y produciendo terrible dolor a nuestros deudos en medio de fútiles esfuerzos…

Hace algunos años leí una pieza de autor anónimo donde un paciente se dirigía a su médico en estos términos:

-«!Ya es tiempo de irme! Perdóneme doctor, ¿Puedo morirme…? Bien sé que su juramento le obliga a tratar de sostenerme vivo por tan largo tiempo como mi cuerpo esté tibio y haya un soplo de vida. Pero, escúcheme doctor. Ya enterré a mi esposa, mis hijos están crecidos y vuelan por sí mismos. Todos mis amigos se han ido y yo también deseo irme tras ellos. Ningún mortal tiene el derecho de mantenerme aquí, cuando la llamada de Él es inconfundiblemente clara. Yo merezco el derecho de dormir para siempre. He hecho mi labor y estoy cansado. Sé que sus motivos son nobles, pero ahora yo rezo. Lea en mis ojos aquello que mis labios no pueden decirle. Escuche mi corazón y verá cómo llora.

¡Perdóneme doctor!, ¿Me deja morir…?”»

La medicina tanto ha progresado… las unidades de terapia intensiva están allí y hay el mandato de usarlas no importando si tenemos o no una posibilidad de sobrevivir, y así, se han convertido en imagen de la ¨mala muerte¨, de la ¨medicina sin testigos¨, del ¨sordo lamento de los moribundos¨…

Solitarios, somos aventados tras sus puertas eléctricas rodantes para yacer conectados a mil cables que seguirán haciendo su trabajo aun cuando ya estemos muertos y autolisados. Conocemos de casos lacerantes:

Un médico octogenario, hasta ese momento productivo y centrado, sostiene una agria discusión con un colega y es fulminado como por un rayo, cayendo al suelo como pesado fardo. Una extensa hemorragia cerebelosa comprime el tallo cerebral y la inmediata inconsciencia con pérdida de las funciones autonómicas le llevan al paro respiratorio y a lo que define Isabel Allende como el estado de coma, «es como un dormir sin sueños, un misterioso paréntesis»[1].

 Dos horas transcurren con el tallo cerebral comprimido, llega al pabellón de cirugía, rápidamente es entubado y aún más rápido realizada una cirugía descompresiva de la fosa posterior; 450 mililitros de sangre le son drenados… ¡Qué bueno que había un especialista allí mismito, a la mano! No hay recuperación ninguna, las infecciones nosocomiales se suceden y son tratadas con éxito, aunque clínicamente ya está descerebrado y habrá de pasar a un estado vegetativo persistente y en días, a un estado permanente. Siendo que ya no hay razonable esperanza para un octogenario, para otros, esos que le atienden, aún dicen que “hay esperanzas”… Una dilatación del sistema ventricular le lleva a la colocación de un mecanismo de drenaje ventricular. Otro fútil intento por “hacer algo” pera terminar no haciendo nada…

La situación no ha cambiado. La muerte en vida domina la escena, se trastroca la rutina familiar y se funden en pocos días los ahorros de muchos años obtenidos mediante un trabajo comprometido y honesto. No critico la no tan rápida acción del neurocirujano, especialmente en una hemorragia cerebelosa donde los segundos cuentan, pero tal vez pueda exigir moderación en las indicaciones terapéuticas de un anciano ya descerebrado, para luego no entregar a la familia un vegetal… No es el objetivo de la medicina alargar la vida a cualquier precio…

[1] Allende I. Paula. Cuarta edición. Barcelona, Plaza & Janés Editores, S.A. p. 15.

El ejemplo relatado, constituye un ejemplo de “distanasia”, una situación en la que se proporciona un tratamiento “exagerado” o “desproporcionado”, que solo prolonga en el paciente en su aislamiento el proceso de morir. Resulta del empleo de medios terapéuticos extraordinarios que lindan con el llamado “ensañamiento terapéutico” o “furor terapéutico” donde pareciera que el médico en su afán ya no es capaz detenerse… En esta situación el galeno excede el marco de su deber, prolongando innecesariamente los padecimientos del paciente, particularmente aquel que carece de toda posibilidad de recuperación dada su avanzada edad y la irreversibilidad de su cuadro, y continúa aplicando obstinadamente terapias extraordinarias, cuando estas carecen de sentido y de justificación ética.

Este ensañamiento terapéutico merece una atención especial desde el punto de vista ético, pues a más del sometimiento encarnizante al que se encuentra compelido el paciente, se adiciona su soledad, el alejamiento de sus seres queridos, su imposibilidad de manifestarse al encontrarse sedado, entubado o sujeto de una traqueostomía, con su sueño interrumpido y su privacidad violentada, abandonado cruelmente tan sólo para terminar muriendo[1].

Cualquiera de nosotros desearía la “muerte digna” u ortotanasia, que entiende y atiende a la manera de morir como la forma de fallecer como un derecho propio del ser humano, de elegir o exigir para sí, o para terceros a su cargo,  una “muerte a su tiempo”, sin  abreviaciones tajantes (eutanasia), ni prolongaciones indebidas, irrazonables y crueles (distanasia), concretándose ante la inminencia de la muerte a la abstención, supresión, o limitación de todo tratamiento fútil, extraordinario o desproporcionado.

Cincuenta años atrás, la muerte del anciano se producía como es, como un hecho simple y natural, pues no existían las Unidades de Terapia Intensiva; no obstante, el acelerado avance científico-tecnológico y la aparición de mecanismos capaces de suplantar ciertas funciones orgánicas (respiradores, drogas para elevar la tensión, bombas de presión positiva, dializadores, etc.), han permitido prolongar innecesariamente la vida en aquellos casos en que el diagnóstico es certeramente irreversible. Sin perjuicio de ello, no debemos dejar de tener en cuenta, y que ello quede claro, el valiosísimo aporte de estas unidades, para salvar vidas, especialmente de personas más jóvenes con reserva orgánica intacta que de otro modo se hubieran perdido. Sin querer desconocer el mérito y la excelente preparación de nuestros médicos, Venezuela cuenta, o contaba -quién sabe a dónde iremos a parar con esta proliferación, sin orden ni control, de escuelas y facultades de medicina de muy baja factura mal llamadas bolivarianas-, pero sin lugar a dudas, todavía contamos con un cuerpo médico comprometido: Su capacidad científica, ética y humana, salvo pocas no honrosas excepciones, está más que comprobada.

En 1972, Jennet y Plum[2] describieron una peculiar situación en pacientes que habían sufrido lesiones cerebrales muy graves que denominaron «estado vegetativo persistente» (EVP). En su descripción original los autores daban un carácter provisional a la denominación propuesta. Sin embargo, como sucede muchas veces, el nombre, a pesar de las críticas que ha recibido, se ha mantenido hasta la actualidad, desde hace ya cuarenta y tres años. Se trata de pacientes que mantienen sus funciones cardiovasculares, respiratorias, renales, termorreguladoras y endocrinas, así como la alternancia sueño-vigilia, pero que no muestran ningún tipo de contacto con el medio externo y ninguna actividad voluntaria.

El adjetivo persistente añade una connotación temporal que lo diferencia de estados vegetativos. Debe precisarse que en la inmensa mayoría de los casos la recuperación que se obtiene es muy limitada, con grandes secuelas residuales y una ínfima calidad de vida. Se ha visto que la causa del EVP, su duración y la edad son los factores más importantes para establecer el diagnóstico de transitoriedad. En general, se acepta que un mes es el tiempo requerido para que un estado vegetativo se considere persistente.

¶ En mi artículo, «Muci-Mendoza, R. Perla de observación clínica. La bella durmiente del Hospital Vargas… Elogio al enigma del estado vegetativo permanente». Gac Méd Caracas 2014;122(4):298-303, se encuentran delineados los modernos criterios de muerte cerebral.

Debemos abogar por que en todas las escuelas de medicina se dicte una cátedra de tanatología. Desde que somos estudiantes de medicina debemos entender, comprender e introyectar que tanto nosotros como nuestros pacientes somos mortales. ¿Qué sentido podría encerrar tanta oposición a la muerte? Mi experiencia de más de cincuenta años en la docencia y en la práctica hospitalaria comprometida, me inclina, con todo el respeto que ustedes mis colegas me merecen, me autoriza para hacerles la siguiente sugerencia: no reanimen ni den tratamiento especial, costoso e inútil, a pacientes que terminan sus existencias con poca o ninguna esperanza de vida.

No impongamos nuestros pareceres, nuestro equivocado criterio de que mientras haya vida hay esperanza pensando que la mera existencia biológica constituye un valor absoluto. Es falso. Pareciera que no nos hemos percatado el peso inhumano de dolores, falsas esperanzas, costes astronómicos que supone un paciente de estos, sea que permanezca en la clínica o, peor aún, que haya sido remitido a la casa: pues desde su llegada, todos los miembros de la familia girarán en torno de él, sus vidas cambiarán radicalmente, por meses y aun años, se trastrocará el ambiente del hogar, desaparecerán el humor sano, las reuniones sociales, la música, la esperanza, la felicidad.

Desde el punto de vista ético un tratamiento médico se justifica tan solo cuando aplicándolo existe fundada expectativa de que el paciente recupere su salud y se apreste a cumplir mejor con su misión sobre la tierra. Hacer lo contrario, éticamente es obrar mal. No es cierto que el médico esté obligado a hacer todo lo que esté de su parte mientras quede un dejo de vida en el enfermo, cualquiera sea su edad, diagnóstico y la calidad de vida con que vaya a subsistir por meses y años.

Si la eutanasia no está permitida, por el mismo motivo, tampoco lo está la distanasia o prolongación absurda y arbitraria del proceso de morir; con todo, la postura ideal que sugiere la sensatez moral se sitúa en el punto medio: ni eutanasia ni distanasia, sino ortotanasia: La muerte justa y a su debido tiempo. No somos dioses ni dueños absolutos de nuestras propias vidas y menos de las de los demás; en nuestra malsana omnipotencia, los médicos no podemos ocupar el papel de Dios.

Dejemos que la muerte suceda cuando sensatamente debe acontecer. Con esta actitud reverente respetamos la acción de Dios. No debemos perder nuestra sensibilidad humana y ética profesional ¿Cuál es el objeto de reanimar a un paciente anciano que ya cumplió su misión sobre la tierra y que desea, como todos desearíamos llegado el momento, morir tranquilo en el hogar, rodeado de nuestros seres queridos? ¿Por qué no consentir que un paro cardíaco o cualquier otra grave afección les permitan morir en paz?

Si pudiéramos usurpar la voz de tantos enfermos sin voz que les asiste el derecho a una muerte digna y tranquila en su hogar, pediríamos que no se nos prolongue una vida que no es digna… ni es vida… Quiera Dios que mis familiares y mis colegas respeten mi derecho a morir con dignidad cuando arribe mi momento, que tengan en cuenta la merma de mis reservas orgánicas y que si han de recluirme en una terapia intensiva y a los tres días no muestro signos de clara, absoluta y razonable mejoría, que inicialmente limiten al mínimo la ayuda artificial o retiren toda asistencia y me dejen morir en paz… ¡dejar morir no es matar…!

 

Gracias encarecidas.

 

¡Perdóneme doctor! ¿Me deja morir…?

 

 

[1] Baudouin J L, Blondeau D.  La ética  ante la muerte  y el derecho a  morir. 1996 Editorial Herdet, Barcelona. p 33.

[2] Jennet B, Plum F. Persistent vegetative state after brain damage: A syndrome in search of a name, Lancet. 1972;1:734-737.

Elogio de la muerte… Los signos clínicos de muerte, y uno adicional… no descrito

Bodas de Plata matrimoniales de don José Muci Abraham y su esposa Misia Panchita Mendoza de Muci con sus nueve hijos (21.06.1946). Todos muy hermosos, lucíamos felices y contentos en el amplio jardín de nuestra casa de habitación de Camoruco en Valencia. Sobrevivimos una hembra y tres varones.

La muerte, decía Jorge Luis Borges, es una vida vivida.

La vida es una muerte que viene.

A diferencia de mi padre, comerciante libanés a quien no le gustaban los motes, sobrenombres o apodos y ni siquiera nos permitía llamarnos ¨vale¨ entre nosotros, expresión frecuente entre los venezolanos de aquellos tiempos, porque decía que cada uno de nosotros tenía su nombre y así debía ser llamado… Por el contrario, mi madre gozaba poniéndolos y nadie se salvaba de sus pícaras invenciones, no más veía a una persona y una ocurrencia de esas saltaba a su mente, un resabio –quizá- de las inmensas llanuras guariqueñas dejadas atrás en el ardientoso polvo del camino, pero siempre en el presente de sus días donde todo tenía un apodo, un alias o un remoquete seguido de una sonora carcajada o de su bondadosa sonrisa que mostraba sus dientes perfectos, blancos y alineados.

Los nueve  hijos Muci Mendoza, podíamos artificialmente ser divididos en 3 estancos: Los mayores en el superior, dueños y señores de nuestras existencias: Gileni (†, 2014) –15 años mayor que yo, mi madrina de bautizo y la consentida de mi papá por su flacura, vivía su vida, no se metía con los pequeños-, Rosa –dominante y perfeccionista, a veces acuseta, pero siempre muy amorosa, velando por todos y cada uno de los constituyentes del disímil rebaño-, y José –el primogénito, cerebro puro-, a quien le asistía el derecho de regañarnos y de ser el caso, aún de castigarnos, de levantarnos la mano o proceder en consecuencia-. Los integrantes de este grupo no tenían mote alguno (a veces mi padre nombraba a José, Yussef, su traducción al árabe).

En el del medio, Josefina (†, 2006) ¨la negrita¨, nacida accidentalmente en Curazao, parecía no ligarse bien con los otros dos grupos: muy linda, reservada, pizpireta, poco comunicativa fuera de lo que no estuviera en su mundo, atenta al cuidado de su figura y siempre, hasta el fin de sus días, luciendo mucha menor edad que la cronológica sin que la pátina del tiempo se asomara en su tez.

En el tercero, estábamos ¨los muchachos¨ o como suele ahora decirse, ¨el perraje¨… Lo encabezaba Fidias Elías (†, 1975) que más tarde sería el primer médico de la familia, circunspecto, pero no siempre circunspecto; muy cultivado y de finas maneras, llamado por sus amigos ¨El Conde¨ por manejar su pulcra bicicleta negra erguido y desafiante, dermatólogo, tropicalista y mi admirado mentor, quien reforzara mi deseo de ser médico cuando sentía que era una empresa inalcanzable para mí y él me insuflaba temple y confianza, y a quien mi madre llamaba ¨El Comandante¨.

Bien puesto el nombre, porque entre otros menesteres, era nuestro profesor de mecanografía, temido por su rigidez, -¨¡Si miras el teclado, eres el engañado…!¨, rezaba un carteloncito de su factura colgado sobre la antigua máquina de escribir Remington que se complementaba con sus ojos pelados, escrutadores y decidores; gustaba de comandarnos a los más pequeños en las tareas duras de la casa, tales como eran lavar la piscina rodilla en tierra, vale decir, a pleno sol en el áspero y granuloso cemento del fondo y de los lados, con cloro en polvo y un cepillo de alambre para quitarle el ¨nacido¨ o pátina verde, esa producida por aceitunadas algas unicelulares; bañar los dos perros salvajes de la casa: Tamakún –un chauchau arrechísimo- y Sandy –un cacri sin pedigrí, uno que tampoco se dejaba y a menudo, había que separarlos con el chorro de agua de la manguera para evitar que el de abolengo y mantuano se desayunara con el pobre criollo-; o recoger las hojas del gran jardín frontal de mi casa con muchos árboles; o rastrillar las piedras que lo cubría para dejarlas homogéneas como un jardín zen con mucho sudor y sin la meditación acompañante, para que en cinco minutos se llenara del doble de hojas y hubiera que comenzar de nuevo…, mientras él, erguido como un bambú, el rostro severo, un ¨lunar de vieja¨ protuberante en el surco nasogeniano izquierdo, vestido para la ocasión con un sobretodo de caucho negro, botas de goma hasta la rodilla y un sombrero safari de explorador, dirigía la faena sin implicarse en ella; se me antojaba que sólo le faltaba el bastón de mando para encontrarnos en el ejército británico durante la dominación de la India y con el aguador del regimiento Gunga Din del poema homónimo de Ruyard Kipling (1882-1914).

A Luis (†, 2004), que le seguía, nunca supe por qué mi madre le llamaba ¨el ovejo¨. Francisco o Franco era apodado ¨el negro¨ por su tez algo más oscura que el resto de los hermanos, deslumbraba entre todos por su corrección, disposición para el estudio y credibilidad. A mí me llamaba indistintamente ¨cocoíllo¨ -porque según y que fueron mis primeras palabras, ¡vaya relajo permanente y burlas de mis hermanos conmigo!-, ¨el catire o catirruano¨ -porque era el más blanco de todos y en la infancia tenía el cabello rubio, y mi mamá, siempre orgullosa de su ancestro español, me expresaba que me parecía a ¨los Mendoza¨, especialmente a su tío Juan Bautista Mendoza, ¨hombre elegante, blanco y con los ojos azules¨- y por último, ¨viejo baja¨ -tampoco tengo una explicación para ese tan nombre extraño-. Rompiendo su regla a veces mi padre, porque me parecía mucho a él… me llamaba ¨general Mihailović¨, líder yugoeslavo anticomunista de la resistencia monárquica.

   Al menor, Aziz Efraín (†, 1996), casi que un cuarto estanco, nunca le oí un apodo: enjuto, enteco, flaquito y sobreprotegido porque tenía una profunda depresión central en el pecho atribuida a raquitismo por los tantos embarazos de mi madre y que los médicos llamamos ¨pectus excavatum¨ que por su profundidad, hasta podía llenarse de agua y albergar un pececito de colores, y además, ¨un soplo en el corazón¨, lo que en aquella época de mitos y pocas luces médicas, significaba una sentencia de muerte a corto o largo plazo, y adicionalmente y peor aún, condena a no participar en juegos, deportes o andar vagando en la calle durante las vacaciones julianas rompiendo bombillos con una honda y comiendo nísperos y caimitos…

Podría decirse que el tercer estanco constituíamos un grupo coherente, aguerrido, indómito, capaz de realizar desafueros prontamente sofocados por los mayores y en el peor de los casos, por mi papá: ¡Todos arrodillados en el patio…! o entren al baño y se quitan la ropa que voy con la correa, y no era amago… Allí pagábamos justos y pecadores por igual…

Rememoro que un mediodía caluroso estábamos bañándonos en la piscina de mi casa y Aziz, que tenía prohibido bañarse, con su mirada ingenua y ávida nos observaba a prudencial distancia para no ser salpicado; de repente, el negro Franco me dijo mientras rocheleábamos en el agua:

Rafael, vamos a echarle una broma a Aziz: Yo voy a hacer que me estoy ahogando; tú haces que me salvas y me sacas fuera del agua, me pones boca abajo en el borde de la piscina y le dices que me ahogué, que estoy muerto a ver qué dice, qué hace…¨. Dicho y hecho, se puso en marcha la pantomima, chapoteó, gritó, se sumergió varias veces hasta que quedó encorvado, inerte y flotando boca abajo; con gran trabajo lo saqué del agua y lo puse en el borde, al tiempo que mirando a mi hermanito le decía sin un dejo de piedad,

-¨¡Aziz, Aziz, Franco se ahogó… Franco se ahogó, está muerto…!¨

Su carita de niño inocente trasmutó, se preocupó mucho, se le retrajeron los párpados, saltaron algunas lagrimitas que raudas rodaron por su rostro; sin embargo, entre compungido y sospechoso como estaba, venció el temor y en actitud de comprobación se fue aproximando lentamente al finado yacente al tiempo que alzaba la mano derecha con su pequeño dedo índice extendido. Cuando llegó a estar muy cerca, a través de una brecha en el traje de baño, ¡le metió el dedo en el culo…! Raudo y violento, como picado de tábano, Franco se levantó hecho un energúmeno, mientras Aziz aceleradamente se alejaba del sitio gritando,

-¨ ¡Ja, ja, ja… yo sabía que no estaba muerto, yo sabía que no estaba muerto!¨

Siendo que mi hermanito no conocía las pruebas de comprobación de la muerte, el gesto aquél fue no menos que un portento clínico: La pruebas de comprobación clínica de la muerte que estaban entonces en boga eran numerosas: la del espejo limpio al situarlo frente a la boca o la nariz del sujeto inconsciente: si se empañaba la persona estaba viva, si no se empañaba por ausencia de respiración, equivalía a muerte: era la llamada prueba de Winslow; o la dilatación de la pupila o midriasis pupilar del fallecido por pérdida del control de sistema nervioso autónomo parasimpático, o la ausencia de respuesta constrictora de la pupila a la luz directa; o la pérdida del reflejo proprioceptivo de torsión cefálica o fenómeno de “ojos de muñeca”;  o la ausencia de respuesta al toque de la córnea, tan rica en terminaciones nerviosas sensibles al dolor; o la deshidratación del globo ocular por pérdida de líquido que a la palpación digital aparece como una pelota desinflada, y el tinte gleroso del ojo que se torna opaco y de color gris pizarra… y así, que por tanto y por serendipia, mi querido hermano menor Azizito habiendo ingresado sin saberlo en el campo de la tanatología,

¡Había descubierto un idóneo y rápido procedimiento para comprobar la muerte…!

Desafortunadamente, que yo sepa, por lo repugnante, desconsiderado y antihigiénico, poco se ha empleado en la clínica diaria y hasta ahora, nunca antes se había mencionado con la seriedad que se merece ni había sido publicado previamente… En los tiempos que corren de tanto secretismo y mentira con este pútrido socialismo del siglo XXI que nos acosa, ocurrió que con la penosa enfermedad del Único, siempre me dije que hasta no practicarle la «Prueba del Índice Extendido de Aziz®» y que este test fuese positivo, nunca aceptaría que estaba muerto… Todavía no pierdo la esperanza, pues no me extrañaría encontrármelo un día en la calle admirando la destrucción de MI país, porque yo he visto mucho muerto cargando basura, que vale decir que nada, por más que se proclame y se asevere, puede darse como seguro…

  • Antecedentes históricos.

 

Ser médicos nos sumerge en un mundo de perplejidad y maravilla… Las bases para el diagnóstico de la muerte no han sido estáticas. El concepto de muerte ha ido evolucionando a lo largo de la historia, según ha avanzado el conocimiento y se ha dispuesto de más elementos para determinarla.

En el siglo XX la muerte se definía como el cese de la actividad cardíaca (ausencia de pulso), ausencia de reflejos y de respiración visible, sin embargo, con base a estos parámetros muchas personas fueron inhumadas encontrándose en estado de vida latente o afectadas por periodos de la terrorífica catalepsia –un trastorno repentino del sistema nervioso caracterizado por la pérdida momentánea de la movilidad (voluntaria e involuntaria) y de la sensibilidad del cuerpo-.

Cuando se produce el cese de la actividad cardíaca la sangre queda sometida de modo exclusivo a la influencia de la fuerza de gravedad por lo que se desplaza y ocupa las partes declives del cuerpo cuyos capilares distiende, produciendo unas manchas rojo violáceas, las llamadas livideces cadavéricas (livor mortis). Durante el siglo XVIII, conjuntamente con la descomposición del cadáver era ese el único signo que existía para determinar con certeza la muerte de una persona. Esto era así, porque los métodos que había para predecir la muerte ya descritos: la detención de la respiración o del corazón, no permitían diagnosticar con total seguridad la muerte. Por eso, a fines del citado siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, en Europa se crearon sociedades humanas, cuyo objetivo primordial era evitar que a sus socios los enterraran vivos.

Hay innumerables referencias sobre personas enterradas vivas que datan de esa época… ¡A mí… que me cremen! –afirmo yo- Por ejemplo, en Inglaterra se construyeron ataúdes con campanas, para que mediante su tilín repetitivo el posible muerto pudiera comunicar que estaba vivo. Con posterioridad, durante los años sesenta, setenta y finalizando el siglo XX, han surgido modificaciones en los criterios para diagnosticar la muerte.

Se cuenta que durante la epidemia de cólera que azotó Caracas en 1855 los muertos o medio muertos se apilaban en las calles, los médicos en correcorre apenas si tenían tiempo para declararlos muertos y el cuadro de sujetos cargando las urnas de palo en una parihuela rumbo al cementerio era paisaje cotidiano. Se asegura que en uno de esos traslados ¨el muerto¨ comenzó a sacudirse y golpear el techo del féretro; al abrirlo dijo con ojos desorbitados, -¨¡Yo estoy vivo!¨, sin embargo, los responsables del traslado lo cerraron de nuevo diciéndole, -¨¿Vivo tú…? ¿vas a saber más que el doctor…?

Pues bien, y en serio… La definición de muerte está basada en criterios de consenso, pero toda definición de muerte debe cumplir una serie de características: es un proceso irreversible, reproducible -es decir, que siempre ocurre de manera similar-, que es reconocible y que afecta a todas las personas por igual.

 

¶En mi artículo, «Muci-Mendoza, R. Perla de observación clínica. La bella durmiente del Hospital Vargas… Elogio al enigma del estado vegetativo permanente». Gac Méd Caracas 2014;122(4):298-303, se encuentran delineados los modernos criterios de muerte cerebral.

http://anm.org.ve.tmp-ravatech.com/anm/saciverrevista.php

 

  • Complicando el asunto:

¿ y si la luz al final del túnel no es lo que creemos que es…?, ¿por qué la ciencia es cruel y nos quita las esperanzas…?

Desde el comienzo de los tiempos el hombre se ha ocupado de la muerte; algunos escritores de manera estupenda: Simone de Beauvoir en ¨Todos los hombres son mortales¨, donde narra la historia de Raimundo Fosca, noble italiano del siglo XIII que influenciado por los efectos de un elixir de la inmortalidad que lo exime de envejecer y fallecer: casi 700 años de vida, pero… en el mundo de los mortales no hay lugar para los inmortales…

 

  De igual forma que José de Saramago (1922-2010) en ¨Las intermitencias de la muerte¨, narra cómo a partir de la medianoche del primero de enero nadie muere… inicialmente, la gente celebra su victoria sobre la muerte, pero la muerte emerge poco después como una mujer llamada muerte… Ambos autores nos señalan lo trágica que sería la inmortalidad…

Ya los griegos, en el mito de Titono mortal, contaban que Eos o Aurora –en la mitología latina-, le había pedido a Zeus que le concediera la inmortalidad, pedido que el padre de los dioses concedió. Sin embargo, a la diosa se le olvidó pedir también la eterna juventud, de modo que Titono fue haciéndose cada vez más viejo, encogido y arrugado, hasta que se convirtió en cigarra o según otras versiones, en grillo. Así, cada vez que Aurora se despierta por las mañanas y llora, sus lágrimas se transforman en rocío y de las mismas, el pobre de Titono, sacia su sed … Según una antigua creencia cuando le preguntan qué desea, el infeliz de Titono responde en latín: Mori, mori, mori… que significa morir, morir, morir…

Pero como los mortales estamos para frustraciones, a veces el avance de la ciencia acaba con algunos mitos que de alguna forma han hecho parte y esperanza de nuestras vidas. Entre tantas, una de las grandes frustraciones del hombre lo constituyó el saber que la tierra no era plana sino redonda, que nuestro planeta no era el centro del universo y que muchas de nuestras conductas no eran conscientes, sino guiadas por el inconsciente…

 «La luz al final del túnel» o «el túnel de los muertos», representa un fascinante fenómeno neurológico descrito por pacientes de diversos grupos etarios y en diferentes culturas y religiones que han experimentado una muerte clínica transitoria o han estado en las cercanías de la misma. ¡Cómo esperaba yo que eso me ocurriera algún día…!

La experiencia de atravesar el puente hacia la nada en medio de paz y tranquilidad e imbuidos de gran placer, la percepción de imágenes místicas o el recibimiento jubiloso por otros difuntos, padres, familiares, maestros o amigos no dejaba de ser para mí una deseada ficción… Así pues, moverse sin esfuerzo y felizmente a lo largo de un oscuro pasillo o túnel hacia una luz vívida y maravillosa, no podría más que interpretarse como el límite entre la vida y la muerte, o el propio ingreso al paraíso. Por otro lado, nos había fascinado que entre los agregados de aquel estado transitorio, había también una rápida y extremadamente detallada serie de recuerdos de la vida: una autobiografía de relámpago, o aún una película personal más gradual, situación que se presenta cuando uno sale de un coma.

Pero, ¡vaya decepción! Resulta que ahora se nos dice que tan sólo forma parte de experiencias ‘normales’ que se suceden al sufrir una situación de grave compromiso sanguíneo cerebral. Todos los informes coinciden en la descripción del momento: autoscopia u observación del desprendimiento de uno mismo del cuerpo yaciente observando desde arriba o desde una esquina de la habitación lo que ocurre en el entorno: los médicos y enfermeras afanados en el proceso de recuperación, empresa tantas veces fútil, abandono del mismo, seguido del consabido viaje… Pero… la vuelta al cuerpo puede ser abrupta, como cuando, por ejemplo, el ritmo cardíaco es restaurado a un corazón detenido por el fogonazo de un desfibrilador. Cómo no producir en muchos pacientes la certeza de una vida después de la vida, y que a tantos ha llevado a transformar sus existencias en el sentido espiritual…

El que la luz al final del túnel forme parte de las «experiencias cercanas a la muerte», y sea la manifestación normal de un cerebro en falla durante un evento traumático, no deja de tener para mí un profundo sinsabor de amargura. Según Watts el concepto de las experiencias cercanas a la muerte fascina a las personas porque nos atrae y nos gusta la idea de que los humanos sobrevivimos a la muerte del cuerpo, pues siempre se nos había advertido que nadie había regresado del mundo al que íbamos para contarnos cómo era…

 Muchos consideran estos eventos como fenómenos paranormales, sin embargo para nuestro desencanto, estudios científicos han demostrado que son solo efectos ¨normales¨ esperados cuando la hipoxia o falta de oxígeno estimula ciertas áreas cerebrales sensibles y específicas, por ejemplo, en momentos en que el ojo comienza a ser desprivado de sangre y oxígeno: En el caso de la luz al final del túnel, el estímulo puede recaer bien en las neuronas de la corteza del lóbulo occipital o área visual primaria –asiento de las áreas de interpretación de lo que vemos-, o en los fotorreceptores o receptores de luz de la retina afectados –capa de conos y bastones, primera neurona de la vía óptica-, durante la fase de recuperación de la muerte y no durante el evento “per se”.

Una de las certezas más comunes de una ¨experiencia cercana a la muerte¨ (ECM) es la «conciencia de la propia muerte»; sin embargo, bien vale la pena describir qué ocurre en las ¨crisis epilépticas de éxtasis místico¨, que aunque son raras pues solamente ocurren en algo así como 1 o 2 por ciento de los pacientes con epilepsia del lóbulo temporal, se caracterizan por episodios paroxísticos y recurrentes durante los cuales se modifica la esfera afectiva de los pacientes; y así, son descritos como sentimientos positivos e intensos donde no hay referencia a lo sexual, sino percepción de ‘bienestar’, ‘placer’, ‘plenitud’, ‘paz’ o ‘belleza’, entre otras similares calificaciones.

No obstante, en el último medio siglo se ha visto un enorme aumento en la prevalencia de otros estados a veces impregnados de alegría religiosa y asombro, «visiones celestiales» y voces y, no infrecuentemente, de conversión religiosa o metanoia, vocablo del griego que denota una situación en que en un trayecto ha tenido que volverse del camino en que se andaba y tomar otra dirección. Fue precisamente lo más llamativo de la enfermedad del escritor Fyodor Dostoievsky (1821-1881) y su relato personal de lo que se denomina un aura extática: un sentimiento de armonía y felicidad absolutas que experimentaba antes de cada crisis y así lo describe: «Siento que el cielo ha descendido a la tierra y me envuelve. Realmente he alcanzado a Dios que se introduce en mí. Todos vosotros, personas sanas, ni siquiera sospecháis lo que es la felicidad, esa felicidad que experimentamos los epilépticos por un segundo antes de un ataque».

Esta experiencia mística se ha comparado con la visión del paraíso de Mahoma, el misticismo de Teresa de Jesús o los ‘sueños’ de Juana de Arco. Precisamente, entre ellas existen las llamadas ¨experiencias fuera del cuerpo¨ (EFC), que son más comunes ahora que más pacientes pueden ser traídos a la vida después de paros cardíacos; y aquellas otras experiencias más elaboradas y pertenecientes al numen como manifestación de poderes religiosos o mágicos: ¨experiencias cercanas a la muerte¨ (ECM).

Pero la razón fundamental de que las alucinaciones -cualquiera que sea su causa o modalidad- se perciban tan verídicas, es porque se implementan a través de los mismos sistemas cerebrales que las percepciones reales. Uno alucina voces porque se activan los propios centros auditivos; cuando el objeto de la alucinación es una cara, se estimula el área fusiforme en la base cerebral que normalmente es la encargada de percibir e identificar rostros en el ambiente, cuando se alucinan imágenes es porque están involucrados la retina o el córtex visual.

Neurológicamente, las EFC son formas de ilusión corporal derivadas de una disociación temporal de las representaciones visuales y proprioceptivas; normalmente, estas son coordinadas, por como uno ve el mundo incluyendo nuestro cuerpo, desde la perspectiva de los propios ojos, de la cabeza, etc. En las EFC, los sujetos sienten que han abandonado sus cuerpos, que parecen flotar en el aire y la experiencia puede sentirse ya gozosa, ya aterradora, ya neutral. Pero por su naturaleza extraordinaria, vale decir, la aparente separación del «espíritu» inmaterial del cuerpo material, son improntas indelebles en la mente y pueden ser tomada por algunas personas como testimonio de un alma inmaterial, una prueba de que la conciencia, la personalidad y la identidad son capaces de existir independientemente del cuerpo y sobrevivir incluso a la muerte corporal.

Luego de mis divagaciones que desde felices anécdotas de mi niñez me han traído hasta la muerte y los fenómenos cercanos a ella, y después que les haya arrebatado la esperanza certera de una vida después de la vida, luego de tantas frustraciones infligidas por mi pluma, algo tengo que darles a cambio; les ofrezco los diez criterios para una buena muerte de Edwin S. Shneidman (1918-2009), un suicidólogo y tanatólogo estadounidense quien junto con Norman Farberow y Robert Litman fundó en 1958 el Centro de Prevención de Suicidios en Los Ángeles, California, institución para la investigación del suicidio, la creación y desarrollo de centros de crisis y el establecimiento de tratamientos para prevenir la muerte violenta.

 

Los diez criterios para una buena muerte 

 

  1. 1. Que sea natural: 
    Una muerte natural es aquella que no resulta como consecuencia de accidente, suicidio u homicidio.
    2. A edad madura:
    Luego de los 70 años, en condición de lucidez y con experiencia de vida, tras haberla saboreado plenamente.
    3. Que sea esperada:
    Ni súbita ni inesperada, poseedora aunque sea de mínima posibilidad de advertencia -al menos unas semanas antes-.
    4. Que sea honorable:
    Que reciba honras finales y sin señalamientos amargos, esto es, con un obituario positivo.
    5. Que esté preparada:
    Esto es, que los arreglos legales y costes fúnebres queden cubiertos previamente.
    6. Que sea aceptada:
    Con la aquiescencia que lo inmutable de la naturaleza y el azar exigen.
    7. Que sea civilizada:
    Con la presencia de al menos algunos de los seres queridos y en un entorno grato para el que se va.
    8. Que acabe generativa:
    Habiendo entregado quien muere su legado de sabiduría, memoria y experiencia acumulada.
    9. Que sea compungida:
    De modo que pueda apreciarse el estado emocional propio que es una mezcla agridulce de pesar, añoranza y consideración por el que ha partido, pero sin abatimiento total.  Es mejor si quedan proyectos inconclusos pues nos recuerda que ninguna vida es “completamente completa”.
    10. Que sea pacífica:
    Que la escena final sea llena de amistad y amor, con el dolor físico controlado si es posible.
    Finalmente, Shneidman ponderadamente ofrece lo que él considera «la regla de oro» para una buena muerte, centrada en los supervivientes pero recomendada con empeño a quien muere:

«Apóyate lo menos posible en ellos».

Esto es, que nuestra muerte, en lo posible, cause la menor cantidad de dolor a los que nos sobrevivan.

 

(Schneidman E. Criteria for a good death. Suicide Life Threat Behav. 2007; 37:245-247)

 

A cierta edad no podemos derrochar las horas del reloj y cada minuto por venir debe estar acompañado de un nuevo aprendizaje. Vida y muerte se suceden todo el tiempo, cada despedida, cada cambio es una pequeña muerte que da lugar a algo nuevo. No hay creación sin destrucción, no hay renovación sin muerte, no hay algo novedoso si primero no existe el vacío, por ello debemos dar la bienvenida a la muerte y a su inventor…