• Las leyes de la medicina clínica: Una monja: La Tía Filomena; un ladrón de bancos: Willie Sutton; un poeta: John Milton, y un cura: William de Occam…

Aprender a conocer el qué, el por qué, el para qué y el para quién de la ars medica o el arte de la medicina clínica, debería ser el desiderátum de todo médico. Pero cuán difícil es apenas intentarlo. El segmento vital de que disponemos para hacerlo, sólo lo haría factible a las mentes geniales y la mayoría carecemos de esos atributos. Como las anécdotas asociadas a la enseñanza de la medicina se me antoja que facilitan y simplifican la recepción del conocimiento, les relataré mis enlazaduras con cuatro personajes sin aparente conexión, a la vez fascinantes y difíciles de olvidar.

• El primero de ellos es una monja. La llamaré la Tía Filomena. Transcurría el año 1963 y mi práctica privada comenzaba a crecer gracias a médicos amigos, muchos de ellos, mis antiguos profesores que me referían sus enfermos agudos.

Casi siempre eran pacientes muy enfermos y complicados, difíciles de tratar ellos o sus familiares, que clamaban por alguien que los cuidara, tratara de llevarlos al buen puerto del restablecimiento, siendo necesario en muchas ocasiones tolerar sus impertinencias o las de sus allegados ¡Gajes del oficio! En algunos casos, el paciente no se encontraba en condiciones de egresar, o su familia en situación de obtener más recursos para poder sufragar el coste de la hospitalización. Era pues necesario trasladarlos a otra clínica más económica donde también, sin desmedro de la atención, pudiera proporcionárseles los cuidados necesarios. Por los lados de Sarría existía una pequeña clínica que llenaba esos requerimientos. Para ello, se hacía necesario que estuviera dirigida por una persona responsable, ejecutiva e impecable. Ese personaje era precisamente la Madre Filomena, la directora del pequeño nosocomio. Alta, delgada, muy seria, de recio carácter, mandaba y era obedecida y respetada por el personal. Regentaba con orgullo esa tacita de plata, siempre reluciente…

Un largo pasillo de granito pulcro donde los pasos resonaban, nos daba la bienvenida. Desde allí y por unas escaleras, accedíase a la Estación de Enfermería. Allí solía encontrarse ella, erguida y siempre solícita y respetuosa, portando un paño de mano blanco y limpio y una pastilla de jabón, para que nos aseáramos las manos antes de ver al paciente y luego nuevamente, a la salida de la habitación nos esperaba el ritual, tal vez, evocando las memorables lecciones de Semmelweis . Desde allí y en su compañía, se trasladaba uno a las habitaciones, pequeñas pero confortables, con una ventana que daba a un patio. Muy aseadas; la ropa de cama, muy blanca, y ella, al lado con una enfermera auxiliar a la cual continuamente pedía información o daba órdenes. Recuerdo un período durante el cual tuve una paciente muy añosa, madre de un médico de larga parentela, tan enferma toda ella como sus demandantes y neuróticos acompañantes. Todos eran quejumbrosos, de trato brusco, al unísono exigían atención permanente y nada les conformaba. Un día de esos en que la paciente parecía despedirse de este injusto mundo con gran fatiga por tanta vida vivida y habiendo perdido toda esa reserva orgánica con que nos provee la naturaleza, trataba yo en vano de tranquilizar a algunos de sus hijos explicándoles una y otra vez que por su edad y condición, no había salida que yo pudiera ofrecerle… ¡Había llegado el fin de sus días y teníamos que pactar con la muerte! Viéndome desde lo lejos acorralado, envió una enfermera a buscarme, a salvarme de aquella intransigente y pegajosa inquisición… Pocos días después falleció y la hermana me dijo ceremoniosamente,

-¨Doctor Muci, era una necesidad…¨

Bueno, regresé a la Estación y mientras me lavaba las manos, oí que ella decía al personal,

-“! ¡Rápido, rápido, que el doctor Mengano camina por el pasillo y viene muy molesto, de muy mal humor…!”

Giré sobre los tacones de mis zapatos, pero lo logré ver a nadie. Era aquella una habitación sin ventanas y el teléfono no había sonado. Así, ¿Qué significaba toda aquella prevención? Efectivamente, en pocos segundos apareció un médico entrado en años y pintando canas, quejándose airadamente del tráfico de la zona y de la dificultad para estacionar su automóvil, empatando aquello con el caso de su paciente -que como la mía-, no quería mejorar…

Me fui pensando en el “¿cómo se había enterado la sagaz monja?”, pero otras obligaciones llevaron mi mente por otros rumbos. Al día siguiente, habiendo pasado la turbulencia del día anterior, me atreví a preguntarle cómo había anticipado las malas pulgas del colega. Entonces me dijo,

-“Desde hace muchos años, aquí tengo trato con muchos médicos que confían en los servicios de la Clínica y me esfuerzo en conocerlos. Cuando se desplazan por el pasillo de la entrada puedo oír el taconeo de sus zapatos y reconocer quién es la persona que está a punto de llegar, sentir la prisa o la tranquilidad con la que se desplaza, en fin, percibir su estado de ánimo tranquilo o agitado”.
Me pareció haberme topado con una observadora extraordinaria -poseía, si se quiere, un auditus eruditus, el oído refinado de una gran escucha-, que me transmitía gratuitamente una de esas enseñanzas memorables con que nos ofrenda la vida y una anécdota para ser recordada: El cultivo de la observación –a través de cualquiera de los cinco sentidos- y en este caso por el oído solía dar buenos frutos y por tanto, era digno de ser cultivada.

¿Qué sería desde entonces y para mí la Regla de la Tía Filomena? Sería la sumatoria de la observación fina y del conocimiento y experiencias que un médico pudiera albergar a lo largo y ancho de su práctica: Un llegar a conocer tantas entidades clínicas simples o complejas, frecuentes o excepcionales, como para poder sospecharlas o diagnosticarlas ¨al rompe¨; pero además, un conocimiento del paciente, del individuo particular que sufre y que la enfermedad trata de ocultarnos y que por nuestra formación materialista con frecuencia lo logra; un compromiso a vida plena con el estudio y la docencia; un afinamiento de los sentidos así que adquiramos no sólo un auditus eruditus, sino también un tactus eruditus y un visus eruditus, y así, que dejados al vuelo puedan reconocer lo reconocible o intuir lo nuevo o extraño; en otras palabras, una forma intuitiva donde la enfermedad se le revelara fácilmente “por su manera de caminar y el taconeo de su transcurrir”. Ello implicaría conocer no sólo las enfermedades, aún las más raras, sino también sus formas atípicas de presentación –tan frecuentes como diferentes como son los pacientes que vemos a diario – y los escondrijos o recovecos donde se albergan para salir a buscarlas.

Así, que la Regla de la Tía Filomena implicaría, estudio comprometido para conocer tantas enfermedades como posible; atención inteligente para identificar sus síntomas y signos; flexibilidad para comprender su atipicidad; y astucia para exponerla en los sitios donde se esconde.

Willie Sutton (1901-1980), llamado El Actor o “slick Willie” , fue un famoso ladrón de bancos y era muy bueno en lo que hacía.
Durante los cuarenta años de carrera criminal se hizo de un estimado de dos millones de dólares. En su maletín de “visitas” generalmente llevaba una pistola o una ametralladora Thompson, pues era un convencido de que sin ello no podría robarse un banco con personalidad, encanto y seducción. No obstante, se enorgullecía diciendo que no las había usado nunca. El hecho de robar a los ricos –pero no para distribuirlo entre los pobres-, le confirió un cierto y confuso aire de Robin Hood. En algún momento llegó a constituirse en uno de los tantos Enemigos Públicos N° 1 del FBI, pero tal vez no haya sido conocido por su carácter escurridizo y reincidente el haber pasado a la inmortalidad, sino por una frase que se le atribuyó cuando fuera interrogado por periodistas ávidos de noticias y que va como sigue,
-“Mister Sutton ¿Por qué usted sólo roba bancos…?” La única respuesta ante esa pregunta no podría ser otra que,
-“Because that’s where the money is”- ! Porque allí es dónde está el dinero!- contestó…

Todavía no se sabe a ciencia cierta si alguna vez pronunció esa frase, o si fue una más de esa larga lista de mitos y leyendas que se crean alrededor de personajes importantes, famosos o estrafalarios. Lo cierto es que dos libros se han escrito sobre él . En el segundo, comenta Sutton con orgullo, cómo la profesión médica adoptara la “Ley de Sutton”, llamando a mirar o buscar lo obvio antes de ir más adelante y descarriarse en el camino del diagnóstico. La citada ley fue acuñada por un profesor de medicina quien recordó la respuesta dada al reportero que le inquiriera acerca de lo obvio. Lo cierto que en medicina la “Ley de Sutton” se ha transformado en un paradigma del saber médico que asienta que cuando se diagnostica uno debe considerar primero lo obvio y en consecuencia, conducir en secuencia de complejidad, aquellas pruebas que confirmen o nieguen el diagnóstico para instituir un tratamiento minimizando costes y dolores innecesarios. Es una “acción disciplinada: Diríjase donde está el diagnóstico”, que nos compele a encaminarnos con las pistas acumuladas hacia la respuesta, hacia donde yace el diagnóstico…

Imaginemos un paciente que se queja de ver mal y en una simple campimetría por confrontación –haciéndole cerrar un ojo le pedimos que mire directamente a nuestra nariz al tiempo que colocamos ambas manos alzadas a los lados de ella -¨¿Ve mis dos manos?¨- encontramos una hemianopsia bitemporal, –a la manera de las gríngolas de un caballo, no ve la mano que está hacia fuera con ambos ojos por separado-; luego, puede ser mejor definida mediante una campimetría en pantalla de tangentes de Bjerrum o una perimetría computarizada de Humphrey ¿Qué significa este hallazgo? Por supuesto que existe un tumor originado en la región selar –donde se encuentra la hipófisis- que comprime el quiasma óptico ¿Dónde están pues los reales? Sin pérdida de tiempo ni exámenes fuera del contexto, los reales se encuentran en la identificación por tomografía computarizada o resonancia magnética cerebrales el área de la cisterna supraselar o quiasmática donde con toda seguridad se hallará el tumor (Figura ).

Según Sutton, “La ironía de emplear la máxima de un ladrón de bancos como un instrumento de enseñanza de la medicina es una fabricación y puedo confesar ahora que, en efecto, nunca dije la frase en cuestión. El crédito pertenece a algún reportero que sintió la necesidad de completar un escrito. Si alguien me lo hubiera preguntado, probablemente hubiera dicho igual que cualquier otra persona… No puede ser más obvio. ¿Por qué entonces yo robo bancos? Porque lo disfruto, porque lo adoro, porque estaba más vivo que en cualquier otro momento de mi vida cuando estaba dentro de un banco robándolo…”
Urdiendo nuestras ideas para formar un tejido, tendríamos entonces la importancia de la adquisición del conocimiento y el reconocimiento de la enfermedad y de sus escondrijos, y la ruta conducente hacia la búsqueda de su morada. Pero aún existiría un paso más en llegar a comprender el alcance de la ars medica (arte de la medicina) …

John Milton (1608-1674), el famoso poeta inglés del siglo XVII, autor de “El paraíso perdido”, al final de su poema “Su ceguera” (1655), escribe, “también sirven aquellos que solo se detienen y esperan”.
El médico bien entrenado sabe qué hacer por su paciente; el médico especial sabe qué no hacer por su enfermo. Pero en estos contorsionados tiempos el arte de no hacer nada, de observar y esperar, está en peligro de extinción. Hoy día todo es maquinal, todo es movimiento, una acción dada debe llevar a una reacción y esa reacción debe ser inmediata. Enseñamos a nuestros alumnos a hacer, pero no a saber aguardar… La espera en medicina es una forma de inacción disciplinada, un saber esperar en forma razonada, es estar al husmo del detalle o de la evolución de una enfermedad, expresado por ejemplo, en apreciar la oportunidad de aprender sobre su historia natural, la forma como suele manifestarse; en el sentir que muchos pacientes van a sanar a despecho de lo que hagamos –vis medicatrix naturæ -; en no pedir numerosas consultas a otros colegas solo porque el diagnóstico no es inmediatamente obvio; en no ordenar costosos estudios –“tecnología de punta”-, cuando otros más económicos pueden suministrar la misma información; en no administrar una ristra de medicamentos y drogas para intentar aliviar cada posible síntoma o enfermedad. Esa espera, para quien esperar sabe, suele dar increíbles réditos…

• El principio de la parsimonia atribuido a William de Ockham (u Occam), un lógico y cura franciscano que vivió en el siglo XIV inglés cuyo nombre se da a un principio:
¨Cuando se trata de escoger entre múltiples teorías en competencia, la más simple es probablemente la mejor¨. El principio es mejor conocido como La navaja de Ockham y compele a que, ¨Las entidades no deben multiplicarse innecesariamente¨. Muchas veces es citado en latín para darle un aire de autenticidad, «Pluralitas non est ponenda sine neccesitate». La definición más útil para los científicos es, ¨Cuando se tienen dos teorías en competencia que hacen exactamente las mismas predicciones, la más simple suele ser la mejor¨.

• Por último, para integrar el arte de la medicina debería existir una suerte de medida unitaria que resuma el quehacer y el buen hacer del médico; una que conjugue a la Tía Filomena, a la ley de Willie Sutton, la espera razonada de John Milton y la navaja de Ockham. Esta medida unitaria la constituyó la ética del diagnóstico en la Antigua Grecia expresada la tékhne iatriké, un saber qué hacer y cuándo latinizada transformada en ars medica, deviniendo en nuestros días como oficio o arte de curar:

Hago que mis alumnos la aprendan y la ejerzan en toda situación de su vida, tanto personal como médica. En forma muy irreverente les pido que la peguen en la pared del baño, frente a la poceta, para que así cada día la lean y la memoricen; por supuesto, los estíticos dedicarán más tiempo a su lectura; un efecto colateral beneficioso del estreñimiento…

 

 

 

Las leyes de la medicina clínica se inician con esa gran herramienta insoslayable del clínico: ¡La Historia Clínica! (Figura 7, de izquierda a derecha). Debe dedicar a ella especial cuidado oyendo cómo se expresa la enfermedad a través de las palabras del paciente y traduciéndolas cabalmente para que tengan un significado; debe ser un cuidadoso semiótico al recoger los signos físicos en las áreas sugeridas por la anamnesis, así que pueda exteriorizar el morbo aposentado en el adentro; debe entonces decantar y afinar sus sentidos para convertirlos en visus eruditus, auditus eruditus y tactus eruditus. Es una tarea a vida entera ejercitarse en su ejecución y pulimentación pues será la guía que nos conduzca a una impresión diagnóstica matizada por el diagnóstico diferencial.
Una vez identificada la condición, la Ley de Sutton empleando o no exploraciones complementarias nos dirigirá en forma disciplinada hacia dónde está el diagnóstico.
De ser necesaria le seguirá la Ley de Milton o de la espera razonada que implica una inacción disciplinada.
Una combinación de la ¨M¨ de Milton y ¨uttom¨ de Sutton, nos hace la Ley de M-utton que resume el arte de la medicina –ars medica- o saber qué hacer y cuándo, emparentada con la tékhne iatriké.
Llegado el momento del despeje de la ecuación las hipótesis clínicas, la Hojilla o Navaja de Occam nos guiará a la simplicidad y economía en el diagnóstico.

 

Publicado en Academia Nacional de Medicina de Venezuela y etiquetado , , , , , , , , .

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