La rebelión de los epónimos y las mnemotecnias: su agridulce pátina, un elogio…

  • Haciendo de lo serio risible…

No me pertenece, pero aquí se los dejo: Elli, J. El Origen de las Astas de Amón. Rev Neurol Argent. 1987;13:55.

««Cuentan que doña Calota Craneana (la esposa de Amón), quería tejerse un tapetum con muchos pliegues curvos y pliegues de paso. Para tal fin, se fue a la Tienda del Cerebelo a comprar unos cuantos metros de fibras arcuatas y de cinta de Reil. Estando en camino y hallándose en el Valle Silviano, que es más oscuro que el agujero de Monro, le salió al cruce la imponente figura del Locus Cerúleus, que, amenazándola con la hoz del cerebro, la obligó a desvestirse. Luego de estrujar sus senos laterales, esgrimió su espolón y se lo introdujo repetidas veces en la comisura anterior hasta dejarle el cuerpo abollonado. Ella huyó despavorida, corrió por el entrecruzamiento de Wernekink, atravesó el acueducto de Silvio por el Puente de Varolio hasta que, finalmente se acostó a descansar debajo del árbol de la vida, mientras lloraba clamando por su pía madre.

Casualmente pasaba por allí el repugnante homúnculo de Penfield, quien inmediatamente se encargó de difundir la noticia. Al día siguiente, la Prensa de Herófilo publicó el hecho y se escucharon los comentarios más dispares. Unos decían que era una locus niger, otra que era una putamen cualquiera. Los más morbosos decían que se había tragado la protuberancia. Don Ventrículo por su parte, se consolaba diciendo, ¨Ahora ya no soy el único que tiene cuernos anteriores. Don Amón también tiene astas¨. Y así nacieron las famosas Astas de Amón«»

De esta ingeniosa parodia existe otra variante de autor anónimo aparecida en El Estudiante Libre, año 1931, número. 113, y publicado en el portal Ser Médico del Sindicato Médico del Uruguay.

http://www.smu.org.uy/publicaciones/noticias/noticias93/cuernos.htm

 

Tragedia cerebral en varios lóbulos y un Epílogo

Origen de los cuernos de Amón

 

“Yendo la señora Calota de Amón, camino de la Tienda del Cerebelo a comprar Cinta de Reil y tela coroidea para hacerse un tapetum con numerosos pliegues de paso, tuvo que pasar, por razones de forceps mayor, por el puente de Varolio pues era la única manera de atravesar el valle de Silvio. El valle estaba oscuro. De pronto surgió detrás del peñasco la figura imponente del Locus Ceruleus que vivía oculto en el cavernoso agujero de Luscka huyendo del Locus Niger su encarnizado enemigo. A la vista de aquella mujer de hermosas protuberancias, ciego de pasión, más ciego que el agujero, se lanzó sobre ella cual vulgar aracnoides, mordiéndole los senos laterales y los nantes. La asustada Calota clamó por su píamadre, pero esta duramadre no acudió. Estos lamentos sólo sirvieron para exacerbar los ímpetus amorosos del Locus que abalanzándose sobre ella consumó sobre su persona el inicuo atentado que trajo como consecuencia la creación de una nueva testa coronada. Consumado el hecho, se escondió ella tras el árbol de la vida, pero viendo Ceruleus que escapaba su presa, extrajo de entre sus telas el espolón que en cierta ocasión robara a Morand y lo hundió repetidas veces en sus carnes, dejándole totalmente el cuerpo abollonado.

Poco después llegaba Amón al lugar de la violatoria escena, atraído por las circunvoluciones de los cuervos de alas grises y alas blancas. Ahí yacía el cuerpo rojo de la Calota. Desesperado, Amón sentóse sobre el peñasco, mesándose las astas que desde ese momento poseía. Cayendo luego sobre su rodilla callosa, con la língula medio paralizada por el dolor, pedía a Dios que llevara a su infeliz esposa a la circunvolución límbica.

En el hipocampo, donde yacen sus restos, siempre hay un canastillo de flores.

Epílogo

Al día siguiente la Prensa de Herófilo comentaba de diversas maneras el suceso. Algunos periodistas, esgrimiendo el calamus scritorius, atacaban a Calota diciendo que era una vulgar girus rectus; otros, por el contrario, aseguraban que había llegado pura al tálamo”.

Esperamos que se haga el septum lucidum sobre este sonado asunto.

  • Mi ¨epónimo-mneotecnofilia¨…

La palabra epónimo deriva del griego Epónymos; compuesto de Epi, que significa sobre y ónoma: nombre. Se emplea en el lenguaje científico para indicar un término o frase derivada del nombre de una persona, para señalar una época, una ciudad o una estructura anatómica. Por su parte, el término mnemotecnia procede del griego mnéme: μνμη, «memoria», y el sufijo –tecnia: «técnica». Es decir, algo así como ¨técnica para memorizar». Según la RAE es un «procedimiento de asociación mental para facilitar el recuerdo de algo».

Desde siempre, debo reconocer, he sentido una especial fascinación por los epónimos y los recursos mnemotécnicos; si se quiere, una ¨epómonimo-mnemotecnofilia¨, que me cautivara desde aquellas vacaciones de 1955 que no las fueron, al final de mi preuniversitario en el Liceo Andrés Bello de Caracas (1954-1955).

Los que escogimos estudiar medicina, ya sentíamos el frío terror de la anatomía humana y los más avanzados nos urgían a adelantar materia amenazándonos con aire de vencedores, ¨¡Cuidado si aplazas la asignatura…!¨. La Anatomía Humana era literalmente un ¨filtro microporo¨, un mar de los sargazos -ese que tuvo la tétrica fama de ser lugar de cementerio de buques de navegación a vela-, donde tantas ilusiones y deseos de ser médico se atascaban, se estrellaban o se iban a pique; si se quiere, un preludio de lo que significaría ser médico, una prueba para tentar y templar nuestra ¨stamina¨, nervio, vigor o aguante… Parecía pues, que aquella materia la habían puesto allí como cerca mataburros que mostraba un límite a traspasar y a la vez producía temor a los jumentos y a aquellos que no lo éramos tanto. Habría pues que echar mano de una determinación apasionada y un subterfugio lícito para superarla en pos de asir la escurridiza Vara de Esculapio, símbolo de nuestra profesión.

Uno de los problemas eran los cuatro tomos de Anatomía Humana de Testut-Latarjet o los cuatro que se hicieron dos, de Henri Rouviére. Y teníamos que comenzar por el dominio de la Osteología so pena de flaquear apenas abandonada la orilla. Oíamos cuentos terroríficos como aquél de examinadores que lanzaban al aire un cúbito y asiéndolo rápidamente para esconderlo preguntaban al desapercibido estudiante,

-¨¡Bachiller, veinte o cero, una sola pregunta, ¿derecho o izquierdo?!¨ ¡Vaya monstruosidad!

Así que, mientras mis compañeros disfrutando de sus vacaciones jugaban fútbol en el Campo La Salle de Guaparo en Valencia, mi ciudad natal, yo los veía envidioso a lo lejos en tanto me ¨apuñalaba¨, deglutía y rumiaba toda aquella parafernalia de nombres de tuberosidades, apófisis, platillos, forámenes, agujeros, tendones, etc. ¿Cómo recordar sus nombres? Sin embargo, hoy me siento más afortunado y menos sobresaltado que antes, pues ahora, en la Nueva Nomenclatura Anatómica Internacional (N.P.I), designada como Nómina Anatómica de París (N.P.A), la denominación es en latín con su correspondiente traducción al idioma del lector; de esta forma se eliminan mis amados epónimos. ¿Con qué derecho?, ¿Cuál que será más fácil de aprender…?

Oteando desde la atalaya de mis cinco décadas de médico, humildemente lo dudo. Mire usted, ganglio linfático es ahora lynfonodo; la escotadura es incisura; el pilar anterior del velo del paladar, arcus palatoglossus; y en lo referente al sistema nervioso, acueducto de Sylvio es ahora, aqueductus cerebro; el sistema nervioso simpático, pars sympatica systematis nervosi autonomici; el ganglio de Gasser será ganglio semilunare y así sucesivamente… Terminaremos por no poder comunicarnos entre nosotros mismos. ¡De la que me salvé porque lo que soy yo, estoy en lista de espera, lo que sucede es que muchos abusadores se me han coleado…!

En ese proceso de aprendizaje podías heredar huesos verdaderos de un cadáver desde algún estudiante generoso que te los donaba, o entrar en el mundo del tráfico: sí, en la compra-venta de huesos a alumnos de años superiores que ya no los necesitaban; los mozos de las salas de disecciones y especialmente el señor Espinoza quien era mozo de la sala de autopsias, tenía un índice machucado y podía ubicarte una colección completa de huesos, así que el estudio se facilitaba; algunos más aventurados se iban al Cementerio General de Sur y allí, donde la ilegalidad rozaba con lo cotidiano, entraban en contacto con los sepultureros, proveedores habituales de los estudiantes de medicina, para hurgar entre las fosas comunes y luego blanquear los huesos con agua oxigenada y dos o tres manos de barniz hacían el resto. Hoy día habrá que caerse a tiros con los «paleros», la religión cubana de la magia negra quienes los utilizan en sus ritos…

En 1955 y en pleno centro de Caracas compré un cráneo perfectamente limpio y preservado procedente de Alemania, y a juzgar por su tamaño, lo imagino proveniente de alguna joven fallecida durante el Holocausto o producto de ¨daño colateral¨ en alguna refriega en la Segunda Guerra Mundial. Me ha servido de mucho para explicar a mis pacientes la ubicación de la silla turca, de la hipófisis, los nervios ópticos y el quiasma y otros detalles anatómicos. Hoy día, en la simpleza anatómica que gira alrededor del médico integral comunitario se emplean maniquíes de plástico, pero el problema es que, en estos fríos huesos artificiales, los accidentes óseos no tienen la forma real; las variaciones que se pueden apreciar en los mismos huesos de dos personas distintas no son susceptibles de observar.

 Del morbo histórico relacionado con la anatomía, descuella otro problema y es el concerniente a la adquisición de cadáveres para las salas de disección de las cátedras de anatomía; por supuesto, con la loable intención de que, desde la muerte, los estudiantes aprendan a salvar vidas…

Viene a mi memoria el insólito y macabro negocio montado en la Universidad Libre de Barranquilla, Colombia, en 1991, donde se encontraron los cadáveres de una docena de personas, todas ellas indigentes, recogelatas y cartoneros, llamados peyorativamente en la zona, ¨desechables¨, andariegos dañados por el bazuco, que se rebuscaban la vida con el reciclaje de desperdicios que encontraban en los basureros. Estos pobres desdichados fueron muertos a garrote a manos de empleados de la casa de estudios quienes recibían pagos por los cuerpos o partes de los mismos. Los investigadores policiales determinaron que las desapariciones sistemáticas de indigentes, estaban relacionadas con el tráfico de cadáveres que se realizaba desde la morgue de la universidad. Cayeron muchas cabezas incluidas la del rector…

Bien, pero dejemos de lado el lado oscuro de la anatomía y volvamos al tema que nos concierne: Si entonces hubiera sabido que en la interminable y empinada escalera que haciendo gala de mi libre albedrío había decidido ascender, donde cada peldaño era una palabra, un signo, un síndrome, una anécdota y que al finalizar mis seis años de carrera habría almacenado en mi banco de memoria la bicoca de cerca de ¡55 mil nuevas palabras…!, el terror hubiera invadido mi ser y a lo mejor me hubiera dedicado a otro oficio. Pero, ¿cuál otro…?

Pero es verdad, Dios nos da el frío, pero también nos da la cobija; aunque ocurre que esta última tenemos que buscarla por nosotros mismos… Sin embargo, no es solo eso, la cúspide inalcanzable de mi recorrido por esta profesión inacabable, está llena de más y más nuevas palabras y síndromes, totalmente inéditos para mi roñoso cerebro: La recompensa es que, mediante este, nuestro lenguaje materno, el de la medicina, somos aceptados y entendidos por nuestros pares.

Me escalofría imaginar a los Médicos Integrales Comunitarios, subproducto del castrocomunismo, portadores de afasia global, vale decir, expresiva y receptiva, y de alexia ¨revolucionaria¨, una forma de agnosia visual, una dificultad para reconocer el lenguaje médico sin padecer la afasia motora de Broca o la ceguera de palabras de Wernicke, perdidos en su simpleza en la intrincada selva de un lenguaje médico, de una lengua materna que desconocen… Como se me advirtió cuando los recibí, un aciago día lunes 24 de enero de 2011 en el Hospital Vargas de Caracas, serían ¨invitados de palo¨, es decir, que ¨no molestarían, no hablarían, sólo escucharían, no preguntarían y sólo tomarían notas¨, ¿Cómo entender y entenderse?, ¿cómo ser médico…?

Volviendo a Guaparo de mi Valencia del Rey, había que sentarse en una sillita de extensión –muda compañera de nuestros madrugones entre cafés, noctámbulos, prostitutas y maricos- y sostener aquel pesado libraco en nuestras piernas para leer, leer, releer y memorizar; había que aprenderse todo aquel conocimiento estructurado desde Herófilo y Vesalio, dibujantes insignes, y tal vez también, ladrones de cadáveres; pero ese era un plato para inteligentes y memoriosos, y yo, como muchos otros no formo parte de ese clan. Rememorar al segundo aquella catajarria de detalles -¿me servirá de algo?, me preguntaba y aún me lo pregunto-. Me atraía la cirugía, pero a mis 17 años era demasiado perfeccionista, y, para suturar una simple herida en el Puesto de Socorro de Salas donde iba a ¨coger puntos¨, me acompañaba la roñera: ¨pesado o lento en la ejecución de una tarea¨, me apuraban, pero yo quería que quedara perfecto, impecable, desbarataba lo que hacía y volvía a comenzar; eso no lo aguantaba nadie, especialmente el paciente; debía reconocerlo, no tenía ni el alma ni la rapidez de cirujano…

 Desde luego, había que buscar mnemotecnias o inventárselas uno mismo, artificios para recordar:

Por ejemplo, aquella de las 14 ramas de la arteria maxilar interna: ¨TiMeMenTemTem, DeMaBu-Pte-Pa, AlSo Viste¨: TI: timpánica; ME: meníngea media; ME: meníngea menor; TE: temporal profunda media; TE: Temporal profunda anterior y muchas otras. Pero el nervio facial no se quedaba atrás; para sus ramos colaterales intrapetrosas, ¨Pepe súbete al estribo y dale cuerda al neumogástrico¨: PE: nervio Petroso superficial mayor; PE: nervio Petroso superficial menor. Súbete al estribo: Nervio del músculo del estribo; dale cuerda: nervio de la cuerda del tímpano; al neumogástrico: ramos anastomótico del neumogástrico. Y para sus ramas extrapetrosas, allí le va más fácil: Gardel. G: Ramo anastomótico del glosofaríngeo; A: Ramo auricular posterior; R: Ramo sensitivo del conducto auditivo externo (CAE); D: Ramo del digástrico; R: Ramo del estilomastoideo; L: Ramo del lingual. Y así, miríadas de ayudas de memoria ¡Si no hubiera sido por ellas!

Bien, de nuevo retornemos al inicio de mis estudios médicos. Durante los primeros diez días, en el anfiteatro del Instituto Anatómico de la UCV, nuestro insigne maestro, el doctor Francisco Montbrun (1913-2007), con su particular bata marrón, se sopló completa y en 10 días la osteología en medio de magistrales dibujos con tizas de colores en la verde pizarra –indignos de ser borrados-, dejándonos a la intemperie y a merced de nuestra suprema ignorancia. Nuestra salida ante la angustia del tanto tener que saber y el poco asir, la distraíamos en medio de los chistes obscenos y las carcajadas de negación que precedían la hora exacta del inicio de la clase.

Tal vez fui uno de los más estresados de mi grupo; resulta que el puesto que me asignaron estaba en la primera fila y a la derecha. De momento a momento, el doctor Montbrun mientras dibujaba con suma destreza y rapidez hacía una pregunta sobre la materia que estaba dictando, realizaba un giro sobre sus talones de noventa grados y… ¿a que no adivinan a quien señalaba con su índice extendido…?

 Al hijo de Panchita, ese del bigotico menudo y la cara pálida y descompuesta pues, ¡Usted bachiller…! [1] Me inquiría con voz estentórea…  Con mis esfínteres intactos, pero en pugilato por dejar escapar un algo socialmente inaceptable, balbuceaba una respuesta, no siempre acertada. Estaba entonces condenado a adelantar materia y a prever lo que habría de preguntarme. Cada clase, un desafío a la memoria, pero multipliquemos aquello por todas las otras asignaturas, más gimnasia que magnesia para nuestras jóvenes y ávidas neuronas…

La recompensa final no se hizo esperar; de los 511 alumnos que iniciamos el escarpado ascenso del primer año en 1955, sólo 47 llegaron chamuscados, pero ¨lisos¨, aprobaron todas las materias, incluida por supuesto la anatomía; el hijo de misia Panchita Mendoza estuvo entre ellos, sólo que mi padre me recriminó porque no saqué 19 o 20 como mi hermano José, suma cum laude en derecho… ¡Eso es pura paja, puro caletre…!, le decía yo envidioso, en mi defensa…

[1]  Quién diría que muchos años más tarde, en 1999, le tuve como paciente casual. Al llegar a mi consultorio lo encontré esperándome para decirme, -«Vengo para que me hagas un fondo de ojo. He sabido que tú puedes diagnosticar cualquier cosa mirándolo…». Le dije que era una exageración, pero que le examinaría. Llegado el momento del tacto rectal se rehusó, pero yo le dije, -«Maestro, usted me enseñó que quien no mete el dedo mete la pata…». No le quedó otra. Su próstata era completamente normal. Luego me confesó que habiendo creído que tenía un cáncer prostático había suspendido la escritura de su ansiado libro «Neuroanatomía» en tres tomos con figuras de su autoría. Los bautizó un año más tarde…

 

Y así, llegamos jadeantes al tercer año, a nuestro contacto con enfermos reales, presentaciones orales del caso de nuestro paciente particular, en el camino de aprender y saber las nuevas reglas de gramática y estilo solo ejercitado a través de unos sobacos goteantes, las manos húmedas y temblorosas, los labios secos, las pupilas dilatadas y el tragar grueso. La sintaxis sería indispensable, tanto que un maestro mío nos decía, ¨Nunca ordene el postre antes del seco¨: «En una presentación adhiérase a la cronología que sus escuchas esperan e imprímale coherencia al relato…» ¡Fácil decir!

  • Los ambivalentes y agridulces epónimos y mnemotecnias: queridos y odiados…

En medicina y en ciencia, tenemos una larga tradición de epónimos, vale decir, nombrar descubrimientos, signos, síntomas, síndromes, enfermedades, reacciones bioquímicas etc., con nombres propios de médicos famosos, sitios geográficos, personajes literarios, héroes mitológicos, animales y hasta criminales de guerra… Ciertas especialidades médicas como la cardiología, la neurología y ahora la moderna radiología tienen las suyas, y dependiendo de la afinidad que usted tenga por estas muletas, ayudas de memoria o inútil ocupación de espacio –como quiera llamarlas-, tal vez le sean o no de su agrado, y ello porque son, si se quiere, ambivalentes, dulces o agrias.

Desde hace tiempo existe un debate enconado entre partidarios y detractores del empleo de los epónimos. Los oponentes prefieren nombres objetivos y sin adornos, por ejemplo, «respuesta plantar extensora» en vez de signo de Babinski[1].  Otros argüimos que los epónimos son representaciones lingüísticas útiles para reconocer patrones clínicos o radiológicos que ayudan en el proceso de diagnóstico, que lo hacen más vivo y palpitante, mejorando la práctica; por ejemplo, decir Síndrome de Sneddon para designar la lívedo reticularis idiopática asociada a accidentes cerebrovasculares, o síndrome de Susac en vez de vasculopatía retino-cócleo-cerebral, creo que se agradece…

   ¨Corkscrew vessels¨, los ¨tirabuzones de Muci¨ en neurofibromatosis I (NF-1) con orgullo va en negritas[2]

 

Me atrajeron siempre los pacientes con una serie de condiciones agrupadas bajo el término genérico de facomatosis o genodermatosis; algunos, verdaderos fenómenos de la naturaleza. Aún recuerdo el primer paciente con enfermedad de von Recklinghausen que atendí en tercer año de medicina y del que todavía conservo fotografías, pues siempre me interesó la fotografía médica. Desde 1976 comencé lentamente a acumular una serie de casos de neurofibromatosis I (NF-1), entidad donde nunca se habían descrito alteraciones retinianas pero que tenían en sus retinas, escondidos y a buen resguardo, vasos sanguíneos de característica muy inusuales:

[1] En 1896 presentó ante la Sociedad Biológica de París un breve artículo, verdaderamente breve: En 28 líneas y sin referencias bibliográficas intitulado, “Sobre el reflejo cutáneo plantar en ciertas enfermedades orgánicas del sistema nervioso”.  ¿Cómo no honrar su nombre cada día?

[2] Fue la ocurrencia de mi alumno, Marcos Ramella Galmuzzi

Son minúsculos vasos en forma de tirabuzones muy difíciles del ver con el oftalmoscopio directo; así que se necesitaba dedicar largos minutos bajo dilatación pupilar a su paciente búsqueda. Una vez que había colectado algunos casos, los presenté en un homenaje ofrendado en San Francisco, California, al doctor William F. Hoyt, mi mentor, con motivo de su 70º cumpleaños. Sus ex fellows, prominentes neurooftalmólogos esparcidos en la geografía norteamericana y ya jefes de unidades de la superespecialidad presentaron casos clínicos excepcionales.

Recuerdo que me correspondió mostrar mis hallazgos como expositor final luego de las presentaciones de mis ocho hermanos académicos, renombrados ex fellows. Una vez terminada mi corta charla pregunté a la notable audiencia si en su práctica alguno había visto casos similares. Hubo un largo silencio en la sala que fue roto cuando Hoyt, abruptamente se levantó de su asiento y dijo con sobrada emoción y orgullo, ¨Este hombre ha visto en Caracas, Venezuela, un inusual hallazgo que pasó desapercibido por años a los ojos de todos nosotros y los anteriores¨. Fue mi consagración, dejaba algo para la posteridad. En la cena de gala de la noche final se premiaron las presentaciones; la mía ocupó el primer lugar y en recompensa me regalaron una foto del doctor Hoyt.

Posteriormente hicimos nuevas observaciones y en 2002 publicamos nuestros hallazgos en la afamada revista inglesa, British Journal of Ophthalmology. 2002;86:282-284. Uno de mis alumnos los bautizó como¨los tirabuzones de Muci…¨ Se agradece el epónimo…

Personalmente considero que los epónimos no deben desaparecer. Son parte de la medicina y nos muestran en pequeños destellos su devenir histórico, que, por otro lado, debería gustar a todos los médicos. Además, sirven para definir cuadros clínicos sin tener que denunciar sus síntomas uno a uno. Para mí es más fácil decir «enfermedad de Takayasu», que arteritis de etiología desconocida que afecta a la aorta y a sus ramificaciones, incluyendo la arteria carótida; o ¨síndrome de uno y medio de Miller Fisher¨, que define la presencia de parálisis de mirada conjugada horizontal, asociada a oftalmoplejía internuclear ipsolateral.

En algunos casos, ciertos signos clínicos asociados a un epónimo son más útiles que la definición estricta, como por ejemplo el (también conocido como fenómeno de Lhermitte), nombre que se da a una breve sensación del tipo descarga eléctrica que ocurre al flexionar o mover el cuello irradiada por la columna, a menudo a las piernas, los brazos y ocasionalmente al torso, y es característica aunque no privativa de la esclerosis múltiple e indicativa de la presencia de una placa desmielinizante en la médula cervical; o el signo de Romberg, típico de la sífilis terciaria del sistema nervioso, presente cuando el paciente de pie es capaz de mantener la posición con los ojos abiertos, pero oscila o se cae al momento de cerrarlos: una lesión de los cordones posteriores y pérdida de la propriocepción, de la sensibilidad profunda le juega la mala pasada. Otras veces, es más fácil llamar la enfermedad que decir el elusivo y difícil epónimo tal sucede con la parálisis supranuclear progresiva (PSP) o síndrome Steele-Richardson-Olszewsky en honor de los tres médicos canadienses que la describieron.

Otra anécdota personal sobre epónimos. Cuando concursé para el cargo de Instructor por Concurso de la UCV en 1966, primer escaño del escalafón universitario, se constituyó un jurado con los doctores Henrique Benaím Pinto, Félix Eduardo Castillo Taberoa y nuestro querido Maestro Herman Wuani. Se realizó durante las mañanas de tres días consecutivos, agotadores como los que más, con prueba escrita, lección oral y por supuesto, la presentación y discusión de un caso clínico. Entre los tres candidatos para dos cargos, se sortearon las salas de la sección de medicina y las camas de los pacientes. A mí me tocó el paciente 6 de la Sala 6.

A todas luces el pobre hombre tenía la inconfundible clínica de un cáncer del estómago, estaba muy emaciado y su fin se antojaba próximo. Entre otras numerosas preguntas, el doctor Benaím me preguntó cómo se designaba al nódulo supraclavicular izquierdo que en ocasiones se encontraba en casos de cáncer del estómago. Yo le contesté rápidamente, ¨ganglio de Troisier¨; él me refutó, ¨ganglio de Virchow¨; yo le volví a insistir ¨Troisier¨, y él, muy molesto, me remachó, ¨¡¡Virchow!!¨. Era aquella una pelea de tigre con burro amarrado que no estaba dispuesto a asumir… Y así quedó…  En honor a la verdad, ambos teníamos razón, la denominación es dual: el ganglio fue inicialmente descrito por Rudolf Virchow en 1848 y 41 años después lo hizo Jean Troisier en 1889.

Así que esto de la dulzura de los epónimos son la oportunidad de asomarnos con embeleso y romanticismo a las vidas de médicos y científicos que en la oscurana de frías madrugadas y a la luz de un candil, pensaron, meditaron y alcanzaron lustre en cada una de sus disciplinas, y para así, nosotros admirar el fruto de sus observaciones. Es cierto que en muchas ocasiones el epónimo no hace justicia al verdadero descubridor o descriptor: o no existe de forma individual o resulta que es otro el del retrato. ¿Qué importa…?

¡Cuánto importa honrarlos! La otra, la vertiente agria es aquella que usa un epónimo para manifestar un abuso simplista de la tecnología, de poner algo de moda, y a mi entender ese poco afortunado síndrome de Romario, consistente en realizarse una resonancia magnética de las extremidades después de cada partido de fútbol…

 

rafaelmuci@gmail.com

 

 

Elogio del hematoma subdural traumático y Pierrette, de Balzac. ¨Un coágulo en el cerebro…¨

 

Mi amigo Alberto es setentón, su familia fue vecina nuestra y su esposa y él fueron mis pacientes. En un sorteo ganaron la Green Card; inicialmente se fueron al Norte por unos meses y luego decidieron irse para siempre. Trabajando en un depósito, tropezó con un tablero y cayó sobre su espalda y cráneo. Toda la atención se prestó a su pie derecho que al momento sufrió un esguince. Fueron pasando los días y su comportamiento se tornó extraño: retraído, somnoliento, llegando a orinarse en los pantalones. No sabemos cuánto tiempo pasó ni cuando sus familiares consultaron a un médico por esta causa. Una resonancia magnética cerebral puso de manifiesto un hematoma subdural. Fui llamado por teléfono… como la esposa no se encontraba en casa sus hijas se debatían en el qué hacer. Fui llamado: «Es una bola de sangre dentro de su cráneo y hay que evacuarla…» Por allí lo vi en Facebook rodeado del cariño de su esposa, hijos y nietos. Pero no fue así como lo sufrió Pierrette en el siglo XVII con la «terrible operación de la trepanación craneal…»

 ¡Abraham era mi paisano! Un flujo de espontánea simpatía embargó mi espíritu: Su nombre, uno de los apellidos de mi padre.

Él como yo, era orgulloso hijo de un libanés replantado en tierra venezolana en los albores del siglo XX. Su madre, como la mía, gema rústica que el tiempo y el propio esfuerzo hizo joya invalorable, encontrada en la cálida llanura guariqueña. ¡Tantas coincidencias! Pero él, no parecía festejarlo…

Su sola presencia allí, era evocación de mi querido viejo. Aquel mozo descendiente de habilidosos comerciantes fenicios, que aún adolescente arribó a esta Tierra de Promisión contando sólo con sus manos curtidas para el trabajo sin paréntesis, que no conocería de sábados ni domingos ni de parrandas con los amigos. ¡Tanto que quiso al país que le brindó su regazo, que supo amarlo más que al suyo propio! –«Déjenme gobernarlo por algún tiempo para mostrarles lo que puede hacerse de él!» —decía con convencimiento y amargura—, tal vez recordando a su tierra, la dura labranza del terrón infértil para arrancarle sólo algunos granos de trigo, y esta otra bendita, donde cualquier semilla germinaba sin esfuerzo, como por arte de magia. Padre justo, recio y solícito que fue, dictó cátedra con su ejemplo. Hombre de una sola mujer, la esposa amada y la amante respetada, a quien oyó, valoró y enalteció ¡Qué diferencia con la sexualidad displásica de nuestros prohombres, con todas sus queridas y barraganas, intercambiables, incapaces de amar y necesitados de varias para no amar a ninguna, ninguna que los ame y sentirse seguros!

Su palabra era ley e importaba más que cualquier documento, de ello se jactaba y nunca le conocí excepción, pues era digno y vertical, no como estos hombrecillos hechos de ‘papier-mache’ brillante, sin nada por dentro que no fuese impudicia y maldad, desbordantes de condecoraciones disminuidas por lo inmerecidas, y pletóricos de dólares en bancos de paraísos fiscales. Fue cedro descomunal, de tronco grueso y derecho, de los que sólo se daban en sus montañas, en su Monte Líbano, bajo cuyo frondoso follaje muchos encontraron amparo, cuando no ayuda o consejo… Gracias a Dios que la muerte, a la que no temía, se lo llevó añoso, harto de vida fecunda y con mil proyectos bulléndole en la cabeza, librándole de ver lo que de su tierra han hecho sus conductores, hijos de mala madre, desnaturalizados, que la mancillaron y luego han fraguado excusas mentirosas para justificarse: amor al pueblo, guerra económica, invasión gringa, oposición apátrida…

Un quejido de Abraham me hizo volver a la realidad… Su presencia había liberado, en rápida sucesión, recuerdos agradecidos de quien me diera mucho más que el ser. El gran malestar que le poseía, no le había permitido, como yo, festejar nuestro encuentro. Sexagenario, medio calvo, sin afeitarse el rostro; corto, grueso y robusto, lo que constituye un pícnico típico, y como si tuviera hemorroides, se sentó con cuidado en la silla que le ofrecí. Colocando su codo en mi escritorio, apoyó su cabeza sobre su mano izquierda y miró, distante, hacia un lado. Su esposa tradujo para mí sus males, pues cada palabra suya, parecía retumbar y taladrarle el cerebro.

-“Imagínese doctor, ¡No ha trabajado por más de una semana!” Tan mal que estaría. Doblegado el amor por el trabajo, inscrito a hierro y fuego en sus venas. Su aflicción dio comienzo como una inusual cefalea, un dolor de cabeza generalizado, suave al inicio, pero ganancioso en fuerza con el paso de los días. Llegó a despertarle en las madrugadas: Cualquier movimiento de su cuerpo, sus pisadas y aún su voz, le enfurecían, añadiéndole adicional violencia. Vómitos fáciles, vómitos de nada, pues nada su estómago le aceptaba vinieron luego. Tuvo una febrícula bastarda, se tornó apático, irritable, ensimismado y dormitaba donde no debía. En la quietud nocturna percibía distante, un ruido de vaivén, que parecía nacer de su propia cabeza. De momento y cuando se movía, también perdía la visión: Una oscurana pasajera hacía del día, muy transitoria noche…

    El examen fue provechoso. Sentado, con los ojos cerrados y los brazos extendidos con las  palmas hacia arriba, el izquierdo no toleraba el desafío con la gravedad e iba cayendo lentamente. Miré en el fondo del ojo al nervio óptico. Inspeccioné el primer milímetro de sus largos 47. Los restantes, escondidos detrás del ojo en su viaje centrípeto hacia el cerebro, yacen ocultos a la curiosidad visual del médico. Vi lo que esperaba ver: La cabeza del nervio, normalmente rosada y plana como un plato, se elevaba como un montículo congestivo, más pareciendo un tapón de champaña, cubierta con una malla de pequeños capilares y chispeada con llamaradas de sangre. Separé con mis dedos sus párpados mientras él hacía todo lo posible por cerrarlos con fuerza: Ambos ojos viraron hacia arriba y a la izquierda, en conflicto con la respuesta normal: ambos ojos hacia arriba y hacia afuera: La «espasticidad de la mirada conjugada», -me dije-, signo de tumores nacidos del lóbulo frontal, parietal o temporal, casi nunca frontal u occipital. Unidas como un rompecabezas, todas estas  piezas de diagnóstico hablaban de desmesurada presión represada en su cabeza y de compresión del hemisferio cerebral derecho.

De tanto repreguntarle sólo quedó claro que un mes antes, viajando en su auto Chevrolet Camaro al lado del chofer, el bicho cayó en un enorme bache caraqueño y saliendo expelido hacia arriba, golpeó el vértex del cráneo contra el techo: Un momentáneo apagón, un chichón y nada más… La tomografía computarizada del cerebro, demostró lo que me temía, lo que quería matarlo: Un hematoma subdural crónico derecho, desplazando el tejido cerebral hacia la izquierda más de 4 mm. Con muy poco esfuerzo, un neurocirujano drenó la colección de sangre a presión, a lo que sobrevino el milagro de una rápida recuperación… ¡Qué prodigio vivir para contárselos…!

¿Qué es un hematoma subdural? El eje cerebro-espinal está envuelto en las meninges, membranas prodigiosas que son frontera y barrera defensiva a la vez. La duramadre es tan gruesa y fibrosa como un pellejo, es la más externa y hace contacto con el cráneo. La piamadre es un hollejito casi invisible, surcado por una malla de vasos sanguíneos que recubre al cerebro y como un celofán de regalo, se amolda a todas sus irregularidades. Entrambas vive la aracnoides, con sus dos hojas que delimitan el espacio subaracnoideo por donde cual «agua de roca», circula el líquido cefalorraquídeo, nutriente y colchón amortiguador a la vez. A una colección de sangre atrapada entre las dos capas más externas, se denomina hematoma subdural. ¡Un chichón interno, que por la inextensibilidad del cráneo, ocupa un espacio ya ocupado! Suele ser causado por un golpe en la cabeza, nimio o severo, cuando ésta, en estado de aceleración, choca con gran fuerza contra un objeto estacionario como el piso. Pequeños puentes venosos de la superficie cerebral se desgarran y sangran. La sangre se acumula y al través de semanas y aún meses aumenta lentamente su volumen, elevando la presión intracraneal y comprimiendo y rechazando estructuras nobles. A esta fase de silencio sintomático, se le llama intervalo lúcido «lucida intervalla– o período de claridad mental, que precede a la tormenta cerebral o aún al coma. Una trilogía de predispuestos acapara la mayoría de los casos: ancianos, niños y alcohólicos; simplificando, en razón de sus frecuentes tropiezos y caídas.

   Las primeras descripciones médicas del mal, se atribuyen a Johann Jakob Wepfer en 1658, y al famoso anatomista y fundador de la anatomía patológica, «Su Majestad a Anatómica», Giovanni Battista Morgagni (1682-1771), en 1761[1]. Pero más cautivante es el relato que el narrador y dramaturgo francés, Honorato de Balzac (1799-1850) hace de él, en «La comedia humana», tomo 5; esa magistral colección de novelas y cortos relatos que lidian con la naturaleza de lo cotidiano.

En su novela «Pierrette» (1848), nos presenta el trágico caso de Pierrette Lorrain: los abuelos arruinados de la huerfanita de 14 años, para colmo, malquerida, se la confiaron a sus primos solterones, Sylvie, de cuarenta y seis años y Jerónimo-Denis Rogrons, de cerca de cuarenta quienes la convirtieron en su cocinera y cuasi sierva. En su relato muestra las desgarrantes inmundicias del corazón humano. Sin afecto y alejada de su hogar, la niña se torna clorótica: la clorosis (llamada antiguamente «enfermedad de las vírgenes» o «enfermedad verde» era una forma de anemia nombrada por el tinte verdoso de la piel del paciente. El tiempo y el progreso la hicieron desaparecer de los anaqueles de la nosología médica).

Cierto día es expulsada de la habitación donde jugaban a las cartas y en la oscuridad sin el auxilio de una vela, golpea violentamente su cabeza contra el canto de una puerta. Luego de un intervalo lúcido de una semana, se inician dolores de cabeza, vagos al inicio, terribles después. Balzac menciona que «un depósito de un material dañoso se acumulaba dentro de su cabeza». Quince días más tarde, la cefalea se hace intolerable y sobrevienen pérdidas de conciencia. Una junta de médicos se inclina por operar y drenar. La primera cirugía, intentada al través del oído, resulta infructuosa. La segunda, cuatro meses más tarde, «la terrible operación de la trepanación craneal», la hace sobrevivir un mes más, para fallecer el martes siguiente a la Pascua de Resurrección…

[1] Giovanni Battista Morgagni es considerado el padre de la anatomía patológica y contribuyó a la comprensión temprana de la neuropatología. Por ejemplo, introdujo el concepto de que el diagnóstico, pronóstico y tratamiento de la enfermedad debían basarse en una comprensión exacta de los cambios patológicos en las estructuras anatómicas. Además, contribuyó a lo que sería la disciplina de la Neurocirugía, por ejemplo, la trepanación realizada por trauma craneal.

 

 La antisepsia de Lord Joseph Lister (1827-1912) catalizadora de la moderna cirugía no vio luz sino hasta 1867, y la maestría de Harvey Cushing (1869-1939), creador de la moderna neurocirugía llegaron tarde para Pierrette, pero muy temprano para mi paisano Abraham. Ahora, cada vez que nos vemos, intercambiamos recuerdos y festejamos jubilosos el encuentro de nuestras raíces…

Elogio de la observación: cualidad de genios. Sobre enfermedades y escritores… Parte IV

Una de las situaciones clínicas de máximo impacto y mayor dramatismo sobre la vida de un individuo, sus allegados y la sociedad, es el accidente cerebrovascular agudo, ahora llamado ictus cerebral[1], pues a menudo interrumpe las funciones que gobiernan la autonomía del ser, sumiéndolo en la postración y la dependencia. No raramente decreta la muerte biográfica, al amenazar de manera radical los proyectos y sueños anteriores a la enfermedad, y peor aún, de ser muy severo o agravarse, hace cercana la posibilidad de nuestra muerte biológica. Es el enemigo que no podemos ver, que, ya se mimetiza con un día claro y radiante, ya con una noche oscura y rutinaria, en el que se abalanza pesadamente sobre uno, tal vez sin síntomas premonitorios que nos adviertan de su blando o  feroz ataque. Es como un relámpago en un cielo azul, que nos toma por sorpresa, no atinando a precisar de dónde viene o cuál es su objetivo. Con temor, es designado por el común de las gentes de muy diversas maneras, «embolio(a)», «derrame», «ataque cerebral», «apoplejía», suerte de Babel de orígenes o confusión de causas, o mediante un nombre apolillado y en desuso como el de «congestión cerebral», concepto estancado en un pasado donde campeaba el desconocimiento científico o en el mejor de los casos, buscaba una mejor vía de expresión.

Aunque podemos estar libres de toda culpa al momento de atacarnos, casi siempre existe una larga historia de abusos conscientes o instintivos, frutos de la ignorancia o de la indiferencia —a despecho del conocimiento—. A la imagen del sujeto antiguamente llamado de temperamento sanguíneo, ese, «de complexión robusta, desarrollo muscular y plenitud vascular por abundancia de sangre», ha dado paso una serie de factores, llamados de riesgo, responsables de su producción, pues su sumatoria a la larga resulta ser el fin de un camino de autodestrucción, labrado al paso de los años.

La hipertensión arterial, infravalorada en su capacidad de dañar, suele ser tomada a la ligera y no tratada con seriedad, al igual que la enfermedad isquémica del corazón, la elevación del colesterol LDL, el hábito de fumar, el alcoholismo crónico, el sobrepeso y el sedentarismo. Cada una de ellas en lo particular, varias encompinchadas, hacen nido en las paredes de las arterias cerebrales para que en un mal día, se obstruyan o se rompan,  privando de sangre a un territorio pequeño o extenso del tallo cerebral o del cerebro mismo, o inundándolo de ella, según se trate de un accidente cerebrovascular obstructivo o hemorrágico.

   Antolino, llamado «el indolente«, productor de seguros, puede ilustrar la situación. Cincuentón, de «hábito apoplético» intuíble por su obesidad, rubicundez facial y plétora de los vasos visibles de su cara, hablachento, liviano, despreocupado, desafiante y omnipotente, arrastró sus pecados de juventud hasta la edad en que debió sobrevenirle la madurez, sin detenerse a pensar qué precio pagaría por ello, ¡Y ahí que le vino la cuenta para su inmediata cancelación!

Una agitada noche de francachela y mujeres, le aventó a su casa con el cantar del gallo como náufrago apipado y exhausto. Tanteando, como quien desea el desapercibo y llevándose todo por delante, alcanzó a llegar al baño donde se vomitó encima.

Un ramillete de claveles de muerto le había enviado el destino: Repentino dolor pulsativo de cabeza, pérdida de la fuerza en la mitad derecha de su cuerpo, vano intento por pronunciar palabra cuando era arrastrado al suelo por la fuerza de su propio peso y caída estrepitosa. Su sufrida esposa percibió además un ronquido extraño y quedo… y voló a ver lo qué había pasado. Le encontró tirado desordenadamente en el suelo, inconsciente, empapado de orina y vómito, con la cara más enrojecida y pletórica, y las venas del cuello y la frente cual gruesas lombrices reptando bajo la piel. En manos de vecinos bondadosos, fue pasado a su cama.

[1] Los términos ictus, infarto cerebral, derrame cerebral o, menos frecuentemente, apoplejía, son utilizados como sinónimos de la expresión accidente (o ataque) cerebrovascular (ACV)

  Su respiración era periódica y acompasada, un crescendo estertoroso, al cual seguía un decrescendo cada vez más débil y apagado y que concluía en un hiato de silencio, donde la respiración se detenía por completo. Luego de angustiosos segundos, se reiniciaba un nuevo ciclo de picos y depresiones decibélicos. En cada espiración, el aire inflaba la mejilla y el labio superior derechos y se escapaba por la comisura labial, produciendo un pausado “puj-puj-puj”. La misma onomatopeya del fumador de pipa, aspirando el humo por el lado izquierdo y exhalándolo por el derecho. ¡Antolino se fumaba la simulada pipa del hemipléjico estuporoso!

Varios días de tirante calma, dieron paso a la recuperación de la consciencia. La mitad derecha de su cuerpo carecía de movimiento. Era como una pesada  yunta de bueyes, donde uno del par hubiese muerto y el otro no pudiese con el plomizo lastre. El lado derecho de la cara, como una mascarilla de cera expuesta al calor, se le había derretido hacia abajo, perdiendo detalles, surcos y prominencias. Si bien comprendía cuanto se le decía, era incapaz de verbalizar. Sus órganos de fonación estaban sanos, pero habían perdido su mayoral y no tenían quien les hiciera cumplir las órdenes. En línea directa y de un sólo lado, había perdido la fuerza de su cara y cuerpo, a lo que se había asociado una afasia motora, o pérdida de la capacidad de expresión con conservación de la comprensión, proclamando el origen “cerebral” de su hemiplejía derecha (de «hemi«, mitad y golpe) y localizando el daño en el pequeño desfiladero, confluencia de cables que llevan las órdenes del movimiento: la cápsula interna izquierda. Cuando la parálisis facial o de los músculos oculares es contralateral al hemicuerpo paralizado —hemiplejía alterna o cruzada—, es indicativa de que el agravio ha ocurrido en el tallo cerebral.

    En «La Guerra y La Paz» (1863-1869), joya de la novelística épica, el Conde León Nikolayevich Tolstoi (1829-1910), describe con increíble maestría y detalles realísticos de asombrosa sutileza, trozos de historia, aproximaciones psicológicas a sus personajes y aún, relatos de  enfermedades. La grave dolencia que pondría fin a la existencia del Príncipe Nicolás Bolkonski, viene a ser un relato preciso y fino de pormenores clínicos que pasarían desapercibidos a un galeno moderno, ese nuevo bárbaro mencionado por Don José Ortega y Gasset (1883-1955) que es el médico trocado en técnico deshumanizado, tan lleno de «especialismo» e incultura médica, tan ignorante, desentendido e indiferente a aquello que se aleje de los reducidos cotos de su conocimiento.

Una hermosa mañana, el Príncipe Bolkonski en vistoso uniforme de gala y luciendo sus condecoraciones, sale a visitar a un dignatario local. Más tarde, varios hombres corren hacia su casa con cara de angustia. Su hija, la Princesa María sale al pórtico y observa como su padre es traído en vilo por manos compasivas. Nicolás mueve sus labios que sólo dejan escapar un ronco sonido. El médico diagnostica un «ataque cerebral« causante de parálisis del lado derecho de su cuerpo.

Pasados algunos días de angustiosa calma, arriba la convalecencia. Su ojo izquierdo se notaba inmóvil y el derecho parecía como «sesgado», no podía mover su lado derecho y la articulación de sus palabras era deforme. La fina descripción del desastre neurológico sugiere que el accidente ocurrió en el lado izquierdo del tallo cerebral, a la altura del puente de Varolio, donde residen los centros rectores de la mirada horizontal, los comandos que mueven los ojos de un lado a otro lado, como la trayectoria de una pelota de ping póng. Las lesiones del tallo no producen afasia, el paciente es capaz de hablar, pero lo hace como si tuviera una «papa dentro de la boca«. A este verbo estropajoso se le llama disartria o dislalia.

 En 1967, el gran clínico y neurólogo bostoniano, C. Miller  Fisher, M.D. (1913-2012), meticuloso observador y fino descriptor de numerosos signos y entidades neurológicas, describe y define el llamado «síndrome de uno-y-medio«, muy probablemente, el que sufrió el Príncipe Nicolás: Un ojo pierde total movilidad horizontal -«uno»- y el otro, sólo es capaz de movilizarse hacia afuera -«medio»-, siendo un exquisito signo de localización del daño en la protuberancia anular, también llamada, puente de Varolio.

Ni Tolstoi, ni ninguno de los médicos de su época, no podían apreciar  la significación neurológica de los detalles por él descritos. ¡No había nacido C. Miller Fisher, el descriptor del síndrome! En nuestros tiempos, los médicos hasta podríamos tener el conocimiento teórico, pero por no haber ejercido y afinado el don de la observación, somos incapaces de interpretar la realidad que clara se despliega ante nuestros ojos.

 El hospital y sus bondadosos pacientes nos ofrecen un laboratorio donde mediando el respeto,  la empatía y el deseo de sanar, podemos identificar aquellos cuadros clínicos extraordinarios ya descritos que produce la saña de la enfermedad desatada…

 ¡Ojalá pudiéramos tan sólo intentar imitar a medias!

 

 

El psiquiatra y el brujo de Curiepe…

Aún lo recuerdo con diáfana claridad… 1961, a pocos meses de graduado, Sala 15, cama 19, cuatro camas reservadas a la Policía de Caracas, jefe del Servicio, nuestro inefable y gran Profesor, Fernando Rubén Coronil (1911-2004); el doctorcito Muci doblado el raquis por su carga de ignorancia pero ahíto en deseos de aprender, me sentía como un cómitre, no otra cosa que ese sujeto inclemente que con un látigo en mano dirigía la boga en las galeras y que tenía como función el impartir el castigo a los galeotes, aquel sufrimiento ajeno permeaba mis poros haciéndome solidario.

Estos galeotes míos no eran delincuentes ni purgaban como forma de pago un delito cometido; no, todo lo contrario, el delincuente era y han sido los regímenes de mis tormentos, la sociedad injusta que les condenaba a purgar el delito de ser pobres, de no tener influencias ni palancas. El flaco Quintana, accesible, cirujano curtido de finas manos y buen criterio quirúrgico, era el único encargado de los policías que requerían de alguna intervención quirúrgica. En este caso, «el 19», un policía, un joven de unos 20 años. Le intervino a fines del mes de diciembre. Una hipertensión portal[1] cuyo origen nunca fuera precisado, culminó tan sólo en una esplenectomía[2] limpiamente realizada. El paciente fue transferido a su cama, y no más en llegando, comenzó a quejarse a gritos de un intenso dolor lumbar… Día y noche sus quejas eran echadas al espacio del recinto: ¨¡Madre Santa!, ¨¡Santísimo Poder! ¨y ¨¡Dios Mío!¨, se sucedían  traspasando el umbral de la puerta ojival y pasillo abajo, aún se oían en la sala 12…

[1] La hipertensión portal es un término médico asignado a una elevada presión en el sistema venoso portal, está formado la vena porta  y las venas mesentéricas superior e inferior y la vena esplénica domiciliadas en el abdomen.

[2] La esplenectomía es la extirpación quirúrgica del bazo, un órgano que se encuentra en la parte superior izquierda del abdomen.

 

Le examinaba a diario con el magro armamentario semiológico de que disponía, todas las maniobras para despertar el dolor en la columna dorso-lumbar, rotación, flexión, maniobra de Lasègue[1] para estiramiento del ciático, reflejos tendinosos, sensibilidad metamérica, tos, palpación y puño percusión del abdomen, flancos y región lumbar; los pocos exámenes radiológicos de que disponíamos, le fueron realizados… La sombra del psoas se veía muy clara y definida, no había pues un hematoma del músculo. Recorrí analgésicos, pasé de la Novalcina® a la Buscapina® y de allí a la morfina y el cóctel lítico[2], el dolor, impertérrito y renuente, se negaba a abandonarlo. Me sentía solo entre los cirujanos de entonces, más interesados en operar que en pensar qué le pasaba a aquel desgraciado. Mis lamentos de ignorancia tampoco los conmovía. Bajé a buscar ayuda de los internistas, a los míos, tan sabihondos como solo nosotros somos… El propio jefe del servicio y un séquito de acompañantes miraron a lo lejos y juzgaron con la mano apoyada en el mentón, pero su saber se estrelló en el enigma de aquél adolorido.

Ya yo no quería llegar a la sala por las mañanas, pero sus gritos, inconfundibles, los percibía y se amotinaban en mis oídos apenas tramontaba la Sala 12 y me ponían el cutis anserino y a galopar el corazón… Le encontraba recién bañado, usando sólo el pantalón del pijama azul que entonces suministraban a los pacientes, con el cabello empapado y el cuerpo medio mojado esperándome en el dintel de la puerta para compartir sus cuitas y derramar sus lágrimas sobre mi hombro ignorante y culposo.

Cuando el médico, por insipiencia, no sabe lo que ocurre a su paciente, recurre de inmediato al expediente del ¨caso funcional¨ o de la ¨condición psicosomática¨. Y bien, si pensara –como así fue- que esa fuera la causa, debería ir al Servicio de Psiquiatría en búsqueda de ayuda. Raudo y presuroso me dirigí pues hacia el sur, a la antípoda del Hospital, bajé por la tenebrosa escalera y hablé con un grupo de psiquiatras que conversaban animadamente en el pasillo sin desear ser perturbados en sus profundas y medulosas cavilaciones. Uno de ellos, forzado por sus compañeros, ¨gustosamente¨ accedió a acompañarme, a mí, un interno cagaleche. En el camino le conté los pormenores de aquel paciente con su dolor que ya contaba cerca de 15 días de tormento compartido, el de él y el mío. Aquél médico no me miraba a los ojos, llevaba una pipa curvada de boquilla aplastada a su diestra la cual aspiraba con fruición de vez en cuando y expulsaba bocanadas blanquecinas de agradable olor que se perdían en el éter buscando hacia lo ignoto de su inconsciente. Llegamos a la Sala. Le presenté al malhadado joven y él decidió entrevistarlo en un cuartico a la derecha frente a la estación de enfermeras.

Quise acompañarle para aprender algo de sus técnicas, pero en forma más bien descortés, cerró la puerta tras sí y allí encerrados, se inició el milagro psicoterapéutico…. Una hora estuvieron enclaustrados. Al día siguiente viernes, los gritos continuaban y otra hora se gastó aquel frenólogo que hasta las protuberancias más escondidas de su cráneo le palpó. El sábado, temprano en la mañana lo vi acercarse de nuevo a él… Los gritos no cesaban…

El domingo era mi día libre y tuve temor de acercarme al Hospital para no oír los alaridos del ¨19¨; no obstante, el lunes a las 6:30 am, como era mi diaria costumbre y ya, trasponiendo la marquesina del Hospital marqué mi tarjeta[3],  y vi a José María Vargas sentado en su silla de suela, todo de impoluto blanco mirándome con mal disimulada condescendencia: le pedí esperanzado que me iluminara para ayudar a aquel desgraciado cuya condición se perdía en el mar de sargazos de mis diagnósticos diferenciales y mis fútiles tratamientos…

Entonces… Llamó mi atención que al llegar a la Sala 12, ni gritos ni gemidos, ni lamentos ni imprecaciones se oían. A medida que me acercaba solo escuchaba el ruido y la vocinglería de las camareras repartiendo el desayuno, el golpe metálico de las bandejas de magro contenido, y una vez que entré a la Sala vi que su cama estaba vacía, tendida y lisita. ¡Triunfo de la psiquiatría!, ¡Alabado sea el Señor!, grité para mis adentros sin disimular mi felicidad. Después de todo el patiquincito aquél con su aire freudiano se las traía y me había dejado boquiabierto y envidioso por arte de sus crípticas técnicas.

[1] Signo de Lasègue. Con el paciente en decúbito dorsal, se eleva pasivamente la pierna con la rodilla extendida. El dolor debe aparecer a menos de 45º. Es positivo cuando la elevación del miembro inferior con la rodilla extendida produce dolor. Cuando aparece más allá de 45 º no es concluyente, ya que podría deberse a retracción de los músculos isquiotibiales. Se percibe en la cara posterior del muslo y en la pierna. Está en relación a afección de la raíz L5 o S1. Si la rodilla está flexionada la elevación es fácil, signo que distingue la ciática de las afecciones articulares.

2 Demerol, Largactil y Fenergán

 [3] Un artilugio a la entrada del Hospital dejaba constancia de la hora que llegábamos los médicos; un buen día le echaron azúcar y la máquina se trancó para alivio de muchos…

Aliviado e intrigado, comencé a pasar revista desde la cama 1 como era mi costumbre, moviendo una silla donde me sentaba a conversar con el paciente antes de examinarlo y escribir una nota en su historia. A pesar de inquirir, nadie me decía nada. Al filo de la cama 5 estaba hospitalizado el negrito Casimiro Farfán, un viejito delgado y afectuoso que esperaba para operarse unas hemorroides que le hacía la vida imposible entre profusas ¨reglas¨ –como él las llamaba- y la sensación de tener un tapón en el ano. Con una chispa de picardía en una sonrisa que más mostraba espacios vacíos que dientes, me dijo,

-¨Dotorcito, ¿no sabe lo que pasó con el ¨19¨?¨ .

-¨No -le respondí-, nadie quiere decirme nada, se sonríen, pero nadie suelta prenda…¨

– ¨Pues mire, voy a contale, el sábado en la tarde ingresaron en la Sala 14 a un famoso brujo de Curiepe a quien van a operar precisamente hoy de una hernia gigante en la verija. Atraído por los gritos y los comentarios de visitantes y familiares, se acercó al adolorido. Nada más lo vio y seguro de sus palabras, dijo que le habían hecho «un trabajo» y «echado un daño» pero que él sabía cómo deshacerlo; y que seguramente no tenía una «contra»[1]… Una de esas tantas mujeres que entonces y ahora los policías dejan preñadas en cada barriada, había jurado hacerle la vida retama. Se lo llevó al baño, hizo salir a los que allí se encontraban y estuvo como una hora encerrado con él.

 Nadie sabe qué suerte de despojo le hizo, pero lo cierto es que regresó a la cama, fresco, contento y sonriente.

Atajó a uno de los médicos adjuntos, el doctor Gustavo Villalba (†) –margariteño buena gente-  que había venido a ver a un paciente que había operado con el doctor Coronil y le dijo jubiloso,

¨¡Doctor deme mi baja!¨

-¨No, no puedo –respondió el otro-, deje que Muci venga el lunes…¨.  Pero la insistencia fue tal, que luego que el paciente le firmó la historia haciéndose responsable de lo que pudiera ocurrirle, nuestro maltrecho héroe salió corriendo como alma que el diablo lleva dejando las alpargatas en el sitio y sin voltear para atrás, huyendo de aquel dolor inventado por cuál se yo qué recoveco de su mente para no volver nunca más.

Bordeando las diez, llegó nuestro psiquiatra, vistiendo una chaqueta inglesa marrón de cuadritos de las llamadas tweed, con parches de cuero de tono más oscuro a la altura de los codos, aromoso a Clínica Tavistock de Londres, con su consabida pipa de aromático tabaco a la diestra y su aire superior, despreciativo y sobrancero.

Me miró como gallina mira grano de sal… Le dije que el paciente estaba curado y ya se había ido de alta… pero… no me dejó decir nada más …

Se iluminó su rostro hierático y sin volverme la mirada ni dirigirme siquiera una palabra de condolencia por mi ignorancia, giró sobre sus talones y comentó al aire que le rodeaba, cuán eficaz era su técnica de llegarle al inconsciente de un paciente en apenas dos entrevistas y ser suficientes para desenredar cualquier entuerto…

 

“En tiempos antiguos, los magos invitaban a comer una víbora viva, para inmunizar contra los efectos de su mordida”.

 

rafaelmuci@gmail.com

 

[1] «Trabajo»: rito que se lleva a cabo para causar mal a otro. El «daño» es el mal causado, es el resultado del «trabajo de un brujo o del objeto mágico «cargado» para tal fin. «Contra» es el ritual mágico, como una estampa, un amuleto o un rezo que deshace el mal y neutraliza al agresor.