Elogio del doctor Jekyll, Mister Hyde y el Hospital Vargas…

 

«Lo que no mata engorda…», susurró el buenote de Juan Rebolledo con sus ojitos brillantes y unidos de cuchicuchi hambriento fijos en la hamburguesa «ene» veces refrita que el «perrocalientero» le extendía en medio de una nube de golosas moscas…

Del improvisado ajicero siempre dispuesto para satisfacción de gustos exigentes y refinados, espantó más moscas que compartían su «buen gusto» y sacudió fuerte para extraer de él algunas gotas de aquel cetrino y cenagoso líquido. Alegre se encaramó en su moto cobradora, destartalada y bullanguera, y tarareando el son de la salsa de moda se alejó serpenteante y contra el sentido de la flecha en medio de una nube de humo negro contaminante…

Setenta y dos horas no más bastaron para que aquella carga de ponzoña mordiera el tubo digestivo de nuestro héroe motorizado: Retortijones de tripas, diarrea que a poco se transformó en un «esputo rectal» de moco mezclado con sangre y un puja-que-te-puja en el excusado sin lograr del cuerpo nada dar… Los espeluznos y la fiebre vespertina tampoco demoraron en mostrarse, y mucho más retrasado arribó «un peso», «un sentir el hígado», que dio paso a un dolor al final del costillar anterior derecho que el resuello le cortaba reflejándose paleta arriba. El Hospital Vargas había sido siempre su paño de lágrimas y hasta allá se marchó a verterlas…

El joven internista de humano trato que le recibiera como perro perdiguero en la husma de su presa, de inmediato reconoció el olor de aquel rizópodo: «Primera consideración, absceso hepático amebiano; curación casi segura por la emetina parenteral y el metronidazol oral»-, dijo para sí. Juan pálido se torna y sale de nuevo espitado para el excusado. ¡Por favor, recógeme en esta cajita un poquito del moco que botes!, le atajó el internista antes del despegue. Una vez en sus manos, con paso redoblado se dirigió al Laboratorio Central para ver «en fresco», al microscopio y entre lámina y laminilla el moco recién emitido que le daría la razón, pues vería la forma trasluciente o agresiva—vegetativa— de la ameba histolítica. Había aprendido de sus maestros que «la ameba muere en los pasillos del hospital…», pues una vez retirada de su hábitat natural, caliente y húmedo, si uno no se apura deja de moverse y ya no podrá ser identificada.

En su veloz carrera, no prestó mayor atención a un pedestal con su busto marmolino que ignorado por la costumbre, se erige frente a la sala 20 y en el cual puede leerse, «Doctor Pablo Acosta Ortiz, 1864-1914. Homenaje de la Sociedad de Estudiantes de Medicina de la Universidad Central. 12-10-32». ¿Qué dirían entonces el doctor Elías Benarroch devoto guardián del busto por tanto años, y los entonces bachilleres Manuel Noriega Trigo y Eduardo Celis Sauné? Cuantos años de sudor y gestiones que costó desvelar aquel busto del «Príncipe de la Cirugía Venezolana» en terrenos del hoy centenario nosocomio para que hoy día nadie se pregunte. Y éste, ¿quién fue? ¿qué hizo…?

Y es que hablar de amibiasis en Venezuela equivale a mencionar a Acosta Ortiz, particularmente cuando sigue tratándose de una condición de endemicidad perenne en estos predios de higiénica aversión, tanto en su forma intestinal aguda (disentería) o crónica, como en su complicación más común, otrora llamada la «hepatitis supurada de los países cálidos», viejo nombre reemplazado por el de absceso hepático amebiano.

La ameba histolítica (de ꞋhistoꞋ: tejido y ꞋlisisꞋ: disolver) ingresa al individuo en su forma quística, especie de bunker microscópico donde el parásito adormila sin que casi nadie le perturbe. A través del agua o los alimentos pateados por moscas o cucarachas, o regados con residuos cloacales -práctica común en los plantíos de hortalizas aledaños al fétido río Guaire-, a través de la boca ganan acceso al tubo digestivo distal (colon). En ese medio propicio si el ambiente le es hostil bien puede quedarse encapsulada a la espera de una disminución en la capacidad defensiva local, o bien puede manifestar de una vez su capacidad de agresión.

En extraordinaria semejanza con el pasmoso caso del Doctor Jekyll y Mister Hyde de Robert L. Stevenson (1886), se nos presenta el amebiano cambio de carácter: A la luz del sol es la amiba una durmiente acorazada y anodina, pero no más al ingresar en las perpetuas tinieblas de la cavidad colónica, se apodera de ella un genio satánico y destructivo ¿Acaso no parecido a la dual naturaleza del hombre con su anverso bondadoso y su envés perverso?

Su forma vegetativa o «cometejidos» especie de microscópica gelatina insaciable, se desparrama propulsándose con falsas patas o pseudópodos, secretando sustancias digestivas de gran poder destructivo que destruyen los tejidos que penetra para así alimentarse de ellos. La expresión de su poder lítico da entonces lugar a la disentería amebiana con su cohorte de cólicos abdominales, diarrea que pronto es reemplazada por deyecciones de moco y sangre, y el terrible «pujo» con que el vulgo suele designarla, casi siempre en ausencia de fiebre o mal estado general. Es producto de numerosas ulceraciones que, simulando picaduras de pulgas o uñazos se ven por doquier en el colon, particularmente en sus últimos tramos izquierdos y en el recto.

En su desatado apetito llega a invadir las venas ganando acceso al torrente sanguíneo desde donde, como torpedos infectantes son disparados hacia el gran desaguadero de la vena porta que va a depositarlos en su última posta, la glándula hepática y especialmente en su lóbulo derecho. Por pelotones se atascan en aquellos ramales cuyo reducido calibre no les permite proseguir. Allí, las condenadas una vez más, ponen en funcionamiento sus taladros químicos y pasan al tejido del noble órgano al cual convierten literalmente en «pate de foie» –hepatitis amebiana—, para después formar cavidades rellenas con pus de aspecto achocolatado característico -absceso hepático amebiano-.  A menos que la amiba sea detenida mediante tratamiento médico oportuno y efectivo o evacuando el pus por punción o cirugía, se producirán graves complicaciones y aún la muerte misma.

En la época de Acosta Ortiz había que desalojar el pus mediante cirugía o la muerte casi segura, signaría el curso del enfermo. En asociación con el doctor Luis Razetti, «en cinco años (1894-99) operaron 69 enfermos de hepatitis supurada de los países cálidos con una mortalidad general de 24,60%«, que entonces no difería de los resultados obtenidos en países de mayor desarrollo. Eran épocas de poca asepsia, con anestésicos poco seguros y sin antibióticos, donde se necesitaba una verdadera vocación y decisión para hacer lo que debía hacerse.

¡Qué diferencia con estos tiempos de abundancia de recursos malgastados, donde nunca hay un pabellón de cirugía dispuesto pero sí mil excusas para no intervenir, porque ya los médicos no nos colocamos en el lugar del paciente pues hemos perdido la voluntad de servir!

El advenimiento de la emetina introducida por Roger en La India en 1912, libró posteriormente a muchos enfermos del escalpelo del cirujano. Pero se da el hecho de que en estas épocas de engaño, las casas farmacéuticas expenden metronidazol y emetina inefectivos, de baja calidad y aún sin previo aviso dejan de producirlas ante las enaguas indiferentes de las más altas autoridades sanitarias. Así que los enfermos tardan más en curarse y aún mueren tras penosa agonía a menos que se recurra a la vieja hepatotomía de Acosta Ortiz.

Nuestra memoria retrógrada perdida ha olvidado las lecciones de nuestros ancestros, e intereses ideológicos torcidos disfrazados de interés gremial o interés en el pueblo dirigen a nuestros jóvenes a espaldas del sufrido paciente. Quizá no fue infundada la angustia de Noriega Trigo cuando temió que por la apertura del Hospital Universitario de Caracas, «el monumento de Acosta Ortiz en el Hospital Vargas quedaría desolado y abandonado por las generaciones de estudiantes y médicos».

Los estudiantes y los médicos no nos hemos ido, pero la desolación y el abandono se exteriorizan en que ya nadie sabe quién fue ni cuál fue el gran legado nos dejó…

Peor aún, en tiempos más recientes de saña roja, de destruir por destruir, nuestros residentes se alejan en desbandada a otros rumbos donde se estime la excelencia y se acoja al talento joven…

Elogio del pus…

 

El dócil Consejo Supremo Electoral y el Tribunal Supremo de Injusticia son dos de los tantos abscesos mafiosos implantados en el corazón de la democracia venezolana y en cuyo diccionario no existe el vocablo libertad; apliquemos sin demora el aforismo latino, «Ubi pus, ibi evacua», donde hay pus, hay que evacuarlo…

Desde mi punto de vista, egoísta, como ocurre cuando nos sentimos saludables y felices, cuando no permitimos que nada ni nadie nos robe la felicidad interior, cuando somos y sentimos la libertad de nuestro corazón, la mañana del 2 de julio del año de Dios de 2016, fue sin duda, una gloriosa. Un intenso cielo azul sin pizca de nubes perturbadoras, jineteaba sobre el majestuoso Ávila, destacando su verdor, su serenidad y magnificencia, ignorando los desatinos de la ¨revolución de la miseria bolivariana¨ y aún los asesinatos cometidos en nombre de la sinrazón en sus verdes e inocentes faldas. La Cruz de los Palmeros, a 2.575 msnm, construida con recias láminas de aluminio y erigida sobre el Peñón Diamante en el Pico Oriental de la Silla de Caracas, podía verse con gran nitidez desafiando el viento y el barranco tentador. Mientras el motor de mi auto se calentaba, me abstraí durante algunos segundos y bebí de su cáliz, radiante vida. Me olvidé de todo y festejé con ojos golosos el espectáculo que se ofrecía ante mis ojos como si fuera solamente mío… Engaño que nos hacemos, cuando gozamos de privilegios, cuando tenemos esperanza, cuando tenemos salud…, ese bien tan efímero, que hizo decir a un cínico que, ¨ es un estado transitorio que no conduce a nada bueno…¨.

Para HIPÓlito Guiñaposo por seguro que fue todo lo contrario. Sus ojos vidriosos todo lo miraban con el tinte de la melancolía, con tintura gris de la tristeza; opaco y turbio era como se le antojaba aquel día. Su semblante no era uno por el cual alguien pudiera sentirse orgulloso. Cuando apresurado, le rebasara a la altura del San José de la plazoleta del Hospital Vargas de Caracas, hubiera dicho que cojeaba, pues caminaba despacito, arrastrando su pierna derecha e inclinado sobre un costado, como una medialuna turca. Usted sabe, los médicos clínicos no podemos abstraernos de mirar a los demás con esa ¨mirada médica¨ que surge espontánea, esa que intenta adivinar al rompe el malestar que les invade… Fuimos formados así, y el trajín hospitalario entre aporreados, desahuciados y moribundos, con dolor, mucho nos enseña ese ¨cómo mirar¨ con la ventaja que dan el conocimiento y la experiencia labrada con el paso de los días y acumulada en el tiempo…

Llevaba una toalla delgada y sucia enrollada alrededor de su cuello, barata y de cuadros que habían sido azules alguna vez, su cabello alborotado y pegostoso atraía moscas que revoloteaban sobre él; la piel renegrida y seca completaban el atuendo. Mirando con más detalle me percaté que sus dos manos, cuyas uñas terminadas en una negra banda de luto —podía ver—, penosamente ¨cargaban su hígado…¨: Una expresión muy médica… La una sobre la otra, apoyadas sobre la región superior y lateral derecha su abdomen. Técnicamente hablando, sobre su hipocondrio derecho. Una viejecita que parecía un bizcocho de butaque, liliputiense, arrugadita toda y apergaminada, con las fuerzas que da el amor y la necesidad, suplía la que mi institución le negaba y le servía de lazarillo apuntalándolo por su flanco izquierdo. En la portería de mi hospital no hay sillas de ruedas ni gente que se conduela para asistir la miseria de los pacientes agudos, pareciera que no son bienvenidos…

¡Por esta puerta no es, suba media cuadra hasta la emergencia…!, rugió el indolente de turno pareciendo decir, ¡quién los manda a venir enfermos… ¡No molestes mi ocio…! Porque eso sí, como en el Palacio Presidencial de Miraflores, abundan los gandules, los indiferentes a los dramas que por allí transitan, hablachentos y ordinarios que sólo parecen estar apostados ahí para entorpecer el paso a quienes desean ingresar, haciéndoles las más necias preguntas que hacen aquellos que se sienten con poder y con derecho… A despecho de sus diversas escaleras de numerosos peldaños diseñadas por arquitectos desconocedores de la importancia de un barandaje donde la salud no abunda, nadie que venga del afuera será ayudado en su transportación dentro de mi hospital. Desde decirle al infortunado, ¡ese doctor no trabaja aquí! –aunque el almanaque me diga que medio siglo ha consumido mi vida entre sus pasillos y salas-. ¡Cada quien que vea cómo se las arregla! ¡Ciento veinticinco años de indiferencia! ¡Sabe Dios cuántos más…! Por seguro que ya no veré su resurrección, ya pronto como quisiera, antes que la vejez haga oscuras mis pupilas y Átropos me tome a su cargo…

-¨ ¡Qué mal que se ve este pobre hombre! ¨ —me dije mirándole de reojo-. Era como de mi edad, tal vez quizá mucho menor; la diferencia estaba en que yo no había padecido de carencias y que la vida había sido generosa conmigo. ¡Vaya injusticia! No adivinaba que ese preciso día sería mi paciente, cuando algunos estudiantes me pidieron que les acompañara a la Emergencia a ver un enfermo…; allí contemplé de cerca la ruinera de su porte todo, percibí el hedor corporal de la regadera ausente y la carencia de un baño de cuerpo presente; me solidaricé con su rictus de dolor, de ese sordo dolor que le taladraba la víscera mayor, el hígado, impidiéndole respirar; ese noble órgano al cual se le atribuyen mil síntomas infundados, boca amarga, lengua cubierta de saburra, mal aliento, mareos, manchas en el cuerpo y tantas otras necedades… No pude más que una vez más, sentir vergüenza por todos los privilegios que me asistían y aquellos que a aquél otro, la vida y la institución le habían regateado…

Observé su guardacamisa y pantalón, raídos por el tiempo y zurcidos por la mugre mal disimulada, que hacían juego con sus chancletas de goma de un rojo marchito que ¨i-que¨ vestían sus pies. Las llevaba sesgadas y sus talones borlados por gruesas callosidades pisaban el suelo, pues habían olvidado cómo ocupar su lugar en aquel precario espacio. Se le notaba ¨muy tocado¨ —un término que solemos aplicar los médicos a aquellos enfermos de muy mal semblante, generalmente tocados por la infección aguda—, más que tocado, tal vez muy aporreado y vapuleado por la enfermedad, como en realidad deberíamos decir: un estado general muy delicado, un aspecto de cruel y aguzado morbo, una pajiza palidez entremezclada aquí y allá con manchas marrones hidrosolubles que el agua y el jabón hubieran eliminado en un minuto, lujo negado a los habitantes de barriadas no muy lejos de mi comodidad, de la suya…

Con voz agachadiza me dio detalles de su dolencia: su malestar, su inapetencia, sus escalofríos y aquel fogaje vespertino que le asustaba y en que sentía que se le iba la vida, su dolor en el costado derecho que reptando hasta su hombro, le atajaba el respiro. Sí, respiraba superficialmente, como para no tentar al demonio enfurecido que se arrochelaba en su hipocondrio derecho. Pero, más a menudo de lo que él hubiera querido, era interrumpido por un HIPO iterativo y sonoro, violento y agotador que ya contaba muchos días y noches, que le impedía el comer y el dormir, y que acrecentaba aún más el dolor nacido donde sus manos se posaban:

¡Hip… Hic… Hip… Hic… era la voz imitativa de HIP-ólito Guiñaposo…! Cada sacudida de su cuerpo ¨in toto¨ le obligaba a inclinarse aún más hacia su derecha, imitando aún más una medialuna turca para evitar el doloroso resalto traído por la brusca contracción de su diafragma. Su piel ardía en fiebre y con mi oftalmoscopio alcancé a ver en sus conjuntivas, lentos y fatigados trenes de glóbulos rojos aglomerados moviéndose en las delgadas vénulas, expresión clínica de la presencia en su sangre de rezumantes reactantes de la fase aguda de la inflamación. Su hígado era enorme y muy doloroso a la suave palpación. Los ruidos cardíacos podían ser auscultados con increíble fidelidad a la derecha más extremosa de la víscera, donde habitualmente no se dejan oír.

¨¡Es el signo de Acosta Ortiz…! -dije recordando con orgullo vargasiano a mis estudiantes ignorantes de su linaje, de quiénes habían sido sus tatarabuelos. Esta bola viciosa de pus en el hígado sirve como una caja de resonancia conductora de lejanos ruidos. El maestro Pablo Acosta Ortiz (1864-1914), el gran cirujano del otrora, lustre y honra del Hospital Vargas de Caracas de antaño y echado a menos en el de hogaño, describió este signo semiológico en sus casos de «hepatitis supuradas de los países tropicales», como entonces se conocía al temible absceso hepático tropical, el producido por el vitriolo destructivo de la Entamoeba hystolítica, la creadora de un foco de miasmática podredumbre incrustada en la noble víscera hepática de este desventurado y escarnecido HIP-ólito…

En esta Venezuela actual, rapiñada por una nomenkaltura chavista y castrista y voraces entornos íntimos, la visión del pobre de HIP-ólito se me antojó similar a la de aquel Antonio Ramírez de 52 años, hijo de María de Jesús Ramírez, quien precisamente un 2 de julio de 1891 se convirtiera en el primer paciente del recién inaugurado Hospital Vargas.

¡La ruinera de HIP-ólito era la flagrante denuncia de que 125 años habían pasado en balde para muchos…! Cuando fuera incidido por el escalpelo del cirujano, el enorme absceso del lóbulo derecho del hígado dejó manar seis litros de pus achocolatado, patognomónico y altanero, denunciante de la agresión de la ameba y de la indiferencia de una sociedad donde las oportunidades a muchos se les niega.

¡Oh milagro…! Al día siguiente, HIP-ólito había virado 180º hacia la vida, sonreía mostrando el sarro de sus dientes, tanto como su madre vizcochuda, y… ¡estaba pidiendo comida! Sus manos superpuestas habían abandonado el lugar de proyección de la víscera magna que ya no necesitaba ser cargada, y el HIPO, cruel y agotante como había sido, había huido con su jipido a otra parte… Mi exalumno el cirujano, lo miró con cara de orgullo y para sus adentros pensó: ¡Cosa rara! ¡Pude actuar a tiempo! ¡Tantos pacientes he perdido en medio de la inacción y la indolencia…!

En días pasados mi dilecto amigo, doctor Mauricio Goihman me recordaba el aforismo latino, «Ubi pus, ibi evacua», un adagio utilizado habitualmente en medicina que significa: «donde hay pus, hay que evacuarlo». Se refiere a lo que los médicos deben hacer cuando encuentran un cúmulo de material purulento en cualquier parte del cuerpo humano; esto es, crear una abertura para facilitar su salida y con ello, la evacuación de la toxicidad que produce… Todavía soy incapaz de creer que exista quien que se empeñe en administrar antibióticos para tratar abscesos en vez de favorecer su fluctuación y entonces abrirlos y drenarlos… Siguiendo el aforismo «Ubi pus, ibi evacua», el tratamiento de los abscesos empieza con la incisión, sigue con el drenaje y tras esta operación según el caso, suele dejarse una tira de gasa o ¨mecha¨ para rellenar parcialmente la cavidad de tal forma que no se cierre, siga drenando y cicatrice de adentro hacia afuera, por segunda intención.

El Diccionario Terminológico de Ciencias Médicas de Salvat define el pus como, ¨un líquido más o menos espeso, de color variable y reacción alcalina, producto de una inflamación aguda o crónica, constituido por una parte líquida o suero y otra sólida formada por glóbulos de pus, piocitos, glóbulos blancos y partículas grasa, ácidos grasos y microbios¨. La semilla del dogma galénico que alimentó el concepto de la sepsis por más de mil años: ‘pus bonum et laudabile’, indicaba que ‘la pus es buena y laudable’ y su credo marcó la pauta del cuidado de las heridas durante más de mil años. Es ese pus bueno, laudable o loable el propio de los abscesos calientes y de superficies de granulación, amarillo espeso por su alto contenido de fibrina. Por el contrario, el pus tuberculoso, llamado caseoso, es espeso, casi sólido y parecido al cuajo. El peor es el pus icoroso, también llamado sanioso, claro, acre, maloliente o fétido, secretado por superficies ulceradas de mal carácter, símil del vehiculizado a la población por el pestilente comunismo que ha acogotado y agotado MI país.

Todavía no puedo creer que el pueblo venezolano haya sido incapaz de drenar el icoroso pus representado por 17 años de presencia de un absceso febril y tóxico en continuo crecimiento que ha sido el chavismo destructivo… ese que sufre del síndrome de Stendhal, una condición psicosomática causante de taquicardias, vértigo, confusión, temblores, depresiones y alucinaciones cuando ciertas personas se exponen a una obra de arte excelsa, pero también, cuando malvados son expuestos a esa obra de arte que solía ser el pueblo venezolano, tan alegre, servicial y compenetrado y por ello había que aniquilarlos; pero no ha sido así, 17 años  no han bastado para diluir en el olvido la palabra ¨democracia¨ que llevamos muy profundo en el sentimiento colectivo…

El admirado profesor doctor, José Félix Oletta, quien fuera Coordinador de la Comisión de Epidemiología y Representante de la Sociedad Venezolana de Medicina Interna en la Red de Sociedades Científicas Médicas de Venezuela y ex ministro de Sanidad, realizó cálculos propios para proyectar el número de pacientes con diarrea aguda que se presentará durante este año: entre 2.132.000 a 2.340.000 enfermos, lo que equivaldría a un aumento con respecto a 2015 de entre 17,20% y 28,63%. La amibiasis y la hepatitis A, ambas transmitidas por el agua, por el agua insalubre que estamos consumiendo, que también ha aquejado y aquejará al sufrido pueblo venezolano… ¿Cuántos más como HIP-ólitos Guiñaposos?

El ¨índice de miseria¨ publicado ha poco por Bloomberg que es calculado con base a la combinación de la inflación más el desempleo de cada país, muestra que los países ¨menos miserables¨ del mundo son Tailandia, Singapur y Japón. Raúl Castro, Maduro y su camarilla deben estar muy satisfechos y orgullos por el daño intencionado infligido a MI país, pues con un índice de 188.2%, Venezuela es con mucho el lugar más miserable del mundo, seguido por Bosnia 48.97% y Sudáfrica con 32.9%. Por supuesto, la compra de conciencias maquillará los números y nos mostrarán que ese ente ridículo como es el ¨Ministerio de la Felicidad Suprema¨ ha hecho un buen trabajo, como si la felicidad en ausencia de amor, competencia y de corazones compasivos se decretara…

El pueblo venezolano, sin distingos, chavistas y no chavistas, militares y civiles, letrados y analfabetos, laicos y curitas debemos levantarnos al unísono y ¡Ya!, exigir por la vía que sea, nuestro derecho a detener la miseria representada en el alma, el entreguismo y el comportamiento de la mafia criminal que nos ha dirigido hacia el peor de los destinos.

El dócil Consejo Supremo Electoral y el Tribunal Supremo de Injusticia son dos de los tantos abscesos mafiosos implantados en el corazón de la democracia venezolana y en cuyo diccionario no existe el vocablo libertad; apliquemos sin demora el aforismo latino, «Ubi pus, ibi evacua», donde hay pus, hay que evacuarlo…

rafaelmuci@gmail.com

Elogio de ahorro

¨Tan sólo el ahorro, la acumulación de nuevos capitales, ha permitido sustituir la

penosa búsqueda de alimentos a a que se hallaba obligado el primitivo hombre

de las cavernas, por modernos métodos de producción.

Todo avance por el camino de la prosperidad, es fruto del ahorro¨

Ludwig von Mises

 

  • Primer libro de Moisés llamado Génesis. Capítulo 41. El Faraón sueña con las vacas y con las espigas — José interpreta los sueños como siete años de abundancia y siete de hambruna — José propone un programa de almacenamiento de grano — El Faraón lo hace gobernador de todo Egipto — José casa con Asenat — José recoge abundante grano como la arena del mar —Asenat da a luz a Manasés y a Efraín— José vende grano a los egipcios y a otras personas durante la hambruna.

Primer y último libro del socialismo del Siglo 21. El mandón sueña con las vacas y con las espigas; Fidel Castro, gran gurú, interpreta los sueños como veinte años de abundancia con barril petrolero encima de los $ 150, agita las aguas en su beneficio, arrima la sardina hacia su sartén y lleva el agua a su molino… El amor platónico del otro conduce al beneficio de las vacas y las espigas a son expropiadas –robadas- por la revolución en ciernes. Desaparece a Chávez porque el fin justifica los medios y nombra al Ilegítimo para completar la faena; la torpeza del patán no deja pronto de hacerse ver: empobrece aún más al país, favorece la escases y la conflagración del hambre se cierne y se profundiza sobre el venezolano sin distingo de clase social, sin atenuantes ni salvadores…

  • Vengo de una familia edificada sobre roca por un libanés y una altiva flor de bora del llano guariqueño venezolano: Musiú José y Misia Panchita…, mis hermanos y yo fuimos el producto de un alegre y feliz encuentro entre dos lejanos mundos, el Oriente Medio y el norte de Sur América. Y así lo digo de voz en cuello: ¡somos hijos legítimos del kibbe con tabule, del arroz con lentejas, la caraota negra con carne mechada y tajadas…!

Quiere ello decir que venimos de donde el ahorro y la honestidad eran ley, y donde se ensalzaba la fidelidad. Éramos 6 hermanos varones y tres hembras y había que faenar duro. Por fortuna, los de su raza eran gente sana, industriosa, inteligente, dura y dispuesta para el trabajo sin pausa y la vida austera, que venían al país sin un centavo en el bolsillo pero con cinco mil años de ventaja en el arte del comercio, un legado de sus antepasados aquellos antiguos navegantes fenicios, y pronto eclipsaban a los nativos. Además de las virtudes que adornaban a los libaneses, aunque tenían fama de avaros, eran por lo contrario, también muy caritativos. Lo que muchos ignoran es que venían de una cultura de carencias en la que aprendían a guardar un equilibrio entre la abundancia y la escasez: Durante la cosecha se consumía lo necesario y se guardaba el excedente para los tiempos de penuria. Así, que fuimos criados en la estrechez y la frugalidad, esa que templa el espíritu, cuando paradójicamente, había abundante bienestar material. Heredaríamos la cultura de pueblos semíticos como árabes, judíos y fenicios. Esa, donde mi padre adquirió un alto sentido del ahorro, que como dijimos era visto como avaricia, que se llegara a comprender que su sistema metódico en el aspecto económico obedecía más a la necesidad de mantener un respaldo monetario en un país desconocido, que no de un afán puro de lucro. Para ellos no existían los golpes de suerte, sabían que ese trabajo metódico que enaltece, era el quid para alcanzar riqueza y compartirla…

A pesar de la holgura económica que se inició en mi hogar con la década cincuenta, nuestra educación fue muy estricta, exigente y vivimos sin ningún exceso. Estaría yo en quinto grado de primaria cuando luego de un recreo fui llamado a la Dirección del Colegio La Salle de Valencia. Me recibió el Hermano Heraclio León con su semblante hermético a quien por supuesto me acerqué muy temeroso. Introdujo su mano en el profundo bolsillo de su hábito y sacó un papel doblado en 4 partes. Lo abrió, me lo mostró y me preguntó si era mío. Asentí que efectivamente era de mi propiedad. Me lo devolvió con cara compasiva diciéndome,

-¨¡Caramba Muci, su casa es un cuartel…!¨

El papel en cuestión, se me había caído en el patio durante el recreo y el hermano que nos vigilaba lo recogió; no era otra cosa que una distribución, por horas, de lo que debía hacer durante el día, desde despertar a las 6.00 A.M. cuando él pasaba revista a una cajita cuadrada donde cada uno tenía cepillo y pasta de dientes, un peine, un jabón y Moroline® o petrolato como fijador del cabello, pasando por la hora de las tres comidas y las de estudiar, jugar y dormir. Al final, debía ser firmado con la sentencia previa de que su incumplimiento acarrearía la pérdida de la mesada –entonces ¨real y medio y cuartillo¨, o Bs 0.75- para asistir los sábados a la matiné del Teatro Imperio de Valencia.

Cuando en las mañanas me aprestaba a pasar revista en la Sala 3 del Hospital Vargas de Caracas, de elevado techo, largas ventanas ojivales y abundante luz, lo primero que hacía era mandar apagar las luces o apagarlas yo mismo. ¿Por qué lo hace doctor, si usted no es quien la paga…? Era la pregunta reiterada: -¨Un viejo resabio de mi infancia amigo, alguien paga por ella y malgastar la energía no está en mi norma de vida¨, -les respondía-. En mi casa debíamos apagar las luces si no la estábamos usando; el grifo y la regadera debían ser cerrados en forma intermitente mientras nos afeitábamos o nos bañábamos; la comida era abundante y podíamos repetir a condición de no dejar nada en el plato: si sobraba comida la comeríamos en la noche o al día siguiente; nada se desperdiciaba o se desechaba pues otros menos favorecidos que nosotros seguramente que la necesitaban. Los empleados comían la misma comida que la familia. Don José, mi padre, compraba los productos de aseo diario por gruesas: Jabón de Reuter, Moroline®, crema dental Kolinos® o Pepsodent®, peines y cepillos de diente, ello le permitía mejores precios y el consabido ahorro. En la cajita de marras cada hermano tenía lo necesario y mi padre se aseguraba que nada faltara. Un gran escaparate de tres cuerpos almacenaban las compras perfectamente ordenadas. El Tricófero de Barry® para el crecimiento y lozanía del cabello y el «Eau de Cologne¨ o Agua original de Colonia de Jean-Marie Farina®, no faltaban en mi casa. El papel higiénico –producto preciado en estos vergonzosos tiempos – no se apuñaba para la limpieza, sino se empleaban 3 o 4 cuadritos las veces que fuera necesario. A medida que crecíamos y los pantalones se hacían ¨brinca pozos¨ y el bajar el falso ya no era posible y las camisas apretaban, pasaban al hermano inmediatamente inferior. Con alborozo, lo tomábamos como un estreno. En fila india y cercano a la navidad, todos íbamos al zapatero quien nos tomaba las medidas sobre un pedazo de papel blanco realizando una plantilla y nos confeccionaba los zapatos, un par por año. Un reloj Cyma era lo justo; uno para cada uno, sin preferencias. Mi madre nos elaboraba las pijamas, eran indestructibles: era muy perfeccionista, pulcra y se tomaba su tiempo, así que debíamos esperar pacientemente por los esporádicos estrenos. No había titubeo ni regateo para los libros, artículos escolares o deportivos: mi padre los proporcionaba sin chistar. Aprender, dedicarnos para destacarnos en los estudios, no mentir, tener un horario y un lugar para cada cosa –y cada cosa en su lugar-, para todo, quizá nos hizo neuróticos, pero sarna con gusto no picaba y aún no pica…

Mi hermano José, el primogénito y mayor de los varones, nos había señalado la senda de la excelencia en los estudios, esa que mi padre nos exigía con firmeza. La medianía no era tolerada en mi casa: debíamos ser siempre los mejores, siempre sobresalientes. Y así era, estábamos becados por la Providencia y teníamos que ser acreedores a los bienes de un hogar pródigo y responder en consecuencia. Criar un cuadro de familia no era nada fácil; el ejemplo de un padre trabajador y visionario en los negocios, de un filósofo graduado en la dura escuela de la vida donde hubo frío, desamparo y hambre, habían templado su carácter y se nos ofrecía como ejemplo; su consejo era requerido por muchos que veían en él un paradigma de justicia, rectitud y sencillez, ejemplo a seguir. Nunca tuvo escolaridad, pero hizo edificar una escuela en su pueblo Rammah, en la provincia de Akkar, Líbano, y desde la distancia pagó por un maestro para que los niños locales y de poblados vecinos tuvieran educación, esa que él no había podido tener. Trabajó hasta los 91 años, hasta un sábado luminoso en que regresaba de su tienda; allí le buscaban para un consejo o una ayuda económica; nunca supimos a cuántas personas ayudaba en silencio; ese mismo día Átropos, ¨la inflexible¨, cortó el hilo de su vida de un tajo y en el que El Señor lo llamó a rendir cuentas, y a preguntarle por los talentos que le había dado en prenda; el corpulento cedro libanés presentó sus cuentas en regla, nada faltaba, todo había sido aumentado y Su señor le respondió: «¡Hiciste bien, siervo bueno y fiel! En lo poco has sido fiel; te pondré a cargo de mucho más. ¡Ven a compartir la felicidad de tu Señor!»

Todas aquellas reglas que luego trasladamos a nuestros hogares, nos enseñaron a ser parcos, sencillos, estudiosos y humildes, y nunca ser lo que no éramos… Nos alentó a compartir lo que tuviéramos fuese dinero o conocimientos y siempre a ser un ejemplo ciudadano… ¡Cuida los centavos que los bolívares se cuidan solos…! A menudo se le oía decir… Nunca jures por tu honor si no sale de tu corazón… Nunca pidas fiado, no adquieras deudas innecesarias, y de necesitarlas, págalas con prontitud; mantén tu crédito; haz que tu palabra valga más que un simple documento refrendado con tu firma…

  • La patria es un gran hogar donde existen roles simbólicos de padre y madre expresados en sus gobernantes que sus gobernados podrían estar tentados a copiar: ejemplos de beneficencia y de maleficencia, virtud y vicio, solidaridad y desapego o individualismo, rectitud o ignominia, justicia o arbitrariedad, ahorro o derroche, magnanimidad o ruindad e infamia, mentira o sinceridad y franqueza, bondad o maldad, honradez y corrupción…

 La mayoría de nuestros gobernantes no han comprendido su rol y no han sido buenos ejemplos a copiar: En la historia republicana del país y especialmente en los últimos 17 años hemos sido vapuleados por los malos ejemplos que cunden como mala hierba… Los mandatarios han dispuesto de la cosa pública como si fuera propia, sin consulta, sin concierto, si presentar cuentas y sin una pizca de sentido común. Han robado pues, porque cuando se dispone de lo que no nos pertenece, aunque sea para buenos propósitos, se está robando (María Corina dixit)… Es sabio conservar y aprovechar las herencias; las hemos tenido hasta la saciedad, sobre todo si son tan buenas como la que nos dejaron nuestros mayores. Y todo aquel que dilapida una herencia, termina arruinado en lo moral, económico y cultural. Es tan increíble la catástrofe nacional que uno se pregunta, ¿De qué hogares tan disfuncionales surgieron los capitostes del régimen…?

La audacia del ignorante ejemplificada en Chávez, un pobre muchacho que quería ser aceptado socialmente –y repartiendo el dinero que no le pertenecía por todo el mundo lo fue hasta que le duró el dinero-; le transportó una locura sideral, empleó la magia negra, le cambió el nombre a Venezuela, profanó la bandera y el escudo nacionales, el bolívar llamado fuerte resultó una macabra mueca, cambió el huso horario, derribó la estatua de Colon y decretó el día de la Resistencia Indígena –y mire que esos connacionales aún siguen resistiendo los embates del olvido, la depredación de sus tierras y la contaminación por sus curso de agua por el mercurio-; fue hipnotizado por los chinos y sacó a los expertos de la faja del Orinoco para solo lograr improductividad, expropió fundos, haciendas y emporios de riqueza agrícola y pecuaria para dejar cenizas irrecuperables; ¡Ahh!, compró relojes de marca y costosísimos aviones y los dejo pudrirse para terminar viajando en aviones cubanos, pagó deudas que no eran nuestras con dinero ajeno; se rodeó de ministretes también ignorantes, audaces y corruptos que llenaron de dólares sus alforjas sin fondo y las siguen llenando…

La ruina venezolana en medio de la riqueza nos llena a todos los ciudadanos de una gran vergüenza; el producto interno bruto descendió de $11.450 en 2012 a $4.417 en 2015, en la cola de Latinoamérica. De la antigua Pdvesa nada queda: miles de técnicos fueron despedidos y reemplazados por activistas políticos, manganzones y reposeros, y el resultado es que ha sido totalmente destruida, está severamente endeudada y es irrecuperable como negocio: su misión empresarial perdió el rumbo, se ocupó de lo que no debía y hasta puso a los generalotes a quienes compró y puso a vender papas. La CVG fue envilecida, escarnecida y arruinada por sindicaleros del chavismo.

La historia de la depredación socialista por supuesto que no termina aquí, sería tedioso continuar el inventario de calamidades sin echarse a llorar nada más pensando, ¿Cómo y por qué los dejamos antes y cómo seguimos permitiéndoselos en el ahora…? Podemos atisbar con claridad lo que nos depara el futuro, un país fallido, un país ruinoso, miserable y enfermo de cuerpo y alma, un país en franco infradesarrollo con niños de bajo peso cerebral dispuestos a ser manejados por el dictador de turno…

  • Muchos hogares como el mío existían doquier en mi época, éramos abstinentes y ahorrativos, no estábamos muy pendientes de las modas y abrazábamos el estudio con coraje y decisión; muchos de mis compañeros provenían de pobres comarcas del país; pasaron muchísimo más trabajos que yo que era un becado, y luego fueron exitosos y productivos. Ahora comprendo cómo mi padre decía que le dejaran gobernar el país por unos años y verían en qué emporio lo convertiría, cuando veía tanta riqueza ociosa, tanta palabrería hueca y estúpida, tan poco amor por la tierra y tan pocos patriotas dispuestos para el trabajo y para defender la patria…

Cuando llamen a estos sujetos para responder por los talentos que le fueron otorgados y vean que lejos de invertirlos los gastaron malamente, «los arrojarán en el horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes…»
Mateo 13,42.50

rafaelmuci@gmail.com;

Elogio de la indiferencia o el gran mal… La gorda Finada: la ciencia la salvó…, la indiferencia la mató.

¿Cuántos organismos dispensadores de salud existen en Venezuela? Entre una cincuentena, el Ministerio de Sanidad y Asistencia Social, es tan sólo uno de ellos; ahora lo es el Ministerio de Insalubridad de talla a la cubana: ineficiente y mentiroso… Puede entonces decirse que en democracia y dictadura no existe en el país una política de salud mantenida en el tiempo, o más bien, decenas de «organúsculos» desvinculados y realengos entre ellos el inefable Barrio Adentro, caja de ignorancia y malhacer, que dan cabida a una clientela política cada vez más voluminosa y engañada. En el subdesarrollo o infradesarrollo –porque no creo en eso de país en vías de desarrollo, o estamos o no estamos, o somos o no somos-, todo está anarquizado o es desarticulado. Cada cosa y cada cual —a un elevadísimo coste—, van por su lado, como orquesta sin conductor. ¿Podría producirse una hermosa melodía entre tanta desafinación? Ministros de salud militares que nada saben de salud, pero sí mucho del arte de engañar y robar, mientras otros esperan turno para hacer lo mismo. Como corolario todo se desgasta, todo se pudre, la indiferencia campea porque los ojos se tornan invidentes…

Pero no hay nada peor que el subdesarrollo entremezclado con el superdesarrollo, ese híbrido que fomenta el personalismo ¡Lo he repetido tantas ocasiones! Jamás en mi Hospital Vargas de Caracas, hubo médicos profesionalmente más aparejados. Muchos tienen cursos de posgrado en prestigiosas universidades del exterior y son profesores universitarios al menos bilingües, han hecho carrera en el escalafón, han cumplido. Al decir hipocrático de la Téhkne iatriké, ¡ellos saben hacer, sabiendo por qué hacen lo que hacen!: Cómo indagar, cómo examinar, qué examen indicar y cuándo, qué medicamento prescribir, cuándo y por cuánto tiempo, qué intervención quirúrgica indicar, cuándo realizarla y cómo hacerla; pero del dicho al hecho… ¡No hay cómo hacerlo! Más que una orquesta como tal, en mi Hospital existe el “hombre-orquesta”, un tipo extraño, invisible, mezcla de solista y “toero”, [1] cuyo mal ejemplo es estar comprometido con el trabajo, con el paciente, con la institución… En su afán de hacer su oficio, de hacer lo que sabe hacer, individualiza su quehacer. Total, la Institución no ha tenido y políticas ni metas, ni siquiera estadísticas creíbles. Así, que cada cual se elabora egoístamente la suya propia, lo que no deja de ser un gran compromiso, pues deberá hacerlo todo sin la ayuda económica o la palabra de estímulo de nadie y además, sufrirá ataques envidiosos de quienes no hacen y no dejan hacer.

El médico mismo o el estado, han invertido cuantiosas sumas de dinero para formarse o formar un médico altamente capacitado, que no puede insertarse en ningún lado, para luego ponerlo a trabajar como secretario, ordenanza o camillero en medio de una Babel total. Además, vemos paradojas incomprensibles: A su enfermo no se puede realizar un simple examen de glucosa sanguínea por no haber reactivos en el laboratorio, pero esa misma mañana, se le puede hacer un sofisticado ecocardiograma/Doppler transesofágico a color para evaluar las cámaras cardíacas o el arco aórtico. No existe insulina para tratar un coma diabético y con certeza el paciente morirá, pero en la habitación de al lado se dispone de todo un valioso equipo, talentoso y dado al trabajo, que puede ejecutar un trasplante hepático. La diferencia entre hacer y dejar de hacer, suele tener un nombre, responde a un esfuerzo individualista, no institucional. Simplemente, personas comprometidas de corazón, que no pueden quedarse con los brazos cruzados ante tanta necesidad…

El triste caso de Finada Sinrazón, que yo viviera en un hospital docente donde iba una vez por semana a enseñar a neurólogos el arte neurooftalmológico, desvela la enfermedad institucional pública, el hongo de la roya de la INDIFERENCIA, que ha atacado su eje vital, para convertirlo en negruzco polvillo… Comprenderá el por qué médicos competentes, abandonan universidades y entes públicos, para cobijarse en el ejercicio privado o migrar al exterior para dejar de ser cómplices de homicidios culposos…

Los residentes de medicina interna y neurología de aquel hospital, se encontraban excitados. Creían haber diagnosticado a tiempo una grave entidad come-gentes, cuyo tratamiento oportuno, podría salvar una vida. ¡Con cuanta energía juvenil se aprestaron a ayudarle! La mocedad de Finada parecía haberse desvanecido en medio de su morbosa obesidad de 130 kilos, pues tan sólo contaba veinticuatro. De ánimo apacible y sonrisa forzada que eclipsaba su pena, procedía de una barriada miserable cualquiera, un peón más de un juego de tronos…

  Su enfermedad se había iniciado pocos días antes, violenta, como chispazo veraniego en el seco Capin melao[2] de la falda avileña. A su ingreso, se le reconoció diabética en cetoacidosis —grave complicación-, siendo el ambiente azucarado y sus bajas defensas, el viento que avivó la llama de una aterradora infección. Tupición nasal, dolor en y alrededor del ojo izquierdo, enrojecimiento conjuntival, quemosis y descenso del párpado superior con tendencia del globo a protruir fuera de la órbita, constituyeron la primera llamarada: una celulitis orbitaria, le decimos clínicamente, pero no una cualquiera…

Las flamas cogieron cuerpo órbita adentro, para producir un síndrome del vértice orbitario, en que el ojo perdió y congeló todo movimiento por parálisis de sus nervios motrices, la zona se anestesió por completo y la vista se le volvió nubes. Una somnolencia completó la tríada de Gregory, rúbrica de la infección producida por el hongo Ryzopus de hifas no septadas, el hongo del pan, el de la infame roya de la papa, de distribución universal, compañero omnipresente de nuestro ambiente e inocente habitante saprofito de nuestros senos paranasales: Diabetes mellitus, celulitis orbitaria y síntomas cerebrales, preludio de tragedia. Biopsias y cultivos de los senos en agar de Sabouraud mostraron al ryzopus agresor…

  Era pues, ¡una mucormicosis o zigomicosis, la más aguda y fatal infección por hongos que se conozca! ¿Qué hacer entonces? Se le administró por vía intravenosa anfotericina B, la «droga-mata-hongos» más eficaz disponible entonces, pero ello no era suficiente… El hongo de marras gusta penetrar las arterias y utilizar el vehículo sanguíneo para transportarse a distancia en malignos émbolos micóticos, colonizando más y más tejidos, privándolos de sangre, infartándolos y dejando atrás, las cenizas: el ennegrecido tejido de la gangrena. ¡De no ser detenido, mataría a Finada…!

  Rarísima, la mucormicosis fue hasta 1955 una infección ciento por ciento fatal, a pesar de los nuevos tratamientos aún fallecen entre un 30 y 80 por ciento de los afectados, lo que la hace una asesina peor que la tuberculosis, el cólera y la peste bubónica. Lo que había que hacer para salvar la vida de Finada, era sumamente agresivo y el tiempo estaba en su contra ¡Era cuestión de vida o muerte! Había que arrancar la infección de raíz vaciando todo el contenido de la órbita: ojo, nervios, músculos, grasa, dejando sólo el hueso pelado. Una excenteración orbitaria, mutilante intervención que no muchos oftalmólogos están dispuestos a realizar. Y así fue, los galenos de la institución culipandearon[3], poniendo los paños tibios que dicta la ignorancia, pariente de la indecisión.

Siendo que solo hacía docencia ¨ad honoren¨, los residentes hicieron contacto con el médico dispuesto. Se trasladó a Finada al Hospital Vargas de Caracas, pues los minutos contaban… No hubo ningún sangrado durante la intervención pues el hongo había penetrado los vasos sanguíneos y dejado la zona exangüe. La radical intervención se realizó con éxito, luego vendría la corrección del defecto estético dejado por el descalabro quirúrgico. Pasaron los días y se asistió a la mejoría de Finada: Su diabetes estaba compensada, no había fiebre y en la oquedad orbitaria no se veía el azabache de la gangrena. ¡La infección estaba conjurada! Doce días más tarde, antes de irse a casa, un nefasto mediodía convulsionó, una vez tras la otra, entró en profundo coma y 12 horas después, flotó sobre su cuerpo mortal para darle la última mirada…

¿Qué podía haber pasado? Quizá la intervención había sido tardía y el hongo había penetrado al cerebro a través de las hendiduras oftálmicas, produciendo infartos múltiples. La autopsia demostró lo erróneo del razonamiento. Sólo se encontró un cerebro hinchado y sangre a presión bañando su convexidad, un sangrado subaracnoideo. ¡Ni rastro del hongo!

Se investigó, se preguntó, se indagó y surgió la verdad dolorosa… Otra enferma aseguró que dos noches antes, al cambiarse de posición en la elevada cama, su corpulencia se vino al suelo desde lo alto, haciendo temblar el piso y quedando luego como aturdida. La carencia de enfermeras durante la noche, lo elevado de las camas, la ausencia de barandajes protectores, favoreció la caída, la contusión cerebral, el sangrado intracraneal… la muerte. ¡La ciencia había salvado a Finada, la ausencia de un simple barandal, la pésima atención de enfermería, en fin, la sempiterna INDOLENCIA, habían ya decretado su muerte!

¡Contrastes del subdesarrollo! diría algún político cínico sonriendo… «¡Pon atención a los detalles, Rafiel! —me decía mi querido maestro William Hoyt, M.D. — ¡Descuida los pormenores y verás el todo arruinado…!»

Y cuánta razón le asistía, hemos denunciado tantas veces la falta de mallas inmovilizantes para pacientes agitados y la ausencia de barandales en las camas del querido Hospital, el escaso personal de enfermería y la cenagosa indiferencia… Tantas otras veces no hemos recibido respuesta alguna… Avergonzados en grado extremo, presenciamos la terrible tragedia del paciente que supera su gravedad, que comienza a movilizarse, únicamente, tan sólo para caer estrepitosamente al suelo desde la altura su cama y morir… escupitajo a la cara de quienes todavía tenemos fe en que las cosas han de cambiar… Y estamos seguros que cambiará…

¿Qué hacer mi Dios? ¿Acaso somos masoquistas?¿Seguimos en los hospitales o buscamos otros rumbos de menor injusticia social…?

 

 

[1] To(d)ero. Coloq. Persona que desempeña varios oficios o profesiones sin ser especialista en ninguno

[2] Melinis minutiflora es una hierba perenne del género Melinis, originaria de África. Se propaga en forma de alfombra; y es de inflorescencia de color rojizo. Florece por períodos cortos. Se cree que su olor fresco es repelente de insectos y de serpientes. En Venezuela es conocida con el nombre de Capin Melao, cubre extensas áreas del Parque nacional El Ávila, y es considerada por muchos de los caraqueños como la causante de las alergias que sufre la población en la estación seca de diciembre, enero y febrero.

[3] Culipandear: Evadir o enfrentar tímidamente un asunto