Elogio del buen observador y la endocarditis infecciosa…

Osler y su endocarditis lenta maligna

La endocarditis infecciosa es la enfermedad de las minucias, de los sutiles hallazgos que pueden desplegarse en el cuerpo del paciente para ser hallados. Allí es donde el médico despliega sus destrezas y aptitudes, algo similar al detective en el lugar del crimen…

¿Sherlock otra vez…? ¿por qué no?

¡Soy su admirador!

Parte I   

 Uno de los «cocos[1] del internista» es la fiebre prolongada, acertijo clínico tipificado por la presencia de fiebre de más de dos semanas de duración en la que a pesar de haberse practicado una rigurosa anamnesis, un examen clínico escrupuloso e integral, y diversas pruebas radiológicas y de laboratorio, incluyendo la búsqueda de algún germen responsable mediante cultivos de sangre, orina, esputos, y si estuviera indicado, hasta de las heces, aún se ignora su origen… Por aquello de las siglas, FPOD —fiebre prolongada de origen desconocido—, parece semejarse a un OVNI —objeto volador no identificado—, y, además, porque muchas veces la causa suele no volar tan lejos de donde se la busca.

El perfeccionamiento de los procedimientos de diagnóstico, hijo de décadas recientes, ha hecho mucho más fácil la labor de pesquisa del internista; no obstante, seguimos todavía sufriendo —y el enfermo con nosotros— cuando tenemos entre manos un origen escurridizo, que suele ser, paradójicamente, más que una extraña enfermedad, la forma de presentación atípica o enmascarada de una enfermedad común…

En circunstancias tales, el clínico, trocado en detective, deberá seguir pistas, ir al encuentro de minúsculos detalles —a veces insignificantes—, tocar puertas aun para no entrar, considerar lo que él u otros no han considerado, transitar un día tras del otro en forma sistemática y obsesiva, por la senda del examen clínico con los “seis” sentidos echados al vuelo, pues lo que hoy no está presente pudiera estarlo mañana, sin dejarse llevar por la tremenda presión que ejercerán sobre él, el paciente y sus cercanos, o algunos colegas ansiosos que pueden a veces pueden conducirle a la toma de decisiones imponderadas. Por eso es un «coco», un fantasma inamistoso, un desafío que a la vez asusta y atrae, un duelo a florete entre el médico y Tánatos, el dios de la muerte, que toma asiento en el mismo cuerpo del paciente, el que no pocas veces lleva codazos, patadas y maltratos no deseados, sin contar gastos, y hasta la posibilidad de que la fiebre desaparezca sin que nunca sepamos a ciencia cierta, qué la produjo…

[1] El coco o cuco es una criatura ficticia ubicada en América Latina y península Ibérica conocido como asustador de niños, y con cuya presencia se amenaza a los niños que no quieren dormir. ¨Duérmete, mi niño, que viene el coco y se lleva a los niños que duermen poco. Duérmete mi niño, duérmete ya, que viene el coco y te comerá…¨. Por extensión, el ¨coco¨ es algo que desconcierta y asusta y atrae y con el cual uno no quisiera toparse…

  Por cierto, esa no fue la situación de Enigmático Tarot [1], quien, en sus 53 años, Tánatos, o la muerte misma, en ocasiones varias le cortejó muy de cerca. Su patografía o biografía de enfermedad, resaltaba porque desde edad temprana un médico le había escuchado un soplo cardíaco, de esos que llamamos «inocentes» por no ser trasunto de daño en una válvula cardíaca, de una condición congénita, ni por entrañar un mal pronóstico vital. Su adolescencia, enfermiza, estuvo conmovida por crisis periódicas de dolor abdominal en forma de intensos retortijones de tripas sazonados con náuseas y vómitos. Pasando por uno de ellos, su intestino se obstruyó: Las aguas negras se empozaron y hasta contenido fecal vomitó. El cirujano, transmutado en fontanero, desobstruyó la tubería, y de paso, encontró el emboscado enemigo: una tuberculosis intestinal, que, doblegada por el tratamiento adecuado, le trajo la curación…

Por décadas, todo transcurrió sin novedad para Enigmático, cuando en el hogaño, el viejo enemigo de antaño, el cólico miserere le dijo, ¡Mira qué aquí de nuevo estoy!, lo puso maluco y hubo de recurrir a su médico con celeridad. La anamnesis se ignoró, obviando el importantísimo antecedente, pues hoy día el hecho de una emergencia parece no requerir de una historia clínica completa sino de un simulacro patográfico. Y he allí cuando apareció el gastroenterólogo moderno, el que poco pregunta y de mucha tecnología se vale. El uso sistemático del ecosonograma abdominal -extraordinario aliado cuando se emplea con el adiestramiento necesario y con «algo» en mente—, puso de manifiesto una condición distractora: una litiasis vesicular, piedras en la vesícula, que nunca le habían molestado, y que, a diferencia del pasado, en que piedra equivalía a cirugía, ese concepto ha cambiado y en algunos casos se prefiere ni tocarlas…

Pues bien, la máquina señaló las piedras inocentes, se opacó el juicio clínico y un novísimo procedimiento, no indicado en su caso— fue el escogido para extirpar la vesícula. Una colecistectomía laparoscópica, técnica en la cual, través de una minúscula incisión en la piel y con auxilio de periscopios provistos de impecable óptica y luz propia, tijeras, suturas y todo lo demás, puede realizarse el trabajo. De conocerse el antecedente tuberculoso, quizás se habría ido a liberar las adherencias inductoras del cólico olvidándose de las piedras…

[1] Enigmático: Que en sí encierra o incluye enigma. De significación oscura y misteriosa y muy difícil de penetrar. Tarot. Baraja utilizada en cartomancia.

 

Ya decía Sherlock en «La Tragedia de Birlstone» que, «la tentación de formar hipótesis partiendo de datos insuficientes, es el veneno de nuestra profesión» – ¡y, parece que también de la nuestra! -. Durante inserción del endoscopio, inadvertidamente se perforó un asa intestinal.

¡Sea la historia corta! En 45 días hospitalización se realizaron 4 cirugías —incluyendo una resección intestinal—, se combatieron numerosas infecciones, se usaron múltiples antibióticos y se apuntaló su precario estado nutricional con hiperalimentación intravenosa. Al fin, fue a casa muy aporreado, con la faltriquera muy flaca, pero en casa. Sólo necesitaría de cuidado hogareño y sobrealimentación…

Pero… quince días más tarde, frente a los ojos de su observadora esposa, se le desencajaron las facciones, palideció su piel, se le puso la carne de gallina, todos los músculos de su cuerpo se contrajeron en irrefrenables y repetidos espasmos, su cuerpo se encogió y los miembros se replegaron sobre el tronco, los dientes entrechocaron con inconfundible castañeteo: ¡Un escalofrío solemne!, para decirlo al modo de mis maestros. Archiconocido heraldo de calentura inmediata, reacción del organismo ante la agresión bacteriana llevada al mismo torrente circulatorio en agavillada bacteriemia, donde los gérmenes dañinos trasudan su mortífera ponzoña y su potencial de muerte… La suya era una septicemia criptógena, pues por semanas se ignoraría dónde provenía y dónde el malandrín tenía su guarida… Fue readmitido con premura. Su orina y su sangre, aun en medio del escalofrío, fueron cultivadas. Radiografías del tórax y tomografías del abdomen en búsqueda de una colección de pus emboscada en el hígado o en alguna trascavidad, negativas en varias ocasiones. Su soplo, inmodificado promovió un examen negativo de sus válvulas cardíacas mediante un ecocardiograma de superficie. Las múltiples transfusiones recibidas en su previa admisión, pudieron haber llevado miasmas contaminantes a su cuerpo, virus o parásitos ¡Infructuoso todo aquello…!

La preocupación y la fatiga se aposentaron en Enigmático, quien con temor esperaba el arrechucho vespertino, el espeluzno que prenunciaba el incontrolado ascenso térmico. Aunque profesaba confianza y respeto por su médico, más pudo la ansiedad ante el fallido intento por desvelar la causa de su fiebre. Otro profesional también le examinó con esmero, y he aquí que un minúsculo hallazgo demostró la causa cierta, la que rehusaba ser descubierta… En solitud con sus ideas ordenó los hechos clínicos, olvidando la falta de evidencia complementaria. Se concentró en el cuadro total, una y otra vez volvió sobre sus pasos, recorriendo el sendero de los hechos, mirando con más detenimiento las minúsculas huellas de la enfermedad cobarde…

Escribió el doctor John Watson en «El Sabueso de los Baskerville»: -«Yo sabía que la soledad y el aislamiento eran muy necesarios a mi amigo durante las horas de intensa concentración mental en que sopesaba todas las partículas de pruebas, construía teorías alternativas, las contrapesaba, y llegaba a una decisión final sobre los puntos que eran esenciales y los que resultaban accesorios… «. ¡Es así, mi querido lector! Nada más importante que la historia clínica y la ideación lógica… sólo éstas y nada más que éstas, son las guiadoras de todo lo que haya que hacerse después; por ello, los ojos de nuestro clínico brillaron ante la minúscula evidencia… -«El mundo está lleno de cosas evidentes en las que nadie se fija ni por casualidad… «, parecía decirle mister Holmes, o tal vez, -«Recuerde usted Watson, el pez piloto con el tiburón, el chacal con el león; lo insignificante, en fin, acompañando a lo formidable… «.

Parte II

¿Acaso les conté de mi admiración por Sherlock Holmes…?

Como pregonado por Galeno, la dolencia de Enigmático tuvo un principio que fue seguido de un incremento que llegó a la cumbre, pero todavía no se veía llegar la recesión…

«Cierto día, en las llanuras de Babilonia, el caballo más hermoso de las caballerizas del rey se escapó de las manos de un palafrenero. El montero mayor y varios oficiales corrían tras él, buscándole con tesón. El montero se dirigió a Zadig y le preguntó si había visto el caballo del rey. «Es el caballo que mejor galopa — respondió aquél— tiene cinco pies de alto, el casco muy pequeño y la cola de tres pies y medio de largo; las cabezas del bocado son de oro de veintitrés quilates; sus herraduras son de plata de once dineros». -«Qué camino ha seguido? ¿Dónde está? » —le increpó el montero mayor- -«No lo he visto —respondió Zadig— ni he oído nunca hablar de él».

Por un azar de la fortuna, ese mismísimo día se había topado con las huellas de la perra de la reina, a quien afanosamente buscaban sus eunucos. Al ser preguntado, la describió perfectamente, pero al inquirírsele si la había visto, respondió, -«No, no la he visto nunca, ni sabía que la reina tuviese una perra». El montero mayor y el eunuco no dudaron que Zadig  había robado el caballo del rey y la perra de la reina. Fue hecho preso y sentenciado a pasar en Siberia el resto de sus días.

Composición del cuadro clínico de un paciente, minúsculas manchas algodonosas en la retina, hemorragias en astilla en las uñas, petequias en el tercio inferior de las piernas y hemorragias subconjuntivales. En la autopsia, endocarditis de la válvula aórtica.

Pero para su regocijo, el caballo y la perra fueron encontrados. Zadig defendió su causa demostrando ante los jueces como pequeños detalles dejados por la perra al caminar sobre la arena le habían permitido describirla tal cual era, a pesar de no haberla visto nunca. Con relación al caballo les dijo lo siguiente: -«Paseando por los caminos del bosque, he percibido las señales de sus herraduras que estaban todas a igual distancia. He aquí, me he dicho para mí, un caballo que tiene un galope perfecto. El polvo, en el camino, que no tiene más de siete pies de anchura, estaba un poco levantado a derecha e izquierda, a tres pies y medio del centro del camino. Este caballo —he pensado— tiene una cola de tres pies y medio que, con sus movimientos a derecha e izquierda, ha barrido este polvo. He visto también bajo los árboles, que forman una bóveda de cinco pies de altura, hojas recién caídas de las ramas, y he sabido que el caballo había tocado a éstas y, por consiguiente, que tenía cinco pies de alzada. En cuanto al freno, debía ser de oro de veintitrés quilates porque ha frotado con las puntas sobre una piedra que era una piedra de toque y con la que luego he hecho yo un ensayo. Finalmente he juzgado por las señales que han dejado las herraduras sobre pedernales de otra especie, que éstas eran de plata de once dineros… «.

El nombre de Zadig provenía de la palabra árabe «saadig» que significa el veraz. Era rico y joven, sabía moderar sus pasiones, no aparentaba lo que no era, no quería tener siempre la razón y sabía comprender las debilidades de los hombres. En la búsqueda de la felicidad y habiendo conocido muchos infortunios, dirigió todas sus energías a leer en ese gran libro que Dios ha puesto ante nuestros ojos: La naturaleza. Estudió sobre las propiedades de los animales y de las plantas, y muy pronto adquirió una sagacidad que le descubría mil diferencias, allí donde los hombres no veían nada que no fuese uniforme…

Zadig, un personaje de ficción que todo médico debería conocer, fue hijo del talento y de la pluma de quien se hiciera llamar Voltaire o François-Marie Arouet (11694-1778), pues tal era su nombre-. ¿Cómo relacionarlo con Sherlock Holmes? El doctor Joseph Bell (1837-1911), el mentor más querido de Conan Doyle durante sus estudios médicos y el que le sirviera de modelo para la creación de su famoso detective, atribuía su extraordinaria agudeza diagnóstica a la emulación del héroe de Voltaire. «El método de Zadig —decía Bell— el que cada buen maestro de cirugía o medicina ejemplifica cada día en su práctica y en la enseñanza… El inteligente y preciso reconocimiento y apreciación de diferencias menores es el factor realmente esencial en todo diagnóstico médico exitoso… «.

Pero… retomemos nuestra inconclusa historia, donde el internista evaluaba detalles del caso de Enigmático Tarot, cuya fiebre prolongada amenazaba con destruir su heredad y su salud. El examen clínico minucioso, a decir verdad, no mostró grandes hallazgos semiológicos. Sin embargo, cuando evertió el párpado inferior para ver la conjuntiva, como cuando los médicos buscamos evidencias de anemia, notó una minúscula manchita roja con su centro pálido, no mayor de un milímetro de extensión ¡Sólo una manchita de sangre en un sólo párpado! Se armó de inmediato de su lupa, que tanto para el internista como para el detective significa prolijidad, esmero, atención al detalle… ¿Y qué mejor lupa que un oftalmoscopio? Ese visor de óptica prodigiosa, magnificación y luz que le son propias para mirar no sólo el fondo del ojo… Al mirar la hemorragia de albo centro, vino a su mente un concepto de Bell: «La importancia de lo infinitamente minúsculo, es incalculable».

De inmediato traspasó con la luz del instrumento el orificio de la pupila: El fondo del ojo, la retina desplegada en todo su esplendor, estaban a sus pies… A una magnificación de catorce aumentos, apreció como un copito de algodón difuminado, traducción de un microinfarto retiniano, mucho más pequeño que un milímetro y una minúscula hemorragia en astilla (B de la ilustración). En su mente se unieron ambos hallazgos, que sumados no contabilizan un área de milímetro y medio…

Vino a escena Sherlock en «La aventura de las cinco semillas de naranja», -«Al razonador ideal —comentó— deberá bastarle un sólo hecho, cuando lo ha visto en todas sus implicaciones, para deducir del mismo, no sólo la cadena de sucesos que han conducido hasta él, sino también los resultados que habían de seguirse. De la misma manera que Cuvier sabía hacer la descripción completa de un animal con el examen de un sólo hueso, de igual manera, el observador que ha sabido comprender por completo uno de los eslabones de una serie de incidentes, debe saber explicar con exactitud todos los demás, los anteriores y posteriores».

– «Por las señas que ha dejado el culpable, el problema debe radicar en una válvula infectada en el corazón: Una endocarditis infecciosa, un ente destructivo con enorme potencial de muerte… «.

-«Pero, ¿Qué de ese ecocardiograma completamente normal? » -le dijo su alumno, infectólogo tratante- «¡La ausencia de pruebas no es prueba de ausencia!¨ —, replicó el otro-, vayamos de nuevo al corazón y veámoslo desde todos sus ángulos. Las manchitas que vemos en la conjuntiva y en la retina son expresión de la embolización de bacterias o efecto de productos inmunológicos tóxicos inducidos por ellas…».

¡La sospecha clínica transformada en certidumbre!

Un nuevo ecocardiograma de mayor sensibilidad, mediante una sonda introducida en el esófago, demostró esta vez una enorme vegetación séptica sobre la válvula mitral, un cúmulo de bacterias que como un nido de termitas intentaba destruir la válvula y se la veía mecerse, ominosa, con cada contracción cardíaca… El tratamiento antibiótico enérgico y oportuno, evitó la rotura de la válvula, la insuficiencia cardíaca aguda y restituyó a Enigmático a su hogar y a sus angustias…

El método de razonamiento de Zadig—ese que tanto admiramos en Holmes—, reposa en la constancia del orden natural de las cosas, consistiendo en inferir de lo que a simple vista parecen detalles triviales; en revelar las verdades que otros tratan de oscurecer; en mirar sin el sesgo que produce la emoción o el prejuicio; en aplicar la lógica a observaciones exactas y detalladas, produciendo inesperadas conclusiones…

De acuerdo a Joseph Bell, la inteligencia natural del médico deberá combinarse con una educación particular para hacer que la observación tenga validez, y esto lo expresa en las siguientes palabras: «Ojos y oídos que puedan ver y oír, memoria para grabar al instante y recordar a voluntad las impresiones de los sentidos, y una imaginación capaz de elaborar una teoría, o unir una cadena rota, o desenredar una pista enmarañada, tales son las herramientas del oficio de un diagnosticador exitoso… «. Por ello le pide como dijera San Pablo a los Efesios, al hombre, al médico, al estudiante de medicina que, «miren con los ojos del entendimiento», pues, «para dominar el arte, existen miríadas de signos elocuentes e instructivos que esperan por el ojo educado para detectarlos…».

Osler y su endocarditis lenta maligna

La clínica es la madre; ella debe conducirnos -como siempre si la seguimos y respetamos- a puerto seguro. La endocarditis infecciosa es la enfermedad de las minucias, de los sutiles hallazgos que pueden desplegarse en el cuerpo del paciente para ser hallados. La clínica valida la exploración complementaria: nos dice dónde y cuándo debemos buscar.  Es allí donde el médico despliega sus destrezas y aptitudes, algo similar al detective en el lugar del crimen…

Sea esta una loa a mi querido maestro y amigo, el doctor y profesor emérito de la Universidad de California, San Francisco (1926-2019), doctor William Fletcher Hoyt

 

 

¿Acaso les conté de mi admiración por Sherlock Holmes…? La enfermedad facticia

Parte I. Un enigma hecho paciente…

De entre los llamados signos vitales: tensión arterial, pulso, respiración y temperatura, este último, por estar menos sujeto a cambios importantes inducidos por estímulos ya externos, ya psicogénicos, es un indicador simple, objetivo y preciso de la condición fisiológica del organismo. Por ello su determinación, asiste al médico en la estimación y la severidad de una condición morbosa, curso y duración, los efectos de un tratamiento y aún, como un medio para decidir cuándo una persona sufre de una enfermedad orgánica.

En condiciones de salud, a despecho de la temperatura reinante en el ambiente o de la actividad física, la temperatura es mantenida dentro de un estrecho rango. En una persona encamada, no suele ser mayor de 37. 2º C, no obstante, experimenta variaciones a largo del día: Una lectura de 36. 1º C en mañana al levantarse, es relativamente común, aumentando paulatinamente durante el día hasta alcanzar su más alta gradación, 37. 2º C, entre las seis y diez la noche, para luego descender lentamente hacia las dos o cuatro de la madrugada.


Los patrones febriles tienden a seguir esta pauta en sube y baja, propendiendo a ascender hacia el atardecer y a descender en horas de la mañana, donde hasta puede normalizarse. Se define como fiebre o pirexia a la elevación de la temperatura corporal por encima de los límites normales. Este fenómeno, es producto de un proceso de desajuste que toma lugar en una estructura ubicada en la porción basal del cerebro, el hipotálamo, y específicamente, en su núcleo supraóptico. El ascenso térmico es condicionado por la combinación de dos factores: Aumento de la generación interna de calor, y una reducción de su pérdida externa. Sustancias llamadas pirógenos o piretógenos —productoras de fiebre— pueden, bien, originarse en el propio cuerpo, como las llamadas citoquinas y entre ellas, las interleuquinas, interferones y el factor de necrosis tumoral—, o bien, provenir del afuera, en la forma un virus, bacteria, hongo o un parásito. Estos pirógenos estimulan, desde neuronas termosensibles localizadas en las cercanías de los vasos sanguíneos que bañan el hipotálamo, la liberación de una sustancia llamada prostaglandina E, que desequilibra el “termostato interno”, ese que impide que la temperatura ascienda o descienda a grados inconvenientes.
 
Diversos procesos que enferman, como infecciones, tumores malignos o reacciones inmunológicas determinan la secreción de citoquinas desde el macrófago, una célula defensiva de primera línea. La fiebre es un motivo de consulta harto común en la práctica médica. Buena parte de los casos obedecen a una enfermedad infecciosa, más a menudo, de origen viral. Siendo las enfermedades por virus autolimitadas, es decir, esas que se curan solas, la fiebre incomoda por pocos días y se esfuma espontáneamente. Otras veces, obedece a problemas de mayor envergadura, que ameritan una intervención terapéutica, particularmente cuando es producida por bacterias, parásitos u hongos, por un morbo maligno o granulomatoso, o cuando se trata de una enfermedad que inflama el colágeno, esa argamasa universal que rellena los espacios dejados entre las células.
 
Cuando la pirexia se prolonga por más de dos semanas sin que un examen clínico minucioso, ni análisis complementarios básicos, hayan esclarecido su causa o razón etiológica, empleamos el nombre operativo de síndrome febril prolongado de origen desconocido. ¡Desconocido y un quebradero de cabeza! Por algo es llamado “el coco de los internistas”, pues asusta la sola mención de su nombre. Pondrá a prueba el acumen del médico enfrascado en la búsqueda del culpable, su conocimiento, astucia, experiencia y paciencia, su tolerancia a la frustración, así como también, su talante y tacto en el manejo de la angustia dimanada del paciente y su entorno familiar. ¡Es posible que no exista otra situación en la cual la actitud total del médico, se asemeje más a la de un detective al husmillo del criminal…!
·        
Palmaria Ficta
[1]
,
28 años, médica pediatra, menudita y jipata, había sido severamente disminuida por una fiebre prolongada de más de un mes de duración. Mucho dinero había gastado su marido, pero peor, el monto de expectación y sufrimiento por la incógnita de la causa escurridiza. Traslados de una clínica a otra, cambios de un médico por otro, punciones venosas para extraer su sangre hasta hacerlas desaparecer, y el corolario de su hacienda agotada…
 
El Hospital Vargas de Caracas la guarecería y sería su destino final… Se la veía taciturna y su escaso lenguaje era áspero y agresivo, justificándolo por «el trato inhumano y displicente de sus colegas, que nunca vieron con seriedad su caso porque no iban a cobrar honorarios…». Sus elevaciones térmicas no parecían guardar ningún patrón, presentándosele en cualquier momento del día y rebasando la cota de los 41º C, durante las cuales exigía airada, la inmediata presencia de un médico y algún antipirético para abatirla. ¡Traía consigo, más de una vez repetidos, todos los exámenes del mundo! La estrategia o plan de estudio no variaría mayormente del que se había seguido en otras instituciones: cuidadosa anamnesis investigando sitios de reciente visita, exámenes de sangre, observación de extendidos de la misma en una laminilla de vidrio, radiografías de todo recoveco corporal, cultivos de cuanto líquido circulante o excretado, tomografías del tórax abdomen y pelvis, ecosonograma del corazón, pruebas cutáneas y toda esa parafernalia que los libros señalan en tedioso flujograma. Había que echar mano de cualquier hombro solidario que quisiera colaborar cargando el catafalco de nuevos improperios…
 
En una junta médica con residentes y adjuntos más experimentados, se disecó su patografía, historia familiar, viajes, exposición a animales, ingestión de medicamentos, consumo productos lácteos crudos, niños que hubiera atendido y posibilidad de traspaso de algún extraño bicho. Se examinó el cúmulo de radiografías y exámenes… Salieron al aire las más extrañas dolencias productoras de fiebre y los argumentos más variados. ¡Se pedirían nuevos exámenes! ¡Qué mare magnum! Un zorro viejo sentado al fondo del salón de reuniones levantó la mano y con voz pausada proclamó su criterio. Con facilidad pasmosa, al tiempo que destruía argumentos, tejía la trama con hilos diferentes: Pidió mirar problema desde otro ángulo, concediendo gran valor a los pormenores, a las minucias, a las pequeñeces… ¡Todos parecían haber visto y hecho lo mismo! En «Un caso de identidad», Watson le hace notar a Holmes, – «Me pareció que observaba usted en ella, muchas cosas complemente invisibles para mí«. Sherlock replica, «Invisibles no Watson, sino inobservadas, usted no supo dónde mirar, por eso, se le pasó por alto lo importante… ¿Qué dedujo usted del aspecto exterior de esa mujer? Descríbamelo… «.



[1]
Nombre sugerente del sujeto: Palmaria: Claro, patente, manifiesto.  Ficto/ficta: Fingido, aparente, imaginario.


¡He aquí a Voltaire y al doctor Joseph Bell hablando por boca de Doyle! Un reto a ver los hechos en el caso de Palmaria de una manera diferente… Recordé a mi maestro, el doctor William Hoyt, M.D. de la Universidad de California en San Francisco ante caso un complicado y no resuelto que había sido visto por los mejores neurooftalmólogos de Norteamérica e itineraba buscando ¨la candelita” del diagnóstico¨. «¡A ver Rafi —me dijo— nuestro problema aquí radica en preguntar lo que ellos no preguntaron, en ver lo que ellos no vieron, en pensar en lo que ellos no pensaron! ¡Al diablo con el montón de radiografías que trae consigo… allí de seguro que no está no la respuesta!». Veinte minutos de agudas preguntas, le bastaron para reconocer el sitio del entuerto y ponerlo de manifiesto con un sólo corte tomográfico que hizo pasar, exactamente por la madriguera donde el villano se escondía…
 
¿Qué ocurría con Palmaria Ficta? En “El Sabueso de los Baskerville”, Holmes nos dice, “El accidente más estrafalario y grotesco es el más interesante para ser examinado cuidadosamente, y el quid de la cuestión que parece complicar un caso, se convierte, cuando es debidamente considerado y científicamente manejado, en el único apropiado para resolverlo”.
 
¿Tal sería el caso de Palmaria…?

Parte II. El caso de la fiebre facticia…

¡Qué rompecabezas tan intrincado el de la fiebre prolongada de la colega Palmaria Ficta! Tantas y tantas exploraciones negativas, tantas falsas pistas, tantas esperanzas desvanecidas en la negatividad de nuevos exámenes, tantas frustraciones para todos… Aquel clínico, curtido en la praxis, zorro viejo que era, había dicho que se imponía replantear el problema desde una perspectiva diferente para poder asir la resbaladiza evidencia…

La tensión ambiental subía y subía como la fiebre de Palmaria, y ya casi que nadie quería pasar frente a su lecho en prevención de insultos y denuestos. -“¿Dónde más buscar?, ¿Dónde?” —preguntaron los residentes— –“¡Ya no nos queda mucho espacio dónde escudriñar!, -comentó el viejo pensativo-, tratemos de pensar como Sherlock lo hubiera hecho: ¨Tengo una vieja máxima — declaraba el detective—, cuando se ha excluido lo imposible, lo que queda, aunque improbable, tiene que ser la verdad…”; mi admirado amigo lo repite en “La Aventura de la Diadema de Berilo”, en “El Signo de los Cuatro”, en “El Soldado de Piel Descolorada” y en “La Aventura de los Planos de Bruce Partington”… ¡ Por algo sería!

-“Hemos excluido lo común y lo imposible a través del diagnóstico diferencial, ni con una autopsia resolveríamos el quid del problema — expresó con una pizca de cinismo— ¿Qué es lo que queda como improbable? ¡Allí debe esconderse la verdad!”. El avezado perdiguero pidió un deseo: ¡Denme media hora con Palmaria! Se fue cavilando a la sala y se apostó a una distancia prudencial, observando sin ser observado. No infrecuentemente, los médicos tenemos que establecer distancias tácticas con los pacientes para ser desprejuiciados y justos, más humanos, si se quiere. No apartó sus inquisitivos ojos de Palmaria, de sus manos, de la lamparita que descansaba en su mesa de noche, siempre encendida, de día y de noche. Entonces, Ficta bramó por atención. Su temperatura se había disparado más allá de los cuarenta grados centígrados. Al borde de la histeria, su madre corría desesperada sin saber adónde ir, como una gallinita asustada.

El viejo entonces se aproximó. Calmó la situación con su presencia y la examinó, ahora muy de cerca. Aunque Palmaria mostraba flaquera y palidez clorótica, su cara no exteriorizaba la impronta con que la enfermedad mordicante tatúa el semblante… Le pareció, que, como Arimaza el personaje de Voltaire, “Llevaba reflejada en su fisonomía la perversidad de su alma”.  Posó sus dedos compasivos sobre la muñeca derecha para percibir sus pulsadas. Las cuantificó en un minuto. La piel estaba fresca. En ese mismo momento, le pidió recogiera una muestra de orina para «analizarla«. De nuevo, llevó tranquilidad a aquel espíritu perturbado, le suministró dos aspirinas y cubrió su cuerpo con una cobija. Se llevó la orina y regresó en pocos minutos para observar efecto del antipirético administrado… -“¡Lo que presumía –dijo en sordo soliloquio, un caso de fiebre ficticia…!”.

Hasta en un diez por ciento de los casos de síndrome febril prolongado de origen desconocido, los pacientes pueden, ellos mismos, infligirse enfermedades, pueden producir falsas elevaciones de la temperatura. Muchos de estos enfermos con fiebre facticia o ficticia son mujeres jóvenes, cercanas a la profesión médica: doctoras, enfermeras, estudiantes de medicina o de enfermería… También hay niños que recurren a similar ardid para soslayar sus responsabilidades y no asistir a la escuela. Recuerdo en mis años de primaria haber oído decir que si uno se ponía un diente de ajo entre las nalgas sobrevendría fiebre y podría quedarse en casa “sacando cera”… Nunca comprobé el aserto en mí mismo. Hasta el presente desconozco la veracidad de este maquiavélico ardid. Algunas otras pacientes se infectan a sí mismas con bacterias o materiales contaminados; otras, idean extrañas formas para que la temperatura aparezca elevada durante la termometría. La lamparita que acompañaba a Palmaria y que presenciaba muda sus berrinches, parecía ser la pista que llevaría al origen de la inexplicable fiebre…

-“¿Cómo lo supo Maestro?” -inquirieron ansiosos los jóvenes-.

“Aunque siempre debemos presumir la buena fe en el relato del paciente, allá, en lo más remoto de sus cerebros, dejen un lugar para la duda… Al mismo tiempo, no idolatren, ni se fíen tanto del examen complementario, muchas veces hacedor de entuertos… ¡Ahh, el espejismo del examen complementario! ¡Tantos de ellos y tan complejos, lejos de ayudarnos, a veces nos opacan la luz de la razón…!

Recuerden jóvenes que la observación a “ojo desnudo”, es el más fino y viejo método de diagnóstico: Imbécil el médico o el paciente que piense lo contrario. Al momento en que el termómetro de Palmaria marcaba 40. 5º C, su piel estaba fresca y sus pulsadas eran de 82 en un minuto. Como ustedes bien saben, por cada grado de elevación térmica, el latir del corazón se acelera en unos diez latidos. ¡He aquí el primer hecho paradójico! Deliberadamente, la engañé pidiéndole una muestra de orina recién emitida para “analizarla”. A resguardo de su mirada, en el fondo de la sala introduje en ella el termómetro por espacio de tres minutos para registrar la temperatura. Debía equipararse a la temperatura oral, pero… ¡apenas llegaba a 37º C…! ¡Otra paradoja! La aspirina que le suministré, “descendió prontamente la temperatura”, pero a diferencia del verdadero febricitante, no produjo pizca de sudoración... ¡Una contradicción más! Por último, la lamparita… sospeché que era la clave de su enigmática fiebre, así que no perdí de vista sus manos: ¡Pude verla aproximando el bulbo del termómetro a la superficie caliente del bombillo y luego llevarlo a su boca! El calor hacía rabiar el azogue que, ascendiendo ficticiamente, arrojaba una errónea lectura… El enemigo había sido desvelado. No era un hongo, tampoco una enfermedad del colágeno, ni un absceso piógeno oculto, era una condición profundamente enraizada en su inconsciente, pasando así el origen de su “fiebre prolongada”, al campo de la psicodinámica…

Todos los médicos se sintieron muy ofendidos y disgustados. La Ficta había jugado al tonto con todos, debía pues dársele un castigo ejemplar. Hubo hasta quien propuso una “limpieza de sangre”, a la manera de la inquisición española. A los galenos, que inmaduros también somos, nos enerva que los pacientes hagan burla de nuestra “inventada majestad” … El viejo les atajó en el intento: ¡Se trataba de ayudarla, no de condenarla! Con su comportamiento sólo hacía patente su desesperado e inconsciente pedimento por un inmediato amparo. ¡Debemos ser muy cuidadosos! —les advirtió—, pues la confrontación del paciente con el hecho ficticio, puede a veces empeorar la condición mental y… ¡lo primero, es no hacer daño…! La palabra hospital proviene de una voz latina que significa “afable y caritativo con los huéspedes”.

Ser caritativo es amar al prójimo como a y uno mismo, es hacer como uno quisiera que le hicieran, particularmente cuando nos encontramos en situación de minusvalía de la carne y del alma, cuando no se tienen más riquezas ni parientes que el dolor, el desengaño y la soledad. Aunque los signos de nuestro tiempo, el poder y dinero, nos hayan transformado a todos en deshumanizados materialistas, no debemos olvidar que el acto médico es trasunto de amor. De amor expresado en cercanía, comprensión, sabiduría, tolerancia, empatía y fundamentalmente… compasión”.

Aquel médico era sabio y justo. Sabía que hemos venido a servir, y comprendía muy adentro, que cuando morimos nada material hemos de llevarnos como bastimento para el largo y enigmático viaje: ¿Para qué pues enriquecerse en el afuera y empobrecerse en el adentro? Aristocracia espiritual mediante el cultivo de la tolerancia es lo que necesitamos los médicos. Palmaria era una esposa maltratada como hay tantas. Con su perfecta engañifa, se tomaba vacaciones del sádico de su marido y le castigaba haciéndole gastar su bien amado dinero. No sabía cómo escapar de esa perniciosa relación sadomasoquista que le liaba a él.

Las curiosas dotes de intuitiva observación del viejo zorro, le permitió obtener mejores resultados que los procedimientos lógicos empleados por los otros. Era esa también una de las características que adornaban el genio de Holmes. No en vano Conan Doyle estuvo siempre impresionado por la singularidad de su maestro el doctor Joseph Bell para hacer diagnósticos, no sólo de enfermedad, sino también de las ocupaciones y el carácter de sus enfermos.

La simulación o malingering, es una situación en la que una persona falsea intencionalmente síntomas psicológicos o informes médicos; en una evaluación cuidadosa no se encuentra base para los síntomas. Es producida generalmente para evitar una situación indeseada (por ejemplo, ir a la escuela, ir a la cárcel) o para obtener beneficios deseados (por ejemplo, pagos por incapacidad). En este caso el paciente quería tomar venganza, pero no se encontraron las múltiples anomalías al examen y pruebas de laboratorio que se esperaban, confirmando la presencia de las bases emocionales para sus síntomas.



Los fenómenos emocionales implicados en el enfermar pueden comprender entre otros, conductas tales como la conversión y la simulación.

La conversión es una condición en la cual una persona informa de síntomas consistentes, por ejemplo, con una enfermedad sistémica o neurológica; en este trastorno, los signos y síntomas ocurren dentro de las áreas de control voluntario del sistema neuromuscular o de otro aparato o sistema (por ejemplo, incapacidad de usar el brazo derecho o la mano). Un examen cuidadoso no muestra evidencia de ninguna base física para los síntomas. El trastorno de conversión se asemeja a fingirse enfermo, con la presencia de síntomas, pero ausencia de resultados objetivos en el examen.

Por su parte, la simulación o enfermedad facticia –el caso de Palmaria Ficta- representa una situación en que la persona deliberadamente reporta síntomas que sabe que son falsos con el fin de obtener una ganancia secundaria; debe diferenciarse del desorden facticio con síntomas físicos, también llamado síndrome de Münchhausen[1] en el que el paciente intencionalmente produce síntomas y signos, algunos de los cuales pueden ser oculares (enrojecimiento e inflamación palpebral  simulando celulitis orbitaria, cicatrices palpebrales, y hasta lesiones  coriorretinianas), pero ningún órgano escapa como blanco…

A diferencia, en el trastorno de conversión, los síntomas que el paciente informa, cree que son reales. En otras palabras, en el trastorno de conversión, la descripción de síntomas inventados no es deliberada. La clave para entender la base subyacente del síntoma es que un conflicto inconsciente se convierte en un síntoma físico. Los desórdenes de conversión pueden ocurrir después de estrés familiar, laboral o ambiental, incluyendo abuso físico o sexual. A veces los médicos empleamos amobarbital durante la entrevista a fin de tal vez revelar el conflicto subyacente.

En el caso de la neurooftalmología como especialidad, ocasionalmente vemos casos de esta estirpe y como solemos ser demasiado organicistas, se nos cuelan entre las manos.  Los capítulos de libros especializados suelen tener uno sobre alteraciones funcionales de la visión; por ejemplo, el de Neil Miller, M.D., en el ¨Walsh and Hoyt’s Clinical Neuro-Ophthalmology¨ 4th edition, Volumen Five, Part Two, apenas 22 páginas están dedicadas a ¨Neuro-Ophthalmological manifestations of non organic disease¨...


[1] Síndrome de Münchhausen. El citado barón narró varias historias increíbles sobre sus aventuras. A partir de estas asombrosas y ficticias hazañas, que incluían cabalgar sobre una bala de cañón, viajar a la luna y salir de una ciénaga al tirarse de su propia coleta, se construyó un síndrome caracterizado por hechos increíbles.  Es una enfermedad mental y una forma de maltrato infantil. El cuidador del niño, con frecuencia la madre, inventa síntomas falsos o provoca síntomas reales para que parezca que el niño está enfermo…



Sin embargo, es un meduloso capítulo, pero también es una clamorosa denuncia de la poca importancia que le prestamos a la biografía y a los aspectos emocionales de la enfermedad; es el más corto de todos y se encuentra al final del libro, lo que me parece, es un indicio de la organofilia del médico y su dificultad para asumir la comprensión antropológica del ser humano enfermo…

Elogio a Henry Woltman… ¿Acaso les conté de mi admiración por Sherlock Holmes…? Parte I

Ese lejano diciembre, Pacheco había traído en sus alforjas todo el titiritante frío de la montaña neblinosa. Para más colmo, extemporáneas y recalcitrantes lluvias darían condimento al gélido drama que les contaré: Lo que zumbaba el cielo desde arriba esa noche, negra y fría, eran latas mantequeras llenas de agua… Desperté de mi plácido sueño al oír el incesante golpeteo de las grandes gotas de lluvia lanzadas por el viento contra mi ventana. En el anegado jardincito, cientos de bullangueras ranitas festejaban, alborozadas y estrepitosas, la bendición con que Dios gratificaba a la tierra. Cuando niño, me gustaba mucho dormir en una noche lluviosa de relámpagos y truenos, y especialmente si estaba bajo el magnificador de un techo de zinc. En la seguridad de mi hogar, el monótono rumor tenía el efecto de un bálsamo tranquilo, rememoración, quizás, del tránsito nuevemesino por el claustro de mi madre. En la memoria de mi inconsciente, era tal vez la nostálgica evocación de todos aquellos ruidos del entorno que tuve por compañeros durante mi profunda reclusión: El acompasado ritmo de su corazón grandote, el atropellado murmullo de la sangre inundando los lagos placentarios, el rítmico pulsar de la arteria aorta, el zumbido continuo de la sangre, ahí mismito, ascendiendo majestuosa por la gran vena cava inferior, y de repente los incómodos gruñidos de las tripas en plena digestión…

Cuando ya me hice mayor, me enteré que una noche lluviosa como ésa, para otros, tenía connotación de agonía y el potencial usurpador de hasta la última magra pertenencia… Llámelo si quiere, culpa por el colectivo, pero lo cierto es que en una noche tal, nunca más pude dormir a pierna suelta… Debo confesar sin embargo que, en esa ocasión, traté de revivir el viejo placer: Me arropé bien, me recosté contra la tibieza de mi esposa y relajé mi cuerpo entero en un intento por volver a soñar…

¡Ring, ring! chilló desesperado y apremiante el teléfono. — ¿tendría otra forma de hacerlo a la una de la madrugada? – Era una llamada de emergencia que trastrocaba —como en tantas otras ocasiones— algún caro plan. Eran apacibles tiempos, cuando todavía podíamos visitar a los enfermos en sus domicilios. Aunque me armé de un paraguas, el viento y lo cerrado del aguacero hicieron de mí una burla, y el río de agua que corría calle abajo encharcó mis zapatos y empapó mis medias…

De la mustia claridad del humilde recibo, se me hizo pasar a una estancia aromosa a “embrocación de caballo”, un preparado que, a según, servía para sacar vientos emboscados, aliviar porrazos o al menos, sentir que se estaba haciendo algo por el semejante… Cubierta por no sé cuántas cobijas, yacía, o más bien, se desparramaba la amondongada humanidad de una sesentona misia. Tendida boca arriba, pude percibir sus superficiales e infrecuentes respiraciones. La mortecina luz que emitía un foco de 25, pendiente del alto techo por un largo cable, no me permitió evaluar bien sus facciones hasta que me adapté a la penumbra. Parecía estar profundamente dormida, pero la ausencia de respuesta ante mis llamados, mis firmes cachetadas y aún la estimulación dolorosa de mi dedo apretando fuertemente contra su esternón, no logró arrancarle ni un pinche ¡Ayy!, ni tan siquiera un movimiento defensivo destinado a retirar de su cuerpo mi mano ofensora.

Se encontraba en estado de coma, un cuadro clínico donde no hay consciencia, sensibilidad o movimiento alguno, y donde funcionamos vegetativamente, “con el piloto automático” si se quiere; un estado tan parecido como cercano a lo que llamamos muerte. La misia no era diabética ni sufría de hipertensión arterial.  No consumía drogas terapéuticas, y una ligera revista a la gaveta de su mesa de noche -¡albergadora de tantas sorpresas!— únicamente me permitió encontrar un misal descolorido, un viejo rosario y una vela del alma… Aquella doña parecía tener muy presente que polvo somos y en polvo nos convertiremos, y había hecho de la muerte, no una proximidad negada -como todos solemos hacerlo—, sino una presencia ausente, tal vez, para no temerle…

A diferencia de los cerebrales, su coma no había sobrevenido con brusquedad. Por decirlo de alguna forma, se había ido arrastrando subrepticiamente a lo largo de semanas de apatía, profunda depresión, mutismo y descuido personal, en el que hasta de comer o bañarse se olvidaba. Sólo le provocaba estar encamada, aduciendo que ese año Pacheco la había mortificado inclementemente.

Perdularia Desidiosa[1] vivía solitaria con su marido en su casita de Los Rosales, un peruano pequeñito, de ojos mínimos y carita asalmonada de cartón corrugado, que había emigrado a Caracas muchos años atrás. No tenían hijos, familia, ni perrito que les ladrara: Eran el uno para el otro, y el buen señor tenía que dejarla sola todo el día para ir a ganarse el pan para ambos. ¿Por dónde comenzaría a examinar a aquella atónica mole de carne…? Me sentía como aquel que, con las manos atadas, intentaba morder una manzana colgante de una cabuya… La cama matrimonial era anchotota y bajitica, y yo no lograba alcanzar mi objetivo desde ningún flanco que abordara, aún con mi rodilla apoyada a medio camino, entre el larguero y la frondosidad de su cuerpo yerto. ¿Tendría que acostarme a su lado —que ganas no me faltaban— para poder examinarla…? La observé lo mejor que pude y comencé por tomar su tensión arterial y percibir su pulso. La primera estaba normal; sus pulsadas se me quedaban en los dedos: eran lentas y llenas. No tenía fiebre: su piel, era muy seca y fría, ¡lo inverso a un febricitante! En el recto —si es que realmente acerté mi objetivo—, ¡el termómetro no marcaba temperatura! —¿estaría dañado…?


[1] Los nombres de mis pacientes reflejan su condición personal: Perdularia: sumamente descuidado en su persona.  Desidiosa: inercia, negligente.

Su cara era tan regordeta que imitaba un plenilunio, y su tez parecía estar bañada con el color de la cera de abejas. La cabeza se confundía con el cuello anchuroso y corto, que cubría todo relieve anatómico, los latidos carotídeos y las pulsaciones de la vena yugular. Sus senos, abundosos y péndulos, transformaban los ruidos cardíacos en lejanos murmullos, apenas perceptibles con mi estetoscopio firmemente adosado a su piel. ¡Misión imposible! No pude voltearla sobre sus costados para auscultar sus pulmones. El abdomen, un tambor mayor inflado, era inabarcable, impalpable e indeprimible, y como una alforja o peto de cátcher, caía sobre sus ingles y partes púdicas, ocultándolas. Las piernas eran gruesísimas y muy hinchadas, edematosas y deformes en el tercio inferior, pero a la presión del índice, ¡ningún hoyuelo quedaba marcado…! Llegado a este punto, sentí gran frialdad en todo mi cuerpo. Nunca podré saber si fue producido por mis mojadas ropas, por el contagio de la frialdad de aquélla, mi paciente, o si por ese temor que sentimos los médicos cuando en solicitud con nuestro paciente y enfrentados a un problema de vida o muerte no tenemos ni la más remota idea de lo que está ocurriendo…

Los hechos sintomáticos que se suceden en las Aventuras de Sherlock Holmes, eran heraldos de que el detective arribaría al puerto seguro de una conclusión cierta… Los médicos, a menudo metidos a detectives, también nos valemos de esas particulares circunstancias para iluminar el diagnóstico… ¡Les invito a conocer el epílogo del caso de Perdularia Desidiosa!

  • ¿Acaso les conté de mi admiración por Sherlock Holmes…?

Parte II

El chubasco continuaba impertérrito, ahogando las miserias de la ciudad, y el viento aullaba en paroxismos, batiendo puertas y postigos en la casita de Los Rosales. La misia se me moría y yo, soledoso con mi desconcierto y mis ganas de salir corriendo… El marido alarmado y con ojos dilatados por la angustia, me acosaba de continuo con preguntas acerca del estado de su antigua y fiel compañera: ¡El único motivo de su vida! Mis respuestas morían sofocadas en mis titubeos. Tragando muy grueso no podría decirle que todavía me encontraba más perdido que … ¡el hijo de Lindbergh! Al menos dos docenas de diagnósticos diferenciales habían desfilado por mi mente en desordenada secuencia, y peligrosamente, sentía un enorme deseo de asirme a algunos de ellos, para hacer algo, para actuar… Fue entonces cuando Sherlock, desde “Un Estudio en Escarlata”, vino en mi ayuda: -“No dispongo de todos los datos todavía— le contestó al  doctor Watson— Es una equivocación garrafal el tratar de formular teorías antes de tener los datos. Insensiblemente, uno empieza a torcer los hechos para que se adapten a las teorías, en lugar de que las teorías se adapten a los hechos…”  Me sosegué y continué transitando por el sendero semiotécnico —¡procurador de hechos! — tal como mis maestros me habían advertido: ¡Desde la punta de los cabellos hasta las uñas de los pies, sin dejar nada al estricote! Al examen de su estado neurológico, le tocaba pues su turno: Desde lo alto, solté cada uno de sus brazos y piernas, que, desmadejados y plomizos, cayeron por igual, ¡sin tono alguno! Moví pasivamente su cabeza a derecha e izquierda, sus ojos, en forma refleja, se movieron en sentido contrario, como los de esas muñecas de tiempos de añil, atestiguando la normal función de buena parte su tallo cerebral. En la más incómoda posición, examiné sus elusivos reflejos: usando mi martillo percutor de Taylor — de tanto percutir desde que todavía era estudiante— golpeé en el pliegue de sus codos, muñecas, sus rodillas y… nada.



Pero cuando lo hice en su tendón de Aquiles… ¡Mehr lich! pareció oírse en la estancia. Las mismas palabras que el gran poeta alemán Johann Goethe (1749-1832) dijera antes de morir pues se me antojó —no lo sé— que entonces hubo ¡más luz! en la habitación, o que de repente, una llama muy viva habíase encendido en mí extraviado juicio clínico: ¡Hubo una respuesta! pero más informativa aún, fue la fase de relajación del reflejo: extremadamente lenta. ¡Bendita pereza! — susurré alborozado-. Aquel hallazgo había sido el único hecho sintomático de aquella noche mojada y fría…
La práctica de la medicina clínica tiene muchas similitudes con el trabajo de un buen detective: El “hecho sintomático” es a veces, la señal inequívoca de que algo muy específico está sucediendo o está por ocurrir… Es el elemento que directa y decididamente apunta hacia diagnóstico y por ello se le llama, “signo rector” o “signo-señal”, con sus variantes de ‘signum mali ominus’ o signo desfavorable; ‘signum morti’ o señal de muerte; signo patognomónico o típico de una enfermedad determinada con el cual, y de un modo seguro se establece su diagnóstico, o aún, los signos de lisis, prenuncio de la defervescencia lenta o gradual de una dolencia. Las Aventuras de Sherlock Holmes, están repletas de ellos, generalmente ignorados e invisibles para quienes le acompañan, su compañero “el bueno y querido Watson” —como él lo llamara- o los detectives Lestrade y Gregson, de Scotland Yard.
En nuestro oficio, al abordar cada nuevo problema diagnóstico, los médicos nos valemos de conocimientos, previas experiencias, conceptos y cuadros clínicos cocinados en la observación fina, sistemática y rigurosa. Estos cuadros clínicos los usamos como un principio guía que, al igual que el ovillo de hilo que Ariadna le diera a Teseo para salir del Laberinto luego de matar al Minotauro, nos ayuda a no perder la ruta del buen sentido, aunque transitemos por engañosas y parecidas trochas… El hecho sintomático de la noche decembrina, fue la prolongación de la fase de relajación del reflejo aquileano. En mucho se parecen los reflejos al movimiento del péndulo de un reloj: Un golpe seco con el martillo percutor sobre el tendón del músculo origina una primera respuesta de sacudida, seguida por otra, que viaja en la dirección opuesta, llevando el pie, en este caso, a su posición primitiva: Contracción y relajación. En las personas normales, ambas fases son rápidas, y la primera tiene mayor velocidad. Esa bendita lentitud hizo el efecto de la pieza clave en un rompecabezas. – “¡Datos, datos, datos…, no puedo hacer ladrillos sin arcilla!” decía Sherlock a Watson en la “Aventura de los Arboles Cobrizos”. Como por arte de magia, todo el examen clínico cobró sentido: La cara redonda de toscos y abultados párpados, los labios pálido-violáceos, la frialdad corporal, la respiración tan lenta, los ruidos cardíacos distantes, las quedas pulsadas, la piel seca, la ausencia de vello púbico y axilar, el cabello escaso, liso y quebradizo, con hebras esparcidas por la almohada, la friolencia marcada de semanas previas, la dureza de su oído, su depresión espiritual y su gradual somnolencia que terminó por sumergirla en el coma.
El doctor Henry Woltman, neurólogo de la Clínica Mayo de Norteamérica, “de quien aprendimos los matices y valores de nuestro arte, indefinibles objetivamente —escribió alguno de sus alumnos—. Nos embebimos de esos intangibles de una especial manera, por ósmosis de persona a persona. Nuestra razón de ser fue aprendida en la hermandad y no mediante los métodos didácticos de un salón de clases”, observó que en sujetos con extrema deficiencia de la función tiroidea, los reflejos se enlentecían notoriamente -“signo de Woltman”-, y como a menudo hemos comprobado en la práctica clínica, el reconocimiento de un reflejo de muy lenta relajación suele ser la chispa que enciende la sospecha de una muy severa forma de hipotiroidismo —función tiroidea muy lenta-, llamada mixedema en atención a la infiltración del tejido graso que toma asiento bajo la piel, por una sustancia parecida al moco, que produce una hinchazón dura similar al depósito de agua que llamamos edema, pero que no conserva la impresión del dedo que lo presiona…
Esa noche, mi paciente de Los Rosales era poseída por una rara avis. Toda ella era una fascinante condición médica, un “fascinoma”, un coma mixedematoso devenido por la casi total ausencia de la hormona tiroidea en su cuerpo. Aquella misma noche fue admitida en el Hospital Vargas de Caracas. El tratamiento con hormona tiroidea y cortisona mordieron eficaces en los tejidos con la deficiencia extrema, salvando su vida… Varias veces la resaca de su dolencia la aventó a la Sala 2, y en la última, una infección respiratoria se la llevó consigo a la Patria Celestial… La autopsia – el “ver por uno mismo”-, donde la muerte de unos nos ayuda a salvar la vida de otros, evidenció la total ausencia de la glándula tiroides, que había sido consumida por una inflamación crónica, por una tiroiditis autoinmune, que, a lo garimpeiro, sin que nadie pareciera haberse dado cuenta, la hirió de muerte.
La pieza clave del rompecabezas clínico de Perdularia Desidiosa, dio sentido a los fragmentos restantes que, hasta ese momento, aparentaban no tenerlo. De la recolección armoniosa de síntomas y signos físicos, de datos faltantes o sobrantes, de indicios grandes o pequeños, los médicos, como buenos detectives al husmillo del criminal, tejemos y tejemos nuestros diagnósticos, curamos cuando podemos o brindamos alivio cuando la fuerza destructiva es más poderosa que nuestro arte…

Elogio de la medicina francesa y su aroma holmesiano… ¿Acaso les conté de mi admiración por Sherlock Holmes…?

Parte I

Para las generaciones médicas que me antecedieron, el idioma francés, era lenguaje común. Los maestros de mis maestros viajaban a los grandes hospitales parisienses a absorber, golosos, la ciencia de los eximios profesores. La medicina clínica había florecido por aquellos rumbos con fuerza de primavera y a pesar de la época, muy poco tecnificada, había que ver las descripciones de nuevos cuadros nosológicos y aquellos diagnósticos de asombro que se gastaban… tan sólo apoyados en la dilatación de los sentidos, en la capacidad de observación y la cuidadosa recolección del signo clínico, del cultivo de la semiótica, la ciencia de la lectura de los signos…

Ya, enterrando el Siglo XX, máquinas que parecen de ficción, nos señalan diagnósticos que no estamos buscando, nos muestran los espejismos de verdades circunstanciales muy alejadas del paciente y su espiritualidad. ¡Qué contradicción! Tantos y tantos finos instrumentos mal utilizados para sondear al ser humano desde mil direcciones diferentes, y, no obstante, presenciar la penosa marcha de confundidos pacientes, con toda su carga de exámenes de sangre, radiografías e informes, incomunicados y más adoloridos que nunca, ante médicos más confundidos que ellos, que no sabemos pensar ni ver más allá de su cuerpo animal, y que actuamos, tan automáticamente, como las máquinas que alocadamente llamamos en nuestra ayuda.

Muy conocidos eran en nuestro medio —rica experiencia ya desvanecida—, los diez tomos que recogían las Conferencias de Clínica Médica Práctica, dictadas en el Hospital Laennec de París por el médico internista, Louis Ramond (1879-1952). El querido e inolvidable maestro, doctor Rafael Hernández Rodríguez (1909-1985), en sus magistrales lecciones, nos lo dio a conocer tantas veces… Con «Bambarito»[1] —como era conocido por sus ‘mágicos’ diagnósticos— aprendimos divirtiéndonos, en poética prosa, lo sublime de una medicina realmente humana, donde el paciente, y no su enfermedad, ocupaba el centro de su atención. Lástima que muchos no le comprendimos, otros le olvidamos, en fin, otros más, no leímos entre líneas…


[1] [1] Le tildaban de brujo, de poseedor de poderes mágicos, de que curaba por hipnosis y muchas veces sin medicinas; por ello le apodaron ¨Bambarito¨ como aquel personaje de la rumba que popularizó por aquellos tiempos el cantor cubano Miguelito Valdez: «Si no lo cura Bambarito, no lo cura nadie…».



Me fascinó su énfasis en las formas frustradas, enmascaradas o atípicas de ciertas enfermedades. Una de ellas, muy común, por cierto, la «parotiditis epidémica», también llamada fiebre urliana o paperas, condición infecto-contagiosa viral caracterizada por fiebre, acompañada de tumefacción dolorosa bajo las orejas dónde se encuentran las parótidas, que da al paciente el aspecto de un ratón mochilero gigante, más ridiculizado aún, por el abultado aspecto que le imprime el antiinflamatorio casero tradicional: ¡El bojote de hojas de «guanábano macho» sostenidas con un pañuelo!

Se nos decía que además de atacar a las glándulas que producen saliva: parótidas, sublinguales y submaxilares, el virus gustaba de chorrearse hacia abajo como por un tubo de bomberos, para «bajarse» a los compañones en el hombre — orquitis urliana—, o a los ovarios en la mujer—ovaritis urliana— dejando, si era bilateral, infertilidad, mas no pérdida de la función sexual. Pero, además, el pícaro virus se localizaba en el sistema nervioso, próstata, páncreas, tiroides, suprarrenales y muchos otros tejidos. En rarísimas ocasiones podía fastidiar la mama femenina — mastitis urliana—.

Refiriéndose a esta última, Ramond contaba que la localización había sido señalada por el finísimo clínico Armand Trousseau (1801-1867), quien observó numerosos casos en una epidemia de parotiditis que tomó asiento en un internado para señoritas. Pero ya antes que él, otro grande de la semiótica francesa, Louis Landouzy (1845-1917), durante los exámenes de curso, gustaba preguntar a sus alumnos sobre esta complicación:

 -«¿Sabe usted qué de particular sucedió en la epidemia de parotiditis que se manifestó en el pensionado de Saint-Cyr durante la dirección de Madame de Maintenon?». El despistado aspirante solía ignorarlo, y en forma humorística Landouzy gustaba contar, cómo él asistió a jovencitas con parotiditis frustradas, cuyos primeros casos fueron exclusivamente mamarios. A causa de la tumefacción de los senos enfermos, Mme. de Maintenon había temido que, galantes mosqueteros, amparados en la anonimia de la noche, hubieran manifestado en forma tan apasionada sus sentimientos amorosos a las jóvenes, ¡al punto de dejarlas embarazadas…!

Dichosamente, a eso del quinto o sexto caso, el malentendido se disipó, pues la localización típica en la glándula parótida, vino a lavar toda sospecha sobre la virtud de las pensionarias de Saint-Cyr, y a devolver al espíritu de Mme. de Maintenon, la extraviada tranquilidad…

¡Era así como aprendíamos medicina! En medio de candorosas vivencias, y no como ahora, sobre barras y tablas estadísticas, «chi cuadrado» y T de student, flujogramas y algoritmos, que nada conocen del paciente en lo particular: De su biografía con sus dolores y frustraciones, con sus éxitos y decepciones. ¿Cómo entonces podemos pedirles a los noveles médicos compasión, caridad y altruismo, sí sobre cosas inanimadas y frías les enseñamos sobre «humanidad»…? Entre poesías, silbidos de alguna incomprensible melodía y deliciosos comentarios, viviendo de cerca tragedias humanas, transcurrían las clases del maestro Hernández.

Por los pasillos circulaba una anécdota que probablemente no le pertenece, pero que, a fuerza de repetirla sus alumnos y admiradores, la hicieron parte de su estilo: Se cuenta que una vez sus estudiantes le llevaron a examinar a un joven paciente que habría de ser operado en breve por una apendicitis aguda. Luego de conversarle y examinarle cuidadosamente, encontró que la causa de las miserias de aquél no radicaba precisamente en el apéndice sino en una pulmonía localizada en la base del pulmón derecho. En su opinión había un error de diagnóstico y explicó cómo las neumonías en esa ubicación, al irritar la pleura diafragmática adyacente, originaban un confundidor dolor a distancia, un dolor distractor, un dolor «referido» al cuadrante inferior derecho del abdomen, también asiento del apéndice cecal…

Desoyendo su opinión, el enfermo fue llevado a quirófano: ¡El apéndice estaba normal! «Bambarito», muy contrariado, nunca más pisó las salas del Hospital. Sea o no cierta esta anécdota, nos señala cómo en nuestros hospitales docentes, grandes semióticos han mantenido viva la llama del razonamiento apoyado en hechos simples. Por desventura hoy día, minimizados por el encanto embrujador de la tecnología, que no parece pedirnos mucha observación o estudio, virtudes de difícil acceso al espíritu inconstante o bobalicón. Hernández era un médico innovador, a lo Sherlock, cuidadoso del detalle. En su insistencia en la clínica, parecía decirnos: -«La clínica es humilde como la madre, no la dañéis o desdeñéis. Es la única imperturbable verdad, lo demás es tan cambiante como los tiempos…».

Leer las Aventuras de Sherlock Holmes, es como oír a otro gran clínico, y aunque haya sido un personaje de ficción, lo que he aprendido de él goza de una real consistencia. Debe saberse que Joseph Bell (1837-1911), el preceptor de Conan Doyle, habla al través de la pluma del escritor. Clínico de filigrana y gran observador en alguna ocasión se le oyó decir: «Con relación a los médicos, yo creo que todo buen maestro, si desea hacer de sus alumnos excelentes doctores, debe incitarlos a cultivar el hábito de prestar atención a las menudencias. Un buen doctor debe ser capaz de decir, antes de que el paciente se haya sentado, buena parte de lo que le ocurre. Debo referirme a las aventuras escritas por mi amigo, Arthur Conan Doyle, que creo han despertado una nueva área de interés en el gran público: Pensar, pues la vida nos ofrece mucho más si mantenemos nuestros ojos abiertos… en cada accidente callejero o suceso en apariencia intrascendente, siempre existe un problema a resolver, un juego de ajedrez a completar, a condición de que se conozcan las jugadas… «.

Se ha dicho que «Dios está en los detalles… «. Muchos maestros nos mostraron tal vez sin saberlo, algo del razonamiento holmesiano, a no solamente mirar, sino a observar conscientemente, y a pensar sin prejuicios acerca de lo que vemos. La prisa, monotonía y rutina con que llevamos nuestras vidas, nos han hecho perder el gusto por las cosas sencillas, esas, dónde habitualmente reside la verdad…

Elogio de la medicina francesa y su aroma holmesiano…

¿Acaso les conté de mi admiración por Sherlock Holmes…?

Parte II

La apetecida visita a Chicolandia había sido aplazada por varios domingos. ¡Ese hermoso feriado era el compromiso! Mis entonces pequeños hijos esperaban anhelantes encaramarse en todos y cada uno de los rotantes aparatos y de paso, probar mi dureza frente al vértigo.

Pero, la vida del médico es muy diferente a la de cualquiera profesional: Frustramos a nuestras mujeres, hijos y amigos, a menudo quebrantamos nuestras palabras, y no por rareza somos los aguafiestas de la reunión. -«¡Parece que te casaste con los pacientes y no conmigo! » —¿Qué médico no escuchado el legítimo reproche? — Mi buen amigo estaba al teléfono. Su voz era trasunto de angustia, urgencia e invocante solidaridad. Requería de mi inmediata presencia en casa de sus ancianos tíos. -«¡Su papi tiene que salir! ¡Voy y vengo…! » -«¡Ohh, no papi! ¿Otra vez? «, escuché avergonzado cuando salía de casa maletín en mano…

En la vida de un médico encontramos muchos trances trágicos, algunos cómicos y una gran cantidad de sucesos que resultan poco más que extraños; sin embargo, no hay en esas anécdotas casos vulgares, especialmente cuando ejercemos nuestro oficio por amor al arte y no por afán de lucro. Volteo hacia atrás y miro la Caracas de la década 70: el casco de la ciudad estaba desierto; un perro famélico pasó frente a mi carro que conducía a poca velocidad mirándome con aire de desprecio…  ¿Evacuado por guerra nuclear? No, la urbe se tomaba su descanso del tráfago, el bullaje y la contaminación diarias. No veía casa alguna. Solamente comercios con las santamarías arriadas. A no ser por la presencia de mi amigo en una esquina agitando su brazo, hubiera jurado que allí no nadie vivía. Confundida entre vidrieras, una estrecha y desconchada puerta daba acceso a la vieja casa. ¡A pocos pasos de la Plaza Bolívar! Todo añejo, sucio y descuidado. Tres viejos hermanos, dos hembras un varón, compartían la triste soledad de sus solterías añosas, con un hijo adoptivo, abogado litigante y la familia de éste, su esposa y un hijo menor. Por una escalera maltratada y lúgubre accedí a la habitación de la enfermita. Un penetrante vaho amoniacal, un fuerte olor a orina me dio la bienvenida al amplio recinto, que, mirando hacia el Naciente, se dejaba bañar por el alegre y picante sol matutino.

Las hermanas dormían juntas en una cama matrimonial. Una de ellas estaba echada boca arriba con sus manos superpuestas sobre el abdomen, su escaso cabello blanco mostraba al sol un desordenado revoltijo de hilos de plata. ¡Parecía profundamente dormida! La otra viejecita le imploraba que se despertara de su profundo letargo: «¡Soñe, Soñe, por favor, abre los ojos que aquí está el doctor que te va a curar!». Pero Soñera Carmenar, octogenaria y frágil, no respondía a sus llamadas porque en coma estaba… Cobardemente, según entendí, el coma la había posesionado durante la noche, y, de hecho, su actitud total era la del sueño normal. La facies rosada con gotitas perlina de sudor cundiendo su frente y el labio superior; la raíz de su cana cabellera, contrastaba con la piel pálida, muy fría y sudorosa. Sus signos vitales eran normales. Posé suavemente mis dedos índices sobre sus globos oculares arropados por sus párpados. En forma alterna, presioné con la extremidad de uno mientras relajaba el otro. Podía así percibir la presión reinante en el interior del ojo. En ciertos comas, como en el diabético la deshidratación es profunda y el ojo, un sensible indicador para «sentirla», pues cual pelota a medio inflar, se deja hundir a la más leve presión: ¡No era ese su caso!

Un rictus en su boca, reflejaba la contracción simétrica del orbicular de los labios, precisamente, el músculo que los contornea. Una rendija en sus párpados semicerrados posibilitaban ver el movimiento espontáneo de sus ojos: En cámara lenta, de un lado a otro, como el limpiaparabrisas de un automóvil. Tal como ella, sus reflejos estaban adormecidos. Rasqué la planta del pie con la llave del encendido de mi carro. Los dedos se abrieron en ominoso abanico y el dedo gordo se alzó en hiperextensión, arqueándose hacia atrás, como quejándose en silencio: Un ramal de su sistema nervioso, la vía piramidal, que lleva impulsos motores cerebro abajo, por alguna razón estaba fallando.


¡Signo de Babinski!
[1]
hubiera proclamado el más jojoto de mis alumnos en razón de su significado y popularidad. Homenaje jubiloso a su descriptor, el doctor Josep Babinski (1857-1932), discípulo de Jean Marie Charcot (1825-1993), el gigante del Hospital de La Salpetriére, expresión de penuria neuronal… No había concluido mi examen cuando Soñera convulsionó largo y tendido: Todos sus músculos se contrajeron salvajemente en oleadas solidarias, como si jineteara en pelo a una yegua salvaje, como si hubiera sido poseída por El Malo en persona. Cuatro eternos minutos se me antojaron, de momento, que era la postrera despedida de Soñera de este mundo inicuo…
¿Sufre ella de alguna enfermedad? ¡Siempre fue muy sana! ¿Toma alguna medicina? Me topé con esa fría y estereotipada sonrisita que me impactara desde que habíamos sido presentados: -«Bueno -me dijo el hijo adoptivo— sólo Conmel® -metamizol-, para el malestar del cuerpo». ¡Falsía rezumante! Holmes, desde «El rompecabezas de Reigate» me aconsejó: -«En el arte de la detección, es de la mayor importancia reconocer de un número de hechos cuáles son incidentales y cuáles vitales». Sin saber por qué, giré mi cabeza a la diestra como buscando una indicación. En una mesa de comedor adosada a la pared de la habitación, se amontonaban, polvorientos y desordenados, objetos diversos: prendas de vestir, un costurero, medicinas irrelevantes, libros, novelas de Corin Tellado… Como un súbito relámpago en la negrísima noche, que en un segundo deja ver el entorno, divisé medio cubierta, una familiar caja blanca con letras azules…




[1]
Durante una sesión en el Hospital Vargas de Caracas para conocer de la suficiencia de los ¨médicos integrales comunitarios¨ salidos de la escuela cubana-chavista de las hordas comunistas, aquí mismo en nuestro país, ninguno de los públicamente entrevistados pudo contestar a la pregunta, ¨¿Sabes lo que es el signo de Babinki…?¨. ¡Aunque usted no lo crea…!

-«¿Quién es diabético aquí? » – pregunté-, -«¡Nadie! » —fue la lacónica respuesta. – ¿Y qué hace aquí esta caja de Dabinese® para el control del azúcar en el diabético? Los ojos de cernícalo del hijo amantísimo, fulguraron, -«Ahh, eso me lo vendieron en la farmacia para el malestar…». ¡Soñera había consumido más de la mitad de la caja en 72 horas! ¿Cómo pudo ocurrir este «error», un antidiabético de acción prolongada? —dije molesto y preocupado-. Un lapsus afloró a la boca del tunante: «¡Eso se cura con suero glucosado!». El azúcar sanguíneo de Soñera estaba extremadamente bajo, ¡35 miligramos por decilitro! siendo lo normal entre 70 y 100 mg/dL, y sobreviene el coma por debajo de los 50 mg/ dL: ¡Un coma hipoglucémico! En voladillas la trasladamos a la clínica donde le administramos solución de glucosa hipertónica al 10% mediante una vía central y oxígeno a través de una mascarilla… Tenía un pie en la tierra y otra en el Más Allá… ¡Mucho que costó salvar su vida! A los dos días era nuevamente ella y todos, hasta el hijo adoptivo, pareció celebrar con una mueca la resurrección de Soñera… Lecciones nos da la vida…
Nunca más supe de ella: Entendí que, con sus hermanos, era la dueña de la manzana entera del apartamento donde vivían en pleno centro de Caracas…



Siendo yo un inexperto en conjuras, cuánto anhelé tener la opinión de Conan Doyle en la figura de Holmes, de Arsenio Lupin y Hercule Poirot o el mismo Alfred Hitchcock sobre tan insólito caso. Tal vez Sherlock me hubiese remitido a «La Aventura del Pabellón Wisteria» al decirle a Watson: -«Pero, como ya he tenido ocasión de hacerle observar, de lo grotesco a lo horrible, no hay sino un sólo paso…».
Para funcionar correctamente, el tejido nervioso depende del aporte de oxígeno y glucosa. Privada de azúcar, la célula nerviosa o neurona, es menos apta o incapaz de utilizar el oxígeno. En otras palabras, hipoglicemia y asfixia son casi sinónimos, no porque falte oxígeno en la primera, sino por la imposibilidad de usarlo. Ello explica que los síntomas por falta de uno u otro sean similares. A esa falta del gas de vida, la llamamos anoxia, responsable de una anormal filtración de líquidos hacia el tejido cerebral, que producen su hinchazón o edema cerebral.
El carburante del metabolismo cerebral es el azúcar o glucosa, pero ¡Qué decepción!: Nuestro control maestro, el cerebro, vive al día, depende del aporte constante y continuo del azúcar que la sangre le ofrece. A diferencia de la hormiga de la fábula, la neurona no ahorra azúcar en forma de glucógeno, por ello, no tiene reservas de azúcar. No es de extrañar pues, que el sistema nervioso sea la estructura más sensible a su carencia, y sus áreas más evolucionadas lo sean aún más; la estructura psíquica, sobre todo.
El accidente hipoglucémico depende de la rapidez, persistencia y duración de la baja de azúcar, y cuando se prolonga por más de 24 horas es despeñadero hacia el coma. De prolongarse por más de tres horas, se producen lesiones definitivas e irreversibles en el cerebro; Soñera fue una excepción a la regla… Por tanto, la premura del diagnóstico y la instauración del tratamiento son vitales. Tras el paso por la vena de los primeros mililitros de una solución concentrada de glucosa, se rompe la profunda inconsciencia y de pronto, renace la vida consciente:
  ¡Una de las gratificaciones terapéuticas más hermosas en la vida de un internista…!

Sherlock creía y vivía para la observación perspicaz, para la obtención de datos precisos y la aplicación de un método riguroso, imperativos de los naturalistas aficionados como él de la época victoriana. ¿Es que estos atributos se perdieron para no volver más por arte del ejercicio mediatizado por el dinero y por la técnica irreflexiva, o aún queda espacio en el ministerio del médico moderno y actualizado…?
Qué hermoso es el ejercicio de la medicina con todas sus desilusiones y desengaños, con todo el dolor que acarrea cuando el médico no lo minimiza estableciendo una distancia saludable desde donde pueda actuar sin identificarse masivamente con el que sufre para así ayudarle de forma efectiva. Seguimos siendo románticos, creemos en la comunicación abierta e inteligente con el paciente, única forma de preservar el legado de nuestros maestros…