Elogio de los niños de la calle… archipetaquiremandefuá.

Hoy me dio por amanecer triste sin saber, o, por qué no decirlo, sabiendo por qué… Un nombre melancólico y empolvado aflora a mi consciente, ¡Mandefuá! Es propio de la condición humana que una tristeza profunda te atenace con muelas de cangrejo durante estos días frescos, de cielos azules, de villancicos y hallacas, que deberían ser de felicidad por la celebración del advenimiento del Niño Jesús, Rey de Reyes, Redentor de la Humanidad dolida, en una humilde cabaña con sus padres José y María, algunos pastores y una mula y un buey…

  Tengo tanto, ellos no tienen nada…  En 1998, Hugo Chávez, recién juramentado a la presidencia, proclamó: «Yo me prohíbo a mí mismo. Hugo Chávez se prohíbe a sí mismo que haya niños de la calle en Venezuela. ¡No puede haber niños de la calle en Venezuela! (…) Asumamos nuestra culpa. Yo de primero, seré el primer culpable si hay niños abandonados en Venezuela. No permitiré que en Venezuela haya un solo niño de la calle; y si no, dejo de llamarme Hugo Chávez«. Sus palabras, se me antoja fueron solo ruin venganza…, palabras para un público de galería… Los únicos grandes hombres que hay en el mundo ven a los niños; pero él no lo era, nunca lo fue y dejó verdugos de niños que matan en ellos la esperanza de un porvenir mejor con una baja estatura, un desequilibrio orgánico, un cerebro pequeño que les lleva a un embrutecimiento paulatino que les conducirá a ser carga para los  demás…

No se necesita singular penetración para encontrar en esas calles olvidadas de Dios a los futuros criminales, tuberculosos y holgazanes que un día no muy lejano reclamarán la atención de las autoridades y la solicitud de caridad…

   ¿Cuántos niños en «situación de calle», o niños, niñas y adolescentes en situación de riesgo o riesgo social, mal viven en las calles de Caracas y en otras ciudades de Venezuela? El entrecomillado es un eufemismo creado por el peor de los socialistas del siglo XXI, ¿dónde y cómo durmieron anoche?, ¿cómo se cobijaron sin cobija?, ¿qué se siente en la fría madrugada cuando las tripas gruñen por ausencia de algún trozo de pan de la basura…? La siembra del odio les ha tocado; hombres en ciernes ya modificados por la violencia: entecos, abusados, ignorados, ultrajados, envilecidos, mueren por decenas sin que siquiera nos demos cuenta, sin la presencia de un fiscal, sin el veredicto de un juez, cada día, cada noche una eternidad de horror en ausencia de un destino liberador… En la lotería de la vida tuvimos suerte sin que tal vez nos asistiera ningún derecho; son las deudas que dejan los privilegios; son las deudas que claman por una cancelación…

      José Rafael Pocaterra (Valencia, 1888 – Montreal, 1955). Escritor, novelista, ensayista, poeta venezolano y diplomático, considerado uno de los maestros del cuento venezolano del siglo XX; involucrado en una conspiración contra Juan Vicente Gómez, fue encarcelado en la temible cárcel La Rotunda de 1919 a 1922. Entre sus tantas obras literarias, escribió, «De cómo Panchito Mandefuá cenó con el Niño Jesús», un desgarrante documento que mueve al corazón que para que las nuevas generaciones no lo olviden pues sintetiza los rasgos del niño de la calle de hoy y de siempre, lo transcribiré en su totalidad.

    «A ti que esta noche irás a sentarte a la mesa de los tuyos, rodeado de tus hijos, sanos y gordos, al lado de tu mujer que se siente feliz de tenerte en casa para la cena de navidad; a ti que tendrás a las doce de esta noche un puesto en el banquete familiar, y un pedazo de pastel y una hallaca y una copa de excelente vino y una taza de café y un hermoso “Hoyo de Monterrey”[1], regalo especial de tu excelente vicio; a ti que eres relativamente feliz durante esta velada, bien instalado en el almacén y en la vida, te dedico este cuento de Navidad, este cuento feo e insignificante, de Panchito Mandefuá, granuja billetero, nacido de cualquiera con cualquiera en plena alcabala, chiquillo astroso a quien el Niño Dios invitó a cenar.

 Como una flor de callejón, por gracia de Dios no fue palúdico, ni zambo, ni triste; abrióse a correr un buen día calle abajo, calle arriba, con una desvergüenza fuerte de nueve años, un fajo de billetes aceitosos y paltó de casimir indefinible que le daba por las corvas y que era su magnífico macferlán de bolsillos profundos, con un bolsillito pequeño para los cigarrillos, que era su orgullo, y que le abrigaba en las noches del enero frío y en los días de lluvia hasta cerca de la madrugada, cuando los puestos de los tostaderos son como faros bienhechores en el mar de niebla, de frío y de hambre que rodea por todas partes en la soledad de las calles, al pobre hamponcillo caraqueño. Hasta cerca de media noche, después de hacer por la mañana la correría de San Jacinto y del Pasaje y el lance de doce a una en las puertas de los hoteles, frente a los teatros o por el boulevard del Capitolio, gritaba chillón, desvergonzado, optimista:

Aquí lo cargooo… El tres mil seiscientos setenta y cuatro, el que no falla nunca ni fallando, ¡archipetaquiremandefuá…!

El día bueno, de tres mil billetes y décimos, Panchito se daba una hartada de frutas; pero cuando sonaban las doce y sólo –después de soportar empellones, palabras soeces, agrios rechazos de hombres fornidos que toman ron– contaban en la mugre del bolsillo catorce o dieciséis centavos por pedacitos vendidos, Panchito metíase a socialista, le ponía letra escandalosa a “La maquinita” y aprovechaba el ruido de una carreta o el estruendo de un auto para gritar obscenidades graciosísimas contra los transeúntes o el carruaje del General Matos o de cualquiera de esos potentados que invaden la calle con un automóvil enorme entre una alarido de cornetas y una hediondez de gasolina…; y terminaba desahogándose con un tremendo “Mandefuá” donde el muy granuja encerraba como en una fórmula anarquista todas sus protestas al ver, como él decía, las caraotas en aeroplano.

Quiso vender periódicos, pero no resultaba; los encargados le quitaron la venta: le ponía el «mandefuá» a las más graves noticias de la guerra, a las necrologías, a los pesares públicos:

-«Mira hijito le dijeron mejor es que no saques el periódico, tú eres muy Mandefuá».

[1] Se refiere a la marca de un famoso habano cubano.

Tuvo, pues, Panchito su hermoso apellido Mandefuá, obra de él mismo, cosa esta última que desdichadamente no todos son capaces de obtener, y él llevaba aquel Mandefuá con tanto orgullo como Felipe, Duque de Orleans, usaba el apelativo de Igualdad en los días un poco turbios de la Convención, cuando el exceso de apellidos podía traer consecuencias desagradables.

Pero Panchito era menos ambicioso que el Duque y bastábale su «medio real podrido»–como gritaba desdeñosamente tirándoles a los demás de la blusa o pellizcándoles los fondillos en las gazaperas del Metropolitano.

Una grada para muchacho, bien ¡Mandefuá!

De sus placeres más refinados era el irse a la una del día, rasero con la estrecha sombra de las fachadas, y situarse perfectamente bajo la oreja de un transeúnte gordo, acompasado, pacífico; uno de esos directores de ministerio que llevan muchos paqueticos, un aguacate y que bajan a almorzar en el sopor bovino del aperitivo:

El mil setecientos cuarenta y siete ¡mandefuá!

Granuja ¡atrevido!

Y Panchito, escapando por la próxima bocacalle, impertérrito:

Ese es premiado, ¡no se caliente mayoral!

El título de Mayoral lo empleaba ora en estilo epigramático, ora en estilo Elevado, ora como honrosa designación para los doctores y generales del interior a quienes les metía su numeroso archipetaquiremandefuá.

Y con su vocablo favorito, que era panegírico, ironía, apelativo –todo a su tiempo–, una locha de frito y un centavo de cigarros de a puño comprado en los kioscos del mercado, Panchito iba a terminar la velada en el Metro con «Los misterios de Nueva York», chillando como un condenado cuando la banda apresaba a Gamesson advirtiéndole a un descuidado personaje que por detrás le estaba apuntando un apache con una pistola o que el leal perro del comandante Patouche tenía el documento escondido en el collar. Indudablemente era una autoridad en materia de cinematógrafo y tenía orgullo de expresarlo entre sus compañeros, los otros granujas:

-«Mira, vale, para que a mí me guste una película tiene que ser muy crema».

Panchito iba una tarde calle arriba pregonando un número «premiado» como si lo estuviese viendo en la bolita… Detúvose en una rueda de chicos después de haber tirado de la pata a un oso de dril que estaba en una tienda del pasaje y contemplando una vidriera donde se exhibían aeroplanos, barcos, una caja de soldados, algunos diávolos, un automóvil y un velocípedo de «ir parado» … Y, de paso rayó con el dedo y se lo chupó, un cristal de la India a través del cual se exhibían pirámides de bombones, pastelillos y unos higos abrillantados como unas estrellas.

En medio del corro malvado, vio una muchachita sucia que lloraba mientras contemplaba regada por la acera una bandeja de dulces; y como moscas, cinco o seis granujas, se habían lanzado a la provocación de los ponqués y de los fragmentos de quesillo llenos de polvo. La niña lloraba desesperada, temiendo el castigo.

Panchito estaba de humor; cinco números enteros y seis décimos ¡ochenta y seis centavos! La sola tarde después de haber comido y «chuchado” … Poderoso. Iría al Circo que daba un estreno, comería hallacas y podría fumarse hasta una cajetilla. Todavía le quedaban dos bolívares con que irse por ahí, del Maderero abajo para él sabía qué… ¡Una noche buena crema!

Seguía llorando la chiquilla y seguían los granujas mojando en el suelo y chupándose los dedos…

Llegó un agente. Todos corrieron, menos ellos dos.

¿Qué fue? ¿Qué pasó?

Y ella sollozando:

Que yo llevaba para la casa donde sirvo esta bandeja, que hay cena para esta noche y me tropecé y se me cayó y me van a echar látigo…

Todo esto rompiendo a sollozar.

Algunos transeúntes detenidos encogiéronse de hombros y continuaron.

–Sigan, pues –les ordenó el gendarme.

Panchito siguió detrás de la llorosa.

Oye, ¿cómo te llamas tú?

La niña se detuvo a su vez, secándose el llanto.

  ¿Yo? Margarita

¿Y ese dulce era de tu mamá?

Yo no tengo mamá.

¿Y papá?

Tampoco

¿Con quién vives tú?

Vivía con una tía que me “concertó” en la casa en que estoy.

¿Te pagan?

¿Me pagan qué?

Panchito sonrío con ironía, con superioridad:

Guá, tu trabajo: al que trabaja se le paga, ¿no lo sabías?

Margarita entonces protestó vivamente:

Me dan la comida, la ropa y una de las niñas me enseña, pero es muy brava.

¿Qué te enseña?

A leer… Yo sé leer, ¿tú no sabes?

Y Panchito, embustero y grave:

¡Puah! Como un clavo… Y sé vender billetes, y gano para ir al cine y comer frutas y fumar de a caja…

Dicho y hecho, encendió un cigarrillo… Luego, sosegado:

¿Y ahora qué dices allá?

Diga lo que diga, me pegan… –repuso con tristeza, bajando la cabecita enmarañada.

¿Y cuánto botaste?

Seis y cuartillo, aquí está lista –y le alargó un papelito sucio.

¡Espérate, espérate! –le quitó la bandeja y echó a correr.

Un cuarto de hora después volvió:

–Mira, eso era lo que se te cayó, ¿nojerdá?

Feliz, sus ojillos brillaron y una sonrisa le iluminó la carita sucia.

Sí… eso.

Fue a tomarla, pero él la detuvo:

¡No, yo tengo más fuerza, yo te la llevo!

Es que es lejos expuso tímida.

¡No importa!

Por el camino él le contó, también que no tenía familia, que las mejores películas eran en las que trabajaba Gamesson y que podían comerse un gofio…

Yo tengo plata, ¿sabes? –y sacudió el bolsillo de su chaquetón tintineante de centavos.

Y los dos granujas echaron a andar.

Los hociquillos llenos de borona, seguían charlando de todo. Apenas si se dieron que llegaban.

Aquí es… dame.

Y le entregó la bandeja.

Quedáronse viendo ambos los ojos:

¿Cómo te pago yo? –le preguntó con tristeza tímida.

Panchito se puso colorado y balbuceó:

Si me das un beso.

¡No, no! ¡Es malo!

¿Por qué…?

Guá, porque sí…

Pero no era Panchito Mandefuá a quien se convencía con razones como ésta; y la sujetó por los hombros y le pegó un par de besos llenos de gofio y de travesura.

Grito…, que grito…

Estaba como una amapola y por poco, tira otra vez la dichosa dulcera.

Ya está, pues, ya está.

De repente se abrió en ante portón. Un rostro de garduña, de solterona fea y vieja apareció:

¡Muy bonito el par de vagabunditos estos! gritó.

El chico echó a correr. Le pareció escuchar a la vieja mientras metía dentro a la chica de un empellón.

–Pero, Dios mío, ¡qué criaturas tan corrompidas éstas desde que no tienen edad! ¡Qué horror!

¡Era un botarate! No le quedaban sino veintiséis centavos, día de Noche Buena… Quien lo mandaba a estar protegiendo a nadie…

Y sentía en su desconsuelo de chiquillo una especie de loca alegría interior… No olvidaba en medio de su desastre financiero, los dos ojos, mansos y tristes de Margarita. ¡Qué diablos! El día de gastar se gasta «archipetaquiremandefuá»…

A las once salió del circo. Iba pensando en el menú: hallacas de «a medio», un guarapo, café con leche, tostadas de chicharrón y dos «pavos rellenos» de postre. ¡Su cena famosa! Cuando cruzaba hacia San Pablo, un cornetazo brusco, un soplo poderoso y Panchito Mandefuá apenas quedó, contra la acera de la calzada, entre los rieles del eléctrico, un harapo sangriento, un cuerpecito destrozado, cubierto con un paltó de hombre, arrollado, desgarrado, lleno de tierra y de sangre…

Se arremolinó la gente, los gendarmes abriéndose paso…

¿Qué es? ¿Qué sucede allí?

¡Nada hombre! Que un auto mató a un «muchacho de la calle»

¿Quién…? ¿Cómo se llama…?

¡No sé sabe! Un muchacho billetero, un granuja de esos que están bailándole a uno delante de los parafangos… –informó, indignado, el dueño del auto que guiaba un «trueno».

     Así fue a cenar al cielo invitado por El Niño Jesús esa Noche Buena Panchito Mandefuá…»

 

 

Elogio de los caminos del equívoco… o los apuros del Conde Drácula

-Tragicomedia en cinco “in-humanos” actos.

Prolegómeno…

El avance tecnológico —casi de ficción—, que ha enriquecido la medicina moderna en recientes lustros, ha forzado en la conducta del médico, la errónea idea de que ya no es a importante la comunicación total con el paciente como rasgo principalísimo del proceso de diagnóstico, tratamiento y sanación. El magnetismo, casi misterioso, que ejercen en nosotros los médicos las múltiples técnicas e instrumentos maravillosos de que disponemos —que casi que nos permiten practicar una “autopsia en vida” del cuerpo enfermo—, nos ha compelido, extasiados, a relacionarnos con ellos en forma servil e irracional y a olvidar la anamnesis, ese proceso de recolectar datos concernientes a un paciente, su familia, previas residencias, experiencias y sensaciones anormales o actos observados por el enfermo o sus cercanos, con fechas de aparición y duración, así como también el resultados de algún tratamiento; o más propiamente, a la historia clínica en su totalidad como premisa para su fructuoso y oportuno empleo. No pocos errores de diagnóstico y, por ende, de tratamiento, surgen al obviar estas sólidas reglas del arte, consagradas por el paso de los siglos. Es axiomático, por tanto, el enorme valor de una total comunicación previa, de semejante a semejante, esclarecedora y sanadora como antesala a la indicación de exámenes complementarios…

En la superstición popular, un vampiro —ente chupador de sangre— es el alma en pena de un criminal, hereje o suicida, que abandona su sepulcro durante la noche y adoptando la forma de un murciélago, sale a clavar sus filosos colmillos en el cuello de sus víctimas para absorber su sangre. Antes del despuntar del alba, debe regresar a su ataúd, lleno con la tierra que le vio nacer para iniciar su diurno reposo. De acuerdo a la leyenda eslava de donde se originó, las víctimas del chupador después de sus muertes, se transforman en vampiros ellas mismas. Entre todos los demonios de las antiguas tradiciones, ha sido el vampiro el que ha gozado de éxito más connotado, particularmente después de la novela gótica, Drácula (1897).

      Nacida de la pluma del novelista irlandés Bram Stoker (1847-1912), de quien se dice basó su novela en las conversaciones que mantuvo con un erudito húngaro Arminius Vámbéry, quien le habló de un tal Vlad Drăculea.

El famoso muerto-viviente revive el romance de horror. El misterioso Conde Drácula se aposenta en un solitario castillo en Transilvania, una región de Rumanía que, por tradición, está infestada de vampiros y licántropos –hombres lobo-, y donde se muestra la naturaleza del engendro, quien es cadáver de día, pero caballero elegante y cultivado por las noches —cuando no está persiguiendo a sus víctimas transformado en murciélago-.

A partir de 1931, el famoso actor rumano   Bela Lugosi (1882-1956), lo dio a conocer a través del cine, y desde pequeños, todos aprendimos mucho sobre “vampirismo”: los métodos para reconocerlos —no dan origen a sombra y no son reflejados por los espejos—, o para protegernos de ellos —mostrándoles un crucifijo, un rosario o durmiendo con una ristra de ajos atada alrededor del cuello—, o conociendo los detalles de cómo deben ser eliminados -destruyendo los lugares donde duermen de día, o atravesando sus corazones con una estaca-.

¿Cómo reconocer a un vampiro…?

  • Delgados, como un humano pero con colmillos, con piel extremadamente pálida y dedos y uñas largas; el color de sus ojos cambia, entre rojo, negro y dorado, dependiendo de si tomaron sangre humana o animal, o si por el contrario, no la tomaron; vestimenta preferentemente negra, aunque puede variar entre rojos, morados y violetas; incluso sus capas son negras; al no tener alma, no se reflejan en los espejos ni dan origen a sombra; tienen capacidad de hacer que cambie el tiempo; pueden transformarse en murciélagos y lograr obediencia de seres repulsivos, como ratas, moscas, arañas y los murciélagos, pero también de lobos, dingos y zorros; permanecen eternamente jóvenes, con la edad que tenían al momento de ser convertidos; poseen telepatía y control mental; están adornados de mucho talento y de una fuerza sobrehumana y velocidad sobrenatural; capacidad para convertirse en animal o niebla; pierden facultades durante el día: el vampiro huye de la luz diurna, que lo debilita pero no lo destruye: puede moverse a medio día durante un escaso período de tiempo (en la novela, el conde Drácula, aparece a plena luz del día buscando a Mina Harker); duermen en el interior de un ataúd sobre tierra traída de su lugar natal; beben sangre humana como único alimento y convierten en vampiros a quienes asesten su mordedura fatídica o bauticen con su propia sangre haciéndoles beberla. Si únicamente somos mordidos, no nos transformamos en vampiros; se les puede mantener a raya con crucifijos, ristras o flores de ajo, la Sagrada Forma consagrada y agua bendita; pero para que muera realmente, se le ha de clavar una estaca en el corazón o se lo ha de decapitar. van Helsing menciona que sí, cuando el íncubo está dentro del ataúd, se coloca una rosa sobre la tapa del mismo, no podrá salir…
  • ¡Melena no siempre se relaciona con el cabello suelto! Para los médicos, “MELENA” -del griego, negro-, es un fenómeno morboso que consiste en la expulsión de sangre por el intestino, que, al estar modificada o digerida, vira del color rojo, al negro alquitranado. Generalmente es consecutiva a un sangrado digestivo originado en el estómago o en la parte más proximal del intestino delgado. Es por tanto, un alarmante signo clínico de reconocido valor. La falsa melena del niño, llamada también “espuria”, se aplica a las heces ennegrecidas que no proceden de su tubo digestivo, sino de la sangre originada de grietas en el pezón de la nodriza. Comer derivados de la sangre de animales -como las morcillas-, derivados del hierro o bismuto, o deglutir la propia sangre originada en la boca o nariz, producirán también heces modificadas, y de no ser que el paciente sea adecuadamente interrogado podría pasar como proveniente de alguna lesión en el tubo digestivo, dando lugar a la ejecución de exámenes molestos e innecesarios…

     

    ¡Entiendo que se sienta confundido! ¿Qué tiene que ver el infame personaje de Stoker?, ¿el Conde Drácula? , con algo tan innoble, repugnante y maloliente como unas heces ennegrecidas? Pues bien, el relato fabulado que usted leerá —escrito sin ánimo de hacer mofa de especialidad médica alguna—, es una crónica satírica, abundosa en exageraciones e implícitos mensajes, que únicamente desea exaltar la importancia del «saber escuchar», para que en nuestro evolutivo devenir de curadores integrales, alcancemos a ser efectivos y confiables “historiadores” de nuestros pacientes, lo que sin lugar a dudas redundará en beneficio inconmensurable para ellos y nos gratificará a nosotros, en la forma de vivencias crecedoras.

    Sin más preámbulos, les contaré aquella parte de la historia que nunca fue contada…

  • Siendo ya notoria la fama del Conde Drácula entre las núbiles residentes de los numerosos villorrios de la brumosa Transilvania — aquellas, que entre suspiros de deseo y mea culpas de mentira, se debatían en la duda de qué hacer, de encontrarse en la noche intempesta y cara-a-cara con el lívido y libidinoso personaje—, ocurrió que cierta noche, en una de esas furtivas incursiones que seguían al advenimiento del ocaso y luego de un provechoso periplo por una comarca abundosa en jugosas doncellas, sintió el Señor Conde, urgentes movimientos abdominales y ruidos de tripas, inequívoca indicación de que debía dar de cuerpo… ¡y de inmediato! Nerviosamente miró en derredor, divisando, a no pocas varas de distancia, una tapia no muy alta, donde al resguardo de miradas indiscretas, se permitiría satisfacer su tan ¿humana?, como desesperada necesidad…

    Y helo allí -distraído por naturaleza-, que completado su ingente deseo y ya dispuesto a marcharse a casa, sucedió que de soslayo miró al suelo, no pudiendo evitar el comparar su deyección con muchas otras, que, esparcidas por el lugar, tomaban obligadas el sereno en la clara noche de plenilunio… Gran temor y desconcierto se aposentaron en su alma torva al constatar, que las suyas, más parecían alquitrán que el desecho final de la dieta de aquellos otros humanos, que en aquel acantonado lugar y sigilosos también, le habían precedido en similar operación… Aprehensivo y cobarde—aunque fama de ello no tuviera—, y sintiendo muy de cerca el acerado frío de la guadaña de la muerte, en pocos segundos, transformado en murciélago y volando como alma que el diablo lleva, completó la distancia entre la tapia —llamada “de los pujidos”—, y un remodelado castillo de los suburbios, en una de cuyas almenadas torres, en iluminado aviso multicolor podía leerse desde la distancia, “La sofisticada. Policlínica de Súper-Especialistas”. Abrigaba el Señor Conde en lo insondable de su despreciable alma, la firme convicción de que sólo, un tal profesional, podría alivianarle su tremendo desasosiego…”

    ¿Qué habría de ocurrirle al Conde Drácula por su ennegrecido hallazgo, por su queja tan específica, concreta y de por sí, diagnóstica? ¿Encontraría en el Súper-Especialista el bálsamo que mitigara el sufrimiento de su alma pecadora —alma al fin—? ¿Prevalecería en su caso el arte anamnéstico o la acción irreflexiva…?

     

     

     

En el Acto I, exaltamos el valor semiológico de la melena o heces de color negro por la presencia de sangre digerida originada en el esófago, estómago o primeros tramos del intestino delgado. Además, enfatizamos la importancia de la comunicación y del saber escuchar en la relación médico-paciente como paso previo e inaplazable a la indicación de exámenes complementarios que, en su ausencia, pueden crearle al pobre enfermo más problemas que beneficios. En el mismo Acto I, por un albur del destino, el Conde Drácula, en las adyacencias de una tapia —llamada “de los pujidos”—, había comparado sus heces ennegrecidas con las de otros humanos que habían defecado previamente a él. Su sorpresa y terror habían sido tales que lo encontramos movilizándose hacia un modernizado castillo, devenido en sofisticada clínica de súper-especialistas. Continuemos pues nuestra verídica y penosa historia…

-“Transmutado en murciélago y cortando raudo la pesada bruma en la denegrida noche transilvana, el señor Conde se lamentaba de su suerte: ¡Tan bien que la había pasado durante tantos siglos! Había paladeado sinnúmero de sangres diferentes: El gustillo suave y perfumado de las mozuelas saludables, el melífero sabor de las diabéticas, el toque de amargor de las despechadas, el bilioso acento de las inquinadas, y hasta el inconfundible saborcillo a orina de las académicas… Parecíale como si su disoluta biografía estuviera a punto de culminar, y él ¡no estaba preparado aún para ello! Miles de preguntas se agolpaban en su mente depravada ante la situación que su condición de poco observador y distraído, le había deparado. ¿Por qué negras? ¿Por qué tan diferentes? ¿Por qué tan fétidas? Y fue así, como ya transformado en gente, llegó jadeante ante una oficina del remodelado castillete donde, según rezaba en una fina placa de cobre pulido fijada a la pared, despachaba el “DocTOR TURA, Súper-Especialista en estómago, apéndices y aledaños”.

Las paredes del recinto estaban tapizadas de diplomas y certificados que, en extrañas lenguas, atestiguaban de sudorosos posgrados en renombradas universidades allende los mares. Ignorando a quienes primero que él, habían llegado —y que, ante el macabro porte del acelerado sujeto, optaron por no protestar—, de un empellón, sacudió la puerta del despacho y penetró en la estancia donde el especialista contaba con fruición innumerables piedras extraídas de una vesícula biliar aún tibia. Erguido ante él, le dijo con profunda y tenebrosa voz:

“-Soy el Conde Drácula, archiconocido vampiro de profesión, archisabido en grupos y subgrupos sanguíneos y ciudadano esclarecido de esta comarca… —y enseguida remató— Traigo una queja de suma urgencia y exijo inmediata atención, pues según creo, es única y mortal: Mis heces son tan negras como el petróleo y bastante más que mi alma miserable …”

“Al oír la tan conocida queja proferida por el larguirucho y desconocido sujeto, los ojillos del cejijunto súper-especialista fulguraron, así que de inmediato le respondió, decidido y tajante: -“No me diga más nada. A quien tanto ve, con un sólo ojo le basta. De su caso por resuelto. ¡Ya yo sé lo que usted tiene…! Comenzaremos a revisarle sin preámbulo y sobre la marcha, pues todo lo demás es tan sólo pérdida de “MI” precioso tiempo. Me regiré por un acabado plan de estudio o protocolo, que, en forma por demás rigurosa, seguíamos en casos tales como el suyo en la computarizada universidad, la quintaesencia de la modernidad, donde realizara mis últimos estudios de perfeccionamiento…” -“Pero…”—dijo Drácula, tratando de que se le oyera previamente-, cuando fue interrumpido en seco por su interlocutor, quien a su vez le dijo, clavando sus ojuelos iracundos en los suyos perversos, -“¡No diga una palabra más, que de súbito le examinaremos de cabo a rabo! -al tiempo que pensaba para sí, –“Qué quemo mis ambicionados títulos y certificados si no hay un vaso sanguíneo manando sangre en el tubo digestivo de este parroquiano, entre la boca y su antípoda…” .

-“Pero…” —balbuceó Drácula otra vez- Más por segunda y última ocasión le atajó el curador en tono casi rugiente: -“¡Nada de peros..!, vaya quitándose la capa, el chaleco, los pantalones y los calzoncillos, que sin tardanza hemos de comenzar por el último de los mentados…” ¿Por qué comenzar tan bajo, por donde la causa casi de seguro que no estaba? —nos preguntamos— Simplemente, ‘línea de partido’: Había que actuar en sujeción al protocolo…

  Drácula, ¿hombre? ilustre y enterado, pensó —aunque extrañado— que la anamnesis era, efectivamente, cosa de tiempos pasados y que debía seguir las convicciones del otro. Y créanme, que nada tan denigrante para el Señor de la Maldad y Amo de las Tinieblas fue el verse adoptando aquella ignominiosa posición, dizque de “plegaria mahometana” en que le dispuso el exclusivista. ¡Él, cuyos clerófobos labios jamás habían pronunciado ni una oración jaculatoria!, ahora estaba allí, en tan grotesca postura, en cuatro patas, cabeza abajo y ancas arriba!

Pero de pronto, sus pensamientos fueron interrumpidos al sentirse agredido por el dedo índice del galeno, que diligente y activo, mediante un tacto rectal, buscaba la enfermedad por no sabemos dónde… Finalizado el incómodo asuntico, el especialista depositó el recién retirado guante de látex en un recipiente de vidrio y le puso en contacto con ácido acético, guayaco y agua oxigenada -sin importarle un pepino la negritud de los residuos al guante adheridos— y al observar el viraje a un color morado intenso, dijo complacido y frío, -“Lo que me temía, sangre ‘oculta’ positiva en las heces!” y sin pestañear, ni dejar pestañear al macilento vampiro, le introdujo, sin dolor de su alma y de un sólo golpe, macerado por el tino y la experiencia y por donde precisamente el cóccix pierde su nombre, un rectosigmoidoscopio rígido hasta la marca de 45 centímetros, oyéndosele decir triunfal, -“¡Cerca de media vara..!”.

  Su instrumento, un cilindro metálico hueco con luz propia, le permitiría ver los últimos tramos del colon descendente: el sigmoides y el recto… Sacudido como fue por tan bajo golpe, Drácula para sí pensó que sabía podía ser abatido si se le clavaba una estaca en el centro de su negro corazón, pero nunca había llegado a imaginarse que tuviera que morir en tan ofensiva posición, y sobre todo de manera tan vil, “atravesado de a por detrás y sin prevención alguna…”.

Mas, nada de eso ocurrióle… ¡No profirió alarido alguno, seguía vivo y con el raciocinio intacto! El espejo que estaba frente a la camilla de examen no reflejaba la imagen del Señor Conde, así que el instrumento se veía como suspendido en el espacio… Pero tan ocupado y ciego ante los hechos el exclusivista estaba, que sólo buscaba un vaso sanguíneo roto al cual echarle las culpas y poder fulgurarlo con su potente disparador de rayos láser…” Dejemos por un momento a Drácula solo con su doctor y volvamos más tarde…

Meditemos sobre cuántas veces nos hemos ido de bruces a realizar exploraciones irracionales, sin haber siquiera escuchado lo que el enfermo quiso decirnos, o lo que debimos haberle preguntado previamente. ¡Mea culpa!

 

El arte del diagnóstico es uno de los ejercicios intelectuales más depurados y hermosos del acto médico, porque en él se conjuga un profundo conocimiento en materia médica y experiencia adquirida al través de la praxis, con el don de la observación crítica y fina, el razonamiento correcto para ejercer el diagnóstico diferencial —donde el médico descarta otras enfermedades parecidas que comparten hechos similares—, la capacidad de integración y una mente abierta y plástica para no adherirse tercamente a un diagnóstico previo, sea propio o extraño.

En los tiempos actuales y por los progresos tecnológicos que nos vienen fundamentalmente de Norteamérica, ya pareciera estar de más o ‘démodé’, enseñar a los alumnos a usar su inteligencia y conocimientos para hacer diagnósticos; por ende, este es transferido al examen complementario irresponsable, ya sea de laboratorio o por imágenes radiológicas. Este proceder, tiene a su vez, desastrosos efectos para el médico en formación: Pereza o insuficiencia para razonar o hacer un diagnóstico diferencial, indicación de exámenes sin reflexión alguna, por pura rutina -“a ver si la pega”—, desvirtuando el acto médico. La indicación de una plétora de exámenes sin justificación clínica, es un hecho por demás sintomático de la ignorancia del profesional sobre lo que le ocurre a su paciente. ¡Y es tan común en nuestros días…!

Dejamos al protagonista de nuestra sátira, el Conde Drácula, en posición genupectoral o de “plegaria mahometana” y con un rectosigmoidoscopio rígido “in situ”, con el que se buscaba —por donde seguro no estaba— el origen de su melena o heces ennegrecidas por la presencia de sangre digerida…

-“Con destreza de perro viejo, el especialista manipulaba el instrumento de un lado a otro y de adentro hacia afuera, al tiempo que exclamaba a baja voz y como quien juega a las escondidas, -“Nada por aquí, nada por allá, nada por acullá..!”, repitiéndolo como un conjuro, una y otra vez. Y en la última, en la que al fin lo extrajo, nuestro malhadado héroe, con los pelos erizados le oyó decir, -“No cantes victoria enfermedad, que el colon es largo y mi aparato muy corto, pero aquí te tengo una sorpresita.”— y acto seguido, de una hermosa y pulida caja de metal, extrajo un largo y flexible artefacto, que perspiraba tecnología nipona a lo largo y ancho de su cilíndrico perfil, al tiempo que se lo introducía por el recién ofendido orificio, imprimiéndole en amañada forma, movimientos de propulsión, retropulsión y torsión, que acompañaba con su ojo de observador sagaz, literalmente encolado al ocular del instrumento.

 Drácula sudaba y hasta sentía que no podía tragar… y menos aún hablar, pues algo le decía que tenía como un hueso atorado en el güergüero… Al término, un grito del científico le saco de sus cavilaciones- “¡Eureka! -gritó el galeno jubiloso— con mi flamante colonoscopio flexible, he transitado de pé-a-pá, toda la longitud del colon, llegando hasta la mismísima válvula ileocecal, que lo separa del intestino delgado y ni rastros del villano que ansío ver… —y acotó de inmediato, mientras muy confundido, se rascaba la cabeza ahogada en caspa— pero -“¡Demonios!, lo que busco ha de estar en alguna parte, y como que me llamo DocTOR TURA, le juro que lo conseguiré…”.

-“A ver, póngase sus calzonetas y sus pantalones y se me sienta aquí!” —le dijo el ‘súper’ en tono decidido y energético a nuestro ya pacificado paciente-. Y a pesar de que el Conde sentía que sus orejotas exangües estaban a punto de sangrarle, y de que casi “que se le iba el mundo”, tan aterrado como estaba con su presunción de grave enfermedad, que se sobrepuso y se sentó dispuesto, en la silla que el casposo le ofreciera.

Acto seguido, le introdujo un horrible aparato por las narinas, un espéculo nasal, que casi lo hizo estornudar, por donde miró de refilón, para únicamente ver una mucosa nasal sana. Luego, le ordenó desorbitado, “¡Abra la boca!” y asistido por una paleta le exploró las encías, el piso de la boca, la lengua y la garganta, sin prestar mayor atención a sus afilados y agujereados colmillos, que enrojecidos, sobresalían amenazantes de entre los otros dientes, dictando a una moderna grabadora en docto lenguaje: -“Ninguna enfermedad en las encías, excoriaciones, ulceraciones o vasos anormales. Saburra rojiza sobre la lengua. En apariencia, todo parece estar saludable…” y más rápido que un parpadeo, retiró otro luengo aparato de una singular maleta ‘ad hoc’, que de seguidas y sin miramientos, se lo enchufó por la boca, pidiéndole se lo tragara como si fuera un espagueti. En su fuero interno -porque aquel condenado utensilio le impedía quejarse o hablar— el Conde pensó, -“Dígame mí… que nunca he comido espaguetis y ni tan siquiera sé cómo son…”.

Como en anteriores oportunidades, nuestro brillante especialista, se comunicaba únicamente con su grabadora, oyéndosele decir -“Esófago-gastroduodenoscopia: Esófago de superficie rosada, lisa y saludable. No veo várices, úlceras, punteado hemorrágico o evidencias de reflujo. La unión esófago-gástrica es normal. No hay hernia hiatal. Se toman las biopsias de ley…”, y de un diestro zambombazo, pasó el instrumento hacia el estómago —siempre en continuo monólogo con su grabadora—, diciéndole estar pasando por la calle gástrica, la curvatura mayor, el antro pilórico y el duodeno, dándole vueltas a aquel espagueti gigante, con su cabeza a él adherida como sanguijuela ayunosa, tomándole biopsias aquí y más allá. De improviso, y en un acto de respeto y humana convivencia, díjole el ‘súper’ a su desvencijado cliente, brindándole el ocular de su aparato: -“¡Mírese por dentro, qué maravillosa “máquina” que somos los humanos… ¿No le parece?!”

Nuestro Conde, casi que arroja el espagueti, al ver aquella anfractuosa cavidad que entonces se le antojó era asquerosa chinchurria… -“Ahora -le dijo el exclusivista tocándole el sitio—, va a sentir un pesito aquí, en la boca del estómago. Es que tengo que insuflarle más aire para no dejar de ver el ‘fundus’ de su estómago, ¡Ahh! ese cofre de sorpresas…”. Y dicho y hecho. Pero aquello fue el colmo. Por el inflamiento, los ojos de Drácula, por naturaleza, inyectados y amarillentos, ahora parecían dos metras bolondronas purpurinas, que, dispuestas a abandonar sus cuencas, se debatían en tremendo pugilato con sus medios anatómicos de sostén, muy fuertes por cierto…

No obstante, se dijo mentalmente y para darse ánimos —aquellos que casi le habían abandonado-, “Voy circulando por el camino de la verdad asido a una mano diestra, y cualquier sacrificio será poco…” Mientras esto hacía, Tura, meditabundo y en bajo soliloquio se decía, -“¡Nunca he visto mucosa digestiva tan sana como ésta… por cierto doy que este sujeto debe comer algo muy sano, fresco, natural y definitivamente exento de aditivos y sustancias irritantes!…, pero, entonces, ¿¡de dónde carajo vendrá esta maldita sangre…!?”

¿Qué acontecerá al Conde Drácula? ¿Qué nuevas exploraciones le tendrá planificadas el DocTOR TURA a fin de encontrar la ‘tubería’ rota? ¿Le deparará alivio la tecnología sin concierto al alado demonio o su situación dará un vuelco inesperado…?

 

Si el ser humano no hablara, los médicos seríamos simples veterinarios… Cuando un murciélago se enreda en el cabello de una mujer, el hecho —se asegura— es prenuncio de muerte o desastroso noviazgo. Cuando los médicos contraponemos nuestro tiempo/nuestro beneficio, al tiempo que deberíamos destinar para una comunicación elucidaria con el paciente, el hecho es heraldo de fiasco, clarinada que avisa de una andanada de injustificadas, inconsideradas e insensatas exploraciones. Los vampiros, insatisfechos con su suerte, suelen frecuentar lugares sagrados, templos e iglesias, para orar por su salvación. El médico que desatiende su rol y su arte, abandona el templo de la sabiduría para transitar los lugares comunes de la ligereza, pereza mental y desamor por el estudio, sin una orientación clínica, tornará el atajo de la tecnología imponderada, que siendo una creación de la inteligencia humana no puede reemplazar el uso de esa misma inteligencia en la atención primaria del paciente, pues, aunque usted no me crea, mientras menos tiempo me tome yo para entender su problema y mientras más exámenes le ordene, tenga la convicción de que más lejos de la verdad me encontraré…, porque la correcta interpretación de un examen o procedimiento específico sólo será posible si se correlaciona con los hallazgos de aquello para lo cual… ¡No hay sustituto!: ¡La historia y el razonamiento clínicos! Y si los resultados de los complementarios estuviesen en contradicción con las manifestaciones clínicas… ¡al cesto de la basura con ellos!

Hasta este momento, el pobre Conde Drácula ha sido “invadido” repetidas veces por un tecnicismo errático. Su médico tratante, el DocTOR TURA, un ‘súper-especialista’ avezado en complejas técnicas, ha ignorado la anamnesis, el arte de hablar y observar a un paciente, indagando sobre su vida y enfermedad, y por tanto no encuentra el motivo de su melena o heces alquitranadas. Le habíamos dejado con el endoscopio introducido en su tubo digestivo superior, donde nada anormal había encontrado, pero todavía seguía pensando que en algún lugar —tal vez en su imaginación- se encontraba un vaso sanguíneo dejando escapar sangre…

Así que, turbado y sin perder la compostura, retiró el bicho aquel de la ¿humanidad? de un Drácula, ya reducido a piltrafa, e ignorando que su entecada figura no originaba sombra, le dijo ceremonioso: -“Ya puede irse, mi querido amigo. Por hoy hemos terminado. No he podido identificar aún el origen del mal que lo acogota, sin embargo, mañana le realizaremos la segunda etapa del plan de estudio que nos hemos propuesto, vale decir, un no invasivo ecosonograma abdominal, una simple coledocoscopia, eventualmente una laparoscopia, para con este periscopio mirarle la barriga del lado adentro con biopsias dirigidas donde fuere menester… ¡Ahh! y una resonancia magnética abdominal, el benjamín de la tecnología, que por cierto ya ha arribado a ésta, su casa, y con el que le veremos sus átomos hidrógeno interactuando con un campo magnético y reconociendo, de una vez por todas, a “ese malandrín llamado melena”… ¡Dé por seguro que desentrañaremos el misterio! Pero ahora, pase por donde mi secretaria y bájese de la… ¡Ejem!, quiero decirle por favor, sáldele 100.000 bolívares S, por concepto de libre acceso a mis experimentadas manos, por consumo de compuestos de alta energía por las neuronas de mis lóbulos frontales y por el uso/deterioro/depreciación de mi sofisticado instrumental japonés de a dólar innombrable…”

Drácula, que no acostumbraba a llevar en su alforja tan abultada suma de dinero, no tuvo más remedio que recurrir a su tarjeta de crédito dorada… ¡Afortunadamente, la súper-clínica estaba afiliada a ella…! Abandonó el lugar cabizbajo y todavía turulato por el efecto de las dos pre anestesias que llevaba entre pecho y espalda, pero todavía peor, más aterrado que después de su casual descubrimiento, allá, en la tapia llamada “de los pujidos”. Mascullando su amargura, pudo oír tras sí la voz de su doctor, que sacudiéndose la caspa gritaba: -“¡El que sigue que vaya quitándose los calzones…!”

La ciencia médica no había podido hacer nada por él: Moriría como un vulgar mortal con esa enfermedad que tiñe las heces con el color de la noche -pensó-. En el camino se topó con una curvilínea lugareña, para ser más exactos una morena de ojos verdes, caderas insinuantes y minifalda ajustada, quien le hizo ojitos y otras carantoñas, que él, tan abatido como estaba, no alcanzó a reparar… Y créanme que hasta unas náuseas irrefrenables se apoderaban de su inmundo ser al sólo evocar una femenina figura… ¡Así sería su congoja que hasta había perdido su ancestral apetito…!

A su retorno al castillo, ansiosas le esperaban su legión de cloróticas concubinas, alineadas en estricto orden jerárquico y dispuestas a recibir su chupada de rigor… Pero, qué desconcierto y tristeza todas mostraron al ver tan perturbado a su Amo y Señor, quien inmutable y por primera vez centurias, pasó directo a su recámara sin siquiera tomar, aquel, su acostumbrado refrigerio de la aurora.

Y allí, en las tinieblas, permaneció casi todo lo que restaba de aquella larga noche, inclinado sobre su siempre fiel sarcófago, con sus huesudas manos hundidas en la desgreñada cabellera, rumiando su inexorable destino… Pero al fin pudo verbalizar la horrible verdad que se atosigaba en su garganta —aún maltratada por la reciente intromisión tecnológica-. La favorita de su afecto, conoció de ella, ésta, por cierto, una ¡médica internista! de azules ojos, piel de almendra y suaves contornos, retirada precozmente de la profesión a raíz del fatídico mordisco que aquél le propinara meses atrás, al oír la escatológica revelación, estalló en sonoras carcajadas. Con voz queda, ‘la clínica’ le tranquilizó y reconfortó diciéndole:

“Entra en tu ataúd y duerme en paz, mi querido Señor, mi desadvertido y tan poco inquiridor Amo. ¡No habrá segunda etapa! Tú, al igual que todas nosotras, no sufres de mal alguno. Tú vivirás por siempre… Y con balsámica prosa concluyó su admonición:

 

— “¡Escrito está con simpleza, que todo aquel que con sangre

se alimente, por ventura qué negro habrá de ensuciar..!”

 

¡Qué transformación tan increíble sufrió aquél abyecto despojo! Tan sólo bastaron aquellas económicas y reveladoras palabras para que Drácula, ya alivianado y con el apetito renovado, tomara en ella su merienda y durmiera todo aquel día y hasta la próxima noche, no sin antes pensar con frustración y desconsuelo: — “¡Otro simple caso de médica ligereza…! ¿Por qué TURA se peló y por qué no me interpeló previamente, sobre mis exóticas inclinaciones gastronómicas…?” No resulta exagerado el decir que esa noche con el “superespecialista” y su acabado protocolo, fue peor que aquella otra en la que al fin se puso término a su aterrorizante reinado secular, cuándo claváronle tremendo palo en el centro de su impío corazón, y en la que, en concomitancia, le metieron candela a su lóbrega mansión y a todo cuanto en ella se movía…

-¿Qué podemos aprender los médico del sórdido caso de la melena espuria del Conde Drácula?, ¿Podremos oponernos al creciente avance de la tecnología empleada sin medida, oportunidad ni concierto..? ¿La moraleja…?

 

 

¡Cuántos sinsabores los que pasó el Conde Drácula de manos del docTOR TURA, un galeno sordo y ciego, que le sometiera a abusivas exploraciones de sus vías digestivas buscando la causa de su melena espuria o falsa —heces de color negruzco por contener sangre digerida —, un pseudosíntoma amalgamado a su estilo de vida y extravagante alimentación! A lo largo de cuatro actos sufrimos con el señor Conde, los pormenores de sus insólitas revisiones, que, de algún modo jocosas, en la realidad posibles… ¿Cuántas veces el enfermo cree que el uso del tecnicismo más moderno, en ausencia de una clara verbalización de sus quejas, le ahorrará tiempo, traumas y frustraciones? ¿No es muchas veces él, quien le da carta franca al médico para que abuse de la tecnología y de su confianza al decirle: -“¡Hospitalíceme doctor y hágame TODOS los exámenes…!” ¿No es este proceder un “tentar al demonio” en la forma de un resultado artefactual, un valor en la sangre que se sale un poquito fuera de la norma y que, aunque nada signifique, le aventará como a Ulises hacia los mares embravecidos de los malos entendidos, de más exámenes y hasta de innecesaria cirugía…? ¿Cuál pues es la moraleja de nuestra verídica historia…?

 

El gaznápiro “súper-especialista” de marras, en su dilatada experiencia y tecnológica sapiencia, tan seguro como de su arte estaba, que acalló de un soplido y con su urgente deseo de hacer, lo primero que debía acometer: Aquél inaplazable ritual facultativo, el del amnestésico inquirir sobre el cómo y el qué; sobre el cuándo y el dónde; sobre el por qué y el debido a que, de tan escatológica relación: los antecedentes, riesgos profesionales, gustos alimentarios y muchos otros, que tan sólo la abierta comunicación procura, sin olvidar por supuesto, la corporal revisión, desde el desgreñado cabello hasta los apéndices pedales, de aquél mefistofélico y pestilente pecador…

Olvidó —o no lo sabía— que a todo aquel qué vampiro es, la melena espuria muy de cerca le acompaña, y que al igual que los que se deleitan con morcillas, o a los hipocondríacos que por pretendida anemia hierro se atapuzan por doquier, las feces de negro se le tiñen… Que menos daño al pellejo y al bolsillo se ha de hacer, si en profunda comunión con el dolido, se le puede comprender y confortar, y que ni la villanía del infame Conde Drácula, ni su sórdido currículum, justificaban de sí ese inmerecido sufrimiento que de manos de un “ducho especialista” se ganara, y del que hoy día podría dar fe en la espeluznante Transilvania, aquella noche ajetreada, nebulosa y fría, en la que al pobre chupador, en meticulosa sucesión, le fueron repetidamente deshonrados, todos sus orificios naturales…

El axioma de la melena espuria del Conde Drácula, quiso poner de manifiesto y enfatizar una patología “nostra”, una frecuente dolencia de nosotros, los médicos, en nuestra relación con el paciente: “la falta-de comunicación”, “el no-saber-escuchar” y la plétora de exámenes irreflexivos que de ello resulta, como un hecho sintomático más, de estos borrascosos tiempos en que vivimos. ¿Será que los profesores mostramos a nuestros alumnos que la vertiente científica del oficio es más importante que el real interés por el paciente al que solemos dejar de lado? ¿Será que le señalamos con la palabra o con la praxis, que el saber al dedillo la sensibilidad y especificidad de tal o cual síntoma, signo o examen complementario se antepone, o es más importante que el fomento de virtudes tales como la comprensión, compasión, sabiduría, la mesura, sensibilidad social o la afirmación de un compromiso con las necesidades primarias del enfermo? Quizás por eso, es que ya el médico no es más visto como alguien que merezca admiración y respeto. El doctor Samuel Hellman ha escrito, “El médico ha caído definitivamente de su pedestal…¨ De discusiones con mis colegas y pacientes, estoy convencido de que los médicos ya no somos vistos de manera diferente a los miembros de otras profesiones.

El sentimiento de que la medicina es una vocación superior, se ha desvanecido… Una reciente encuesta norteamericana informó que un 26% del público entrevistado, respetaba menos a sus médicos que diez años atrás; sólo un 14% expresó lo opuesto. Un 29% afirmó que sus médicos les dieron tiempo suficiente para expresar sus quejas, y más del 50% pensaban que el médico de hoy, mostraba menos interés por sus pacientes del que exhibían sus colegas del pasado… Atrapado pues, puede quedar el enfermo, entre la falta de comunicación y el desinterés, por una parte, y la forma irreflexiva como se indican las exploraciones complementarias por la otra.

¡De ninguna forma podríamos estar opuestos a una tecnología razonable, razonada y empleada en su oportunidad! La interpretación de exámenes modernos, complejos y costosos, únicamente es posible, si ellos encajan armoniosamente con los hallazgos de un examen clínico integral, para lo cual, como ya hemos dicho repetidas veces, ¡no existe sustituto! La historia clínica es EL TODO; la exploración paraclínica o complementaria es tan sólo un momento, una pequeña parte de ese todo, que nada dice, a menos que en simpatía, se articule con ella… Si el examen clínico es inteligente y refinado, tanto más útiles serán los hallazgos de laboratorio. Y es que, además, ha de tomarse en cuenta que muchos métodos de diagnósticos no siempre son inocuos, pues algunos tienen potencial para producir dolor, secuelas y aún, la muerte.

 Otros, resultan en oneroso gravamen para el enfermo, lo que no siempre es apreciado por el médico en toda su magnitud, particularmente en países como el nuestro, donde la seguridad social es tan sólo un concepto abstracto… Adicionalmente, los hallazgos objetivos que se obtengan, dependerán de múltiples vectores que no siempre están en equilibrio: Equipos bien calibrados, personal auxiliar bien preparado, técnicos honestos y escrupulosos, supervisión del procedimiento por médicos de cuerpo presente, y no menos importante, la interpretación del estudio por un profesional capaz, sosegado y enterado. Por último, si el procedimiento establece la presencia de un proceso patológico definido, no quiere ello decir, que tenga valor clínico alguno para explicar las molestias del enfermo, es lo que llamamos un «incidentaloma…». Tal ha ocurrido en nuestros días con la incorporación de la tomografía computarizada o la resonancia magnética cerebrales. Mediante ellas, el diagnóstico de aracnoidocele selar o síndrome de silla turca vacía, una condición por demás benigna -con muy escasas excepciones- y que consiste en una acumulación inocente de líquido en la silla turca de la base craneal, aun cuando suele ser un hallazgo irrelevante, sin significación de enfermedad, ha llevado a innumerables pacientes a una cirugía irreflexiva, inútil, insensata y no siempre inocua…

 

El docTOR TURA con su hacer, nos señala cómo podemos salirnos del camino real y tomar los atajos de la sinrazón. El reconocimiento de nuestros errores, encierra tal vez, las enseñanzas de más valor: Abusamos de las exploraciones sencillamente porque la historia clínica ha sido insuficiente, porque somos ignorantes o no estudiar ni queremos pensar y esto, es válido para toda especialidad médica. El médico que se hace diestro en su arte, que confía en la madre clínica y pulimenta sus habilidades y destrezas, será el que menos necesitará del procedimiento complementario; y de requerirlo, tanto más valioso será al conjugarlo a su razonamiento clínico…

rafaelmuci@gmail.com

El humor sana… Burlándonos de la enfermedad…

Su único pecado fue el de llamarse Claudemor… Bueno, realmente la falta no fue de él, fue esclarecida idea de la tarúpida[1] de su mamá, que se enamoró del nombrecito cuando lo leyera en la caja de un producto contra las hemorroides, a veces en crema, a veces en supositorios, dotado de propiedades hemostáticas, analgésicas, antipruriginosas, antisépticas, desinfectantes y cicatrizantes… Abrigaba el ingente deseo de que su pimpollo fuera médico y por tanto, en su cerril intelecto, todas esas propiedades curativas, emolientes y suavizantes, serían adquiridas por la gracia de Dios en la pila bautismal no más al echarle el agua bendita.

Siempre que pasaban lista en el colegio, al nombrarlo, todos pensaban que era una niña y un quedo murmullo que parecía decir, ¡no me digas más nada!, se esparcía por toda la estancia cuando levantaba la mano en señal de presencia. Porque cuando niños, solíamos ser muy crueles, y ahora, de adultos, a muchos no sólo no se nos ha quitado, sino que se nos ha exacerbado la sevicia. En los recreos sus compañeros intentaban tocarlo por detrás y él, se defendía como podía con patadas, escupitajos, mordiscos e imprecaciones referidas a la madre de sus ofensores, hasta que un día cansado de repetir la función de cada día, se dejó de eso, lo que fue imitado también por sus fastidiosos compañeros…

Habiendo tantos nombres para los dos géneros, sucede también que a las madres se les ocurren nombres unisex o de doble uso como Carmen, Carol, Andrea, Cristian o Josmar, que a uno lo confunden hasta que el portador del apelativo se coloca en nuestro campo de visión. O aquellos otros como Azuceno, Narciso, Margarito, Floripondio, Gardenio o Magnolio que sugieren que detrás del perfume de una flor algún veneno se esconde…

Si a ver vamos, las hemorroides o varices, son engrosamientos de las venas en el recto y el ano, una despreciable condición sin rango ni nobleza de enfermedad, particularmente cuando se las llama «almorranas», pues se llevan indignamente como las enfermedades ocultas de antaño, de las cuales eran paradigmas la gonorrea, el bubón y la sífilis, pronunciadas a sotto voce, con vergüenza y con no menos sonrojo por el sufriente, por lo que era preferible designarlas con edulcorados nombres como blenorragia, lúes o «efectos colaterales del amor» como preconizaba Siboulei.  Dígame el abominable nombre de chancro, que no empleábamos cuando tomábamos nuestra anamnesis en la historia clínica y que no usábamos por ser un nombre técnico, pero en su lugar, sí el otro, conocido por el vulgo como ¨llaguitas puercas¨, tan despreciables como su llagoso aspecto y si la persona osara tener relaciones sexuales orales, la úlcera hasta podría contagiársele en la lengua, pudiendo afectar también los labios, paladar o la garganta profunda.

En una ocasión, cursando el quinto año de medicina, en una guardia en la Cruz Roja Venezolana, me consultó casi una niña, una hermosa adolescente por presentar una úlcera indolora a un costado de la lengua. ¿¡Cómo no iba yo a saber lo que era!?, ¿Acaso en las junticas de mi adolescencia no habían facultos en las artes del amor impuro y sus efectos colaterales…? Lo que no atinaba era a cómo interrogarle al respecto; preguntarle eso relativo a lo qué había metido en su boca y sólo se me ocurrió preguntarle si había estado cerca de un micrófono… En mi pecaminosa mente pubescente también victoriana y cochambrosa, ¨tenía que ser¨ un chancro sifilítico pues no tenía otro diagnóstico alternativo, así, que muy orondo preferí llevarla como un trofeo diagnóstico a la consulta de dermatología.

Déjenme contarles que me hicieron sentir muy mal. Aquel bochornoso ulcus motivó miradas y más miradas, con y sin lupa, sin las disimuladas risitas que esperaba y diferentes diagnósticos diferenciales volaron de los labios de aquellos sabios que en mi ignorancia desconocía y que aún desconozco…

[1] Tarúpida: Tarada y estúpida.

Luego de varios días supe que le habían hecho un hisopado de la lesión y practicada a la muestra una microscopia de ¨campo oscuro¨, observándose en la penumbra instrumental una parranda de treponemas pálidos en movimiento browniano, de esos descritos por el zoólogo alemán Fritz Schaudinn en 1905, y comprobación de que nada debe meterse en la boca antes de ser atentamente escrudiñado. ¡Suerte de principiante! –tuve que aceptar-.

Retornando a las inefables hemorroides, trasunto de molestia, picazón, sangrado, ardor insoportable y pellizcos en los fondillos; esas, percibidas como una pudrición íntima, como una miseria moral, que aflora en el cuerpo para hacerse incordio y manar sangre rutilante que se transparenta en la pantaleta o el pantalón haciéndonos sudar y tragar grueso cuando nos advierten acerca de ¨esa mancha en el trasero tuyo…¨; esas que no permiten mantener la dignidad en unos niveles aceptables…

Una de las preguntas que el doctor Carlos Hernández H. (†),¨@sacote¨, nuestro bien recordado académico y amigo, me hiciera en mi examen final de Clínica Quirúrgica II, se refirió a la clasificación de las almorranas; por cierto, juro que no las llamó así… Para un internista en ciernes aquello no podía ser otra cosa que una pregunta malintencionada, rastrera y referida a los llamados ¨países más bajos¨, indigna de ser contestada, pero que de no responder podía dejarme a la final como Panchito Mandefuá, el niño de la calle de Pocaterra, aquel que cenó con el Niño Jesús después que un carro lo atropellara…  mi respuesta no salía de los linderos de ¨internas, externas y mixtas¨, y ¨@sacote¨ me miraba fijamente, creo que abrigando seriamente la idea de aplazarme por patiquín ignorante.

Menos mal que mi admirado Maestro Francisco Montbrun (†), también parte y presidente del jurado, vino en mi salvación evitándome a mí mismo una trombosis hemorroidaria, al interrumpir mi balbuceo que no iba a ningún lado, sacarme de aquel berenjenal y preguntarme acerca del bocio tóxico y la hipertensión portal, entidades archiconocidas por mí, que por supuesto, ¨siendo mi comida¨ me llevó a los 19 puntos sobre 20 que saqué y dejó a ¨@ sacote¨ con los crespos hechos…

El tratamiento de la recalcitrante condición incluía toda clase de remedios populares, algunos grotescos y patéticos, en adición a una cuidadosa higiene, hielo entre las posaderas, baños de asiento con fruta de uva de playa, tiras frías de la penca de la sábila o aloe vera –ojo, sin piel ni espinas-, todos los días polvo de linaza en el desayuno, alimentos que tuvieran fibra, salvado de trigo, ingestión de cuatro vasos de agua por la mañana, una bolsita de té húmeda entre las nalgas o una rodaja de pepino en el ojo ciego u ojo sin pestañas y hasta mentol, que acrecienta el ardor por pocas horas y luego mejora…

Para no dejar de lado a los sufrientes de tan tenebrosa condición, también me enteré que tienen un santo patrón, que igualmente lo es de los jardineros que cuidan de las flores ¿?, un monje irlandés llamado San Fiacre que vivió en el condado de Kilkenny, provincia de Leinster, a principios del siglo VI, al sur oriente del país. Pasó sus primeros años en una ermita donde se sentaba sobre una dura piedra, costumbre tal vez inductora de un bajo desasosiego y de una vaga mirada que cual el ¨El diente roto¨ del Juan Peña de Pedro Emilio Coll, en ¨actitud hierática, como en éxtasis¨, le daba aspecto de profundo meditador, llegando por ello a ser reconocido como un hombre santo, un herbolario y curador, y fue debido a estas cualidades santas que la gente fielmente lo siguió.

  Se advierte que no existen estampitas con su figura que adversen la triste dolencia y para colocar in situ… que, aunque ustedes no lo crean, suelen ser efectivas en otras pertinaces molestias, como la de una tía de Graciela, mi esposa, que ante una cistitis de alto coturno con dolor en el bajo vientre, pujos ardientosos y urgencias miccionales, resistente a todos los antibióticos y aguas refrescantes, decidió poner el asunto en manos del doctor José Gregorio Hernández; pero, al parecer, sus rezos y plegarias no eran escuchadas por aquél, tan ocupado que estaría con tantos rogativos de pidienteros desesperados. Recurrió entonces a un recurso extremo de la exasperación, a una escabrosa estratagema, a un impelable y repugnante ardid: con mucha vergüenza, colocó una estampita del venerable entre la pantaleta y la parte ofendida… En menos de 24 horas estaba virtualmente curada… ¡Ahora sí que le había hecho caso…! Lástima que esta clase de milagros, de los cuales está urgido nuestro santo colega, pudieran no ser aceptados por la Vicepostulación de su Causa.

Pero volviendo a otros tratamientos más inverosímiles, recuerdo que desde pequeño oía a mis mayores decir que una de las armas más efectivas para el tratamiento de las hemorroides era colocarse en el dedo anular de la mano derecha un anillo elaborado con el casco de un burro negro. En lo futuro, bastaba que viera una persona vistiendo el adminículo circular en su dedo anular o cuarto dedo para interrogarle acerca de si sufría de hemorroides. Reiteradamente, la respuesta fue y ha sido siempre afirmativa. No obstante, con el progreso de la farmacopea y de los tratamientos para el alivio de esta indisposición en los países más bajos, sin contar con la dificultad para conseguir un burro negro que se deje quitar el casco, ahora sólo los veo ocasionalmente, de tiempo en tiempo…

Ocurrióme pues que un día, como es mi costumbre, le pedí a una señora sesentona que se desvistiera y se pusiera su bata clínica para examinarla. Sentada en la camilla le palpé el cráneo, le observé los tímpanos, le miré con una paleta dientes, lengua y faringe, y tocó el turno al fondo ocular, el cual exploré con detenimiento. Concluida la observación y retirándome hacia atrás, de entre la abertura de la bata salió a relucir o más bien brotó una cadena con la medalla de oro de una Virgen del Carmen. Pero lo más llamativo e inusual fue que engarzada a la cadena, se encontraba acompañándola una sortija de casco de burro negro. Siendo fiel a mi costumbre y en la certeza de un diagnóstico positivo le pregunté:

-“¿Tiene usted hemorroides señora María…?”

A lo que ella sorprendida y con los ojos desmesuradamente abiertos, a su vez repreguntó,

-“¿Es que esa lucecita es  tan potente que pudo vérmelas…?

Bueno, la respuesta fue obviamente confirmatoria y muy ocurrente, y de paso derrumbó la teoría de que sólo surtía efectos al colocarla en el dedo anular de la mano derecha… Además, en su bondad,… la señora María me autorizó fotografiar su cuello…

 

 

  Vivimos en Venezuela tiempos muy duros en los que vemos disolverse a grandes trancos la estructura de un país que otrora fuera envidiado por el concierto de las naciones, esfumarse su esencia ética y moral, y reemplazarse las buenas costumbres por la vulgaridad de una dirigencia inculta, rapaz, perversa y marginal. Es muy difícil tolerar tantas pérdidas y hacer luto por lo ido; debemos mirar esperanzados hacia un futuro donde con las reservas morales que todavía tenemos, recuperemos lo perdido y volvamos a ser un país, una patria…

Entre tanto, toca trabajar con ahínco y también, de tanto en tanto, recurrir al humor como bálsamo tranquilo para aliviar el prurito y la desazón en nuestras almas…

Elogio de la previsión… Encarnizamiento terapéutico y testamento de vida

http://www.anm.org.ve/FTPANM/online/2015/Boletines/N76/N76.html

Sherwin B. Nuland termina su magnífico libro, «How We Die: Reflections on Life’s Final Chapter» o ¨Cómo morimos, reflexiones en el capítulo final de la vida¨ (1994), donde describe en claros detalles el proceso mediante el cual la vida sucumbe a la violencia, la enfermedad o la ancianidad concluyendo con una personal reflexión sobre la muerte que incluye una declaración de sus propias intenciones, una especie de planificación anticipada o instrucciones previas: Falleció en 2014 a los 83 años de un cáncer prostático.

 

  • «El día que yo padezca una enfermedad grave que requiera un tratamiento muy especializado, buscaré un médico experto. Pero no esperaré de él que comprenda mis valores, las esperanzas que abrigo para mí mismo y para los que amo, mi naturaleza espiritual o mi filosofía de la vida. No es para esto para lo que se ha formado y en lo que me puede ayudar. No es esto lo que anima sus cualidades intelectuales. Por estas razones no permitiré que sea el especialista el que decida cuándo abandonar. Yo elegiré mi propio camino o, por lo menos lo expondré con claridad de forma que, si yo no pudiera, se encarguen de tomar la decisión quienes mejor me conocen. Las condiciones de mi dolencia quizá no me permitan “morir bien” o con esa dignidad que buscamos con tanto optimismo, pero en lo que mí dependa, no moriré más tarde de lo necesario simplemente por la absurda razón de que un campeón de la medicina tecnológica no comprenda quién soy»

Sirva este introito de Nuland (1930-2014), cirujano, y escritor que enseñó medicina, bioética e historia de la medicina en la Escuela de medicina de la Universidad de Yale, USA, para adentrarnos en eso que a todos preocupa, pero sobre lo cual no queremos pensar ni mucho menos hablar, el cómo morir…

Antes, debo referirme al libro de Mitch Albom “Tuesday with Morrie, an old man, a young man and life’s greatest lesson”*, donde el joven periodista autor se reúne cada martes con su antiguo maestro de sociología quien agoniza sus contados días atrapado en el cerco inexorable de una esclerosis lateral amiotrófica, mostrándole el profundo significado de la vida. El Cuarto Martes, o Hablemos sobre la muerte, le dice más o menos lo siguiente: “Comencemos con esta idea: todo el mundo sabe que va a morir, pero nadie se lo cree… si lo creyéramos de veras, haríamos las cosas diferentes, por tanto, deberíamos prepararnos para el gran momento”.

En otro párrafo del capítulo le dice, -“Hagamos como los budistas hacen, tengamos cada día un pajarito posado en nuestro hombro a quien preguntemos, ¿Es hoy mi día? ¿Es hoy el día en que moriré? ¿Estoy preparado? ¿Estoy haciendo todo lo que necesito hacer? ¿Estoy siendo la persona que quiero ser? La verdad es Mitch, que una vez que aprendemos cómo morir, aprendemos cómo vivir… Pero ¿por qué es tan difícil pensar en la propia muerte?, porque vamos como sonámbulos, sin experimentar ni sentir el mundo en su totalidad, porque estamos medio adormecidos haciendo automáticamente las cosas que tenemos que hacer… Pero esas cosas en que empeñamos tanto tiempo y esfuerzo bien podrían no ser tan importantes pues estamos muy comprometidos en eso material que ya no nos satisface. Sólo el amor nos provee seguridad espiritual, sin amor somos pájaros con un ala rota…”

  • Hay momentos en nuestras vidas, especialmente cuando se va estrechando nuestro periplo vital en que necesariamente debemos pensar en la muerte y su complejidad, precisamente en estos tiempos de frialdad afectiva y tecnología desbordada.

El caso de mi paciente Cristina, fue sin lugar a dudas uno muy triste. Contaba 75 años al momento de su muerte, pero les aseguro que estaba tan bien conservada y era tan pizpireta, que nadie le calcularía más de sesenta… Un infausto día salir del ascensor del edificio donde vivía con unas bolsas de automercado, una vecina intolerante y medio trastornada le metió el pie intencionalmente; desde su altura se fue al suelo fracturándose el fémur derecho. Al cabo de unas semanas la prótesis colocada no fue tolerada y hubo de ser reemplazada por una segunda. Una infección secundaria llevó a su extracción dejando un tutor en el sitio en espera de una mejor ocasión. Muchas semanas después y llegado el momento oportuno, se llevó nuevamente a pabellón para un segundo reemplazo. Se administró un anticoagulante –heparina- para evitar una trombosis venosa profunda y fue enviada a casa.

Un aciago domingo y en extrañas circunstancias, a eso de las 7.00 am se golpeó la cabeza ¨con una puerta¨. Uno de esos infaustos ¨accidentes hogareños¨, pues no hay una prueba para detectar el maltrato infligido intencionalmente y de los cuales sólo Dios conoce. Largos minutos después la aquejó un intenso dolor de cabeza con vómitos fáciles. Fue llevada a la institución hospitalaria donde se diagnosticó un sangrado intracraneal, un ominoso hematoma epidural que clamaba por su inmediata evacuación para evitar que las estructuras intracraneales se herniaran a través de la apertura de la tienda del cerebelo comprimiendo el tallo cerebral.

* Broadway Books, 1997

Llamado por la familia se me comentó que el marido, ladino, llevaba una vida marital paralela, tenía un hijo recién nacido y la adúltera acosaba telefónicamente a mi paciente echándole en cara su disminuida condición de estéril, de infértil… Cuando la vi en la emergencia a las 12.00 m, tenía ambas pupilas ampliamente dilatadas y no se contraían a la luz intensa; al tocar la córnea -lo claro de sus ojos- estructuras muy sensibles al dolor, no hubo respuesta, como tampoco sus ojos se movieron lateralmente al movilizar suavemente su cabeza hacia los lados –maniobra de ojos de muñeca-. La postura corporal era anormal, manteniendo extendidos los brazos y las piernas, los dedos de los pies apuntando hacia abajo y la cabeza y el cuello algo arqueados hacia atrás. El pellizcamiento de su brazo, solo lograba un movimiento tónico que exageraba la rigidez indicando un grave daño cerebral: tenía un severo compromiso del tallo cerebral que prenunciaba un fracaso terapéutico pues la muerte cerebral ya existía.

Hablé con el neurocirujano comentándole con mucho respeto que la paciente estaba descerebrada y que cualquier intento por mejorarla mediante cirugía, sería inoportuno, abusivo y fútil. Me replicó que ya había hablado con el marido y que él le había dado su consentimiento. La cirugía se retrasó y se realizó siete horas más tarde, eliminando, aún más, cualquier posibilidad de remota recuperación. No reganó conciencia pues no es raro que, al descomprimir el cerebro, si hay esperanza, el paciente muestre rápidos signos de mejoría. Fue trasladada a la unidad de terapia intensiva y allí comenzó el soporte de sus parámetros vitales: ventilación asistida, tensión arterial mantenida con vasopresores, hidratación y antibióticos profilácticos.

Al día siguiente muy temprano en la mañana me fui a hablar con el director de la unidad. Me trató como si fuera un criminal casi acusándome de que estaba sugiriéndole una eutanasia activa; pero no era así, solo quería hacerle notar mis hallazgos neurológicos del día anterior. No hubo comunicación provechosa ni ese día ni los posteriores cuando hablé con otros médicos subalternos.

      El día miércoles fue llevada en ascensor al departamento de radiología con la finalidad de practicarle una tomografía computarizada cerebral y conocer el estado de su cerebro luego de la cirugía descompresiva. Mientras descendían apoyándola mediante ventilación con un ambú, hizo una parada respiratoria y el personal que la trasladaba no pudo ayudarla; así que falleció en pocos minutos.

Ella no había tomado previsiones para una situación tal; nada había dejado por escrito para ese momento de la verdad que es la muerte y que está tan cerca de nosotros como la sombra al cuerpo. Me contaron que después la ceremonia de cremación, el ladino marido, preguntó a la familia quién quería conservar las cenizas…

 

  • Mi segunda paciente Lucila de 91 años, vivía sola, era independiente, tenía una mente muy lúcida y despierta. Aunque no salía de su apartamento, sus hijos, muy pendientes de ella le prodigaban todo cuanto necesitaba.

 No se hallaba con un extraño en casa, así que el servicio doméstico iba tres veces por semana, aseaba, le dejaba la comida preparada sólo para calentar y se iba. Tarde en su vida se había graduado de abogado y con muy buenas calificaciones. Nunca ejerció. Era crítica de la política y sus juicios solían ser muy ajustados a la realidad. Su carácter era muy fuerte, le gustaba querellarse y difícilmente daba su brazo a torcer. Sus hijos muy preocupados me consultaron sobre llevarla a la Mansión del Sagrado Corazón, una institución para mujeres de edad avanzada, aunque también recibe algunas más jóvenes que trabajan. Allí obtendría compañía, seguridad y comida. Les dije que ella no se adaptaría a una situación así porque la conocía muy de cerca. Un defecto en sus pies le dificultaba calzarse y sólo vestía unas medias gruesas y se apoyaba en una andadera o bastón.

Cierto día se cayó en el baño. Por su teléfono celular llamó a una hija quien inmediatamente se trasladó a su apartamento. La encontró en el suelo rodeada de un charco de sangre. Un ominoso hilo de sangre se escapaba por su oído derecho, una otorragia, signo inconfundible de una fractura del peñasco del hueso temporal de la base craneal que al afectar al conducto auditivo externo y desgarrar la membrana timpánica permite el escape de la sangre. Una ambulancia la trasladó a la unidad de terapia intensiva de una clínica de la ciudad. Ingresó consciente y orientada quejándose de intenso dolor de cabeza. La secretaria no me permitió el paso, pero una tarjeta de presentación dirigida a los tratantes, trajo de inmediato la sonrisa de tres intensivistas que habían sido mis alumnos. Hablamos con distensión acerca de los límites que obligan a los médicos de conocer cuándo detenerse…

Los estudios de neuroimagen mostraron la fractura y una acumulación de sangre intracraneal con desplazamiento de las estructuras medianas hacia el lado izquierdo. El hematoma epidural es una emergencia de emergencias, y de común acuerdo con la familia se decidió su evacuación quirúrgica. Toleró el procedimiento y como podría esperarse a las pocas horas se presentaron complicaciones respiratorias por aspiración de contenido gástrico.

La respiración fue mantenida mediante un ventilador automático. La tensión arterial no podía ser sostenida por sus propios medios y así, se emplearon vasopresores para permitir la perfusión de sangre a órganos y tejidos. No era difícil percibir la gravedad de la situación; aunque había sido una persona saludable podía adivinarse que había consumido buena parte de su reserva orgánica y que, si no salía pronto de la gravedad inmediata, podría terminar en un estado vegetativo; algo que ella no hubiera nunca querido o aceptado. Transcurridos tres días y no viendo salida, y de nuevo en conversación con sus familiares, se decidió reducir lentamente la cantidad de vasopresores; inmediatamente la tensión arterial descendió y ello fue todo… Realmente nunca habría tenido oportunidad de sobrevivir.

Era una mujer previsiva y en un sobre abierto dejó por escrito para sus hijos lo que quería que se hiciera con sus restos en caso de fallecer; ordenó su cremación, no publicar en la prensa una nota luctuosa para evitar que los bancos congelaran sus cuentas; dejó copias de su partida de nacimiento, de su partida de divorcio, de su cédula de identidad, pero algo faltó, su testamento de vida notariado…

Varias lecciones podrían obtenerse de estos dolorosos casos…

Una de ellas se relaciona con el famoso axioma Primum Non Nocere o principio de beneficencia y no maledicencia. Una y otra vez, esta frase, incluida mi persona, había sido atribuida con irritante frecuencia a Hipócrates, y aún incluida frívolamente en su famoso juramento. En ocasiones se ha dicho también que el famoso mandamiento, es una criatura de Galeno. Según Worthington Hooker, el más distinguido moralista de la medicina americana del siglo XIX, el crédito debe ir al patólogo y médico parisino Auguste François Chomel (1788-1858), sucesor de Läennec en la Cátedra de Patología Médica de la Universidad de París y preceptor de Pierre Louis, médico francés introductor del método numérico en medicina y padre espiritual de la medicina basada en la evidencia al demostrar la inutilidad de la sangría en pacientes con neumonías. Aparentemente, el axioma era parte de la enseñanza oral de Chomel. Las circunstancias históricas que rodearon la acuñación de esta relativamente moderna expresión intemporal, fue la de una época de conflicto, cuando a la agresividad de los terapeutas tradicionales se enfrentó al de los abstencionistas, creyentes en las capacidades curativas de los procesos naturales (vis medicatrix naturae).

 

  • La nueva enfermedad del desarrollo tecnológico: El encarnizamiento o empecinamiento terapéutico.

  • l nuevo derecho: Morir con dignidad.

    El médico ha sido el heredero nato de los saberes y poderes que alguna vez emanaron del pensamiento mágico y religioso; de ello dimanó una concepción muy paternalista de su relación con el paciente; es decir, el médico sabría mejor que el mismo paciente lo que era mejor para él. El devenir del concepto ha reafirmado un sentimiento de omnipotencia de la medicina como ciencia, y como que se basa en ella, de la profesión médica como arte, que la induce a pensar que siempre tiene la respuesta para todos los problemas que afectan la salud.

    El vertiginoso e insaciable progreso del conocimiento científico en materia de ciencias básicas y su aplicación a la asistencia y tratamiento de enfermedades ha conducido al concepto erróneo de que hay una solución para cada problema, y, en consecuencia, al alejamiento de la aceptación de la muerte como lógico final de la vida.

    La introducción de una modalidad asistencial, la terapia intensiva, nació de la necesidad de rescatar la vida a aquellos que irremisiblemente la perdían cuando existían posibilidades de subsistir sin mayores limitaciones. Ello planteó como problema fundamental la discusión acerca de la llegada de la muerte. Los hechos que ha suscitado a su alrededor incluyen el advenimiento de una ¨nueva enfermedad¨ que se ha designado como distanasia, ¨encarnizamiento, ensañamiento o empecinamiento terapéutico¨[1], siendo el empleo de todos los medios posibles, sean proporcionados o no, para prolongar artificialmente la vida y por tanto retrasar el advenimiento de la muerte en pacientes en el estado final de la vida, a pesar de que no haya esperanza alguna de curación; pero a la inversa y como reacción, de la confrontación ha surgido un ¨nuevo derecho¨, que es el de ¨morir con dignidad¨.

     El encarnizamiento terapéutico viene a ser un concepto multifactorial sumamente complejo derivado de las desmesuradas expectativas de curación de las enfermedades que se ha sembrado en la población con el imperativo de preservar siempre la vida biológica como un valor sagrado; ello ha traído aparejada la aplicación excesiva de procedimientos tecnológicos en medicina, no siempre debidamente meditadas sus indicaciones y expectativas, y sopesados sus costes en sufrimiento y dinero. Por desgracia, no por raridad se asiste a un penoso proceso de exageración de la atención médica donde la muerte llega en medio de un insoportable aislamiento y soledad del paciente, monitoreo constante y muchas veces excesivo de variables biológicas (perfiles de laboratorio diarios y en forma rutinaria) y estudios radiológicos (radiografía del tórax en cama sobre base diaria), modificaciones terapéuticas y aparatos que sustituyen las funciones básicas del ser humano en medio de sufrimiento extremo, angustia prolongada e interminable y en no pocos casos la indiferencia aparente o manifiesta de los médicos y personal paramédico que lo asiste.

     

    • El testamento de vida

     

    El cuerpo muere cuando ya no puede expresar lo

    que el alma siente.

     

    ¡Haga lo que sea doctor…! Es la voz que a menudo se escucha cuando una persona en condiciones de extrema gravedad, muchas veces con avanzada edad a cuestas portador de enfermedades crónicas insolubles o terminales, visita un facultativo o es recibido en una sala de emergencias en muy mal estado… Infortunadamente, es este un mandato que recibe el médico de sus allegados que lo faculta a hacer precisamente eso:

     ¡Hacer todo lo que sea!

    Es muy frecuente que los familiares soliciten la aplicación de medidas extraordinarias para el soporte de la vida y no el propio paciente, que por su condición de enfermedad no está en condiciones de decidirlo. En tal caso, la pregunta inevitable es: ¿hay coincidencia entre la opinión de los familiares con la del paciente si estuviera en condiciones de decidir? Un individuo que ha vivido con un modelo existencial determinado y que por alguna razón no puede tomar decisiones por sí mismo, ¿aceptaría que un familiar decida que viva indefinidamente en tal condición? ¿o lo contrario? En este terreno, dado la variada casuística que se produciría, seguramente existen más preguntas que respuestas.

    [1] Encarnizamiento. Acción de encarnizarse ǁ2. Crueldad con que alguien se ceba en el daño de otra persona.

           (Doctor en derecho, abogado penalista: Alberto Arteaga Sánchez, El Diario de Caracas, miércoles 21 de noviembre de 1990). Y es que si bien la medicina y la ciencia deben orientar sus esfuerzos a mejorar nuestras condiciones de vida, no significa ello que no debamos mejorar nuestras condiciones de muerte, la cual cada vez se ha deteriorado más al convertirse en un proceso mecánico, inhumano, prolongado artificialmente, convirtiendo al hombre en su momento culminante en un aparato viviente que, entre tubos, conexiones, monitores y drogas de soporte, se extingue sin remedio, ante la desolación de familiares y amigos, golpeados física, moral y económicamente

    El lugar natural de la enfermedad es el lugar natural de la vida, la familia: la dulzura de los cuidados espontáneos, el testimonio de afecto, el deseo común de curación, todo entra en complicidad para ayudar a la naturaleza que lucha contra el mal, y dejar al mismo mal provenir a su verdad…

    Es aquí donde entra la consideración previa del término testamento de vida, testamento vital, documento de voluntades anticipadas o de instrucciones previas, referido al documento escrito por el cual un ciudadano manifiesta anticipadamente su voluntad -con objeto de que ésta se cumpla en el momento que no sea capaz de expresarse personalmente-, sobre los cuidados y el tratamiento de su salud, o, una vez llegado el fallecimiento, sobre el destino de su cuerpo o de sus órganos.

    Su aplicación se entiende en previsión de que dicha persona no estuviese consciente o con facultades suficientes para una correcta comunicación. En él, la persona que realiza el testamento define como quiere se produzca su muerte si se dieran unas determinadas circunstancias. En este sentido puede decirse que define lo que para él es una muerte digna en un contexto de final de la vida.

    ¿De qué ha muerto?: de palabras que nunca dijo.

    • Testamento biológico del doctor Augusto León Cechini (1920-2010)[1]:

    Instrucciones para mi atención médica.

    Yo, _________________________________ quiero participar en mi propia atención médica hasta donde sea posible. Pero reconozco que un accidente o una enfermedad me pueden incapacitar para ello. Si esto llegara a suceder, este documento intenta orientar a los que deberán tomar decisiones en mi nombre. Lo he preparado cuando todavía soy legalmente competente. Si estas instrucciones crean un conflicto entre mis deseos y los de mis familiares, o con la política del hospital, o con los principios de quienes me suministran cuidado, exijo que mis instrucciones prevalezcan, a menos que coliden con disposiciones legales o expongan al personal médico o al hospital a riesgos sustanciales de orden penal.

    Deseo una vida larga y completa, pero no a cualquier precio. Si mi muerte es cercana y no pude ser evitada, y si he perdido la capacidad de relacionarme con otros y no tengo posibilidades de recuperar mis capacidades, o mi sufrimiento es intenso e irreversible, no deseo que mi vida se prolongue. Pido no ser sometido a procedimientos quirúrgicos o de resucitación. No deseo medidas de soporte de la vida como servicios de terapia intensiva, ventiladores mecánicos, o cualquier otro procedimiento de prolongación de la vida incluido administración de antibióticos o de sangre. Deseo, más bien, ser sometido a medidas de confort y soporte, que faciliten mi interacción con otros hasta donde será posible y me permitan morir en paz.

    Con el fin de que estas medidas se cumplan y para su debida interpretación, autorizo a ______________________________ para aceptar, planificar y rehusar tratamiento, en cooperación los médicos y el restante personal de salud. Esta persona conoce cuánto valor le atribuyo a la experiencia de vivir y como temo a la incompetencia, sufrimiento y agonía. Si no es posible localizar a esta persona, autorizo a ____________________________ para que tome decisiones en mi nombre. He discutido con ellos mis deseos concernientes al cuido terminal y creo que su juicio interpretará el mío.

    Finalmente, he tratado con ellos las siguientes instrucciones de carácter específicos relativos a mi cuido:

     

    _________________________________________________________

    Fecha: _________________Firma (s)____________________________

    Testigos y cédula de identidad

    ______________________y __________________________________

     

    Este documento, una vez notariado, puede ser consignado en copias, al cónyuge, al médico de la familia, al abogado, a los hijos y otros familiares.

     

    • Documento de cremación: si fuera el deseo del paciente.

     

    Quien suscribe, _________________________de nacionalidad venezolana, de estado civil ______, domiciliado en la ciudad de Caracas, Distrito Capital, titular de la cédula de identidad número V- __________, en pleno uso de mis facultades físicas y mentales para la fecha de otorgamiento de este documento, declaro: «Que es mi voluntad expresa que, al momento de mi fallecimiento mis restos sean cremados.

    Dejo a mis descendientes la decisión del destino que darán a mis cenizas».

    En Caracas, a la fecha de su autenticación___________________

     

    (Requisitos: Este documento es individual y debe ser notariado. Utilizar papel oficio. Arriba debe ir firmado por un abogado con su número de inscripción en el Instituto de Previsión Social del Abogado (IMPREABOGADO)

  • [1]Profesor titular de Clínica Médica, Universidad Central de Venezuela. Padre moderno de los estudios de bioética en el país.
    • Limitación del esfuerzo terapéutico: no deseo que se prolongue mi vida por medios artificiales, tales como técnicas de soporte vital, fluidos intravenosos, fármacos (incluidos los antibióticos) o alimentación artificial (sonda nasogástrica o enterostomía).
    • Cuidados Paliativos: solicito unos cuidados adecuados al final de la vida, que se me administren los fármacos que palien mi sufrimiento, especialmente –aún en el caso de que pueda acortar mi vida- la sedación terminal, y se me permita morir en paz.
    • Si para entonces la legislación regula el derecho a morir con dignidad mediante eutanasia activa, es mi voluntad evitar todo tipo de sufrimiento y morir de forma rápida e indolora de acuerdo con la lex artis ad hoc.
    • Testamento vital en la red de la Asociación Federal Derecho a Morir Dignamente.Yo _______________________con cédula de identidad n°. _________ Mayor de edad, con domicilio en ________

      En plenitud de mis facultades, libremente y tras una adecuada reflexión, declaro: Que no deseo para mí una vida dependiente en la que necesite la ayuda de otras personas para realizar las «actividades básicas de la vida diaria», tales como bañarme, vestirme, usar el servicio, caminar y alimentarme.

      Que si llego a una situación en la que no sea capaz de expresarme personalmente sobre los cuidados y el tratamiento de mi salud a consecuencia de un padecimiento (tal como daño cerebral, demencia, tumores, enfermedades crónicas o degenerativas, estados vegetativo deparado de accidentes cerebrovasculares o cualquier otro padecimiento grave e irreversible) que me haga dependiente de los demás de forma irreversible y me impida manifestar mi voluntad clara e inequívoca de no vivir en esas circunstancias, para poder morir con dignidad, mis instrucciones previas son las siguientes:

     

    De acuerdo con la Ley designo como Representante a __ / Tres testigos (en su caso) __ Firmas de todos ellos y el signatario

     

  • Tuve una reciente experiencia (2018): una paciente de 76 años con ictus condicionado por un sangrado subaracnoideo por rotura de un aneurisma gigante de la arteria cerebral media derecha; la tomografía computarizada del cerebro mostró el aneurisma con severo edema cerebral y efecto de masa sobre estructuras cercanas con hernias intracraneales. En mi opinión estaba descerebrada. Ingresó en coma profundo y prontamente fue llevada a pabellón para colocar un clip en el cuello del aneurisma. De vuelta a su cama no se produjeron signos de mejoría. Antes bien su situación se fue agravando con el paso de los días por la presencia de una neumonía nosocomial de múltiples focos, desarrollando también una gangrena digital por efecto del vasopresor norepinefrina empleado para mantener la tensión arterial. Permaneció 35 días en la unidad… Finalmente falleció, tenía un amplio seguro de enfermedad en dólares…

     

  • Me refiero nuevamente al afamado cirujano Sherwin Nuland (1930-2014), en su clásico libro, «How We Die: Reflections on Life’s Final Chapter.» o ¨Cómo morimos, reflexiones en el capítulo final de la vida¨ (1994),  más allá de sus descripciones de embolias, aneurismas rotos, diseminación de metástasis y funciones corporales fuera de control y en declive, «Cómo morir» es una crítica a la profesión médica que ve la muerte como un enemigo a combatir, con frecuencia más allá del punto de futilidad; asienta que, Ars moriendi es ars vivendi: el arte de morir es el arte de vivir. No hay manera de adivinar cuál será mi última década o si mi vida será más larga; hay demasiadas imponderables: La buena salud es una garantía de nada. La única certitud que tengo acerca de mi propia muerte es la misma que todos tenemos en común: Quiero irme sin sufrimiento. Hay quienes quieren irse sin sufrimiento, otros que desean que sea rápido: una enfermedad libre de angustias, rodeado de las personas y cosas que ama. La dignidad que buscamos en el morir debe encontrarse en la dignidad con la que hemos vivido nuestras vidas, esa honestidad y gracia de los años vividos que a la final es la real medida del cómo morir; la muerte sólo concierne al moribundo y a aquellos que lo aman…

    Debo enfatizar que «la necesidad de la victoria final de la naturaleza era esperada y aceptada en generaciones anteriores a la nuestra. Los médicos estaban mucho más dispuesto a reconocer los signos de la derrota y a ser mucho menos arrogantes que los que ahora la niegan».

    ¡Doctor, ¿me da permiso para morir?!