Elogio de una vocación… Doctor Herman Wuani Ettedgui, FACP (1929-2014)

El pasado mes de octubre de 2014 fue para mí uno de sentidas pérdidas afectivas, y el día 30, marcó la definitiva despedida de un ser muy especial, muy querido y en extremo admirado… Durante el fin de semana, un pálpito de tristeza se ahoga en cada tarea que intento emprender y siento que algo me falta, que algo muy importante me ha abandonado…

85 años no era una buena edad para morir sobre todo cuando a pesar de haber dado tanto de tanto en la vida, todavía le quedaba mucho más por dar. Y es que bondadosos maestros como Wuani son moldeadores de hombres y mujeres que de modo eficaz aportan o afianzan en el comportamiento del alumno buena parte de todo lo recibido en el hogar, y aún, aquello que faltó; sus figuras señeras suelen ser un faro en la niebla que previene del naufragio al navegante desprevenido que boga costeando en mares procelosos; pero además, maestro no es sólo aquel que enseña, sino el que nos da herramientas para formarnos, despertando en nosotros inquietudes y conminándonos a ser cada vez mejores, a saber pensar y cómo hacer, sin intentar modificar nuestra integridad, única e irrepetible, saltando obstáculos para alumbrar nuestro camino toda vez que sea necesario, y de hecho ser capaz de extraer, lo mejor de nosotros para ayudarnos a ser exitosos y triunfar en la vida aportándonos lecciones para transitar con responsabilidad y paso seguro por nuestras existencias… Para mi fortunio, un día soleado encontré a Wuani de frente en la senda de mi vida…

¿Qué es pues un maestro?, ¿Qué es pues un mentor?, ¿Quién fue en realidad el doctor Herman Wuani Ettedgui? El término proviene del latín, mens: mente, alma, mente divina. El mentor es aquel que la Biblia define como ¨un dador feliz¨, aquel que en su bondad, todo y todo lo da, sin esperar nada a cambio; un maestro es aquel que no regurgita el conocimiento porque lo ha vivido y ha sido parte de él, que muestra con su praxis un modelo con el cual el pupilo pueda identificarse; pero además, también proporciona a su protegido la facultad para que piense, para que aprenda por sí mismo, modifique el modelo presentado y por ende, crezca en lo personal, en lo humano, en lo espiritual y en lo científico.

Durante este proceso, tantas veces tan doloroso, el mentor acompaña y protege a su pupilo. Una vez completada su misión, lo deja solo para que eche raíces, se desarrolle, florezca y dé hermosos y nutritivos frutos. A su partida y desde lo lejos, el mentor mirará a sus alumnos con ojos atentos, solícitos y afectuosos, y estará siempre dispuesto a prestarles ayuda, sea espontánea o solicitada. La sabiduría del mentor permeará la vida de su pupilo, quien más tarde, él mismo también podrá, si así lo quiere, devenir en mentor.

Los principios básicos de educación, honestidad ciudadana y científica, moral, ética, disciplina y respeto, propenderán al crecimiento, y mediante su repetición, se perpetuarán al través de las generaciones. Los buenos maestros, los irremplazables mentores como Wuani son, por tanto, como los padres: irrepetibles e inmortales…

Pero, por un instante pasemos a conocer el fascinante y cautivador origen de la figura del mentor, algo así como el sinónimo del personaje que nos enluta…

 François de Salignac de la Mothe-Fénelon, arzobispo de Cambrai, escribió en 1699 sus ¨Aventuras de Telémaco¨. Siendo el tutor de Luis, quien fue duque de Burgundy, nieto de Luis XIV y sucesor al trono de Francia, el arzobispo creó una secuencia particular a La Odisea en la cual el joven Telémaco sale en la búsqueda de su padre, Ulises, quien había estado impedido de retornar al reino de Ítaca después de la Guerra de Troya. El joven Telémaco no estaba solo en sus peligros; viajaba con Mentor, un venerable sabio que en realidad era la transfiguración de la diosa Minerva (Palas Atenea), hija de Zeus, a quien igualaba en sabiduría, como también a Métis, personificación de la astucia y a quien se atribuía la invención de la ciencia, el arte y la agricultura. Mentor le garantizaría protección sobrenatural y sabios consejos. Bajo su guía, Telémaco creció y alcanzó la madurez hasta que se transformó en un rey justo y poderoso. Poco después que Telémaco encontrara a su padre, Mentor sintió que su trabajo había terminado. Antes de despedirse, Minerva se reveló a sí misma y le dijo, ¨Te dejo, hijo de Ulises, pero mi sabiduría estará contigo por tanto tiempo como la necesites. Ha llegado el momento en que continúes solo y por ti mismo¨.

El Maestro suele y debe tener una personalidad magnética que brinde identidad; debe haber dejado en pos de sí una obra trascendente; debe poseer una elevada carga de pasión que impregne todo lo que dice o hace para concurrir al logro de su objetivo: enseñar con el ejemplo, al tiempo que contagia y aporta directrices e ideas; debe suscitar respeto y admiración e incitar a la emulación de los valores y modelos que su ejemplo brinda; debe transmitir conocimientos y experiencias a las nuevas generaciones de manera que forme seguidores animados a reconocerlo como Maestro y continúen su obra; debe constituirse en un abridor o señalador de caminos que propendan a la mejor realización del alumno-hombre, de su comunidad, de su universidad, del área de su experiencia en la disciplina que haya sido su quehacer… vale decir, el calco de Herman Wuani.

A lo largo de esta esquela mortuoria intercalaré un fragmento de las ¨Coplas por la muerte de un padre¨, una elegía escrita por el poeta castellano Jorge Manrique (1440-1479), que reflexiona sobre la vida, la fama, la fortuna y la muerte con resignación cristiana. El poeta, sin romper la unidad de tono, filosofa sobre la inestabilidad de la fortuna, la fugacidad del tiempo, las ilusiones humanas y el poder igualatorio de la muerte a lo largo de cuarenta estrofas llamadas sextillas manriqueñas.

 

                                                                                                   Recuerde el alma dormida

 

Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando,
cuán presto se va el placer,
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parecer,
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.

 

Lo que el Maestro Wuani nos mostró –con mayúscula y con veneración igual que a aquel otro Maestro que enseñaba la verdad a sus discípulos con santas y doctas palabras-, fue el término consciente de una entrega sin plazos asfixiantes ni réditos regordidos donde su generosidad no podría cuantificarse o medirse. A poco de nuestra entrada como estudiantes de medicina en el Hospital Vargas de Caracas, era imposible que escapáramos de su benéfica influencia. Eran tres servicios y tres cátedras de Clínica Médica repartidos en seis salas. Tres de hombres y tres de mujeres. Aunque en lo particular no perteneciéramos a su servicio y cátedra, debíamos hospitalizar en sus salas algunos de los pacientes que admitíamos y rendir cuenta de nuestra labor como hacedores de historias clínicas, sobre nuestras bases para el pronunciamiento de una impresión diagnóstica y sobre el esbozo de una indicación terapéutica razonada; no eran tiempos de fríos ¨manejos¨  ni de flujogramas o algoritmos para alcanzar la solución del problema,  sino de aprendizaje y cuidados a la cabecera del enfermo, principio y fin del acto médico. Si estábamos dispuestos a seguirle, estaba él en disposición de enseñarnos el tortuoso, áspero e inacabable camino del arte de la medicina. Con rigidez afectuosa nos hacía ver nuestras faltas, aplaudía nuestros aciertos y corregía con justicia nuestros yerros y omisiones.

 

                                                                                               Pues si vemos lo presente

Pues si vemos lo presente
cómo en un punto se es ido
y acabado,
si juzgamos sabiamente,
daremos lo no venido
por pasado.
No se engañe nadie, no,
pensando que ha de durar
lo que espera,
más que duró lo que vio
porque todo ha de pasar
por tal manera.

 

Mientras pasaba la revista médica podía oír de boca de un estudiante o residente el relato de la historia clínica del paciente que le era presentado, con palabra rápida y a veces atropellada, hacer comentarios sesudos, preguntar por efectos colaterales de las drogas y al mismo tiempo estar pendiente de todo cuanto ocurría en el perímetro de su sala. Como buen maestro que era, nada pedía a cambio de lo que daba como no fuera responsabilidad, constancia y esfuerzo. Cuanto había aprendido en las largas noches de vigilia forzada que signaron su entrega a la vida médica, todo lo daba en un segundo a quien lo pidiera, sin preguntar quién era, aun sin conocerle y sin reclamarle nada a cambio de compartir su don.

                                                                                                             Nuestras vidas son los ríos

Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
y consumir;
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
y más chicos,
y llegados, son iguales
los que viven por sus manos
y los ricos.

Fue el verdadero maestro que amó tanto a sus discípulos como a sus propios hijos biológicos; pero estos discípulos predilectos e íntimos no fueron los que definieron su verdadero rol de maestro. No lo serían nunca si hubiera contado solo con aquellos que pudieran pagar su enseñanza con el amor de un hijo. Su catadura de verdadero maestro tendría que verse desde lejos, en el espacio y en el tiempo y extenderse hasta esos a los que él nunca pudo conocer ni amar, y aún hasta aquéllos que acaso no supieran siquiera que existió. Solo por ser él, quien fuera su discípulo tenía que amar al maestro que eligió, pues sin el amor como catalizador, es imposible aprender. Es menester pues, que ante todo pueda conocerle, aunque lejos viva, aunque haga siglos que murió. Y es así como todos podemos elegir nuestros maestros, y los elegimos entre los más insignes que viven o vivieron. Tuve la suerte de ser su alumno, su colega, su amigo y aún su padrino cuando le nombraran Profesor Emérito de nuestra Universidad Central de Venezuela. Con ánimo festivo me recriminaba a cada encuentro que no cumplía mi rol de padrino pues nunca le había regalado siquiera un realito

 

Invocación:
Dejo las invocaciones

Dejo las invocaciones
de los famosos poetas
y oradores;
no curo de sus ficciones,
que traen yerbas secretas
sus sabores;
A aquél sólo me encomiendo,
aquél sólo invoco yo
de verdad,
que en este mundo viviendo
el mundo no conoció
su deidad.

 

Tolerando la frustración, acompañó en el duro camino a muchos pacientes con hemopatías malignas cuando la terapéutica de esas condiciones era exigua y menguada. Recuerdo que un paciente suyo me expresó alguna vez, ¨El doctor Wuani es un médico muy bueno y compasivo, pero se le mueren todos sus pacientes…¨: ese era el sino de enfermedades irredentas… El Maestro Wuani fallece luego de semanas de sufrimientos e incertidumbres, con facies segura e inmutable, sin quejarse de su suerte y sonriendo ante los pasajes jocosos que de nuestra vida en común le recordara, pues quizá siéndole costumbre, había acompañado a muchos en el mismo trance, entregándoles sus almas a Caronte, el barquero de Hades y encargado de guiar de un lado a otro del río Aqueronte a las sombras errantes de los recientes difuntos.

                                                                        

                                                                        Este mundo es el camino

Este mundo es el camino
para el otro, que es morada
sin pesar;
mas cumple tener buen tino
para andar esta jornada
sin errar.
Partimos cuando nacemos,
andamos mientras vivimos,
y llegamos al tiempo.

 

En el crisol que fue el Hospital Vargas de Carcas se mezcló en concordia y fidelidad su vida como estudiante, médico, residente, profesor universitario y maestro, internista, hematólogo, fellow del American College of Physicians, puntal de la Escuela de Medicina doctor José María Vargas, presidente de la Sociedad de Médicos y Cirujanos, miembro de la Comisión Técnica, jefe del Laboratorio, jefe de posgrados de medicina interna, autor de libros, capítulos de libros y trabajos científicos sobre muchos temas, algunos de condiciones patológicas inéditas; intelectualmente inquieto, capaz de balancear armoniosamente varias cargas por vez sin que le pesaran ni le abrumaran; hombre sencillo y humorado, sin costuras ni dobleces, honesto, sincero y mejor colega y amigo; siempre discreto no amó ni amasó riqueza, antes bien capitalizó el bien máximo: el cariño y el reconocimiento de sus innumerables alumnos.

Ya jubilado y cansado, hasta no más hace escasos meses, con su paso estrecho y a veces titubeante, continuaba sintiendo el llamado de su vocación docente, iba los martes de cada semana a impartir consejos sobre arte médico a los estudiantes de quinto año de medicina que hoy sienten y lloran su partida, y a revisar su libro en dos tomos que ya entraba en prensa, no un rimbombante tratado, sino simplemente humildes ¨Lecciones de medicina interna¨… En sus días postreros y ya en su casa, para no dejarlos a la intemperie, recibió a sus queridos pacientes hasta pocos días antes de su muerte brindándoles sin estridencias, apoyo, consejos y solidaridad, pues para curar no necesitaba más que su benéfica presencia…

¨Pero esa red que hilan los buenos maestros se ramifica, se extiende mucho más allá de ellos mismos. El eco de las palabras se repite, y se multiplica hasta el infinito… Quizás no lo sepan, pero son los hacedores del mañana¨ (Louis Guglielmi, ¨El mar persistente N° 2¨). Creo que Wuani lo supo, asumió con decisión y gallardía su rol de exigente maestro y ductor de generaciones…

Sea este un reconocimiento al paradigma del médico humilde, sabio y justo, al formador de juventudes médicas, al abridor de caminos para la mejor realización del hombre en su comunidad y de la medicina interna que fue su pasión, que fue su quehacer y donde dejó obra trascendente… Su integridad moral, sus convicciones democráticas, su rectitud, su firmeza en los principios, sin consideraciones oportunistas fueron su blasón. Hoy 14 de enero de 2015 con la sencillez y la verdad que había vivido, la que acompaña a los justos en el Señor, entregó sus cuentas en orden.

Le sobreviven sus hijos Mónica y Eli Harari, sus nietos Moisés y Marc, y su hijastro Jacques, a quienes acompaño en su pena y me identifico con su dolor…

 

 

 

Otto Lima Gómez Ortega (1924-): Las lecciones que nunca olvidamos…

Un maestro afecta la eternidad, jamás se puede

saber dónde termina su influencia.

 Henry Adams

 

En medio de las vetustas salas 3 y 7, conocimos, admiramos, respetamos y tratamos de emular mis compañeros y yo, al doctor Otto Lima Gómez, a quien, por gracia del destino y extraordinaria suerte, tuvimos y tenemos como maestro, mentor y cercano amigo. Nos marcaron positivamente sus dotes de clínico acucioso, metódico y enterado de las cosas profundas, pero también de las básicas, sencillas y productivas de la medicina—tan venidas a menos hoy día en medio de tanta algarabía tecnológica— como poder realizar e interpretar los exámenes complementarios fundamentales en un pequeño pero bien provisto laboratorio del fondo de la sala 7 –hematología completa, velocidad de eritrosedimentación, sedimentos urinarios, y hasta investigación de células LE, etc.-; esos exámenes debían ser realizados por nosotros, los residentes, y estar listos para el día de la revista de sala.

  De  él escuché por la primera vez, el primum non nocere hipocrático —¨primero, no hacer daño¨—, y asimilé el concepto de dar preeminencia al hombre por sobre la enfermedad que lo mortifica… ¿Cómo agradecerlo todo? Quizá por eso me quedé en el Vargas y aún camino sus pasillos… a pesar de todo.

Con sus enseñanzas como pendón, ahora nos gratifica enseñar como él nos enseñó, y ser enseñados por aquellos que enseñamos. Ver crecer al estudiante; recibirlo de nuevo en casa como cursante de posgrado de medicina interna; despedirlo con mezcla de tristeza y alegría a la vez una vez que ¨echados los largos¨ -como antes se decía-, se marche de nuevo con una firme posición en lo científico y en lo humano, de cara frente al hombre enfermo: principio y fin del acto médico.

O, hasta verle quedarse como colega y compañero en la diaria lucha para que, a su vez, cuando ya no estemos más, transmitan ellos mismos el legado que nosotros recibimos con gratitud y orgullo… Pero el tiempo ha sido cruel, ahora los éxitos de nuestros alumnos los conocemos por la Internet porque se han ido con sus bártulos lejos de la Patria infinita… Han sido echados como perros sarnosos porque en su país estiman más la mediocridad y el primitivismo, y quieren más a los cubanos que a los propios…

 

Tal como lo hicimos con él en tantas ocasiones, imagine ahora que me acompaña a un recorrido por una sala de Medicina Interna del centenario Hospital Vargas de Caracas. Haga camino conmigo en el familiar ritual de la cotidiana visita. A lo que llamamos revista médica o revista de sala, con sus cuadros de oficiales de jerarquía, suboficiales y ¨marinería¨ —como llamaba a internos y residentes el inolvidable maestro de la tisiología y guardián de la cepa tuberculosa Calmette y Guerin [1], doctor Juan Delgado Blanco (1904-1974)-. A las 9.00 am en punto hacía acto de presencia el Maestro con sus adjuntos, entre otros la inefable y grácil figura de la doctora Estela Hernández (1928-1985), puntillosa, bondadosa, conocedora y comprometida… Médicos de planta, residentes, estudiantes de medicina y enfermeras, acallando radios vocingleros y conversaciones altitonantes, nos deteníamos de cama en cama, una por una, para conocer, discutir y decidir sobre el desvalido que allí purgaba las miserias de la enfermedad que le agobiaba —que bien podría ser la nuestra—, que imploraba entonces como ahora por ayuda, ciencia y un poquito de humanidad…, tan sólo un poquito… Instantes que han quedado impresos en las sales de plata de las placas radiográficas de nuestras memorias.

En su casa de habitación le veo de nuevo, Maestro de generaciones médicas, eminente médico internista, profesor universitario, miembro de la Academia Nacional de Medicina, Sillón XXXIV y expresidente de la corporación, nace en Barinitas (Estado Barinas) en 1924. Hijo de Ángel Custodio Gómez y Zoila Ortega de Gómez. Pronto la familia se traslada a Arismendi, pequeña población cercana, y al fin, a sus siete años se mudan a El Tocuyo y luego Barquisimeto donde reside hasta terminar la secundaria en el Colegio Federal a los 18 años. Recibe la influencia del Hermano Santiago de las Escuelas Cristianas de La Salle y se enamora de la taxonomía botánica llegando a ser preparador de la materia y hasta hacerse de un completo herbolario, aunque posteriormente, nunca aplicó esos conocimientos a la medicina, y la ventolera de los años esfumó ese amor primario. Finaliza su bachillerato en Filosofía y Letras con excelentes notas, y con una beca de la gobernación del estado, se traslada a Caracas donde se inscribe en la Universidad Central de Venezuela debiendo presentar un examen de admisión. Eran tiempos del gomecismo, donde los primeros puestos eran ocupados casi enteramente por esos jóvenes de la casta dictatorial; con todo y eso, dice con orgullo que fue admitido alcanzando el décimo lugar…

Entre 1942 y 1948 estudió medicina pero deja de lado las ciencias naturales y el estudio del idioma alemán que luego retomaría, pues debía compartir su tiempo enseñando ciencias en el Pedagógico de Caracas por recomendación del doctor Augusto Pi Suñer y en el Liceo Andrés Bello; además, dicta clases particulares para poder ayudarse económicamente; culmina sus estudios médicos, obteniendo el título de Médico Cirujano para luego presentar su tesis doctoral, ¨Las esplenomegalias crónicas en Venezuela¨ (1948).

Recuerda con singular afecto a sus profesores José ‘Pepe’ Izquierdo en Anatomía, al mencionado Pi Suñer en fisiología, y especialmente a José Antonio O’Daly en anatomía patológica quien quiso reclutarlo para la especialidad, pero predominó su pasión por el estudio de la sangre y sus desviaciones. En el Hospital Vargas de Caracas cumple su externado e internado que comparte con el Puesto de Socorro de Salas. De la misma forma, menciona ¨sus fraternales compañeros de siempre¨, Moisés Feldman, psiquiatra (†), Alfredo Bozo, humanista y filósofo (†), Alberto Drayer, cardiólogo (†), Luis M. Carbonell anatomopatólogo (†), Antonio Ravelo Celis cirujano y pionero de la mastología moderna (†), y Juan José Puigbó, ¨culto y distinguido cardiólogo¨. Durante sus estudios médicos y con ellos, fundó un Centro de Investigaciones en el Hospital Vargas y se interesó por las enfermedades de la sangre; adicionalmente, fundó una revista ¨Prensa Médica¨, con los bachilleres Miguel Ron Pedrique y Ángel Bajares. Durante sus estudios fue Presidente de la Federación de Estudiantes de la UCV.

En 1951 viaja a Brasil a realizar estudios de posgrado en el Instituto Oswaldo Cruz y Hospital Geral da Santa Casa da Misericórdia de Río Janeiro, Hospital Das Clinicas de Sâo Paulo Brasil con Michel Jamra, y Hospital Rivadavia de Buenos Aires Argentina con el hematólogo Alfredo Pavloski (1907-1984).

[1] Para elaborar la vacuna BCG

Su vida en el Hospital Vargas de Caracas muestra su amor y compromiso con la institución: Externo por Concurso 1944-1946, Interno 1947, Médico Adjunto a los Servicios de Medicina 1949, Médico Agregado 1950. Jefe Encargado del Servicio de Medicina, 1957, Jefe del Servicio de Medicina II 1958-78, Jefe del Departamento de Medicina 1960-1970, Presidente de la Sociedad de Médicos y Cirujanos, Miembro de la Comisión Técnica y Fundador de la Revista Archivos del Hospital Vargas de Caracas: 1948-1949. Instructor de Clínica Médica, 1949-1953: Profesor Agregado y jefe de Clínica; 1961. Profesor Titular, 1959-1970. Fundador y Primer Director del Curso de Postgrado de Medicina Interna en 1958 conjuntamente con los doctores Henrique Benaím Pinto (1922-1979) y Augusto León C. (1920-2010) quien se agrega posteriormente. Miembro del Consejo de la Facultad, 1960-1967. Jefe del Departamento de Medicina Escuela Vargas, 1972-1975 Representante del Profesorado ante el Consejo Universitario UCV, 1979. Entusiasta, formó parte del grupo fundador de la Escuela José María Vargas y apoyó las gestiones que impidieron la demolición del Hospital Vargas.

Con la apertura del Hospital Universitario de Caracas (1956) mis compañeros de tercer año fuimos divididos en dos grupos, de la M a la Z iríamos a inaugurar a la citad institución. En 5º año de medicina decidí pedir mi cambio al Hospital Vargas y a su servicio en pos de sus enseñanzas. Y he permanecido un total de seis décadas. Desde mis años de estudiante y médico, siempre me tuvo en estima y en sus vacaciones anuales aun siendo yo un residente, me confiaba sus pacientes en su consulta privada ubicada en El Conde, en el Edificio Colimodio, lo que constituía para mí una gran responsabilidad, advirtiéndome que lo que ganara era para mí. Afortunadamente, su cuñada y secretaria, me ayudaba a tasar mis honorarios. Cuando fui incorporado en la Academia Nacional de Medicina, él siempre estuvo a mi lado…

Dos viñetas de su accionar como clínico con gran sentido de la observación, de esas que señalaron el futuro desempeño de sus numerosos alumnos:

  • La sucusión de Otto Lima…

La sucusión, un antiguo procedimiento semiológico consiste en sacudir el cuerpo o una parte de él para descubrir la presencia de líquido en una cavidad orgánica. Se la llama hipocrática, pues se dice que fue nuestro padre Hipócrates quien sacudiendo al paciente por los hombros y auscultándolo con el oído cercano al torso, la empleaba para detectar la presencia líquido dentro del tórax.

Frente a un paciente muy emaciado, ruinoso y pálido y con el epigastrio prominente, el residente leyó la historia durante la revista médica de sala. Sin dejarlo concluir, mi Maestro se inclinó sobre la cama y asiendo con sus brazos dispuestos alrededor del abdomen del adelgazado paciente, lo sacudió varias veces en el sentido vertical, de abajo a arriba. Se oyó un ¨bulp…, bulp…, bulp…¨, sonido que produce el líquido contenido en un recipiente. No había dudas, se trataba de una distensión gástrica por una obstrucción pilórica, en ese caso por un avanzado cáncer gástrico. Cualquiera podría hoy día menospreciar un diagnóstico de un tal tumor en tan grave y agravado estado, pero era de esa forma como antes y ahora, consultan los pacientes pobres en quienes aún podemos presenciar avergonzados, el progreso de la historia natural de una enfermedad dejada a su espontánea evolución, porque para el menesteroso nunca ha existido en nuestro país verdadera seguridad social ni asistencia oportuna y ni efectiva…

  • El anciano comatoso.

 

 Tendría tal vez unos setenta y pico de años, barba blanco-amarillenta escasa y descuidada, pintada con el color del tabaco; se notaba que la vida le había tratado con saña y crueldad, cuántas privaciones, cuántas noches pasadas con apenas una magra comida durante el día. A su lado, una viejecita, su compañera de vida velando su estado comatoso, ese estado que la escritora chilena Isabel Allende en su libro autobiográfico ¨Paula¨ (1994) definió ¨como un dormir sin sueños, un misterioso    paréntesis…¨. Estaba allí pues muriéndose cuando le encontró la revista de sala.

El maestro Otto Lima con el brazo izquierdo cruzado sobre el pecho, el dedo índice derecho bajo el labio inferior y la cabeza inclinada a un costado, le miraba mientras escuchaba la historia de boca de Germán Salazar, compañero residente de sala: Apreció su respiración, le pellizcó y no hubo retirada, buscó sus reflejos cutáneos y tendinosos, observó la posición y movimientos de sus ojos mientras rotaba su cabeza, pidió un oftalmoscopio… Tal vez rememorando a su admirado profesor de neurología en el Hospital de la Salpêtrière de París, el francés Jean Raymond Garcin (1897-1971), quien por cierto había descrito el cuadro clínico de la parálisis homolateral de todos los nervios craneales, una rareza que lleva su nombre -síndrome de Garcin-, preguntó a su esposa lo que sería la clave del jeroglífico: ¡un ignorado y nimio trauma craneal unos veinte días antes era el detalle que faltaba, el signo revelador: ¨lucida intervalla¨ -intervalo lúcido-!

      Se incorporó y dijo, -¨El tiempo apremia, se trata de un hematoma subdural, solicitemos la ayuda del doctor Alberto Martínez Coll (1923-2016) ¨. A la sazón, jefe del Servicio de Neurocirugía del Hospital se presentó en el término de la distancia. Aquel despojo humano luego de la evacuación de la ominosa colección de sangre, al día siguiente despierto y lúcido, pedía comida y rogaba porque que le dieran de alta. ¡Qué esplendente lección de clínica la de aquella mañana en la sala 7…!

Médico integrista e integralista, nos aconsejaba que dejáramos para un día particular de la semana aquellos pacientes difíciles con problemas complejos, especialmente los neurológicos, para darle tiempo a una prolija anamnesis y evaluarlos con minucia. El caso del ancianito, no hubiera tolerado un ¨hasta mañana¨ y él lo supo… Así aprendíamos medicina, entre asombro y asombro, en mañanas tejidas de emoción, mientras manaba de sus palabras y actitudes, el conocimiento y la experiencia mostrándonos un lejano desiderátum a alcanzar.

No en balde había viajado a Francia en 1952 y en París fijo su hoja de ruta durante 14 meses en los cuales realizó pasantías por diversos hospitales y laboratorios, recordando  aquellos de la Facultad de Medicina de París: Necker, Enfants Malades, Broca, Bichat, Cochin, y Pitié, pero en particular aquél del L‘ hôpital Saint Antoine que dirigía el profesor Jean Dausset (1916-2009), donde se desarrollaron algunos capítulos fundamentales de la inmunohematología que llevaron al descubrimiento del sistema HLA, ese que hizo posible el desarrollo exitoso de los trasplantes de riñón, y que posteriormente fue premio Nobel de Fisiología y Medicina 1980, compartido con el venezolano Baruch Benacerraf (1920-2011) y George Snell (1903-1996), por sus descubrimientos de estructuras superficiales celulares determinadas genéticamente, así como de las que controlan reacciones inmunológicas.

Pero también visitó al hematólogo Jean Bernard (1907–2006) quien había publicado 14 libros y monografías de su especialidad e impulsó el tratamiento radiante en la enfermedad de Hodgkin; con él afianzó sus conocimientos hematológicos y luego investigó sobre las anemias macrocíticas y la anemia drepanocítica en el país, e influenció a dos de sus alumnos a realizar estudios de extensión en esta área en EE.UU con el doctor William Dameshek (1900-1969), Herman Wuani Ettedgui (1929-2014) y Elio Chamate.

Más tarde en su evolución, dejó de un lado sin abandonarla a la medicina interna para transformarse en un serio Investigador en el Instituto de Psicología de la Facultad de Humanidades y Educación UCV, 1986 Jefe del Departamento de Neuropsicología del Instituto de Psicología; 1999 Jubilación del UCV; en el año 2000 Profesor Emérito de la Universidad Central de Venezuela. Miembro Fundador de ASOVAC, Sociedad Venezolana de Reumatología, de Alergología e Inmunología, Sociedad Venezolana de Hematología (expresidente), Sociedad Venezolana de Medicina Interna, y de Hipertensión Arterial; Miembro de la Internacional Society of Internal Medicine, Venezolana de Anatomía Patológica, Gastroenterología, Psiquiatría y Neurología, Medicina Humanística, Franco-Venezolana de Ciencias de la Salud, Fellow of the New York Academy of Medicine; Miembro Emérito de la Sociedad Venezolana de Menopausia, Climaterio y Osteoporosis, honorario de la Sociedad Venezolana de Neurociencias, American Association for the Advancement of Sciences y de la Sociedad Venezolana de Neuropsicología.

 Electo Miembro Correspondiente Nacional de la Academia Nacional de Medicina, Puesto #45 en 1993 con su trabajo de incorporación, ¨Evaluación Neuropsicológica: El Protocolo Luria-UCV¨. Más tarde, electo Individuo de Número Sillón XXXIV en 1996, incorporándose en 1997 con el trabajo ¨Vigencia de la aproximación clínica al paciente, Análisis de 2000 historias clínicas¨, con Juicio Crítico del doctor Augusto León y bienvenida del doctor Blas Bruni Celli. Vicepresidente de la Junta Directiva 2002-2004 y Presidente durante el bienio 2004-2006.

Condecoraciones: Orden José María Vargas, Andrés Bello, Francisco de Miranda, Diego de Lozada, del Libertador, Francisco de Venanzi y José I Baldó. Tiene más de 215 publicaciones tanto en Revistas Nacionales como Extranjeras. Libros: (1). Las anemias en Venezuela, (2). ¿Solo Medicina?; (3). Normas y procedimientos de un servicio de medicina interna; (4). Frente al enfermo; (5). Dispersa; (6). Propedéutica clínica médica, (7). Elementos de psiconeurología, (8). Introducción a la medicina psicosomática; (9). Neuropsicología; (10). El hombre, la enfermedad y la medicina; (11). Sobre enseñanza de la clínica y teoría de la enfermedad; y (12). Archivos Médico-Psicológicos del Hospital Vargas (1965-1976 Editor).

Durante la conmemoración del ¨Día del Egresado UCV 2014¨, presidido por la Presidenta y el Vicepresidente de la Asociación de Egresados, doctores Imelda Cisneros y Alberto Fernández, acompañados por las Autoridades Universitarias, se le hizo entrega del ¨Premio Anual Alma Mater, 2014¨, profesor jubilado nominado por la Academia Nacional de Medicina bajo mi presidencia.


Expresó el doctor Gómez al recibir esa distinción en el Aula Magna: ¨Agradezco la distinción como ucevista egresado desde hace 66 años. Me siento muy honrado y especialmente feliz. Pero mi tranquilidad y mi gozo de este instante está perturbado por la violación de los derechos humanos y políticos contra estudiantes de esta y otras universidades por ejercer su derecho a protestar y exigir cambios urgentes que requiere Venezuela. Estoy seguro que su ejemplo hará posible un país distinto¨.

Le pregunto, ¿Cómo siendo su formación tan organicista cambia el rumbo de su interés hacia la medicina psicosomática y antropológica dejando el Hospital Vargas y yéndose a la Facultad de Humanidades y Educación? Se rasca la cabeza, no sabe qué contestarme…, y finalmente me responde: ¨La verdad es que nunca había pensado en eso…¨ Tal vez influyó en este cambio su contacto con el psiquiatra peruano, doctor Carlos Alberto Seguín (1907-1995), quien en una ocasión dijo: «La verdadera sabiduría se conserva en las viejas tradiciones de la humanidad, que debemos redescubrir, una y otra vez, en una especie de renacimiento que puede revitalizar nuestro mundo y ofrecernos nuevas perspectivas». Su vida al lado del enfermo y su circunstancia le mostró una de las faltas primarias de la medicina interna organicista, el ignorar el conocimiento de la biografía normal y de la patobiografía del sufrido; ello le hizo acercarse a la medicina antropológica con Ludolf Krehl (1861-1937), quien escribiera, ¨Si con nuestras débiles fuerzas no colaboráramos en la ulterior evolución de la medicina, la cual  consiste en el ingreso de la personalidad del enfermo en el quehacer del  médico,  como objeto de investigación y de estimación, es decir, en la reinstauración de las ciencias del espíritu y de las relaciones de la vida entera como el otro de los fundamentos de la medicina y en igualdad de derechos con la ciencia natural¨ y a Viktor Von Weizsäcker (1886-1957), admirando a Pedro Laín Entralgo (1908-2001), para convencerse de que la biografía del enfermo le hacía único, indivisible, no duplicable y signaba su manera de enfermar…

Con él descubrimos personajes como Edmund Husserl (1859-1938), su teoría fenomenológica y sus meditaciones cartesianas, y la de su discípulo Martin Heidegger (1889-1976) padre de la filosofía existencialista. Inmersos en la paradoja de saber cada vez más de enfermedades y sus mecanismos íntimos, y entender menos acerca de la subjetividad de los enfermos, aprovechamos toda esta carga de experiencias que se nos ofrecía y aprendimos a realizar una historia psicosomática, patobiográfica, donde incluíamos la biografía del enfermo con sus éxitos, frustraciones, fracasos y pérdidas, dejándonos permear por la visión antropocéntrica de la medicina…

El Maestro debe tener una personalidad magnética que brinde identidad; debe haber dejado en pos de sí una obra trascendente; debe poseer una elevada carga de pasión que impregne todo lo que dice o hace para concurrir al logro de su objetivo: enseñar con el ejemplo, al tiempo que contagia y aporta directrices e ideas; debe suscitar respeto y admiración e incitar a la emulación de los valores y modelos que su ejemplo brinda; debe transmitir conocimientos y experiencias a las nuevas generaciones de manera que forme seguidores animados a reconocerlo como Maestro y continúen su obra; debe constituirse en un abridor o señalador de caminos que propendan a la mejor realización del alumno-hombre, de su familia, de su comunidad, de su universidad, del área de su experiencia en la disciplina que haya sido su quehacer…

Creo que el Maestro, doctor Otto Lima Gómez Ortega conjuga con creces todos estos enunciados…

 

¡Saludemos con alborozo su presencia entre nosotros!

 

Caracas, 1º de marzo de 2016

 

Tiempo de morir: Elogio de los pacientes sin voz…

 

«El mundo es bello, pero tiene un defecto llamado hombre». Friedrich Nietzsche

         

Hace muchos años tuve la ocasión de formar parte del equipo médico que atendió a un acaudalado paciente. Una patrulla policial que venía a gran velocidad, se saltó la luz roja de un semáforo impactando su automóvil por el costado derecho, donde él venía sentado. Cursando la novena década de la vida y conservando toda su lucidez y energía, sufrió un severo traumatismo encéfalo-craneal. La cercanía a la clínica y un esmerado cuidado le hicieron sobrevivir en una unidad de terapia intensiva, hasta ese momento inexistente en el país, pero de forma rápida completamente acondicionada para él. Vinieron médicos especialistas del extranjero para monitorearle y ayudarnos con su cuidado. Estudiaban sus respuestas y exámenes complementarios, enviando sus parámetros vitales a computadoras en su hospital de procedencia en el exterior que permitía conocer día a día acerca del pronóstico que casi siempre era esperanzador.

Largo tiempo duró su agonía conectado a un respirador y con una vía central que aseguraba hidratación, alimentación y administración de fármacos y antibióticos, y un tubaje gástrico que le proporcionaba proteínas y vitaminas. Tarde en su evolución, en alguna ocasión en que se presumió un severo deterioro, se le trasladó al sótano, al servicio de radiología para realizarle una angiografía cerebral formal –no existía aún la tomografía computarizada-. El contraste a presión se negó a penetrar a través de sus grandes vasos cervicales. Este signo reaseguraba muerte cerebral. Y así, omnipotentes, le dimos permiso para que muriera…

Dadas las circunstancias del accidente, debió realizarse la autopsia de ley en la Morgue de Bello Monte de Caracas. Me empeñé en estar presente. Fue una autopsia ¨legal¨ y por presencia, descubrí que era una, grotesca y desordenada; no como las que estaba habituado a presenciar en mi Hospital Vargas de Caracas, donde el procedimiento se realizaba todavía según normas establecidas por von Rokitansky (1804-1878) en Viena, extrayendo los órganos en bloque, así que eran realizadas con profesionalismo, pulcritud y experiencia. El cerebro mostraba signos del llamado “cerebro del respirador”: avanzada autolisis[1] e inclusive, un terrible hedor a podredumbre. Mi desconcierto, frustración y dolor no pudo ser mayor. Con mi consentimiento y apoyo, habíamos estado tratando un cadáver, tal vez desde un principio… El sentimiento de culpa aún me acompaña y creo que me acompañará hasta el final de mis días.

Y es que los médicos hemos sido formados para luchar contra la enfermedad. La muerte, esa, lo único seguro que tenemos inamovible al nacer, es percibida por nosotros como la mayor de las derrotas que se nos pueda infligir. ¡Nunca se nos enseñó que en muchas ocasiones deberemos pactar con la muerte en pro de dar a nuestro paciente un digno fin…!

Los médicos siempre estamos inventando nuevas maneras de prolongar la vida, aún a costa de su sufrimiento del enfermo y el de sus allegados y aun de la hacienda del paciente. La resultante es una manera de «vivir medio muerto”» que ciertamente no quisiéramos para nosotros mismos. La posibilidad de un juicio por mala práctica nos compele a ejercer defensivamente, aun yendo en contra de los más elevados principios que deben regir el acto médico. Las unidades de terapia intensiva en mi concepto se asemejan a uno de esos bunganos [2] de mi remota infancia fabricado con una botella agujereada por el culo, un instrumento de pesca donde una vez que sardinita entraba no podía salir; particularmente cuando se trata de pacientes ancianos, aunque para el momento se vean saludables.

[1] La autolisis (del griego auto, el mismo, y lisis, pérdida, disolución) es un proceso biológico por el cual una célula se autodestruye, ya sea porque no es más necesaria o porque está dañada y debe prevenirse un daño mayor.

[2] En mi infancia lo elaboraba con una botella de vino o de champaña cuyo fondo era cónico y terminaba en un botón de vidrio. Con cuidado se rompía por debajo y se extraía el botón; el cuello se cerraba con un tapón y se llenaba de agua y se colocaba dentro, corazón de pan. Se echaba al río y quedaba así elaborada una trampa donde las sardinitas entraban pero no podían salir…

Como seres casi perfectos que somos, al momento de nacer disponemos de una gran reserva orgánica, si se quiere existe una extraordinaria y excesiva redundancia de todos nuestros órganos, aparatos y sistemas. Para dar sólo una idea, la mejor agudeza visual central se considera 20/20; ella es proporcionada por un haz de filamentos, fibras o axones de muy pequeño calibre que se originan en la mácula del ojo, llamado haz máculopapilar. Para poder identificar el optotipo de 20/20, necesitamos apenas el 44% de dicho haz. Es decir, que debemos perder un 56 % de ellos antes de que acusemos algún cambio visual; puede decirse lo mismo del riñón, del corazón, de los pulmones, del cerebro, del sistema inmunológico

 

 

Pero… tal como si fueran hojas de un calendario la edad va desprendiendo, descontando subrepticiamente y sin alharaca, reservas y energías a nuestro organismo. Está previsto además que nos iremos adaptando a esa furtiva o silenciosa pérdida de la cual ni nos damos cuenta. Así, que con una reserva mínima o sin ninguna de ella, nos sorprende la avanzada edad, que según García Márquez (¨El amor en los tiempos de cólera¨), por boca del doctor Juvenal Urbino, tiene hasta un olor: ¨la mayoría de las enfermedades mortales tienen un olor propio, pero ninguno tan específico como la vejez¨, y un tal Jeremiah de Saint-Amour, personaje también de ficción de la misma novela, definía la vejez, ¨como un estado indecente que debía impedirse a tiempo¨.

En esas circunstancias, una seria enfermedad consume lo poco que nos queda, y luego de unos dos o cuatro días en una unidad de terapia intensiva ocurre, casi indefectiblemente, un síndrome de falla multiorgánica, suerte de efecto dominó donde todo lo que nos sostiene se va viniendo abajo en sucesión. El riñón marca la pauta, y luego vendrá el sistema inmunológico, el corazón y los pulmones; las infecciones nosocomiales u hospitalarias por gérmenes de exacerbada virulencia y patogenicidad que sabemos que existen en nuestro entorno, en nuestras manos y uñas, en los brazales de los tensiómetros, en los estetoscopios y en nuestras corbatas, harán el resto…

Si a los viejos se nos concedieran algunas horas para ver lo qué ocurre a nuestro derredor, para ver si tenemos realmente una oportunidad razonable de sobrevivir, tal vez existirían menos viejos en esas calles ciegas para ancianos que son las terapias intensivas, donde quedamos varados, atrapados y sin salida, sin poder progresar hacia delante ni devolvernos hacia atrás, gastando los últimos ahorros y produciendo terrible dolor a nuestros deudos en medio de fútiles esfuerzos…

Hace algunos años leí una pieza de autor anónimo donde un paciente se dirigía a su médico en estos términos:

-«!Ya es tiempo de irme! Perdóneme doctor, ¿Puedo morirme…? Bien sé que su juramento le obliga a tratar de sostenerme vivo por tan largo tiempo como mi cuerpo esté tibio y haya un soplo de vida. Pero, escúcheme doctor. Ya enterré a mi esposa, mis hijos están crecidos y vuelan por sí mismos. Todos mis amigos se han ido y yo también deseo irme tras ellos. Ningún mortal tiene el derecho de mantenerme aquí, cuando la llamada de Él es inconfundiblemente clara. Yo merezco el derecho de dormir para siempre. He hecho mi labor y estoy cansado. Sé que sus motivos son nobles, pero ahora yo rezo. Lea en mis ojos aquello que mis labios no pueden decirle. Escuche mi corazón y verá cómo llora.

¡Perdóneme doctor!, ¿Me deja morir…?”»

La medicina tanto ha progresado… las unidades de terapia intensiva están allí y hay el mandato de usarlas no importando si tenemos o no una posibilidad de sobrevivir, y así, se han convertido en imagen de la ¨mala muerte¨, de la ¨medicina sin testigos¨, del ¨sordo lamento de los moribundos¨…

Solitarios, somos aventados tras sus puertas eléctricas rodantes para yacer conectados a mil cables que seguirán haciendo su trabajo aun cuando ya estemos muertos y autolisados. Conocemos de casos lacerantes:

Un médico octogenario, hasta ese momento productivo y centrado, sostiene una agria discusión con un colega y es fulminado como por un rayo, cayendo al suelo como pesado fardo. Una extensa hemorragia cerebelosa comprime el tallo cerebral y la inmediata inconsciencia con pérdida de las funciones autonómicas le llevan al paro respiratorio y a lo que define Isabel Allende como el estado de coma, «es como un dormir sin sueños, un misterioso paréntesis»[1].

 Dos horas transcurren con el tallo cerebral comprimido, llega al pabellón de cirugía, rápidamente es entubado y aún más rápido realizada una cirugía descompresiva de la fosa posterior; 450 mililitros de sangre le son drenados… ¡Qué bueno que había un especialista allí mismito, a la mano! No hay recuperación ninguna, las infecciones nosocomiales se suceden y son tratadas con éxito, aunque clínicamente ya está descerebrado y habrá de pasar a un estado vegetativo persistente y en días, a un estado permanente. Siendo que ya no hay razonable esperanza para un octogenario, para otros, esos que le atienden, aún dicen que “hay esperanzas”… Una dilatación del sistema ventricular le lleva a la colocación de un mecanismo de drenaje ventricular. Otro fútil intento por “hacer algo” pera terminar no haciendo nada…

La situación no ha cambiado. La muerte en vida domina la escena, se trastroca la rutina familiar y se funden en pocos días los ahorros de muchos años obtenidos mediante un trabajo comprometido y honesto. No critico la no tan rápida acción del neurocirujano, especialmente en una hemorragia cerebelosa donde los segundos cuentan, pero tal vez pueda exigir moderación en las indicaciones terapéuticas de un anciano ya descerebrado, para luego no entregar a la familia un vegetal… No es el objetivo de la medicina alargar la vida a cualquier precio…

[1] Allende I. Paula. Cuarta edición. Barcelona, Plaza & Janés Editores, S.A. p. 15.

El ejemplo relatado, constituye un ejemplo de “distanasia”, una situación en la que se proporciona un tratamiento “exagerado” o “desproporcionado”, que solo prolonga en el paciente en su aislamiento el proceso de morir. Resulta del empleo de medios terapéuticos extraordinarios que lindan con el llamado “ensañamiento terapéutico” o “furor terapéutico” donde pareciera que el médico en su afán ya no es capaz detenerse… En esta situación el galeno excede el marco de su deber, prolongando innecesariamente los padecimientos del paciente, particularmente aquel que carece de toda posibilidad de recuperación dada su avanzada edad y la irreversibilidad de su cuadro, y continúa aplicando obstinadamente terapias extraordinarias, cuando estas carecen de sentido y de justificación ética.

Este ensañamiento terapéutico merece una atención especial desde el punto de vista ético, pues a más del sometimiento encarnizante al que se encuentra compelido el paciente, se adiciona su soledad, el alejamiento de sus seres queridos, su imposibilidad de manifestarse al encontrarse sedado, entubado o sujeto de una traqueostomía, con su sueño interrumpido y su privacidad violentada, abandonado cruelmente tan sólo para terminar muriendo[1].

Cualquiera de nosotros desearía la “muerte digna” u ortotanasia, que entiende y atiende a la manera de morir como la forma de fallecer como un derecho propio del ser humano, de elegir o exigir para sí, o para terceros a su cargo,  una “muerte a su tiempo”, sin  abreviaciones tajantes (eutanasia), ni prolongaciones indebidas, irrazonables y crueles (distanasia), concretándose ante la inminencia de la muerte a la abstención, supresión, o limitación de todo tratamiento fútil, extraordinario o desproporcionado.

Cincuenta años atrás, la muerte del anciano se producía como es, como un hecho simple y natural, pues no existían las Unidades de Terapia Intensiva; no obstante, el acelerado avance científico-tecnológico y la aparición de mecanismos capaces de suplantar ciertas funciones orgánicas (respiradores, drogas para elevar la tensión, bombas de presión positiva, dializadores, etc.), han permitido prolongar innecesariamente la vida en aquellos casos en que el diagnóstico es certeramente irreversible. Sin perjuicio de ello, no debemos dejar de tener en cuenta, y que ello quede claro, el valiosísimo aporte de estas unidades, para salvar vidas, especialmente de personas más jóvenes con reserva orgánica intacta que de otro modo se hubieran perdido. Sin querer desconocer el mérito y la excelente preparación de nuestros médicos, Venezuela cuenta, o contaba -quién sabe a dónde iremos a parar con esta proliferación, sin orden ni control, de escuelas y facultades de medicina de muy baja factura mal llamadas bolivarianas-, pero sin lugar a dudas, todavía contamos con un cuerpo médico comprometido: Su capacidad científica, ética y humana, salvo pocas no honrosas excepciones, está más que comprobada.

En 1972, Jennet y Plum[2] describieron una peculiar situación en pacientes que habían sufrido lesiones cerebrales muy graves que denominaron «estado vegetativo persistente» (EVP). En su descripción original los autores daban un carácter provisional a la denominación propuesta. Sin embargo, como sucede muchas veces, el nombre, a pesar de las críticas que ha recibido, se ha mantenido hasta la actualidad, desde hace ya cuarenta y tres años. Se trata de pacientes que mantienen sus funciones cardiovasculares, respiratorias, renales, termorreguladoras y endocrinas, así como la alternancia sueño-vigilia, pero que no muestran ningún tipo de contacto con el medio externo y ninguna actividad voluntaria.

El adjetivo persistente añade una connotación temporal que lo diferencia de estados vegetativos. Debe precisarse que en la inmensa mayoría de los casos la recuperación que se obtiene es muy limitada, con grandes secuelas residuales y una ínfima calidad de vida. Se ha visto que la causa del EVP, su duración y la edad son los factores más importantes para establecer el diagnóstico de transitoriedad. En general, se acepta que un mes es el tiempo requerido para que un estado vegetativo se considere persistente.

¶ En mi artículo, «Muci-Mendoza, R. Perla de observación clínica. La bella durmiente del Hospital Vargas… Elogio al enigma del estado vegetativo permanente». Gac Méd Caracas 2014;122(4):298-303, se encuentran delineados los modernos criterios de muerte cerebral.

Debemos abogar por que en todas las escuelas de medicina se dicte una cátedra de tanatología. Desde que somos estudiantes de medicina debemos entender, comprender e introyectar que tanto nosotros como nuestros pacientes somos mortales. ¿Qué sentido podría encerrar tanta oposición a la muerte? Mi experiencia de más de cincuenta años en la docencia y en la práctica hospitalaria comprometida, me inclina, con todo el respeto que ustedes mis colegas me merecen, me autoriza para hacerles la siguiente sugerencia: no reanimen ni den tratamiento especial, costoso e inútil, a pacientes que terminan sus existencias con poca o ninguna esperanza de vida.

No impongamos nuestros pareceres, nuestro equivocado criterio de que mientras haya vida hay esperanza pensando que la mera existencia biológica constituye un valor absoluto. Es falso. Pareciera que no nos hemos percatado el peso inhumano de dolores, falsas esperanzas, costes astronómicos que supone un paciente de estos, sea que permanezca en la clínica o, peor aún, que haya sido remitido a la casa: pues desde su llegada, todos los miembros de la familia girarán en torno de él, sus vidas cambiarán radicalmente, por meses y aun años, se trastrocará el ambiente del hogar, desaparecerán el humor sano, las reuniones sociales, la música, la esperanza, la felicidad.

Desde el punto de vista ético un tratamiento médico se justifica tan solo cuando aplicándolo existe fundada expectativa de que el paciente recupere su salud y se apreste a cumplir mejor con su misión sobre la tierra. Hacer lo contrario, éticamente es obrar mal. No es cierto que el médico esté obligado a hacer todo lo que esté de su parte mientras quede un dejo de vida en el enfermo, cualquiera sea su edad, diagnóstico y la calidad de vida con que vaya a subsistir por meses y años.

Si la eutanasia no está permitida, por el mismo motivo, tampoco lo está la distanasia o prolongación absurda y arbitraria del proceso de morir; con todo, la postura ideal que sugiere la sensatez moral se sitúa en el punto medio: ni eutanasia ni distanasia, sino ortotanasia: La muerte justa y a su debido tiempo. No somos dioses ni dueños absolutos de nuestras propias vidas y menos de las de los demás; en nuestra malsana omnipotencia, los médicos no podemos ocupar el papel de Dios.

Dejemos que la muerte suceda cuando sensatamente debe acontecer. Con esta actitud reverente respetamos la acción de Dios. No debemos perder nuestra sensibilidad humana y ética profesional ¿Cuál es el objeto de reanimar a un paciente anciano que ya cumplió su misión sobre la tierra y que desea, como todos desearíamos llegado el momento, morir tranquilo en el hogar, rodeado de nuestros seres queridos? ¿Por qué no consentir que un paro cardíaco o cualquier otra grave afección les permitan morir en paz?

Si pudiéramos usurpar la voz de tantos enfermos sin voz que les asiste el derecho a una muerte digna y tranquila en su hogar, pediríamos que no se nos prolongue una vida que no es digna… ni es vida… Quiera Dios que mis familiares y mis colegas respeten mi derecho a morir con dignidad cuando arribe mi momento, que tengan en cuenta la merma de mis reservas orgánicas y que si han de recluirme en una terapia intensiva y a los tres días no muestro signos de clara, absoluta y razonable mejoría, que inicialmente limiten al mínimo la ayuda artificial o retiren toda asistencia y me dejen morir en paz… ¡dejar morir no es matar…!

 

Gracias encarecidas.

 

¡Perdóneme doctor! ¿Me deja morir…?

 

 

[1] Baudouin J L, Blondeau D.  La ética  ante la muerte  y el derecho a  morir. 1996 Editorial Herdet, Barcelona. p 33.

[2] Jennet B, Plum F. Persistent vegetative state after brain damage: A syndrome in search of a name, Lancet. 1972;1:734-737.

Elogio de la muerte… Los signos clínicos de muerte, y uno adicional… no descrito

Bodas de Plata matrimoniales de don José Muci Abraham y su esposa Misia Panchita Mendoza de Muci con sus nueve hijos (21.06.1946). Todos muy hermosos, lucíamos felices y contentos en el amplio jardín de nuestra casa de habitación de Camoruco en Valencia. Sobrevivimos una hembra y tres varones.

La muerte, decía Jorge Luis Borges, es una vida vivida.

La vida es una muerte que viene.

A diferencia de mi padre, comerciante libanés a quien no le gustaban los motes, sobrenombres o apodos y ni siquiera nos permitía llamarnos ¨vale¨ entre nosotros, expresión frecuente entre los venezolanos de aquellos tiempos, porque decía que cada uno de nosotros tenía su nombre y así debía ser llamado… Por el contrario, mi madre gozaba poniéndolos y nadie se salvaba de sus pícaras invenciones, no más veía a una persona y una ocurrencia de esas saltaba a su mente, un resabio –quizá- de las inmensas llanuras guariqueñas dejadas atrás en el ardientoso polvo del camino, pero siempre en el presente de sus días donde todo tenía un apodo, un alias o un remoquete seguido de una sonora carcajada o de su bondadosa sonrisa que mostraba sus dientes perfectos, blancos y alineados.

Los nueve  hijos Muci Mendoza, podíamos artificialmente ser divididos en 3 estancos: Los mayores en el superior, dueños y señores de nuestras existencias: Gileni (†, 2014) –15 años mayor que yo, mi madrina de bautizo y la consentida de mi papá por su flacura, vivía su vida, no se metía con los pequeños-, Rosa –dominante y perfeccionista, a veces acuseta, pero siempre muy amorosa, velando por todos y cada uno de los constituyentes del disímil rebaño-, y José –el primogénito, cerebro puro-, a quien le asistía el derecho de regañarnos y de ser el caso, aún de castigarnos, de levantarnos la mano o proceder en consecuencia-. Los integrantes de este grupo no tenían mote alguno (a veces mi padre nombraba a José, Yussef, su traducción al árabe).

En el del medio, Josefina (†, 2006) ¨la negrita¨, nacida accidentalmente en Curazao, parecía no ligarse bien con los otros dos grupos: muy linda, reservada, pizpireta, poco comunicativa fuera de lo que no estuviera en su mundo, atenta al cuidado de su figura y siempre, hasta el fin de sus días, luciendo mucha menor edad que la cronológica sin que la pátina del tiempo se asomara en su tez.

En el tercero, estábamos ¨los muchachos¨ o como suele ahora decirse, ¨el perraje¨… Lo encabezaba Fidias Elías (†, 1975) que más tarde sería el primer médico de la familia, circunspecto, pero no siempre circunspecto; muy cultivado y de finas maneras, llamado por sus amigos ¨El Conde¨ por manejar su pulcra bicicleta negra erguido y desafiante, dermatólogo, tropicalista y mi admirado mentor, quien reforzara mi deseo de ser médico cuando sentía que era una empresa inalcanzable para mí y él me insuflaba temple y confianza, y a quien mi madre llamaba ¨El Comandante¨.

Bien puesto el nombre, porque entre otros menesteres, era nuestro profesor de mecanografía, temido por su rigidez, -¨¡Si miras el teclado, eres el engañado…!¨, rezaba un carteloncito de su factura colgado sobre la antigua máquina de escribir Remington que se complementaba con sus ojos pelados, escrutadores y decidores; gustaba de comandarnos a los más pequeños en las tareas duras de la casa, tales como eran lavar la piscina rodilla en tierra, vale decir, a pleno sol en el áspero y granuloso cemento del fondo y de los lados, con cloro en polvo y un cepillo de alambre para quitarle el ¨nacido¨ o pátina verde, esa producida por aceitunadas algas unicelulares; bañar los dos perros salvajes de la casa: Tamakún –un chauchau arrechísimo- y Sandy –un cacri sin pedigrí, uno que tampoco se dejaba y a menudo, había que separarlos con el chorro de agua de la manguera para evitar que el de abolengo y mantuano se desayunara con el pobre criollo-; o recoger las hojas del gran jardín frontal de mi casa con muchos árboles; o rastrillar las piedras que lo cubría para dejarlas homogéneas como un jardín zen con mucho sudor y sin la meditación acompañante, para que en cinco minutos se llenara del doble de hojas y hubiera que comenzar de nuevo…, mientras él, erguido como un bambú, el rostro severo, un ¨lunar de vieja¨ protuberante en el surco nasogeniano izquierdo, vestido para la ocasión con un sobretodo de caucho negro, botas de goma hasta la rodilla y un sombrero safari de explorador, dirigía la faena sin implicarse en ella; se me antojaba que sólo le faltaba el bastón de mando para encontrarnos en el ejército británico durante la dominación de la India y con el aguador del regimiento Gunga Din del poema homónimo de Ruyard Kipling (1882-1914).

A Luis (†, 2004), que le seguía, nunca supe por qué mi madre le llamaba ¨el ovejo¨. Francisco o Franco era apodado ¨el negro¨ por su tez algo más oscura que el resto de los hermanos, deslumbraba entre todos por su corrección, disposición para el estudio y credibilidad. A mí me llamaba indistintamente ¨cocoíllo¨ -porque según y que fueron mis primeras palabras, ¡vaya relajo permanente y burlas de mis hermanos conmigo!-, ¨el catire o catirruano¨ -porque era el más blanco de todos y en la infancia tenía el cabello rubio, y mi mamá, siempre orgullosa de su ancestro español, me expresaba que me parecía a ¨los Mendoza¨, especialmente a su tío Juan Bautista Mendoza, ¨hombre elegante, blanco y con los ojos azules¨- y por último, ¨viejo baja¨ -tampoco tengo una explicación para ese tan nombre extraño-. Rompiendo su regla a veces mi padre, porque me parecía mucho a él… me llamaba ¨general Mihailović¨, líder yugoeslavo anticomunista de la resistencia monárquica.

   Al menor, Aziz Efraín (†, 1996), casi que un cuarto estanco, nunca le oí un apodo: enjuto, enteco, flaquito y sobreprotegido porque tenía una profunda depresión central en el pecho atribuida a raquitismo por los tantos embarazos de mi madre y que los médicos llamamos ¨pectus excavatum¨ que por su profundidad, hasta podía llenarse de agua y albergar un pececito de colores, y además, ¨un soplo en el corazón¨, lo que en aquella época de mitos y pocas luces médicas, significaba una sentencia de muerte a corto o largo plazo, y adicionalmente y peor aún, condena a no participar en juegos, deportes o andar vagando en la calle durante las vacaciones julianas rompiendo bombillos con una honda y comiendo nísperos y caimitos…

Podría decirse que el tercer estanco constituíamos un grupo coherente, aguerrido, indómito, capaz de realizar desafueros prontamente sofocados por los mayores y en el peor de los casos, por mi papá: ¡Todos arrodillados en el patio…! o entren al baño y se quitan la ropa que voy con la correa, y no era amago… Allí pagábamos justos y pecadores por igual…

Rememoro que un mediodía caluroso estábamos bañándonos en la piscina de mi casa y Aziz, que tenía prohibido bañarse, con su mirada ingenua y ávida nos observaba a prudencial distancia para no ser salpicado; de repente, el negro Franco me dijo mientras rocheleábamos en el agua:

Rafael, vamos a echarle una broma a Aziz: Yo voy a hacer que me estoy ahogando; tú haces que me salvas y me sacas fuera del agua, me pones boca abajo en el borde de la piscina y le dices que me ahogué, que estoy muerto a ver qué dice, qué hace…¨. Dicho y hecho, se puso en marcha la pantomima, chapoteó, gritó, se sumergió varias veces hasta que quedó encorvado, inerte y flotando boca abajo; con gran trabajo lo saqué del agua y lo puse en el borde, al tiempo que mirando a mi hermanito le decía sin un dejo de piedad,

-¨¡Aziz, Aziz, Franco se ahogó… Franco se ahogó, está muerto…!¨

Su carita de niño inocente trasmutó, se preocupó mucho, se le retrajeron los párpados, saltaron algunas lagrimitas que raudas rodaron por su rostro; sin embargo, entre compungido y sospechoso como estaba, venció el temor y en actitud de comprobación se fue aproximando lentamente al finado yacente al tiempo que alzaba la mano derecha con su pequeño dedo índice extendido. Cuando llegó a estar muy cerca, a través de una brecha en el traje de baño, ¡le metió el dedo en el culo…! Raudo y violento, como picado de tábano, Franco se levantó hecho un energúmeno, mientras Aziz aceleradamente se alejaba del sitio gritando,

-¨ ¡Ja, ja, ja… yo sabía que no estaba muerto, yo sabía que no estaba muerto!¨

Siendo que mi hermanito no conocía las pruebas de comprobación de la muerte, el gesto aquél fue no menos que un portento clínico: La pruebas de comprobación clínica de la muerte que estaban entonces en boga eran numerosas: la del espejo limpio al situarlo frente a la boca o la nariz del sujeto inconsciente: si se empañaba la persona estaba viva, si no se empañaba por ausencia de respiración, equivalía a muerte: era la llamada prueba de Winslow; o la dilatación de la pupila o midriasis pupilar del fallecido por pérdida del control de sistema nervioso autónomo parasimpático, o la ausencia de respuesta constrictora de la pupila a la luz directa; o la pérdida del reflejo proprioceptivo de torsión cefálica o fenómeno de “ojos de muñeca”;  o la ausencia de respuesta al toque de la córnea, tan rica en terminaciones nerviosas sensibles al dolor; o la deshidratación del globo ocular por pérdida de líquido que a la palpación digital aparece como una pelota desinflada, y el tinte gleroso del ojo que se torna opaco y de color gris pizarra… y así, que por tanto y por serendipia, mi querido hermano menor Azizito habiendo ingresado sin saberlo en el campo de la tanatología,

¡Había descubierto un idóneo y rápido procedimiento para comprobar la muerte…!

Desafortunadamente, que yo sepa, por lo repugnante, desconsiderado y antihigiénico, poco se ha empleado en la clínica diaria y hasta ahora, nunca antes se había mencionado con la seriedad que se merece ni había sido publicado previamente… En los tiempos que corren de tanto secretismo y mentira con este pútrido socialismo del siglo XXI que nos acosa, ocurrió que con la penosa enfermedad del Único, siempre me dije que hasta no practicarle la «Prueba del Índice Extendido de Aziz®» y que este test fuese positivo, nunca aceptaría que estaba muerto… Todavía no pierdo la esperanza, pues no me extrañaría encontrármelo un día en la calle admirando la destrucción de MI país, porque yo he visto mucho muerto cargando basura, que vale decir que nada, por más que se proclame y se asevere, puede darse como seguro…

  • Antecedentes históricos.

 

Ser médicos nos sumerge en un mundo de perplejidad y maravilla… Las bases para el diagnóstico de la muerte no han sido estáticas. El concepto de muerte ha ido evolucionando a lo largo de la historia, según ha avanzado el conocimiento y se ha dispuesto de más elementos para determinarla.

En el siglo XX la muerte se definía como el cese de la actividad cardíaca (ausencia de pulso), ausencia de reflejos y de respiración visible, sin embargo, con base a estos parámetros muchas personas fueron inhumadas encontrándose en estado de vida latente o afectadas por periodos de la terrorífica catalepsia –un trastorno repentino del sistema nervioso caracterizado por la pérdida momentánea de la movilidad (voluntaria e involuntaria) y de la sensibilidad del cuerpo-.

Cuando se produce el cese de la actividad cardíaca la sangre queda sometida de modo exclusivo a la influencia de la fuerza de gravedad por lo que se desplaza y ocupa las partes declives del cuerpo cuyos capilares distiende, produciendo unas manchas rojo violáceas, las llamadas livideces cadavéricas (livor mortis). Durante el siglo XVIII, conjuntamente con la descomposición del cadáver era ese el único signo que existía para determinar con certeza la muerte de una persona. Esto era así, porque los métodos que había para predecir la muerte ya descritos: la detención de la respiración o del corazón, no permitían diagnosticar con total seguridad la muerte. Por eso, a fines del citado siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, en Europa se crearon sociedades humanas, cuyo objetivo primordial era evitar que a sus socios los enterraran vivos.

Hay innumerables referencias sobre personas enterradas vivas que datan de esa época… ¡A mí… que me cremen! –afirmo yo- Por ejemplo, en Inglaterra se construyeron ataúdes con campanas, para que mediante su tilín repetitivo el posible muerto pudiera comunicar que estaba vivo. Con posterioridad, durante los años sesenta, setenta y finalizando el siglo XX, han surgido modificaciones en los criterios para diagnosticar la muerte.

Se cuenta que durante la epidemia de cólera que azotó Caracas en 1855 los muertos o medio muertos se apilaban en las calles, los médicos en correcorre apenas si tenían tiempo para declararlos muertos y el cuadro de sujetos cargando las urnas de palo en una parihuela rumbo al cementerio era paisaje cotidiano. Se asegura que en uno de esos traslados ¨el muerto¨ comenzó a sacudirse y golpear el techo del féretro; al abrirlo dijo con ojos desorbitados, -¨¡Yo estoy vivo!¨, sin embargo, los responsables del traslado lo cerraron de nuevo diciéndole, -¨¿Vivo tú…? ¿vas a saber más que el doctor…?

Pues bien, y en serio… La definición de muerte está basada en criterios de consenso, pero toda definición de muerte debe cumplir una serie de características: es un proceso irreversible, reproducible -es decir, que siempre ocurre de manera similar-, que es reconocible y que afecta a todas las personas por igual.

 

¶En mi artículo, «Muci-Mendoza, R. Perla de observación clínica. La bella durmiente del Hospital Vargas… Elogio al enigma del estado vegetativo permanente». Gac Méd Caracas 2014;122(4):298-303, se encuentran delineados los modernos criterios de muerte cerebral.

http://anm.org.ve.tmp-ravatech.com/anm/saciverrevista.php

 

  • Complicando el asunto:

¿ y si la luz al final del túnel no es lo que creemos que es…?, ¿por qué la ciencia es cruel y nos quita las esperanzas…?

Desde el comienzo de los tiempos el hombre se ha ocupado de la muerte; algunos escritores de manera estupenda: Simone de Beauvoir en ¨Todos los hombres son mortales¨, donde narra la historia de Raimundo Fosca, noble italiano del siglo XIII que influenciado por los efectos de un elixir de la inmortalidad que lo exime de envejecer y fallecer: casi 700 años de vida, pero… en el mundo de los mortales no hay lugar para los inmortales…

 

  De igual forma que José de Saramago (1922-2010) en ¨Las intermitencias de la muerte¨, narra cómo a partir de la medianoche del primero de enero nadie muere… inicialmente, la gente celebra su victoria sobre la muerte, pero la muerte emerge poco después como una mujer llamada muerte… Ambos autores nos señalan lo trágica que sería la inmortalidad…

Ya los griegos, en el mito de Titono mortal, contaban que Eos o Aurora –en la mitología latina-, le había pedido a Zeus que le concediera la inmortalidad, pedido que el padre de los dioses concedió. Sin embargo, a la diosa se le olvidó pedir también la eterna juventud, de modo que Titono fue haciéndose cada vez más viejo, encogido y arrugado, hasta que se convirtió en cigarra o según otras versiones, en grillo. Así, cada vez que Aurora se despierta por las mañanas y llora, sus lágrimas se transforman en rocío y de las mismas, el pobre de Titono, sacia su sed … Según una antigua creencia cuando le preguntan qué desea, el infeliz de Titono responde en latín: Mori, mori, mori… que significa morir, morir, morir…

Pero como los mortales estamos para frustraciones, a veces el avance de la ciencia acaba con algunos mitos que de alguna forma han hecho parte y esperanza de nuestras vidas. Entre tantas, una de las grandes frustraciones del hombre lo constituyó el saber que la tierra no era plana sino redonda, que nuestro planeta no era el centro del universo y que muchas de nuestras conductas no eran conscientes, sino guiadas por el inconsciente…

 «La luz al final del túnel» o «el túnel de los muertos», representa un fascinante fenómeno neurológico descrito por pacientes de diversos grupos etarios y en diferentes culturas y religiones que han experimentado una muerte clínica transitoria o han estado en las cercanías de la misma. ¡Cómo esperaba yo que eso me ocurriera algún día…!

La experiencia de atravesar el puente hacia la nada en medio de paz y tranquilidad e imbuidos de gran placer, la percepción de imágenes místicas o el recibimiento jubiloso por otros difuntos, padres, familiares, maestros o amigos no dejaba de ser para mí una deseada ficción… Así pues, moverse sin esfuerzo y felizmente a lo largo de un oscuro pasillo o túnel hacia una luz vívida y maravillosa, no podría más que interpretarse como el límite entre la vida y la muerte, o el propio ingreso al paraíso. Por otro lado, nos había fascinado que entre los agregados de aquel estado transitorio, había también una rápida y extremadamente detallada serie de recuerdos de la vida: una autobiografía de relámpago, o aún una película personal más gradual, situación que se presenta cuando uno sale de un coma.

Pero, ¡vaya decepción! Resulta que ahora se nos dice que tan sólo forma parte de experiencias ‘normales’ que se suceden al sufrir una situación de grave compromiso sanguíneo cerebral. Todos los informes coinciden en la descripción del momento: autoscopia u observación del desprendimiento de uno mismo del cuerpo yaciente observando desde arriba o desde una esquina de la habitación lo que ocurre en el entorno: los médicos y enfermeras afanados en el proceso de recuperación, empresa tantas veces fútil, abandono del mismo, seguido del consabido viaje… Pero… la vuelta al cuerpo puede ser abrupta, como cuando, por ejemplo, el ritmo cardíaco es restaurado a un corazón detenido por el fogonazo de un desfibrilador. Cómo no producir en muchos pacientes la certeza de una vida después de la vida, y que a tantos ha llevado a transformar sus existencias en el sentido espiritual…

El que la luz al final del túnel forme parte de las «experiencias cercanas a la muerte», y sea la manifestación normal de un cerebro en falla durante un evento traumático, no deja de tener para mí un profundo sinsabor de amargura. Según Watts el concepto de las experiencias cercanas a la muerte fascina a las personas porque nos atrae y nos gusta la idea de que los humanos sobrevivimos a la muerte del cuerpo, pues siempre se nos había advertido que nadie había regresado del mundo al que íbamos para contarnos cómo era…

 Muchos consideran estos eventos como fenómenos paranormales, sin embargo para nuestro desencanto, estudios científicos han demostrado que son solo efectos ¨normales¨ esperados cuando la hipoxia o falta de oxígeno estimula ciertas áreas cerebrales sensibles y específicas, por ejemplo, en momentos en que el ojo comienza a ser desprivado de sangre y oxígeno: En el caso de la luz al final del túnel, el estímulo puede recaer bien en las neuronas de la corteza del lóbulo occipital o área visual primaria –asiento de las áreas de interpretación de lo que vemos-, o en los fotorreceptores o receptores de luz de la retina afectados –capa de conos y bastones, primera neurona de la vía óptica-, durante la fase de recuperación de la muerte y no durante el evento “per se”.

Una de las certezas más comunes de una ¨experiencia cercana a la muerte¨ (ECM) es la «conciencia de la propia muerte»; sin embargo, bien vale la pena describir qué ocurre en las ¨crisis epilépticas de éxtasis místico¨, que aunque son raras pues solamente ocurren en algo así como 1 o 2 por ciento de los pacientes con epilepsia del lóbulo temporal, se caracterizan por episodios paroxísticos y recurrentes durante los cuales se modifica la esfera afectiva de los pacientes; y así, son descritos como sentimientos positivos e intensos donde no hay referencia a lo sexual, sino percepción de ‘bienestar’, ‘placer’, ‘plenitud’, ‘paz’ o ‘belleza’, entre otras similares calificaciones.

No obstante, en el último medio siglo se ha visto un enorme aumento en la prevalencia de otros estados a veces impregnados de alegría religiosa y asombro, «visiones celestiales» y voces y, no infrecuentemente, de conversión religiosa o metanoia, vocablo del griego que denota una situación en que en un trayecto ha tenido que volverse del camino en que se andaba y tomar otra dirección. Fue precisamente lo más llamativo de la enfermedad del escritor Fyodor Dostoievsky (1821-1881) y su relato personal de lo que se denomina un aura extática: un sentimiento de armonía y felicidad absolutas que experimentaba antes de cada crisis y así lo describe: «Siento que el cielo ha descendido a la tierra y me envuelve. Realmente he alcanzado a Dios que se introduce en mí. Todos vosotros, personas sanas, ni siquiera sospecháis lo que es la felicidad, esa felicidad que experimentamos los epilépticos por un segundo antes de un ataque».

Esta experiencia mística se ha comparado con la visión del paraíso de Mahoma, el misticismo de Teresa de Jesús o los ‘sueños’ de Juana de Arco. Precisamente, entre ellas existen las llamadas ¨experiencias fuera del cuerpo¨ (EFC), que son más comunes ahora que más pacientes pueden ser traídos a la vida después de paros cardíacos; y aquellas otras experiencias más elaboradas y pertenecientes al numen como manifestación de poderes religiosos o mágicos: ¨experiencias cercanas a la muerte¨ (ECM).

Pero la razón fundamental de que las alucinaciones -cualquiera que sea su causa o modalidad- se perciban tan verídicas, es porque se implementan a través de los mismos sistemas cerebrales que las percepciones reales. Uno alucina voces porque se activan los propios centros auditivos; cuando el objeto de la alucinación es una cara, se estimula el área fusiforme en la base cerebral que normalmente es la encargada de percibir e identificar rostros en el ambiente, cuando se alucinan imágenes es porque están involucrados la retina o el córtex visual.

Neurológicamente, las EFC son formas de ilusión corporal derivadas de una disociación temporal de las representaciones visuales y proprioceptivas; normalmente, estas son coordinadas, por como uno ve el mundo incluyendo nuestro cuerpo, desde la perspectiva de los propios ojos, de la cabeza, etc. En las EFC, los sujetos sienten que han abandonado sus cuerpos, que parecen flotar en el aire y la experiencia puede sentirse ya gozosa, ya aterradora, ya neutral. Pero por su naturaleza extraordinaria, vale decir, la aparente separación del «espíritu» inmaterial del cuerpo material, son improntas indelebles en la mente y pueden ser tomada por algunas personas como testimonio de un alma inmaterial, una prueba de que la conciencia, la personalidad y la identidad son capaces de existir independientemente del cuerpo y sobrevivir incluso a la muerte corporal.

Luego de mis divagaciones que desde felices anécdotas de mi niñez me han traído hasta la muerte y los fenómenos cercanos a ella, y después que les haya arrebatado la esperanza certera de una vida después de la vida, luego de tantas frustraciones infligidas por mi pluma, algo tengo que darles a cambio; les ofrezco los diez criterios para una buena muerte de Edwin S. Shneidman (1918-2009), un suicidólogo y tanatólogo estadounidense quien junto con Norman Farberow y Robert Litman fundó en 1958 el Centro de Prevención de Suicidios en Los Ángeles, California, institución para la investigación del suicidio, la creación y desarrollo de centros de crisis y el establecimiento de tratamientos para prevenir la muerte violenta.

 

Los diez criterios para una buena muerte 

 

  1. 1. Que sea natural: 
    Una muerte natural es aquella que no resulta como consecuencia de accidente, suicidio u homicidio.
    2. A edad madura:
    Luego de los 70 años, en condición de lucidez y con experiencia de vida, tras haberla saboreado plenamente.
    3. Que sea esperada:
    Ni súbita ni inesperada, poseedora aunque sea de mínima posibilidad de advertencia -al menos unas semanas antes-.
    4. Que sea honorable:
    Que reciba honras finales y sin señalamientos amargos, esto es, con un obituario positivo.
    5. Que esté preparada:
    Esto es, que los arreglos legales y costes fúnebres queden cubiertos previamente.
    6. Que sea aceptada:
    Con la aquiescencia que lo inmutable de la naturaleza y el azar exigen.
    7. Que sea civilizada:
    Con la presencia de al menos algunos de los seres queridos y en un entorno grato para el que se va.
    8. Que acabe generativa:
    Habiendo entregado quien muere su legado de sabiduría, memoria y experiencia acumulada.
    9. Que sea compungida:
    De modo que pueda apreciarse el estado emocional propio que es una mezcla agridulce de pesar, añoranza y consideración por el que ha partido, pero sin abatimiento total.  Es mejor si quedan proyectos inconclusos pues nos recuerda que ninguna vida es “completamente completa”.
    10. Que sea pacífica:
    Que la escena final sea llena de amistad y amor, con el dolor físico controlado si es posible.
    Finalmente, Shneidman ponderadamente ofrece lo que él considera «la regla de oro» para una buena muerte, centrada en los supervivientes pero recomendada con empeño a quien muere:

«Apóyate lo menos posible en ellos».

Esto es, que nuestra muerte, en lo posible, cause la menor cantidad de dolor a los que nos sobrevivan.

 

(Schneidman E. Criteria for a good death. Suicide Life Threat Behav. 2007; 37:245-247)

 

A cierta edad no podemos derrochar las horas del reloj y cada minuto por venir debe estar acompañado de un nuevo aprendizaje. Vida y muerte se suceden todo el tiempo, cada despedida, cada cambio es una pequeña muerte que da lugar a algo nuevo. No hay creación sin destrucción, no hay renovación sin muerte, no hay algo novedoso si primero no existe el vacío, por ello debemos dar la bienvenida a la muerte y a su inventor…