La anciana de los anteojos percudidos… o el valor de la empatía.

El doctor William Fletcher Hoyt, M.D. (1926-2019), profesor emérito de neurooftalmología, oftalmología, neurología y neurocirugía de la Universidad de California, San Francisco y director de la Neuro-Ophthalmology Unit adscrita al Neurosurgical Department, ha sido mi mentor y queridísimo amigo desde fines de la década sesenta del siglo pasado.

Siendo un internista –que no un neurólogo, oftalmólogo o neurocirujano- me acogió como Fellow en su Unidad de Neurooftalmología ignorando mi bastardo pedigree. Reveló su mente amplia y dispuesta al decirme, ¨no veo por qué un internista no pueda aprender lo que he enseñado a tantos otros de mis alumnos neurólogos, oftalmólogos y neurocirujanos¨.  Así, que me estrené y me entrené como el primero y único internista que hubiera pasado por sus manos. Autor principal de 266 artículos en reputadas revistas, descriptor de numerosos signos, síntomas y síndromes,  y coautor de la bíblica tercera edición en tres tomos para un total de 2800 páginas del Walsh and Hoyt´s, Clinical Neuro-Ophthalmology; entrenó 71 Fellows, la mitad de los cuales provenían de países lejanos; 48 se convirtieron en profesores de neurooftalmología, 8 fueron jefes de departamentos de neurología y 6 lo han sido de departamentos de oftalmología en reputadas universidades norteamericanas.

Un posgrado con él era un anhelado sueño y una preciada credencial que le abría a cualquiera de sus alumnos una posición en una reputada universidad norteamericana. Bill Hoyt ha sido considerado como uno de los gigantes de la neurooftalmología mundial del siglo XX y en 1983 recibió el título de Doctor Honorario en Medicina del Instituto Karolinska, Estocolmo, Suecia. En mis tiempos, su oficina era La Meca mundial de la neurooftalmología donde llegaban a verle, rendirle pleitesía y beber de sus saberes profesores locales y extranjeros de países diversos, Inglaterra, Australia, Nueva Zelanda, Japón y Suecia, por mencionar algunos. 

¨Toughy Bill¨ era llamado por su carácter severo o dureza de espíritu, mote que le acuñó el doctor J. Lawton Smith, M.D. (1929-2011), otro de los grandes de la neurooftalmología norteamericana, y bastaba con sufrirlo en las reuniones clínicas de cada día a las 7.00 a.m. para entender el porqué del apodo. Con razón cuando le pregunté al doctor Rafael Cordero Moreno (1917-2010) profesor venezolano que me abrió las puertas de su Unidad, cómo era el doctor Hoyt, él me respondió secamente, -¨Ya usted verá…¨

Y seguro que lo vi… El nivel de estrés en esos encuentros memorables era tan grande, que el ambiente se llenaba de olor de carne asada a la parrilla; claro está, la carne de nosotros, los asistentes. Sentados, Fellows y residentes en torno a una larga mesa, cada uno presentaba el caso del paciente hospitalizado que había visto la tarde del día anterior. Allí comenzaba el estropicio colectivo. Nada le complacía pues era muy intemperante, impaciente e intolerante con la ignorancia; la degollina entonces, no tardaba en iniciarse no quedando títere con cabeza; ¨la letra –el conocimiento- con sangre entra¨ era tal vez su motto, ese mismo que empleaban nuestros maestros de escuela de tiempos de añil. Conocía de memoria y en detalle las entidades patológicas, las referencias bibliográficas que las apoyaban y a sus descriptores, y raramente se equivocaba, así que pronto, en el término de la distancia y como muerto que el diablo lleva, había que ir a la biblioteca a revisarlas y aprenderlas, y prepararnos sin esperanzas para la zafra del próximo día…

             Su presencia infundía respeto y temor cuando no tremor. Mi barba, muy negra a mi llegada, comenzó prontamente a florecer como el guamo, es decir, se llenó de las impertinentes canas del estrés que no de la vejez, especialmente porque no podía seguir su paso; ignoraba demasiado, aprendía lentamente, por lo que no perdía la oportunidad de decirme algo muy pesado que ya yo sabía y sufría:¨You are a slow lerner, Rafee!¨, y además, lo que había acumulado en mi trayectoria de veinte años de internista, no parecía servirme de nada, en meses no había visto a un paciente desnudo y dispuesto a ser examinado por mí; peor aún, tenía cuarenta años de edad, mi estela vital se acortaba y no podía perder tiempo alguno…

Horas de horas, maravillado, pasé aprendiendo nuevas cosas, nuevas patologías, nuevas formas de mirar, de observar a lo Sherlock minucias clínicas de gran relevancia, y dos años no fueron suficientes; esperaba con ansias volver a Caracas para enseñar todo cuando había acumulado en mi costal de experiencias fraguadas en el dolor del ignorante… A mi regreso, el Hospital Vargas de Caracas me dio oportunidad de continuar aprendiendo, lentamente, según mi propio paso, sin apuros, pero con muchos trompicones, llenándome de pericias y teniendo la oportunidad de enderezar mis propios entuertos, aunque no del todo… Siempre me mantuve en contacto epistolar con él, refiriéndole mis experiencias, enviándole fotografías de mis pacientes y siempre obteniendo un punto de vista en el que no había pensado. Con los años mis preciados alumnos y sus preguntas, hicieron el resto…

Casi a diario acompañaba a Bill –como quiso que le llamara- a ver los outpatients; una manera de aprender sus métodos, de ver la ¨maestría de un maestro en acción¨, momentos memoriosos que no estaba dispuesto a perderme a pesar de sus reclamos, repugnancias y miradas fulgurantes. Severo ingresaba al Eye Room, la habitación dispuesta para la consulta externa, se sentaba en una simple silla de aluminio de asiento y respaldo verdes y frente a él, no mediando un escritorio, lo enfrentaba el paciente en otra silla similar. Allí, inmediatamente, se daba una transmutación: la profunda omega melancólica de su entrecejo se relajaba, la tensión de las líneas de expresión de su cara cedía y una facies risueña entonces le poseía. Así pues, se dirigía al paciente con un humilde y suave voz,

¨OK, Ms. Morgan, teach me…¨.

 Nunca había escuchado que un profesor mío le dijera a un paciente que le enseñara…; suponía que era todo lo contrario, que los médicos estábamos allí para con nuestra sabiduría, a lo mejor hasta inventada, enseñarlo a él… Pero no era así, quien sufre sabe dónde y cómo le aprieta la queja y va en busca del porqué y su resolución. Y así, el otro comenzaba a echarle su cuento, y él a pedirle aclarar puntos para armar un rompecabezas virtual e ir directamente a buscar lo que la guía de la anamnesis indicaba: La guarida del enemigo emboscado en la selva cerebro-visual. ¡Cuán afortunado fui, cuánto aprendí en dos años de caras duras y comentarios destemplados hacia mi persona…! Era el precio que había que pagar, pero él contaba con mi admiración, y para aprender es necesario amar y admirar a quien nos enseña…

Porque, ¨El profesor –dijo Gregorio Marañón en un acto de homenaje jubilar a don Agustín del Cañizo- sabe y enseña. El maestro, sabe, enseña y ama. Y sabe que el amor está por encima del saber, y que sólo se aprende de verdad lo que se enseña con amor¨. Por esto el maestro –había escrito en 1931- ¨no puede hacer nada que tenga más eficacia que el gesto de abrir la puerta de la escuela de par en par, con ademán de cordial efusión¨.

Una de esas mañanas franciscanas esplendentes de cielo muy azul, 12º C de temperatura, brisa suave y vivificante, cuando desde el ventanal de la Unidad de Neurooftalmología podían verse con nitidez las dos torres carmesí del ícono citadino, el Golden Gate Bridge, y el día invitaba a salir al Golden Gate Park a dar gracias a la vida, llegó ante nuestra presencia una señora viuda muy añosa y solitaria, una LOL (por little old lady) como supe que las llamaban no sé si con sorna o con respeto, con exceso de carmín en sus mejillas colmadas de arrugas, vistiendo un destartalado sombrerito de flores mustias y un sobretodo negro mareado por el tiempo -¨jovero¨, hubiera dicho mi madre-, con el enrarecido y áspero olor del uso continuado y la falta de un tintorero bondadoso…

                                              

                                                          

Una paciente suya a quien le habían resecado exitosamente un meningioma del tubérculo de la silla turca meses atrás que comprimía la vía visual y salvaguardada su visión. Temía ella que estaba ocurriendo una recidiva tumoral pues desde hacía ¨a couple of days¨ estaba viendo muy mal, muy borroso, muy distorsionado.  Esa fue la queja conmovida que envolvía su urgente pedido de ayuda. Soledosa en sus últimos días por fallecimiento de su amado marido, ¿qué haría ella sin su visión…? Bill, se quedó viéndola fijamente; suavemente le pidió su autorización para retirar sus anteojos, cosa que al tiempo hizo; –¨I´ll be back in a minute¨, le dijo palpándole en el hombro para reconfortarla, y me invitó a acompañarle. Salimos de la estancia hacia el pasillo y de allí entramos al baño. Confundido y expectante con todo ese ritual sin aparente sentido, le vi depositar jabón en sus manos, frotar los vidrios repetidas veces al tiempo que los enjuagaba con fruición; luego los secó cuidadosamente con una toallita de papel, y con una sonrisa de infantil satisfacción volvió al Eye Room y se los calzó de nuevo a la añosa, quien, ante el milagro de la recuperación de su visón, le devolvió una sonrisa de agradecimiento por haberle curado…

Insólita aquella gloriosa mañana de humanas lecciones, presenciar a un profesor de su estatura sacando enorme satisfacción de un hecho en apariencia nimio e intrascendente como el de Jesús lavando los pies a un pobre, y yo, radiante de emoción, protagonista de una situación teñida de empatía y gran humanitarismo. Desde entonces y en personas ancianas, varias veces yo mismo, he repetido similar ritual, ese que vi hacer a mi maestro y cada vez he sacado igualmente enormes satisfacciones ante la reacción del desvalido.

Y es que la vida del médico está repleta de momentos empáticos y de cercanía al lado del necesitado. Hemos sido afortunados, la vida nos colma en exceso si somos conformes; hemos tenido oportunidades y privilegios, y es tiempo de devolver todos esos favores recibidos. Como médicos tenemos innúmeras ocasiones para extender nuestra mano solidaria y cálida a aquellos a quienes nos debemos. Recordemos que el término empatía designa con vigor el acto psicoemocional por el cual el médico se pone en el lugar de su enfermo, calza sus zapatos y en consecuencia se esfuerza por sentir en carne propia lo que a aquel está ocurriéndole; y para que un tal acto sea eficaz, no sólo basta un buen deseo, ha de estar teñido de sensibilidad, tacto e imaginación para lograr que el acto médico se rija desde el mundo del enfermo, es decir, asumiendo la subjetividad de esa persona, y no desde el mundo prepotente del médico y la medicina.

  Pero además, convencidos de que el paciente, al decir de Ludolf von Krehl (1861-1937) de la Escuela de Viena, es una ¨unidad existencial¨, con unicidad y espiritualidad propias, que no es él propiamente ¨una enfermedad¨, una etiqueta, sino un ser humano regido desde su interior y dotado de raciocinio, libertad, intimidad y responsabilidad, por lo que debemos evitar transformarle en una cosa: cosificarle; con ello y en forma consciente lo libraremos de toda posible iatrogenia o daño infligido por la acción del médico.

Nunca es más importante en nuestros días, que un médico intente conocerse a sí mismo mediante autoanálisis y aun, echando mano del doloroso psicoanálisis personal. Como exigencia personal y de moral personal y médica, asumí ese compromiso hace ya muchos años y conozco muy de cerca las penas y dolores de crecimiento que se dan cita y se desarrollan en el diván del psicoanalista… De esas largas horas de tantos días, meses y años aprendí a ser hombre…

Los pacientes pobres del Hospital Vargas de Caracas me han enseñado a lo largo de muchos años no sólo a despojarme de mi timidez y muchos de mis complejos, sino también acerca de la geografía nacional que en mi mocedad desconocía: pueblos como Humocaro Alto y Humocaro Bajo, Pámpano y Pampanito, Michelena y Guardatinjas, El Furrial, a través de sus bocas sonaron en mis oídos por vez primera y me indujeron a ir al mapa. Además, su lenguaje tan particular arrastrado del castellano antiguo, como ¨ancina¨ por así; estar ¨opado¨ para designar los párpados hinchados; ¨causón¨ por conjuntivitis; tener la ¨demostración¨ por tener la menstruación; estar ¨suspensa¨ por encontrarse en amenorrea; ¨ensuciar¨ por evacuar, y tener una ¨continuación¨ por diarrea…

No suficiente, en su dolor me enseñaron su conformidad aprendida y enfermiza, su incapacidad para comprender que tienen derechos y que la atención que les proporcionamos no es un mero acto de beneficencia; su tolerancia infinita ante el dolor mordicante, somático o psíquico… Con ellos como protagonistas, enuncié y publiqué lo que designé como ¨el síndrome de paciente devuelto¨, una forma de iatrogenesis por omisión, suerte de mal endémico y trasunto de deshumanización que en forma endémica y a lo largo de los años, se ha aposentado a sus anchas en la gran mayoría de nuestros hospitales públicos, sin que le reconozcamos o prestemos la importancia que se merece por el incomprensible acostumbramiento ante ¨el dolor que no nos duele¨: el dolor del semejante, y por ir asido de nuestra mano en el diario trajinar como la sombra al cuerpo. El paciente es devuelto una y otra vez de una consulta, de un procedimiento complementario sometiéndolo repetidas veces al ayuno o a enemas evacuadores, y aún, del mismo pabellón quirúrgico, una y otra vez por causa de la irresponsabilidad e indiferencia compartidas de quienes tenemos a nuestro cargo solucionar sus problemas.

No más ayer vi una joven paciente operada de las mamas en 4 ocasiones, una, mamoplastia de reducción que dejó una intolerable asimetría; otra, para colocación de prótesis; otra más, para subsanar el entuerto de colocar la prótesis más grande donde debía ir la más pequeña –algo similar a amputar la pierna sana y no la enferma u operar una hernia en el lado sano-, y por último una cuarta para retirar una de las prótesis que se había encapsulado…

En estos tiempos de socialcomunismo interesado en sumisiones y esclavitud, la empatía parece ser una virtud en extinción o totalmente ahogada. Como si fuera una peste contagiosa, nos desprendemos, nos alejamos del que sufre, la costumbre nos hace invulnerables y simplemente, asumiendo que siendo culpa de otros, podemos ser absueltos…

 

En aquel día hermoso y luminoso pudo él hacer gala de su mote de ¨toughy¨, mostrándome una vez más su dureza; acosarme a preguntas buscando que no tuvieran respuestas; denigrarme por mi lento aprender, pero… no, no lo hizo; hubiera podido preguntarme sobre meningiomas, acerca de su biología, clasificación y clínica visual, sobre Harvey Cushing el neurocirujano de postín y hasta hacerme pasar por ignorante frente a su paciente; pero tampoco fue así; pudo más su empatía con la viejecita desguarnecida e inerme, y en esa ocasión, decidió darme una lección de piedad, humildad y cercanía al paciente…

La empatía, del griego μπαθής («emocionado»), es la capacidad cognitiva de percibir como si fuera propio en un contexto común, lo que otro individuo podría estar sintiendo. También se le describe como un sentimiento de participación afectiva de una persona en la realidad que afecta a otra. Para muchos, es la base de la conciencia moral; para otros, tiene una base neurobiológica. Las mismas regiones del cerebro que procesan nuestras primeras experiencias con el dolor son también activadas cuando observamos a nuestros pares en pena. La empatía y el interés empático no son solo ideas. Están enraizadas en fenómenos físicos concretos y mensurables y son parte de nuestra naturaleza. Ello no significa que no estemos influenciados por ideas, pero parece indicarnos que los humanos no dependemos únicamente de un entrenamiento cultural para desarrollar el sentido empático.

                                                                          

Estudios con resonancia magnética funcional (fMRI)[1] realizados por Zhixian Gao y cols. (Mount Sinai School of Medicine, New York; Brain 2012:135;2726–2735), revelaron que pequeñas lesiones de la corteza insular anterior, pero no en la corteza cingulada anterior, resultaban en déficits en la percepción del dolor explícito e implícito, apoyando el papel crítico de la corteza insular anterior en el procesamiento del dolor empático.

Igualmente, análisis en animales de experimentación nos llevan a preguntarnos si el sentir empático es un proceso puramente automático. Tal vez no…, la empatía es realmente un conjunto de habilidades y existe abrumadora evidencia de que ella y la preocupación empática pueden ser inducidas y robustecidas por la experiencia y la cultura.  En el lado negativo, los experimentos sugieren que la exposición a un medio violento puede desensibilizarnos; vale decir, mitigar la respuesta de nuestro cerebro ante el dolor que no es nuestro.

También parece estar claro que la gente puede sentir menos dolor cuando las víctimas le son extrañas, miembros de otra raza o individuos marcados por un estigma social. Quizá la violencia represora y el goce con la humillación y el dolor ajeno que hemos visto durante tres lustros de militarismo socialista comunista en Venezuela y acrecentado in extremis en los últimos meses de protestas cívicas, pueda ser producto de la continuada prédica del odio y la aniquilación hacia quien piensa distinto. Esta situación puede parecer desoladora, pero también sugiere que puede haber formas, técnicas de reeducación para que ellos y nosotros mejoremos el sentimiento empático.

Adicionalmente a la prédica por alcanzar la excelencia profesional, es seguro –como fue en mi caso-, que podamos fomentar la empatía mediante la prédica con la palabra y muy especialmente con el ejemplo ante nuestros jóvenes estudiantes de medicina, mostrándoles que, a pesar de las profundas e injustificadas carencias de nuestro sistema de salud, el disfrute de servir y cómo de él, obtenemos preciosísimos goces espirituales…

 

rafaelmuci@gmail.com

 

 

 

 

[1] La resonancia magnética funcional (IRMf) es un procedimiento clínico y de investigación que permite mostrar en imágenes las regiones  cerebrales mientras ejecutan una tarea determinada. En inglés suele abreviarse fMRI (por functional magnetic resonance imaging).

Elogio del bojote … de exámenes

Era una de esas tardes de viernes que parecen tan cortas quizá olfateando la llegada del sábado o domingo, para luego volver al lunes, el día más largo de la semana. Serían cerca de las 4.00 de la tarde en la Neuro-Ophthalmology Unit de la Universidad de California en San Francisco, la semana había estado muy movida, muchos pacientes de cuadros clínicos complejos pero motivantes; la cabeza tensa de tanta nueva información, sin embargo todo parecía haberse detenido aquella tarde y el ambiente era seco y desagradable; la calefacción le daba un carácter artificial, un aire áspero y seco, y solo esperaba algunos minutos para irme a casa; ya todos mis compañeros se habían ido desde temprano, tenían programas para hacer turismo. Yo, ni pensarlo… yo no había ido a hacer turismo, tenía una misión muy mía, autoimpuesta, en la madurez de mis cuarenta años, había ido a estudiar y aprender para cosechar y traer al terruño, y cada día me maravillaba con algún nuevo conocimiento para mi acervo e ideaba cómo lo compartiría a mi regreso. La lectura se me hacía pesada; estaba tapado del cerebro…

William Hoyt, mi maestro daba vueltas alrededor de su maletín abierto como solía mantenerlo, casi que sin nada adentro, como esperando que yo me fuera para irse él tras de mí rumbo al Golden Gate Bridge y a su hermosa casa en Sausalito donde vivía… ¿Por donde me iría yo?, ¿tomaría la autopista 101 o la 280? ¿Cuál sería más hermosa a esa hora del atardecer con el sol poniente tras mis hombros…? Graciela y mis tres hijos me estarían esperando…

Fui despertado de mis cavilaciones cuando un trío muy elegante tocó a la puerta abierta de la oficina excusándose por venir sin cita. Habían volado desde Las Vegas en su jet particular y el piloto que hacía también de cicerone traía a la diestra gruesos sobres portadores de numerosas radiografías.

Él de unos sesenta, con canas en las sienes, alto y fornido, muy bien plantado y vestido y ella, quizá de la misma edad, pero, su facies traslucía enorme sufrimiento, rubia, muy linda, con apenas marcas del bisturí del cirujano plástico y un largo abrigo plateado muy fino –yo no sabía si era de visón, zorro o nutria, lo que sí pude apreciar era que no se trataba de astracán nonato-. Mi hija Chelita años más tarde estaría coqueteando con PETA, People for the Ethical Treatment of Animals (o Personas por la Ética en el Trato de los Animales), una asociación que condena el empleo de pieles de animales por lo que ya todas estas gentes famosas no las usan más, sino imitaciones o pieles sintéticas extremadamente caras y muy finas.

Ante aquél rostro suplicante, a Hoyt no le quedó otra opción que tomarla como paciente. Se sentó frente a ella y le pidió le contara su problema que no era sino una neuralgia atípica del trigémino de las dos ramas superiores del lado derecho cuyo carácter describía como quemante, pero además y más significativo, como si minúsculos insectos caminaran bajo su piel especialmente durante la noche, llevándola por la calle de la amargura pues era resistente a los analgésicos entonces conocidos incluyendo opioides. Había sido vista por luminarias de la medicina interna, neurología y neurocirugía de las costas atlántica y pacífica de Norteamérica y no tenía un diagnóstico a pesar de numerosas pruebas y estudios radiológicos. Ocurría pues al oráculo de la ciencia difícil, a la Meca de la neurooftalmología norteamericana: Bill Hoyt, el de San Francisco.

Luego de un rápido examen que incluyó aquello necesario, la sensibilidad corneal y de la cara y el examen de algunos nervios craneales, le dijo que él sabía la razón de su dolor pero que era necesario realizarle una tomografía computarizada cerebral con un nuevo tomógrafo prototipo General Electric de alta resolución que recién estrenaba el hospital. Ella reclamó el por qué no revisaba los estudios ya practicados y que traía. Él le replicó displicente, pero con suavidad, que la información que necesitaba no estaba allí, en ese ¨x-ray´ bunch¨, o vulgar bojote… 

Llamó a radiología y siendo muy temido y respetado le dijeron que la enviara de inmediato. Fui comisionado para que me asegurara que se realizaran secciones de 0.5 mm del área adyacente a la silla turca en proyecciones axiales y coronales, y para que una vez en la mesa radiológica, garantizara de que su cabeza estuviera bien posicionada porque la perfecta simetría suele ser capital en este tipo de exámenes… Por cierto técnicos y fellows del área solían vernos a mis compañeros y a mí como entrometidos y debíamos soportar su trato indiferente y disgustado…

Saliendo hacia el ascensor con la señora y su marido, me dijo en voz baja, ¨Remember me Raffe, Geoffrey Jefferson, The Bowman Lecture, 1953¨. Cumplí mi misión. Una vez concluido el estudio le llamé para que bajara a evaluar las imágenes en la consola adyacente al tomógrafo. Allí estuvo moviendo botones, pasando imágenes y rotando una bola que cambiaba los tonos de gris y haciendo aparente al criminal aquel que agazapado y burlón había confundido a anteriores tratantes. Y allí estaba el culpable, donde él había anticipado: una pequeña asimetría, un pequeño bulto, un tumor en el seno cavernoso derecho. Necesitaría de una biopsia para conocer su índole y muy probablemente radioterapia. Se despidió amablemente del trío deseándole la mejor suerte y pidiéndole que le mantuviesen informado. Cuando le pregunté por Jefferson, solo me contestó secamente,

-¨Baje al basement y allí encontrará la información…¨.

Como es lo usual en centros desarrollados la fabulosa biblioteca estaba abierta hasta avanzada la noche, encontré el ansiado trabajo: Jefferson G. The Bowman Lecture. Concercinig injuries, aneurysms and tumors involving the cavernous sinus. Tr Ophthalmol Soc 1953;73:117. Allí pude leer en diáfano lenguaje…, 

  • ¨La presencia de dolor continuo, de carácter disestésico en una de las tres divisiones del trigémino es contundente evidencia de una infiltración de los nervios por células neoplásicas… quemante, con punzadas intermitentes, irredento, a veces asociado con disestesias que evocan la sensación de insectos reptando bajo la piel… Sólo mejora cuando se ha perdido toda sensibilidad en el área¨. En sus palabras, Jefferson lo definía como ¨clamoroso¨ y decía que ¨suplicaba por su urgente alivio¨…, y tal era el caso.

No otra cosa que la queja de la paciente. De vuelta a su lugar de origen, una biopsia mostró un tumor maligno de terrible talante, un carcinoma adenoideo quístico, que ama los nervios para diseminarse, entonces y ahora con muy pobre respuesta al tratamiento y muerte segura en pocos meses.

  A Hoyt le bastó ¨escuchar al artero tumor hablar por boca de la paciente…¨; pudo reconocer y recordar en el momento preciso cada palabra de la lúcida descripción de Jefferson para ir directamente y sin cortapisas adonde emanaba la queja.  Bien asentaba Sherlock Holmes en el ¨Misterio del Valle de Boscombe¨, que ¨la singularidad es casi invariablemente una pista¨. Por su parte, Wilfred Trotter (1872-1939), cirujano y demostrador anatómico hasta el año 1906, cuando ingresó en la plantilla del University College Hospital de Londres, nos recuerda tal como en nuestra anécdota, que, ¨La enfermedad a menudo revela sus secretos en un paréntesis casual¨, ese que precisamente me deslumbró en aquella tarde tediosa y pacífica del Moffitt Hospital…

Llegué a casa cerca de las 9.00 pm sintiéndome culpable por mi tardanza para recibir la acre queja de Graciela y de mis hijos sin encontrar una excusa que les satisficiera, pero una vez más impresionado por la erudición de Hoyt y aquel manejo maestro del diálogo exploratorio con sentido, del diálogo diagnóstico que aclara dudas, el de la disección de la queja en acción…

Salvando las insondables distancias que separaban y aun separan su ciencia de la mía, teníamos mucho en común: la pasión por la búsqueda de la verdad del paciente que no del médico como paso principalísimo de esa hermosa relación entre un médico y su paciente: compromiso, compañía y empatía…

Ya de vuelta a Caracas, también he tenido yo una paciente mía de 33 años que ocurrió a mi consultorio con similar queja de dolor disestésico trigeminal; usada y abusada durante cuatro meses, distraída y confundida por médicos alópatas, homeópatas, y el ying y el yang, entre infundadas sospechas de migraña, miastenia ocular, disfunción temporomaxilar, ojo seco, mal oclusión dentaria, aneurisma, y que llevaba un fardo de exámenes con peso de 1.900 kg donde ella había colectado cuidadosamente sus exámenes que atestiguaban ignorancia y falta de empatía, pero a través de ellos, pude recomponer su historia clínica y el prontuario del agresor…

 

Ninguno de los tratantes había reconocido en su dolor disestésico ¨el síntoma señal¨, es decir, aquel que sin dudas evoca una pista hacia el diagnóstico positivo, ese mismo indicado por la disestesia distintiva de ¨insectos reptando y comiendo bajo la piel de su cara…¨, tal como el arador de la sarna…  

Son anécdotas vividas con intensidad que espero motiven a mis alumnos y a aquellos que no lo son enseñándoles lecciones de medicina y humanismo…

 

 

 

 

 

 

 

Se ha dicho que los hombres somos hacedores de palabras y usadores de palabras; usa palabras para comunicarse y hacerse entender, usa símbolos cuyo común denominador debe ser comunicar con claridad y precisión sus observaciones en derredor del enfermo. La comunicación clara, detallada y rápida es parte vital de la solución del problema médico debiendo hacerse con consistencia, modestia y pasión, como aconsejara el sin par Iván Petrovich Pávlov (1849-1936).

Quien es capaz de todo esto, debe hablar siempre con el claro, sencillo y amable lenguaje de los grandes hombres de ciencia mediante el diálogo exploratorio –llámelo anamnesis si quiere-, brújula con la que el clínico navega en los mares misteriosos y procelosos de la enfermedad.

Elogio de las viejas enfermedades: ¨El mal de amores¨ y la ¨Clorosis¨…

¡Cuántas historias que los médicos presenciamos en el escenario de la vida profesional: comedias, tragedias y tragicomedias! ¿Qué otra profesión permite ese privilegio y ese compromiso? Los médicos somos espectadores de la vida; la arista dramática del existir no nos es para nada extraña; hasta podría decirse que nos persigue, pero a veces invidentes, pasamos de un costado, ignorándola. A lo largo nuestro ejercicio profesional, muchos médicos hemos observado tal vez con gran interés, con malicia o con desdén, hechos inusuales, extraños, curiosos, risibles e inclusive grotescos o extravagantes, que, por carecer del rigor científico que se nos exige al publicarlos, por su contenido o su crudeza, pocas veces son compartidos con otros colegas y el público general. A veces porque el lenguaje utilizado no es el socialmente aceptado, o porque los hechos tocan tabúes sociales, o simplemente porque pensamos que no interese a nadie lo que hemos vivido… Cuántas gracias damos a la vida por permitirnos haber estado allí, viviendo entre esa multitud de aporreados, vapuleados y machucados por la crueldad de la enfermedad y el desafecto de los gobernantes que el sino les ha procurado, y al mismo tiempo accediendo a tesoros que a otros están vedados.

Así pues, que escribo con profunda nostalgia… De tiempos que se han ido y ya nunca más volverán… De cuando ciertas enfermedades tenían glamour a pesar del sufrimiento que imaginamos producían sin que los médicos aventuráramos un bálsamo redentor o al menos una pizca de esperanza… De cuando como estudiantes de medicina y nos poseía la ingenuidad y la pureza, podíamos acaso intuir cómo las emociones podían jugar un papel preminente en el curso evolutivo de algunas enfermedades, por no decir de todas… La gente común, más ingenua y pura, no tenían ambages para atribuir una enfermedad a una pena del alma, esa que no hacía clic con nuestra fría concepción anatómica y fisiopatológica del ser humano. ¡Pobrecitos nosotros…! ¡Como que el ser humano es un compendio divino y amalgamado de carne, alma y emociones interactuando con el medio externo donde acumulamos calendarios! El tuberculoso o tísico de ayer o de sus sinonimias, consunción, enteque seco, tisis, tabes, peste blanca o adenitis cervical, era el pan nuestro de cada día a fines del siglo XIX y durante la primera parte del siglo XX, y sabido era que el diagnóstico era tomado como sentencia de muerte porque nada existía para efectivamente combatirla, y que el acerado filo de la guadaña podía cercenar de un tajo la existencia del afectado, especialmente si se abandonaba a la desesperanza, y muchos relatos de profanos y médicos atestiguaban como las pérdidas afectivas y aun materiales, espoleaban ese tránsito inmisericorde hacia la tierra de nunca jamás donde intuimos, volveremos a la eterna infancia…

Inspirado en la vida de la cortesana Marie Duplessis quien falleciera víctima de la consunción a los 23 años, Alejando Dumas II, escribió su inmortal novela, ¨La dama de las camelias¨, donde Marguerite Gautier, una joven actriz de vida hasta entonces disoluta, cambia radicalmente de comportamiento en favor del amor de Armand Duval. El padre de éste, temiendo el desprestigio social de su hijo se opone a toda relación. Marguerite, tratando de preservar el buen nombre de su amado le finge deslealtad para precipitar su abandono. Armand la recrimina y el shock resultante, combinado con la tisis pulmonar que la poseía toda, destruye su estima y sus fuerzas, así que sucumbe prontamente ante el desatado poder del invisible enemigo que la socavaba…

Las jóvenes tuberculosas adelgazadas, de mirada lánguida y cutis alabastrino parecían ejercer un gran magnetismo entre los estudiantes de medicina que éramos entonces, muy arregladitos, bien peinados, con menudo bigote y vistiendo corbatas tal vez para parecer más serios, más viejos o más sapientes en tiempos en que todavía manteníamos el romanticismo innato de las almas castas… Enamorarse de una de estas jóvenes, era como un flirteo con ¨la novia pálida¨ de Martí Ibáñez, es decir, con la muerte misma… El parecido de estas enfermas con aquellas otras que sufrían de ¨mal de amores¨ era cercana y a menudo se confundían, aunque estas  exhibían una polimorfa sintomatología que incluía, desgana de hacer nada excepto pasarse el tiempo tendida en un diván, un lecho o una butaca con almohadas, en posiciones que variaban desde recostar la cabeza a cambiar de postura continuamente, tristeza, inapetencia, ganas frecuentes de llorar, languidez, palidez del semblante y de los labios, dolores de cabeza, falta de la alegría de vivir, de cantar, de trajinar en la casa, de hacer o emprender cualquier tarea por pequeña que fuese, y así, se dejaban morir lentamente…

Con relación a la mujer, es obvia la discriminación de sexos que ha mostrado la medicina y los médicos a lo largo de los tiempos, y la descripción de enfermedades en razón de la secular envidia por todo lo que ella tiene, y por todo de lo que nosotros, los hombres, carecernos.  Se la ha considerado frágil, desprotegida, débil y de genitalidad limitada porque carece de un falo. ¿Qué más apropiado que inventar la histeria cuyo nombre viene precisamente de útero si la mujer es la enfermedad misma? Aún persiste este estado de cosas y aunque la enfermedad emocional existe en los hombres, nos cuidamos de decirles que sus molestias obedecen a los nervios o a causas psicosomáticas.

Echemos entonces una ojeada al pasado: Existe una muy curiosa obra intitulada, «Le médecin de l’amour au temps de Marivaux» (Etudes sur Boissier de Sauvages, d’après des documents inédits», Paris, Masson, 1896), escrita por un tal doctor Grasset y que es la biografía de François Boissier de Sauvages, un famoso médico de Montpellier, que vivió en el siglo XVIII, quien era llamado «médico del amor». Fue un gran botánico, clínico eminente y gran profesor, amigo de Herman Boeerhave de la Universidad de Leiden y de Carlos Linneo, naturalista sueco y padre de la taxonomía. En 1724, presentó su tesis doctoral titulada: «Disertatio medica ataque ludrica de amore, etc.» en la que alterna las opiniones sobre el amor de los antiguos poetas con notables consideraciones científicas.

Henry Meige (1866–1940), el neurólogo de los tics mandibulares y periorales, le ha considerado como precursor de los psicólogos modernos con su concepto de «mal de amor» que identificaba como una serie de trastornos psicofisiológicos que, hilados entre sí, constituían un verdadero síndrome, una afección mórbida de la que estudia su etiología, sintomatología, complicaciones, patogenia, diagnóstico y terapéutica. Desde un punto de vista patológico equiparaba su definición del amor con una «enfermedad que se presenta entre los jóvenes de ambos sexos, con delirio en relación con el objeto amado y un vivo deseo de unión íntima honesta». Ese «delirio» sería una forma psicopática especial, en la que existen una serie de síntomas psíquicos y otros físicos. En escritos antiguos ya se hablaba de una febris amatoria o icterus amantium como enfermedad producida usualmente por amores contrariados. A veces las enfermedades son las mismas pero los nombres y su sintomatología varían con los tiempos, por ello, la clorosis fue otro nombre acuñado para esta condición, y así más tarde Sauvages hablaría de una «clorosis por amor», que era definida como, «anemia de la pubertad, espontánea, favorecida por una tara hereditaria de alteraciones de la nutrición, bien latente o expresada por hipoplasias orgánicas, anemia con pérdida de hemoglobina de tal intensidad que los glóbulos rojos neoformados son incapaces de adquirir la resistencia y talla de los glóbulos rojos normales». En muchas de mis pacientes adolescentes, este color pálido-verdoso también fue denunciante de sobreprotección parental y la mayoría de las veces con hematologías normales, por lo que la llamé ¨anemia sine anemia¨. Pero el tiempo ha pasado, este tipo de enfermedad se ha esfumado desde que la mujer se ha liberado de tabúes, entrado en la Internet y aún en páginas de pornografía…

Hipócrates y Galeno ya hablaban de la críptica condición. Ambrosio Paré la aceptaba a pie juntillas. Avicena ya había mencionado la obstructio virginum, y Arquigenes, médico griego natural de Apamea (Siria), a la «febris alba«, «tristeza amorosa» o «pasión contrariada». El citado Meige cita a autores como Varandeus de Montpellier en 1620 que le dio el nombre de clorosis, Lafare Rivière, Sennert y otros que atribuían la patogenia de esta clorosis a trastornos menstruales. Durante los siglos XVII y XVIII otros nombres aparecen para definir la clorosis: «color pálido», «enfermedad virginal». La febris amatoria de los antiguos atribuye los síntomas en su mayor parte a trastornos del aparato genital: La retención de sangre en la matriz, los trastornos menstruales, la coloración verdosa de los tegumentos y los demás síntomas serían parte de la misma enfermedad.

Otros autores se contentan con llamar a la enfermedad «melancolía», caracterizada por «ensueños acompañados de tristeza» y que se atribuían a «perversión de los espíritus animales», a vapores que se desprendían de todo el cuerpo, del corazón, de los hipocondrios o de la matriz. La melancolía hipocondríaca y la «melancolía de amor» tenían como fundamento una pasión desmedida por el objeto amado, a menudo no correspondida. Se hablaba también de una «melancolía uterina» que se atribuía a la obstrucción de los vasos sanguíneos periuterinos, lo que provocaba la suspensión de la regla. Su grado máximo era la «sofocación uterina», que se achacaba a la corrupción de la sangre menstrual causa de vapores malignos que invadían todo el cuerpo.

Posteriormente hubo una época el siglo XIX en que la palidez de la cara era considerada entre las mujeres como un signo de distinción. Tanto era así que se utilizaban los procedimientos más originales con el fin de lograr que su piel adquiriera el céreo matiz de la azucena: se tomaba vinagre, se introducía la cara en el orificio del inodoro en la creencia que los vapores que allí se desprendían descolorarían la tez, se privaban de comer y alguna de ellas después de hacerlo se provocaban el vómito para evitar que los alimentos ingeridos sirvieran para fabricar sangre nueva; era pues una variante de lo que hoy día llamamos anorexia nervosa, bulimia o bulimarexia. Fue precisamente ésa, la época romántica de la Dama de las Camelias, en que desmayarse delante del pretendiente era una hazaña de muy buen gusto y tener una tosecita imperceptible pero constante daba espiritualidad y femineidad. Si en aquel tiempo una de las jovencitas se veía atacada por la enfermedad llamada clorosis, consideraba el mal como un bien del cielo que venía a resolver sus problemas, pues la clorosis confería a la piel el tinte céreo tan deseado como en otros tiempos.

Fue así como la clorosis subproducto de la Moral Victoriana, se definió como una forma de anemia que se presentaba únicamente en las personas del sexo femenino y que escogía sus víctimas entre las jóvenes cuya edad oscilaba entre los 15 y 25 años. Fue conocida desde la antigüedad e Hipócrates observó que tenía predilección por las muchachas jóvenes y vírgenes. Se llegó a decir que «la mujer es una flor que se marchita con pasmosa rapidez, cuando de ella se apodera la clorosis¨. Enfermedad desaparecida al son del cine, la televisión y la Internet, demoledora de mitos y creadora de otros peores…

Pero todavía vemos en nuestras consultas, fantasmas que parecen venidos del pasado, y una de ellas, una clorótica, una paciente mía que en pleno siglo XX me llevó a relatar la siguiente historia:

«A decir verdad no aparentaba más de veinticinco aun cuando ya había rebasado en algo la cota del cuarto decenio. “¡Vaca chiquita siempre es novilla!” —dijera mi padre, libanés de nacimiento y llanero por adopción—. Crisálida Inmaculada Blanco me dijo llamarse. Figura desaborida y menuda, aplanchada por delante y por detrás, como si el estradiol — por excelencia la hormona de la femineidad que induce y mantiene los caracteres sexuales— no hubiera sido capaz de producirle redondeces y prominencias, y modelar con gracia y suavidad el contorno de su figura… Su cabello amarillo como la espiga del trigo, caía lacio sin gracia alguna o pizca de coquetería hasta la altura de sus hombros; diría mi madre, como ‘lambido de vaca’. La vestimenta le sobraba aquí y allá aparentando no ser suya, un afán —tal vez—, de ocultar cualquiera incipiente curva que atrajera las lascivas e indiscretas miradas masculinas.

Su cara de adolescente, pálida como el apio y salpicada de pecas como una cerámica de Lladró, siempre había sido la consternación de sus padres. Montones de análisis hematológicos atestiguaban que no había deficiencia de glóbulos rojos… ¡el laboratorio debía estar equivocado…!, ¡Es la “anemia sine anemia” que yo llamo, la que suele ir asida de la mano con la sobreprotección parental y es casi que un marcador de íntimo desamparo, a pesar de que las circunstancias externas parecieran contradecirlo… Y efectivamente, hija casi única, pues su hermanito mayor había nacido muerto, estrangulado por dos vueltas que alrededor de su cuello el cordón umbilical, la vía de asegurar su vida “in utero”, paradójicamente le había privado de ella… Así pues ¡que a esta no habrían de perderla! Mimos en su infancia le fueron dispensados en demasía. Las piedras del camino de su incipiente vida, esas que causan el dolor y las frustraciones que templan el carácter, le fueron retiradas, una a una, así que no supo de tropiezos o deseos no satisfechos en el término de la distancia.

 

Sus nombres de pila parecían haberle sido puestos —a lo mejor, en forma inconsciente— con el soterraño propósito de que no creciera más allá de la etapa de ninfa, de que no alzara el vuelo caprichoso y coqueto de la mariposa adulta, para que la vida “no le hiciera sufrir” las penas de los desaciertos e insatisfacciones del paso hacia la adultez independiente. De hecho, los abundosos halagos le habían atrofiado también su esencia de mujer, castrándole sus deseos sexuales, transformándola en un ser frígido y asexuado. Sufría, y sufría mucho… pero no sabía dónde. No más al vistazo ello podía apreciarse. Su frente, surcada de prematuras arrugas, mostraba un repliegue de piel en el entrecejo semejante a una omega, la letra griega, y considerada por los antiguos —expertos en eso del decir de la expresión— como la señal facial del desconsuelo: “la omega melancólica…”.  Y es que el amor y las caricias, alimentos indispensables para el ser humano, son también armas de doble filo. Una planta puede morir si no se le riega; ¡Ah…! pero igualmente, puede fenecer por exceso de agua. A Crisálida le habían aguachinado las raíces de tanto regarla y regarla… Un morro inexpugnable había sustituido a las piedritas que otrora molestaran su camino ¡Qué contradicción!

La conocí como paciente luego que su embrionario matrimonio abortó en divorcio… Un niño tan sólo había quedado de una relación íntima, única, incompleta y ‘horrible’, que le produjo profunda rabia y asco hacia quien había escogido, a lo peor, como compañerito de juegos. El timbre de su voz, su afectación al hablar y las expresiones que a menudo empleaba, parecían haberse quedado ancladas a sus días de adolescente. Sus amigas de entonces, hoy señoras con hijos, seguían siendo “la niña aquella…” pues los años, simplemente, no habían pasado. -“Desde hace un año vienen dándome unos «yeyos» que me hacen hasta perder el sentido… ¡Qué pena venir a molestarlo Doctor… me muero…! El primero me ocurrió de casada, cuando las relaciones andaban muy mal. Sucedió en un restaurante. Había mucha gente, calor, bulla y humo de cigarrillo. Mi ‘ex’ insistió en que tomara algún aperitivo. Apenas si probé un vermú preparado. Comenzó como algo indescriptible: Me sentía mal, como mareada, el corazón me latía con fuerza y las manos y la boca comenzaron a adormecerse y llenárseme de hormiguillos, me faltaba el aire, la vista se me nubló y se me fue el mundo… Dicen que me fui de rollito al suelo, pálida, muy fría y sudando a mares. Un joven, vecino de nuestra mesa y según él entendido en medicina, saltó sobre mí dándome respiración artificial y masaje cardíaco, pues ‘no tenía pulso y debía ser un paro cardíaco…’ .

Todo aquel zaperoco duró algunos minutos, pero ¡muérase doctor!, a mí me parecieron siglos. Yo podía ver a las personas a mí alrededor como al través de un vidrio empañado y las voces las percibía lejanas y apagadas. Trataba de hablar y no podía. Finalmente me llevaron a una clínica donde el dictamen final fue un episodio de ‘baja de tensión y… tres costillas fracturadas’, producto de los cuidados del buen samaritano y su caótico masaje. Luego, he seguido presentando las morideras con mucha frecuencia. Me han visto numerosos doctores y me han hecho toda esta cantidad de exámenes y radiografías que quiero revise, pues me han dicho que están normales y si así fuera, ¿por qué me siento tan mal…? Me dicen que son mis nervios alterados… ¡Usted es mi última carta doctor, estoy segura de que usted podrá ayudarme! ¿Estaré tuberculosa o será el producto de alferecía? Así, más o menos se expresó la Crisálida, aún encerrada en su capullo…

Procedimos a examinarla: Su cuerpo era tan delgado que podían contarse las costillas sin mucho esfuerzo, producto de su sempiterna inapetencia -¡aún por la vida!— Aunque muy pálida en su conjunto, las conjuntivas de sus párpados  y la mucosa oral estaban bien coloreadas, evidenciando la ausencia de anemia. Noté un agnusdéi pendiendo de su cuello. Al abrirlo, pude ver una pequeña foto sepia de cuando era tan sólo una bebé…

La frialdad de su cuerpo, particularmente de sus pies y manos, era impresionante y contagiosa poniéndole a uno la carne de gallina. Su piel era suave, delgada, casi transparente, surcada por un veteado rojo-azulado, lo que llamamos los médicos lívedo reticularis o cutis marmorata, traducción de toda aquella íntima frialdad. La luz brillante de mi oftalmoscopio dirigida directamente a una de las pupilas de sus ojos para mirar el estado del fondo del ojo —¡venero de verdades!— era intolerable. El simple contacto de la luz con su retina le hacía sacudir la cabeza hacia un lado como tratando de quitarse aquello de encima, encabritándose, imposibilitando el realizarlo y trayendo a la escena abundantes lágrimas… La luz, al atravesar el orificio pupilar, parecía tener el simbolismo de la penetración del miembro viril, aquel que no había podido aceptar en su regazo. Sus extremidades brincaban en mil saltos al seco golpe del martillo de reflejos sobre sus tendones semitensos y encogidos. Todo ello le hacía turbarse hasta el sonrojo, llevándose las manos a la cara para cubrir su boca, en un mohín de timidez. Suspiraba profundo y con frecuencia. Le hice respirar profundo para auscultar el murmullo de sus pulmones. Cada vez lo hacía en forma más superficial. Tuvo que detenerse en seco, como mula que ventea tigre, porque creyó que “ya le iba a dar el yeyo ese…” Se sintió con la cabeza ida y vacía y se tornó más pálida de lo que estaba en un principio. La hice respirar dentro de una bolsa plástica y el mareo cesó progresivamente, como por arte de sugestión o magia.

Volvimos a conversar con ella luego del examen clínico. Un examen que en realidad no demostró evidencias de enfermedad física, pero sí mucho de terebrante dolor psíquico. El dualismo cartesiano nos obligó a dividir las enfermedades en somáticas o del cuerpo, y en emocionales o del alma, ¡craso error! pues las dos están acrisoladas en forma indisoluble, así que las penas del uno, indefectiblemente afectan a su siamés. Los síntomas somáticos que ella padecía, eran una mimética alegoría de la tristeza y ansiedad medulares que la devoraban…: ¡Trampas de la mente para que el individuo no mire hacia donde debería volver su mirada! Sus ojos, azulitos, no parecían tener acceso a la realidad que tan clara, se dibujaba en su alrededor. Era como si funcionalmente, se le hubieran extirpado de mentiras las pupilas, quedando vacías, a lo Anita la Huerfanita de las comiquitas de antaño… ¡tan huerfanita de adulto afecto como estaba…!»

Por el deseo profundo que experimenta la persona que anhela ser amada y es rechazada, un amor no correspondido llega a ser tóxico, y puede trocarse en idea obsesiva; la ruta hacia la enfermedad psicosomática está expedita y la depresión, la ansiedad y cambios bruscos de humor o episodios de euforia y aún el comportamiento destructivo subyacen a flor de piel. Son muchos los cantantes y trovadores que componen canciones sobre experiencias vívidas y vividas de amores no correspondidos donde sobresale la obsesión destructiva relacionada con este tipo de amor… Si no, mire usted como reza la canción ¨El Puñal¨ de Andrés Cepeda, ¨Toma este puñal, ábreme las venas, quiero desangrarme hasta que me muera,no quiero la vida si es de verte ajena, pues sin tu cariño, no vale la pena…”.

Es por ello, los amores no correspondidos también son causales de enfermedad y hasta de decisiones extremas… En su célebre poema ¨Nocturno a Rosario¨, el poeta mexicano Manuel Acuña en dramáticos versos, describe sus propias esperanzas rotas por un amor no correspondido. La tragedia narrada concluyó con el suicidio del poeta…

IV

Comprendo que tus besos

jamás han de ser míos;

comprendo que en tus ojos

no me he de ver jamás;

y te amo, y en mis locos

y ardientes desvaríos

bendigo tus desdenes,

adoro tus desvíos,

y en vez de amarte menos

                              te quiero mucho más.

Otra verdad incontrovertible es que los médicos solemos tener remedios para todos los dolores, pero… menos para el terebrante dolor del mal de amores y que llevó al poeta Zanotti, asaltado por Cupido a decir:

Sólo quería saber si contra amor

algún remedio tenéis en vuestros libros,

contra el amor, que parte a parte me destruye

Hasta antier, la historia de la medicina está repleta de folclóricos cuando no dañinos tratamientos; el melancólico ¨mal de amores¨ no fue la excepción, y fue así como píldoras de hierro, sangrías, baños de pies llamados pediluvios, cambios en la alimentación y… especialmente el matrimonio y sobre todo el embarazo, que por cierto no le funcionó a nuestra paciente Crisálida Inmaculada Blanco, u optar por la antigua resignación, eran la indicación: «Si los obstáculos insuperables se oponen a una unión vivamente deseada, las consoladoras ayudas de la amistad, los viajes de larga travesía y todo tipo de distracciones se convierten en necesarios a las cloróticas para superar una pasión que no puede ser satisfecha».

Pero hubo más descabellados tratamientos como descargas eléctricas en el útero recomendándose perseverancia si con las primeras andanadas no se obtenían resultados. Para ello, un cirujano experto en mecánica desarrolló en el siglo XIX un instrumento ad hoc para hacer el tratamiento más accesible. Pero la terapéutica podía ser repugnante y aún más descocada, como sangrías en la vulva y vagina, y aún, la aplicación de sanguijuelas en el mero introito vaginal. Otros tratamientos rayaban en la agresión y el sadismo, como el empleo de fuertes irritantes en las paredes vaginales, [¨diez gotas de líquido volátil [amoníaco] mezcladas con dos cucharadas de leche caliente. Aplicar tres o cuatro veces al día… Esta mezcla volátil, es altamente estimulante… Si se inyecta en cantidad apropiada en la matriz o solamente en el canal de la vagina se apresta para la producción de orgasmo…]¨. La verdad verdadera era otra, las pobres mujeres así mal-tratadas, no sentían ningún placer, antes bien un gran dolor en su intimidad y huida del tratamiento y su feliz dador, pues generalmente… no volvían a la siguiente consulta… Juan L. Carrillo escribió, «Es evidente que el ´soberano´ remedio para la clorosis fue una asexualidad medicalizada que dotaba al pene y a la esperma de un alto valor terapéutico y que ponía la curación de las mujeres en el territorio de los hombres, con lo que la idea de la dependencia quedaba enormemente reforzada«.

 Y para finalizar, el insigne médico español, Don Gregorio Marañón y Posadillo (1887-1960), llamado el Hipócrates español, en nada sospechoso de feminista y del cual he sido un ferviente admirador desde mis felices días de estudiante, escribía en 1936: «[…] esta enfermedad, que ha figurado en millones de diagnósticos de médicos clásicos; que ha influido tanto en la vida de la mujer -y por tanto del hombre- durante varios siglos; que ha enriquecido a tantos farmacéuticos y propietarios de aguas minerales; que ha hecho exhalar tantos suspiros de jóvenes enamoradas y movido la inspiración de tantos poetas; sí, la clorosis, en fin, no ha existido jamás».

¡Mea culpa!

Elogio del buen observador y la endocarditis infecciosa…

Osler y su endocarditis lenta maligna

La endocarditis infecciosa es la enfermedad de las minucias, de los sutiles hallazgos que pueden desplegarse en el cuerpo del paciente para ser hallados. Allí es donde el médico despliega sus destrezas y aptitudes, algo similar al detective en el lugar del crimen…

¿Sherlock otra vez…? ¿por qué no?

¡Soy su admirador!

Parte I   

 Uno de los «cocos[1] del internista» es la fiebre prolongada, acertijo clínico tipificado por la presencia de fiebre de más de dos semanas de duración en la que a pesar de haberse practicado una rigurosa anamnesis, un examen clínico escrupuloso e integral, y diversas pruebas radiológicas y de laboratorio, incluyendo la búsqueda de algún germen responsable mediante cultivos de sangre, orina, esputos, y si estuviera indicado, hasta de las heces, aún se ignora su origen… Por aquello de las siglas, FPOD —fiebre prolongada de origen desconocido—, parece semejarse a un OVNI —objeto volador no identificado—, y, además, porque muchas veces la causa suele no volar tan lejos de donde se la busca.

El perfeccionamiento de los procedimientos de diagnóstico, hijo de décadas recientes, ha hecho mucho más fácil la labor de pesquisa del internista; no obstante, seguimos todavía sufriendo —y el enfermo con nosotros— cuando tenemos entre manos un origen escurridizo, que suele ser, paradójicamente, más que una extraña enfermedad, la forma de presentación atípica o enmascarada de una enfermedad común…

En circunstancias tales, el clínico, trocado en detective, deberá seguir pistas, ir al encuentro de minúsculos detalles —a veces insignificantes—, tocar puertas aun para no entrar, considerar lo que él u otros no han considerado, transitar un día tras del otro en forma sistemática y obsesiva, por la senda del examen clínico con los “seis” sentidos echados al vuelo, pues lo que hoy no está presente pudiera estarlo mañana, sin dejarse llevar por la tremenda presión que ejercerán sobre él, el paciente y sus cercanos, o algunos colegas ansiosos que pueden a veces pueden conducirle a la toma de decisiones imponderadas. Por eso es un «coco», un fantasma inamistoso, un desafío que a la vez asusta y atrae, un duelo a florete entre el médico y Tánatos, el dios de la muerte, que toma asiento en el mismo cuerpo del paciente, el que no pocas veces lleva codazos, patadas y maltratos no deseados, sin contar gastos, y hasta la posibilidad de que la fiebre desaparezca sin que nunca sepamos a ciencia cierta, qué la produjo…

[1] El coco o cuco es una criatura ficticia ubicada en América Latina y península Ibérica conocido como asustador de niños, y con cuya presencia se amenaza a los niños que no quieren dormir. ¨Duérmete, mi niño, que viene el coco y se lleva a los niños que duermen poco. Duérmete mi niño, duérmete ya, que viene el coco y te comerá…¨. Por extensión, el ¨coco¨ es algo que desconcierta y asusta y atrae y con el cual uno no quisiera toparse…

  Por cierto, esa no fue la situación de Enigmático Tarot [1], quien, en sus 53 años, Tánatos, o la muerte misma, en ocasiones varias le cortejó muy de cerca. Su patografía o biografía de enfermedad, resaltaba porque desde edad temprana un médico le había escuchado un soplo cardíaco, de esos que llamamos «inocentes» por no ser trasunto de daño en una válvula cardíaca, de una condición congénita, ni por entrañar un mal pronóstico vital. Su adolescencia, enfermiza, estuvo conmovida por crisis periódicas de dolor abdominal en forma de intensos retortijones de tripas sazonados con náuseas y vómitos. Pasando por uno de ellos, su intestino se obstruyó: Las aguas negras se empozaron y hasta contenido fecal vomitó. El cirujano, transmutado en fontanero, desobstruyó la tubería, y de paso, encontró el emboscado enemigo: una tuberculosis intestinal, que, doblegada por el tratamiento adecuado, le trajo la curación…

Por décadas, todo transcurrió sin novedad para Enigmático, cuando en el hogaño, el viejo enemigo de antaño, el cólico miserere le dijo, ¡Mira qué aquí de nuevo estoy!, lo puso maluco y hubo de recurrir a su médico con celeridad. La anamnesis se ignoró, obviando el importantísimo antecedente, pues hoy día el hecho de una emergencia parece no requerir de una historia clínica completa sino de un simulacro patográfico. Y he allí cuando apareció el gastroenterólogo moderno, el que poco pregunta y de mucha tecnología se vale. El uso sistemático del ecosonograma abdominal -extraordinario aliado cuando se emplea con el adiestramiento necesario y con «algo» en mente—, puso de manifiesto una condición distractora: una litiasis vesicular, piedras en la vesícula, que nunca le habían molestado, y que, a diferencia del pasado, en que piedra equivalía a cirugía, ese concepto ha cambiado y en algunos casos se prefiere ni tocarlas…

Pues bien, la máquina señaló las piedras inocentes, se opacó el juicio clínico y un novísimo procedimiento, no indicado en su caso— fue el escogido para extirpar la vesícula. Una colecistectomía laparoscópica, técnica en la cual, través de una minúscula incisión en la piel y con auxilio de periscopios provistos de impecable óptica y luz propia, tijeras, suturas y todo lo demás, puede realizarse el trabajo. De conocerse el antecedente tuberculoso, quizás se habría ido a liberar las adherencias inductoras del cólico olvidándose de las piedras…

[1] Enigmático: Que en sí encierra o incluye enigma. De significación oscura y misteriosa y muy difícil de penetrar. Tarot. Baraja utilizada en cartomancia.

 

Ya decía Sherlock en «La Tragedia de Birlstone» que, «la tentación de formar hipótesis partiendo de datos insuficientes, es el veneno de nuestra profesión» – ¡y, parece que también de la nuestra! -. Durante inserción del endoscopio, inadvertidamente se perforó un asa intestinal.

¡Sea la historia corta! En 45 días hospitalización se realizaron 4 cirugías —incluyendo una resección intestinal—, se combatieron numerosas infecciones, se usaron múltiples antibióticos y se apuntaló su precario estado nutricional con hiperalimentación intravenosa. Al fin, fue a casa muy aporreado, con la faltriquera muy flaca, pero en casa. Sólo necesitaría de cuidado hogareño y sobrealimentación…

Pero… quince días más tarde, frente a los ojos de su observadora esposa, se le desencajaron las facciones, palideció su piel, se le puso la carne de gallina, todos los músculos de su cuerpo se contrajeron en irrefrenables y repetidos espasmos, su cuerpo se encogió y los miembros se replegaron sobre el tronco, los dientes entrechocaron con inconfundible castañeteo: ¡Un escalofrío solemne!, para decirlo al modo de mis maestros. Archiconocido heraldo de calentura inmediata, reacción del organismo ante la agresión bacteriana llevada al mismo torrente circulatorio en agavillada bacteriemia, donde los gérmenes dañinos trasudan su mortífera ponzoña y su potencial de muerte… La suya era una septicemia criptógena, pues por semanas se ignoraría dónde provenía y dónde el malandrín tenía su guarida… Fue readmitido con premura. Su orina y su sangre, aun en medio del escalofrío, fueron cultivadas. Radiografías del tórax y tomografías del abdomen en búsqueda de una colección de pus emboscada en el hígado o en alguna trascavidad, negativas en varias ocasiones. Su soplo, inmodificado promovió un examen negativo de sus válvulas cardíacas mediante un ecocardiograma de superficie. Las múltiples transfusiones recibidas en su previa admisión, pudieron haber llevado miasmas contaminantes a su cuerpo, virus o parásitos ¡Infructuoso todo aquello…!

La preocupación y la fatiga se aposentaron en Enigmático, quien con temor esperaba el arrechucho vespertino, el espeluzno que prenunciaba el incontrolado ascenso térmico. Aunque profesaba confianza y respeto por su médico, más pudo la ansiedad ante el fallido intento por desvelar la causa de su fiebre. Otro profesional también le examinó con esmero, y he aquí que un minúsculo hallazgo demostró la causa cierta, la que rehusaba ser descubierta… En solitud con sus ideas ordenó los hechos clínicos, olvidando la falta de evidencia complementaria. Se concentró en el cuadro total, una y otra vez volvió sobre sus pasos, recorriendo el sendero de los hechos, mirando con más detenimiento las minúsculas huellas de la enfermedad cobarde…

Escribió el doctor John Watson en «El Sabueso de los Baskerville»: -«Yo sabía que la soledad y el aislamiento eran muy necesarios a mi amigo durante las horas de intensa concentración mental en que sopesaba todas las partículas de pruebas, construía teorías alternativas, las contrapesaba, y llegaba a una decisión final sobre los puntos que eran esenciales y los que resultaban accesorios… «. ¡Es así, mi querido lector! Nada más importante que la historia clínica y la ideación lógica… sólo éstas y nada más que éstas, son las guiadoras de todo lo que haya que hacerse después; por ello, los ojos de nuestro clínico brillaron ante la minúscula evidencia… -«El mundo está lleno de cosas evidentes en las que nadie se fija ni por casualidad… «, parecía decirle mister Holmes, o tal vez, -«Recuerde usted Watson, el pez piloto con el tiburón, el chacal con el león; lo insignificante, en fin, acompañando a lo formidable… «.

Parte II

¿Acaso les conté de mi admiración por Sherlock Holmes…?

Como pregonado por Galeno, la dolencia de Enigmático tuvo un principio que fue seguido de un incremento que llegó a la cumbre, pero todavía no se veía llegar la recesión…

«Cierto día, en las llanuras de Babilonia, el caballo más hermoso de las caballerizas del rey se escapó de las manos de un palafrenero. El montero mayor y varios oficiales corrían tras él, buscándole con tesón. El montero se dirigió a Zadig y le preguntó si había visto el caballo del rey. «Es el caballo que mejor galopa — respondió aquél— tiene cinco pies de alto, el casco muy pequeño y la cola de tres pies y medio de largo; las cabezas del bocado son de oro de veintitrés quilates; sus herraduras son de plata de once dineros». -«Qué camino ha seguido? ¿Dónde está? » —le increpó el montero mayor- -«No lo he visto —respondió Zadig— ni he oído nunca hablar de él».

Por un azar de la fortuna, ese mismísimo día se había topado con las huellas de la perra de la reina, a quien afanosamente buscaban sus eunucos. Al ser preguntado, la describió perfectamente, pero al inquirírsele si la había visto, respondió, -«No, no la he visto nunca, ni sabía que la reina tuviese una perra». El montero mayor y el eunuco no dudaron que Zadig  había robado el caballo del rey y la perra de la reina. Fue hecho preso y sentenciado a pasar en Siberia el resto de sus días.

Composición del cuadro clínico de un paciente, minúsculas manchas algodonosas en la retina, hemorragias en astilla en las uñas, petequias en el tercio inferior de las piernas y hemorragias subconjuntivales. En la autopsia, endocarditis de la válvula aórtica.

Pero para su regocijo, el caballo y la perra fueron encontrados. Zadig defendió su causa demostrando ante los jueces como pequeños detalles dejados por la perra al caminar sobre la arena le habían permitido describirla tal cual era, a pesar de no haberla visto nunca. Con relación al caballo les dijo lo siguiente: -«Paseando por los caminos del bosque, he percibido las señales de sus herraduras que estaban todas a igual distancia. He aquí, me he dicho para mí, un caballo que tiene un galope perfecto. El polvo, en el camino, que no tiene más de siete pies de anchura, estaba un poco levantado a derecha e izquierda, a tres pies y medio del centro del camino. Este caballo —he pensado— tiene una cola de tres pies y medio que, con sus movimientos a derecha e izquierda, ha barrido este polvo. He visto también bajo los árboles, que forman una bóveda de cinco pies de altura, hojas recién caídas de las ramas, y he sabido que el caballo había tocado a éstas y, por consiguiente, que tenía cinco pies de alzada. En cuanto al freno, debía ser de oro de veintitrés quilates porque ha frotado con las puntas sobre una piedra que era una piedra de toque y con la que luego he hecho yo un ensayo. Finalmente he juzgado por las señales que han dejado las herraduras sobre pedernales de otra especie, que éstas eran de plata de once dineros… «.

El nombre de Zadig provenía de la palabra árabe «saadig» que significa el veraz. Era rico y joven, sabía moderar sus pasiones, no aparentaba lo que no era, no quería tener siempre la razón y sabía comprender las debilidades de los hombres. En la búsqueda de la felicidad y habiendo conocido muchos infortunios, dirigió todas sus energías a leer en ese gran libro que Dios ha puesto ante nuestros ojos: La naturaleza. Estudió sobre las propiedades de los animales y de las plantas, y muy pronto adquirió una sagacidad que le descubría mil diferencias, allí donde los hombres no veían nada que no fuese uniforme…

Zadig, un personaje de ficción que todo médico debería conocer, fue hijo del talento y de la pluma de quien se hiciera llamar Voltaire o François-Marie Arouet (11694-1778), pues tal era su nombre-. ¿Cómo relacionarlo con Sherlock Holmes? El doctor Joseph Bell (1837-1911), el mentor más querido de Conan Doyle durante sus estudios médicos y el que le sirviera de modelo para la creación de su famoso detective, atribuía su extraordinaria agudeza diagnóstica a la emulación del héroe de Voltaire. «El método de Zadig —decía Bell— el que cada buen maestro de cirugía o medicina ejemplifica cada día en su práctica y en la enseñanza… El inteligente y preciso reconocimiento y apreciación de diferencias menores es el factor realmente esencial en todo diagnóstico médico exitoso… «.

Pero… retomemos nuestra inconclusa historia, donde el internista evaluaba detalles del caso de Enigmático Tarot, cuya fiebre prolongada amenazaba con destruir su heredad y su salud. El examen clínico minucioso, a decir verdad, no mostró grandes hallazgos semiológicos. Sin embargo, cuando evertió el párpado inferior para ver la conjuntiva, como cuando los médicos buscamos evidencias de anemia, notó una minúscula manchita roja con su centro pálido, no mayor de un milímetro de extensión ¡Sólo una manchita de sangre en un sólo párpado! Se armó de inmediato de su lupa, que tanto para el internista como para el detective significa prolijidad, esmero, atención al detalle… ¿Y qué mejor lupa que un oftalmoscopio? Ese visor de óptica prodigiosa, magnificación y luz que le son propias para mirar no sólo el fondo del ojo… Al mirar la hemorragia de albo centro, vino a su mente un concepto de Bell: «La importancia de lo infinitamente minúsculo, es incalculable».

De inmediato traspasó con la luz del instrumento el orificio de la pupila: El fondo del ojo, la retina desplegada en todo su esplendor, estaban a sus pies… A una magnificación de catorce aumentos, apreció como un copito de algodón difuminado, traducción de un microinfarto retiniano, mucho más pequeño que un milímetro y una minúscula hemorragia en astilla (B de la ilustración). En su mente se unieron ambos hallazgos, que sumados no contabilizan un área de milímetro y medio…

Vino a escena Sherlock en «La aventura de las cinco semillas de naranja», -«Al razonador ideal —comentó— deberá bastarle un sólo hecho, cuando lo ha visto en todas sus implicaciones, para deducir del mismo, no sólo la cadena de sucesos que han conducido hasta él, sino también los resultados que habían de seguirse. De la misma manera que Cuvier sabía hacer la descripción completa de un animal con el examen de un sólo hueso, de igual manera, el observador que ha sabido comprender por completo uno de los eslabones de una serie de incidentes, debe saber explicar con exactitud todos los demás, los anteriores y posteriores».

– «Por las señas que ha dejado el culpable, el problema debe radicar en una válvula infectada en el corazón: Una endocarditis infecciosa, un ente destructivo con enorme potencial de muerte… «.

-«Pero, ¿Qué de ese ecocardiograma completamente normal? » -le dijo su alumno, infectólogo tratante- «¡La ausencia de pruebas no es prueba de ausencia!¨ —, replicó el otro-, vayamos de nuevo al corazón y veámoslo desde todos sus ángulos. Las manchitas que vemos en la conjuntiva y en la retina son expresión de la embolización de bacterias o efecto de productos inmunológicos tóxicos inducidos por ellas…».

¡La sospecha clínica transformada en certidumbre!

Un nuevo ecocardiograma de mayor sensibilidad, mediante una sonda introducida en el esófago, demostró esta vez una enorme vegetación séptica sobre la válvula mitral, un cúmulo de bacterias que como un nido de termitas intentaba destruir la válvula y se la veía mecerse, ominosa, con cada contracción cardíaca… El tratamiento antibiótico enérgico y oportuno, evitó la rotura de la válvula, la insuficiencia cardíaca aguda y restituyó a Enigmático a su hogar y a sus angustias…

El método de razonamiento de Zadig—ese que tanto admiramos en Holmes—, reposa en la constancia del orden natural de las cosas, consistiendo en inferir de lo que a simple vista parecen detalles triviales; en revelar las verdades que otros tratan de oscurecer; en mirar sin el sesgo que produce la emoción o el prejuicio; en aplicar la lógica a observaciones exactas y detalladas, produciendo inesperadas conclusiones…

De acuerdo a Joseph Bell, la inteligencia natural del médico deberá combinarse con una educación particular para hacer que la observación tenga validez, y esto lo expresa en las siguientes palabras: «Ojos y oídos que puedan ver y oír, memoria para grabar al instante y recordar a voluntad las impresiones de los sentidos, y una imaginación capaz de elaborar una teoría, o unir una cadena rota, o desenredar una pista enmarañada, tales son las herramientas del oficio de un diagnosticador exitoso… «. Por ello le pide como dijera San Pablo a los Efesios, al hombre, al médico, al estudiante de medicina que, «miren con los ojos del entendimiento», pues, «para dominar el arte, existen miríadas de signos elocuentes e instructivos que esperan por el ojo educado para detectarlos…».

Osler y su endocarditis lenta maligna

La clínica es la madre; ella debe conducirnos -como siempre si la seguimos y respetamos- a puerto seguro. La endocarditis infecciosa es la enfermedad de las minucias, de los sutiles hallazgos que pueden desplegarse en el cuerpo del paciente para ser hallados. La clínica valida la exploración complementaria: nos dice dónde y cuándo debemos buscar.  Es allí donde el médico despliega sus destrezas y aptitudes, algo similar al detective en el lugar del crimen…

Sea esta una loa a mi querido maestro y amigo, el doctor y profesor emérito de la Universidad de California, San Francisco (1926-2019), doctor William Fletcher Hoyt