La pérdida de nuestra esencia… oración para un estudiante de medicina (redivivo)

DR. RAFAEL MUCI-MENDOZA §

Unidad de Neurooftalmología del Hospital Vargas de Caracas. Profesor titular, Cátedra de Clínica Médica B. Escuela de Medicina José María Vargas. Universidad Central de Venezuela.

Profesor de Medicina Interna, Neurooftalmología y Neurología. Unidad de Neurooftalmología del

   Hospital Vargas de Caracas. Escuela de Medicina José María Vargas. Universidad Central de Venezuela.

 

 

Atribuye el viejo anecdotario de las glorias médicas, que al médico árabe de Bagdad, Hakim Ibn-E-Sina, también llamado Avicena (980-1.037 d.C.), se le pidió examinar en Buhara, al único y bien amado hijo del Sultán Nuh-bn-Mansur. Siendo que aquel se encontraba taciturno y ensimismado y no era capaz de intercambiar palabra alguna, a los ojos del sabio, el muchacho se había precipitado en el umbroso reino de la melancolía. Mientras le escrutaba a profundidad con sus sentidos exacerbados, tomó su muñeca para percibir el enigmático ‘lenguaje‘ de sus pulsaciones, al tiempo que le interrogaba inteligentemente.

-¿Está pensando Su Majestad en algo que ocurrió aquí en Palacio, o afuera, en la Ciudad? El príncipe nada respondió, sin embargo el Hakim percibió que la frecuencia del pulso, inmediatamente después de oír decir ‘afuera en la ciudad’, se encrespó como las ondas tempestuosas de la mar -¿Está pensando Su Alteza Real en algo de este lado del río, o en la ribera opuesta? De nuevo, el joven no pronunció palabra, pero al escuchar pronunciar la frase, ‘en la rivera opuesta’, su pulso inmediatamente se aceleró y martilló con contundencia los dedos del sabio. Siguiendo esta misma táctica, el erudito facultativo continuó interrogando al taciturno enfermo e interpretando el impacto de sus preguntas, en las variaciones de la amplitud y frecuencia de su pulso

   Publicado en Archivos del Hospital Vargas. 1999:41:87-92.

Descubrió, de esta forma, que una joven allá en la Ciudad, habiendo birlado el corazón del mozalbete, parecía no haberle dado esperanzas. Fue inclusive capaz de determinar, la exacta localización de la casa de aquella, aun cuando el príncipe no le ofreciera señal verbal alguna. Una vez enterado del veredicto del médico, el Sultán ordenó a su guardia real, traer la joven a Palacio. Tan pronto como la mujer de sus desvelos le fuera presentada en su aposento, el Príncipe experimentó una milagrosa recuperación. El sabio, que para el momento apenas contaba diecisiete años, recibió desde ese momento, permiso para utilizar la biblioteca de Palacio y adicionalmente, una generosa retribución en oro y joyas; pero se cuenta, que mucho mayor fue la recompensa de haberle proporcionado felicidad al muchacho y alivio al conturbado espíritu de su padre…

Observa ahora, cómo la anécdota precedente, encierra innúmeras lecciones… (1)

«El pasado es tan sólo el prólogo«, puede leerse en la fachada del Archivo Nacional en Washington, D.C. Dime, por tanto, querido estudiante ¿Qué conoces acerca del «prólogo» de esa medicina que escogiste como compañera para toda la vida?, ¿Cómo pretendes entender lo que ella es y significa sin siquiera acercarte, humilde, a su prefacio?, ¿Te han enseñado tus profesores quiénes fueron tus «ascendientes», esos que construyeron las pétreas bases en la que descansa nuestro oficio? ¿Sabes por casualidad quién fue el Hakím Avicena, el héroe de nuestro relato?

En su «Historia Universal de la Medicina», don Pedro Laín Entralgo (2) nos dice, «La verdad es que los médicos de los siglos XIX y XX… han solido mirar con despego, cuando no con irónica aversión, el conocimiento de la historia de su propio saber…» y más adelante comenta, «Imaginemos el caso de un buen técnico de la auscultación. Si además de saber auscultar, ese médico sabe con agradecimiento quién fue Laennec (1781-1826) y qué hizo para inventar la auscultación mediata, y por qué y cómo hizo eso que hizo, sólo con esto se elevará a la decorosa condición de médico y hombre ‘bien nacido’. Procediendo de otro modo, no pasará de ser un puro logrero de la técnica, un sujeto que explota en beneficio suyo la invención de Laennec sin haber tributado a éste el mínimo homenaje a que por su preciosa hazaña tiene derecho; ese homenaje que rinden al creador quienes se acercan a él con resuelta voluntad de conocimiento y reconocimiento».

Hasta reciente fecha se ha considerado a Avicena, el Príncipe de los Médicos, como el representante clásico de la medicina árabe y a su código de la medicina (Canon Medicinae), la quinta esencia de la ciencia médica greco-oriental, obra inmensa, que contiene un millón de palabras árabes en más de mil folios, donde el sabio Hakím (palabra árabe para médico), expresa una madura unión de la teoría con los principios de la praxis, esa, que proporcionó a la medicina su firme posición en el sistema de las ciencias. Tal es así, que se cuenta de un maestro de medicina de París, empleó más de 50 años en leer y explicar a sus discípulos sus comentarios a sólo el primer libro del Canon de Avicena… (3).

Por ello, cuan tristes y desalentados nos sentimos, cuando al preguntar a nuestros alumnos de pre o posgrado quienes fueron Luis Razetti, Francisco Antonio Rísquez, Pablo Acosta Ortiz, William Osler, Galeno, Paracelso o Hipócrates por sólo mencionar a unos pocos locales o universales, sólo recibimos por respuesta la vacía sonrisa de su ignorancia. Apresúrate pues, conoce y enorgullécete de esos titanes que conformaron en la solitud de sus desvelos, piedra a piedra, las aceradas bases de esta excelsa profesión y recibe de sus manos el orgulloso blasón que ostentarás y que será fuente de perpetua inspiración. Además, conocer a los maestros que les siguieron y a tus propios maestros, te enseñará mucho más acerca de ti mismo y el camino que has de seguir…

La anécdota también nos muestra que los médicos podemos, con sabiduría y humana compresión, aprender y perfeccionar el arte de curar, debiendo saber que aun cuando no podamos hacerlo, existimos para ayudar, confortar y aliviar; pues, ese alivio del dolor, bien se trate de dolor físico, psíquico o espiritual, es nuestra única, especial, sublime y principalísima prerrogativa. En algún caso, como el precedente, se tratará de algún paciente importante u opulento que pueda recompensarte económicamente con creces; pero en las más de las ocasiones, nuestros enfermos provendrán de los escaños más bajos y olvidados de nuestra trama social; serán sociópatas, vale decir, enfermos creados por nosotros mismos o con la ayuda de nuestra indiferencia, desheredados de toda esperanza, desposeídos de todo bien y fortuna y víctimas propiciatorias de la injusticia social. A estos últimos, de quienes hemos extraído en los hospitales públicos y en nuestros años mozos, el zumo de sus enseñanzas desinteresadas, debemos muy especialmente dirigir nuestros más afectuosos cuidados, esfuerzos y mejores intenciones, derivando también de la atención que les prestemos, nuestra más profunda gratificación.

De ese pendulante deambular entre pobres y poderosos, del justiprecio obtenido al comparar sus fortunas y sus miserias, sus anhelos y frustraciones, sus sobrantes y faltantes, si así genuinamente lo deseamos, entenderemos el sentido cabal de nuestra vida transitoria y descubriremos la verdadera e intangible riqueza, esa que yace profunda en nuestros corazones y se transparenta cual cristal, al través de nuestros actos. Pues debes saber que durante nuestro proceso de crecimiento como médicos, insensiblemente, vamos perdiendo la capacidad de sorprendernos ante los enigmas que nos ofrece la vida y los procesos de enfermar y curar. Se habitúa uno tanto al mundo del enfermo y sus pesares, que ya no dejamos lugar para el asombro o la compasión, pues todo termina por parecernos llano y homogéneo; tal significa, que vamos lenta e insensiblemente hundiéndonos en el tremedal de la rutina, ese indeseable efecto colateral del ejercicio médico, que termina por secarnos las entrañas pero también el alma.

Pero a diferencia de la narración, no todo es gratificación en nuestra diaria misión. Más pronto de lo que imaginas, conocerás sobre el dolor culposo, ese que inmisericorde taladrará sin pausas tu pecho casi que en la forma de un ‘status dolorosus, cuando te equivoques al diagnosticar o al tratar;  o cuando  hagas daño de palabra o hecho sin la intención de hacerlo, o cuando veas al paciente agravarse porque el hospital, inexplicablemente, carece de los recursos necesarios para atenderlo, o él,  para costear su propio tratamiento; o cuando muera aquel a quien has dedicado tus mejores esfuerzos y cuidados, arrojando sobre ti pesados fardos de culpabilidad. Deberás entonces comprender que no eres omnipotente y que la propia muerte y la de tus pacientes forma parte y da sentido a la vida. Y como si ello no fuera suficiente, conocerás también la pena al través de la irracionalidad e ingratitud de tus pacientes y la palabra maledicente de tus colegas, cuando tergiversen tus acciones para que sirvan a los efectos de su mezquindad y al daño a tu posesión más sagrada: ¡Tu reputación! Peor aún, tal vez nunca aprendas a ignorar esos injustos ataques, que mediatizados por la mediocridad y la envidia, te harán hasta dudar de tus procederes y a los que habrás de sobreponerte para que puedas seguir tu camino sin fracturas ni dobleces…

De la misma manera, la historia nos hace ver cómo las reacciones totales del enfermo importan, y más aún, aquellas no expresadas mediante el lenguaje de las palabras, sino al través del diáfano decir del silencio o de las reticencias, o terciadas por el enrevesado dialecto de las actitudes, gestos y modificaciones de ciertas respuestas corporales; por ello, reserva tiempo, energía y esfuerzos para entrenarte en el reconocimiento y ponderación de esa forma tan elocuente de decir, que constituye la llamada comunicación no-verbal o preverbal, importante variante del comportamiento, que bien, refuerza o niega lo que las palabras del enfermo dicen o parecen decir.

La comunicación verbal es parte del currículo de las escuelas de medicina; desafortunadamente, la importancia de la comunicación preverbal o “verdadera”, curiosamente, es rara vez mencionada: Incluye la reveladora forma en que empleamos nuestro cuerpo para comunicarnos (expresión corporal y visceral): El ejemplo del Hakim Avicena es tangible muestra de ello, pero también, atiende e integra en el contexto de la visita médica, unas manos frías y sudosas o calientes y húmedas, unas pupilas dilatadas, una mirada  huidiza que ve en otra dirección y se resiste a mirar directamente a los ojos del otro, un parpadeo exagerado, unos párpados retraídos, suspiros profundos y prolongados, un duelo tan reprimido que apenas se atreve a humedecer levemente los ojos ante la pregunta que lo hace aflorar, un trago grueso difícil de pasar, una respiración superficial limitada a movimientos de los hombros, un sentarse en el borde de la silla, nos dirán quizá mucho más, que lo que el paciente se atreva o quiera decirnos…

No porque ella o él así lo quieran, sino porque detrás de un motivo de consulta cualesquiera, se agolpan tensiones sepultadas en las profundidades insondables del inconsciente, que hacen esfuerzos y pulsan por hacerse oír, para decirnos sobre los sentimientos del otro, y así, tan igual como le surge al paciente inadvertido desde su interioridad, debe ser obvia para nuestros sentidos. Por tanto, no será difícil percibir cuándo una persona miente: Involuntariamente se sonroja, titubea, se mueve en la silla, aclara la garganta, hace pausas y evita el contacto visual. Utiliza este conocimiento únicamente para tu propio consumo, para entenderle y ayudarle, nunca para hacerle quedar mal. De consiguiente, cuando el enfermo se exprese, pon atención a la vertiente para – lingüística de su relato, por ejemplo, a los «actos fallidos« originados en su inconsciente, como ese tan frecuente de confundir «Dolor» por «Doctor«, o «Padre» por «Doctor«. En el primero de los casos, quizá quiera decirte, que tiene inmenso temor al dolor que puedas infligirle, tal vez porque otros médicos antes que tú, ya se lo hicieron padecer, o tal vez, porque percibe la consulta como un acto penoso o punitivo; en el otro, puedas a lo mejor percibir, la profunda connotación pecaminosa que, para él o ella, tiene el síntoma y la necesidad de que tú le absuelvas…

Pero una moneda siempre tiene dos caras; recuerda a tu vez, que de la misma manera, te comunicas preverbalmente con él y que durante la entrevista, continuamente estás enviándole mensajes de diversa connotación, coherentes o confundidores, de afecto o de rechazo, de respeto o de burla, de interés genuino o de desafecto, de credibilidad o incredulidad y que estos mensajes, son diáfanamente percibidos a un nivel preconsciente. Hacer consciente y emplear positivamente el conocimiento de esta forma de comportamiento, tiene mucho que ver con esa madurez a la que el médico debe aspirar con vehemencia y es un importante aspecto de la relación médico-paciente, indispensable para nuestra comprensión de él, su alivio y satisfacción. Ofrécele pues a tu enfermo, la perspicacia y empatía de una mente libre y desprejuiciada, ecuánime y equilibrada, que antes que juzgar, sugiera fórmulas que no adicionen más castigo al que él o ella se han infligido o soportan, frases que sirvan para aliviarle y orientarle o amortigüen el impacto de sus conflictos…

Decía el famoso neurocirujano inglés, Wilfred Trotter, que en el decurso de la entrevista médica, «el paciente o la enfermedad a menudo revela sus secretos en un paréntesis causal«, y no por raridad, verás ese enfermo que al socaire de la despedida, se voltea para decirte que «olvidó lo más importante«, o suelta al aire con «inocente» desgano, una frase que a no dudar, será siempre mucho más preciosa y decidora que todo lo que te haya referido en los minutos precedentes… En aquel momento, los conflictos represados en los abismos insondables de su inconsciente, al través de la magia de una brecha abierta por tu actitud comprensiva, ganarán por un instante, acceso a la superficie del consciente y se mostrarán abiertamente. Mantén pues, tu oído alerta y tu corazón dispuesto para no dejar pasar por alto ese «paréntesis casual» revelador…

 Pero si además, utilizas el diálogo como manera de conocer «como habla y se expresa« la enfermedad particular de ese paciente, si empleas la anamnesis de forma inteligente, ella se te revelará como un indicador fiel de cuál dirección tomar para hacer un examen físico provechoso, orientado hacia la disfunción particular de algún sistema u órgano. Para ello, deberás aprender qué, cómo, cuándo, dónde y en presencia o ausencia de quién, preguntar. ¡Tarea nada fácil y ejercicio para toda una vida! Requerirá de extenso conocimiento de materia médica, atención para evitar el prejuicio e ingenuidad para escuchar e interpretar lo conocido, pero también, sabiduría para interpretar lo nunca oído o visto. Es axiomático que una pregunta que insinúe la respuesta, debe evitarse a todo coste. Un médico experimentado tendrá la habilidad para hacer ‘esa’ pregunta reveladora, en el momento más oportuno, presentándola en términos opuestos a lo que espera oír, así, que pueda interpretarla lúcidamente y sin interferencias.

El famoso cardiólogo Paul Wood (1907-1962) (1963) (4) decía, que «un historiador cabal es aquel capaz de interpretar mejor la respuesta a una pregunta insinuadora». Sir William Ogilvie (1887-1971) (1948) (5) expresó alguna vez, que «un síntoma engañoso, es engañoso sólo para aquel proclive a ser engañado«.  El Profesor Samuel Levine (1891-1966) (6), quien en 1962 describiera la compresión y masaje del seno carotídeo como prueba diagnóstica de cabecera para identificar cuándo un dolor retroesternal era o no expresión de ángor péctoris, nos ofrece un clásico ejemplo del cómo preguntar. Recomendaba que mientras se realizaba la maniobra en el sujeto adolorido, se empleara una pregunta que no sugiriera la respuesta, tal como, «¿Está empeorando el dolor?». Comentaba que si la respuesta era «¡No… está mejorando», la prueba habría sido positiva para identificar el estirpe coronario del síntoma («signo de Levine«).

El desiderátum del antiguo Hakím era obtener una preparación universal, no sólo en materia médica sino también en filosofía; la resultante era la de un técnico imbuido de profundo humanismo (3). Necesitas entonces adornar la técnica con virtudes como la nobleza de espíritu y la lealtad hacia el más débil. El tercer año de tu carrera te acercará a la técnica, nunca lo hagas a la ligera o deficitario, y si al finalizarlo tienes dudas de tu capacidad y preparación, ¡Repítelo! La semiótica o el arte de la búsqueda e interpretación de los síntomas y signos, constituye la piedra fundamental, las sólidas pilastras del andamiaje sobre el cual que habrás de erigir el conocimiento para toda la vida, y por supuesto, querrás tener una base sólida donde puedas erigirlo orgulloso y confiado…

Al dominio de la semiología y de la semiotecnia, deberás dedicar tu mayor atención, ingenio y esfuerzo, pues son un medio idóneo, acrisolado con el paso de las generaciones para arrancar los secretos a la enfermedad invisible e interiorizada; dicho de otra manera, la forma para traer hacia el «Afuera«, al enemigo agazapado en algún lugar del « Adentro«… No por raridad, el estudiante transita por esta etapa sin saber cuán importante es, y hasta pareciera que sus instructores también lo ignoraran. Al favor de una instrucción de «aula» de lo que debería ser de «sala» o de «ambulatorio«, se desvirtúan su esencia y su valor, pues la enseñanza a la cabecera del enfermo que preconizara el genio de Sydenham y que combina hermosamente la teoría con la praxis, ha sido sustituida por una tediosa sucesión de «síndromes». En la penumbra y con la ayuda de diapositivas o acetatos, el instructor «enseña cómo examinar enfermos en ausencia« a un grupo de somnolientos e inmotivados alumnos, con la resultante de que el único que aprende es él; el enfermo y sus problemas son los grandes ausentes y la imposibilidad para conjugar saber con hacer, es el deletéreo resultado.

Será únicamente conjugando psiquis, espiritualidad, soma y ambiente, como te habrás adentrado en la medicina de la persona total, en la comprensión antropológica del hombre enfermo, esa forma del quehacer del médico que entiende e imbrica la enfermedad con la biografía del que la sufre y el medio en el que se desenvuelve; que tomando en cuenta su dignidad, comprende las innumerables maneras de enfermar, tan  particulares de cada quién y tan ignoradas por la medicina contemporánea que ve sucesiones homogéneas de enfermedades, enorgulleciéndose de su miope y prejuiciada perspectiva, de su actitud evasiva, cuando con desparpajo sondea aisladamente mediante complejos aparatos y abundosos exámenes complementarios, tantas veces de errático rumbo o innecesarios, la arista somática del individuo en flagrante prescindencia de su ser total. Tal ha generado un novedoso escenario donde el médico es un esclavo de la técnica, el hospital funciona como un taller de reparaciones, o en el mejor de los casos como una fábrica de curaciones, y el paciente y por lo tanto el hombre, el objeto propiamente dicho de la medicina humanizada resulta siendo el perdedor del sistema. Comenzarás por esta vía, a ser un médico de la persona y para la persona, un verdadero humanista, que en el concepto de Cicerón (106-43 a. C.), consistiría en aquel que coloca al individuo como centro, y no un técnico deshumanizado que únicamente mira al través de sus instrumentos computadorizados, dejando al hombre de lado y solazándose sólo con la enfermedad interesante’. No quiero decir con esto que la técnica excluye la humanidad, pues la técnica en sí misma no es inhumana, únicamente, que puede manejarse en forma inhumana: Un médico inhumano lo sería, aun en ausencia de la técnica. Es más, a la penetración de la tecnología en medicina, debemos agradecerle la obtención de infinitos beneficios y como médicos, tenemos la obligación de conocerla, gobernarla y saber aplicarla en su justo momento en beneficio del paciente.

En fin, alcanzarás un rango superior al través de amalgamar, una bien cimentada preparación científica lograda mediante el conocimiento profundo de la materia médica y el racional uso de los recursos técnicos más avanzados y maravillosos, con aquellos atributos tales como la bondad, la comprensión, la simpatía, la lealtad y la vocación de ayuda… Pero, la tarea no será en nada fácil, además de requerir una gran adhesión a la verdad y un terco afán por alcanzar la madurez, muchos necios te zaherirán por lo que haces o por cómo lo haces. Será la exteriorización de su poquedad y envidia lo que les impulse a descalificar ‘a priori’ tu forma de ser y hacer. Déjalos de lado con sus mezquindades y sigue convencido tu camino, afianzado con el decir del Quijote, “los perros ladran… la caravana pasa”.

Otra gran enseñanza derivada del relato, es que no siempre los pacientes necesitan de un medicamento, pues luego de examinarles cabalmente constatarás que la mayoría están sanos, necesitan ser tocados y sólo quieren oír por ejemplo, que sus síntomas no son el producto de un cáncer, de una enfermedad cardíaca o demencia.  Las drogas pues, nunca deben ser empleadas como manera de escamotear el tiempo que pertenece al enfermo y de suplantar nuestra obligación de comprenderlo, reconfortarlo y enseñarlo a encontrarse sano, y nunca pero nunca, a sentirse más enfermo. El médico en sí -y tu mismo por supuesto-, es la droga de mayor potencia sanadora que alguna vez podrás encontrar: ¡Cuántos lo ignoramos! Su capacidad curativa se expresa mediante su presencia, su actitud y sus palabras; pero, como cualesquier otro “medicamento”, cuando se maneja impropiamente, también posee enorme potencial para producir efectos nocivos. Escoge pues conscientemente, con inteligencia y esmero, cada gesto o palabra que pronuncies o dejes de pronunciar, y aún, la forma en que la digas: Relaja la musculatura facial y todo tu cuerpo, mira directamente a sus ojos, atiende cuidadosamente a la suavidad, entonación, velocidad e intensidad de tu voz y gesticula sin aspavientos. Recuerda una vez más, que también él está leyendo en el libro abierto de tus actitudes. Nunca permitas que abandone tu consultorio sin ese semblante risueño que denote una esperanza, aun cuando hayas tenido que expresarle dolorosas verdades.

Y hablando de verdades, no olvides jamás, que la “verdad” del médico es siempre relativa y engañosa. Por tanto, aprende a dudar de “tus verdades” … no siempre se adaptan al caso del otro y pueden ser el producto de tu prejuicio o de la nada rara, ‘ilusión de conocimiento’. ¿Por qué? Vuelve por un momento tu mirada hacia el pasado… estudia y analiza las hipótesis esgrimidas para explicar las enfermedades o los tratamientos otrora empleados. Sonreirás y hasta sentirás estupefacción y bochorno al comprobar cuánta ignorancia se desvelará ante tus ojos.

Mira ahora, en lontananza y asiste al juicio de las generaciones que han de sucedernos ¿Crees qué harán lo propio con nosotros? Muy probablemente, pues en materia médica no hay verdades inmutables ni absolutas y sólo los necios pueden creer seriamente en sus ‘verdades’. Por tanto, modérate cuando utilices “tu verdad”; nunca la uses con pedantería para devastar al más débil con un diagnóstico lapidario, o para  anticiparle un futuro miserable y lleno de limitaciones o dolores, pues si quieres que te diga una dolorosa verdad que resentirá tu narcisismo, sabes muy poco acerca de su ser individual, mucho menos sobre la enfermedad que padece, comprendes insuficientemente las drogas que empleas para curarle y peor aún, desconoces del todo su potencial de vida y de lucha.  Cultívate entonces, para recelar siempre sobre lo que creas que sabes, encuentres o anticipes, pero además, si alcanzaras el privilegio de tener alumnos, sé consecuente con ellos recordando con el filósofo español, Don José Ortega y Gasset (1883-1955): “Siempre que enseñes, enseña también a dudar de lo que enseñas…”.

Observa cómo el Sultán pagó por la cura de su amado hijo e inicialmente, sólo a él y no al paciente, le fue comunicado el veredicto. Ello te muestra la orientación paternalista del antiguo Asclepíades, que al favor de una sociedad no evolucionada, violaba el derecho a la libre expresión de la voluntad personal y negaba el concepto de “autonomía” del paciente, basado en los derechos del hombre, hoy día absoluto y que debe privar en el enfermo, permitiéndole demandar el conocimiento de su diagnóstico y participar, seleccionar y hasta  rehusar un tratamiento. Di entonces la verdad, pero sólo aquella que pueda ser asimilada. Sin embargo, no ignores cómo el advenimiento del Tercer Milenio está signado por el materialismo a ultranza, situación antipódica al ideal hipocrático de la medicina, donde lo bello, lo justo, lo bueno y lo recto tenían una raíz común emparentada con los principios para lograr la curación del enfermo; estos, colmados de idealismo humanitario incluían, el “favorecer, no perjudicar” o como dirían después los hipocratistas latinizados, “Primum non nocere”: Hacer beneficencia (el bien a los demás) y no maleficencia (el mal a los demás); el “abstenerse de lo imposible”; y el “atacar la causa del daño”. El poder moral y ético de estos preceptos, ha sufrido el embate abrasivo de los vientos del ‘progreso’ que amenazan con hacerlos polvo, pues han querido mezclar conceptos no miscibles, como lo son comercio y medicina, siendo que el “ethos” de los mercachifles de la salud, es la ganancia pecuniaria, en tanto que el de la medicina, procurar el bien, curar, aliviar o consolar.  A resultas, el médico tendría dividida su lealtad entre “quien le da de comer” (el empleador) y el que busca su ayuda (el enfermo), no siendo extraño que el fiel de la balanza se incline del lado del primero. Por consiguiente, el médico no debe perder su honestidad personal e intelectual, debe responder por la ayuda que su investidura ofrece al paciente, siempre enmarcada en la prudencia, competencia y compasión.

De la misma forma, el ejemplo quiere enseñarte cuán difícil será guardar los secretos de tus pacientes, particularmente en el hospital o en los requerimientos de las compañías aseguradoras, donde la individualidad  se pierde para convertirse en fría cifra y donde cualesquiera, puede hacerse de las  verdades del otro, destruyendo así, uno de los pilares más importante de la relación médico-paciente, como lo son la confidencialidad y el secreto médico, consagrados en la Ley de Ejercicio de la Medicina (Título I, Capítulo VI) y en el Código de Deontología Médica (Título IV, Capítulo I). La intimidad es quizá una de las posesiones más sagradas que los seres humanos tenemos y una de las más difíciles de compartir: Aprendamos a ser buenos y leales recipientes de las confidencias de los otros y particularmente de nuestros pacientes, tanto como quisiéramos que otros fueran de las nuestras.

 La práctica de la medicina en esta menguada hora, ha cambiado su ¨ethos” y parece tener por norte el lucro antes que el servicio. Basta observar los anuncios en los medios de comunicación, donde violándose normas éticas y morales, algunos intentan atraer incautos ofreciendo curaciones por lo menos improbables. Adicionalmente, al favor de un pobre control por parte de los entes responsables, han hecho su aparición como plagas de langostas que ocultan la luz del humanismo, voraces instituciones de la llamada “medicina prepagada”, a las cuales poco les importa la salud de sus clientes y mucho más, lo que puedan extraer de sus bolsillos para afectar positivamente el balance final de sus estados de cuenta. A espaldas del paciente, con el aval de un Estado débil y alcahueta y en alianza con colegas desnaturalizados, con sucias artimañas, les regatearán la ayuda comprometida y hasta les segregarán y estigmatizarán, como en efecto ya lo hacen, para negarles el óptimo cuidado a que tienen derecho por sus pagos.

Mira pues, cómo el binomio de la relación médico-paciente, ha sido trocado y mediatizado por el nuevo elemento de distorsión, siendo ahora más propiamente, médico-empleador-paciente. El empleador te dirá cómo debes ejercer tu arte y reclamará para sí, todos los secretos que el enfermo te ha confiado y de acuerdo a su propia conveniencia, los usará, más para dejarles de lado que para apoyarle. Por ello, permanece siempre al lado de tus pacientes, defiéndeles a ultranza, tú eres el garante de sus derechos y el suavizante de sus desdichas. ¡Ya idearás cómo hacerlo…!

 

El concepto original de un Hakím significaba «ser sabio, tener experiencia, ser culto». Al-hakim, es decir el médico, sería entonces un sabio, un maestro por excelencia y también un filósofo; la ignorancia sería una enfermedad y el ignorante, tratado como enfermo por el médico sabio. El discípulo era elegido para desempeñar una ciencia que mejorara el corazón y limpiara el alma (3).

Esto ha sido también el desiderátum de la medicina a lo largo de los siglos; entre nosotros, y en la Declaración de Principios del Código de Deontología Médica Venezolano (1985), el «Ethos médico« traduce la calidad de miembro de una profesión entendida como una vocación en el sentido de un servicio irrevocable a la comunidad y una dedicación a «valores» más que a «ganancia financiera«. ¿Cómo entender entonces el comportamiento inhumano de un Hakím…? Las huelga médica llevada al extremo de la perversión con la llamada «Hora Cero”, puesta en práctica en 1996 y no obstante su fracaso, reproducida con frialdad inaudita en 1998, negó atención de emergencia por muchos días al sector más pobre, desprotegido y vulnerable de la población venezolana.

Cualesquiera que hubieran sido sus razones, se ignoró que los derechos de los médicos, por más naturales y legítimos que sean –como en efecto siempre hemos creído que lo son-, son subalternos a sus deberes en pro del bien común. Este hecho es sintomático de la profunda descomposición moral de un país y de una sociedad y con ella, de su clase médica a quienes Whitby llamara, Hombres de primera clase para una tarea de primera clase. Por su intermedio, uno de los fundamentos pétreos e inamovibles de la moral y ética médicas, aquel que requiere que los doctores den lo mejor de sí en provecho de sus pacientes y nunca les den la espalda o les ocasionen perjuicio, fue vaporizado por el antojo irracional de unos pocos desviados y lo peor, para a la final sólo arrojar lodo al oficio y a sus oficiantes.

La esencia es lo permanente e invariable en la naturaleza de las cosas. La medicina tiene y debe adecuarse con valor y decisión al paso de los tiempos y al progreso de la ciencia. Es su deber ineludible. Pero al mismo tiempo y por todos los medios, debe procurar mantener incólume su esencia, cual es, su deber de respetar y defender la dignidad del hombre…

REFERENCIAS

 

[1]. Sapira JD. The Art and Science of Bedside Diagnosis.  First Edition.

Williams & Wilkins. Baltimore. 1990:11.

[2]. Laín Entralgo P. Historia Universal de la Medicina. Tomo 1: Era Pretécnica. Salvat Editores. Barcelona. 1972:1-5.

[3]. Schipperges H. Medicina en el Medioevo Arabe. En, Laín Entralgo P. “Historia Universal de la Medicina”. Tomo 3: Edad Media. Salvat Editores. Barcelona.1972:77-98.

[4]. Wood P. Diseases of the Heart and Circulation. Eyre & Spottiswoode. London. 1963:245.

[5]. Ogilvie WH. Surgery, Orthodox and Heterodox. Blackwell Scientific Publications. London. 1948:119.

[6]. Levine SA. Carotid sinus massage: new diagnostic test for angina pectoris. JAMA. 1962;182:1332.

 

 

¡Así que serás médico, hijo mío…!

Caracas, 12 de marzo de 2001

¡Así qué serás médico, hijo mío…!

      Antecedentes. En 1986, escribí esta pequeña oración dedicada a mi hijo mayor quien iniciaba su carrera médica. Rafael Guillermo fue lo suficiente candoroso y valiente para abandonarla cuando sintió que él, no era para ella. Percibía quizá en demasía, que la carrera médica es como el amor a una mujer, un compromiso para toda la vida, una decisión para crecer en ella y al lado de ella, una fuerte alianza de bienquerer, comprensión y respeto. Aplaudí y apoyé su decisión y de esa ocasión, quedaron estas cuartillas que fueron publicadas en el Diario El Nacional de Caracas, el 18 de marzo de 1986, y luego, traducida al idioma inglés y en reducido formato, publicada en la Revista Mercy Medicine: 1987; 6 [n° 11]: 5-6.

    En esta hora menguada y triste para la medicina nacional, donde la invasión impuesta e ilegal de médicos cubanos nos insulta y nos enerva, los médicos todos, sin distingo de ideología, debemos dirigir nuestra mirada hacia el interior de nuestros corazones tratando de encontrar el por qué hemos defraudado tantas veces a nuestros pacientes, tratándoles con frialdad, falta de humanidad y empatía, cuando no con aspereza. Sólo desde dentro de nosotros mismos, como miembros distinguidos de la comunidad que somos, podrá emerger el antídoto que, curando nuestras lacras e insuficiencias, nos dignifique y nos haga ser lo que una vez fuimos.  Pero, además, debemos exigir con toda la fuerza que da el derecho, la verdad y la unión, que vuelvan a la Isla de donde en mala hora provinieron como plaga impúdica y primitiva. Hemos caído del pedestal que una vez la sociedad nos erigió por nuestro espíritu de solidaridad, compromiso y apoyo con el sufrido. ¡Cuánto hemos perdido…! ¡Cómo nos duele en el alma esta pérdida tal vez irrecuperable! ¡En la medida de nuestros esfuerzos, hagamos todos lo posible por rectificar!

      En esta oportunidad, dedico esta oración desde lo más hondo de mi corazón y con infinita esperanza, a todos los médicos del mundo y de mi país, Venezuela, sin distingo de edad, raza, ideología o creencia, y como si fuera a mis propios hijos, a todos los médicos jóvenes y estudiantes de medicina cuyo horizonte está siendo obstaculizado por el peor de los sentimientos: El odio, cuyo miasma pestilente lleva de la mano la ruina y la destrucción de todo cuanto queremos y tenemos, nuestra patria, Venezuela…

Dr. Rafael Muci-Mendoza

rafael@muci.com; rafaelmuci@gmail.com

 

¡Así que serás médico, hijo mío…!

Con lágrimas contenidas en mis ojos, escucho ésta tu personal decisión. Mas debo decirte que en lo más profundo de mi ser, siento entremezclados íntima complacencia y hondo pesar… Complacencia, porque has escogido sin presiones, la más bella y noble profesión de cuantas existen, porque ninguna otra como ella es capaz de gratificar tanto a quien la desempeña, como cuando veas mitigado de tus manos, el sufrimiento ajeno. Ese alivio del dolor que es principio y fin de nuestro oficio y que, de sí, justifica el que existamos. Por ello, te sentirás al máximo recompensado cuando restituyas la salud a un enfermo o cuando ayudes a un solitario moribundo en el penoso trance de su muerte. Esa muerte, que por más que te empeñes en vencer, a la postre, siempre sabrá cómo burlarte… Complacencia, porque podré compartir contigo todo cuanto he podido aprender todos estos años, y a mi vez, recibir la recompensa de verte crecer ágil y vigoroso en el juicio clínico y ponderado en la indicación terapéutica. En fin, complacido porque sabré que una vez que mi paso se achique, mi cerebro decline y mis reflejos me traicionen, me será dable el seguir existiendo al través de tus acciones…

     Pesar, porque, aunque no lo creas, el ser médico también entraña permanente sufrimiento. Dolor muchas veces lacerante que deberás aprender a asimilar y tolerar, porque adecuadamente digerido, se constituirá en fuente de temple espiritual y de maduración profesional. Pesar, porque deberás luchar a permanencia y con denuedo contra las fanfarrias de la falsa gloria o contra el corrosivo sentimiento de culpa por lo que hayas hecho o dejado de hacer… Pesar, porque enajenarás los mejores años de tu vida entre días de intenso trabajo y noches de larga vigilia, tratando de aprender cómo funcionan, interactúan y se enferman al unísono, el cuerpo y el alma humanas, basamento científico y espiritual de nuestro oficio, que por su elevada complejidad y el corto tiempo que se te permitirá para aprenderlo y ejercerlo -¡Tu vida toda! -, apenas si podrás ‘intentar’ aproximarte a él. Pesar, porque escogiste una ocupación donde el amor y el odio nunca marcharon más juntos. Serás “el mejor médico del mundo” hasta que los requerimientos de tu paciente no sean satisfechos en la forma en que él lo espera… En ese momento, sus sentimientos hacia ti darán un giro antipódico y te endilgará toda clase de penosos adjetivos y hasta tergiversará la verdad en su beneficio y en tu desprestigio. Desde ya, considéralo como un efecto indeseado, pero intrínseco al rol de padre omnisciente y omnipotente que serás en la idealización del minusválido.

     Debes saber que tu responsabilidad será grande, pues nunca fue más difícil practicar la Medicina que en el tiempo en que te tocará ejercerla. Situación paradójica esta si se consideran los enormes adelantos que en materia de diagnóstico y tratamiento tendrás a tu alcance. El mayor escollo radicará en saber ajustar la tecnología moderna al paciente adecuado y en el momento en que él la necesite, con suficiente juicio clínico, inteligencia y mesura. Ya parece que no bastan el acumen del médico, sus manos y un simple estetoscopio. La gente necia y muchos de tus colegas también, estarán convencidos de que mientras más instrumentos y pruebas emplees para diagnosticar –aunque sin rumbo– tanto mejor que lo harás. Hasta con desdén serás mirado cuando se enteren que tan sólo cuentas con tu cerebro. Pero ¡cuán equivocados estarán…! Las “máquinas”, cuando antepuestas al razonamiento clínico, son capaces de generar dolor… precisamente ese dolor que estarás aprendiendo a redimir. Óyelo bien, la tecnología empleada con ligereza, nunca podrá reemplazar el proceso de diagnóstico y tratamiento que iniciarás y pondrás fin, luego de una total y detallada comunicación con tu paciente. Así pues, nunca deberás abdicar ante los botones coloreados y el canto melodioso y traicionero de una máquina de “última generación”, hacedora de errores, que la sociedad de consumo tratará de venderte. Ponla en su puesto, supeditada a tu cerebro, ¡dónde debe estar…!

     Ve lo novedoso con escepticismo y desconfianza, pues… ¡La moda en medicina también existe! No seas el primero en avalar toda nueva idea o modo de diagnosticar o tratar. Examínalo científicamente, con disciplina y desapasionadamente y permanece a la expectativa del dictamen de quién no se equivoca: El tamiz del tiempo. Tampoco seas el último en adoptarlo cuando estés convencido de que será beneficioso para tu paciente. Ten siempre por norte, el mejor interés de él y trátalo como quisieras tu ser tratado en caso de que la desgracia y el infortunio se aposentaran algún día en tu cuerpo.

     No olvides que el error estará siempre acechante a la vera de tu práctica. De nada te bastará que te dediques al estudio serio y seas un acervo crítico de tus propias acciones, a que examines a tus pacientes con lo más depurado de tus aptitudes, a que destines a ellos largas horas de meditación y análisis. Siempre el yerro rondará tus actos. De ellos, si así lo quieres, aprenderás mucho más que de algún resonado éxito; y es que escoges quizá, una de las profesiones más inexactas de cuantas conozcas, porque aun cuando veas por dobles o centenas las más diversas enfermedades, ¡nunca verás por duplicado a un enfermo! Cada ser humano es diferente y complejos y variados factores le hacen enfermar de una manera personal y muy particular. Dedica tiempo y esfuerzo a observar con detalle las facetas que distinguen a un enfermo de otro. De su análisis, conocerás más de la condición humana y aprenderás más sobre ti mismo…

     Escucha con atención y seriedad aquello que tus pacientes ofrezcan a tu consideración. Relaja y despliega al máximo tus sentidos, así que ellos puedan vibrar al unísono con él y te permitan percibir la verdad aparente, pero también la real, esa que se esconde tras la hojarasca de su discurso. El hombre enfermo es mucho más que un libro abierto dispuesto a enseñarte. Aprende con agradecimiento de cuanto te diga o encuentres al examinarle, y retribúyele ayudándole a descifrar el jeroglífico de sus quejas y alivianándole sus penas físicas o morales sin agregar ni una pizca más al sufrimiento que ya trae. Cuando sus síntomas te impresionen como extravagantes o aún risibles por antojársete absurdos, más te valdrá creer que es tu propia ignorancia la que te hace sonreír ante lo incomprendido o nunca antes visto…

Aprende a interpretar el difícil jeroglífico que es un enfermo y su circunstancia, donde lo único cierto es lo incierto y lo único seguro es lo inseguro, donde el nunca y el siempre, el todos y el ninguno son palabras demasiado precisas para ser empleadas no existiendo en el diccionario de la medicina, donde la presencia del médico es aliento, es alivio y es bálsamo principalísimo.

     El crecimiento incesante y astronómico del saber médico te mantendrá de continuo en la más permanente desactualización. No podrás saberlo todo. Pero aún así, estudia hijo mío, estudia siempre con ahínco y con rigor, aprende de todo y de todos y aspira siempre a la perfección. La “compañera” que has elegido para toda la vida, ha sido, es y será siempre muy exigente y te demandará total dedicación.

     Si buscas riquezas, aléjate de este arte. Te harías y le harías mucho daño. Nunca compares tus emolumentos con otros de ocupación distinta. Luego de mucho bregar tendrás para vivir con decencia y sin excesos. No obstante, el común de las gentes te considerará más rico de lo que realmente eres. Compréndelo, es su ingente necesidad el que así sea. Serás pues, parte de la comedia humana y aquello cuanto cobre, hasta será usado por el paciente ante sus amigos, muchas veces inflado y distorsionado, para obtener a tu costa un mayor poder social. Pero deberás saber que el médico, más que nadie, tiene un más expedito acceso a la verdadera riqueza… la riqueza interior, que, aunque no sea visible es la única que debe contar para ti. Tus permanentes contactos con las alegrías y miserias de los pobres, pero también de los poderosos, te enseñarán la penosa senda de la tolerancia, la comprensión y la humildad… ¡Síguela sin miramientos!

     Y para finalizar, hago votos porque esta hermosa vereda que comenzarás a trillar muy pronto, te conduzca hacia tu realización total como hombre y como ciudadano de valía W

¡Qué Dios te bendiga hijo mío!

Quién tanto te quiere y te respeta,

Tu papá.