Alabanza del paciente escéptico… El médico como paciente

 

 

Con la edad y el envejecimiento en el ejercicio de la profesión cada vez soy más parco en mis recetas. Me he acogido siempre al imperativo de mi Maestro y amigo, el doctor Herman Wuani Ettedgui (1929-2014) quien nos acosaba preguntándonos una y otra vez los efectos colaterales, farmacodinamia e interacciones de los medicamentos, y de paso, incitándonos a que empleáramos un número reducido de los mismos y al mismo tiempo que conociéramos todo acerca de ellos. La verdad es que a mis pacientes –creo-, no les ha ido mal con estas normas que siempre he agradecido. Me aterra ver esos récipes con ocho o diez drogas que, a diferencia de antes, no son inocuos guarapos, sino bombas de profundidad en los vacíos bolsillos del paciente pobre y hasta en las arcas del rico, o desafíos para el hígado y riñón que tienen que ingeniárselas para detoxificarlas y eliminarlas, y en muchos casos, pueden ser suerte de tósigos o venenos disfrazados en cajas policromadas.

En lo personal, siempre he esquivado las drogas o procedimientos terapéuticos que algún médico ocasionalmente me ha recetado. Sólo quería que me dijera que mis quejas eran baladíes; y si así fueran, para qué medicarme. Creo a pie juntillas en la ¨vis medicatrix naturae¨ griega o capacidad de nuestro ser de defenderse solo y que funciona fielmente al resguardo de intereses económicos y efectos colaterales. De no haber sido así, nuestros ancestros trogloditas no hubieran llegado a evolucionar y transformarse en nosotros; por fortuna para ellos, entonces no existían antiinflamatorios, inhibidores de bomba de protones, antibióticos ni vitaminas. Todo lo había bien dispuesto el Buen Señor en su entorno, sin contar con la botica que nos puso adentro contentiva de salutíferos neurotransmisores llamados endorfinas, pura morfina y marihuana de producción local endógena, liberada cuando hacemos una caminata vigorosa y que nos permite ¨coger una voladora¨ de bienestar, optimismo y vida sin quebrantar nuestra dignidad ni ley alguna …

Mi experiencia no fue buena en mis primeros escarceos con la enfermedad deparada de unos golondrinos que les dio por alojarse y guindarse de mis dos sobacos por allá en 1962, poco después de mi graduación de médico. Eran como ¨policías acostados¨ dolorosos bajo mi brazo, que impedían el movimiento, y según comentaban viejas conocedoras de esos asuntos, nunca venían solos, siempre en comandita; así, que en el mejor de los casos, se sucederían seis veces –el número de ¨El Malo¨- sin que pudiera hacerse nada para evitarlo. El término médico apropiado es hidradenitis o hidrosadenitis supurativa que resulta de la obstrucción de los ductos excretores de sudor que conduce a inflamación, infección y absceso. Los factores predisponentes incluyen la alcalinidad del sudor, el exceso de transpiración, la diabetes, la obesidad, la depilación axilar, y les juro que yo no fui…, la falta de higiene.

Volviendo a mí, visité a un dermatólogo del Hospital Vargas de Caracas quien me recetó una poción local que olía a huevos podridos, que debía aplicarme varias veces al día, y que ante mi proximidad a una persona, esta se volteaba con un gesto facial de repulsión… Yo, a mi vez, volteaba también hacia atrás la mía, y adoptaba la misma expresión para hacerle creer que no era yo el del tufo…  El pestífero potingue (99/100 Unidades ¡Fó!), no hizo mella en mis dolorosas protuberancias.

  Cierto día, pasando por las cercanías del Servicio de Radioterapia, venía yo con mis brazos separados del cuerpo, sin balanceo de los mismos, tal como un parkinsoniano, mirando aquí y allá para no ser tocado, cuando de improviso me topé de frente con su Jefe, el doctor Rubén Merenfeld (1925-1991) quien me saludó con afecto y con una palmada en ambos brazos; como era de esperarse, un rictus de dolor se pasó de mi sobaco a mi cara… Impresionado  por mi miserable aspecto y a su pregunta, le hice saber del diagnóstico y el pronóstico que viejas maledicentes me habían vaticinado… Del número 666 demoníaco, afortunadamente sólo me correspondería el primer dígito, un 6 aislado, vale decir, media docena pero en sucesión… Me convenció de aplicarme unas dos sesiones de la radioterapia de aquellos tiempos cuyos colimadores esparcían rayos como una regadera, pero sería a dosis antiinflamatorias…

Acepté como un canceroso cualquiera su intimidante proposición e hice cola con aquellos desheredados de la salud que esperaban cabizbajos por su sesión diaria, con sus cuerpos marcados con indeleble tinta morada en las áreas que serían irradiadas. A mí no me marcaron porque el enemigo simplemente estaba a la vista y era por demás protuberante. Ignoro cuántos de los rads de entonces o cGy  de hoy me aplicaron, pero pienso que la dosis liberada no fue la de asar un ¨lomito término medio o ¾¨, sino ¨medio quemadito¨. ¿Qué hacer?  Estaba en la olla y cocinándome, pero confiado y llevado de buena mano, de mano bondadosa…

Estuve como en carne viva y ardido por algunas semanas, se me cayeron los pelos, dejé de sudar, pero eso sí los golondrinos no aguantaron la descarga y prontamente, cogieron sus bártulos y volaron a las axilas de otros. Y fue así como me ahorré para siempre, los desodorantes de bolita, de barrita o de espray. El doctor Merenfeld, persona jovial siempre estuvo muy pendiente de mí y yo le agradecí su interés con una parodia de una conocida rima de Bécquer…

Desde entonces aprendí que las drogas y los procedimientos terapéuticos instrumentales como el que les comenté, eran dagas de doble filo; por un lado –el más mellado- te cortaba la enfermedad, pero por el otro –el más filoso-, te agredían el propio pellejo. Aprendí también pues a preservarme y a preservar a mis pacientes en estos tiempos donde un oftalmólogo vistiendo gafas te indica, sin escrúpulos, cirugía refractiva para quitar tu miopía, pero no la de él; o te manda al quirófano a operarte las cataratas cuando todavía tu visión es de 20/20, porque… no vaya a ser que el núcleo de tu cristalino que no el mío, se endurezca de repente y sea dificilísimo fragmentarlo. O que un ginecólogo te haga un ¨vaciado completo¨ a los 45 años porque ya lo que tienes en el vientre es una chinchurria inservible; o porque el otorrino te vea el septo nasal torcido y una temible ¨falta de oxigenación cerebral¨ te posea y sea la causa de tus desgracias; o porque el cardiólogo observe que tu colesterol HDL-c está bajo, es decir, cuando se perfile lo malo del ¨bueno¨, te vaticine un infarto y te indique estatinas ¨de por vida¨ aunque se te dañen los músculos y te duelan las piernas, el hígado no soporte el envión, o desarrolles daño cognitivo v.g., pérdida de la memoria, olvidos y confusión mental…

   Teme a la vejez, pues nunca viene sola.

Platón

 Pero no se crean que suelo ser mi propio médico; alguna vez escribí que ¨el médico que se trata a sí mismo, tiene por tonto a un paciente y un doble idiota por médico¨. Tengo mis médicos escogidos sobre la base de su ciencia, prudencia y paciencia. No abuso del laboratorio y prevengo aquellas serias condiciones que sé, son frecuentes a mi edad: hematología, glicemia, urea y creatinina, endoscopia digestiva periódica, ecosonograma abdominal, telerradiografía del tórax, antígeno prostático y tacto rectal: Hasta el presente no han mostrado nada vergonzante o amenazante. He tratado de balancear mi vida manteniendo intereses espirituales diferentes de los intrínsecos de mi profesión. La Academia Nacional de Medicina y su historia, me han brindado un motivo para luchar contra la intolerancia y la dictadura, la persecución de la medicina nacional, y para saciar mi sed de servir y escribir. Sinceramente, he tratado de hacer lo debido, a sabiendas de que no es fácil, pues son muy elevadas las posibilidades que tenemos los médicos de neurotizarnos o suicidarnos, hacernos adictos a las drogas que prescribimos a nuestros pacientes –cualquiera de ellas, pero especialmente hipnóticos, analgésicos opioides y sedantes-, transformarnos en alcohólicos, divorciarnos, caer muy bajo o ser un buen ejemplo de lo que no deberíamos ser…

Pero además, y formando parte de mi vejez (los sesenta es la juventud de la vejez, pero de setenta para arriba, ya no hay palabras edulcoradas ni eufemismos, es plana y simple chochez, postrimería o decrepitud…), han aparecido síntomas efímeros aquí y allá; pero yo los tengo identificados… Desgraciadamente no se ha desarrollado todavía un examen que dosifique los niveles de ¨ácido viejúrico¨ –el más ácido de los ácidos-, ni un antígeno monoclonal o ¨bala mágica¨ que disminuya su concentración en la sangre y al menos aminore sus efectos deletéreos; de existir, podría demostrarme a mí mismo y a mis pacientes que tengo razón.

En lo que a mí respecta, he ignorado mis malestares al reconocerlos como míos y como nimios, que como las olas, suelen ir y venir sin aviso, sin protesto y sin dejar rastro.

¿Qué mueble viejo no cruje de noche? –me pregunto-.

Por ello, me resisto a dejarme engatusar por las transnacionales del medicamento que te ofrecen multivitaminas ¨silver¨, precisamente para echarle más leña al fuego cuando nos encontramos en plena edad de los metales: cabello de plata, dientes de oro, y compañones y pito de plomo. O melatonina para poder dormir en la noche luego de todo un día dormitando de puro fastidio en una silla orejona; o tomar el sildenafilo para recordar artes perdidas sin quitarte la camisa ni las medias durante el ¨acto¨ porque te resfrías y estornudas en ese preciso momento…

A la gente le repugna ver un anciano, un enfermo o un muerto,

sin embargo, está sometida a la muerte,

 a las enfermedades y a la vejez.

Jorge Luis Borges

 

Para los que arribamos al Siglo XXI con más de sesenta, no se harán esperar otras patologías que revolotearán sobre nuestras cabezas como zopilotes en ayunas. Una de ellas es la temida ¨sejuela¨, condición emparentada con el inclemente paso de los años que tiende a afectarnos con síntomas tan disímiles como aquel, donde todo te parece muy lejos, o muy caro, o muy tarde, o muy difícil. O desprecias una computadora porque le tienes temor y le dices a todo el mundo que sí la tienes, pero que está dañada. O cuando no haces el amor después de comer porque se te para… la digestión. O cuando a instancias de tu mujer te ves obligado a hacer pipí sentado. O cuando el cabello que todavía mantienes no se vuelve canoso sino sospechosamente amarillo, color de araguato viejo o profundamente negro. O cuando te dejas la bragueta abierta y alguien por allí en la calle te dice con sorna, ¨¡Jaula abierta, pájaro muerto!¨. O cuando comienzas a pedir que le bajen el volumen al equipo de sonido. O cuando no sales de noche porque le tienes miedo al «sereno», o entras y sales de la iglesia o del cine con el pañuelo en la nariz porque hay muchos entes virales flotando en el éter. O cuando te ventoseas con caldito. O cuando te afecta el connotado Franco Deterioro –versión italiana del otro, el alemán Alois Alzheimer– y metes las llaves del carro en el microondas, o insistes en no haber comido cuando aún estás masticando.

Bueno amigo, todo ello configura el cuadro clínico de la secular e infame Sejuela (del griego, ¨se jué la… juventud¨).


Los médicos, muchas veces, solemos ser escépticos de las bondades del oficio que profesamos. Enfermarnos como cualquier ser humano y de nosotros, uno de cada diez hasta podemos llegar a padecer a lo largo de nuestras vidas vida adicciones y enfermedades, que no sólo ponen en riesgo nuestra propia salud sino también la de nuestros pacientes. Somos los peores enfermos, bien porque somos autosuficientes, o tememos a la estigmatización implícita a la enfermedad, o somos omnipotentes y no tememos a nada, o sentimos culpa, o nos preocupa que no se nos preserve el debido secreto, o no queremos quitarle al colega su precioso tiempo –y muchas veces tampoco él quiere que se lo quitemos y nos trata con rapidez y displicencia-. No nos gusta enfermarnos, tenemos demasiado temor a la muerte, así que la consulta informal de pasillo y a la ligera, motoriza nuestros temores.  De ello, todos tenemos copiosos ejemplos. Al menos aceptemos este antiguo consejo,

¨Si te faltan médicos, sean tus médicos estas tres cosas:

mente alegre, descanso y, dieta moderada¨.

 

En sus primeros versos así rezaba un poema a la dieta, escrito en el siglo X  en el famosísimo Regimen Sanitatis Salernitanum de la Escuela de Salerno. Aquellos y otros que vinieron luego sí que eran hombres sabios, como el médico inglés George Herbert en el siglo XVII quien afirmó,

¨Quien quiera que haya sido padre de la enfermedad,

una mala dieta fue su madre¨.

Debemos también recordar la frase de Juvenal,

¨mens sana in corpore sano¨

 

que rescata la importancia del cuidado del cuerpo para poder estar sano mentalmente… o viceversa.

rafaelmuci@gmail.com

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