¡Cuántas historias que los médicos presenciamos en el escenario de la vida profesional: comedias, tragedias y tragicomedias! ¿Qué otra profesión permite ese privilegio y ese compromiso? Los médicos somos espectadores de la vida; la arista dramática del existir no nos es para nada extraña; hasta podría decirse que nos persigue, pero a veces invidentes, pasamos de un costado, ignorándola. A lo largo nuestro ejercicio profesional, muchos médicos hemos observado tal vez con gran interés, con malicia o con desdén, hechos inusuales, extraños, curiosos, risibles e inclusive grotescos o extravagantes, que, por carecer del rigor científico que se nos exige al publicarlos, por su contenido o su crudeza, pocas veces son compartidos con otros colegas y el público general. A veces porque el lenguaje utilizado no es el socialmente aceptado, o porque los hechos tocan tabúes sociales, o simplemente porque pensamos que no interese a nadie lo que hemos vivido… Cuántas gracias damos a la vida por permitirnos haber estado allí, viviendo entre esa multitud de aporreados, vapuleados y machucados por la crueldad de la enfermedad y el desafecto de los gobernantes que el sino les ha procurado, y al mismo tiempo accediendo a tesoros que a otros están vedados.
Así pues, que escribo con profunda nostalgia… De tiempos que se han ido y ya nunca más volverán… De cuando ciertas enfermedades tenían glamour a pesar del sufrimiento que imaginamos producían sin que los médicos aventuráramos un bálsamo redentor o al menos una pizca de esperanza… De cuando como estudiantes de medicina y nos poseía la ingenuidad y la pureza, podíamos acaso intuir cómo las emociones podían jugar un papel preminente en el curso evolutivo de algunas enfermedades, por no decir de todas… La gente común, más ingenua y pura, no tenían ambages para atribuir una enfermedad a una pena del alma, esa que no hacía clic con nuestra fría concepción anatómica y fisiopatológica del ser humano. ¡Pobrecitos nosotros…! ¡Como que el ser humano es un compendio divino y amalgamado de carne, alma y emociones interactuando con el medio externo donde acumulamos calendarios! El tuberculoso o tísico de ayer o de sus sinonimias, consunción, enteque seco, tisis, tabes, peste blanca o adenitis cervical, era el pan nuestro de cada día a fines del siglo XIX y durante la primera parte del siglo XX, y sabido era que el diagnóstico era tomado como sentencia de muerte porque nada existía para efectivamente combatirla, y que el acerado filo de la guadaña podía cercenar de un tajo la existencia del afectado, especialmente si se abandonaba a la desesperanza, y muchos relatos de profanos y médicos atestiguaban como las pérdidas afectivas y aun materiales, espoleaban ese tránsito inmisericorde hacia la tierra de nunca jamás donde intuimos, volveremos a la eterna infancia…
Inspirado en la vida de la cortesana Marie Duplessis quien falleciera víctima de la consunción a los 23 años, Alejando Dumas II, escribió su inmortal novela, ¨La dama de las camelias¨, donde Marguerite Gautier, una joven actriz de vida hasta entonces disoluta, cambia radicalmente de comportamiento en favor del amor de Armand Duval. El padre de éste, temiendo el desprestigio social de su hijo se opone a toda relación. Marguerite, tratando de preservar el buen nombre de su amado le finge deslealtad para precipitar su abandono. Armand la recrimina y el shock resultante, combinado con la tisis pulmonar que la poseía toda, destruye su estima y sus fuerzas, así que sucumbe prontamente ante el desatado poder del invisible enemigo que la socavaba…
Las jóvenes tuberculosas adelgazadas, de mirada lánguida y cutis alabastrino parecían ejercer un gran magnetismo entre los estudiantes de medicina que éramos entonces, muy arregladitos, bien peinados, con menudo bigote y vistiendo corbatas tal vez para parecer más serios, más viejos o más sapientes en tiempos en que todavía manteníamos el romanticismo innato de las almas castas… Enamorarse de una de estas jóvenes, era como un flirteo con ¨la novia pálida¨ de Martí Ibáñez, es decir, con la muerte misma… El parecido de estas enfermas con aquellas otras que sufrían de ¨mal de amores¨ era cercana y a menudo se confundían, aunque estas exhibían una polimorfa sintomatología que incluía, desgana de hacer nada excepto pasarse el tiempo tendida en un diván, un lecho o una butaca con almohadas, en posiciones que variaban desde recostar la cabeza a cambiar de postura continuamente, tristeza, inapetencia, ganas frecuentes de llorar, languidez, palidez del semblante y de los labios, dolores de cabeza, falta de la alegría de vivir, de cantar, de trajinar en la casa, de hacer o emprender cualquier tarea por pequeña que fuese, y así, se dejaban morir lentamente…
Con relación a la mujer, es obvia la discriminación de sexos que ha mostrado la medicina y los médicos a lo largo de los tiempos, y la descripción de enfermedades en razón de la secular envidia por todo lo que ella tiene, y por todo de lo que nosotros, los hombres, carecernos. Se la ha considerado frágil, desprotegida, débil y de genitalidad limitada porque carece de un falo. ¿Qué más apropiado que inventar la histeria cuyo nombre viene precisamente de útero si la mujer es la enfermedad misma? Aún persiste este estado de cosas y aunque la enfermedad emocional existe en los hombres, nos cuidamos de decirles que sus molestias obedecen a los nervios o a causas psicosomáticas.
Echemos entonces una ojeada al pasado: Existe una muy curiosa obra intitulada, «Le médecin de l’amour au temps de Marivaux» (Etudes sur Boissier de Sauvages, d’après des documents inédits», Paris, Masson, 1896), escrita por un tal doctor Grasset y que es la biografía de François Boissier de Sauvages, un famoso médico de Montpellier, que vivió en el siglo XVIII, quien era llamado «médico del amor». Fue un gran botánico, clínico eminente y gran profesor, amigo de Herman Boeerhave de la Universidad de Leiden y de Carlos Linneo, naturalista sueco y padre de la taxonomía. En 1724, presentó su tesis doctoral titulada: «Disertatio medica ataque ludrica de amore, etc.» en la que alterna las opiniones sobre el amor de los antiguos poetas con notables consideraciones científicas.
Henry Meige (1866–1940), el neurólogo de los tics mandibulares y periorales, le ha considerado como precursor de los psicólogos modernos con su concepto de «mal de amor» que identificaba como una serie de trastornos psicofisiológicos que, hilados entre sí, constituían un verdadero síndrome, una afección mórbida de la que estudia su etiología, sintomatología, complicaciones, patogenia, diagnóstico y terapéutica. Desde un punto de vista patológico equiparaba su definición del amor con una «enfermedad que se presenta entre los jóvenes de ambos sexos, con delirio en relación con el objeto amado y un vivo deseo de unión íntima honesta». Ese «delirio» sería una forma psicopática especial, en la que existen una serie de síntomas psíquicos y otros físicos. En escritos antiguos ya se hablaba de una febris amatoria o icterus amantium como enfermedad producida usualmente por amores contrariados. A veces las enfermedades son las mismas pero los nombres y su sintomatología varían con los tiempos, por ello, la clorosis fue otro nombre acuñado para esta condición, y así más tarde Sauvages hablaría de una «clorosis por amor», que era definida como, «anemia de la pubertad, espontánea, favorecida por una tara hereditaria de alteraciones de la nutrición, bien latente o expresada por hipoplasias orgánicas, anemia con pérdida de hemoglobina de tal intensidad que los glóbulos rojos neoformados son incapaces de adquirir la resistencia y talla de los glóbulos rojos normales». En muchas de mis pacientes adolescentes, este color pálido-verdoso también fue denunciante de sobreprotección parental y la mayoría de las veces con hematologías normales, por lo que la llamé ¨anemia sine anemia¨. Pero el tiempo ha pasado, este tipo de enfermedad se ha esfumado desde que la mujer se ha liberado de tabúes, entrado en la Internet y aún en páginas de pornografía…
Hipócrates y Galeno ya hablaban de la críptica condición. Ambrosio Paré la aceptaba a pie juntillas. Avicena ya había mencionado la obstructio virginum, y Arquigenes, médico griego natural de Apamea (Siria), a la «febris alba«, «tristeza amorosa» o «pasión contrariada». El citado Meige cita a autores como Varandeus de Montpellier en 1620 que le dio el nombre de clorosis, Lafare Rivière, Sennert y otros que atribuían la patogenia de esta clorosis a trastornos menstruales. Durante los siglos XVII y XVIII otros nombres aparecen para definir la clorosis: «color pálido», «enfermedad virginal». La febris amatoria de los antiguos atribuye los síntomas en su mayor parte a trastornos del aparato genital: La retención de sangre en la matriz, los trastornos menstruales, la coloración verdosa de los tegumentos y los demás síntomas serían parte de la misma enfermedad.
Otros autores se contentan con llamar a la enfermedad «melancolía», caracterizada por «ensueños acompañados de tristeza» y que se atribuían a «perversión de los espíritus animales», a vapores que se desprendían de todo el cuerpo, del corazón, de los hipocondrios o de la matriz. La melancolía hipocondríaca y la «melancolía de amor» tenían como fundamento una pasión desmedida por el objeto amado, a menudo no correspondida. Se hablaba también de una «melancolía uterina» que se atribuía a la obstrucción de los vasos sanguíneos periuterinos, lo que provocaba la suspensión de la regla. Su grado máximo era la «sofocación uterina», que se achacaba a la corrupción de la sangre menstrual causa de vapores malignos que invadían todo el cuerpo.
Posteriormente hubo una época el siglo XIX en que la palidez de la cara era considerada entre las mujeres como un signo de distinción. Tanto era así que se utilizaban los procedimientos más originales con el fin de lograr que su piel adquiriera el céreo matiz de la azucena: se tomaba vinagre, se introducía la cara en el orificio del inodoro en la creencia que los vapores que allí se desprendían descolorarían la tez, se privaban de comer y alguna de ellas después de hacerlo se provocaban el vómito para evitar que los alimentos ingeridos sirvieran para fabricar sangre nueva; era pues una variante de lo que hoy día llamamos anorexia nervosa, bulimia o bulimarexia. Fue precisamente ésa, la época romántica de la Dama de las Camelias, en que desmayarse delante del pretendiente era una hazaña de muy buen gusto y tener una tosecita imperceptible pero constante daba espiritualidad y femineidad. Si en aquel tiempo una de las jovencitas se veía atacada por la enfermedad llamada clorosis, consideraba el mal como un bien del cielo que venía a resolver sus problemas, pues la clorosis confería a la piel el tinte céreo tan deseado como en otros tiempos.
Fue así como la clorosis subproducto de la Moral Victoriana, se definió como una forma de anemia que se presentaba únicamente en las personas del sexo femenino y que escogía sus víctimas entre las jóvenes cuya edad oscilaba entre los 15 y 25 años. Fue conocida desde la antigüedad e Hipócrates observó que tenía predilección por las muchachas jóvenes y vírgenes. Se llegó a decir que «la mujer es una flor que se marchita con pasmosa rapidez, cuando de ella se apodera la clorosis¨. Enfermedad desaparecida al son del cine, la televisión y la Internet, demoledora de mitos y creadora de otros peores…
Pero todavía vemos en nuestras consultas, fantasmas que parecen venidos del pasado, y una de ellas, una clorótica, una paciente mía que en pleno siglo XX me llevó a relatar la siguiente historia:
«A decir verdad no aparentaba más de veinticinco aun cuando ya había rebasado en algo la cota del cuarto decenio. “¡Vaca chiquita siempre es novilla!” —dijera mi padre, libanés de nacimiento y llanero por adopción—. Crisálida Inmaculada Blanco me dijo llamarse. Figura desaborida y menuda, aplanchada por delante y por detrás, como si el estradiol — por excelencia la hormona de la femineidad que induce y mantiene los caracteres sexuales— no hubiera sido capaz de producirle redondeces y prominencias, y modelar con gracia y suavidad el contorno de su figura… Su cabello amarillo como la espiga del trigo, caía lacio sin gracia alguna o pizca de coquetería hasta la altura de sus hombros; diría mi madre, como ‘lambido de vaca’. La vestimenta le sobraba aquí y allá aparentando no ser suya, un afán —tal vez—, de ocultar cualquiera incipiente curva que atrajera las lascivas e indiscretas miradas masculinas.
Su cara de adolescente, pálida como el apio y salpicada de pecas como una cerámica de Lladró, siempre había sido la consternación de sus padres. Montones de análisis hematológicos atestiguaban que no había deficiencia de glóbulos rojos… ¡el laboratorio debía estar equivocado…!, ¡Es la “anemia sine anemia” que yo llamo, la que suele ir asida de la mano con la sobreprotección parental y es casi que un marcador de íntimo desamparo, a pesar de que las circunstancias externas parecieran contradecirlo… Y efectivamente, hija casi única, pues su hermanito mayor había nacido muerto, estrangulado por dos vueltas que alrededor de su cuello el cordón umbilical, la vía de asegurar su vida “in utero”, paradójicamente le había privado de ella… Así pues ¡que a esta no habrían de perderla! Mimos en su infancia le fueron dispensados en demasía. Las piedras del camino de su incipiente vida, esas que causan el dolor y las frustraciones que templan el carácter, le fueron retiradas, una a una, así que no supo de tropiezos o deseos no satisfechos en el término de la distancia.
Sus nombres de pila parecían haberle sido puestos —a lo mejor, en forma inconsciente— con el soterraño propósito de que no creciera más allá de la etapa de ninfa, de que no alzara el vuelo caprichoso y coqueto de la mariposa adulta, para que la vida “no le hiciera sufrir” las penas de los desaciertos e insatisfacciones del paso hacia la adultez independiente. De hecho, los abundosos halagos le habían atrofiado también su esencia de mujer, castrándole sus deseos sexuales, transformándola en un ser frígido y asexuado. Sufría, y sufría mucho… pero no sabía dónde. No más al vistazo ello podía apreciarse. Su frente, surcada de prematuras arrugas, mostraba un repliegue de piel en el entrecejo semejante a una omega, la letra griega, y considerada por los antiguos —expertos en eso del decir de la expresión— como la señal facial del desconsuelo: “la omega melancólica…”. Y es que el amor y las caricias, alimentos indispensables para el ser humano, son también armas de doble filo. Una planta puede morir si no se le riega; ¡Ah…! pero igualmente, puede fenecer por exceso de agua. A Crisálida le habían aguachinado las raíces de tanto regarla y regarla… Un morro inexpugnable había sustituido a las piedritas que otrora molestaran su camino ¡Qué contradicción!
La conocí como paciente luego que su embrionario matrimonio abortó en divorcio… Un niño tan sólo había quedado de una relación íntima, única, incompleta y ‘horrible’, que le produjo profunda rabia y asco hacia quien había escogido, a lo peor, como compañerito de juegos. El timbre de su voz, su afectación al hablar y las expresiones que a menudo empleaba, parecían haberse quedado ancladas a sus días de adolescente. Sus amigas de entonces, hoy señoras con hijos, seguían siendo “la niña aquella…” pues los años, simplemente, no habían pasado. -“Desde hace un año vienen dándome unos «yeyos» que me hacen hasta perder el sentido… ¡Qué pena venir a molestarlo Doctor… me muero…! El primero me ocurrió de casada, cuando las relaciones andaban muy mal. Sucedió en un restaurante. Había mucha gente, calor, bulla y humo de cigarrillo. Mi ‘ex’ insistió en que tomara algún aperitivo. Apenas si probé un vermú preparado. Comenzó como algo indescriptible: Me sentía mal, como mareada, el corazón me latía con fuerza y las manos y la boca comenzaron a adormecerse y llenárseme de hormiguillos, me faltaba el aire, la vista se me nubló y se me fue el mundo… Dicen que me fui de rollito al suelo, pálida, muy fría y sudando a mares. Un joven, vecino de nuestra mesa y según él entendido en medicina, saltó sobre mí dándome respiración artificial y masaje cardíaco, pues ‘no tenía pulso y debía ser un paro cardíaco…’ .
Todo aquel zaperoco duró algunos minutos, pero ¡muérase doctor!, a mí me parecieron siglos. Yo podía ver a las personas a mí alrededor como al través de un vidrio empañado y las voces las percibía lejanas y apagadas. Trataba de hablar y no podía. Finalmente me llevaron a una clínica donde el dictamen final fue un episodio de ‘baja de tensión y… tres costillas fracturadas’, producto de los cuidados del buen samaritano y su caótico masaje. Luego, he seguido presentando las morideras con mucha frecuencia. Me han visto numerosos doctores y me han hecho toda esta cantidad de exámenes y radiografías que quiero revise, pues me han dicho que están normales y si así fuera, ¿por qué me siento tan mal…? Me dicen que son mis nervios alterados… ¡Usted es mi última carta doctor, estoy segura de que usted podrá ayudarme! ¿Estaré tuberculosa o será el producto de alferecía? Así, más o menos se expresó la Crisálida, aún encerrada en su capullo…
Procedimos a examinarla: Su cuerpo era tan delgado que podían contarse las costillas sin mucho esfuerzo, producto de su sempiterna inapetencia -¡aún por la vida!— Aunque muy pálida en su conjunto, las conjuntivas de sus párpados y la mucosa oral estaban bien coloreadas, evidenciando la ausencia de anemia. Noté un agnusdéi pendiendo de su cuello. Al abrirlo, pude ver una pequeña foto sepia de cuando era tan sólo una bebé…
La frialdad de su cuerpo, particularmente de sus pies y manos, era impresionante y contagiosa poniéndole a uno la carne de gallina. Su piel era suave, delgada, casi transparente, surcada por un veteado rojo-azulado, lo que llamamos los médicos lívedo reticularis o cutis marmorata, traducción de toda aquella íntima frialdad. La luz brillante de mi oftalmoscopio dirigida directamente a una de las pupilas de sus ojos para mirar el estado del fondo del ojo —¡venero de verdades!— era intolerable. El simple contacto de la luz con su retina le hacía sacudir la cabeza hacia un lado como tratando de quitarse aquello de encima, encabritándose, imposibilitando el realizarlo y trayendo a la escena abundantes lágrimas… La luz, al atravesar el orificio pupilar, parecía tener el simbolismo de la penetración del miembro viril, aquel que no había podido aceptar en su regazo. Sus extremidades brincaban en mil saltos al seco golpe del martillo de reflejos sobre sus tendones semitensos y encogidos. Todo ello le hacía turbarse hasta el sonrojo, llevándose las manos a la cara para cubrir su boca, en un mohín de timidez. Suspiraba profundo y con frecuencia. Le hice respirar profundo para auscultar el murmullo de sus pulmones. Cada vez lo hacía en forma más superficial. Tuvo que detenerse en seco, como mula que ventea tigre, porque creyó que “ya le iba a dar el yeyo ese…” Se sintió con la cabeza ida y vacía y se tornó más pálida de lo que estaba en un principio. La hice respirar dentro de una bolsa plástica y el mareo cesó progresivamente, como por arte de sugestión o magia.
Volvimos a conversar con ella luego del examen clínico. Un examen que en realidad no demostró evidencias de enfermedad física, pero sí mucho de terebrante dolor psíquico. El dualismo cartesiano nos obligó a dividir las enfermedades en somáticas o del cuerpo, y en emocionales o del alma, ¡craso error! pues las dos están acrisoladas en forma indisoluble, así que las penas del uno, indefectiblemente afectan a su siamés. Los síntomas somáticos que ella padecía, eran una mimética alegoría de la tristeza y ansiedad medulares que la devoraban…: ¡Trampas de la mente para que el individuo no mire hacia donde debería volver su mirada! Sus ojos, azulitos, no parecían tener acceso a la realidad que tan clara, se dibujaba en su alrededor. Era como si funcionalmente, se le hubieran extirpado de mentiras las pupilas, quedando vacías, a lo Anita la Huerfanita de las comiquitas de antaño… ¡tan huerfanita de adulto afecto como estaba…!»
Por el deseo profundo que experimenta la persona que anhela ser amada y es rechazada, un amor no correspondido llega a ser tóxico, y puede trocarse en idea obsesiva; la ruta hacia la enfermedad psicosomática está expedita y la depresión, la ansiedad y cambios bruscos de humor o episodios de euforia y aún el comportamiento destructivo subyacen a flor de piel. Son muchos los cantantes y trovadores que componen canciones sobre experiencias vívidas y vividas de amores no correspondidos donde sobresale la obsesión destructiva relacionada con este tipo de amor… Si no, mire usted como reza la canción ¨El Puñal¨ de Andrés Cepeda, ¨Toma este puñal, ábreme las venas, quiero desangrarme hasta que me muera,no quiero la vida si es de verte ajena, pues sin tu cariño, no vale la pena…”.
Es por ello, los amores no correspondidos también son causales de enfermedad y hasta de decisiones extremas… En su célebre poema ¨Nocturno a Rosario¨, el poeta mexicano Manuel Acuña en dramáticos versos, describe sus propias esperanzas rotas por un amor no correspondido. La tragedia narrada concluyó con el suicidio del poeta…
IV
Comprendo que tus besos
jamás han de ser míos;
comprendo que en tus ojos
no me he de ver jamás;
y te amo, y en mis locos
y ardientes desvaríos
bendigo tus desdenes,
adoro tus desvíos,
y en vez de amarte menos
te quiero mucho más.
Otra verdad incontrovertible es que los médicos solemos tener remedios para todos los dolores, pero… menos para el terebrante dolor del mal de amores y que llevó al poeta Zanotti, asaltado por Cupido a decir:
Sólo quería saber si contra amor
algún remedio tenéis en vuestros libros,
contra el amor, que parte a parte me destruye
Hasta antier, la historia de la medicina está repleta de folclóricos cuando no dañinos tratamientos; el melancólico ¨mal de amores¨ no fue la excepción, y fue así como píldoras de hierro, sangrías, baños de pies llamados pediluvios, cambios en la alimentación y… especialmente el matrimonio y sobre todo el embarazo, que por cierto no le funcionó a nuestra paciente Crisálida Inmaculada Blanco, u optar por la antigua resignación, eran la indicación: «Si los obstáculos insuperables se oponen a una unión vivamente deseada, las consoladoras ayudas de la amistad, los viajes de larga travesía y todo tipo de distracciones se convierten en necesarios a las cloróticas para superar una pasión que no puede ser satisfecha».
Pero hubo más descabellados tratamientos como descargas eléctricas en el útero recomendándose perseverancia si con las primeras andanadas no se obtenían resultados. Para ello, un cirujano experto en mecánica desarrolló en el siglo XIX un instrumento ad hoc para hacer el tratamiento más accesible. Pero la terapéutica podía ser repugnante y aún más descocada, como sangrías en la vulva y vagina, y aún, la aplicación de sanguijuelas en el mero introito vaginal. Otros tratamientos rayaban en la agresión y el sadismo, como el empleo de fuertes irritantes en las paredes vaginales, [¨diez gotas de líquido volátil [amoníaco] mezcladas con dos cucharadas de leche caliente. Aplicar tres o cuatro veces al día… Esta mezcla volátil, es altamente estimulante… Si se inyecta en cantidad apropiada en la matriz o solamente en el canal de la vagina se apresta para la producción de orgasmo…]¨. La verdad verdadera era otra, las pobres mujeres así mal-tratadas, no sentían ningún placer, antes bien un gran dolor en su intimidad y huida del tratamiento y su feliz dador, pues generalmente… no volvían a la siguiente consulta… Juan L. Carrillo escribió, «Es evidente que el ´soberano´ remedio para la clorosis fue una asexualidad medicalizada que dotaba al pene y a la esperma de un alto valor terapéutico y que ponía la curación de las mujeres en el territorio de los hombres, con lo que la idea de la dependencia quedaba enormemente reforzada«.
Y para finalizar, el insigne médico español, Don Gregorio Marañón y Posadillo (1887-1960), llamado el Hipócrates español, en nada sospechoso de feminista y del cual he sido un ferviente admirador desde mis felices días de estudiante, escribía en 1936: «[…] esta enfermedad, que ha figurado en millones de diagnósticos de médicos clásicos; que ha influido tanto en la vida de la mujer -y por tanto del hombre- durante varios siglos; que ha enriquecido a tantos farmacéuticos y propietarios de aguas minerales; que ha hecho exhalar tantos suspiros de jóvenes enamoradas y movido la inspiración de tantos poetas; sí, la clorosis, en fin, no ha existido jamás».
¡Mea culpa!