Era una de esas tardes de viernes que parecen tan cortas quizá olfateando la llegada del sábado o domingo, para luego volver al lunes, el día más largo de la semana. Serían cerca de las 4.00 de la tarde en la Neuro-Ophthalmology Unit de la Universidad de California en San Francisco, la semana había estado muy movida, muchos pacientes de cuadros clínicos complejos pero motivantes; la cabeza tensa de tanta nueva información, sin embargo todo parecía haberse detenido aquella tarde y el ambiente era seco y desagradable; la calefacción le daba un carácter artificial, un aire áspero y seco, y solo esperaba algunos minutos para irme a casa; ya todos mis compañeros se habían ido desde temprano, tenían programas para hacer turismo. Yo, ni pensarlo… yo no había ido a hacer turismo, tenía una misión muy mía, autoimpuesta, en la madurez de mis cuarenta años, había ido a estudiar y aprender para cosechar y traer al terruño, y cada día me maravillaba con algún nuevo conocimiento para mi acervo e ideaba cómo lo compartiría a mi regreso. La lectura se me hacía pesada; estaba tapado del cerebro…
William Hoyt, mi maestro daba vueltas alrededor de su maletín abierto como solía mantenerlo, casi que sin nada adentro, como esperando que yo me fuera para irse él tras de mí rumbo al Golden Gate Bridge y a su hermosa casa en Sausalito donde vivía… ¿Por donde me iría yo?, ¿tomaría la autopista 101 o la 280? ¿Cuál sería más hermosa a esa hora del atardecer con el sol poniente tras mis hombros…? Graciela y mis tres hijos me estarían esperando…
Fui despertado de mis cavilaciones cuando un trío muy elegante tocó a la puerta abierta de la oficina excusándose por venir sin cita. Habían volado desde Las Vegas en su jet particular y el piloto que hacía también de cicerone traía a la diestra gruesos sobres portadores de numerosas radiografías.
Él de unos sesenta, con canas en las sienes, alto y fornido, muy bien plantado y vestido y ella, quizá de la misma edad, pero, su facies traslucía enorme sufrimiento, rubia, muy linda, con apenas marcas del bisturí del cirujano plástico y un largo abrigo plateado muy fino –yo no sabía si era de visón, zorro o nutria, lo que sí pude apreciar era que no se trataba de astracán nonato-. Mi hija Chelita años más tarde estaría coqueteando con PETA, People for the Ethical Treatment of Animals (o Personas por la Ética en el Trato de los Animales), una asociación que condena el empleo de pieles de animales por lo que ya todas estas gentes famosas no las usan más, sino imitaciones o pieles sintéticas extremadamente caras y muy finas.
Ante aquél rostro suplicante, a Hoyt no le quedó otra opción que tomarla como paciente. Se sentó frente a ella y le pidió le contara su problema que no era sino una neuralgia atípica del trigémino de las dos ramas superiores del lado derecho cuyo carácter describía como quemante, pero además y más significativo, como si minúsculos insectos caminaran bajo su piel especialmente durante la noche, llevándola por la calle de la amargura pues era resistente a los analgésicos entonces conocidos incluyendo opioides. Había sido vista por luminarias de la medicina interna, neurología y neurocirugía de las costas atlántica y pacífica de Norteamérica y no tenía un diagnóstico a pesar de numerosas pruebas y estudios radiológicos. Ocurría pues al oráculo de la ciencia difícil, a la Meca de la neurooftalmología norteamericana: Bill Hoyt, el de San Francisco.
Luego de un rápido examen que incluyó aquello necesario, la sensibilidad corneal y de la cara y el examen de algunos nervios craneales, le dijo que él sabía la razón de su dolor pero que era necesario realizarle una tomografía computarizada cerebral con un nuevo tomógrafo prototipo General Electric de alta resolución que recién estrenaba el hospital. Ella reclamó el por qué no revisaba los estudios ya practicados y que traía. Él le replicó displicente, pero con suavidad, que la información que necesitaba no estaba allí, en ese ¨x-ray´ bunch¨, o vulgar bojote…
Llamó a radiología y siendo muy temido y respetado le dijeron que la enviara de inmediato. Fui comisionado para que me asegurara que se realizaran secciones de 0.5 mm del área adyacente a la silla turca en proyecciones axiales y coronales, y para que una vez en la mesa radiológica, garantizara de que su cabeza estuviera bien posicionada porque la perfecta simetría suele ser capital en este tipo de exámenes… Por cierto técnicos y fellows del área solían vernos a mis compañeros y a mí como entrometidos y debíamos soportar su trato indiferente y disgustado…
Saliendo hacia el ascensor con la señora y su marido, me dijo en voz baja, ¨Remember me Raffe, Geoffrey Jefferson, The Bowman Lecture, 1953¨. Cumplí mi misión. Una vez concluido el estudio le llamé para que bajara a evaluar las imágenes en la consola adyacente al tomógrafo. Allí estuvo moviendo botones, pasando imágenes y rotando una bola que cambiaba los tonos de gris y haciendo aparente al criminal aquel que agazapado y burlón había confundido a anteriores tratantes. Y allí estaba el culpable, donde él había anticipado: una pequeña asimetría, un pequeño bulto, un tumor en el seno cavernoso derecho. Necesitaría de una biopsia para conocer su índole y muy probablemente radioterapia. Se despidió amablemente del trío deseándole la mejor suerte y pidiéndole que le mantuviesen informado. Cuando le pregunté por Jefferson, solo me contestó secamente,
-¨Baje al basement y allí encontrará la información…¨.
Como es lo usual en centros desarrollados la fabulosa biblioteca estaba abierta hasta avanzada la noche, encontré el ansiado trabajo: Jefferson G. The Bowman Lecture. Concercinig injuries, aneurysms and tumors involving the cavernous sinus. Tr Ophthalmol Soc 1953;73:117. Allí pude leer en diáfano lenguaje…,
- ¨La presencia de dolor continuo, de carácter disestésico en una de las tres divisiones del trigémino es contundente evidencia de una infiltración de los nervios por células neoplásicas… quemante, con punzadas intermitentes, irredento, a veces asociado con disestesias que evocan la sensación de insectos reptando bajo la piel… Sólo mejora cuando se ha perdido toda sensibilidad en el área¨. En sus palabras, Jefferson lo definía como ¨clamoroso¨ y decía que ¨suplicaba por su urgente alivio¨…, y tal era el caso.
No otra cosa que la queja de la paciente. De vuelta a su lugar de origen, una biopsia mostró un tumor maligno de terrible talante, un carcinoma adenoideo quístico, que ama los nervios para diseminarse, entonces y ahora con muy pobre respuesta al tratamiento y muerte segura en pocos meses.
A Hoyt le bastó ¨escuchar al artero tumor hablar por boca de la paciente…¨; pudo reconocer y recordar en el momento preciso cada palabra de la lúcida descripción de Jefferson para ir directamente y sin cortapisas adonde emanaba la queja. Bien asentaba Sherlock Holmes en el ¨Misterio del Valle de Boscombe¨, que ¨la singularidad es casi invariablemente una pista¨. Por su parte, Wilfred Trotter (1872-1939), cirujano y demostrador anatómico hasta el año 1906, cuando ingresó en la plantilla del University College Hospital de Londres, nos recuerda tal como en nuestra anécdota, que, ¨La enfermedad a menudo revela sus secretos en un paréntesis casual¨, ese que precisamente me deslumbró en aquella tarde tediosa y pacífica del Moffitt Hospital…
Llegué a casa cerca de las 9.00 pm sintiéndome culpable por mi tardanza para recibir la acre queja de Graciela y de mis hijos sin encontrar una excusa que les satisficiera, pero una vez más impresionado por la erudición de Hoyt y aquel manejo maestro del diálogo exploratorio con sentido, del diálogo diagnóstico que aclara dudas, el de la disección de la queja en acción…
Salvando las insondables distancias que separaban y aun separan su ciencia de la mía, teníamos mucho en común: la pasión por la búsqueda de la verdad del paciente que no del médico como paso principalísimo de esa hermosa relación entre un médico y su paciente: compromiso, compañía y empatía…
Ya de vuelta a Caracas, también he tenido yo una paciente mía de 33 años que ocurrió a mi consultorio con similar queja de dolor disestésico trigeminal; usada y abusada durante cuatro meses, distraída y confundida por médicos alópatas, homeópatas, y el ying y el yang, entre infundadas sospechas de migraña, miastenia ocular, disfunción temporomaxilar, ojo seco, mal oclusión dentaria, aneurisma, y que llevaba un fardo de exámenes con peso de 1.900 kg donde ella había colectado cuidadosamente sus exámenes que atestiguaban ignorancia y falta de empatía, pero a través de ellos, pude recomponer su historia clínica y el prontuario del agresor…
Ninguno de los tratantes había reconocido en su dolor disestésico ¨el síntoma señal¨, es decir, aquel que sin dudas evoca una pista hacia el diagnóstico positivo, ese mismo indicado por la disestesia distintiva de ¨insectos reptando y comiendo bajo la piel de su cara…¨, tal como el arador de la sarna…
Son anécdotas vividas con intensidad que espero motiven a mis alumnos y a aquellos que no lo son enseñándoles lecciones de medicina y humanismo…
Se ha dicho que los hombres somos hacedores de palabras y usadores de palabras; usa palabras para comunicarse y hacerse entender, usa símbolos cuyo común denominador debe ser comunicar con claridad y precisión sus observaciones en derredor del enfermo. La comunicación clara, detallada y rápida es parte vital de la solución del problema médico debiendo hacerse con consistencia, modestia y pasión, como aconsejara el sin par Iván Petrovich Pávlov (1849-1936).
Quien es capaz de todo esto, debe hablar siempre con el claro, sencillo y amable lenguaje de los grandes hombres de ciencia mediante el diálogo exploratorio –llámelo anamnesis si quiere-, brújula con la que el clínico navega en los mares misteriosos y procelosos de la enfermedad.