Sir Jonathan Hutchinson y cerebro visto por su parte ventral mostrando una hernia del hipocampo rechazando el tallo cerebral hacia la derecha.
Observar una de las pupilas dilatada en forma aguda suele tener un tufillo a tragedia… particularmente si el médico que la evalúa carece de toda sofisticación al examinar este pequeño gran sensor neurológico que es la pupila. Suele el novel oír en sus estudios de semiología de tercer año de medicina o en su pasantía por neurología clínica, el ominoso significado de una pupila paralítica y fija porque suele indicar un enclavamiento o descenso de parte del cerebro a través de la hendidura de la tienda del cerebelo por efecto de la hiperpresión, lindero entre el cerebro por arriba y el cerebelo por debajo, producido por una colección sanguínea o tumoral hemisférica que empuja hacia abajo el tejido cerebral, si se quiere, un toque de ánimas que clama por su resolución neuroquirúrgica inmediata.
Recibe el eponímico de “pupila de Hutchinson”, por haber sido Sir Jonathan Hutchinson (1828-1813), neurólogo inglés, gran observador y recolector de datos, descriptor de signos y síndromes novedosos, y uno de los clínicos más brillantes de su época, excelente profesor y maestro de la medicina, que según W.B. Bean, de existir un Premio Nobel para Maestros, Jonathan Hutchinson lo hubiera merecido, quien la describiera en hemorragias cerebrales que, produciendo la citada hernia a través del hiato de la tienda del cerebelo, comprimía el tercer nervio craneal en la base cerebral, produciendo una pupila ampliamente dilatada, fija y sin respuesta a la luz directa, siendo que su homónima contralateral solía ser normal. Pero resulta que los pacientes portadores de una pupila de este mal temperamento y pronóstico, siempre tienen un trastorno agudo de la conciencia y nunca ocurren al médico por pasos propios ; antes bien, son conducidos hasta él en brazos solidarios de familiares, amigos o bomberos… Lo opuesto ocurre con la pupila de tónica de Adie-Holmrd o parálisis parasimpática benigna, en la cual una persona habitualmente saludable, especialmente si tiene el iris claro se percata de que tiene una pupila ampliamente dilatada al verse en un espejo, o bien, cuando -alarmados- se lo hacen saber sus allegados.
No es raro recibir una llamada a media noche luego de un día de angustias y de atención a aporreados por la saña de la enfermedad y cuando el cuerpo pide reposo y el músculo se relaja. El teléfono, que a esa hora no puede sonar menos que implorante y en medio del bullicio de una fiesta, pone al habla a un sujeto que dice ser médico, cuya tasa etílica parece muy elevada, diciéndole que su esposa se ¨está enclavando allí mismito¨, porque se lo ha dicho un neurocirujano presente que supongo en similar condición al hablante. Resulta que la señora tiene el iris claro y en esas circunstancias, es más fácil apreciar una pupila dilatada que en esas otras personas de iris oscuro…
¨Bien –le replico- si está caminando y pasándola bien, créame que no tiene ninguna significación de emergencia¨. Cuando al fin el otro le entiende que bien puede esperar hasta el día siguiente, usted tratará de dormirse de nuevo rodeado de diablitos que le hincan sus tridentes, mientras él continuará saboreando sus tragos, olvidando la resaca que le espera el día siguiente y no recordando nada de su esposa y de su pupila dilatada…
La pupila, esa pequeña gran ventana neurológica le jugó una mala pasada a un profesor nuestro de física y óptica en el Liceo Andrés Bello de Caracas en 1955. Encontrándonos en la pensión de Doña Ángela de Ponte Urbaneja, un día mi hermano Franco hizo un aterrador descubrimiento y me llamó con premura. De pie frente al espejo de baño, me dijo que mirara sus pupilas reflejadas; de inmediato apagó la luz y las pupilas se dilataron, luego la encendió de nuevo y las pupilas se hicieron muy pequeñas. Repitió conmigo el experimento y sucedió lo mismo… Sin duda, ¡estábamos muy enfermos! Muy preocupado le dije que tal vez el profesor ¨A…¨ de física y optica, nos podría sacar de nuestra duda al día siguiente. Y así, le contamos el incidente de la pupila. Se quedó mirando al vacío, y como única explicación nos dijo,
¡Dejen de hacer eso jóvenes que se les van a dañar los ojos…!
Los hospitales públicos son sitios de fina sofisticación clínica o de aberrante ignorancia en acción, esto último, especialmente en las emergencias, donde se aposentan los menos experimentados y donde tragicomedias de toda índole tienen lugar, situaciones particulares y estrambóticas, esas, que nos mueven al mismo tiempo a la compasión y la risa.
Nos lo contaba una alumna que entonces hacía su postgrado de oftalmología en el Hospital Militar “Dr. Carlos Arvelo” de la ciudad de Caracas. Resulta que llegó un cadete perteneciente a la Escuela Naval acompañando a su novia pizpireta, que iba a ser evaluada en su servicio… Todo rígido, engolado y níveo, se paseaba petulante por los pasillos emanando y luciendo, cual pavo real, su aire marcial. Siendo que había transcurrido mucho tiempo, la joven no salía y él se sentía cansado, optó por sentarse en una silla disponible. Pero el inocente ignoraba que precisamente en ese pasillo, adyacente a la Consulta Externa de Oftalmología, solían sentar en hilera a aquellos pacientes cuyas retinas iban a ser examinadas y necesitaban ser dilatados para obtener una pupila amplia -midriasis- que permitiera una mejor observación.
Pues bien, una vez en la fila de sillas, no se percató de que de tiempo en tiempo pasaba una enfermera con un frasquito de colirio midriático 65 aplicando una gota en cada ojo de cada paciente. Distraído y aburrido como estaba, el cadete en cuestión solo sintió cuando su cuello fue extendido hacia atrás y una gota ardientosa cayó en su ojo derecho. Reaccionó de inmediato molesto y pidiendo una explicación. Una vez que le fue dada, se alejó enjugándose con un nevado pañuelo las lágrimas producidas por el ardor del fármaco… Habría transcurrido una media hora cuando comenzó a sentirse raro, mareado y descompuesto. Se asustó mucho frente a un enemigo desconocido al que no podía ver; él, tan saludable como suponía que era. Alguien le sugirió que se dirigiera a la Emergencia del Hospital porque podía ser algo serio. Allí llegó pálido, desencajado, con saltos en el pecho, muy frío y asustado. Un residente de neurocirugía, de esos llamados “gatillo alegre”, que tantas veces merodean en esos predios, que no hacen del pensar un ejercicio intelectual sino que la acción es su divisa, sin mucha indagación ni explicación le metió tremendo puyazo en la región lumbar para practicarle una punción sospechando un sangrado subaracnoideo 66; pero, para su sorpresa, el líquido cefalorraquídeo era límpido, incoloro y con aspecto de “agua de roca”…
-“¡Caramba! -se preguntó rascando su cabeza con un dedo – ¿Cómo puede ser que con un sangrado subaracnoideo el líquido sea tan claro, agua de roca?”
La punción lumbar, a más de estar contraindicada en presencia de una pupila dilatada por la posibilidad de inducir una hernia intracraneal transtentorial o descenso de las amígdalas cerebelosas había sido una conducta censurable; su ligereza le mereció una seria reprimenda por parte del neurocirujano superior que ante el desaguisado, optó por llamar de inmediato al oftalmólogo de guardia. Mi alumna se acercó a aquel conjunto de lividez y temblor incontrolable, y al ver aquella pupila en extremo dilatada le preguntó sin dudar…
–“Cadete, tenga la bondad, ¿Recientemente le han aplicado algún colirio en este ojo…?” Era esa la pregunta que cabía precisamente, antes y después…
65 Los agentes o colirios midriáticos son sustancias que producen dilatación de la pupila.
66 La hemorragia subaracnoidea espontánea se define como la salida de sangre al espacio subaracnoideo, sin relación con trauma craneoencefálico, no es raro que corresponda a la ruptura de un aneurisma intracraneal y la cefalea es uno de sus primeros síntomas. En esas circunstancias de líquido cefalorraquídeo suele estar teñido de rojo.