He vivido, he disfrutado y he padecido mi Hospital Vargas de Caracas por más de medio siglo y parece que fue no más fue ayer cuando le conocí, hallándolo ya maduro, más bien achacoso pero experimentado… De él, de sus pacientes y de mis maestros he extraído y sigo extrayendo experiencias para mi crecimiento emocional, intelectual y profesional.
Pero antaño no era como es ahora: ha ocurrido en él una mutación similar al Retrato de Dorian Gray de Wilde (1890), esa novela gótica de terror donde el retrato de la hermosa figura del joven Dorian va envejeciendo por él. La búsqueda del placer mundano le conduce a una vida de libertinaje y perversión, al tiempo que su imagen en el cuadro se va desfigurando, mostrando los pecados y miasmas acumuladas en su alma: Al infligírsele la puñalada en el corazón que le quita la vida, todo aquél horror acumulado en el cuadro se transparenta en su propia faz como un repulsivo rostro lleno de arrugas y granujos, porque en el humano la eterna juventud no existe, en tanto que en los hospitales la mano amiga y orgullosa les da vida eterna. Con nuestros procederes, quizá a lo Fuenteovejuna, unos con más culpa que otros, hemos matado lentamente y con extrema crueldad al que ha sido oráculo de la medicina nacional por 123 años:
¨ ¿Quién mató al Comendador? / Fuenteovejuna, Señor / ¿Quién es Fuenteovejuna? / Todo el pueblo, Señor¨.
El hospital público venezolano, en su carencia, puede identificarse como la antesala del camposanto donde según la creencia cristiana, los cuerpos duermen hasta el Día de la Resurrección: allí esperan, vegetan, desesperan y se carcomen enfermos y familiares mientras sus males avanzan ante una indiferencia que ya es condena colectiva, y así… mueren. ¨Afortunadamente¨ ya no se realizan autopsias ni biopsias en su seno, porque en ellas seguramente no se apreciarían los efectos orgánicos de la muerte por indiferencia, por injusticia, por iatrogenesis o por falta de voluntad y piedad, en fin, por maldad. No obstante, como yerba mala, las enfermedades de la miseria las ve uno germinar con toda fuerza en ese viejo recinto que no es otra cosa que un espejo del afuera: el SIDA, la tuberculosis, la gangrena diabética, neumonías de toda laya, cánceres avanzados y pare usted de contar… ¡Siéntese usted a ver y a presenciar infamias en un país petrolero cuya riqueza sigue siendo entregada diariamente a países como Cuba o toda estirpe de carroñeros que asaltan los fondos públicos dejando desguarnecidos a los propios, a los más pobres e indefensos!
No hay asepsia ni antisepsia, no hay lavamanos ni geles antisépticos, pero también, existimos médicos, estudiantes y enfermeras colonizados con bacterias de un potencial patogenético terrible, pero… seguimos tan campantes, y tocando aquí y allá, las pasamos de unos pacientes a otros; las camareras sólo coletean y limpian el piso, no así las divisiones entre los cubículos pues ¨no les corresponde hacerlo¨ y el polvo que albergan las uniones entre vidrios y plafones quién sabe qué clase bichos, nada santos, contendrá… Más trabajo, ¿habráse visto?: En este tiempo mal llamado eufemísticamente del Socialismo del Siglo XXI –para no decir comunismo-, la devaluación y degradación hospitalaria nacional ha alcanzado y sobrepasado a la del también eufemístico bolívar fuerte.
Ha sido el deterioro intencionalmente infligido tan festivo y cruel, que todo respingo de modernidad ha desaparecido; el odio ha permeado su ancianidad y como furiosas termitas ha cavado tortuosos túneles por donde se ha escapado esa mística de trabajo y ese orgullo de pertenencia que fuera su blasón y el nuestro. Otro tanto ha ocurrido puertas afuera donde no solo se acumula basura propia y extraña en las aceras circundantes a la institución, sino que han crecido villorrios infestados de alimañas humanas que asaltan, roban y que con sus armas son Átropos inclementes que cortan hilos de vidas útiles o tullen con sus heridas de bala, que, de tanta permanencia ociosa en cama, donde ninguna acción se aprecia, terminan por ser una carga para ellos mismos, sus familiares y la sociedad.
Dormir en un hospital público es una de las más oscuras experiencias jamás deseadas: Pareciera que espectros de pacientes rencorosos por el inhumano maltrato que en su momento recibieran, inundan el éter vibratorio de salas y pasillos, produciendo el roce de solo imaginarlos, escalofríos que ascienden por el espinazo, sudor frío, piel anserina y opresión torácica; pero además los vivos, o medio vivos, elevan sus ayes de dolor protestón por penas no redimidas, llaman a una de las escasas enfermeras que no aparece e invocan entonces el nombre del Dios de los Ejércitos, de sus madres, de la Virgen Santísima y de nuestro aliado, y colega, el doctor José Gregorio Hernández…
Mi experiencia, más bien, digamos mis experiencias de pernoctar en un hospital público, casi todas fueron en los años de mi mocedad médica: Puesto de Socorro de Salas –primer año de medicina, 1955-1956-; Traumatológico del IVSS en San José – tercero y cuarto años-; Hospital Carlos J Bello de la Cruz Roja Venezolana -1960 y 1961-; y Hospital Vargas de Caracas -1961-1963-. La mayoría de ellas muy tristes y a la vez, muy penosas de contar; otras, tal vez jocosas –si cabe el término-, y aún tragicómicas, y para no quedarme en la queja triste, les narraré tan sólo una de ellas, una tragicomedia marcada a hierro incandescente en las entretelas de mis recuerdos:
Ya graduado de médico, finalizaba mi año de Internado Rotatorio en Cirugía en el Hospital Vargas de Caracas (1962), cuando el doctor Fernando Rubén Coronil, cirujano de conocimiento, corazón y garra, intervino quirúrgicamente a una paciente en el fondo de la Sala 15, a la sazón convertida en improvisado pabellón pues los de verdad-verdad estaban siendo, una de tantas veces, remodelados. Poco tiempo atrás había regresado de Rusia donde había aprendido técnicas de cirugía cardiovascular de avanzada y se le veía ansioso por aplicarlas. A su vez, los cardiólogos esperaban con impaciencia alguien que resolviera las escasas cardiopatías congénitas que alcanzaban la adultez y otras adquiridas como estenosis mitrales[1], el caso que nos ocupará.
Mi paciente, una mulata más bien obesa cursando la cuarta década de la vida, con una severa estenosis mitral reumática con repercusión sobre su corazón derecho y múltiples ingresos al Hospital por hemoptisis e insuficiencia cardíaca. Era ella un dechado de semiología cardiovascular; destacaba un soplo intenso de regurgitación en el área de la punta cardíaca, unas venas del cuello ingurgitadas como ahítas lombrices mal ubicadas, y severo edema pretibial propio del encharcamiento circulatorio. Su intervención había sido aplazada varias veces por diferentes razones. La cirugía hacía necesaria una toracotomía, es decir, incidir con sierra el esternón para un abrir el caparazón torácico, rechazar sus dos puertas a los lados y tener acceso al corazón, así que pudiera realizarse una comisurotomía mitral, que entonces se lograba introduciendo el dedo índice del cirujano a través de una brecha abierta en la orejuela izquierda y de allí, avanzando hacia la válvula calcificada, estrecha y rígida, se fracturaba introduciendo el dedo mismo para darle más espacio, para obtener una mayor área valvular. Luego solía quedar todo lo contrario, una puerta muy abierta, una insuficiencia de variable severidad que hacía devolver la sangre desde el ventrículo hacia la aurícula izquierda… Pero después de la cirugía, vendría un posoperatorio… Y allí es cuando entro yo, para entonces el noveno hijo vivo de Panchita Mendoza…
[1] Es un trastorno de las válvulas cardíacas que compromete la válvula mitral, la cual separa las cámaras inferiores y superiores del lado izquierdo del corazón. Estenosis se refiere a una condición en la cual la válvula no se abre completamente, restringiendo el flujo de sangre.
No se les ocurrió mejor idea que entre adjuntazos, adjuntos y residentes, me escogieran precisamente a mí para cuidarla durante la primera noche de su posoperatorio… Cuando fui señalado con el índice, volteé hacia atrás esperando ver a alguien más, pero no, era así, nadie más había… Por supuesto, entonces no existían ambientes para recuperación y las terapias intensivas todavía no se habían ideado en hospitales ni el término aparecido en el léxico médico. Total, no había nadie más abajo en el escalafón a quien yo pudiera endosarle tamaña responsabilidad. Gran adquisición tecnológica del momento: le colocaron un dedil, un monitor de pulso a baterías en el dedo índice de la mano derecha, que pitaba con cada pulsación: un capuchón conectado mediante un cable a una cajita metálica con sus baterías, asentado en su mesa de noche. Así dispuesto, me alcanzaron una silla, la colocaron a la siniestra de la cama y en la misma mesa dispusieron un equipo de cirugía menor con dos pares de guantes estériles para que en caso de paro cardíaco, de un certero golpe de bisturí, ¡yo! “le abriera el tórax y le diera un masaje cardíaco…” ¿Quién…? ¿Yooo…?, ¿Habríase visto tanta desconsideración para un interno cagaleche a quien, por cierto, ni la cirugía le gustaba? Pero, no había nada que hacer, era una orden, el sino me había señalado a mí… solo a mí con mis miedos e insuficiencias…
Menos mal que la noche envuelta en sus temores y tufillo a muerte no había arropado aún los pasillos y salas del Hospital, tiempo de aterrorizantes ruidos y espectros de fallecidos, ya porque les había tocado en su miseria, ya por la iatrogenesis que suele acompañar al médico como la sombra al cuerpo, con tanta o más frecuencia que la enfermedad misma. Las enfermeras pasaban a mi lado y me miraban de reojo al igual que gatos indiferentes en procura de caza, no queriendo ser parte de aquel, mi exclusivo accidente biográfico…
Pero la oscuridad hubo de llegar y una pequeña lámpara de mesa era la única acompañante que hacía comparsa a mi falta de luces quirúrgicas y la mulata de marras. Ronquidos, quejidos, imploraciones al Dios creador y desesperados ¡madre mía!, invadían la penumbra del recinto. Yo, sentado a la siniestra de la Cama 17 de la Sala 16 mirando hacia la pared, rogando a una tarjetita de la Virgen de Coromoto asentada en la mesa de noche que acelerara la espantosa nocturnidad y pendiente de la cadencia de aquel horripilante pí–pí–pí-pí… En algún momento, de súbito el ruido cesó, y casi entro yo mismo en pánico y paro cardíaco. Pronto me di cuenta que el artilugio de última generación de aquella época que se le había enchufado a la paciente, no era del todo confiable, pues cualquier movimiento de la mano lo hacía callar. Así que cada vez que se detenía, tenía yo que ajustarlo mientras nerviosísimo, palpaba su pulso y auscultaba el corazón de la paciente a ver si en verdad su víscera vital se había detenido, mirando de reojo, como gallina que mira grano de sal, aquella bandeja envuelta por un paño blanco. Pasé toda la noche sudando frío, con las bolas en la garganta y en aquel inmerecido e interminable tejemaneje.
Sobrevino el alba con sus arreboles, un friíto agradable procedente de El Ávila se dejó colar en la sala, cantaron pájaros en el jardín central y renació una esperanza para mi conturbado espíritu llevándose la palidez de mi rostro. Y ya entrado el día, hacia las 7.30 A.M. comenzaron a presentarse los responsables de mi aterrador insomnio, todos muy frescos, orondos y con sus caras muy lavadas; todos por supuesto, preguntaron por el estado de la paciente, nadie, por supuesto, por su improvisado cuidador…
Todavía no puedo comprender aquella actitud de mis maestros hacia la paciente y hacia mí mismo. La pobre, conmigo al lado y en su imaginación, considerándome como su soporte de vida; y así, pasamos el Rubicón de la primera noche, y así las siguientes tres, llegando mi paciente a recuperarse malamente de la agresión quirúrgica; no obstante, y como corolario, quedó con una gravísima regurgitación mitral. Su continuado padecer, sólo finalizó con la muerte algunos meses después, y siempre, en mi ignara pero solidaria compañía a la vera de su cama.
Todavía me produce espeluzno y retumba desconsiderada en mis oídos la inolvidable frase,
-¨El interno que cuide de la paciente…¨.
Estoy seguro de que aún en medio de la tanta brejetería y frivolidad del ahora de nuestros días, entre tanta carencia inmerecida, todavía ocurre ese matrimonio, esa alianza entre un joven médico y el hospital que en sus inicios le brinda la cuna y seguridad de un vientre materno. A pesar de todos sus defectos, insuficiencias, chocherías y limitaciones, aprenderemos a quererlo y respetarlo, y con él, a toda su triste y desfavorecida clientela; en él dejamos parte de nuestras vidas y las peripecias allí ocurridas se acunarán por siempre en nuestros recuerdos con indeleble resplandor; así que cuando las rememoremos, renacerá en nuestros rostros una sonrisa agradecida y desfilarán nítidamente ante nuestros ojos las imágenes de profesores, compañeros, enfermeras y personajes adoloridos que se grabaron a perpetuidad en nuestra biografía. Épocas de gran insuficiencia y temor, de pureza y candidez, de garra y decisión, de grandes derrotas y muy pequeños triunfos que nunca más han de volver… y menos hoy día donde la destrucción campea y el lenguaje del mandón es acerado filo que avienta hacia el exilio a médicos jóvenes soñadores… como aquel que fui yo…
Y como en el enamorado, recurre con desesperación, celos, tristeza y angustia el lejano recuerdo del amor ya perdido, Gustavo Adolfo [1] y sus ¨volverán las oscuras golondrinas¨, se hará presente esta vez en las dos estrofas finales de su poema, para recordar el amor puro, el amor agradecido, el amor desinteresado, el amor vivificante de un simple interno cagaleche por su paciente y su querido hospital…
Volverán del amor en tus oídos
Las palabras ardientes a sonar,
Tu corazón de tu profundo sueño
Tal vez despertará.
Pero mudo y absorto y de rodillas
Como se adora a Dios ante su altar,
Como yo te he querido…, desengáñate…,
¡así… no te querrán!
[1] Bécquer , Gustavo Adolfo (1836, Sevilla-1870, Madrid)