El psiquiatra y el brujo de Curiepe…

Aún lo recuerdo con diáfana claridad… 1961, a pocos meses de graduado, Sala 15, cama 19, cuatro camas reservadas a la Policía de Caracas, jefe del Servicio, nuestro inefable y gran Profesor, Fernando Rubén Coronil (1911-2004); el doctorcito Muci doblado el raquis por su carga de ignorancia pero ahíto en deseos de aprender, me sentía como un cómitre, no otra cosa que ese sujeto inclemente que con un látigo en mano dirigía la boga en las galeras y que tenía como función el impartir el castigo a los galeotes, aquel sufrimiento ajeno permeaba mis poros haciéndome solidario.

Estos galeotes míos no eran delincuentes ni purgaban como forma de pago un delito cometido; no, todo lo contrario, el delincuente era y han sido los regímenes de mis tormentos, la sociedad injusta que les condenaba a purgar el delito de ser pobres, de no tener influencias ni palancas. El flaco Quintana, accesible, cirujano curtido de finas manos y buen criterio quirúrgico, era el único encargado de los policías que requerían de alguna intervención quirúrgica. En este caso, «el 19», un policía, un joven de unos 20 años. Le intervino a fines del mes de diciembre. Una hipertensión portal[1] cuyo origen nunca fuera precisado, culminó tan sólo en una esplenectomía[2] limpiamente realizada. El paciente fue transferido a su cama, y no más en llegando, comenzó a quejarse a gritos de un intenso dolor lumbar… Día y noche sus quejas eran echadas al espacio del recinto: ¨¡Madre Santa!, ¨¡Santísimo Poder! ¨y ¨¡Dios Mío!¨, se sucedían  traspasando el umbral de la puerta ojival y pasillo abajo, aún se oían en la sala 12…

[1] La hipertensión portal es un término médico asignado a una elevada presión en el sistema venoso portal, está formado la vena porta  y las venas mesentéricas superior e inferior y la vena esplénica domiciliadas en el abdomen.

[2] La esplenectomía es la extirpación quirúrgica del bazo, un órgano que se encuentra en la parte superior izquierda del abdomen.

 

Le examinaba a diario con el magro armamentario semiológico de que disponía, todas las maniobras para despertar el dolor en la columna dorso-lumbar, rotación, flexión, maniobra de Lasègue[1] para estiramiento del ciático, reflejos tendinosos, sensibilidad metamérica, tos, palpación y puño percusión del abdomen, flancos y región lumbar; los pocos exámenes radiológicos de que disponíamos, le fueron realizados… La sombra del psoas se veía muy clara y definida, no había pues un hematoma del músculo. Recorrí analgésicos, pasé de la Novalcina® a la Buscapina® y de allí a la morfina y el cóctel lítico[2], el dolor, impertérrito y renuente, se negaba a abandonarlo. Me sentía solo entre los cirujanos de entonces, más interesados en operar que en pensar qué le pasaba a aquel desgraciado. Mis lamentos de ignorancia tampoco los conmovía. Bajé a buscar ayuda de los internistas, a los míos, tan sabihondos como solo nosotros somos… El propio jefe del servicio y un séquito de acompañantes miraron a lo lejos y juzgaron con la mano apoyada en el mentón, pero su saber se estrelló en el enigma de aquél adolorido.

Ya yo no quería llegar a la sala por las mañanas, pero sus gritos, inconfundibles, los percibía y se amotinaban en mis oídos apenas tramontaba la Sala 12 y me ponían el cutis anserino y a galopar el corazón… Le encontraba recién bañado, usando sólo el pantalón del pijama azul que entonces suministraban a los pacientes, con el cabello empapado y el cuerpo medio mojado esperándome en el dintel de la puerta para compartir sus cuitas y derramar sus lágrimas sobre mi hombro ignorante y culposo.

Cuando el médico, por insipiencia, no sabe lo que ocurre a su paciente, recurre de inmediato al expediente del ¨caso funcional¨ o de la ¨condición psicosomática¨. Y bien, si pensara –como así fue- que esa fuera la causa, debería ir al Servicio de Psiquiatría en búsqueda de ayuda. Raudo y presuroso me dirigí pues hacia el sur, a la antípoda del Hospital, bajé por la tenebrosa escalera y hablé con un grupo de psiquiatras que conversaban animadamente en el pasillo sin desear ser perturbados en sus profundas y medulosas cavilaciones. Uno de ellos, forzado por sus compañeros, ¨gustosamente¨ accedió a acompañarme, a mí, un interno cagaleche. En el camino le conté los pormenores de aquel paciente con su dolor que ya contaba cerca de 15 días de tormento compartido, el de él y el mío. Aquél médico no me miraba a los ojos, llevaba una pipa curvada de boquilla aplastada a su diestra la cual aspiraba con fruición de vez en cuando y expulsaba bocanadas blanquecinas de agradable olor que se perdían en el éter buscando hacia lo ignoto de su inconsciente. Llegamos a la Sala. Le presenté al malhadado joven y él decidió entrevistarlo en un cuartico a la derecha frente a la estación de enfermeras.

Quise acompañarle para aprender algo de sus técnicas, pero en forma más bien descortés, cerró la puerta tras sí y allí encerrados, se inició el milagro psicoterapéutico…. Una hora estuvieron enclaustrados. Al día siguiente viernes, los gritos continuaban y otra hora se gastó aquel frenólogo que hasta las protuberancias más escondidas de su cráneo le palpó. El sábado, temprano en la mañana lo vi acercarse de nuevo a él… Los gritos no cesaban…

El domingo era mi día libre y tuve temor de acercarme al Hospital para no oír los alaridos del ¨19¨; no obstante, el lunes a las 6:30 am, como era mi diaria costumbre y ya, trasponiendo la marquesina del Hospital marqué mi tarjeta[3],  y vi a José María Vargas sentado en su silla de suela, todo de impoluto blanco mirándome con mal disimulada condescendencia: le pedí esperanzado que me iluminara para ayudar a aquel desgraciado cuya condición se perdía en el mar de sargazos de mis diagnósticos diferenciales y mis fútiles tratamientos…

Entonces… Llamó mi atención que al llegar a la Sala 12, ni gritos ni gemidos, ni lamentos ni imprecaciones se oían. A medida que me acercaba solo escuchaba el ruido y la vocinglería de las camareras repartiendo el desayuno, el golpe metálico de las bandejas de magro contenido, y una vez que entré a la Sala vi que su cama estaba vacía, tendida y lisita. ¡Triunfo de la psiquiatría!, ¡Alabado sea el Señor!, grité para mis adentros sin disimular mi felicidad. Después de todo el patiquincito aquél con su aire freudiano se las traía y me había dejado boquiabierto y envidioso por arte de sus crípticas técnicas.

[1] Signo de Lasègue. Con el paciente en decúbito dorsal, se eleva pasivamente la pierna con la rodilla extendida. El dolor debe aparecer a menos de 45º. Es positivo cuando la elevación del miembro inferior con la rodilla extendida produce dolor. Cuando aparece más allá de 45 º no es concluyente, ya que podría deberse a retracción de los músculos isquiotibiales. Se percibe en la cara posterior del muslo y en la pierna. Está en relación a afección de la raíz L5 o S1. Si la rodilla está flexionada la elevación es fácil, signo que distingue la ciática de las afecciones articulares.

2 Demerol, Largactil y Fenergán

 [3] Un artilugio a la entrada del Hospital dejaba constancia de la hora que llegábamos los médicos; un buen día le echaron azúcar y la máquina se trancó para alivio de muchos…

Aliviado e intrigado, comencé a pasar revista desde la cama 1 como era mi costumbre, moviendo una silla donde me sentaba a conversar con el paciente antes de examinarlo y escribir una nota en su historia. A pesar de inquirir, nadie me decía nada. Al filo de la cama 5 estaba hospitalizado el negrito Casimiro Farfán, un viejito delgado y afectuoso que esperaba para operarse unas hemorroides que le hacía la vida imposible entre profusas ¨reglas¨ –como él las llamaba- y la sensación de tener un tapón en el ano. Con una chispa de picardía en una sonrisa que más mostraba espacios vacíos que dientes, me dijo,

-¨Dotorcito, ¿no sabe lo que pasó con el ¨19¨?¨ .

-¨No -le respondí-, nadie quiere decirme nada, se sonríen, pero nadie suelta prenda…¨

– ¨Pues mire, voy a contale, el sábado en la tarde ingresaron en la Sala 14 a un famoso brujo de Curiepe a quien van a operar precisamente hoy de una hernia gigante en la verija. Atraído por los gritos y los comentarios de visitantes y familiares, se acercó al adolorido. Nada más lo vio y seguro de sus palabras, dijo que le habían hecho «un trabajo» y «echado un daño» pero que él sabía cómo deshacerlo; y que seguramente no tenía una «contra»[1]… Una de esas tantas mujeres que entonces y ahora los policías dejan preñadas en cada barriada, había jurado hacerle la vida retama. Se lo llevó al baño, hizo salir a los que allí se encontraban y estuvo como una hora encerrado con él.

 Nadie sabe qué suerte de despojo le hizo, pero lo cierto es que regresó a la cama, fresco, contento y sonriente.

Atajó a uno de los médicos adjuntos, el doctor Gustavo Villalba (†) –margariteño buena gente-  que había venido a ver a un paciente que había operado con el doctor Coronil y le dijo jubiloso,

¨¡Doctor deme mi baja!¨

-¨No, no puedo –respondió el otro-, deje que Muci venga el lunes…¨.  Pero la insistencia fue tal, que luego que el paciente le firmó la historia haciéndose responsable de lo que pudiera ocurrirle, nuestro maltrecho héroe salió corriendo como alma que el diablo lleva dejando las alpargatas en el sitio y sin voltear para atrás, huyendo de aquel dolor inventado por cuál se yo qué recoveco de su mente para no volver nunca más.

Bordeando las diez, llegó nuestro psiquiatra, vistiendo una chaqueta inglesa marrón de cuadritos de las llamadas tweed, con parches de cuero de tono más oscuro a la altura de los codos, aromoso a Clínica Tavistock de Londres, con su consabida pipa de aromático tabaco a la diestra y su aire superior, despreciativo y sobrancero.

Me miró como gallina mira grano de sal… Le dije que el paciente estaba curado y ya se había ido de alta… pero… no me dejó decir nada más …

Se iluminó su rostro hierático y sin volverme la mirada ni dirigirme siquiera una palabra de condolencia por mi ignorancia, giró sobre sus talones y comentó al aire que le rodeaba, cuán eficaz era su técnica de llegarle al inconsciente de un paciente en apenas dos entrevistas y ser suficientes para desenredar cualquier entuerto…

 

“En tiempos antiguos, los magos invitaban a comer una víbora viva, para inmunizar contra los efectos de su mordida”.

 

rafaelmuci@gmail.com

 

[1] «Trabajo»: rito que se lleva a cabo para causar mal a otro. El «daño» es el mal causado, es el resultado del «trabajo de un brujo o del objeto mágico «cargado» para tal fin. «Contra» es el ritual mágico, como una estampa, un amuleto o un rezo que deshace el mal y neutraliza al agresor.