Elogio a un caso ¨cualquiera¨ de infarto del miocardio…

Esperando que me contestara que ingresaría en shock cardiogénico, edema agudo del pulmón, fibrilación ventricular o taquicardia ventricular, le hice esta pregunta a un estudiante de sexto año de medicina en un examen final…

-“A  ver  bachiller,  ¿Cuál  es  la  situación  más  grave  que  en  podría  presentarse  un infartado del miocardio a un servicio de emergencias y según el caso, cuál sería su conducta…?”

Sin dudar un momento el joven me replicó,

-“¡En muerte súbita, doctor!”

¡No deja lugar a dudas! El dolor y el sufrimiento son matizados por la condición sociocultural de las personas. Los hay aquellos que nos quejamos con vehemencia por cualquier necedad, dolor o presión, un hormigueíto en la nuca, alguna indigestión pasajera o un dolor lumbar mecánico luego de estar inclinado puliendo el automóvil, cargar un objeto pesado o cualquier otra actividad inusual; otros, a pesar de sufrir una condición que está produciéndoles un intenso sufrimiento, con estoicismo de fakir no se quejan ni muestran mortificación alguna. Mi hermano Luís, cuando era estudiante de odontología, visitaba con un compañero de curso un dispensario en un barrio pobre de Valencia para ayudar a esas gentes y de paso entrenar sus manos en el arte de emplear las tenazas. El estado de la dentadura de esos desposeídos de toda fortuna era tan precario, que casi todos terminaban en  exodoncias.  Antes  de  comenzar  su  faena,  alineaban  a  los pacientes en las sillas de la sala de espera y en sucesión, iban aplicando el anestésico. Luego en la misma secuencia, los iban pasando a sentarse en el sillón odontológico. En una de esas, mi hermano notó que cuando lujaba la pieza dentaria a un enfermo para extraerla, este  se  aferró  con  gran  fuerza  al apoyabrazos de  la  silla  de  la  unidad. Prosiguió su trabajo y le extrajo dos muelas de un envión. Al término le dijo, –

-“¡Caramba!, ¿Cómo que no te pegó la anestesia…?”

Al tiempo que con un pañuelo sucio se sujetaba el cachete ya tumefacto, el joven respondió medio sonriente, balbuceante y con un hilo de voz…

-“¡Adiós cará doctor, usted a mí no me puso anestesia…!”

Parece como si al través de sus vidas, estos seres se hubieran ido preparando para elevar y elevar, tanto y tanto el umbral del dolor, hasta alcanzar un lugar del dolorímetro donde ya nada es más doloroso que la vida que viven y han vivido… La pobreza, la exclusión, la privación y el hambre, el dolor físico y emocional, las continuas pérdidas de toda laya que sobrepasan magras gratificaciones, la partida precoz de hijos, familiares y amigos fallecidos de muerte natural los menos y baleados por el hampa común los más, les templa tanto el espíritu y el aguante, que los infelices llegan a no sentir dolor físico alguno…

 Doctor Gilberto Morales Rojas (1915-1968)

Al doctor Gilberto Morales Rojas (1915-1968), cariñosamente le llamábamos “el viejo Morales”. Era el Jefe del Servicio de Cardiología del Hospital Vargas de Caracas y para el momento de mi narración también el Director del Hospital. Allá por el año 1962 mis compañeros Rafael Valecillos Valecillos, Irán Rodríguez, “el negro” Jesús Torres Solarte y yo, hacíamos nuestra residencia de posgrado de medicina interna. Cuando teníamos problemas de diagnóstico con pacientes de la emergencia o de las salas, lo cual era harto frecuente, íbamos al Servicio de Cardiología en busca de ayuda. Allí encontrábamos al doctor Hernández Pieretti (1931-2010), gran semiólogo cardiovascular y experto en pulso venoso del cual poseía películas extraordinarias filmadas por él mismo -se extraviaron a poco de su muerte-, y al doctor Gustavo Fuenmayor Rodríguez (1928-2021), muy  inteligente,  reservado, brillante,  pragmático  y  sencillo,  todos  ellos  siempre  dispuestos a resolver las dificultades de nuestra profunda insipiencia. A decir verdad, éramos tan inmaduros y prejuiciados que no solíamos preguntarle al “viejo Morales”, pues tenía aspecto de charro mexicano con sus bigotes chorreados, no usaba bata blanca, siempre estaba en traje de calle y por ello pensábamos que no debía saber mucho ni mucho menos podría estar dispuesto a enseñar.

 

Un mediodía caluroso y pesado fuimos a enjugar nuestras lágrimas de ignorancia con nuestros profesores y amigos cardiologos en las salas 1 y 10 . No se encontraban accesibles al momento. Cuando nos disponíamos a retirarnos, una voz ronca y profunda con acendrado acento gocho nos dijo, -“Bien, ¿qué se les ofrece, para qué los buscan, cuál es el problema…?” Era el “viejo Morales” quien habiéndose sentido aludido por nuestra conducta indiferente y despectiva, se expresaba.

-“Bueno, esteee… un paciente que traíamos para que nos lo auscultaran…”

-“¿Cómo?, ¿Para qué lo auscultaran o para realizarle un completo examen cardiovascular?“ Respondió con voz más grave y visiblemente molesto.

Los pacientes no se auscultan, se examinan. La auscultación es sólo una parte de lo que siempre deben hacer completo: Los pasos semiológicos de observación, palpación, percusión y … auscultación. A ver, ¿adónde está el paciente…?”

Y allí ocurrió un momento milagroso que marcó profundamente nuestros corazones y nuestro decurso científico: Queríamos aprender y el mejor profesor nos tendía sus manos compasivas y bondadosas para enseñarnos. Tenía una extensa biblioteca y a menudo, nos llevaba algún volumen de alguna revista prestigiosa de cardiologia, con forro y tapas de cuero rojo, nos los prestaba amable y bondadosamente. Nos adoptó como sus hijos intelectuales,  y  así,  comenzamos  una  relación  de  cercana  amistad, un  parentesco nacido de un gran afecto mutuo y de frecuentes lecciones sobre casos clínicos y situaciones ordinarias que sus manos e intelecto siempre se hacían extraordinarias. No era infrecuente que enviara por nosotros a la camarera de la sala 10 donde casi siempre se encontraba, mientras estábamos en la emergencia para que viéramos con él, algún paciente con un hallazgo semiológico inusual o demasiado usual.

-“¡Les llama el doctor Morales, que vayan inmediatamente…!”

En un pequeño cuarto a la entrada de la Sala 1, nos mostraba en un radioscopio antidiluviano que parecía chisporrotear cada vez que apretaba el pedal de encendido, los aneurismas de la punta del corazón de enfermos chagásicos que ya había diagnosticado por palpación -y sacando sus manos del pecho del paciente nos pedía colocar la nuestra para percibir el choque dela punta y el movimiento paradójico del músculo cardíaco en su palpitar-. Luego, no contento con ello, nos mostaba aquella anormalidad terrible producida por el Schizotrypanum cruzi que por entonces se sebaba en pobres campesinos. Sólo había un peto de plomo protector de radiaciones, que por supuesto, vestía él. Así que de allí salíamos con picor en todo el cuerpo. Aunque me paraba detrás de él,  y además, cubría mis genitales con las dos manos pues temía quedarme ¨chiclán¨ 〈estéril〉 de tanta radiación que cogí en mis partes púdicas por aquellos días de aprendizaje emocionado… ¡Dios nos protegió!

Un día al observarme auscultando, me dijo que yo no sabía auscultar, pero que él me enseñaría… Me alcanzó una hoja papel en blanco, y me pidió que trazara una línea horizontal y luego, dos líneas verticales, una más larga y otra más chica, que serían el primero y segundo ruido, luego dos espacios de diferente longitud que las separara: serían estos, el pequeño y el gran silencio.

-“Ahora, toca concentrarse en el primer ruido ¿reforzado, apagado, desdoblado? Desdeñe cualquier otro ruido. Concéntrese en él. Haga de cuenta de que no existen otros fenómenos auscultatorios. ¡Dibújelo…!

-“Ahora el gran silencio, – ¿hay algún ruido o soplo conectado con este espacio?” Prosiga ahora con el segundo ruido – ¿desdoblado, relación con los movimientos respiratorios, ¿Qué sucede con los movimientos respiratorios, al inspirar y espirar? Cámbielo de posición, ¿decúbito lateral izquierdo?”. Todo en perfecta sucesión para hacer de aquel ejercicio auscultatorio un bien provechoso…algún componente predomina sobre el otro?”-. Luego el pequeño silencio. Y así, comulgando exclusivamente con cada ruido y cada espacio y dibujando en el papel, usando la campana y la membrana, así aprendimos el arte de la auscultación a la misma cabecera del enfermo. Cada acierto nuestro, asomaba a su rostro la sonrisa de satisfacción y orgullo del verdadero Maestro.

En una ocasión, inmersos en este ejercicio diario, apenas si pusimos cuidado en observar el viejito de la cama 9 que se desplazaba a cortos pasos por el centro de la sala, dirigiéndose a su lecho al tiempo que llevaba en sus manos una bandeja de metal con su magro almuerzo. Un cuadro sincopal, pérdida transitoria de la conciencia, y zas, bandeja y humanidad que caen al piso en medio de gran estrépito… El viejito se desparrama por el suelo cuan largo era. Del fondo de la sala brinca de su cama un zambo barloventeño alto, fornido y desdentado; Apolinario Bolívar lo mentaban. Se abalanzó sobre el viejito y sin doblar las rodillas, lo tomó en vilo entre sus brazos y de prisa lo llevó a su cama quedándose a su lado para contemplar las precarias las medidas de reanimación que entonces podíamos realizarle. Un bloqueo cardíaco aurículo-ventricular completo y una crisis de Stokes-Adams 60… para entonces, atropina y ninguna otra parafernalia…

-“Mire amigo Muci, solía decir el gran clínico francés Armand Trousseau (1801-1867), “No hay enfermedades, sólo enfermos”. Mis pacientes infartados de la práctica privada suelen exhibir un comportamiento ante la enfermedad muy diferente de aquellos otros con los cuales uno lidia a diario en las salas de este Hospital, en cuyos cuerpos el aguante, la tolerancia y el umbral de dolor son elevadísimos, pues, son personas que tienen como blasón el sufrimiento y la privación desde que nacen y por tanto, han aprendido a infravalorarlo y tolerarlo… Ninguno de aquellos hubiera sido capaz de un acto heroico espontáneo como el que acabamos de presenciar en Apolinario. Tan aterrorizados como están por la perspectiva de enfermedad, se habrían inhibido de moverse o habrían muerto en el intento… Mire cuánta reserva miocárdica, ¡qué se yo…!,  más bien cuánta reserva de hombría, guáramo y espíritu de solidaridad… A pesar del extenso infarto de la cara anterolateral del corazón por el que ingresó en edema agudo pulmonar hace apenas tres días, lo que le resta de fibra muscular cardíaca respondió hermosamente espoleado por elevados  sentimientos  del  espíritu,  de  altruismo  y  solidaridad,  permitiéndonos presenciar un sublime acto de identificación con el que menos tiene, con el que más sufre, virtud de hermandad y de empatía…”.

¡Qué afortunados fuimos…! Cómo añoro aquellos momentos felices durante los cuales cargábamos a reventar nuestras alforjas con conocimientos y experiencias crecedoras para el largo camino de nuestras prácticas médicas, tan lleno de pequeñas gratificaciones y grandes decepciones… Ha transcurrido 54 años y sin embargo, aquí le llevamos terciado en el corazón -como el fonendoscopio-, no le hemos olvidado y su recuerdo está siempre presente al momento de calzarnos diariamente los auriculares del estetoscopio Leatham que hizo traer de Inglaterra para mí:

Me arrepiento mucho de nunca haberle llamado como merecía… ¡Maestro!

60 El síndrome de Stokes-Adams se define como una pérdida del conocimiento que a veces se acompaña de convulsiones y relajación de esfínteres debida a un un paro cardíaco o a alguna arritmia de corta duración; en  un 50-60%  de  los casos se debe a un bloqueo del impulso nervioso entre la aurícula  y el  ventrículo  (bloqueo A-V completo),  bloqueo  sinoauricular  en  un 30-40%  y taquicardias o fibrilaciones paroxísticas en un 0-5%.