Elogio del Prejuicio… Las enseñanzas de Misia Chucha y Misia Virginia
No creo que hubiera cumplido los 7 años cuando conocí a ese par de viejecitas: Misia Chucha y Misia Virginia. ¿Cómo no conocerlas si eran nuestras vecinas de enfrente cuando nos mudamos a una casa de dos plantas en la Avenida Bolívar al lado del Cine Camoruco en mi Valencia natal y propiedad de Henriquito Hensen? Se habían quedado solteronas y le servían a su hermano, el boticario de la esquina, persona muy apreciada, quien, para colmo, también era soltero. Una era alta y seca, se recogía el cabello hacia atrás con un clásico moñito nada primoroso, pelos retorcidos en el bozo, tenía la voz ronca y sospecho que no le gustaban mucho los niños. Su presencia me infundía mucho miedo. Su hermana, por lo contrario, era más bien pequeña, en sus mejillas se destacaban dos parches rosaditos, el cabello blanquísimo recogido arriba también en un moñito primoroso, una sonrisa bien dispuesta y cuando la encontraba de pie en el portón de su casa o caminando por la acera, siempre tenía algo bueno para mí, una sonrisa, un piropo, una frase cariñosa y hasta un dulcito…
¿Cómo podían ser hermanas dos seres tan diferentes y de tan antipódico temperamento? ¿Cómo podía ser una tan agria y amargada y la otra tan dulce y llevadera? Lo cierto es que un día, conversando con mi madre le comenté lo linda que debió haber sido Misia Virginia y lo fea y sangre de chinche que era Misia Chucha. Mi madre, echando la cabeza hacia atrás lanzó una de sus sonoras carcajadas y aclaró mi confusión.
“No mijo –me replicó- Estás en un error, Misia Chucha es la pequeña, la viejita hermosa y menudita, la amorosa y sonriente, y Misia Virginia, la espigada y amarga, la lacónica y áspera”.
-¿Pero cómo podía ser eso…? –le seguía preguntando-. Chucha es el femenino de chucho, un látigo corto de cuero que tenía mi papá, y más de un chuchazo al aire o donde la espalda pierde su nombre, habíamos recibido por impertinentes. Ello explicaba mi asociación de Chucha con lo negativo. A la inversa, las virginias eran unas minúsculas florecillas violeta pálido que mi mamá cultivaba en un pote, nada les faltaba, quizá sólo tamaño, lo cual compensaba con la cantidad que se agolpaban en reducido espacio, orgullosas como esas pizpiretas mujeres chiquitas a quienes luego, en mi adolescencia, llamaríamos DDT… Sí, como el insecticida – “Dotaditas De Todo”-. ¡Tremenda confusión la mía! Y entonces, ¿cuál fue pues la enseñanza que me dejaron estas dos viejecitas…?
Me enseñaron los nefastos efectos del prejuicio y el carácter cruel de la proyección psicológica. Nunca más podría sacar conclusiones apriorísticas si no tenía una clara información previa de lo que oía, veía o palpaba. Que todo aquel que me caía gordo o simpático a primer golpe de vista, era necesariamente una mala o una buena persona, que nuestra percepción del mundo podía no ser más que, en muchos aspectos, una inexistente ilusión.
Claro está que yo no era tan despierto ni inteligente a los 7 años como para poder comprender en su totalidad la lección. Fue la vida y sus continuas sobaduras [2] e indigestiones, que a los trancazos y adecuadamente digeridas, me hicieron reconocer mi error una y otra vez. Confieso sin embargo que en ocasiones vuelve a jorobarme.
Luego vino la facultad de medicina y los cadáveres, pues, aunque usted no lo crea, fueron ellos mi primer contacto con la medicina y el ser humano. ¡Qué paradoja! ¡Qué tristeza! ¡Qué confusión! Antes de relacionarnos con los vivos, lo hacíamos con los muertos, simples despojos terrosos y formolados, de penetrante olor, que, al introducirse profundamente en nuestras narices, nos hacían llorar, pero nunca de pena por aquel anónimo ex personaje que nos prestaba su cuerpo para que aprendiéramos anatomía.
Sólo fue en el tercer año cuando tuvimos nuestros primeros encontronazos con los vivos, ellos más que nosotros. Y por cierto que, con vivos muy enfermos, esperando su sino y próximos a abandonar el valle de lágrimas en aquellas salas del Hospital Vargas de entonces, aromosas al fenol o creolina con que coleteaban sus pisos. Teñidos de prejuicio, casi sin darnos cuenta, los sentíamos como aquellos muertos de carne cenicienta con los que nos habíamos relacionado primero.
Nunca es tarde para abandonar los prejuicios.
Henry David Thoreau
Nos enseñaron nuestros profesores, tal vez sin querer, el galimatías médico, esa jerigonza que hoy día vomitamos a la cara del enfermo cuando queremos “explicarle” algo, pero que es realmente un recurso para decirle que no nos moleste en nuestra majestad, para dejarles con los ojos claros y sin vista, para expresarle que no queremos comprenderle ni aclararle nada y de una vez acabar con el ¨diálogo¨. Así fue, como de un porrazo nos quitaron la curiosidad y nos dieron a cambio una serie de clichés que, aprendidos como un loro, nos permitirían realizar una historia clínica –a lo peor, con todo inventado por nuestra incapacidad de comprenderles- y permitirnos tener la ilusión de comunicarnos con nuestros congéneres.
Y de esa forma, cualquier dolor de cabeza se nos antojaba sin mucho preguntar, que era producto de hipertensión arterial. Cualquier síntoma revesado, no entendido o ignorado, era ¨nervios¨, hoy día ¨estrés¨, o quizá “usted no tiene nada” o “es juguete de su imaginación”. Cualquier fiebre era un virus, ¡sí! precisamente ¨el virus que anda por ahí…¨, sin siquiera pensar que hay que estar loco para deambular por allí consultando sin tener nada, particularmente en horas de la madrugada. ¡Cuántas veces un síntoma que parecía baladí, era signo de una seria enfermedad! ¡Cuántas otras, una queja que olía a tragedia era simplemente lo que nos habíamos estudiado la noche anterior!
Como puede verse, formando una trilogía, allí estaban siempre mi acendrado prejuicio, Misia Chucha y Misia Virginia, bien para hacerme escuchar lo que yo no quería oír, para hacerme ver tan sólo la ilusión de lo que estaba dispuesto a ver, para hacerme sentir en el pulpejo de mis dedos un tumor imaginario o peor aún, pasar por alto un hallazgo determinante porque mis manos –en ese preciso momento- estaban desconectadas de mi cerebro. ¡Ellas para decirme, “! ¡So gaznápiro! ¿Vas a volver a tus andanzas o vas a aprender alguna vez…?”.
Pero por más que he tratado de sacudirme mis prejuicios como perro recién mojado, no siempre lo he logrado. A pesar de todo, cuando tengo frente a mí un paciente cualquiera, siempre vuelan a mi memoria las figuras de Misia Chucha y Misia Virginia para susurrarme al oído,
-¨Oye bien mijito, oye bien, mira bien, fíjate bien, toca bien, desprejuíciate para que no confundas la gimnasia con la magnesia…¨
[1]Médico internista, FACP, neurooftalmólogo clínico. Profesor titular de Clínica Médica, Universidad Central de Venezuela. Escuela José María Vargas. Presidente de la Academia Nacional de Medicina
[2] Aunque no lo encontré en mis dos diccionarios de venezolanismos, mi papá usaba el término que considero aprendió en el Llano venezolano, “sobar” como sinónimo de castigar, de dar una paliza.