¨No quiero demostrar nada; sólo quiero mostrar¨
Federico Fellini (1920-1993)
Era el doctor Gabriel Trómpiz Graterol (1907-1985), Profesor Titular y Jefe de la Cátedra de Clínica y Terapéutica Médica B de la Escuela José María Vargas de la UCV cuando yo ingresé a ella en 1966 como Instructor por Concurso. Había sido Director de la Sección de Terapéutica Experimental y Profesor de Patología Interna de la Universidad de Caracas, y, además, escritor, un auténtico y genuino bolivariano, autor de libros, filósofo de la medicina…
Recuerdo que en quinto año le oí una clase memorable sobre las experiencias del médico catalán Josep Trueta, descubridor de la doble circulación renal quien publicó sus hallazgos en inglés en 1947 y dos años más tarde en español (“Estudios sobre la circulación renal”).
Comentaba que en los Estados Unidos se hablaba del ¨Trueta Shunt¨ para definir, como en casos de shock clínico o experimental se produce una desviación de la circulación desde la corteza renal hacia la médula, camino por el cual el tránsito es más rápido, con lo que se reduce la perfusión cortical llegando hasta a detenerse y desaparecer. Así, la sangre no tiene oportunidad de ceder el oxígeno a los ovillos glomerulares. Prueba de ello, es la existencia de una misma concentración de oxígeno en la sangre tanto en la vena renal como en la arteria. A resultas, ocurre pues una necrosis aguda o destrucción total de la corteza renal.
Siempre llamó mucho nuestra atención que el Maestro Trómpiz, a la usanza europea, nunca se quitaba el paltó y usaba la bata blanca por encima dando la impresión de que ya se iba. Era sujeto de lustre universal y un médico enterado y compasivo. Gustaba de la observación y de la elucubración intelectual, de la investigación clínica simple con acures y conejos que pudiera realizarse en el confinado ámbito del Servicio, y se definía “como un profesional que andaba más entre ideas y sufrimientos de los enfermos que entre hermosas páginas de literatura o retórica”.
No era persona de exageraciones o liviandades, antes bien, era sobrio, serio y comedido. Así, que, cuando cierto día me dijo que si yo estaba dispuesto, me haría una confidencia, me presté honrado a oírla con especial atención… Muy conturbado y emocionado me contó una anécdota que recién le había ocurrido y que, de sólo recordarla, todavía me recorre un escalofrío con cutis anserino o piloerección. Sus palabras fueron más o menos las siguientes.
-“Mire Muci, alrededor de la actividad de un médico practicante ocurren hechos extraordinarios que pasarían totalmente desapercibidos si él no atesorara en sí mismo, una disposición clara y abierta a escuchar lo que el paciente traiga a su consideración, no importando el contenido de la confidencia ni las creencias que animen la queja; por tanto, un buen médico debe ser un receptor desprejuiciado y comprometido, un real y leal depositario de los hechos que se le confíen, cualesquiera que ellos sean… Le ruego su atención…”
-“Resulta que un día, ya entrada la tarde terminaba mi consulta; estaba muy fatigado por un largo día de lleno de vicisitudes y en disposición de irme a casa a reposar. En eso mi secretaria me informó que una cercana amiga, sin llamar anticipadamente, me había traído a su hija Sara de 15 años para que la examinara. Indispuesto por la intromisión sin previo aviso, la hice pasar y cuando su madre me expresó que tenía fiebre y le dolía la garganta, pensé que nada particularmente importante podía tener aquella joven, que, a mis ojos, lucía tan saludable:
Y así, a priori, no resistí la tentación de pensar que se trataba de una simple faringitis y me senté de nuevo en el escritorio que había dejado momentos antes, sin parar mientes en la facies sardónica o máscara tetánica con aspecto de concentración de la mitad superior de la cara y risa forzada, de volada le escribí una receta. Me despedí y abandoné el área de consulta en mi camino de vuelta a casa. Fue entonces cuando fui compelido a devolverme, tomar un depresor lingual y pedirle que abriera la boca. Quedé estupefacto cuando noté que no podía hacerlo y solo entonces pude percibir aquella facies previamente ignorada y que debía serme tan familiar…
Inmediatamente pensé en tétanos y en efecto, existía el antecedente de que había pisado un clavo una semana antes cuando descalza, caminaba en el jardín de su casa recién abonado con bosta de vaca… Le pedí a uno de mis alumnos que de inmediato la hospitalizara, así que luego de algunos días de rigideces, opistótonos, convulsiones y temblores, con el tratamiento apropiado el cuadro remitió, y la joven sanó sin que quedaran secuelas… Me sentía contento de haber tenido aquel momento luminoso, para mi inexplicable…”
-“Pasó el tiempo, olvidé lo ocurrido, y cierta vez me encontré con su madre en una reunión social. Al preguntarle por su hija, rápidamente me dijo que Sara se encontraba muy bien y totalmente recuperada, pero que la causa de su gran preocupación actual era su hija mayor de 22 años, Amalia, hermana de aquella. Esta joven había sido siempre retraída, tímida, muy timorata e indecisa, todo la sobresaltaba, la ruborizaba y la llenaba de miedo, al punto de que soliendo ir a menudo a la playa los fines de semana, la familia tenía preferencia por acampar en una playita resguardada y poco frecuentada, una ensenada de tranquilas aguas sembrada de cocoteros alineados en semicírculo a la orilla del mar… para que así, la niña no cogiera mucho sol. Amarraban un mecate a un tronco y el otro extremo lo asían a una tripa de automóvil inflada. Allí la sentaban, siendo que las olas ya moribundas y sin fuerzas, vinieran a mojarle las piernas… Nunca se atrevió a entrar al agua, ni siquiera en compañía de sus hermanos, magníficos nadadores…”
-“A medida que la señora me contaba los hechos que constituían ahora su gran tribulación, sus ojos se abrían en forma desmesurada en busca de ayuda, de un destello de luz en los ojos míos… Pues bien, ocurrió que un domingo, uno de sus hermanos se aventuró mar adentro. Todos le gritábamos indicándole que regresara porque estaba muy lejos de la playa y en peligro de ahogarse. Él no oía o hacía caso omiso de nuestra preocupación, y nuestros gritos se fueron transformando en angustiosos alaridos.
En una de esas, la joven también muy turbada se incorporó en el centro de la tripa, se empinó como quien quiere ver más lejos, gimoteando y repitiendo que su hermano se iba a ahogar. Repentinamente elevó los brazos, los trajo a su pecho golpeándolo y lanzando un agudo grito se echó al agua… Para sorpresa de todos, se fue nadando… para colmo, lo hacía con gran destreza y rapidez, así que llegó hasta donde su hermano, lo asió por el cuello y lo trajo de vuelta a la playa sano y salvo… A su arribo, su cara estaba totalmente transformada, vultuosa, sus rasgos se habían endurecido, las venas de su frente, cuello y cara estaban ingurgitadas y tortuosas, con voz gruesa hablaba un lenguaje inextricable aderezado con gruesas vulgaridades nunca acostumbradas por ella.
Tomó del suelo una botella de ron que habían traído sus hermanos, y para más estupor y confusión de todos, elevándola, trago a trago, apuró todo su contenido. Entonces dijo con altivez ser el Cacique Guaicaipuro… Pasado algunos momentos de tensa expectación, bajó la cabeza, adoptó una postura de recogimiento y con voz pausada y tranquila, expresó que era el doctor José Gregorio Hernández, el médico de los pobres… Y desde entonces, aquellas trasmutaciones se repetían casi a diario, sin cesar: Dos personalidades diametralmente opuestas, habían poseído el cuerpo de la joven…”.
-“Bueno amigo Muci, ¿qué pensaría usted de una historia como esta…? -En mi caso, simulando compostura para no sonreír, pensé ¿qué otra cosa podría diagnosticarse como no fuera un caso de histeria mayor?- La señora continuaba expresándome su preocupación y pidiéndome que la ayudara, que me acercara a su casa para que la viera, hablara con ella, la examinara y se la curara como había hecho con Sara, pues sería imposible sacarla de su habitación para llevarla a mi consulta. Pocos días más tarde, con motivo de una fiesta familiar, se presentó la oportunidad. Yo asistí y a las mil y quinientas, pudieron hacer que la muchacha, muy a regañadientes, se acercara a la sala donde todos departíamos.
Alborotado el cabello, huraña, encorvada, desaliñada y asustada, la facies terrosa con círculos cenicientos alrededor de los ojos, apenas si elevó los ojos en señal de saludo y en la V de su escote brotaron los rojizos parches de un eritema a pudoris. En algún momento de la reunión familiar lanzó el consabido y aterrador grito, su cuerpo se enervó, su facies transmutó endureciéndose su semblante y dando inicio a su crisis mayor en medio de un lenguaje críptico abundoso en extrañas palabras, exclamaciones obscenas y sacrílegas. La botella de ron, la invitada de necesidad, salió a relucir para que no se tornara más violenta. La tomó trago a trago y completa en un envión sin que pareciera afectarla, mientras miraba a la concurrencia con ojos desafiantes. Yo, observaba maravillado y absorto la escena, pensando de nuevo que se trataba de un caso de múltiple identidad inducido por un paroxismo histérico¨.
¨Transcurridos algunos minutos de aquel drama donde todos estábamos por demás expectantes e impresionados, ocurrió la conversión… Se apoderó de su rostro la calma y el sosiego, adoptó una actitud monástica, entrelazó los dedos de sus manos, inclinó la cabeza y entornó los ojos. Con voz muy suave y pausada se dirigió hacia mí y me dijo estrechándome la mano…”
-“¡Yo le conozco doctor Trómpiz! ¡Qué bueno tenerle en persona porque deseaba conversar con usted pues hay entre nosotros mucho en común! Usted como yo, ayuda a los enfermos pobres, ambos ejercimos en el Hospital Vargas y ambos también, salvando los tiempos, somos profesores universitarios por convicción y acción…”. Aquel lenguaje tan cultivado y fino, distaba mucho del que había escuchado minutos antes… Habló del Hospital, de Razetti y sus tertulias con estudiantes en el patio de Vargas, de sus respetados colegas de entonces empeñados como él en modernizar la medicina, de la práctica profesional de su tiempo mostrando conocimiento y pasión, pero… de pronto, interrumpió su discurrir histórico y mirándome a los ojos me dijo:
-“¡Por cierto que yo le he ayudado en muchas ocasiones…!”
Sonreí para mis adentros y me dispuse a llevarle la corriente…
-“¿Cómo es eso?” –le repliqué con mal disimulado cinismo-,
-“Pues sí doctor Trómpiz, ¿recuerda usted cuando Sara y su tétanos fueron a visitarle a su consultorio y usted ya se retiraba sin haberla examinado? Pues bien, fui yo quien al oído le susurré que se devolviera, tomara una paleta y le abriera la boca…”
Viniendo esta anécdota de boca del doctor Trómpiz, no tuve más que creer en la veracidad de los hechos y pensar en lo incomprendido, en lo extraño, en lo supernatural, en la dificultad que tenemos los médicos para aceptar o explicar fenómenos extraños que a diario ocurren a nuestro derredor. Somos ¨científicos¨ ciegos y sordos, deambulando en una comarca donde los hechos extraordinarios nunca suceden, parecen no mostrársenos y por tanto nos son ignorados; más aún, los pacientes no quieren expresarnos sus vivencias por temor a suscitar un gesto de desaprobación, una respuesta escéptica o quizá, tan sólo una sonrisa burlona…
¿Un simple caso de la vieja histeria de Charcot?, ¿esa que ya figuraba en referencias en los papiros egipcios, y que luego Platón el filósofo e Hipócrates el médico, hicieran su descripción y que según un mito griego se pensaba que la matriz deambulaba por el cuerpo de la mujer y cuando se aposentaba en el pecho, causaba enfermedades –del griego hystera o matriz-? Más tarde Galeno de Pérgamo estigmatizó a la mujer al escribir que era causada por la privación sexual especialmente en aquellas damas apasionadas, y por ello, con frecuencia se abusó de su diagnóstico en ¨señoritas viejas¨, vírgenes, monjas, viudas y por ocasión en mujeres casadas. Durante el Medievo y el Renacimiento no se hizo esperar que con el diagnóstico viniera aparejado el tratamiento: Matrimonio si la mujer se encontraba soltera; coito repetido si era casada y el ¨masaje¨ de una comadrona como recurso heroico. Todavía por los ríos subterráneos de la medicina se deja oír con desprecio, ¡A esa lo que le falta es hombre…!
Pero, ¿no sería lo de Amalia ese inquietante trastorno de la psiquiatría designado como trastorno disociativo de identidad o trastorno de personalidad múltiple? Quizá…, a lo mejor alguna forma de psicosis… Nunca lo sabremos… Algo parecido a ¨Sybil¨, la historia real de una mujer poseída por 16 diferentes personalidades. Sybil (1976) es un caso real llevado a la literatura por Flora Rheta Schreiber y basado a su vez en la vida de Shirley Ardell Mason, y posteriormente trasladado al cine y a una miniserie de televisión. La joven exhibía un asombroso total de 16 personalidades diferentes; sufría de la enfermedad como consecuencia de graves abusos sexuales en manos de su madre. A partir del libro, múltiples casos se sucedieron al margen de la Asociación Americana de Psicología (APA) que solo reconocería este trastorno en 1980.
¿Por qué finalmente lo reconoció? Luego de publicado el caso de Sybil a través del libro y el filme, se desvelaron las características del trastorno de identidad disociativo; algunos miembros de la APA estuvieron en desacuerdo y al considerar su inclusión afirmaron que era un ¨reconocimiento mediático¨ lo que había afianzado la presencia del trastorno. Algunos todavía cuestionan su validez pues antes del éxito de Sybil apenas se habían descrito una cincuentena de casos, mientras que después el número ascendió a unos cuarenta mil, la mayoría diagnosticados en Estados Unidos, lo cual daría pie a pensar que es un trastorno de creación cultural y sustentado por medios de comunicación. Podría uno preguntarse si un fenómeno mediático puede fomentar la emergencia y desarrollo de una psicopatología… ¨Las tres caras de Eva¨, también pertenece a esta categoría de libros y una película de 1957 basada en hechos reales giraba en torno a Chris Costner-Sizemore que también sufrió un trastorno disociativo de identidad.
Sobre la psicopatología de la conciencia, asentaremos que dentro de ella se enmarca uno de los fenómenos psiquiátricos más extraordinarios e inquietantes descritos: la múltiple personalidad. Esta condición se caracteriza por la existencia de dos o más personalidades o estados de personalidad en el paciente; cada una con sus partes constituyentes de percibir, relacionarse y pensar sobre el ambiente y sobre el Yo. En un momento dado por lo menos una de estas dos o múltiples personalidades, toman el control de la conducta y ello ocurre de forma recurrente. Otra de las características definitorias de este fenómeno es la invariable presencia de amnesias localizadas, que se distinguen por que el paciente suele afirmar una y otra vez que es incapaz de recordar amplios períodos de su vida.
Podría discutirse la pertinencia del traer a colación el caso de Amalia, el porqué de la escogencia de los dos personajes de la historia que protagoniza, tan disímiles, tan radicalmente opuestos: un recio cacique representante del coraje, la valentía y la libertad, y un médico santo entregado total e incansablemente a la cotidiana asistencia de los enfermos, sin reclamar a los pobres estipendio alguno, y que atendiendo los cuerpos, a la vez curaba las almas con gran amor; ambos, haciendo fidedignas confidencias por interpuesta persona es un algo imposible de explicar…
Así que yo, desde aquella revelación de mi maestro, siento que el Santo me respira en la oreja… Pienso que es él quien me susurra: ¿acaso no le vas a hacer un tacto rectal a este paciente?, ¿no le vas a preguntar a esta joven señora taciturna y triste cómo anda su matrimonio o cómo marcha su vida sexual?, ¿vas a confiarte en un informe radiológico en vez de mirar las radiografía con tus propios ojos y opinar en consecuencia…?, o ¿es que no te compadeces por el aislamiento en que vive el hombre enfermo en estos convulsionados tiempos donde en tu medicina fría y mecanicista no cabe el humanitarismo y le aíslas aún más…?, ¿es que no vas a acompañar al paciente pobre en esta horrible coyuntura histórica llamada socialismo del siglo XXI donde un régimen despótico le engaña, le ignora y le utiliza…?
En una ocasión y en la década noventa del siglo pasado, en un artículo publicado en mi columna ¨Primum non nocere –Primero no hacer daño-¨ del Diario El Universal de Caracas, me referí a José Gregorio con el título, ¨El residente más viejo de mi Hospital… ¡Es un santo!¨. ¨Ese mismo –decía-, que nos acompaña en el día a día y susurra en nuestros oídos palabras de estímulo para seguir adelante no obstante la adversidad que nos arropa, nos llama la atención, nos plantea diagnósticos diferenciales, está allí para nosotros y para todos sus pacientes rescatándoles parte de la esperanza perdida…¨.
El hombre primitivo inició lo que podría llamarse la protopsiquatría, y arrinconado por sus miedos atribuyó un origen sobrenatural a la enfermedad, y muy especialmente a la enfermedad mental, ideando intervenciones terapéuticas para expulsar demonios, diablos y espíritus malignos mediante trepanaciones craneales. Más tarde entre los antiguos judíos, los griegos, los egipcios y los chinos se emplearon rituales de exorcismos para extirpar del cuerpo los entes diabólicos enconchados en sus entretelas. Como bien se ha dicho, esta concepción prevaleció hasta Hipócrates de Cos (460 a 370 a.C.), quien arrebató la enfermedad a los dioses para entregarla a la responsabilidad de los hombres clasificando la enfermedad sobre la base de los cuatro temperamentos que modulaban la situación emocional del afectado: colérico, sanguíneo, melancólico y flemático.
En 1563 se publica un texto de demonología, De Praestigiis Daemonum de la pluma del holandés Johann Weyer (1515–1588) al que se considera como padre de la psiquiatría moderna pues en ella denuncia la demonología oficializada del Malleus Malleficarum (¨El martillo de las brujas¨) que vio la luz hacia 1487 y en el cual se adiestraba sobre la detección del poseído, el examen del sospechoso de contubernio con El Malo y la posterior condena de brujos y brujas que terminaban calcinando sus huesos en la pira del martirio.
Pobre de Amalia si hubiera vivido en aquellos tiempos de ignorancia… La psiquiatría de nuestros días permite dar explicación a muchos fenómenos llamados paranormales: esquizofrenia, epilepsia, alucinaciones hipnagógicas e hipnopómpicas (aquellas que se producen en un estado intermedio entre el sueño y la vigilia, es decir, ocurren cuando nos estamos despertando) y muchas más que nos ayudan a esclarecer tal vez, algunos casos con apariencia sobrenatural.
La ciencia y el pragmatismo nos nublan la mirada acerca de hechos que a diario ocurren ante nuestros ojos; aunque el corazón conoce de cosas que no alcanzan a ver los ojos, rechazamos lo que la fisiología, la bioquímica y la fisiopatología no nos pueden explicar; por ello, atacamos con fiereza digna de mejor causa las creencias del paciente, aquello que no entendemos y no encaja dentro de nuestras concepciones médicas, y por tanto, los enfermos se cuidan mucho de no molestar nuestro señorío y se reservan sus vivencias y concepciones de la enfermedad; así, nosotros perdemos oportunidades de ampliar los horizontes de nuestra comprensión y de crecer en medio de ella.
Thomas Carlyle (Escocia, 4 de diciembre de 1795 – Londres, 5 de febrero de 1881), historiador, crítico social y ensayista británico escribió:
¨La tragedia de la vida no es tanto lo que el hombre sufre, sino aquello de lo que se pierde¨.