Elogio de la vulnerabilidad… redivivo

…ellos mismos se envilecen más aún, se hunden más en la pestilencia con cada actuación, con cada palabra y con cada obra…

Hemos sido repetitivos en el sentido de decir que la sociedad venezolana es una sociedad enferma, muy enferma… Esta enfermedad no es nueva y ha estado presente desde que el facilismo petrolero infiltró la ética, la moral y las buenas costumbres de los hombres de fácil talante. Tampoco han sido todos…, muchos han alzado sus voces alertando acerca del peligro de crear una sociedad anómica, un sociedad infartada en el core de su eficiencia, la cual apena decirlo, ya está aquí mostrando su sonrisa socarrona. En los últimos 30 años el deterioro ha sido progresivo y rápido, inducido desde las alturas de un régimen que lenta e inexorablemente ha destruido las instituciones que frenan las apetencias de los hombres e impiden las dictaduras: el poder moral o ciudadano, sugerido por el Libertador Simón Bolívar al Congreso de Angostura de 1.819, e integrado por el Defensor del Pueblo, el Fiscal General y el Contralor General, han sido ganados para el Ejecutivo, se han envilecido y han perdido toda independencia, prestancia, valor y carácter, al convertirse en simples apéndices sin capacidad de frenar a quien cada día más les envilece… Bueno, ellos mismos se enlodan más aún, se hunden más en la pestilencia con cada actuación, con cada palabra y con cada obra…Leer más

Elogio de la etnia…

 

Elogio de la etnia… (Redivivo)

Rafael Muci-Mendoza

 

No estoy seguro si mi padre, también migrante de la persecución siria otomana tan terrible como fue,

al comprenderlo, se identificaba con él…

 

De buen porte era aquél indio guajiro, o si se desea de la etnia wayú o wayúu, tan afecto a la casa de mi infancia, «Ramiro Espiayú», alto, corpulento, de pocas palabras, con su cara aguzada de cotejo, su tez cobriza curtida por el sol y su cara seria picada de viruela, a veces ablandada por una media sonrisa, sus manos grandes y llenas de callos y nudos y a quien mi padre llamaba para aquellos oficios propios de un ¨toero¨, pues hacía de todo, lo hacía muy bien y en el término de la distancia; no sé si por convencimiento o por prevención de una sarta de reprimendas que no estaba dispuesto a recibir: bien le pasaba un lechado a las casas de mi papá, reparaba las tejas, reemplazaba una viga cariada por otra o colocaba nueva caña brava en el techado, reparaba la caja de agua del baño a dos metros del suelo que al tirar de la larga cadena traía a la poceta una tonelada de agua bullanguera, y si el templón era desproporcionado, se venía el depósito con todo y tubería, o pintaba con brocha gorda lo que fuera, dejando aquellas paredes homogéneas y lisitas….

Pero especialmente, lo llamaba con ocasión de aquellas empresas difíciles a quienes todos le sacaban el cuerpo y que nadie podría hacer tan bien como él, como encaramarse en una escalera, quitar el cielo raso del techo frente al paraqué –una habitación adyacente a la sala que no se sabía para qué servía, por qué se llamaba así y donde se recibían las visitas- y entendérselas con un enorme panal de abejas y sus furiosas residentes no dispuestas a dar prenda.

Aquel enjambre iracundo le picaba por todas partes y él, ni se enteraba ni mostraba interés alguno por quitárselas a manotazos ni protegerse la cara ni los ojos, sus aguijones ponzoñosos no le levantaban ronchas ni le producían siquiera escozor. Parecía tener ese extraño síndrome llamado de «insensibilidad congénita al dolor» donde ocurre una interpretación anormal de los estímulos dolorosos que no son percibidos como tales y el tipo no se da por enterado cuando algo le lastima o le hiere, y por ello tiene el cuerpo cuajado de mataduras y cicatrices, o ese otro síndrome propio de la gente que la vida le ha negado todo y ha pasado tanto trabajo y tanta privación y pena, que una picada de avispa o la rabia de un alacrán le parecen nimiedades…

Ese era su trabajo y había que hacerlo, y hacerlo bien, por eso mi papá lo quería mucho, tanto como a un hijo, y más aún lo admiraba y le respetaba por su consecuencia, disposición y responsabilidad, y no dejaba de amonestarlo cuando desviaba la meta. Era un indio que los muchachos de mi casa juzgábamos como ¨raro¨, porque no era Ramiro uno de esos indios con pluma en la cabeza que veíamos en la matinée de los sábados en el Teatro Imperio de Valencia, apaches o sioux, chirikaguas o cherokees, pintarrajeados, galopando sin montura, con una lanza en ristre y pegando gritos, que el muchacho de la película –¨el catirito¨ cómo le decían en Maracaibo- no perdonaba con su revolver Colt de tiro certero o su Winchester 1892; aquellas montoneras, mensajes subliminales de desprecio e intransigencia, eran verdaderas peleas de tigre con burro amarrado, que en su momento, inocentes aplaudíamos a rabiar por virtud de la manipulación mediática gringa contra las razas originarias a las cuales casi aniquilaron de un todo…

¿Cómo había llegado aquel indio a Valencia…? Creíamos que «Espiayú» era su apellido, porque entonces ignorábamos que en la Guajira Venezolana existían al menos 30 clanes o castas, cuyo mayor porcentaje de población se distribuía entre los «Epieyú», Uriana e Ipuana y por ello, al escuchar su nombre y pegado a él, el extraño apellido, no otra cosa que el nombre del clan al cual pertenecía, por supuesto que distorsionado por la ignorancia y cosa que a él poco le importaba, sentíamos sobrada emoción…

Mi hermano Franco sentía especial fascinación y cercanía hacia el indio a quien de continuo le pedía le regalara un arco con sus flechas y un puñal, y el indio, de muy pocas palabras, casi monosílabo, asentaba de vez en cuando para no llevarle la contraria; pero en verdad Ramiro nunca le regaló nada, pero tampoco le arrebató la esperanza…

Ramiro era migrante como tantos hoy día, venido al centro del país para huir tal vez de la vida limitada y austera, del calorón y la tierra abrasada, o huyéndole al bastón de mando y a la justicia de un palabrero, o quién sabe si de un desarraigo amoroso, echando de menos el baile de la yonna o chicha maya donde más de una vez había mordido el polvo por virtud de una india antojadiza de rápido bailar que le hiciera enredar los pies y caer a tierra cuan largo era…

No estoy seguro si mi padre, también migrante de la persecución siria otomana tan terrible como fue, al comprenderlo se identificaba con él y vestía sus zapatos evocadores de recuerdos que le ponían triste, pero también al ver a su numerosa prole venezolana, estudiosa y pujante, pagaba al país por las bondades que le había brindado…

Ha sido ancestral que el comercio sea la actividad más importante de los wayú, dada la vida difícil en esas tierras lejanas y olvidadas, incluido más recientemente el «bachaqueo» o contrabando entre Venezuela y Colombia de gasolina, güisqui y artículos de primera necesidad. La Constitución Bolivariana de 1999, ¨la mejor del mundo¨ y la más vulnerada de la vía láctea, ha incluido en su articulado sentencias hermosas para cuidarlos, pero me sospecho que se trata de un dechado de letra muerta y ya fétida, tal cual su Preámbulo, más perteneciente a un país idílico que a la diaria realidad que padecemos.

Las asambleístas que tienen que bregar con la protección de las etnias sólo visten coloridas mantas o camisones guajiros, creo que más para aparentar que para representar un genuino compromiso, pues además de haberles abandonado hace rato, se olvidan de los pemones en el sureste del estado Bolívar en la frontera con Guyana y Brasil, habitantes comunes en la Gran Sabana y todo el Parque Nacional Canaima, que en sus hermosos mitos describen los orígenes del Sol y de la Luna y la creación de los tepuyes milenarios –Monte Roraima o Dodoima en pemón– y las actividades del héroe creador Makunaima y sus hermanos; y los yanomamos, o la gran nación yanomami, ubicados en nuestro país principalmente en el estado Amazonas, consentidos del padre Cocco, misionero salesiano italiano nunca suficientemente exaltado y reconocido aunque tan a menudo olvidado, y que además se extienden en los territorios brasileños de Amazonas y Roraima.

El venezolano que es un ser de memoria corta, o no le importan sino sus intereses personales o sus propias pequeñas-grandes tragedias, acaso olvide la Masacre de la aldea Haximu, un genocidio cometido en territorio venezolano en 1993 donde en medio de fusiles contra flechas, unos 16 yanomami fueron asesinados por un grupo de garimpeiros o buscadores independientes de oro. ¿Hubo justicia…?

Los pemones que han sobrevivido 500 años después de la llegada de los españoles al continente americano denuncian que “ya llegaron brasileros a minas del Parque Nacional Canaima, aterrizan en Campo Carrao, al lado Salto Ángel, con combustible y bombas”… El ejército o la guardia nacional quienes deberían protegerlos y proteger el suelo patrio,  se hacen la vista gorda y de inmediato les desmienten… Cataplasmas de oro y billetes verdes sobre el pecho a la manera de condecoraciones, les eliminan el sentido de pertenencia y sepultan su deber patriótico…

Resulta triste y penosa la situación en la que pueblos que han habitado las selvas del Estado Bolívar de Venezuela, la Guayana y el Amazonas, siguen siendo desplazados y despojados del derecho a poseer y a explotar las tierras que han ocupado durante siglos, mucho antes de la Conquista de América. Los buscadores de oro han hecho de aquellos hermosos parajes territorios contaminados de enfermedades venéreas y de mercurio sin mencionar las extensas áreas deforestadas, nunca más recuperables… Como este metal pesado se amalgama con el oro y la plata, se ha utilizado para mejorar la separación de las partículas de oro de la ganga o mineral secundario que le acompaña.

Las embatoladas de la Asamblea, mujercitas de pocas luces, no deben olvidar el desastre de Minamata… En 1956, en esta ciudad industrial de Japón, comenzaron a aparecer personas con extraños síntomas de discapacidad sensorial como falta de coordinación motora y alteración de la sensibilidad en manos y piernas, pérdida de la visión, la audición y la palabra, y, en casos extremos, parálisis e incluso muerte por hidrargiria o envenenamiento por mercurio, con cerca de 900 muertos y más de 2000 afectados. El tipo y el grado de síntomas que se presentaron eran individuales y dependían de la dosis, del método de contaminación y de la duración de la exposición. Un ejemplo claro y desgarrador de negligencia, búsqueda del lucro económico a cualquier precio incluido la vida de los demás, y el desprecio al medio ambiente…

Lo que pasa es que el negocio es muy grande, la conciencia muy pequeña, la codicia aguda para el negociado ilícito es febril y la ceguera funcional de las autoridades es profunda para no mirar lo que no conviene y les reporta inconmensurables beneficios…

Otro invasor de aquellos desolados territorios es la malaria o paludismo. Aquellos tiempos de casas muertas, de escalofrío solemne con tiritar de dientes, anemia y bazo agrandado vienen con la octava estrella de la bandera, pura paja… De acuerdo a la Sociedad Venezolana de Salud Pública y la Red Defendamos la Epidemiología, hasta el 18 de julio pasado se notificaron 69.413 casos, lo que representa un aumento de 57,8% con respecto al período homólogo anterior donde se contabilizaron 43.992. El estado Bolívar concentró 54.381 enfermos o el 92,2 % de los casos notificados. Los estados Amazonas, Delta Amacuro, Monagas, Sucre, Apure y Zulia, también se encuentran en el ojo de la epidemia, esa que la dictadura se empeña en negar, siendo que en el inmediato quinquenio 2010-2014 el incremento fue de 109%, un salto atrás epidemiológico, una afrenta a la epidemiología nacional… Pero, ¿qué queremos?, no puede compararse un tal Henry Ventura y su cerebro chiquito que emulando el parto de los montes parió la  «micromisión contra la malaria» con un Arnoldo Gabaldón que en su tiempo, con conocimientos, liderazgo, garra y corazón de león logró que Venezuela fuera el primer país de América Latina en erradicar la malaria… ¡La vergüenza no existe en los prohombres de la revolución…!

Es que la Venezuela chavomadurista, tiene uno de los peores escenarios económicos: la inflación más alta del planeta, prolongada recesión, desabastecimiento y carestía de productos esenciales, desgarradora crisis humanitaria compleja en salud, un desorden cambiario originado por tres tasas de cambio para engordar la codicia de los vivos del régimen, un país donde la gente está pasando hambre, ese mismo donde mueren 25.000 ciudadanos violentamente cada año, donde la fuerza pública de Venezuela opera en conjunto con las bandas criminales y con toda la delincuencia organizada que hay en el eje fronterizo permitiendo el contrabando a gran escala, ese que no pasa por las trochas sino por los puentes internacionales, ¿Quién puede creer que un régimen falsario e irresponsable, inmoral y mendaz y que se encuentra de salida, pueda darles seguridad, estabilidad y tranquilidad a 20.000 refugiados sirios…?

Ramiro debe estar contento con mi recuerdo, pero también muy triste; triste al ver a su pueblo rebajado por políticos corruptos a categorías infrahumanas que hablan tanta paja que podrían dar de comer a toda una legión de chivos hambrientos… ¡Chivo que rompe tambor, con su pellejo lo paga…!

 

Addendum

 

La condena de Leopoldo López de manos de una funesta jueza es la condena de todos los demócratas decentes de MI país y con relación a la pena inmerecida, desproporcionada y cruel impuesta desde las alturas del régimen achacoso e insignificante, el escritor Hermann Hess (1877-1962), nos alecciona:

  • «Para que pueda surgir lo posible es preciso intentar una y otra vez lo imposible»
  • «Dios no nos envía la desesperación para matarnos, nos la envía para despertar en nosotros una nueva vida»
  • «Donde cesa el bienestar y empieza la penuria, se deja sentir la educación que la vida nos quiere dar»

Elogio del pus…

 

El dócil Consejo Supremo Electoral y el Tribunal Supremo de Injusticia son dos de los tantos abscesos mafiosos implantados en el corazón de la democracia venezolana y en cuyo diccionario no existe el vocablo libertad; apliquemos sin demora el aforismo latino, «Ubi pus, ibi evacua», donde hay pus, hay que evacuarlo…

Desde mi punto de vista, egoísta, como ocurre cuando nos sentimos saludables y felices, cuando no permitimos que nada ni nadie nos robe la felicidad interior, cuando somos y sentimos la libertad de nuestro corazón, la mañana del 2 de julio del año de Dios de 2016, fue sin duda, una gloriosa. Un intenso cielo azul sin pizca de nubes perturbadoras, jineteaba sobre el majestuoso Ávila, destacando su verdor, su serenidad y magnificencia, ignorando los desatinos de la ¨revolución de la miseria bolivariana¨ y aún los asesinatos cometidos en nombre de la sinrazón en sus verdes e inocentes faldas. La Cruz de los Palmeros, a 2.575 msnm, construida con recias láminas de aluminio y erigida sobre el Peñón Diamante en el Pico Oriental de la Silla de Caracas, podía verse con gran nitidez desafiando el viento y el barranco tentador. Mientras el motor de mi auto se calentaba, me abstraí durante algunos segundos y bebí de su cáliz, radiante vida. Me olvidé de todo y festejé con ojos golosos el espectáculo que se ofrecía ante mis ojos como si fuera solamente mío… Engaño que nos hacemos, cuando gozamos de privilegios, cuando tenemos esperanza, cuando tenemos salud…, ese bien tan efímero, que hizo decir a un cínico que, ¨ es un estado transitorio que no conduce a nada bueno…¨.

Para HIPÓlito Guiñaposo por seguro que fue todo lo contrario. Sus ojos vidriosos todo lo miraban con el tinte de la melancolía, con tintura gris de la tristeza; opaco y turbio era como se le antojaba aquel día. Su semblante no era uno por el cual alguien pudiera sentirse orgulloso. Cuando apresurado, le rebasara a la altura del San José de la plazoleta del Hospital Vargas de Caracas, hubiera dicho que cojeaba, pues caminaba despacito, arrastrando su pierna derecha e inclinado sobre un costado, como una medialuna turca. Usted sabe, los médicos clínicos no podemos abstraernos de mirar a los demás con esa ¨mirada médica¨ que surge espontánea, esa que intenta adivinar al rompe el malestar que les invade… Fuimos formados así, y el trajín hospitalario entre aporreados, desahuciados y moribundos, con dolor, mucho nos enseña ese ¨cómo mirar¨ con la ventaja que dan el conocimiento y la experiencia labrada con el paso de los días y acumulada en el tiempo…

Llevaba una toalla delgada y sucia enrollada alrededor de su cuello, barata y de cuadros que habían sido azules alguna vez, su cabello alborotado y pegostoso atraía moscas que revoloteaban sobre él; la piel renegrida y seca completaban el atuendo. Mirando con más detalle me percaté que sus dos manos, cuyas uñas terminadas en una negra banda de luto —podía ver—, penosamente ¨cargaban su hígado…¨: Una expresión muy médica… La una sobre la otra, apoyadas sobre la región superior y lateral derecha su abdomen. Técnicamente hablando, sobre su hipocondrio derecho. Una viejecita que parecía un bizcocho de butaque, liliputiense, arrugadita toda y apergaminada, con las fuerzas que da el amor y la necesidad, suplía la que mi institución le negaba y le servía de lazarillo apuntalándolo por su flanco izquierdo. En la portería de mi hospital no hay sillas de ruedas ni gente que se conduela para asistir la miseria de los pacientes agudos, pareciera que no son bienvenidos…

¡Por esta puerta no es, suba media cuadra hasta la emergencia…!, rugió el indolente de turno pareciendo decir, ¡quién los manda a venir enfermos… ¡No molestes mi ocio…! Porque eso sí, como en el Palacio Presidencial de Miraflores, abundan los gandules, los indiferentes a los dramas que por allí transitan, hablachentos y ordinarios que sólo parecen estar apostados ahí para entorpecer el paso a quienes desean ingresar, haciéndoles las más necias preguntas que hacen aquellos que se sienten con poder y con derecho… A despecho de sus diversas escaleras de numerosos peldaños diseñadas por arquitectos desconocedores de la importancia de un barandaje donde la salud no abunda, nadie que venga del afuera será ayudado en su transportación dentro de mi hospital. Desde decirle al infortunado, ¡ese doctor no trabaja aquí! –aunque el almanaque me diga que medio siglo ha consumido mi vida entre sus pasillos y salas-. ¡Cada quien que vea cómo se las arregla! ¡Ciento veinticinco años de indiferencia! ¡Sabe Dios cuántos más…! Por seguro que ya no veré su resurrección, ya pronto como quisiera, antes que la vejez haga oscuras mis pupilas y Átropos me tome a su cargo…

-¨ ¡Qué mal que se ve este pobre hombre! ¨ —me dije mirándole de reojo-. Era como de mi edad, tal vez quizá mucho menor; la diferencia estaba en que yo no había padecido de carencias y que la vida había sido generosa conmigo. ¡Vaya injusticia! No adivinaba que ese preciso día sería mi paciente, cuando algunos estudiantes me pidieron que les acompañara a la Emergencia a ver un enfermo…; allí contemplé de cerca la ruinera de su porte todo, percibí el hedor corporal de la regadera ausente y la carencia de un baño de cuerpo presente; me solidaricé con su rictus de dolor, de ese sordo dolor que le taladraba la víscera mayor, el hígado, impidiéndole respirar; ese noble órgano al cual se le atribuyen mil síntomas infundados, boca amarga, lengua cubierta de saburra, mal aliento, mareos, manchas en el cuerpo y tantas otras necedades… No pude más que una vez más, sentir vergüenza por todos los privilegios que me asistían y aquellos que a aquél otro, la vida y la institución le habían regateado…

Observé su guardacamisa y pantalón, raídos por el tiempo y zurcidos por la mugre mal disimulada, que hacían juego con sus chancletas de goma de un rojo marchito que ¨i-que¨ vestían sus pies. Las llevaba sesgadas y sus talones borlados por gruesas callosidades pisaban el suelo, pues habían olvidado cómo ocupar su lugar en aquel precario espacio. Se le notaba ¨muy tocado¨ —un término que solemos aplicar los médicos a aquellos enfermos de muy mal semblante, generalmente tocados por la infección aguda—, más que tocado, tal vez muy aporreado y vapuleado por la enfermedad, como en realidad deberíamos decir: un estado general muy delicado, un aspecto de cruel y aguzado morbo, una pajiza palidez entremezclada aquí y allá con manchas marrones hidrosolubles que el agua y el jabón hubieran eliminado en un minuto, lujo negado a los habitantes de barriadas no muy lejos de mi comodidad, de la suya…

Con voz agachadiza me dio detalles de su dolencia: su malestar, su inapetencia, sus escalofríos y aquel fogaje vespertino que le asustaba y en que sentía que se le iba la vida, su dolor en el costado derecho que reptando hasta su hombro, le atajaba el respiro. Sí, respiraba superficialmente, como para no tentar al demonio enfurecido que se arrochelaba en su hipocondrio derecho. Pero, más a menudo de lo que él hubiera querido, era interrumpido por un HIPO iterativo y sonoro, violento y agotador que ya contaba muchos días y noches, que le impedía el comer y el dormir, y que acrecentaba aún más el dolor nacido donde sus manos se posaban:

¡Hip… Hic… Hip… Hic… era la voz imitativa de HIP-ólito Guiñaposo…! Cada sacudida de su cuerpo ¨in toto¨ le obligaba a inclinarse aún más hacia su derecha, imitando aún más una medialuna turca para evitar el doloroso resalto traído por la brusca contracción de su diafragma. Su piel ardía en fiebre y con mi oftalmoscopio alcancé a ver en sus conjuntivas, lentos y fatigados trenes de glóbulos rojos aglomerados moviéndose en las delgadas vénulas, expresión clínica de la presencia en su sangre de rezumantes reactantes de la fase aguda de la inflamación. Su hígado era enorme y muy doloroso a la suave palpación. Los ruidos cardíacos podían ser auscultados con increíble fidelidad a la derecha más extremosa de la víscera, donde habitualmente no se dejan oír.

¨¡Es el signo de Acosta Ortiz…! -dije recordando con orgullo vargasiano a mis estudiantes ignorantes de su linaje, de quiénes habían sido sus tatarabuelos. Esta bola viciosa de pus en el hígado sirve como una caja de resonancia conductora de lejanos ruidos. El maestro Pablo Acosta Ortiz (1864-1914), el gran cirujano del otrora, lustre y honra del Hospital Vargas de Caracas de antaño y echado a menos en el de hogaño, describió este signo semiológico en sus casos de «hepatitis supuradas de los países tropicales», como entonces se conocía al temible absceso hepático tropical, el producido por el vitriolo destructivo de la Entamoeba hystolítica, la creadora de un foco de miasmática podredumbre incrustada en la noble víscera hepática de este desventurado y escarnecido HIP-ólito…

En esta Venezuela actual, rapiñada por una nomenkaltura chavista y castrista y voraces entornos íntimos, la visión del pobre de HIP-ólito se me antojó similar a la de aquel Antonio Ramírez de 52 años, hijo de María de Jesús Ramírez, quien precisamente un 2 de julio de 1891 se convirtiera en el primer paciente del recién inaugurado Hospital Vargas.

¡La ruinera de HIP-ólito era la flagrante denuncia de que 125 años habían pasado en balde para muchos…! Cuando fuera incidido por el escalpelo del cirujano, el enorme absceso del lóbulo derecho del hígado dejó manar seis litros de pus achocolatado, patognomónico y altanero, denunciante de la agresión de la ameba y de la indiferencia de una sociedad donde las oportunidades a muchos se les niega.

¡Oh milagro…! Al día siguiente, HIP-ólito había virado 180º hacia la vida, sonreía mostrando el sarro de sus dientes, tanto como su madre vizcochuda, y… ¡estaba pidiendo comida! Sus manos superpuestas habían abandonado el lugar de proyección de la víscera magna que ya no necesitaba ser cargada, y el HIPO, cruel y agotante como había sido, había huido con su jipido a otra parte… Mi exalumno el cirujano, lo miró con cara de orgullo y para sus adentros pensó: ¡Cosa rara! ¡Pude actuar a tiempo! ¡Tantos pacientes he perdido en medio de la inacción y la indolencia…!

En días pasados mi dilecto amigo, doctor Mauricio Goihman me recordaba el aforismo latino, «Ubi pus, ibi evacua», un adagio utilizado habitualmente en medicina que significa: «donde hay pus, hay que evacuarlo». Se refiere a lo que los médicos deben hacer cuando encuentran un cúmulo de material purulento en cualquier parte del cuerpo humano; esto es, crear una abertura para facilitar su salida y con ello, la evacuación de la toxicidad que produce… Todavía soy incapaz de creer que exista quien que se empeñe en administrar antibióticos para tratar abscesos en vez de favorecer su fluctuación y entonces abrirlos y drenarlos… Siguiendo el aforismo «Ubi pus, ibi evacua», el tratamiento de los abscesos empieza con la incisión, sigue con el drenaje y tras esta operación según el caso, suele dejarse una tira de gasa o ¨mecha¨ para rellenar parcialmente la cavidad de tal forma que no se cierre, siga drenando y cicatrice de adentro hacia afuera, por segunda intención.

El Diccionario Terminológico de Ciencias Médicas de Salvat define el pus como, ¨un líquido más o menos espeso, de color variable y reacción alcalina, producto de una inflamación aguda o crónica, constituido por una parte líquida o suero y otra sólida formada por glóbulos de pus, piocitos, glóbulos blancos y partículas grasa, ácidos grasos y microbios¨. La semilla del dogma galénico que alimentó el concepto de la sepsis por más de mil años: ‘pus bonum et laudabile’, indicaba que ‘la pus es buena y laudable’ y su credo marcó la pauta del cuidado de las heridas durante más de mil años. Es ese pus bueno, laudable o loable el propio de los abscesos calientes y de superficies de granulación, amarillo espeso por su alto contenido de fibrina. Por el contrario, el pus tuberculoso, llamado caseoso, es espeso, casi sólido y parecido al cuajo. El peor es el pus icoroso, también llamado sanioso, claro, acre, maloliente o fétido, secretado por superficies ulceradas de mal carácter, símil del vehiculizado a la población por el pestilente comunismo que ha acogotado y agotado MI país.

Todavía no puedo creer que el pueblo venezolano haya sido incapaz de drenar el icoroso pus representado por 17 años de presencia de un absceso febril y tóxico en continuo crecimiento que ha sido el chavismo destructivo… ese que sufre del síndrome de Stendhal, una condición psicosomática causante de taquicardias, vértigo, confusión, temblores, depresiones y alucinaciones cuando ciertas personas se exponen a una obra de arte excelsa, pero también, cuando malvados son expuestos a esa obra de arte que solía ser el pueblo venezolano, tan alegre, servicial y compenetrado y por ello había que aniquilarlos; pero no ha sido así, 17 años  no han bastado para diluir en el olvido la palabra ¨democracia¨ que llevamos muy profundo en el sentimiento colectivo…

El admirado profesor doctor, José Félix Oletta, quien fuera Coordinador de la Comisión de Epidemiología y Representante de la Sociedad Venezolana de Medicina Interna en la Red de Sociedades Científicas Médicas de Venezuela y ex ministro de Sanidad, realizó cálculos propios para proyectar el número de pacientes con diarrea aguda que se presentará durante este año: entre 2.132.000 a 2.340.000 enfermos, lo que equivaldría a un aumento con respecto a 2015 de entre 17,20% y 28,63%. La amibiasis y la hepatitis A, ambas transmitidas por el agua, por el agua insalubre que estamos consumiendo, que también ha aquejado y aquejará al sufrido pueblo venezolano… ¿Cuántos más como HIP-ólitos Guiñaposos?

El ¨índice de miseria¨ publicado ha poco por Bloomberg que es calculado con base a la combinación de la inflación más el desempleo de cada país, muestra que los países ¨menos miserables¨ del mundo son Tailandia, Singapur y Japón. Raúl Castro, Maduro y su camarilla deben estar muy satisfechos y orgullos por el daño intencionado infligido a MI país, pues con un índice de 188.2%, Venezuela es con mucho el lugar más miserable del mundo, seguido por Bosnia 48.97% y Sudáfrica con 32.9%. Por supuesto, la compra de conciencias maquillará los números y nos mostrarán que ese ente ridículo como es el ¨Ministerio de la Felicidad Suprema¨ ha hecho un buen trabajo, como si la felicidad en ausencia de amor, competencia y de corazones compasivos se decretara…

El pueblo venezolano, sin distingos, chavistas y no chavistas, militares y civiles, letrados y analfabetos, laicos y curitas debemos levantarnos al unísono y ¡Ya!, exigir por la vía que sea, nuestro derecho a detener la miseria representada en el alma, el entreguismo y el comportamiento de la mafia criminal que nos ha dirigido hacia el peor de los destinos.

El dócil Consejo Supremo Electoral y el Tribunal Supremo de Injusticia son dos de los tantos abscesos mafiosos implantados en el corazón de la democracia venezolana y en cuyo diccionario no existe el vocablo libertad; apliquemos sin demora el aforismo latino, «Ubi pus, ibi evacua», donde hay pus, hay que evacuarlo…

rafaelmuci@gmail.com

Elogio de los niños de la calle… archipetaquiremandefuá.

Hoy me dio por amanecer triste sin saber, o, por qué no decirlo, sabiendo por qué… Un nombre melancólico y empolvado aflora a mi consciente, ¡Mandefuá! Es propio de la condición humana que una tristeza profunda te atenace con muelas de cangrejo durante estos días frescos, de cielos azules, de villancicos y hallacas, que deberían ser de felicidad por la celebración del advenimiento del Niño Jesús, Rey de Reyes, Redentor de la Humanidad dolida, en una humilde cabaña con sus padres José y María, algunos pastores y una mula y un buey…

  Tengo tanto, ellos no tienen nada…  En 1998, Hugo Chávez, recién juramentado a la presidencia, proclamó: «Yo me prohíbo a mí mismo. Hugo Chávez se prohíbe a sí mismo que haya niños de la calle en Venezuela. ¡No puede haber niños de la calle en Venezuela! (…) Asumamos nuestra culpa. Yo de primero, seré el primer culpable si hay niños abandonados en Venezuela. No permitiré que en Venezuela haya un solo niño de la calle; y si no, dejo de llamarme Hugo Chávez«. Sus palabras, se me antoja fueron solo ruin venganza…, palabras para un público de galería… Los únicos grandes hombres que hay en el mundo ven a los niños; pero él no lo era, nunca lo fue y dejó verdugos de niños que matan en ellos la esperanza de un porvenir mejor con una baja estatura, un desequilibrio orgánico, un cerebro pequeño que les lleva a un embrutecimiento paulatino que les conducirá a ser carga para los  demás…

No se necesita singular penetración para encontrar en esas calles olvidadas de Dios a los futuros criminales, tuberculosos y holgazanes que un día no muy lejano reclamarán la atención de las autoridades y la solicitud de caridad…

   ¿Cuántos niños en «situación de calle», o niños, niñas y adolescentes en situación de riesgo o riesgo social, mal viven en las calles de Caracas y en otras ciudades de Venezuela? El entrecomillado es un eufemismo creado por el peor de los socialistas del siglo XXI, ¿dónde y cómo durmieron anoche?, ¿cómo se cobijaron sin cobija?, ¿qué se siente en la fría madrugada cuando las tripas gruñen por ausencia de algún trozo de pan de la basura…? La siembra del odio les ha tocado; hombres en ciernes ya modificados por la violencia: entecos, abusados, ignorados, ultrajados, envilecidos, mueren por decenas sin que siquiera nos demos cuenta, sin la presencia de un fiscal, sin el veredicto de un juez, cada día, cada noche una eternidad de horror en ausencia de un destino liberador… En la lotería de la vida tuvimos suerte sin que tal vez nos asistiera ningún derecho; son las deudas que dejan los privilegios; son las deudas que claman por una cancelación…

      José Rafael Pocaterra (Valencia, 1888 – Montreal, 1955). Escritor, novelista, ensayista, poeta venezolano y diplomático, considerado uno de los maestros del cuento venezolano del siglo XX; involucrado en una conspiración contra Juan Vicente Gómez, fue encarcelado en la temible cárcel La Rotunda de 1919 a 1922. Entre sus tantas obras literarias, escribió, «De cómo Panchito Mandefuá cenó con el Niño Jesús», un desgarrante documento que mueve al corazón que para que las nuevas generaciones no lo olviden pues sintetiza los rasgos del niño de la calle de hoy y de siempre, lo transcribiré en su totalidad.

    «A ti que esta noche irás a sentarte a la mesa de los tuyos, rodeado de tus hijos, sanos y gordos, al lado de tu mujer que se siente feliz de tenerte en casa para la cena de navidad; a ti que tendrás a las doce de esta noche un puesto en el banquete familiar, y un pedazo de pastel y una hallaca y una copa de excelente vino y una taza de café y un hermoso “Hoyo de Monterrey”[1], regalo especial de tu excelente vicio; a ti que eres relativamente feliz durante esta velada, bien instalado en el almacén y en la vida, te dedico este cuento de Navidad, este cuento feo e insignificante, de Panchito Mandefuá, granuja billetero, nacido de cualquiera con cualquiera en plena alcabala, chiquillo astroso a quien el Niño Dios invitó a cenar.

 Como una flor de callejón, por gracia de Dios no fue palúdico, ni zambo, ni triste; abrióse a correr un buen día calle abajo, calle arriba, con una desvergüenza fuerte de nueve años, un fajo de billetes aceitosos y paltó de casimir indefinible que le daba por las corvas y que era su magnífico macferlán de bolsillos profundos, con un bolsillito pequeño para los cigarrillos, que era su orgullo, y que le abrigaba en las noches del enero frío y en los días de lluvia hasta cerca de la madrugada, cuando los puestos de los tostaderos son como faros bienhechores en el mar de niebla, de frío y de hambre que rodea por todas partes en la soledad de las calles, al pobre hamponcillo caraqueño. Hasta cerca de media noche, después de hacer por la mañana la correría de San Jacinto y del Pasaje y el lance de doce a una en las puertas de los hoteles, frente a los teatros o por el boulevard del Capitolio, gritaba chillón, desvergonzado, optimista:

Aquí lo cargooo… El tres mil seiscientos setenta y cuatro, el que no falla nunca ni fallando, ¡archipetaquiremandefuá…!

El día bueno, de tres mil billetes y décimos, Panchito se daba una hartada de frutas; pero cuando sonaban las doce y sólo –después de soportar empellones, palabras soeces, agrios rechazos de hombres fornidos que toman ron– contaban en la mugre del bolsillo catorce o dieciséis centavos por pedacitos vendidos, Panchito metíase a socialista, le ponía letra escandalosa a “La maquinita” y aprovechaba el ruido de una carreta o el estruendo de un auto para gritar obscenidades graciosísimas contra los transeúntes o el carruaje del General Matos o de cualquiera de esos potentados que invaden la calle con un automóvil enorme entre una alarido de cornetas y una hediondez de gasolina…; y terminaba desahogándose con un tremendo “Mandefuá” donde el muy granuja encerraba como en una fórmula anarquista todas sus protestas al ver, como él decía, las caraotas en aeroplano.

Quiso vender periódicos, pero no resultaba; los encargados le quitaron la venta: le ponía el «mandefuá» a las más graves noticias de la guerra, a las necrologías, a los pesares públicos:

-«Mira hijito le dijeron mejor es que no saques el periódico, tú eres muy Mandefuá».

[1] Se refiere a la marca de un famoso habano cubano.

Tuvo, pues, Panchito su hermoso apellido Mandefuá, obra de él mismo, cosa esta última que desdichadamente no todos son capaces de obtener, y él llevaba aquel Mandefuá con tanto orgullo como Felipe, Duque de Orleans, usaba el apelativo de Igualdad en los días un poco turbios de la Convención, cuando el exceso de apellidos podía traer consecuencias desagradables.

Pero Panchito era menos ambicioso que el Duque y bastábale su «medio real podrido»–como gritaba desdeñosamente tirándoles a los demás de la blusa o pellizcándoles los fondillos en las gazaperas del Metropolitano.

Una grada para muchacho, bien ¡Mandefuá!

De sus placeres más refinados era el irse a la una del día, rasero con la estrecha sombra de las fachadas, y situarse perfectamente bajo la oreja de un transeúnte gordo, acompasado, pacífico; uno de esos directores de ministerio que llevan muchos paqueticos, un aguacate y que bajan a almorzar en el sopor bovino del aperitivo:

El mil setecientos cuarenta y siete ¡mandefuá!

Granuja ¡atrevido!

Y Panchito, escapando por la próxima bocacalle, impertérrito:

Ese es premiado, ¡no se caliente mayoral!

El título de Mayoral lo empleaba ora en estilo epigramático, ora en estilo Elevado, ora como honrosa designación para los doctores y generales del interior a quienes les metía su numeroso archipetaquiremandefuá.

Y con su vocablo favorito, que era panegírico, ironía, apelativo –todo a su tiempo–, una locha de frito y un centavo de cigarros de a puño comprado en los kioscos del mercado, Panchito iba a terminar la velada en el Metro con «Los misterios de Nueva York», chillando como un condenado cuando la banda apresaba a Gamesson advirtiéndole a un descuidado personaje que por detrás le estaba apuntando un apache con una pistola o que el leal perro del comandante Patouche tenía el documento escondido en el collar. Indudablemente era una autoridad en materia de cinematógrafo y tenía orgullo de expresarlo entre sus compañeros, los otros granujas:

-«Mira, vale, para que a mí me guste una película tiene que ser muy crema».

Panchito iba una tarde calle arriba pregonando un número «premiado» como si lo estuviese viendo en la bolita… Detúvose en una rueda de chicos después de haber tirado de la pata a un oso de dril que estaba en una tienda del pasaje y contemplando una vidriera donde se exhibían aeroplanos, barcos, una caja de soldados, algunos diávolos, un automóvil y un velocípedo de «ir parado» … Y, de paso rayó con el dedo y se lo chupó, un cristal de la India a través del cual se exhibían pirámides de bombones, pastelillos y unos higos abrillantados como unas estrellas.

En medio del corro malvado, vio una muchachita sucia que lloraba mientras contemplaba regada por la acera una bandeja de dulces; y como moscas, cinco o seis granujas, se habían lanzado a la provocación de los ponqués y de los fragmentos de quesillo llenos de polvo. La niña lloraba desesperada, temiendo el castigo.

Panchito estaba de humor; cinco números enteros y seis décimos ¡ochenta y seis centavos! La sola tarde después de haber comido y «chuchado” … Poderoso. Iría al Circo que daba un estreno, comería hallacas y podría fumarse hasta una cajetilla. Todavía le quedaban dos bolívares con que irse por ahí, del Maderero abajo para él sabía qué… ¡Una noche buena crema!

Seguía llorando la chiquilla y seguían los granujas mojando en el suelo y chupándose los dedos…

Llegó un agente. Todos corrieron, menos ellos dos.

¿Qué fue? ¿Qué pasó?

Y ella sollozando:

Que yo llevaba para la casa donde sirvo esta bandeja, que hay cena para esta noche y me tropecé y se me cayó y me van a echar látigo…

Todo esto rompiendo a sollozar.

Algunos transeúntes detenidos encogiéronse de hombros y continuaron.

–Sigan, pues –les ordenó el gendarme.

Panchito siguió detrás de la llorosa.

Oye, ¿cómo te llamas tú?

La niña se detuvo a su vez, secándose el llanto.

  ¿Yo? Margarita

¿Y ese dulce era de tu mamá?

Yo no tengo mamá.

¿Y papá?

Tampoco

¿Con quién vives tú?

Vivía con una tía que me “concertó” en la casa en que estoy.

¿Te pagan?

¿Me pagan qué?

Panchito sonrío con ironía, con superioridad:

Guá, tu trabajo: al que trabaja se le paga, ¿no lo sabías?

Margarita entonces protestó vivamente:

Me dan la comida, la ropa y una de las niñas me enseña, pero es muy brava.

¿Qué te enseña?

A leer… Yo sé leer, ¿tú no sabes?

Y Panchito, embustero y grave:

¡Puah! Como un clavo… Y sé vender billetes, y gano para ir al cine y comer frutas y fumar de a caja…

Dicho y hecho, encendió un cigarrillo… Luego, sosegado:

¿Y ahora qué dices allá?

Diga lo que diga, me pegan… –repuso con tristeza, bajando la cabecita enmarañada.

¿Y cuánto botaste?

Seis y cuartillo, aquí está lista –y le alargó un papelito sucio.

¡Espérate, espérate! –le quitó la bandeja y echó a correr.

Un cuarto de hora después volvió:

–Mira, eso era lo que se te cayó, ¿nojerdá?

Feliz, sus ojillos brillaron y una sonrisa le iluminó la carita sucia.

Sí… eso.

Fue a tomarla, pero él la detuvo:

¡No, yo tengo más fuerza, yo te la llevo!

Es que es lejos expuso tímida.

¡No importa!

Por el camino él le contó, también que no tenía familia, que las mejores películas eran en las que trabajaba Gamesson y que podían comerse un gofio…

Yo tengo plata, ¿sabes? –y sacudió el bolsillo de su chaquetón tintineante de centavos.

Y los dos granujas echaron a andar.

Los hociquillos llenos de borona, seguían charlando de todo. Apenas si se dieron que llegaban.

Aquí es… dame.

Y le entregó la bandeja.

Quedáronse viendo ambos los ojos:

¿Cómo te pago yo? –le preguntó con tristeza tímida.

Panchito se puso colorado y balbuceó:

Si me das un beso.

¡No, no! ¡Es malo!

¿Por qué…?

Guá, porque sí…

Pero no era Panchito Mandefuá a quien se convencía con razones como ésta; y la sujetó por los hombros y le pegó un par de besos llenos de gofio y de travesura.

Grito…, que grito…

Estaba como una amapola y por poco, tira otra vez la dichosa dulcera.

Ya está, pues, ya está.

De repente se abrió en ante portón. Un rostro de garduña, de solterona fea y vieja apareció:

¡Muy bonito el par de vagabunditos estos! gritó.

El chico echó a correr. Le pareció escuchar a la vieja mientras metía dentro a la chica de un empellón.

–Pero, Dios mío, ¡qué criaturas tan corrompidas éstas desde que no tienen edad! ¡Qué horror!

¡Era un botarate! No le quedaban sino veintiséis centavos, día de Noche Buena… Quien lo mandaba a estar protegiendo a nadie…

Y sentía en su desconsuelo de chiquillo una especie de loca alegría interior… No olvidaba en medio de su desastre financiero, los dos ojos, mansos y tristes de Margarita. ¡Qué diablos! El día de gastar se gasta «archipetaquiremandefuá»…

A las once salió del circo. Iba pensando en el menú: hallacas de «a medio», un guarapo, café con leche, tostadas de chicharrón y dos «pavos rellenos» de postre. ¡Su cena famosa! Cuando cruzaba hacia San Pablo, un cornetazo brusco, un soplo poderoso y Panchito Mandefuá apenas quedó, contra la acera de la calzada, entre los rieles del eléctrico, un harapo sangriento, un cuerpecito destrozado, cubierto con un paltó de hombre, arrollado, desgarrado, lleno de tierra y de sangre…

Se arremolinó la gente, los gendarmes abriéndose paso…

¿Qué es? ¿Qué sucede allí?

¡Nada hombre! Que un auto mató a un «muchacho de la calle»

¿Quién…? ¿Cómo se llama…?

¡No sé sabe! Un muchacho billetero, un granuja de esos que están bailándole a uno delante de los parafangos… –informó, indignado, el dueño del auto que guiaba un «trueno».

     Así fue a cenar al cielo invitado por El Niño Jesús esa Noche Buena Panchito Mandefuá…»