Primero, No Hacer Daño
La conjura de los remedios o ¿para qué tantas medicinas?
Chismes del pasado dan cuenta que Charles II de Inglaterra, Escocia e Irlanda (1630-1685), en el trigésimo séptimo año de su reinado, ocurrióle que cuando era afeitado de improviso emitió un sonoro grito y se fue al suelo cuan largo era mientras era sacudido por convulsiones. ¿Qué hacer? ¡Él no podía imponerse sus propias manos!
De acuerdo a los conceptos médicos imperantes en su época, era mandante sacar la enfermedad recién aposentada por cualesquiera orificio, natural o antinatural que existiere o fuera necesario crear… Y así, fue tratado por doce desesperados galenos, quienes aplicaron toda su sabiduría sobre la humanidad de su alteza real, pues mientras más poderoso uno sea, más médicos meterán su cuchara en el caldo corporal en que uno se transforma…
En las memorias de uno de ellos, un tal doctor Scarburgh, se da cuenta de los particulares de la singular “cura” a que le sometieron o más propiamente, de sus dieciséis martirios, sin que hayamos podido identificar cuál de ellos le dio el ‘coup de grace’ al desventurado monarca… (1). Sangría. (2). Incisión en el hombro y aplicación de ventosa para extraerle ocho onzas adicionales de sangre. (3). Administración de un vomitivo y un purgante. (4). Segunda purga. (5). Colocación de una lavativa antimonial. (6). A las dos horas, repetición del enema con un purgante. (7). Rasurado del cabello y aplicación ‘in situ’ de un vejigatorio. (8). Polvo para estornudar con la finalidad de “energizar su cerebro”. (9). Catárticos repetidos a frecuentes intervalos. (10). Paños sedativos con licor, agua de cebada y almendras dulces a intervalos regulares. (11). Emplasto de vino de Borgoña y estiércol de paloma aplicado en los pies. (12). Continuación de sangrías y purgas. (13). La condición del soberano empeora —¿Cómo? ¿empeora…?— Se administran cuarenta gotas de extracto de cráneo humano. (14). Medicación con piedra de bezoar. (15). Se le receta antídoto de Raleigh —una poción contentiva de enorme cantidad de hierbas y extractos animales— (16). ¡E pur si muove! ( “¡y sin embargo se mueve!”), dice uno de los matasanos parodiando a Galileo Galilei y le administra otra dosis de antídoto de Raleigh aderezado con julepe de perla y amoníaco… ¡Grande finale!
Yo le pido su indulgencia, desprevenido lector, por la larga lista que le di a leer… ¡Da a uno en qué pensar! Pero seguramente usted cree que esto ya no ocurre… Ojee cualquier receta de nosotros, los médicos “modernos” que “cuidamos” de su salud… ¡Nada que ver! ¿Qué dirán nuestros colegas, por ejemplo, y para no exagerar, en el año 2155? Posiblemente, ¡Qué clase de solípedos eran aquellos! Forrados de “cencia” trataban las enfermedades por las ramas, pues con limitadas excepciones, no sabían ni qué las producían creando hasta otras peores que el paciente no tenía cuando llegó a confiarle sus cuitas… Y si nosotros, profesionales en el arte de curar no lo hacemos ni tan bien, ¿Qué queda para los ignaros que tratan de emularnos?
Lamento tener que echarle a perder esa detestable afición que usted comparte con muchos otros legos en la materia esa de recetar a otros semejantes por el sólo hecho de que usted cree que eso es facilito y de que esa medicina le hizo bien a usted… Créame amigo mío, que cada vez que me siento en mi escritorio (sin., trinchera) con mi bolígrafo a la diestra (sin., misil Patriot) me acuerdo de lo que “viejo” maestro Henrique Tejera Guevara (1889-1980), decía a los recién graduados de aquellos viejos tiempos, “Doctor, empadrone su título!”, y me tiembla el pulso al momento de escribirle una prescripción, y sólo pienso en lo sencillo que es para los miles de mis conciudadanos que a troche y moche se dedican al cultivo de este cuasi-deporte nacional de recetar de todo… a todos.
Así que le parecerá extraño que le diga que mientras más conocimientos tenemos y más hemos visto, más inseguros nos sintamos durante el sublime acto del recetar… Yo, por ejemplo, no he olvidado la terrible lección de la talidomida, que dejó esa retahíla de muchachitos focomiélicos sin bracitos ni piernitas como las focas… Era el producto “ideal” para combatir los nervios de una mujer embarazada por su “carencia” de efectos colaterales… Tampoco olvido el reciente “affaire” del aminoácido L-triptófano expendido libremente en tiendas “naturistas” con el pretendido mote de hipnótico natural, el que le evitaba a usted emplear somníferos… Ahora resulta que produce un desorden orgánico llamado síndrome de mialgia y eosinofilia, que no le voy a explicar qué es, pero puedo decirle que es responsable al menos de cinco muertes y que podría continuar importunándole un largo rato después de que usted haya dejado de ingerirlo… ¿No le digo que “patentados” y productos “naturistas —¿quién dice que lo son?—, son componentes del mismo imperio multimillonario que nos induce a tomar medicinas para prevenir enfermedades que aún no tenemos..? Vitaminas, laxantes “naturales”, lecitina, aceite de pescado, ginseng, fuentes de la eterna juventud…
No hay dudas de que hay enfermedades que necesitan de medicamentos para su control, pues sin ellas, el paciente podría morir, sufriría inútilmente o tardaría mucho tiempo en reintegrarse a una vida activa y feliz ¡No existe discusión en ello! ¡Yo no soy partidario del nihilismo terapéutico!, pero el mayor porcentaje de pacientes que asisten a mis consultas no tiene nada que no pueda sanarse sólo, quizás con unos días de reposo, o más importante aún, con un cambio en sus hábitos de vida, un ajuste en la ruta… Pero no el golpe de timón —a la caja de seguridad de las arcas públicas— que pretendía hacer aquel gobernante enamorado, sino un verdadero cambio en su vida… Pero el paciente
parece estar frente a usted diciéndole, ¿A quién? ¿A mííí? ¡Qué va, oh! Déjeme con mis tragos, mis cigarrillos, mis comidas malsanas y mi colesterol y mi sedentarismo, y váyase a freír monos y a aconsejar al padre de sus hijos… ¡Yo vine aquí por una receta y sin ella no me iré!
El pobre iluso cree que ese lento cavar de su propia tumba, o peor aún, eso de estar continuamente comprando boletos para la rifa de una hemiplejía o de un infarto del miocardio puede remediarlo con medicamentos ¡Ja, ja, ja! ¡Qué bo…luntad! Pues bien, mi querido amigo, déjeme decirle que usted está equivocado de metra a metra. Usted, al igual que yo, somos objeto de un manejo, de una conjura, de una conspiración de las casas farmacéuticas para que nos mediquemos por nimiedades. Su negocio es redondo, pues se nutre de su imbecilidad tanto como de la mía, tratando es cierto- enfermedades producidas por la naturaleza… pero también otras que sus tósigos producen, para las cuales habrá que emplear otros venenos parecidos y así sucesivamente…
Nuevamente, sentado en mi trinchera con mi misil Patriot abandonado al desgaire en mi escritorio, miro a hurtadillas el sapiente libro “Side effects of Drugs” –no precisamente regalado por un laboratorio farmacéutico—, ubicado a mi siniestra como recordatorio de mi flaqueza farmacológica me pregunto: ¿Qué le indico? Este parroquiano vino a salir con una receta en su bolsillo y de no dársela, dirá que soy un ignorante, que no sé qué es lo que tiene, o que le robé sus reales. ¡Nada de eso! —pareciera decirme—, a un médico se viene para que le recete a uno. ¡Ya él verá qué hace! No se le paga para que hable pendejadas y le dé a uno consejos pues para eso están los rabinos, los ministros y los curas. Bueno —pienso yo mirándole — ¿qué voy a hacer? Tendré que recetarle… Pero, ¿qué?, si hasta la aspirina, los antiácidos y aún las vitaminas pueden producirle a este tipo amarguras futuras… a este tipo que está sano pero que se siente enfermo… Después de ofrecerle por cuarenta y cinco minutos las razones por las cuales no le voy a recetar, el sujeto insiste – “¿Y es qué no me va a dar nada…? ¿Es que usted no me toma en serio?” -“Okey, le voy a recetar una aspirina infantil un día sí y otro no…”.
Con cara de hereje el sujeto se despide y yo me quedo pensando, ¿qué efecto secundario le producirá una aspirinita a este semejante en particular? ¿la tolerará bien? ¿se irá la pastilla a embochinchar con esas otras porquerías que ya viene tomando desde antes? ¿su hígado y sus riñones podrán detoxificarla y eliminarla con prontitud? ¿le dañará el estómago, la vista, el oído o el olfato? ¿y si le da dengue hemorrágico? ¿y qué tal si la medicina le cae bien y en este país, sin gobierno ni nadie a quien le duelen los demás, se le ocurre continuar tomándola indefinidamente…?
El timbre del intercomunicador me saca de mis cavilaciones…
Es mi secretaria quien muy dulcemente me dice, “Otro vivo p’al corral doctor, ¡el señor Godínez tiró la puerta y se fue sin pagar…!”
Adendum
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Y es que la sed de lucro parece ingénita a los comerciantes de la salud. Antes de seguir adelante, mostraremos algunos ejemplos paradigmáticos concernientes a el deseo, que va con la riqueza, de que todos nos creamos enfermos aún cuando no lo estemos… Un ejemplo es la antigua ¨colitis¨, hoy trocada en ¨síndrome de colon irritable¨… Y el dinero está a la orden para comprar tu opinión y tu receta…
La conjura de los remedios o
¿para qué tantas medicinas?
PARTE II
Muchos pacientes y colegas me acusarán de nihilista, de mostrar vergonzoso escepticismo sobre la eficacia y seguridad de muchas de las drogas que uso, de que todo lo curo mandando a la gente a hacer ejercicios y a moderar sus excesos… ¡Quizás tengan razón! Mis ‘verdades terapéuticas’ de recién graduado de cutis lozano, las he transmutado ya tantas veces por ‘nuevas verdades’ a lo largo de estos treinta años de trajinar el camino…, que mucho me temo seguiré cambiándolas y reformándolas hasta el cese total funcionamiento de mis lóbulos frontales. ¡Qué más me da mí que soy un caliche! De lo mismo probablemente acusaron a los alumnos de Avicena (980-1037), el eximio médico árabe, el Príncipe de los Médicos, luego de observar a su maestro introducirle un vulgar piojo — Pediculus capitis— a un presumiblemente prostático por el meato uretral, para aliviarle de una retención urinaria aguda. Guy de Chauliac, el eminente cirujano francés del 1300 y médico de los papas de Aviñón, también empleó con tino truco tan singular… Y de paso, yo también me adheriría a este procedimiento del estrés uretral por el hemíptero, de encontrarme ante una vejiga repleta, de repente y solitario con mi ineptitud, desprovisto de una sonda de Nélaton en la Medicatura Rural de Samariapo…
Egoístamente hablando, no crea que el drama del anciano no deja de preocuparme… Habiendo ya cruzado la esquina de la cincuentena, me veo arribando raudo a mi vejez que, aunque ha de llegar porque sí, he tratado de que no se refleje tanto en mis funciones orgánicas llevando una vida reglamentada y saludable, con un mínimo ocasional de medicamentos y aderezándola con un poco de trote, porque si no lo sabía, vejez es casi equivalente a enfermedades crónicas, y si así se define, para la mayoría ello significaría que deberemos tomar medicamentos para contrarrestarlas… Mas, hay una enorme evidencia acumulada que indica que el consumo superfluo de medicinas asciende en directa relación al desarrollo del país y a la edad que usted vaya acumulando… Lo que asegura que a los viejitos se les administrarán drogas innecesarias; bien porque el diagnóstico que sustenta su indicación ha sido apresurado y erróneo; bien porque no se haya demostrado que algún tratamiento aliviará esa condición determinada; bien porque se prescriba una droga peligrosa cuando otra menos dañina podría emplearse con éxito; bien porque podría indicarse una dosis más pequeña que brinde similares beneficios, sin mayores inconvenientes…
Decía el maestro Francisco Antonio Rísquez (1856-1941), (el “viejo Rísquez” como era cariñosamente llamado), “mitad de dosis, mitad de efectividad” como queriendo decirnos: Pruebe primero con poco, vea qué pasa, e incremente de ser necesario…Atisbaba tal vez el problema aún peor de la polifarmacia, o una medicina para cada dolencia, múltiples drogas para tantos achaques que aquejan a un anciano y los cuales, muchas veces intolerantes, exigen una cura particular. Imagínese usted, una píldora para la tensión, otra para el reuma, aquella otra para la infección urinaria, esta tableta para los gases y la rosada para la memoria, un supositorio para el estreñimiento, esta inyección para la libido, esta cápsula para la diabetes, una para orinar con facilidad, junto con estas otras para la retención de líquidos y el ácido úrico alto… ¿Consecuencias? ¡Me huele a reacciones adversas! Sea a una droga en sí o a la interacción ocurrida entre unas y otras que generalmente no son reconocidas como tales ni por el médico ni por el paciente.
El epílogo tantas veces repetido, es que para un nuevo síntoma(s) –efecto colateral de alguna de ellas-, surgirá un nuevo medicamento e imagínese ese caldo gallego bioquímico circulando por la sangre del provecto, golpeando aquí y pateando allá inclemente, los ya cansados órganos, sistemas y aparatos… Entre las drogas más a menudo prescritas a los pacientes de edad se encuentran los tranquilizantes mayores y menores, las de acción cardiovascular y las de efecto gastrointestinal. Las primeras son quizás, las que más producen víctimas entre la población añosa (y en muchos adultos y jóvenes también). Particularmente indicados para el insomnio, existe suficiente evidencia de que ya no serán tan efectivos al cabo de pocas semanas, creando, por tanto, sólo dependencia química y hasta trastornos de las funciones cerebrales superiores -especialmente en la memoria-, atribuidas entonces a la senectud. Por su parte, la hipertensión arterial y las enfermedades del corazón son muy comunes en el anciano, pero de nuevo se hace presente en ellos una exagerada prescripción en situaciones donde no sería
necesaria una droga tan potente o a tan elevada dosis. Por último, la categoría de drogas de efecto digestivo incluye entre otras, las empleadas en el tratamiento de los ‘gases’, que son totalmente inútiles, siendo que quizás podrían prevenirse si se hicieran comidas ligeras cuatro veces al día, se aumentara en ellas el contenido de fibras y se masticaran los alimentos sin prisa y con diligencia.
Nuevamente se me podría tachar de exagerado… La Organización Mundial de la Salud (1985), al discutir el problema de los efectos adversos de los medicamentos en el anciano, asienta que “muy a menudo, la historia clínica y el examen de pacientes que han desarrollado efectos secundarios revela que no había una indicación válida para la droga en cuestión… Las reacciones adversas podrían en gran proporción ser evitadas en el anciano, escogiendo drogas seguras y efectivas y aplicando principios terapéuticos establecidos al hacer la prescripción, tales como (¡Ahh, el viejo Rísquez otra vez!) comenzar con una dosis baja, observar al paciente frecuentemente y evitar la excesiva polifarmacia. Dicho en otras palabras y de acuerdo a los expertos, los ancianos que sufren reacciones adversas a las drogas son a menudo víctimas de medicinas que no tenían en ellos una indicación válida. Un frecuente reflejo condicionado, ¡Prescribir por prescribir; prescribir por complacer!, diríamos nosotros.
Una regla práctica que no debemos olvidar es la de que cualquier síntoma puede ser producido o empeorado por una droga por más inocente que parezca y que ello es más cierto en el anciano. Pero tantas veces los médicos subdesarrollados nos sentimos inculpados ante la pregunta del paciente y dictaminamos en tono omnipotente: “En mi experiencia, ¡No tiene nada que ver… sígala tomando!) (prrrr… ¡trompetilla para tí!), pero por fortuna, el paciente no es pen y dejo lo demás, hace mutis, y ya no la toma más. Las clases más humildes y menos enteradas pagan el mayor peaje al gustar de esas extensas recetas, escritas a ambos lados del largo récipe, donde se duplican o triplican medicinas para un mismo fin, suerte de “tiro e’chopo” capaz de acabar con cualquier indisposición, y de paso con los magros ingresos y con el paciente mismo… ¿Y qué me dice usted de los nuevos medicamentos? Si usted no los conoce o no los receta, sus pacientes y colegas le verán con malos ojos. ¡El que llegue de último es pupú de perro!, decíamos en el recreo en el Colegio La Salle de Valencia que me vio hacer mis primeras y escatológicas apuestas… Sólo eso será usted cuando el paciente le pregunte si conoce o ha oído hablar del último “onenev odatnetap” — para su interpretación, recúrrase a la lectura especular del gran Leonardo da Vinci— y usted se quede en neutro o titubee. Se le mirará con el mayor desprecio… ¿Qué clase de médico gaznápiro será este que no sabe /no dice /no conoce? Por mi parte, yo prefiero no conocerlo todavía pues total, tampoco seré el primero en recetarlo y podré mirar desde lejitos los primeros lamentosos que hayan quedado machucados a la primera carga de caballería de manos de la alegre receta de otros colegas. Pero tampoco seré el último si razonablemente se demuestra que serviría para mí… y lo que es bueno para mí, podría serlo también para mis enfermos. No hay ni debe haber remedios para cada inconveniencia. Ello sería un insulto a la Madre Naturaleza. ¿Cómo iba el Todopoderoso a crear -perdóneseme la expresión— una ‘máquina biológica’ tan perfecta sin tomar en cuenta sistemas propios para corregir sus entuertos? El cuerpo humano en su perfección sublime es la antítesis de la Venezuela que no cuida ni conoce el mantenimiento.
Los antiguos sin tanto medicamento peligroso lo intuyeron y le llamaron la vis medicatrix naturae o poder curativo del organismo, vis conservatrix o fuerza natural del organismo para resistir las enfermedades o farmacia interna que posee sus propias drogas
¿Cuantas veces nos oponemos a ese poder o a esa fuerza implícita al ser al introducir en forma por demás ligera, sustancias extrañas que ni necesitamos? ¿Será que no nos queremos…?
Adendum
- La industria de la comida rápida, el sedentarismo, los malos hábitos de vida: el licor, el cigarrillo y las drogas preparan a nuestros niños, jóvenes y adultos para enfermar y morir…